LIBRO 4

LA FAMILIA

Capítulo 14

Nueva Orleans 1980

Ya no lo soportaba por más tiempo. Santos sacó su bolsa de viaje del estante superior del armario. Ya se había hartado de condescendencias, y esta vez no podrían encontrarlo. No podrían capturarlo de nuevo para ingresarlo en un reformatorio.

Habían pasado casi dos años desde la muerte de su madre, y desde entonces se había visto obligado a vivir con cuatro familias de «alquiler». Con todas ellas, sin embargo, había aprendido algo importante.

La primera de todas le había enseñado a no pensar, en ningún momento, que era su familia real. Para ellos sólo era una manera de conseguir dinero, y lo habían dejado bastante.

La segunda familia le había enseñado a no llorar, por mucho dolor que le infligieran. Había aprendido que el dolor era algo íntimo, algo que sólo le concernía a él. Había aprendido que cuando expresaba sus sentimientos sólo conseguía que lo ridiculizaran.

La tercera familia le había enseñado a no esperar nada de los demás, ni siquiera una mínima decencia en el trato. Y cuando llegó el turno de la cuarta familia ya no aprendió nada más por la sencilla razón de que había dejado de ser vulnerable. No tenía esperanzas, ni ilusiones, ni deseos de que lo amaran. Se limitó a cerrarse al mundo.

Como consecuencia de su comportamiento, los asistentes sociales del estado habían llegado a la conclusión de que era un chico difícil e introvertido.

Durante su experiencia con las cuatro familias había vivido en cuatro partes distintas de la misma ciudad, asistido a cuatro colegios diferentes, y perdido a todos sus amigos sin hacer ni uno solo nuevo. Habían destrozado su vida, y por si fuera poco se atrevían a decir que era difícil e introvertido. Tal y como decían a menudo sus viejos amigos, el sistema estaba podrido.

Pero esta vez no lo encontrarían.

Debía marcharse de Nueva Orleans. Si se quedaba, lo encontrarían. Y no podría soportar acabar en un reformatorio, o con otra familia de «alquiler». No soportaría otro colegio, otro barrio, más rostros nuevos y desconocidos. Tenía dieciséis años y era casi un hombre. Había llegado el momento de que decidiera por su cuenta y riesgo.

Había planeado su fuga con cuidado, ahorrando todo el dinero que podía hasta conseguir la suma de cincuenta y dos dólares. Después de estudiar un mapa de Luisiana había decidido marcharse a Baton Rouge, una ciudad bastante grande, con universidad, mucha gente joven y no demasiado lejos de Nueva Orleans. Apenas a doscientos kilómetros.

No había olvidado la promesa de encontrar al asesino de su madre. En cuanto fuera mayor de edad, regresaría para cumplirla.

Abrió un cajón y sacó un pequeño joyero del que extrajo unos pendientes de cristal coloreado. De forma reverencial, los colocó sobre la palma de su mano. Eran simples baratijas, pero a su madre le gustaban mucho, y tan largos que casi llegaban a sus hombros. Podía imaginarla con aquellos pendientes, que brillaban como diamantes cuando se movía.

El recuerdo de su madre resultaba doloroso y dulce a la vez. Volvió a guardar los pendientes en el joyero y lo metió en la bolsa con el resto de sus cosas, exceptuados los libros del colegio, que no necesitaría. Pero cambió de opinión y prefirió guardar la pequeña cajita en el bolsillo de sus vaqueros. Allí estarían más a salvo.

Lucía no le había dejado nada de valor, pero aquellos pendientes significaban más para Víctor que mil diamantes de verdad. No habría soportado perderlos.

Cerró la bolsa, miró a su alrededor y pensó que no se arrepentía de abandonar a aquella familia sin siquiera despedirse, ni de huir en mitad de la noche, ni de haber tomado veinte dólares como préstamo. No sentirían su ausencia, y en cuanto al dinero, lo devolvería en cuanto pudiera.

Caminó hacia la ventana y la abrió con sumo cuidado. Miró hacia el exterior, sacó la bolsa, y se alejó en la oscuridad.

Media hora más tarde, Santos se sentaba en el asiento delantero de un coche casi nuevo.

– Gracias -dijo al hombre que lo había recogido mientras hacía autoestop-. Pensé que iba a congelarme.

– Me alegra poder ayudar -sonrió-. Me llamo Rick, ¿y tú?

Santos estrechó su mano, algo incómodo con la situación.

– Víctor.

– Me alegro de conocerte. ¿Adónde te diriges, Víctor?

– A Baton Rouge. Mi abuela está en el hospital -mintió-. Se encuentra bastante mal.

– Vaya, lo siento. Pero tienes suerte -sonrió-. Precisamente voy a la universidad.

Santos sonrió.

– Magnífico. No me gustaría tener que volver a la carretera con el frío que hace.

– En la parte de atrás llevo un termo con café caliente.

– No, gracias -dijo, mientras observaba el flamante interior del vehículo-. ¿Cuánto tiempo llevas en la universidad?

– Este año termino la carrera de psicología.

Santos pensó que su madre siempre había insistido en que siguiera estudiando y se sintió muy culpable. No había podido mantener su promesa.

– Y que se supone que hace un licenciado en psicología?

– Ayudar a la gente con problemas, ya sabes. Estudiamos todo tipo de problemas mentales. Y te aseguro que algunos son absolutamente increíbles. No puedes ni imaginarios.

Víctor recordó el rostro de su madre y se dijo que podía imaginarlo perfectamente. La había asesinado un maldito psicópata.

– Estoy un poco cansado -dijo el chico-. ¿Te importa si no hablamos durante un rato?

– No, claro que no -sonrió-. Pareces cansado. Si quieres echar una cabezadita, hazlo. Te aseguro que no me dormiré al volante.

Santos lo miró. Había algo inquietante en aquel individuo. Algo como arañar una pizarra.

– Gracias, pero estoy bien.

Rick se encogió de hombros.

– Como quieras. Aún nos quedan dos horas de viaje.

Rick encendió la radio y cambió de emisora hasta que encontró una canción que le gustaba. Era Satisfaction, de los Rolling Stones.

Santos se recostó en su asiento y miró por la ventanilla del coche, observando el tráfico. Poco a poco fue relajándose. Por primera vez en mucho tiempo se encontraba cómodo. Respiró profundamente y casi dormido se dijo que esta vez no lo encontrarían. Cuando fuera mayor, cuando ya no pudieran capturarlo, regresaría para encontrar al asesino de su madre.

Poco después despertó sobresaltado. Como sucedía a menudo, había soñado con Lucía, y con Tina. Se pasó una mano por la frente y la encontró cubierta de sudor. En la pesadilla, las dos mujeres gritaban pidiendo su ayuda, pero no conseguía llegar a tiempo.

En aquel momento el coche pasó por encima de un bache. Santos miró a su alrededor, confuso y desorientado.

– Al parecer ya te has despertado…

Santos sonrió, avergonzado.

– Lo siento, no tenía intención -bostezó-. ¿Cuánto tiempo he estado dormido?

– No mucho. Media hora.

Santos tenía la impresión de que había pasado mucho más tiempo. Le dolía todo el cuerpo.

Una simple mirada por la ventanilla bastó para que comprobara que se encontraban en una carretera secundaria, completamente desierta. Frunció el ceño, inquieto. Algo andaba mal.

– ¿Dónde estamos?

– En River Road, cerca deVacherie.

– River Road -repitió.

Santos recordaba muy bien el mapa de Luisiana y sabía que no había que desviarse en ningún momento para llegar a Baton Rouge. Pero Rick pareció leer sus pensamientos, porque dijo:

– Un camión sufrió un accidente en la autopista y han cortado el tráfico. De modo que decidí dar un rodeo para llegar antes.

Santos intentó recordar aquel nombre, River Road, pero no lo consiguió.

– Has visitado alguna vez las viejas mansiones de las plantaciones, Víctor? -preguntó Rick-. Todas están por esta zona, y son muy interesantes. En aquella época necesitaban el río para todo. Para comerciar, para viajar, para conseguir los suministros…

Santos se pasó una mano por la frente. No entendía que se hubiera quedado dormido, que hubiera actuado de forma tan ingenua y estúpida.

– ¿No tardaremos demasiado por esta carretera?

– No más que atascados en la autopista.

– Tal vez tengas razón -murmuró Santos.

Intentó convencerse de que Rick era una buena persona y de que había tomado una decisión razonable. Sin embargo, tenía un mal presentimiento.

– ¿Te encuentras bien? Estás algo pálido.

– No, estoy bien -respondió Víctor-. Sólo cansado.

Rick empezó a hablar sobre la universidad y sobre su carrera, y de vez en cuando hacía alguna pregunta acerca de la familia de Santos. El joven se las arreglaba siempre para desviar la conversación de tal manera que siguiera hablando sobre sí mismo.

A pesar de todo, no consiguió sentirse menos inquieto. Algo le decía que haría bien alejándose de aquel individuo.

– Puedes ser sincero conmigo, Víctor. Tu abuela no está enferma, ¿verdad? No te está esperando nadie. Nadie en absoluto.

Santos lo miró y se estremeció. Rick sonrió abiertamente, como si fueran amigos de toda la vida, con calidez. Por desgracia, ya había aprendido que las apariencias engañaban con demasiada frecuencia. Así que se las arregló para fingir indignación ante su comentario.

– Por supuesto que tengo una abuela. Y está enferma, muy enferma. ¿Por qué has dicho algo así?

– Mira, no creo que un chico como tú, y de tu edad, estuviera solo a estas horas de la noche si no fuera porque no tiene a nadie en el mundo. Puedo ayudarte. Puedo conseguirte un sitio para que te quedes una temporada si quieres.

– ¿Por qué? Soy un completo desconocido para ti.

– Porque una vez me encontré en tu situación. Sé lo que se siente. Y créeme, es más duro de lo que puedas imaginar.

Parecía tan sincero que estuvo a punto de capitular. No obstante, Santos había aprendido muchas cosas sobre las personas y sobre los intereses que las movían, y sospechaba que había gato encerrado. Era algún tipo de trampa. La gente no ayudaba casi nunca a nadie sin una buena razón.

– Supongo que debe ser duro, sí -dijo-. Pero no lo sé, porque no me encuentro en la situación que dices. Mi abuela me está esperando en Baton Rouge.

– Como quieras -se encogió de hombros.

Sonrió con tal frialdad que Santos se estremeció. Pero se cuidó mucho de mostrar inquietud.

– Muchas gracias, de todas formas.

Miró por la ventanilla del coche, y segundos después oyó que Rick se había quitado el cinturón de seguridad. De inmediato supo que tenía que salir de aquel coche.

En el preciso momento en que intentaba abrir la puerta, Rick frenó en seco. Santos consiguió entreabrir y oyó que algo caía al suelo. Se dio la vuelta con rapidez y golpeó al individuo en la mandíbula, sorprendiéndolo por completo. Fue entonces cuando vio que en el suelo, entre los dos asientos, había una cuerda de nailon y un cuchillo.

La visión de aquellos objetos le trajo a la memoria el cuerpo horriblemente mutilado de su madre. Durante un segundo lo dominó el pánico. Rick aprovechó la ocasión para recoger la cuerda. Santos gritó, asustado, y consiguió abrir del todo la puerta. La humedad y el olor del río ataron sus sentidos.

Casi había conseguido escapar.

Rick consiguió agarrarlo por el pie y apretó la cuerda sobre su muslo.

Santos miró a su atacante, presa de la histeria. No podía pensar. Su corazón latía a toda velocidad y apenas podía respirar. Los pensamientos se sucedían en su mente con gran velocidad. Veía el rostro de su madre, su hermosa cara convertida en un rictus de horror.

Como si comprendiera el miedo de Santos, Rick sonrió pensaba divertirse mucho con todo aquello.

– Puedo facilitarte las cosas, Víctor. O puedo complicártelas más aún. Sé un buen chico y coopera con el tío Rick.

En aquel instante, Santos recobró la calma suficiente para decidir que no acabaría como su madre. Con un grito de furia le pegó una patada en la cara y salió al exterior. A un lado se encontraba el río, y al otro una propiedad rodeada por una alta valla.

Rick salió del coche y Santos empezó a correr por la carretera.

Al llegar a una curva se encontró de repente con un coche que avanzaba a toda velocidad en sentido contrario. No tuvo tiempo de reaccionar. Vio la luz de los faros, oyó el sonido del claxon y finalmente el chirriar de una frenada en seco.

Sintió un intenso dolor y una luz brillante llenó su cabeza. Acto seguido se sintió dominado por una extraña sensación de levedad, como si estuviera flotando.

Segundos más tarde, perdía el conocimiento.

Capítulo 15

Pensó que lo había matado.

Con el corazón en un puño, Lily Pierron se arrodilló junto al cuerpo del joven. Toco su frente y se sintió mucho más aliviada al comprobar que estaba caliente, y algo sudorosa, Apartó de sus ojos el oscuro cabello y oyó que gemía.

Aliviada, comprendió que estaba vivo. No sabía qué hacer. Dudaba que a esas horas de la noche pasara algún coche por allí. Salvo su casa, no había ninguna otra mansión cercana. Una vez más tocó su frente y dudó entre dejarlo para ir a buscar ayuda o meterlo en el coche.

Sabía que podía agravar su estado si intentaba moverlo, dependiendo de cuáles fueran sus heridas, pero no podía dejarlo abandonado en la carretera.

Lily pensó en el conductor del vehículo que acababa de ver. Se había alejado a toda velocidad al comprobar que se acercaba para pedir ayuda. Su extraño comportamiento, y la manera en que había aparecido el chico, de repente, le hacía pensar que estaba huyendo de algo.

De repente, pensó en otra posibilidad y se estremeció. Tal vez aquel hombre se encontrara observando la escena a una distancia prudencial, esperando para ver si dejaba solo al chico.

Por primera vez sintió el frío de la noche. Pensó que los delincuentes no tenían por costumbre permanecer en la escena del crimen para ver lo que pasaba. Generalmente ponían tierra de por medio. Con todo, la idea de dejar solo al chico la asustaba.

En aquel momento el joven gimió de nuevo y abrió los ojos.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó, con voz temblorosa- no te vi. Al dar la curva me encontré de repente contigo. Intenté parar, de verdad. Lo siento tanto… ¿Dónde te duele? maldita sea, ¿dónde están los médicos cuando se los necesita? o te preocupes, iré a buscar ayuda.

Lily intentó alejarse, pero el chico agarró su mano con una fuerza sorprendente. La mujer lo miró, sorprendida. Víctor miró hacia la carretera y ella comprendió lo que quería.

– Se ha marchado. Cuando me detuve, salió disparado a toda velocidad. Si es amigo tuyo creo que deberías elegir mejor…

– No era amigo mío -dijo con dificultad.

– Mira, necesitas ayuda. Tengo que dejarte aquí, pero vivo justo al otro lado de la carretera. Llamaré a una ambulancia.

– No, no, estoy bien…

Observó horrorizada al chico, que hizo un esfuerzo sobrehumano para sentarse a pesar del evidente dolor que sentía.

– No es cierto, no estás bien. Puede que estés gravemente herido, hijo.

– No soy su hijo -susurró.

Lyly notó la amargura de su voz, una amargura que le dijo más sobre aquel joven de lo que Víctor habría querido. Pero con un chico así no podía mostrar debilidad.

– Estás herido -dijo con firmeza-. Y no sé hasta qué punto. Si me ayudas a subirte al coche, te llevaré a un hospital. Si no, llamaré a la policía para que envíe una ambulancia.

– No llame a nadie -rogó con debilidad-. Estoy bien, de verdad.

Como para probar lo que decía, intentó levantarse. Pero sólo consiguió quedarse de rodillas, doblado hacia delante.

Lily sintió pánico.

– Puedes ser todo lo obstinado que quieras, pero no puedo dejarte aquí. No lo haré. Al atropellarte te has convertido en mi responsabilidad.

– No, por favor, olvídelo. Estoy bien, pero… no llame a nadie.

Resultaba evidente que el chico estaba huyendo de algo o de alguien. Tal vez de la ley, aunque no lo creía. No tenía aspecto de delincuente. Aunque bien pensado, pocos delincuentes lo tenían.

Por si fuera poco, estaba herido. Podía tener heridas internas, o una conmoción. Apenas podía hablar, y no conseguía ponerse en pie.

Entonces, tomó una decisión. Tenía cierta amiga que no haría ninguna pregunta. Pero no pensaba decírselo todavía.

– No debes temer de mí. No llamaré a nadie si vienes conmigo. Comprende que no puedo dejarte aquí. Elige. O vienes conmigo o llamo a la policía. Y no creo que tengas fuerzas para huir de ellos. Si crees que me equivoco, inténtalo.

Lily tomó su silencio por un acuerdo tácito.

– Como acabo de decir, vivo al otro lado de la carretera. Me aseguraré de que estás bien. Estarás a salvo conmigo hasta que puedas continuar tu camino.

Santos dudó, como si considerara la posibilidad de resistirse, pero no lo hizo. Se dirigieron hacia el coche, aunque apenas podía caminar y necesitaba apoyarse en ella todo el tiempo.

Tardaron varios minutos en llegar al vehículo, pero al final lo consiguieron. Lily lo ayudó a subir a la parte delantera y arrancó. Doscientos o trescientos metros más adelante, tomó el camino que llevaba a la mansión. Sólo entonces miró al joven que la acompañaba. Miraba fijamente hacia delante, y estaba tenso cormo si en cualquier momento, si observaba algo peligroso, fuera capaz de saltar del coche.

Sintió una terrible lástima por él. Sabía lo que significaba ser un marginado, no pertenecer a ninguna parte, estar solo.

No en vano, había pasado sola toda la vida. Apretó las manos sobre el volante, dominada por un in tenso dolor que no la había abandonado ni un sólo día de su existencia. No podía olvidar a Hope, ni a su amada Glory. Deseaba estar con ellas y compartir sus vidas.

A veces subía al coche y esperaba ante el hotel Saint Charles sólo para poder verlas durante un segundo. La última vez, había conseguido su objetivo. Hope y Glory salieron del hotel, y durante un segundo el sol iluminó sus rostros. El simple hecho de verlas la llenó de alegría. Pero no era suficiente. Las necesitaba, y su querencia rota la carcomía día y noche.

Cerró los dedos. Sólo había deseado una cosa: que su hija tubiera una buena vida, una vida alejada de la que ella había llevado. Y lo había conseguido. Hasta comprendía que su hija no quisiera saber nada sobre ella. Quería mantener las distancias, y entendía su actitud aunque le hubiera negado a Glory la posibilidad de conocer a su abuela, aunque se avergonzara de ella.

No en vano, Lily también se avergonzaba de sí misma.

Aunque la prostitución fuera, en el fondo, un trabajo como otro cualquiera. Un trabajo que, como todos, generalmente no se le elegía.

Sin embargo, su capacidad de comprensión no aliviaba el dolor que sentía. Sabía que hasta el día de su muerte estaría condenada a sufrir de nostalgia, a llorar lo que había perdido, a vivir sola.

Al llegar al final del camino, detuvo el vehículo.

– Ya hemos llegado. Espera. Te ayudaré a salir.

– Puedo hacerlo solo.

– Muy bien.

Lily salió del vehículo y Víctor la miró, pero no dijo nada.

Era un chico muy obstinado. No obstante, la mujer sintió una profunda admiración por su actitud. Aun herido y asustado se mantenía en sus trece.

Había conocido a otras personas como él, a las que también había ayudado. Chicos solos, hombres solos. Y comprendía su comportamiento.

Entraron en la casa por la puerta de atrás. Lily encendió la luz de la cocina. Entonces vio que tenía una gran mancha de sangre en el muslo izquierdo.

– Siéntate aquí -dijo, asustada-. Voy a buscar unas vendas.

– Me prometió que no llamaría a nadie…

– Lo sé. No te preocupes -lo miró-. Vuelvo enseguida.

Minutos más tarde regresó con un poco de alcohol, vendas y una toalla de baño. Llenó un bol con agua templada y mojó la toalla.

– Tendrás que quitarte los pantalones. No podré curarte la herida si no lo haces.

El chico se ruborizó.

– Señora, no pienso quitarme los pantalones.

Lily hizo un esfuerzo por no sonreír. Su rubor no encajaba en la imagen de chico duro que pretendía dar.

– Te aseguro que he visto a muchos hombres sin pantalones. No tienes nada que temer de una vieja como yo. Toma la toalla. Puedes taparte con ella si te sientes mejor.

Santos la tomó y Lily se dio la vuelta, sonriendo.

– Ya está.

El chico había regresado a la silla, y se había cubierto con la toalla.

– Voy a meter tus vaqueros en la lavadora. No te vayas. Minutos más tarde, regresó a la cocina.

– No me mires así, Te prometo que te devolveré los pantalones.

Se arrodilló ante él y empezó a lavar su herida. Por suerte, no era demasiado profunda.

– Puede que esto te duela un poco.

– Desde luego que duele…

– Tengo un amigo que es médico, aunque se ha retirado, y…

– No.

– Vive cerca de aquí. Aceptará curarte si digo que eres mi sobrino. Compartimos muchos secretos. De hecho, le confiaría mi vida.

– Pero no será su vida la que confíe.

– Puede que tengas heridas internas. Podrías haber sufrido una conmoción, y es posible que necesites unos puntos.

– No necesito que me cosan la herida. Además, prometió que no llamaría a nadie.

– Lo sé, y siento haberlo dicho. Pero preferiría romper mi promesa a dejar que murieras -declaró-. Eres demasiado joven para morir.

– ¿Qué está diciendo? -preguntó, asustado.

– Tutéame. Me llamo Lily Pierron. Pero durante los próximos minutos, llámame tía Lily.

– No me quedaré lo suficiente como para que pueda llamar a alguien.

Víctor intentó levantarse, pero la pierna le dolía tanto que tuvo que sentarse de nuevo. Poco tiempo después, sonó el timbre de la puerta. Había llegado el médico.

– No abras, por favor… Lily.

– Lo siento. No puedo hacer otra cosa. Pero te aseguro que después lo agradecerás.

– Ya. Ambos sabemos lo que valen tus promesas.

Lily hizo caso omiso de su ironía.

– Tengo que saber cómo te llamas.

– Vete al infierno.

– Debes decírmelo. Si queremos que el médico crea que eres mi sobrino tendré que llamarte por tu nombre. Y sinceramente, «Vete al infierno» no me parece un nombre muy bonito.

– Todd -mintió, sin mirarla a los ojos-. Todd Smith.

– Muy bien -asintió-. Vuelvo enseguida, Todd Smith. Y espero que seas tan inteligente como para seguir aquí.

Capítulo 16

En cuanto salió de la cocina, Santos se levantó. Pero de inmediato supo que no podría huir a ninguna parte. No sólo estaba herido, sino que no llevaba pantalones.

– Maldita sea -dijo.

No tenía otro remedio que confiar en ella o marcharse corriendo con una toalla de baño a la cintura. Intentó tranquilizarse un poco y volvió a sentarse de nuevo, pero su corazón latía a toda velocidad. Cerró los ojos. Estaba seguro de que en cualquier momento aparecería la policía para devolverlo a Nueva Orleans.

Y sin embargo, a pesar de todos sus temores, supo que Lily no iba a denunciarlo. Había algo en ella que lo empujaba a confiar. Algo en sus cálidos ojos.

En cualquier caso, estaba atrapado.

Un segundo más tarde apareció su «tía» Lily, acompañada por un hombre de cierta edad. No había mentido. El hombre no llevaba más arma que un maletín de médico.

Siguió el juego y se hizo pasar por su sobrino, aunque de todas formas el médico no hizo pregunta alguna que no fuera profesional.

Veinte minutos más tarde, supo que viviría.

– Tienes unos cuantos arañazos y por la mañana te dolerá todo el cuerpo, pero has tenido suerte.

Recomendó a Lily que lo vigilara durante seis horas, que lo despertara cada dos si se dormía y que lo llamara de inmediato si surgía alguna complicación. Acto seguido se marchó. Lily lo acompañó a la puerta. Obviamente debía ser cierto que aquel hombre compartía muchos secretos con su benefactora.

Poco después, Lily regresó a la cocina,

– ¿Prefieres dormir en el sofá o en una de las habitaciones de arriba?

– En el sofá.

– Muy bien. Si necesitas que te ayude a caminar, o a…

– No, puedo hacerlo yo solo.

– Claro.

Sin más palabras, se alejó de él. Al cabo de un rato Víctor la siguió. La encontró en la biblioteca, esperando.

– Si esperas que me disculpe, pierdes el tiempo -frunció el ceño.

– ¿He pedido alguna disculpa? -preguntó ella-. A fin de cuentas, soy yo quien te las debo. En fin, espero que el sofá sea cómodo.

– Si ya habías decidido que dormiría aquí, ¿por qué lo has preguntado?

– No había planeado tal cosa. Simplemente sabía que preferirías el sofá. De todas formas, te di la oportunidad de elegir.

– ¿De verdad? -preguntó-. ¿Y cómo podías saberlo?

– Porque está más cerca de la salida, claro está.

Había acertado de lleno, y eso lo irritó.

– ¿Qué hay con respecto al anciano? ¿Es tu novio o algo así?

Lily hizo caso omiso de sus preguntas.

– Smith… Un apellido bastante común, ¿no es cierto?

– ¿Es que no me crees?

– Yo no he dicho eso.

– No es necesario que lo digas -observó, mientras contemplaba la habitación-. Es un poco barroca, ¿no?

– Sirve para el propósito que quería. Si tienes frío puedo darte otra manta. Vendré a verte cada dos horas, de modo que no te asustes si entro.

Santos decidió aplicar una estrategia que había aprendido viviendo con tantas familias de «alquiler». Quiso irritarla para que lo dejara en paz.

– ¿Vives sola, Lily? -preguntó con sarcasmo.

– Sí, Todd, vivo sola.

Aquello lo confundió. Esperaba que mintiera. Esperaba ver miedo en sus ojos, o desconfianza. Pero no fue así. Había contestado con sinceridad, y su actitud hizo que se sintiera culpable.

– ¿Por qué quieres saberlo? ¿Es que vas a asesinarme mientras duermo? ¿O a robarme?

– Eso no lo podrás saber.

Lily rió, entre divertida y desesperada.

– No me importa el dinero, Todd, así que no me molestaría que me robaras. Y en cuanto a asesinarme.., bueno, de todas formas no tengo ninguna razón para vivir.

Acto seguido se dio la vuelta y caminó hacia la puerta. Antes de cerrar, añadió:

– Hagamos un trato, Todd. No espero nada de ti, de modo que no esperes nada de mí. No hagas preguntas y yo no las haré. Y si Todd Smith no es tu verdadero nombre, tampoco me importa.

El olor de la panceta lo despertó. De inmediato recordó todo lo sucedido la noche anterior y sintió miedo al pensar lo que podía haber sucedido si no hubiera conseguido escapar de su agresor, si Lily no se hubiera detenido a auxiliarlo, si el coche hubiera ido más deprisa o si su benefactora hubiera llamado a la policía. Intentó olvidarlo. Tenía que seguir adelante. No podía permitirse el lujo de vivir en el pasado. Debía concentrarse en el futuro; al menos por el momento estaba a salvo.

Se sentó y gimió. Tal y como había dicho el médico, le dolía todo el cuerpo. Se sentía como si lo hubiera atropellado un camión, en lugar de un Mercedes.

Cuando quiso levantarse vio que Lily había lavado y planchado los vaqueros. Junto a ellos descansaba una camisa limpia, y justo encima había una cajita blanca y un par de billetes.

Al verlo, recordó que había dejado su bolsa en el coche del individuo que intentó atacarlo.

No había pensado en ello hasta entonces, y se sintió derrotado. Casi toda su ropa y todo su dinero se encontraba en aquella bolsa. Ahora no tenía nada salvo seis míseros dólares.

Pero por fortuna no había perdido los pendientes de su madre.

Se levantó y se vistió tan deprisa como pudo. El olor de la comida lo llevó a la cocina. La boca se le hacía agua. No en vano había pasado mucho tiempo desde la última vez que había probado bocado.

Lily estaba friendo la panceta. Al verlo, sonrió.

– Ya veo que sigues aquí.

Los acontecimientos de la noche anterior habían impedido que Santos la observara con detenimiento. Pero ahora, a la luz del día, se sorprendió. A pesar de su edad era de una belleza impresionante.

– Cierto. Además, sigues viva y tu vajilla de plata continúa donde la tengas guardada.

Lily rió.

– Sabía que no me matarías.

– ¿Y cómo lo sabías?

– Supongo que por experiencia. Soy bastante perceptiva con la gente. Toma un plato. El desayuno está preparado. Supuse que tendrías hambre, así que también he preparado unas pastas.

– No es necesario que me alimentes.

– ¿No? Bien al contrario, yo creo que es lo mínimo que puedo hacer por ti. A fin de cuentas te atropellé.

Santos estaba cansado de que todo el mundo sintiera lástima de él, de que todos actuaran como si le debieran algo. Y no quería deber favores a nadie. De manera que fue sincero y se lo dijo.

– Muy bien. Si quieres, puedes pagar por la comida -dijo ella.

– ¿Pagar? ¿Por la comida?

– Por supuesto. No esperaba que lo hicieras, pero si es tu deseo…

– ¿Cuánto es? -preguntó, irritado.

– No lo sé, unos dólares. ¿Cuánto cuesta un desayuno en un bar?

Santos se encogió de hombros.

– Si lo prefieres, puedes trabajar para ganarte la comida. Hay que hacer algunos arreglos en el garaje y otras cosas sin importancia en la casa -declaró, mientras servía la comida en su plato-. Tú verás. Ah, y si decides quedarte unos días para recobrar fuerzas, te pagaré algo extra si me arreglas el techo del salón.

Santos miró el plato de comida, hambriento. Debía quedarse. Odiaba la idea, pero no tenía más remedio. Sin dinero, sin ropa, y sin ningún lugar al que ir, no podía rechazar el ofrecimiento de Lily. Lily Pierron era un verdadero ángel. Y eso lo sacaba de quicio.

– Bueno, me quedaré un par de días -declaró, orgulloso-. Pero después me marcharé.

Capítulo 17

Santos se quedó. Los días se convirtieron en semanas, y las semanas, en meses. Ahora, tres meses después de que Lily lo atropellara, estaba sentado en la escalera del porche, preguntándose cómo había podido pasar. No había planeado quedarse tanto tiempo. Sólo tenía intención de permanecer en la casa unos días para recobrar fuerzas y ahorrar dinero.

Se inclinó y recogió un trocito de suela que obviamente se habría desprendido de algún zapato. No comprendía qué ganaba Lily con todo aquello. No creía que no pudiera encontrar a otra persona que le arreglara la casa, y ni siquiera creía que pudiera importarle.

Debía tener alguna razón distinta. La experiencia le decía que todo el mundo actuaba por interés. Sin embargo, no había descubierto, aún, lo que quería de él.

Frunció el ceño. A juzgar por la mansión y por el coche debía ser una mujer rica, y también sabía que los ricos no se preocupaban nunca por los pobres, salvo para hacerlos criados o para limpiar sus conciencias. No obstante, lo había tratado con todo respeto. No esperaba que trabajara por obligación. Bien al contrario, pagaba muy bien. Le daba todo tipo de libertades, no lo presionaba con preguntas y no lo angustiaba con un falso sentimiento de comprensión y solidaridad.

Resultaba evidente que Lily necesitaba compañía. Se sentía muy sola, y a pesar de las distancias que había entre ellos sospechaba que lo comprendía. Aquella mujer le agradaba, aunque se empeñara en negarlo y en repetirse una y otra vez que era como todos los demás. De hecho, se odiaba por haber aceptado su ayuda durante tanto tiempo.

Había llegado el momento de que se marchara.

Lily apareció en aquel instante. Siempre caminaba en silencio. Santos se había acostumbrado a que apareciera de repente, como salida de la nada. Era toda una dama. No podía decirse que estuviera en paz consigo, pero tampoco lo contrario. Parecía resignada a su existencia.

En todo caso, pensó que la vida de Lily no era asunto suyo.

– Hace una noche preciosa -dijo ella-. Siempre me ha gustado esta hora.

Santos apretó los puños. Quería que lo dejara solo, porque su presencia despertaba en él emociones que no podía permitirse. Estaba deseando que se sentara a su lado.

– De pequeña hacía exactamente lo mismo que tú.

– ¿A qué te refieres? -preguntó con irritación.

Lily le recordaba a su madre, y eso lo ponía nervioso.

– Miraba el río y pensaba en los lugares que deseaba conocer -sonrío, mientras se sentaba su lado-. Es curioso. Algunas cosas cambian muy deprisa y otras no cambian nunca.

Víctor no comprendía cómo era posible que lo conociera tan bien. Tenía la impresión de que en tres meses había aprendido a leer sus pensamientos.

– ¿Por qué eres tan buena conmigo?

– ¿Crees que no debería serlo?

– ¡No! -se levantó-. No. No tienes razón alguna para serlo, a menos que quieras algo de mí. Dímelo, Lily. Dime qué quieres.

– Nada, Todd.

– Tonterías -protestó, frustrado-. Me estás utilizando, aunque no sepa para qué.

– Entonces, ¿por qué no te marchas?

Santos no quería admitirlo, pero se sentía a salvo en aquel lugar. Por desgracia, temía que en cualquier momento le clavarían un puñal por la espalda.

– ¿Por qué no tienes amigos, Lily? Nadie te llama, ni viene a visitarte. Y no sales nunca, salvo a pasear.

– ¿Por qué te tratan como si fueras una leprosa? ¿Por qué murmuran los niños cuando te ven? ¿Por qué se cambian de acera sus madres cuando se cruzan contigo? Dímelo, Lily.

Lily no se movió. Sentía un profundo dolor, pero a pesar de todo no intentó negarlo.

Fuera como fuese, Santos se adelantó a su respuesta.

– No, no es necesario que expliques nada. Esta casa era un prostíbulo, y tú la «madame. No me extraña que quieras que esté contigo. Nadie más querría hacerlo.

El joven se arrepintió inmediatamente de lo que había dicho, pero ya no podía arreglar lo que había hecho.

Durante unos segundos, Lily se limitó a mirarlo. Sus ojos estaban llenos de dolor, pero no se debía al comentario del chico, sino a las heridas que le habían infligido otras muchas personas.

– ¿Eso es todo, Todd?

– No, no lo es. ¿Dónde está tu hija? Sé que tienes una porque he visto las fotografías. ¿Es que también piensa que eres una leprosa?

– Eres muy perceptivo. Has acertado con todo -dijo, con ojos llenos de lágrimas-. Soy todo lo que has dicho. Una prostituta solitaria. Y es cierto, mi hija me ha abandonado. Pero te ruego que me perdones ahora. Será mejor que entre en la casa.

Sin más palabras, Lily se levantó y entró en la mansión con la cabeza bien alta.

Santos la miró con un nudo en la garganta. La había herido a propósito porque la quería mucho y porque no deseaba sufrir más tarde.

Se había comportado como un canalla. Aquella mujer había sido muy amable con él. Le había permitido vivir en su casa, le había dado un trabajo y lo había alimentado sin esperar nada a cambio. Y ni siquiera había sido capaz de decir su verdadero nombre.

Sin quererlo, había actuado tan mal como las personas de las que huía.

No lo pensó dos veces. Se levantó y entró en la casa. El enorme vestíbulo estaba vacío. La llamó, pero ella no contestó, así que empezó a buscarla.


Minutos después la encontró en la biblioteca, con la mirada perdida. Tardó unos segundos en atreverse a hablar.

– ¿Lily?

– Por favor, Todd, márchate. Prefiero estar sola.

– Lily… Lo siento.

– ¿Qué es lo que sientes? ¿La verdad?

– Me he comportado de forma inexcusable.

– Sólo has dicho la verdad, Tienes derecho a despreciarme. Hasta mi propia hija me desprecia.

– Te equivocas. Yo no te desprecio. Yo… Lo siento.

– Márchate, Todd. No pasa nada. Estoy bien.

– No, no es cierto. No mereces que te traten así -dijo, con las manos en los bolsillos de los vaqueros-. Y desde luego, no mereces mis mentiras.

Lily se dio la vuelta entonces. Y Santos pudo observar que había estado llorando. Se sintió terriblemente avergonzado.

– No me llamo Todd Smith, sino Víctor Santos. Todo el mundo me llama Santos, excepto mi madre. Pero está muerta. Yo… quería herirte para alejarme de ti. Me gusta estar aquí, me gustas tú y no podía…

Lily caminó hacia él, pero el chico no fue capaz de mantener su mirada. Dulcemente, acarició su mejilla.

– No te preocupes, Víctor, lo comprendo.

Cuando Santos levantó la cabeza supo que Lily había sufrido muchísimo y se reconoció en ella. Maldijo a su hija por haberla abandonado.

Lily pareció leer sus pensamientos.

– Mi hija quería una nueva vida. Una vida limpia, sin arrastrar el pasado de mi familia. Y obviamente no tenía más remedio que olvidarse de mí.

– ¡Excusas! -exclamó, muy enfadado por Lily-. ¡Es indignante!

No podía creer que su hija la hubiera tratado de aquel modo. No lo merecía. El nunca lo habría hecho.

– Lo entiendo, Víctor, entiendo su actitud porque sé muy bien lo que soy.

Santos se odió por las cosas que había dicho. Lily actuaba como si mereciera un castigo por lo que había hecho, como si mereciera que su propia hija la abandonara corno a un perro.

– No te preocupes -continuó ella-. No quiero nada de ti, pero no voy a traicionarte. Me gusta tu compañía. Tal vez sea una egoísta, pero he estado tan sola…

Santos tomó su mano. Por primera vez desde la muerte de su madre sentía que no estaba solo. Había alguien que se preocupaba por él, alguien en quien podía confiar.

Entonces le contó la verdad. Toda la verdad sobre su madre y sobre su padre. Toda la verdad sobre su asesinato y sobre su promesa de vengarla. Compartió con ella sus experiencias y sus sueños, y Lily escuchó con atención y lo animó.

Aquella noche hablaron hasta muy tarde. Al final, Santos se sintió mucho mejor; como si al compartir tantas tragedias se hubiera liberado, en parte, del pasado. Y después, cuando se dieron las buenas noches, ambos supieron que Víctor se quedaría en la casa por propia voluntad.

Загрузка...