Nueva Orleans, Luisiana 1974
Con sólo siete años, el mundo era un lugar mágico y amenazador para Glory Alexandra Saint Germaine. Un lugar con todo lo que una niña pudiera desear: preciosos vestidos con encajes; muñecas de largo cabello que podía peinar; lecciones de equitación; y la mejor vajilla de porcelana para las fiestas que diera en el jardín. Obtenía todo lo que se le antojaba.
Su padre era lo más mágico y maravilloso de aquel mundo. Cuando se encontraba a su lado sabía que nada malo podía ocurrirle. Se sentía especial, a salvo. La llamaba «preciosa muñeca», y aunque encontraba la expresión algo insultante a una edad en la que ya se creía mayor, en el fondo le agradaba. Sin embargo, no dejaba de quejarse cuando lo hacía en público.
Su madre, en cambio, sólo la llamaba por su nombre.
Glory intentó acomodarse en la silla de madera. Le dolía todo el cuerpo por llevar tanto tiempo sentada en la esquina. En la esquina de las malas chicas.
Suspiró y trazó una línea con el pie sobre la brillante superficie del suelo de madera. Su madre inspeccionaría más tarde el lugar, cuando hubiera levantado el castigo, para asegurarse de que no había estado haciendo otra cosa. La castigaba con bastante frecuencia, y estaba obsesionada con que la esquina estaba hecha para rezar y reflexionar. Recordaba muy bien ciertas palabras que había oído en multitud de ocasiones:
– Te sentarás en la esquina y pensarás en lo que has hecho. Pensarás en lo que Dios espera de las niñas buenas.
Otras madres hablaban con sus hijas en términos cariñosos. Por desgracia, Glory no podía recordar una simple palabra de afecto en su corta vida.
Resultaba evidente que su madre no la quería.
Cerró los ojos con fuerza como si al hacerlo pudiera borrar tales pensamientos. Pero no podía, y se sentía triste y asustada. Una vez más su madre había destruido su maravilloso mundo para construirlo en un lugar oscuro y lleno de confusión, un lugar dominado por el terror.
Más de una vez había intentado convencerse de que su madre la amaba. Se decía que Hope Saint Germaine sólo era una madre distinta a las demás, una mujer que detestaba el contacto físico, que creía en la disciplina y despreciaba el afecto. No obstante, sus esfuerzos no servían de nada. En el fondo de su corazón sabía que no era cierto.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Toda la vida había intentado ser buena, hacer todo lo que ella quería. No comprendía, entonces, que no la amara. Todo lo que hacía estaba mal para Hope. Si reía, reía demasiado alto; si corría o cantaba, su madre recriminaba su actitud porque deseaba rezar. Hasta la molestaba que gustara a los demás. Encontraba repugnante el afecto, en cualquier vertiente, y mucho más si procedía de alguien ajeno a la familia. Por desgracia para ella, Glory era de la clase de niñas que gustaban a todo el mundo sin proponérselo.
Tenía ganas de salir de allí para jugar. Le encantaba reír, cantar y bailar, todo ello un terrible pecado según su madre. No dejaba de repetir que a Dios no le gustaban las niñas que querían ser el centro de atención.
Fuera como fuese, Glory intentaba contentarla, pero sistemáticamente sin éxito.
Una solitaria lágrima resbaló por su mejilla. Al menos, iría pronto a levantar el castigo. Se cercaba la hora de cenar, y Hope siempre levantaba los castigos a la hora de la cena.
La boca se le hacía agua al pensar en la comida que se había perdido por su «maligno» comportamiento.
– Mamá, ¿puedo salir ya, por favor? -preguntó-. Seré buena, lo prometo.
No obtuvo más respuesta que el silencio. Glory se mordió el labio. Quiso llevarse un dedo a la boca, pero no lo hizo; su madre la había castigado con dureza en cierta ocasión por chupárselo. También eso era maligno y repugnante. Todo lo referente al cuerpo lo era.
En aquel momento oyó que se abría la puerta.
– ¿Mamá?
– No, preciosa, soy papá.
– ¡Papá!
Glory se levantó de la silla y salió corriendo hacia su padre. Con él no tenía que pedir permiso para huir de aquella esquina. No tenía que disculparse ni explicar lo que supuestamente había aprendido durante su penitencia. Su padre la quería, hiciera lo que hiciese.
La abrazó con tanta fuerza que Glory sintió que el día acababa de empezar.
En cuanto se apartó de él, su expresión le dijo que aquella noche habría otra fuerte discusión. Su padre acusaba a su madre de ser una obsesa inflexible, y ella lo llamaba pecador. Decía que si la abandonaba, Glory crecería en el pecado.
Sus peleas siempre terminaban del mismo modo, en silencio. En cierta ocasión la niña se había acercado a la puerta del dormitorio de sus padres para escuchar. Había oído el gemido de su padre, como si sufriera algún tipo de terrible dolor, y la risa sin aliento de su madre, un sonido triunfante y lleno de poder. Acto seguido oyó que algo caía al suelo y corrió a esconderse en su dormitorio.
Nerviosa y asustada, esperó que su madre apareciera en cualquier momento para castigarla, o que por la mañana descubriera que a su padre le había sucedido algo malo. La idea de que pudiera perder a su padre le parecía aterradora. No podría vivir sin él.
Aquella noche la pasó en vela, atemorizada.
– ¿Preciosa? ¿Te encuentras bien?
– Sí -respondió entre lágrimas-. Pero he sido mala, papá. Y lo siento.
Su padre no dijo nada. Se limitó a mirarla durante unos segundos como si quisiera decir algo. Glory bajó la cabeza y continuó:
– Corté unas flores del jardín y se las di al señor Riley. Es muy simpático conmigo, y a veces parece tan triste que quise animarlo. Lo siento, no volveré a hacerlo.
La expresión de su padre se endureció.
– No has hecho nada malo, mi preciosa muñeca. Hay muchas flores en el jardín, e intentar hacer felices a los demás es algo bueno. Le dije a tu madre que podías cortar todas las flores que quisieras y dárselas a quien te viniera en gana. Lamentablemente, no lo sabía -apretó los labios con fuerza-. ¿Lo comprendes, Glory?
– Sí, papá, lo comprendo.
Sin embargo, como tantas veces, era su padre quien no comprendía. Le daba permiso para hacer cosas como cortar flores o jugar al escondite inglés sin permiso, pero su madre seguía mirándola como si estuviera haciendo algo terrible, como si fuera culpable de algún pecado inconfesable. No podía soportar aquella mirada. La estremecía. Era mucho peor que los castigos en la esquina, de manera que no volvería a cortar flores del jardín aunque tuviera el permiso de su padre.
– Tengo una idea. ¿Qué te parece si vamos a cenar al hotel esta noche? Podemos ir al salón Renacimiento.
Glory apenas pudo creer lo que oía. Todos los domingos su padre la llevaba al mercado francés a tomar cruasanes y café con leche. Después daban un paseo y él explicaba todo tipo de detalles sobre el funcionamiento del hotel. Se daban una vuelta por la sala de café y disimulaba cuando tomaba algún pastelillo o alguna chocolatina de las mesas.
Pero hasta entonces no la había llevado nunca al salón Renacimiento, el restaurante de cinco estrellas del hotel. Su madre decía que era demasiado pequeña, y sus modales demasiado alocados, para entrar en un lugar tan elegante.
– ¿De verdad? -preguntó asombrada.
– Podríamos ir -le acarició la nariz.
Glory recordó a su madre y su ánimo decayó un poco. Ir al hotel con su madre no era tan divertido. Cuando los acompañaba se veía obligada a estar muy callada todo el tiempo. Tenía que concentrarse en sus modales y actuar en la mesa tal y como su madre deseaba, aplicando sus rígidas normas. Cuando iba con ellos, los trabajadores del hotel se comportaban con distanciamiento y solemnidad. No hacían bromas con ella.
– Mamá dice que soy demasiado pequeña para ir al restauran.
– No la invitaremos -dijo, con un gesto de desagrado que desapareció al instante-. Iremos tú y yo solos. Pero recuerda que tendrás que ponerte un vestido bonito y esos zapatos que dices que te aprietan.
Glory habría sido capaz de ponerse cualquier cosa con tal de ir. Abrazó a su padre, dominada por la alegría.
– Gracias, papá, ¡gracias!
Glory se puso los zapatos prometidos, y cuando llegaron al hotel ya le dolían los pies. Pero procuró hacer caso omiso del dolor. Miró la hermosa fachada del hotel Saint Charles, con orgullo y cariño. Le gustaba de arriba a abajo. Le encantaban los viejos ascensores que crujían cuando llevaban clientes a cualquiera de los trece pisos, el constante trajín de personas en el vestíbulo y hasta el olor de los suelos encerados y de las flores.
Además, todos los empleados estaban encantados con ella. Allí podía reír todo lo que quisiera y tornar todos los pastelitos de chocolate que le apeteciera. No tenía que preocuparse por la posibilidad de llevarse una reprimenda.
Pero sobre todo le gustaba porque sólo era de su padre. Todo en él era suyo, hecho a su gusto. Glory se sentía a salvo en el hotel; en cierto modo, era como si una vez dentro sintiera constantemente el abrazo de su padre.
A veces pensaba que su madre odiaba aquel lugar. No tenía ninguna influencia, ni podía intervenir en las decisiones de Philip. En cierta ocasión se había atrevido a hacer una sugerencia sobre el funcionamiento, y su esposo había reaccionado de forma contundente, en un tono que no utilizaba nunca con ella.
El aparcacoches se apresuró a abrir la portezuela del automóvil. Al ver a la niña, sonrió.
– Hola, Glory. ¿Cómo estás esta noche?
– Muy bien, gracias -sonrió a su vez.
Su padre dio las llaves del vehículo al hombre.
– Estaremos un par de horas, Eric. ¿Preparada, muñequita?
Glory asintió y ambos se dirigieron hacia la imponente entrada del edificio. El portero saludó a la niña con una amplia sonrisa.
– Buenas noches, señorita Saint Germaine. Me alegro mucho de verla.
– Gracias, Edward. Yo también me alegro de verlo -dijo, actuando como una persona mayor-. Hemos venido a cenar. Vamos al salón Renacimiento…
– Muy bien -le guiñó un ojo mientras abría la puerta-. He oído que esta noche sirven unas fresas excelentes.
Su padre la tomó de la mano y ambos entraron en el amplio vestíbulo. Como siempre, la visión del interior del edificio dejó a Glory sin aliento. Sobre sus cabezas colgaba una gigantesca lámpara de araña, y bajo sus pies un sinfín de alfombras persas decoraban el suelo. Los elementos decorativos de cobre o de bronce brillaban, al igual que las superficies de sólida madera de ciprés.
A su madre la molestaba incluso la belleza del lugar. En cambio, Glory pensaba que era el lugar más maravilloso del mundo.
– Te has comportado muy bien en la entrada, Glory -murmuró su padre-. Estoy orgulloso de ti. Algún día llegarás a ser una magnífica directora del hotel.
Glory se sintió muy orgullosa. Su padre la llevaba al hotel desde que empezara a andar, y hablaba con ella sobre casi todos los aspectos de su funcionamiento. Entonces era demasiado joven para comprenderlo todo, pero escuchaba con atención lo que decía.
Ahora, pasados los años, lo sabía todo sobre la institución. Conocía su historia, su valor, y cómo funcionaba el día a día.
El hotel Saint Charles tenía ciento veinticinco habitaciones o suites. En él habían dormido tres presidentes de los Estados Unidos, todos los gobernadores de Luisiana, e incontables estrellas de cine entre los que se encontraban Clark.
Gable, Marilyn Monroe y Robert Redford. Aquel mismo año habían recibido la visita de Elton John, aunque a su padre no le agradó mucho la horda de seguidoras enfervorizadas que invadieron el hotel intentando conseguir un autógrafo de su estrella.
La recepción se encontraba más adelante, a la derecha. A la izquierda se encontraba el bar del vestíbulo, donde servían el té por la tarde y cócteles por la noche. Entre ambos se abría la puerta del salón Renacimiento.
Su padre se detuvo en la recepción. La mujer que se encontraba tras el mostrador sonrió.
– Buenas noches, señor. Buenas noches, señorita Saint Germaine.
– Hola, Madelaine. ¿Cómo va todo?
– Bien. Bastante tranquilo, teniendo en cuenta que está ocupado el setenta y cinco por ciento del hotel.
– ¿Y el restaurante?
– Creo que bastante lleno.
– ¿Dónde está Marcus?
– Creo que en el bar.
Philip inclinó la cabeza, pensativo.
– Estaremos en el restaurante. Si pasa por aquí, envíamelo. Mientras se alejaban, Glory preguntó a su padre:
– ¿Estás enfadado con Marcus?
– Enfadado no, decepcionado. No está haciendo bien su trabajo.
– Bebe demasiado, ¿verdad?
Su padre la miró, sorprendido.
– ¿Por qué lo dices?
– Estaba en el bar la última vez que vinimos -se encogió de hombros-. Me fijo en muchas cosas, papá. Ya no soy una niña.
Su padre rió.
– Tienes razón. Estás a punto de cumplir ocho años. Eres toda una adulta -declaró con ironía-. En fin, ya estamos. Adelante, muñequita.
Philip saludó al maître y desestimó la oferta de acompañarlos a la mesa. Mientras avanzaban por el salón, Glory observó a su padre. Sabía que nada escapaba a su mirada, por insignificante que fuera. Se detuvo a saludar a varios clientes; se interesaba por ellos y expresaba la esperanza de que regresaran pronto.
Cuando llegaron a la mesa, Philip esperó a que se sentara su hija antes de acomodarse.
– Todo tiene que estar perfecto -dijo con suavidad-. Es lo que los clientes esperan de nuestro hotel. No debes olvidarlo nunca.
– No lo haré. Puedes contar conmigo.
– Recuerda también la importancia del toque personal. -sonrió-. No somos una fría cadena hotelera. Debemos tratar a los clientes como si fueran amigos, invitados en nuestra propia casa.
– Sí, papá.
– Tienes que fijarte en todo, incluso en la cubertería y en la vajilla. Cualquier fallo sería imperdonable, incluso una simple huella dactilar.
Philip comprobó el estado de los cubiertos e hizo lo propio con las copas. Glory lo imitó, y al ver su reflejo en la cuchara sopera sonrió al pensar que ya era muy mayor.
– Los manteles tienen que estar muy limpios y perfectamente planchados. Y las flores deben ser frescas.
– Y la vajilla debe encontrarse en perfecto estado -dijo la niña-. Un simple rasguño sería…
– Inaceptable -sonrió su padre.
– Exacto. Inaceptable.
– Ten en cuenta que en el Saint Charles los clientes pagan por obtener un trato perfecto. Si no se lo ofreciéramos, los perderíamos.
Mientras comían, su padre siguió hablando con ella sobre diversas cuestiones del funcionamiento del hotel. Glory ya conocía a fondo el negocio, a pesar de su corta edad, pero no se cansaba nunca de escucharlo.
De hecho, no volvió a pensar en su madre hasta que sirvieron el postre. Sólo entonces comprendió que no la había visto desde que la castigara a permanecer en la esquina.
– ¿Dónde está mamá?
– Ha ido a misa.
– Debe estar enfadada conmigo, por las flores que regalé al señor Riley.
Philip apretó los labios.
– Olvídalo, cariño. Cometió un error, nada más.
– Sí, papá.
– Tu madre te quiere mucho. Sólo quiere que cuando crezcas seas una buena persona. Eso es todo.
– Claro, papá -murmuró, aunque sabía que no era cierto.
Una simple mirada a su padre bastó para que comprobara que él tampoco creía en sus palabras. Glory sabía que su madre no la amaba. Y a veces le dolía tanto que deseaba morir.
– ¿Muñequita? ¿Qué te ocurre?
– Nada, papá -respondió con tristeza.
A pesar de la contestación, la niña esperó que su padre volviera a repetir la pregunta. Pero no lo hizo. Cambió de tema a propósito.
– ¿Has pensado en lo que quieres en tu cumpleaños?
– Aún quedan dos meses.
– Dos meses no es mucho tiempo -declaró, mientras tomaba un poco de café-. Seguro que has pensado en algo.
Glory sólo quería una cosa, algo imposible. Quería que su madre la quisiera.
– No -dijo al fin-. No he pensado en nada.
– Bueno, no te preocupes. De todas formas he pensado en algo especial. Algo digno de tu octavo cumpleaños.
La niña no dijo nada, de manera que Philip añadió:
– Venga, vamos a dar una vuelta por el hotel antes de volver a casa.
Glory se encogió de hombros.
– De acuerdo.
Al principio, mientras paseaban por las salas del hotel, Glory se encontró algo triste. Pero a medida que transcurrían los minutos la magia del hotel la envolvió. Su padre la quería, y ambos compartían un profundo amor por aquel edificio. Un amor en el que su madre no podía interferir.
Al final entraron en el ascensor para regresar al piso inferior.
– «Ocupación» es la palabra clave -dijo su padre, mientras pulsaba el botón del vestíbulo-. Debes conseguir que el hotel esté siempre lleno. Las habitaciones vacías no sólo suponen pérdidas de ingresos, sino también gastos de capital. No hay diferencia alguna entre estar ocupados al veinte por ciento o al noventa. A los trabajadores hay que pagarlos de todas formas, y se debe mantener la misma eficiencia en el trato a los clientes. ¿Lo comprendes?
– Sí.
– Además, no debes abusar nunca de tu poder ni con los trabajadores, ni con los clientes. Y no debes dejarte llevar por tu aparente riqueza. A lo largo de los años he conocido a muchos hoteleros que han quebrado después de dejarse llevar por el despilfarro y por la buena vida, dando continuas fiestas para los amigos o haciendo favores a personas equivocadas. El hotel es lo más importante de todo.
– Yo no soportaría perder el Saint Charles. Lo amo.
– Me alegro, porque algún día será tuyo -declaró, en el preciso instante en que se abrían las puertas del ascensor.
Sin embargo, su padre no salió. Apretó la mano de la niña y dijo:
– El Saint Charles es tu sangre, Glory Forma parte de ti, como tu madre o yo mismo. Es tu herencia.
– Lo sé, papá.
– La familia y tu herencia lo es todo. No debes olvidarlo nunca. Debes recordar quién eres y quién quieres ser. No lo olvides. Nadie puede robarte a tu familia.
Glory despertó sobresaltada, pero tardó unos segundos en abrir los ojos porque sabía que su madre estaba junto a la cama, observándola. Podía sentir su presencia, su mirada.
Los segundos pasaron y se transformaron en minutos, pero no levantó los párpados. No quería ver su expresión. Ya la había visto demasiadas veces y sabía de sobra cuál sería. Una expresión que la destrozaría de nuevo.
Empezó a sudar bajo las sábanas. Su corazón latía tan deprisa que amenazaba con salir de su pecho. Esperó que se marchara, pero no lo hizo.
Notó que se acercaba aún más a la cama y de repente sintió pánico. Tal vez no fuera su madre, sino algún extraño. Tal vez fuera algún monstruo.
Al final no pudo soportarlo por más tiempo y abrió los ojos. Pero de inmediato deseó no haberlo hecho.
Su madre la miraba con un gesto horrible. Sus ojos brillaban de un modo extraño, y Glory se estremeció a punto de llorar. La miraba como si ella fuera el monstruo que había imaginado segundos antes. Como si fuera el mismísimo diablo. Y no comprendía por qué.
Quiso preguntar qué había hecho para merecer tal trato por su parte, pero no lo hizo. Y un instante después su madre se dio la vuelta y se marchó, dejándola a oscuras de nuevo.
Glory empezó a llorar y apretó la cabeza en la almohada, desesperada. Lloró hasta que no tuvo más lágrimas que derramar. Acto seguido tomó uno de sus muñecos de peluche y lo apretó contra su pecho. Recordó la primera vez que había descubierto a su madre en tales circunstancias, observándola en secreto mientras dormía; entonces era muy joven, tanto que no podía recordar ningún detalle, salvo que se sintió horrible y sola, muy sola.
Tal y como se sentía ahora.
No entendía por qué la miraba de aquel modo, qué había hecho para merecer tanto rechazo. Pero ante todo, no comprendía por qué no la quería.
Una vez más empezó a llorar.
De todas formas, su padre la quería. Aunque de vez en cuando pensara que quería más a su madre. Fuera como fuese el simple hecho de recordar el hotel y la noche que había pasado en compañía de su padre bastaba para que lo olvidara todo.
Pensó en las palabras de Philip y se sintió mucho mejor, menos sola y asustada, Tanto su padre como su madre formaban parte de ella. Y ella formaba parte, a su vez, de la familia Saint Germaine y del hotel Saint Charles.
Nadie podría robarle eso, ni siquiera la mirada encendida de su madre, ni siquiera la oscuridad de su propio miedo.
No estaba sola. Con una familia, no lo estaría nunca.
Glory se detuvo en el umbral del despacho y miró hacia atrás para asegurarse de que su madre no se encontraba cerca. Entonces entró y dejó entreabierta la puerta. Acto seguido se dirigió hacia las estanterías donde se encontraban los libros que su madre le prohibía leer.
Uno a uno fue mirando los títulos de los ejemplares que se encontraban en el cuarto estante. Eran obras sobre arte en general. Había un libro sobre la obra de Renoir, otro que trataba sobre los posimpresionistas, y hasta uno de Miguel Ángel. Glory se detuvo en el último. Su abuela había dicho que Miguel Ángel había sido el mejor escultor de la historia de la humanidad. Ahora sólo tenía que encontrar una forma de sacar el libro de la estantería.
Miró a su alrededor. La escalerilla se encontraba al otro lado, y los dos sillones eran demasiado grandes como para que pudiera moverlos para subirse en ellos.
– ¿Qué puedo hacer? -murmuró.
Entonces vio la papelera de cobre que había en una esquina. La colocó boca abajo y se subió. Aún así no conseguía alcanzarlo, ni siquiera de puntillas.
En aquel momento oyó un ruido y estuvo a punto de caer. Era Danny Cooper, el hijo de seis años del ama de llaves.
– Me has dado un susto de muerte. ¿Qué estás haciendo aquí?
– Mi madre se ha ido al médico y mi abuela ha dicho que sea bueno y que no moleste. Quería jugar contigo, pero no te encontraba.
– A mi madre le duele la cabeza, y estuve desayunando con mi abuela.
– ¿Quieres jugar?
Glory lo miró. Habían jugado juntos toda la vida, y aunque era demasiado pequeño lo tenía por su mejor amigo.
– Tengo una idea mejor -dijo, mientras bajaba de la papelera-. ¿Puedes guardar un secreto?
– Claro.
– Necesito que me ayudes a alcanzar uno de esos libros.
– ¿Por qué?
– Mi abuela me llevó al museo ayer por la mañana -murmuró-. Y vi algo que… En fin, cuando pregunté por ello mi abuela se ruborizó e insistió en que regresáramos a casa.
– ¿Algo que está en ese libro?
– Bueno, quiero comprobarlo.
– Puedo decirle a mi abuela que nos ayude.
– No, no, no hagas eso. Se supone que no debo ver esos libros. Mi madre lo ha prohibido.
– Ya. ¿Y yo también podré verlo?
– Si me ayudas… Pero tendrás que guardar el secreto.
– Lo prometo.
– Si nos descubren, tendremos problemas.
Glory miró asustada hacia la puerta. Sin embargo, su madre tardaba mucho en levantarse cuando le dolía la cabeza, algo relativamente frecuente. A veces no aparecía hasta la noche, y a veces ni siquiera entonces.
– ¿Te atreves? -preguntó la niña.
– Si tú te atreves, yo también.
– Muy bien. Lo primero que necesitamos es acercar un sofá para poder llegar al estante. Si empujamos entre los dos, lo conseguiremos.
Juntos lo lograron. No obstante, Glory no tardó mucho en descubrir que el volumen era más grande y pesado de lo que imaginaba. A punto estuvo de no poder sacarlo. Y cuando lo hizo, no pudo evitar que cayera al suelo con un estruendo. Los dos niños se volvieron hacia la puerta del despacho, helados.
Pero no pasó nada en absoluto.
Recuperada del susto, bajó del sofá y se sentó. Abrió el libro y buscó la fotografía de la escultura que buscaba. El David de Miguel Ángel.
Cuando lo encontró, descubrió lo evidente. Estaba desnudo. La lógica curiosidad infantil la empujó a tocar la fotografía, puesto que su madre era una mujer tan cohibida que no se había atrevido nunca a explicarle ciertas cosas. Todo era, para ella, un pecado.
– No es justo -se quejó Danny-. Deja que lo vea yo también.
– ¿Estás seguro de que eres suficientemente mayor?
– Si tú lo eres, yo también.
– Soy dos años mayor que tú.
– Pero yo soy un chico.
– Eso da igual.
– Lo prometiste.
– Oh, es cierto.
Al final dejó que viera la fotografía. Pero contrariamente a lo que esperaba, Danny no pareció sorprenderse en absoluto.
– Bueno, ¿qué te parece? -preguntó, ingenua.
– ¿El qué?
– Eso -contestó.
– ¿A qué te refieres?
Glory se ruborizó y no tuvo más remedio que apuntar, directamente, a la entrepierna de la escultura.
– Ah, ¿estás hablando de su pene? -preguntó el chico-. Yo también tengo uno, Todos los chicos lo tienen.
Su incultura era tal en ciertos aspectos que no había oído la palabra «pene» en toda su vida. Por otra parte, no había tenido mucho contacto con niños. Su madre se había encargado de internarla en un colegio de chicas, y no permitía que pasara demasiado tiempo con nadie que no llevara faldas.
Su madre decía que las niñas no debían mezclarse con los niños. Pero Glory sabía que no era cierto. Había visto cómo jugaban juntos, y oído las conversaciones de chicas que consideraba buenas personas.
Al parecer todo el mundo sabía ciertas cosas salvo ella.
Sin embargo intentó sentirse algo mejor pensando que era lógico que Danny lo supiera, puesto que era un chico.
– Es normal -continuó el pequeño-. Tan normal como las vaginas en las chicas.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó, sorprendida.
– Me lo ha dicho mi madre. Es algo evidente. Los seres humanos somos así.
– Entonces, ¿no es ningún secreto? -preguntó, confusa y disgustada.
– Pues claro que no. Aunque algunas personas, como mi amigo Nathan, tiene palabras algo malsonantes para describirlo.
Glory hizo un esfuerzo por comprender la nueva situación. Si se trataba de algo tan normal y corriente no entendía que su abuela se hubiera ruborizado en el museo.
De repente tuvo una idea. E hizo algo bastante común entre los niños.
– ¿Puedo ver el tuyo? No he visto uno nunca -confesó, ruborizada-. Si me lo enseñas, dejaré que me veas a mí.
– No lo sé. No me gustaría que te rieras. Además, ¿qué pasará si nos descubren?
– No me reiré, lo prometo. Eres mi amigo. Además, no van a descubrirnos.
– Bueno -asintió al fin.
Danny se bajó los pantalones y los calzoncillos y dejó que lo viera. Glory se sorprendió un poco al comprobar que era distinto al de la escultura de Miguel Ángel. Más pequeño.
En aquel instante, un grito de horror rompió el silencio. Glory se dio la vuelta y vio a su madre, que se encontraba en el umbral, pálida. Estaba temblando.
Asustada, la niña dejó caer el libro al suelo con tan mala fortuna que quedó abierto por la fotografía del desnudo «David».
– Mamá, yo no…
– ¡Ramera! -la insultó, avanzando hacia ella-. Sucia prostituta…
Glory no supo qué hacer. Sólo había visto a su madre en un estado tan anormal por la noche, cuando se dedicaba a observarla mientras dormía. Y por supuesto, no había oído semejantes palabras en toda su vida.
– Mamá -susurró entre lágrimas-. No estábamos haciendo nada malo. No pretendía…
Hope la agarró y la levantó del sofá. Glory se puso de rodillas, pero su madre la obligó a levantarse. La niña sintió un intenso dolor en el hombro y gritó. Al hacerlo, la furia de la mujer se desencadenó definitivamente. La asió por los brazos y empezó a sacudirla con fuerza.
– Mamá, no estaba haciendo nada malo… No pretendía… Fue idea de Danny. Me obligó a hacerlo, mamá… Por favor…
Danny empezó a llorar al mismo tiempo, desesperado. Aún no se había subido los pantalones.
La señora Cooper apareció al cabo de unos segundos.
– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó-. Oh, Dios mío… Danny, cariño, ¿en qué lío te has metido ahora?
– Yo no lo he hecho, abuela! ¡No he sido yo!
Hope se dio la vuelta y levantó la mano como si tuviera intención de abofetearlo, pero la señora Cooper se interpuso. Ayudó al niño a vestirse y lo tomó en brazos.
– Cálmese, señora Saint Germaine. Sentían curiosidad, como todos los niños. Es algo normal.
– ¡Salga de aquí! -rugió-. ¡Y llévese a ese violador con usted! No quiero volver a verlos. ¿Entendido?
La señora Cooper se sorprendió.
– Pero señora, no es posible que lo diga en serio.
– Por supuesto que sí -entrecerró los ojos-. Salga ahora mismo de esta casa. Soy un ángel de Dios, dispuesto a castigar a todos los pecadores y a defender a sus criaturas.
La señora Cooper palideció. Dio un paso atrás y salió corriendo con Danny en los brazos. Glory los observó, horrorizada. Esta vez, debía haber hecho algo realmente malo. Su madre no la perdonaría jamás.
Sin embargo, su madre pareció calmarse de repente.
– Ven conmigo.
Glory negó con la cabeza, asustada. Temblaba tanto que apenas podía mantenerse en pie.
– Muy bien, como quieras.
Hope la agarró del brazo y tiró con ella con fuerza, escaleras arriba. La llevó a su dormitorio y se dirigió hacia el cuarto de baño. En cuanto entraron cerró la puerta por dentro.
Glory corrió a una esquina y se apretó contra la pared. Su madre caminó hacia la bañera y abrió el grifo del agua caliente. Un minuto más tarde la habitación empezó a llenarse de vaho.
– Mamá, seré buena -murmuró-, de verdad. Seré buena.
– Has pecado contra Dios y debes ser castigada. Debo limpiarte del pecado -declaró, con expresión de locura-. Métete en la bañera.
Glory volvió a negar la cabeza.
– No fui yo, mamá, sino Danny. Fue idea suya. El me obligo. Sólo estábamos jugando.
– No se puede confiar en ti. Eres como Eva. Estás destinada a probar la manzana. Tienes la «oscuridad» en ti.
– Por favor, mamá -rogó entre lágrimas-. No fue culpa mía. Por favor, mamá, me estás asustando…
– Yo arrojaré la oscuridad lejos de ti -espetó.
Agarró a la niña por los pies, la desnudó sin delicadeza alguna y la forzó a meterse en la bañera.
La temperatura del agua era tan alta que la niña gritó de dolor. Pero su madre la obligó a permanecer dentro.
– Esto no es nada comparado con el fuego del infierno. Recuérdalo, hija.
Hope abrió un armario y sacó un cepillo de púas duras.
– Te limpiaré. Y si es necesario te arrancaré la carne de los huesos.
Los siguientes minutos fueron una pesadilla para la niña. Su madre frotó todo su cuerpo con furia, sin dejar de gritar y de rezar en alto. Hablaba de la oscuridad, del pecado, del diablo y de una misión purificadora.
Todo su cuerpo estaba enrojecido, y sangraba entre las piernas. Sentía frío y calor al tiempo, y poco a poco fue perdiendo las fuerzas. Cuando ya ni siquiera podía mantenerse sentada, su madre la sacó de la bañera, la secó, le puso un camisón de algodón y la llevó a la esquina del dormitorio. Una vez allí, la obligó a ponerse de rodillas.
– Debes sacar al diablo de tu cuerpo -dijo, apretándola con fuerza-. Debes sacarlo de ti.
Estremecida, la niña miró a su madre a los ojos. De inmediato comprendió que estaba loca.
– La oscuridad no conseguirá entrar en ti. ¿Me oyes? No lo permitiré.
Entonces, sin decir nada más, su madre salió de la habitación y cerró la puerta con llave.
Glory no supo cuánto tiempo permaneció de rodillas en la esquina, muerta de miedo. Temía que si se movía aparecería de nuevo su madre y volvería a enfadarse.
Le dolía todo el cuerpo, pero lo peor de todo no era el dolor físico, sino el sentimiento de humillación y la certeza de que su madre no la amaba en absoluto.
Al final no fue ella, sino su padre, quien apareció. Philip no dijo nada. Se limitó a tomarla en brazos y a llevarla a la cama. Después se sentó sobre ella y la abrazó con fuerza, murmurando palabras de ánimo y de cariño.
Glory se apretó contra él, agotada. Deseaba decirle que lo sentía, que no había querido ser una mala chica, pero no era capaz de articular una simple palabra. Ni siquiera tenía ganas de llorar. Había agotado sus jóvenes lágrimas.
Poco a poco fue haciéndose de noche, pero su padre no la dejó. Glory mantenía los ojos cerrados. Sin embargo, no podía quitarse de la cabeza el rostro enloquecido de su propia madre. Y mucho más tarde, cuando por fin se quedó a solas, deseo poder hacer algo para no escuchar el sonido de las irritadas voces de sus padres, que estaban discutiendo de nuevo.
Se tapó la cabeza con las sábanas. Nunca se habían peleado de aquel modo. No entendía lo que decía, pero oyó varias veces su nombre. Como oyó que su padre amenazaba a su madre con el divorcio. Hope, entonces, se limitó a reír.
Glory sentía tanto dolor que no podía soportarlo. Se creía culpable de la discusión de sus padres. Creía que era culpable de que su madre hubiera despedido a la señora Cooper, y de que Danny se hubiera puesto a llorar.
Se creía culpable de todo.
No en vano, había mentido a su madre acerca del niño. Le había dicho que había sido idea suya, que Danny la había obligado. Y todo ello después de prometer a su amigo que no los descubrirían.
A la mañana siguiente descubrió que los criados mantenían con ella una actitud lejana y distante. Hasta apartaban la mirada para no verla. En general bromeaban y jugaban con ella, y en su inocencia interpretó que su comportamiento se debía a que había mentido, a que pensaban que era culpable de que hubieran despedido a la señora Cooper.
Glory miró su desayuno y sintió deseos de vomitar. No podía olvidar lo que había hecho con Danny, con su amigo. Lo había traicionado a pesar de que siempre había sido cariñoso con ella, de que la hacía reír cuando estaba triste. Y de paso había conseguido que despidieran a la señora Cooper, la mujer que siempre le llevaba algo de comer, a escondidas, cuando su madre la castigaba.
Estaba desesperada. Los echaba mucho de menos. Había hecho algo terrible y deseaba pedirle a su madre que los trajera otra vez a casa.
Para entonces estaba llorando de nuevo, pero al oír que su madre entraba en la casa, de vuelta de la misa de la mañana, se secó las lágrimas. Supuso que si le decía la verdad reconsideraría su decisión. Danny no había hecho nada malo, ni mucho menos su abuela. Tenía que comprenderlo. Se enfrentaría a su madre y diría la verdad.
No obstante, en cuanto recordó el rostro de su madre se estremeció. No podía olvidar, y no olvidaría nunca, el intenso dolor que le produjo aquel cepillo. Como no olvidaría tampoco los gritos de su madre mientras rezaba y hablaba sobre el diablo y la oscuridad.
Si se atrevía a hablar, era posible que volviera a castigarla. Se estremeció y pensó que sería mejor contárselo a su padre. El podría arreglarlo todo.
Entonces pensó en la conversación que había oído durante la noche. Si sus padres se divorciaban, sería terrible para ella. Sabía cómo funcionaban generalmente aquellas cosas, y no tendría más remedio que irse a vivir con su madre. Algo que en ningún caso podría soportar.
No tendría más remedio que atreverse a hablar con ella.
Se levantó de la silla y avanzó hacia el vestíbulo. Estaba vacío, pero sabía de sobra dónde se encontraba su madre. Tenía la costumbre de leer el periódico, después de la misa, en el solario.
Cuando llegó, se estremeció. Bajo la luz del sol su madre parecía tan calmada y bella que no parecía la misma persona. De hecho, parecía un ángel de pelo oscuro.
– ¿Mamá? -preguntó, con voz temblorosa.
Su madre levantó la mirada y la imagen celestial desapareció de inmediato. Glory dio un paso atrás.
– ¿Qué quieres?
– ¿Puedo hablar contigo, por favor?
Hope dudó unos segundos, pero al final asintió.
– Puedes.
– Mamá, yo… te mentí.
Su madre arqueó las cejas, pero no dijo nada.
– Mentí sobre Danny. No fue idea suya, sino mía.
Su madre permaneció en silencio. Los ojos de Glory se llenaron de lágrimas. Nerviosa, continuó hablando.
– Quería que supieras que fue culpa mía. Todo.
– Ya veo.
– Lo siento, mamá. Estoy avergonzada por ello.
Su madre levantó su taza y tomó un poco de té. Acto seguido, preguntó:
– ¿Eso es todo?
– No -contestó, más tranquila al observar que no se enfurecía-. Pensé… Esperaba que le pidieras a la señora Cooper que regresara.
Hope no se movió. Daba la impresión de que ni siquiera respiraba. Al final, levantó la mirada y rompió el silencio.
– ¿Por qué habría de hacerlo?
– Porque mentí. No fue culpa de Danny, ni de su madre. No deben ser castigados por mi comportamiento. Por favor, mamá, lo siento mucho. Por favor, pídeles que vuelvan.
Su madre se levantó y caminó hacia la cristalera. Estuvo un buen rato mirando hacia el jardín, y cuando se dio la vuelta había en sus labios algo parecido a una sonrisa.
– Me alegra que estés avergonzada por tu comportamiento. Es bueno que lo sientas. ¿Pero cómo sé que eres sincera?
– ¡Lo soy, de verdad! -dio un paso hacia ella-. De verdad. Por favor, dile a la señora Cooper que vuelva.
– Puede que lo haga -dijo con suavidad.
Glory se llevó las manos al pecho. Creía que su madre hablaría con la señora Cooper y que lo solucionaría todo. Danny volvería a ser su amigo y el resto de los criados volverían a ser simpáticos con ella.
– Oh, mamá, gracias. Muchas gracias por…
Hope la interrumpió.
– Le pediré que vuelva si me demuestras que puedes ser una buena chica. Si me demuestras que puedes ser la niña que Dios espera.
– ¡Puedo serlo, mamá! -sonrió--. Te lo demostraré. Seré la mejor niña del mundo.
Hope conocía a fondo el barrio francés y sabía dónde encontrar lo que necesitara, dónde saciar cualquier deseo oscuro e incontrolable que la dominara. Muchos eran establecimientos públicos, frecuentados por inocentes turistas que no sospechaban lo que sucedía más allá del espectáculo nocturno.
Y aquella noche, la «oscuridad» la había llevado a uno de aquellos locales.
Hope entró por la puerta trasera y tomó un pasillo estrecho y apenas iluminado. Las paredes estaban llenas de humedad, y el ambiente, cargado. Los edificios del barrio francés eran muy antiguos, y albergaban todo tipo de criaturas diversas. Entre ellas, algunas humanas.
Se había disfrazado, aunque sabía que no encontraría a ninguna persona conocida en semejante lugar. No estaba de más tomar precauciones. No en vano había estado muchas veces en establecimientos como aquél.
El fuego que ardía en su interior se incrementaba con cada paso que daba. Era una especie de infierno que había que apagar antes de que la consumiera.
Como siempre, sabía que al día siguiente se odiaría. Como de costumbre, culparía por ello a su madre, a su pasado, y a todas las mujeres de la familia Pierron. Todo lo arreglaba con una penitencia, y se justificaba pensando que tenía que hacerlo para apagar el deseo, al menos durante unos días; con un poco de suerte, para toda la vida.
Sólo entonces podría ser libre.
Se detuvo ante la habitación marcada con el número tres. Respiró profundamente. Los latidos de su corazón reverberaban en su cuerpo como tambores tribales. Giró el frío pomo de la puerta y la abrió.
En la cama había un hombre esperándola, desnudo.
Glory se comportaba como la niña devota que se esperaba de ella. No corría, no cantaba, y no reía en alto. No se quejaba nunca ni decía nada que pudiera molestarla.
Los días pasaron hasta transformarse en semanas, pero su madre no le pidió a la señora Cooper que regresara. Glory se despertaba a veces en mitad de la noche y seguía descubriendo a Hope en su dormitorio, observándola con aquel gesto.
Al principio no lo comprendía. Pero entonces se dijo que seguramente lo había planeado para que la señora Cooper regresara el día de su cumpleaños, como una especie de regalo sorpresa. De manera que esperó la llegada del día con ansiedad y no dejó de comportarse, todo el tiempo, como una niña modélica.
Por fin, llegó su cumpleaños. Aquella mañana bajó corriendo a desayunar. Tenía muchas ganas de ver de nuevo a la señora Cooper; deseaba contemplar otra vez su suave sonrisa y sus amables ojos azules; deseaba interesarse por Danny.
Pero no estaba allí. En lugar de ella, la saludó la señora Greta Hillcrest, la nueva ama de llaves.
Decepcionada, se dio la vuelta y se encerró en su dormitorio.
Se arrojó sobre la cama y lloró hasta que no le quedaron más lágrimas. Se había equivocado al pensar que su madre pensaba sorprenderla.
Ahora sabía la verdad.
Nunca le pediría que regresara porque, por mucho empeño que pusiera en ser una buena chica, nunca lo sería ante sus ojos. No estaría nunca orgullosa de ella, no la haría feliz, no lograría ser la hija que esperaba.
Por si fuera poco, la actitud de su madre sólo servía para que se sintiera culpable. No sabía qué había hecho para merecer un trato así, pero resultaba evidente que no podía hacer nada para cambiarlo. De repente, la dominó una intensa furia. Su madre no había tenido intención de cumplir el trato, ni de pedirle a la señora Cooper que regresara.
Era una mentirosa y había intentado engañarla. Nada de lo que pudiera hacer serviría para ganarse su afecto.
Esta vez lloró de rabia. Y por alguna razón se sintió mucho más relajada.
Varias horas más tarde se encontraba mirando la tarta de cumpleaños, sobre la que ardían ocho velitas. A su alrededor, todo el mundo cantaba el «cumpleaños feliz». Año tras año había pedido el mismo deseo al soplar las velas: que su madre la amase. Pero aquel año no lo hizo. A punto de llorar, decidió que no volvería a malgastar un deseo en su madre.
Respiró profundamente y sopló.