Tres regresos


***

3

Llegando del oeste, el piloto trazó con el helicóptero un amplio viraje antes de iniciar el descenso hacia el aeropuerto de Flagstaff. Al frente, contra el fondo del cielo que destacaba los San Francisco Peaks, volaba alto un halcón. Jim Mackenzie, sentado en el lugar del acompañante, lo contempló un instante. En Nueva York, donde vivía, no había muchas oportunidades de ver volar uno. Lo siguió con los ojos hasta que se perdió de vista, engullido por la inmensidad azul de la que él, en aquel momento, también formaba parte. Luego bajó la mirada hacia aquel paisaje conocido, que recorría la sombra del helicóptero. Debajo de ellos se sucedían las elegantes viviendas de Forest Highlands, dispuestas como caravanas alrededor del campo de golf de dieciocho hoyos, de exclusiva propiedad de los afortunados que podían permitirse poseer una casa en ese distrito. Un poco más abajo, en la parte opuesta de la misma colina, estaba Katchina Village, un lugar totalmente diferente.

Allí no había vajillas inglesas, ni ventanales, ni personal doméstico, ni BMW o Porsche o Volvo en los garajes. No había cercas ni barreras con vigilantes en las verjas de la entrada.

Y, sobre todo, no había un happy end al final de la película.

Jim conocía bien a la gente que vivía en Forest Highlands. Había estado allí muchas veces, en el pasado, antes de que el azar y la fortuna le permitieran marcharse de Arizona y de Flagstaff sin siquiera mirar atrás. En otros tiempos vivía allí un hombre que había sido su mejor amigo. O al menos hasta que la vida los enfrentó a la realidad.

Él era muy rico; Jim, en cambio…

Quizá los jóvenes sean todos iguales, pero dejan de serlo cuando se vuelven hombres.

O quizá ese «en cambio» atañía a aspectos de la vida que para los seres humanos resultan siempre muy difíciles de tratar.

La voz del piloto en los auriculares lo sacó de sus pensamientos.

– ¿Quieres aterrizar tú? Veamos si todavía eres capaz de pilotear un helicóptero.

Jim se volvió hacia el muchachote rubio sentado al mando y negó con la cabeza. Señaló con expresión rotunda la palanca que el otro tenía entre las manos.

– Que yo todavía sea capaz de pilotar un helicóptero es algo discutible. Pero que tú nunca hayas logrado hacerlo es una verdad absoluta. Te conviene seguir practicando.

– Oye, gran jefe, observa qué perfección y que se te carcoman las entrañas. Después de este aterrizaje romperás tu licencia.

Por toda respuesta, Jim dio un fuerte tirón a los cinturones que lo sujetaban al asiento y se empujó sobre el puente de la nariz las Ray-Ban de cristales de espejo. Pese a lo dicho, mientras descendían contuvo a duras penas el deseo de coger los mandos y realizar él mismo la maniobra de aterrizaje. No le sucedía a menudo viajar en un helicóptero en calidad de pasajero.

El Bell 407 se posó en tierra con un ligero balanceo. Travis Logan siempre había sido un excelente piloto. Jim lo conocía desde los tiempos en que ambos prestaban servicio en el Grand Canyon West Airport, la estación administrada por los indígenas hualapai, en Quartermaster. Cada día hacían decenas de vuelos para llevar a los turistas al paseo panorámico sobre el Gran Cañón. Después de ese impresionante espectáculo, los dejaban abajo, en la base de la agencia de excursiones, a la orilla del Colorado, para completar la experiencia con un recorrido de rafting por las aguas del río. Era una rutina cotidiana sin excesivas emociones, pero en cualquier caso, para Jim Mackenzie era un sueño hecho realidad. Desde pequeño había deseado volar. Ahora pilotaba un helicóptero siempre que quería, y era feliz.

O al menos así lo había creído por un tiempo.

Jim desató su cinturón de seguridad, se quitó los auriculares y se volvió para coger la bolsa de viaje del asiento posterior. Tendió la mano hacia el piloto.

– Gracias por el viaje.

Travis lo saludó chocando los cinco.

– No hay de qué, hocico rojo. De cualquier modo, si por casualidad alguien te pregunta algo, hoy no nos hemos visto.

Jim abrió la puerta y se apeó, cargando la bolsa de viaje. Volvió a cerrar, controló bien la cerradura y respondió, con el pulgar levantado, al último saludo de Travis: una mano que se agitaba y una figura borrosa en el reflejo de la ventanilla de plexiglás.

Al llegar a Las Vegas, procedente de Nueva York, en el vuelo de la mañana, había llamado a la Sky Range Tour, su antigua compañía, para la cual Travis trabajaba todavía. Preguntó por él y, cuando le comunicaron, aceptó como inevitable la calurosa bienvenida del compañero de antaño.

– ¡Santo cielo, no puedo creer lo que oigo! ¡Jim Mackenzie, por su propia voluntad, acepta hablar con los comunes mortales! ¿De dónde llamas? Y, sobre todo, ¿por qué llamas?

No consideró oportuno revelar a Travis el verdadero motivo de su regreso, por lo cual se adaptó, aunque sin muchas ganas, al tono informal del viejo amigo.

– Estoy en Las Vegas, inútil. Si abres la ventana del despacho saltaré dentro. Y me vendría bien un viaje a Flagstaff, si alguno de vosotros va hacia allí.

Ocurría con frecuencia que entre pilotos se hicieran ese tipo de favores. Oficialmente, la compañía no lo sabía o hacía la vista gorda, siempre y cuando todo quedara dentro de los límites de un buen servicio. Aquella mañana, Jim tuvo suerte. Justo esa tarde Travis debía ir a Quartermaster a llevar un helicóptero para reemplazar a otro. Un desvío hasta Flagstaff no le causaría ningún problema. Lo citó en el helipuerto que era la base de Sky Range, y ahora Jim se encontraba allí, contemplando, bajo el falso viento de las aspas, el helicóptero que despegaba. Al poco, el aire volvió a la calma y el aparato se convirtió en un punto lejano.

Halcones y hombres disputándose el cielo.

«Ellos, con pleno derecho. Nosotros, con el miedo constante a que el cielo nos traicione.»

Con un movimiento de la cabeza apartó ese pensamiento molesto. Después se echó al hombro la bolsa de viaje y recorrió la pista de asfalto hacia la salida del aeropuerto. Según las reglas, Travis había aterrizado en el sector de la aeroestación reservado a la aviación privada. Mientras caminaba en dirección al edificio del Flagstaff Pulliam Airport, vio dos largas filas de amplios cobertizos que se extendían a un costado, pequeños hangares al aire libre donde se resguardaban de la intemperie los aviones de los pilotos de la zona. Casi todos eran Cessna o Piper de dos y cuatro plazas. Se cruzó con dos hombres de cierta edad, con sombreros Stetson, que se acercaban a un elegante Cessna Millenium, un modelo de alas altas, un juguete de cuatrocientos mil dólares. Ambos llevaban maletas en la mano e iban riendo y charlando en un tono de voz mucho más elevado de lo normal. Cuando pasaron a su lado, oyó la palabra «Bellagio» pronunciada con euforia.

Jim sonrió. El Bellagio era uno de los hoteles con casino más lujosos de Las Vegas, una perfecta reproducción de un rincón del lago de Como, Italia. Probablemente iban a Nevada a pasar unos días de sex-craps-and rock'n roll, si bien, a juzgar por su aspecto, lo más seguro era que el rock no les importara un ardite.

Las Vegas era un lugar donde cada pie encontraba la horma de su zapato, y viceversa. Incluso el más grande entraba en la más estrecha. Bastaba con disponer del lubricante adecuado.

El dinero.

Jim ya no sufría la obsesión del dinero. Para él no representaba poder, conquista, o una vida colmada de lujos. Sin embargo, era el único modo que conocía para poder comprar la libertad.

Y para él la libertad, en cierto momento, había significado marcharse de allí, de esa vida estancada que terminaba a las nueve de la noche, de las canciones llenas de monturas y vaqueros, de la ropa que olía a humo de las barbacoas, del polvo del desierto que entusiasmaba a los turistas y amargaba la existencia a los que se hallaban obligados a vivirlo.

Se había dado cuenta de que ese lugar siempre había sido su prisión. Pero había logrado salir y ahora vivía en Nueva York, pilotaba el helicóptero privado de un hombre de negocios por el cielo de Manhattan y conducía por las carreteras un flamante Porsche Cayman S.

Llegó a la terminal y pasó por las puertas de vidrio. Dentro, aire acondicionado y penumbra. Mientras atravesaba el vestíbulo, se quitó las gafas y las guardó en el bolsillo de la camisa Ralph Lauren. A su derecha había una fila de personas que hacían cola para el check-in. Un niño de unos cinco años, que se hallaba de pie junto a su madre, levantó la cabeza y lo miró a la cara. Su voz tenía el tono agudo del asombro infantil.

– Mira, mamá, ese hombre tiene un ojo verde.

La madre, una mujer alta y guapa, con los mismos ojos y cabellos oscuros del hijo, se volvió de golpe y se agachó frente al niño:

– Dickie, no queda bien señalar a las personas con el dedo.

Y mucho menos gritar así en medio de la gente.

Tras reprender al hijo, la mujer volvió la mirada hacia Jim. Se encontró ante un hombre de unos treinta y cinco años, físico atlético, rostro bronceado, rasgos perfectos y largo pelo negro.

– Disculpe usted. Yo…

Las palabras se quedaron en su garganta. Los ojos que miraba eran uno de esos caprichos de la naturaleza que a veces surten un efecto perjudicial en el aspecto físico de una persona, pero en aquel caso resultaban extremadamente fascinantes. Jim Mackenzie tenía de nacimiento el ojo izquierdo negro, y el derecho de un verde azulado que recordaba el agua de ciertos mares tropicales.

La mujer se levantó, un poco incómoda. Su expresión de culpa era evidente, aunque quizá ni siquiera se diera cuenta. Su mirada era la de una persona que se halla de repente ante un intento de hipnosis.

– Le pido disculpas. Verá, Dickie es un niño muy vivaz, y a veces…

– No hay problema, señora. ¿No es así, Dickie?

Sonrió al niño sin prestar mucha atención a la madre. El niño recobró la confianza y devolvió la sonrisa. Jim se sintió autorizado a seguir su camino. Se alejó mientras sentía a sus espaldas la mirada punzante de la mujer. Un juego viejo como el mundo, pero para algunos todavía agradable de jugar.

Jim estaba acostumbrado desde hacía tiempo al efecto que causaba en las representantes del otro sexo. Desde que tomó conciencia de ello, era su arma, una pequeña revancha por su condición de niño nacido y criado al borde de una reserva navajo, hijo de un padre blanco y una madre perteneciente a la más numerosa etnia indígena de Estados Unidos.

Alguien en algún lugar había dicho que los ojos son el espejo del alma. Tal vez en su caso había acertado de lleno. Su mirada era en esencia el reflejo de su existencia. Desde que tenía memoria se sentía un ser dividido, que caminaba por el centro del río sin experimentar verdadero interés por ninguna de las dos orillas. Se sentía atraído por las dos, y al mismo tiempo rechazado, sin pertenecer realmente a ninguna.

Un hombre que no era blanco ni rojo, un hombre en el cual ni siquiera los ojos lograban ser del mismo color.

Abrió la puerta de vidrio que daba al exterior y dejó sus pensamientos en la frescura y la penumbra del edificio.

Fuera volvió a encontrar el sol y a Charles Owl Begay.

El viejo navajo estaba de pie al lado de un Voyager blanco que llevaba en un costado el logotipo del Cielo Alto Mountain Ranch. Cuando lo vio, su cara, surcada por las arrugas del tiempo y la intemperie, no cambió mucho de expresión.

Solo los ojos oscuros y hundidos revelaban que le agradaba verlo.

– Bienvenido a casa, Táá' Hastiin.

Jim sonrió al oír su nombre indígena pronunciado por el viejo con el sonido gutural y aspirado del lenguaje navajo. En realidad, entre los diné, como se autodenominaban los navajos, había desaparecido la costumbre de tener un nombre indígena, como antaño. Ahora ya no había halcones ni águilas ni osos. Nombres como Agua Que Corre o Lluvia En La Cara o Caballo Loco pertenecían ya a la literatura, a la cinematografía, a la fantasía de algún niño o a la curiosidad insaciable de algún turista.

En su caso, las cosas habían ido de un modo algo distinto. El día en que nació, su abuelo lo cogió de los brazos de la madre y lo observó largo rato. Después, lo alzó un instante en el aire, frente a sí, como en ofrenda a quién sabe cuál de los antiguos dioses, y predijo que en ese niño habría tres hombres: un hombre bueno, un hombre fuerte y un hombre valiente. Tal vez la profecía no se había cumplido, pero el nombre había quedado.

Táá' Hastiin.

Tres Hombres.

Jim abrazó al hombre que se hallaba de pie frente a él y respondió en la misma lengua:

Yá' át'ééh, bidà’í.

Bidá'í era una palabra que en el complicado lenguaje de los navajos designaba al tío materno. Y era el modo como Jim llamaba desde niño al viejo amigo que había ayudado a su abuelo a criarlo. Al oírlos hablar, unos ancianos que bajaban de un autocar para entrar en el vestíbulo del aeropuerto los miraron con curiosidad. Hasta a eso estaba acostumbrado Jim. No obstante, si se hubiera quedado allí, habría sido siempre una persona difícil de catalogar, alguien a quien la gente de fuera habría mirado como a un pez en un acuario. En cambio, en el lugar donde vivía ahora, su ascendencia indígena añadía una exótica diferencia a los ojos de ese mismo tipo de gente.

– ¿Has tenido un buen viaje?

– Sí, el vuelo de Nueva York a Las Vegas ha sido bueno. Después conseguí un viaje gratis con uno de los chavales de abajo, en Quartermaster.

Ayóó tó adhdleehí. Qué bien.

El viejo respondió mientras hacía deslizar la puerta lateral del Voyager. Jim arrojó la bolsa de viaje sobre el asiento posterior, abrió la puerta y se sentó en el lugar del acompañante. Mientras tanto Charlie había pasado al otro lado para ponerse al volante. Aquel, para Jim, era sin duda el día de sentirse pasajero.

Charlie puso el motor en marcha y salió del aparcamiento sin encender el aire acondicionado. En silencio cogieron la salida que llevaba a la autopista 17, la ancha vía de tres carriles en los dos sentidos de la circulación, que salía rumbo directo al norte, hacia Flagstaff. El viejo conducía sin prisa, víctima y artífice de la leve incomodidad que se experimentaba dentro del vehículo.

Aparte del motivo que lo había llevado a la ciudad, a Jim le parecía que ya no tenían mucho que decirse. O, quizá, habrían podido decirse muchas cosas con solo haber sido capaces de encontrar un lenguaje que los uniera aún más que la lengua navajo… Sabía que Charlie no respaldaba sus elecciones, y consideraba inútil hablarle de su vida en la ciudad, a miles de kilómetros de allí. Era un mundo tan diferente que la distancia entre la Tierra y la Luna no podría expresarlo en su justa medida.

Charlie amaba la tierra y Jim amaba el cielo. Charlie amaba la extensión ilimitada que se abría a sus ojos mientras recorría el desierto, y Jim amaba las cañadas que se abrían entre los rascacielos.

Charlie había elegido quedarse y Jim había elegido marcharse.

Sacó las gafas del bolsillo y se las puso. Detrás de aquella pantalla ambarina, decidió ser él quien rompiera el silencio.

– ¿Cómo ha ocurrido?

– Tal como sueñan todos los seres humanos. Mientras dormía llegó alguien y se lo llevó. Decide tú quién.

– ¿Ha sufrido?

– Los médicos han dicho que no.

Jim volvió a caer unos instantes en el mismo silencio sin remedio que se había apoderado del coche hasta poco antes. Sentía algo extraño en los ojos y en la garganta. Tenía un nombre preciso, pero él, por el momento, prefería no darle ninguno.

Se recobró, aunque su voz ya no era la misma.

– ¿Ha recibido los honores que merecía?

– Por supuesto. El presidente vino de Da Window Rock y después, uno por uno, vinieron todos los del Consejo. La prensa le ha dedicado mucho espacio. Han hablado bien de él y de todas las cosas que hizo en la vida. Lo han tratado como a un héroe.

– Lo era.

– Sí. Ha dejado un buen recuerdo.

Mientras hablaban, el paisaje, de nuevo familiar a medida que pasaban los kilómetros, se proyectaba en la ventanilla del lado de Jim, de la misma manera como antes había desfilado bajo el helicóptero que lo transportaba. Al volver a ver los lugares de su adolescencia, poco a poco se encontró ante el tiempo transcurrido, una superficie encrespada de la que afloraban fragmentos de memoria, sensaciones, gestos, caras, palabras.

Algunos para recordar siempre; otros para olvidar del mismo modo absoluto.

La voz de Charlie lo devolvió donde estaba y al lugar por donde iban.

– También ha regresado Alan.

Jim no logró reaccionar enseguida, como habría querido. Y sin duda esa pausa infinitesimal no pasó inadvertida al viejo.

– No lo sabía.

Jim deseó que aquel hombre sabio sentado al volante no percibiera la vibración de la mentira en su voz. Si la advirtió, el viejo no dio muestras de ello.

– Le han dado la Navy Cross al valor militar.

– De eso me he enterado.

Recordó que se le encogió el corazón y notó un dolor por dentro cuando leyó en los periódicos el precio que le había costado. No lo dijo porque no tenía nada para ofrecer a cambio del sentido del honor de Charlie Owl Begay, miembro de la antigua nación de los navajos.

Entretanto, durante el magro diálogo con intervalos de un silencio peor que las palabras, la autopista había dado paso a la 89A. Siguieron la huella hundida de las afueras y poco después entraron en la ciudad. Jim miraba sin emoción alguna el paisaje urbano que reemplazaba el del campo, como si jamás hubiera vivido en aquel sitio.

Cosas viejas, cosas nuevas.

Un local, un bar, una tienda de objetos indígenas hechos en Taiwán, un centro comercial coronado por un tan enorme como inevitable letrero luminoso. Flagstaff renovaba el maquillaje, pero Jim sabía que en el fondo seguía siendo siempre igual. Lo leía en la cara de la gente, lo advertía al cruzarse con los otros coches, la mayoría de los cuales eran camionetas o SUV con ruedas de dimensiones exageradas.

Ahora no lograría vivir de nuevo allí.

Dejaron a la izquierda Humphrey Street, donde se hallaba su vieja escuela, y pasaron uno tras otro los semáforos del frente de la estación, donde sin duda un tren estaba a punto de pasar o acababa de hacerlo. Un poco más allá del edificio que ostentaba el anuncio de la histórica ruta 66, del otro lado de la calle, la tienda de instrumentos musicales estaba totalmente restaurada.

En su memoria representaba el lugar de encuentro de todos los músicos de la zona. A juzgar por su próspero aspecto, con toda probabilidad seguía siéndolo aún. En otro tiempo compró allí una guitarra… gastó todos sus ahorros para regalar a una muchacha a la que amaba la Martin con la que ella soñaba.

Había pasado tanto tiempo…

Quizá esa mujer tocaba todavía, pero él nunca más había vuelto a oír una sola nota de aquella guitarra.

Ni a sentir el deseo de regalar cualquier cosa a nadie.

Prosiguieron sin palabras, como si la vista de esos lugares compartidos por ambos, en vez de unirlos, ahondara aún más el surco que los separaba.

Ahora, a lo largo de la calle, se sucedían las diversas actividades comerciales que simbolizaban de algún modo la parte oriental de la ciudad. El Voyager pasó el cruce con Country Club Road, que llevaba al exclusivo campo de golf donde, cuando era poco más que un adolescente, Jim había trabajado de caddie. Allí, algunas señoras llegadas de fuera le enseñaron cuánto atractivo podía encerrar, a sus ojos normales, un guapo chaval medio indígena con un ojo negro y otro verde.

Cuando Charlie llegó cerca de un bajo edificio blanco aminoró la marcha, puso el intermitente, pasó al centro de la carretera para doblar a la izquierda y estacionó en el aparcamiento en el cual se leía: GRANT FUNERAL SERVICE.

Se apearon del coche. Casi enseguida un hombre vestido de oscuro salió por una puerta de vidrio que dejaba ver unas anónimas cortinas de color claro.

– Buenos días, señor Begay.

Saludó a Charlie con un gesto de la cabeza y tendió la mano a Jim. Al estrechársela, la encontró caliente y seca.

– Bienvenido, señor Mackenzie. Soy Tim Grant, el dueño. Le doy mis más sinceras condolencias. Es una gran pérdida, y no solo para el pueblo navajo.

Jim agradeció sus palabras con una leve inclinación de la cabeza. Pese al trabajo que hacía, Grant era un hombre derecho, de mirada firme, que desprendía una sensación de vitalidad muy fuerte, atenuada por su vestimenta profesional. Quizá, dadas las circunstancias, ninguno de los que trataban con él era capaz de darse cuenta. Además, era muy posible que el señor Grant se esforzara para adecuarse al estado de ánimo de sus clientes.

– Si desean ustedes seguirme…

Los precedió hacia la parte interior, un amplio atrio de muros blancos con varias puertas al frente y los costados, y unos pocos muebles de madera oscura, muy sobrios, contra las paredes.

– Por aquí, por favor.

Los guió hasta el otro lado de una puerta que se abría a la izquierda. Se encontraron en una estancia sumida en la penumbra, sin ningún símbolo religioso. En el centro, sobre una mesa estrecha y larga cubierta por un mantel blanco de lino, había un gran recipiente de bronce con la tapa ornamentada.

– Hemos seguido al pie de la letra las instrucciones del señor Begay, que nos ha transmitido la voluntad expresada por el difunto en su momento. Después del velatorio y la visita a la capilla ardiente, el cuerpo ha sido incinerado.

El señor Grant se acercó a la mesa y cogió la urna como si, en lugar de metal, fuera de un material extremadamente frágil.

– Tenga usted, señor Mackenzie.

Jim lo vio avanzar hacia él para depositar, con la misma delicadeza, el recipiente en sus manos.

Bajo la mirada impasible de Charlie, sin darse cuenta Jim. apretó las mandíbulas. Vivía al otro lado del mundo y del tiempo, por elección suya. Ese lugar no representaba nada para él. Sin embargo, ahora que había regresado, de golpe todas sus certezas parecían hechas de las mismas cenizas que contenía la urna. Era todo lo que quedaba de Richard Tenachee, gran jefe de la nación navajo, miembro del Consejo de las Tribus. Un hombre que había sido su abuelo y al mismo tiempo su padre y, hasta cierto punto, también uno de sus mejores amigos.

Permaneció de pie en el centro de la estancia, sintiéndose estúpido e inútil. Sostenía entre las manos aquel objeto brillante y frío al tacto que representaba la mayor parte de su pasado. Oía por dentro una maraña de palabras, pero no lograba pronunciar ninguna de ellas.

4

Cuando el móvil lo despertó, Jim notó debajo de su cuerpo una cama desconocida. Alrededor había penumbra y un vago olor a humo. Por un instante le costó reconocer en el perfume suave de la madera el lugar donde se encontraba. Acogió los recuerdos recientes con la misma sensación de fastidio con que contestó al teléfono de la mesita situada junto a la cama.

– Diga.

Del otro lado, una voz de mujer. Una voz que llegaba de lejos y que sonaba alterada.

– Jim, soy Emily. ¿Estás despierto?

– Sí.

Su voz pastosa desmentía aquel seco monosílabo.

Miró el reloj. Las ocho. Hizo un cálculo rápido de la hora de Nueva York. Debía de haberse acabado el mundo para que Emily ya estuviera despierta.

– ¿Qué ocurre?

Su tono tajante y telegráfico cayó en el vacío.

– Te he llamado porque tengo que decirte algo.

Jim se sentó en la cama. Sin motivo experimentaba una leve sensación de incomodidad. O quizá había un motivo y estaba a punto de descubrirlo.

– Dime.

– Se lo he dicho, Jim. Se lo he contado todo.

Sintió una breve punzada de frío y de alarma. Por unos segundos Jim esperó que esas palabras representaran una simple excusa, una acción emotiva en busca de una reacción nacida de la misma emoción. No podía creer que esa mujer llegara de veras a semejante grado de inconsciencia. Su voz, que subía de tono, traicionó su consternación.

– ¿Le has dicho qué a quién?

– Sobre nosotros. A Lincoln.

Solo en ese momento Jim Mackenzie logró captar en las palabras de Emily el temblor del llanto. Y algo que se agitaba detrás y que lo acentuaba. El miedo que sigue a todo instante de coraje impulsivo.

Se hizo un breve silencio. Después la voz de Emily llegó como si hubiera recorrido a pie los kilómetros que los separaban.

– ¿No tienes nada que decir?

El silencio que recibió como respuesta fue un poco demasiado largo y sobradamente explícito.

– Lo único que puedo decir es que has cometido una gran estupidez, Emily. Una gran estupidez, en serio.

– Ya no aguantaba más seguir así. Yo te amo, Jim. Y también tú dijiste que me amabas…

Ahora sus palabras eran una capitulación sin condiciones y una huida sin atenuantes.

– En ciertos momentos se dicen tantas cosas, Emily… Algunas corresponden a la realidad; otras, a la ficción. Lamento que no hayas entendido cuáles correspondían a la una o a la otra.

– Jim, yo…

Emily se interrumpió mientras se refugiaba en el silencio y el llanto. Tras unos sonidos apagados, surgió la voz de un hombre. Jim conocía bien esa voz y no le asombró oírla firme pese a la situación.

– Soy Lincoln. Bonito día, ¿no?

Jim comprobó por enésima vez la frialdad y el autodominio de aquel hombre.

– Sabes perfectamente que no lo será.

– Espero que para ti sí. Espero que sepas demostrar aunque solo sea un poco de vergüenza, para que este día te resulte pésimo, y también otros que vendrán. Durante mucho tiempo.

El hombre que hablaba al otro extremo de la línea se concedió una pausa y encendió un cigarrillo. Jim percibió a distancia la bocanada de humo.

– He querido mantener esta pequeña e indigna conversación solo para que Emily se diera cuenta de qué clase de hombre eres y por quién ha arrojado su vida por la borda.

– No creo que sirva de mucho decirte que lo lamento.

– Si es una pregunta, ya contiene la respuesta. Si es una afirmación, permíteme ser escéptico en cuanto a tu sinceridad.

– Entonces no creo que haya más que decir.

– No, al contrario. Habría mucho que decir. Pero no estoy seguro de que valga la pena malgastar más tiempo y más palabras en una charla contigo.

Jim cerró los ojos. En el limbo grisáceo de sus párpados apareció nítidamente la figura del hombre con el que hablaba. Lincoln Roundtree, el director de AMS International, el coloso estadounidense vinculado con casi todos los sectores del ámbito empresarial y las finanzas mundiales. Alto y fuerte a pesar de sus cincuenta y seis años y sus miles de millones de dólares.

– El asunto termina aquí por un solo motivo. Un día me salvaste la vida. Ahora te devuelvo el favor. Ya estamos en paz.

Otra pausa. Más bocanadas de humo qué corrían por los hilos invisibles del teléfono.

– No te deseo ningún mal. Cualquier cosa que te deseara sería muy poco en comparación con lo que conseguirás hacerte tú solo. Lo único que lamento es no estar allí el día que suceda.

El ruido de la comunicación cortada le devolvió en todos los sentidos al espacio y a la distancia. Jim permaneció un momento observando el teléfono, como si no estuviera seguro de que la conversación había terminado. Cuando cerró el móvil, el chasquido del Motorola fue como una cuchillada que cortó de cuajo un pedazo de su vida.

Conoció a Lincoln Roundtree tres años atrás, cuando todavía era piloto de Sky Range. Había aterrizado en el Grand Canyon West Airport con su jet particular, un flamante Falcon blanco con la insignia azul de AMS, precedido con alboroto y ansiedad por el aviso de su llegada. Lincoln era amigo del dueño de Sky, y Norbert Straits, el director de la sede de Las Vegas, fue hasta Quartermaster a recibirlo en persona.

Bajó del avión seguido por una multitud de secretarios y colaboradores. Desde la pista fue a pie hasta el edificio principal, una construcción rara y baja, pintada en dos tonos de un rosa espantoso. En medio de las generalizadas muestras de deferencia, Jim se quedó de pie junto a la entrada, apoyado en la pared revestida de láminas de metal, indiferente a todo aquel alboroto.

Lincoln Roundtree observó con curiosidad a ese hombre de tez morena y largo cabello oscuro, que vestía el uniforme de los pilotos y que permanecía de pie con aire indolente junto a la puerta.

El multimillonario se acercó a él.

– ¿Eres indígena?

– Mitad. Decida usted la mitad que prefiere.

– ¿Cómo te llamas?

– Jim Mackenzie. Navajo del clan de la Sal.

– ¿Eres buen piloto?

– No sé si soy bueno. Sé que soy el mejor.

Jim se quitó las gafas y posó en el hombre que tenía delante sus extraños ojos de dos colores. Lincoln no mostró la menor señal de sorpresa. Se limitó a esbozar una leve sonrisa.

– ¿Cómo puedo creerte, si ni siquiera tus ojos dicen lo mismo?

Jim se encogió de hombros.

– También eso depende de usted. Elija el ojo que más le agrade y créale.

Lincoln Roundtree asintió con un movimiento de cabeza y por un instante su sonrisa se amplió. Luego se volvió y siguió a Norbert Straits hacia el interior del edificio, sin añadir palabra. Poco después, Jim no se asombró demasiado cuando el director le encargó que pilotara el helicóptero que debía llevar al importante huésped en una gira por el Cañón y a continuación dejarlo abajo para que hiciera un recorrido de rafting por las aguas del Colorado.

Por desgracia, el dinero compra mucho pero no todo. Mientras volaban, el clima cambió. Aunque se desaconsejaba proseguir la excursión, Lincoln quiso aventurarse en las aguas del río. Y allí lo pilló uno de los más violentos temporales que recordaría aquella zona. El bote hinchable volcó y Lincoln Roundtree se encontró náufrago en un islote, con una pierna rota y la arteria femoral cortada. El guía que lo rescató le ató el miembro con un cinturón y taponó la pérdida de sangre, pero aun así necesitaba atención médica inmediata.

La lengua de tierra donde se hallaba Roundtree era demasiado pequeña para permitir un aterrizaje. Por otra parte, las condiciones climáticas eran tales que ningún helicóptero parecía capaz de enfrentarse a ellas y ningún piloto se hallaba dispuesto a hacerlo.

Cuando oyó por la radio lo que ocurría, Jim pilotó el helicóptero equipado para rescates y, bailando la danza que le imponía el viento, descendió hasta una altura que le permitiera bajar una camilla y subir a bordo al hombre accidentado y al guía. A continuación, realizó una carrera entre relámpagos y sacudidas hasta el hospital de Flagstaff, donde los médicos detuvieron la hemorragia y le salvaron la vida.

Al cabo de una semana, Jim fue llamado a la habitación de hospital donde Lincoln Roundtree yacía en una cama con la pierna derecha escayolada y un tubo endovenoso en un brazo. Al entrar él, alzó la vista de unos informes que estaba leyendo. Jim pensó que la máquina que producía el dinero debía manejarse en cualquier situación, porque no podía y no debía parar nunca. Cuando estuvieron frente a frente, el hombre tendido en la cama le habló como si la última conversación entre ambos hubiera tenido lugar pocos minutos antes.

– Así que tenías razón.

– ¿Con respecto a qué?

– A que eres el mejor.

Jim superó con esfuerzo la incomodidad que experimentaba siempre ante los elogios, salvo los que se hacía él mismo.

– Lo intento. A veces lo consigo.

– Bien. En mi vida siempre he buscado tener lo mejor. En todos los sentidos. Si lo deseas, querría que fueras mi piloto personal.

Sin reflexionar demasiado, Jim aceptó. Cualquiera que fuese su vida futura, le bastaba con que fuera lejos de allí. Lo siguió por todo el mundo durante cinco años, hasta que en la vida de su jefe entró por la puerta principal la joven, guapísima e impulsiva Emily Cooper. Cuando los ojos de la muchacha se posaron en él por vez primera, Jim percibió enseguida que tendría problemas. Seis meses después, en el día libre de Jim, Emily se presentó por sorpresa en su casa…

Se dio cuenta de que había contenido el aliento mientras se sucedían los recuerdos. Dejó con un suspiro que el aire que retenía en los pulmones recuperara su lugar en el mundo. Fuera lo que fuese lo que habían representado para él Lincoln Roundtree y su ingenua compañera, ahora pertenecían al pasado.

Se estiró y cogió los tejanos de una silla que estaba junto a la cama. Se los puso, y descalzo fue a abrir la ventana. Fuera, el aire era fresco y podía olerse el aroma de los pinos. Acaparó su atención un retazo del Cielo Alto Mountain Ranch, en plena actividad mientras el sol salía por detrás del Humphrey's Peak para disipar las sombras.

En el agresivo encanto de aquel paisaje se movían personas que habían formado parte de su vida, junto a otras a las que nunca había visto y jamás volvería a ver. Todos formaban parte de la misma ficción, tan vieja que podrían contársele los círculos como a los troncos de los árboles. Él, Emily, Lincoln Roundtree, Alan, el viejo Charles Owl Begay…, rodeados de toda aquella gente diversa y llena de turística nostalgia.

La única persona que alguna vez le había importado era su abuelo. Y tal vez fuera también la persona a la que más había decepcionado. Cualquier cosa que hubiera podido ser y no había sido significaba un peso que debía llevar cargado a la espalda. Ahora, todo lo que quedaba de Richard Tenachee era un puñado de cenizas en una urna de bronce. Su abuelo nunca había comulgado de manera específica con ningún credo religioso. Las cosas que lo rodeaban, la tierra, el río, los árboles, parecían tener alma suficiente para dialogar sin intermediarios con su necesidad de infinito. Toda su vida había sido una demostración de ello. Si en algún lugar había un dios dispuesto a garantizar un paraíso, fuera indígena o no, sin duda en aquel momento había acogido a Richard Tenachee en sus brazos. No obstante, Jim sabía muy bien qué era lo último que podía hacer en esta tierra por el viejo jefe indígena.

Acudió a su mente una frase de una vieja película.

«Dentro de cien años ya nadie hablará de todo esto…»

Cien años pasan deprisa para los árboles y las montañas. Cien años, a veces, son dos hombres muertos. Se apartó de la ventana y fue al cuarto de baño a darse una ducha. Cuando terminó de afeitarse, se demoró un momento a observar con sus patéticos ojos de dos colores aquella cara extraña en el espejo. Le sorprendió oírse murmurar a su imagen reflejada una frase en lengua navajo:

Yá' at' ééh abíní, Táá' Hastiin…

Buenos días, Tres Hombres.

Meneó la cabeza. Al final, Lincoln tenía razón. No era un bonito día. Mientras terminaba de vestirse pensó que habría sido bonito si al menos uno solo de los hombres que había dentro de él se sintiera bien.

5

Con la bolsa de viaje al hombro, Jim salió de la cabaña donde había pasado la noche y cruzó la explanada de tierra en leve cuesta que llevaba a la Club House. Se detuvo para dejar pasar a un grupo de turistas gritones y entusiastas que salían de los establos para hacer una excursión a caballo. Jim los contempló mientras desfilaban frente a él. Conocía bien a ese tipo de personas. A la primera mirada revelaban qué eran. Tíos de ciudad que con toda probabilidad al día siguiente andarían con una sonrisa en los labios y la espalda y las piernas rígidas por los saltos en la montura. Y una vez en su casa comentarían, entre risas y palmadas en la rodilla, los pedos que se tiraban los caballos. Una señora de piel clara lanzó una mirada curiosa y hambrienta hacia ese hombre alto y moreno que estaba de pie en el centro de la explanada, pero la devolvieron a la realidad la indiferencia de Jim y un movimiento brusco de su cabalgadura, que la obligó a concentrar toda su atención en mantener el equilibrio, al parecer más bien precario. La noche anterior, al llevarse las cenizas de su abuelo de la empresa de pompas fúnebres, él y Charlie, con su melancólica carga, subieron hasta el Ranch. El pequeño espacio del vehículo estaba impregnado de una presencia casi tangible de la que no conseguían hacer caso omiso. Hicieron el viaje sin intercambiar una palabra, porque el recuerdo que llevaban detrás y en su interior lo hacía innecesario.

El lugar se hallaba completo, pero Bill Freihart se las había apañado para brindarles una noche de hospitalidad en una cabaña cuyos ocupantes, a causa de un imprevisto, llegarían al día siguiente. Charlie, que trabajaba allí desde hacía tiempo, disponía de un cuartito detrás de las caballerizas, en la zona reservada al personal. Hasta donde llegaban sus recuerdos, el viejo nunca había poseído nada. Su vida parecía hecha de pequeñas tareas aquí y allá y de miradas sin palabras. No le interesaba en absoluto ninguna forma de propiedad, como si la posesión no fuera para él un incentivo, sino una especie de prisión.

No tenía casa, no tenía familia, no tenía nada. La ausencia de toda atadura era su religión.

«El hombre que posee una cosa después querrá dos y después tres y después todas las cosas que hay sobre la Tierra. Y a cambio obtendrá solo su condena, porque nadie puede poseer todo en el mundo.»

En ocasiones desaparecía durante largos períodos. Su abuelo decía que era un hombre de espíritu e iba al desierto a hablar con su alma. Jim era un niño y no lo entendió bien, pero recordaba haber pensado que, en honor a la verdad, esos eran los discursos más largos que Charles Owl Begay había dirigido nunca a alguien.

Aparte de a Richard Tenachee, su amigo de toda la vida.

Desde que tenía memoria lo recordaba sentado en sillas de tapizado raído frente a la caravana oxidada aparcada en la carretera de Leup, donde vivía su abuelo. Dos cabezas levantadas a. contraluz, mirando el crepúsculo detrás de las montañas y fumando unas pipas cortas hechas con mazorcas de maíz, mientras hablaban de todas las cosas que había en torno a ellos y de los que ya no estaban.

Jim entró en la sala donde se reunían los clientes para las comidas que no hacían al aire libre. Era un salón grande, de paredes y suelo de pesados tablones de madera. En la única pared revocada habían colgado reproducciones de avisos de recompensa. Jim no pudo evitar pensar que la vida de William Bonney, alias Billy el Niño, valía nominalmente mucho menos que una semana de vacaciones en el Cielo Alto Mountain Ranch.

Había en el aire olor a pan caliente, huevos revueltos y tocino asado. En el fondo del local, un cocinero tocado con un gran gorro preparaba buñuelos detrás de un mostrador. Algunos chavales lo observaban en puntas de pie, con los platos en la mano, a la espera de su turno.

– Buenos días, hombre de Nueva York. ¿Has dormido bien?

Jim se volvió. La cabeza de Roland, el hijo de Bill, asomaba por la puerta de la cocina. Rubio, bronceado, de nariz algo achatada, era el vivo retrato de Linda, la madre.

– Como una marmota. A pesar del silencio.

– Si te quedas, esta noche iré a dar vueltas con la camioneta alrededor de tu cabaña, para que te sientas en casa. ¿Te apetece comer algo?

– ¿Por qué iba a estropear en unos segundos con tu comida todo lo que con tanto esfuerzo he logrado en una noche entera? ¿Tu padre está arriba?

Roland señaló la escalera con el trapo que tenía en la mano.

– Sí. Sigue tu miserable humor de gilipollas y lo encontrarás sentado frente al ordenador. Lo reconocerás porque la cara inteligente es la de la máquina. Está buscando el medio de embrollar todo lo bueno que hizo mi madre anoche.

Jim subió la escalera de peldaños crujientes situada a la derecha, y cuando llegó al despacho de Bill Freihart lo encontró al teléfono. Se quedó en el umbral, mientras su sombra se proyectaba en la madera del suelo. Un nudo deshecho se convirtió en un agujero en el centro del corazón.

Esperó a que el hombre sentado tras el escritorio terminara la conversación.

– Sí, señor Wells. Hablé con ellos ayer por la tarde. Por mí no hay problema, no tengo reservas para esta mañana. Pero, como es natural, debo consultar con usted antes de…

Del otro lado hubo una interrupción. Luego la sombra de Jim y la percepción de su presencia hicieron que Bill girara en el sillón.

– En este momento está aquí mismo, frente a mí.

Hizo un gesto afirmativo con la cabeza, como si la otra persona pudiera verlo.

– Muy bien, le pongo con él.

Bill tendió el teléfono a Jim, que se acercó al escritorio y permaneció de pie junto al monitor del ordenador, que mostraba el sitio web del Ranch. Aproximó con cautela el auricular a la oreja. Aunque muy diferente, la voz que le habló era en su mente muy similar a la de Lincoln Roundtree.

Ambas pertenecían al pasado.

– Hola, Jim. Habla Cohen Wells.

– Buenos días, Cohen, ¿cómo está?

– Bien, aunque cada vez cuesta más hacer cuadrar la vida y el presupuesto.

– Me he enterado de que es usted el propietario del Ranch.

– Pues parece que sí. Tengo grandes proyectos para ese lugar. Ya veremos. El límite entre un loco visionario y un inspirado hombre de negocios es muy sutil e indefinido.

El concepto dejaba lugar a pocas dudas. Pero a Jim le costaba ver al señor Cohen Wells como un loco visionario.

– Me he enterado de lo de tu abuelo. Lo lamento mucho. Era un gran hombre.

«Dentro de cien años ya nadie hablará de todo esto…»

– Sí, era un gran hombre. Uno de los mejores.

– Pues sí. Qué terrible historia. O buena, si consideras que todos debemos irnos. Por lo menos no ha sufrido una agonía en una cama cualquiera de hospital, con tubos metidos en los brazos.

Calló un instante para que Jim pudiera digerir su afirmación.

– Me ha dicho Bill que tienes intenciones de alquilar nuestro helicóptero por la mañana.

– Sí. Tengo algo que hacer por mi abuelo.

Cohen Wells no preguntó qué debía hacer todavía Jim Mackenzie por el pobre Richard Tenachee, y Jim no consideró oportuno decir más. Ambos sabían que, fuera lo que fuese, lo estaba haciendo demasiado tarde.

– Por mí, ningún problema. Si mal no recuerdo, eres el mejor piloto que se ha visto por estos lares. Espero que la vida en la ciudad no te haya cambiado.

– Hay quienes dicen que no, pero ya sabe que la gente es mala y habla demasiado.

– De acuerdo, úsalo.

– En cuanto al pago, yo…

– Por ahora no te preocupes. ¿Te quedarás un tiempo antes de volver a Nueva York?

No consideró oportuno decirle que ya no había ninguna posibilidad de volver a Nueva York, o por lo menos de vivir allí en las condiciones a las que estaba acostumbrado. Eso, tarde o temprano, significaría un problema. No tenía mucho dinero ahorrado. En poco tiempo debería salir a buscar empleo.

«El asunto termina aquí por un solo motivo. Un día me salvaste la vida.»

Pero tal vez en aquel momento la Gran Manzana no fuera el lugar más indicado.

– Pasa a verme. Mañana, si tienes tiempo. No me desagradaría charlar un rato contigo antes de que te vayas.

Una pausa. Más larga de lo esperado. Un silencio que casi olía a cosas dolorosas. Después, una voz que transmitía ese dolor sin remedio.

– ¿Te has enterado de lo de Alan? ¿Sabes que está aquí?

– Sí, lo he leído. Me han dicho que al volver lo han recibido como a un héroe.

– Los héroes están todos muertos, Jim. O en las condiciones de mi hijo.

Jim aguardó. Sabía que no había terminado.

– ¿Crees que ha pasado suficiente tiempo para olvidar todo lo ocurrido entre vosotros?

– El tiempo es un monstruo malo, señor Wells. A veces confunde la memoria y a veces se limita a esquivarla para dejarla intacta.

– Estoy seguro de que deberíais intentar veros.

– No sé qué decir. Quizá.

Cohen Wells comprendió que por el momento no podía pretender más.

– Muy bien, coge ese maldito helicóptero y haz lo que debas hacer. Ponme con Bill.

Jim tendió el teléfono a Freihart y esperó al final de la conversación en el pasillo, mientras observaba por la ventana la actividad del campamento. Una pequeña caravana de vehículos todoterreno con la leyenda CIELO alto ADVENTURES se dirigía a una excursión, cualquiera que fuese. Un viaje más a través de las maravillas de la naturaleza y la melancolía descuidada que las huellas de los hombres dejaban en ella. Cuando trabajaba para Lincoln, antes de que Emily complicara las cosas, Jim había viajado mucho. Como todos, había visto con ojos absortos la majestuosidad del pasado que se respiraba en Europa o en Asia.

Al reflexionar sobre lo que sucedía en el sudoeste, sonreía ante sus denodados esfuerzos por construirse un pasado. Aquí, muros de doscientos años de antigüedad se iluminaban con reflectores y se vendían como reliquias de civilizaciones antiguas. En Italia o en Francia, los muros de doscientos años de antigüedad se derribaban con excavadoras para construir aparcamientos.

Ni mejor ni peor. Solo diferente.

También su abuelo, intermitentemente, había trabajado en el Ranch. Cuando necesitaba dinero o tenía ganas de estar con Charlie, iba allí. De vez en cuando, para alguna festividad en particular, se organizaban evocaciones históricas, muy poco fieles pero muy espectaculares para los turistas. Entre caballos, disparos y disfraces coloridos, casi conseguían disimular los rostros aburridos de los que se veían obligados a participar en esa suerte de carnaval.

Cuando Bill concluyó su charla con Cohen Wells, bajaron juntos al salón. Salieron a la galería y se quedaron contemplando el campamento, ahora casi desierto. El cocinero se había quitado su gorro y había salido a preparar el fuego y la cocina para el almuerzo.

Bill se puso a su lado, alto y grueso, sólido, confiable, amigo de cualquiera que quisiera su amistad.

– ¿Cuándo volverás a Nueva York?

Jim se encogió de hombros.

– Dispongo de todo el tiempo que quiera. En esa ciudad ya no tengo trabajo.

Bill no pidió explicaciones. Si no salían espontáneamente, quizá había un motivo.

– ¿Cómo lo llaman? Libre y sin compromisos.

Los ojos de Jim eran dos presencias invisibles detrás de la pantalla de las gafas oscuras.

– Ya. Sin compromisos.

– Podrías quedarte aquí.

A Jim le parecía que esa conversación no era más que la continuación de la que poco antes había mantenido con Cohen Wells.

– Veremos.

Su incomodidad desapareció con la llegada de Charlie. Vieron su figura seca que salía de uno de los hogan construidos en lo alto, a la derecha de donde estaban ellos. Llevaba entre las manos la urna funeraria de Richard Tenachee. Había pedido a Jim poder pasar la última noche con él a solas, velando lo que restaba de su viejo amigo. Tendido en la cama y en la oscuridad, mientras permaneció despierto, Jim se lo había imaginado en esa anacrónica vivienda de barro, sentado con las piernas cruzadas, componiendo en la tierra figuras rituales con sus arenas de colores, agitando amuletos y entonando a media voz un antiguo cántico de homenaje a los guerreros. Charlie tenía un tranquilo sentido de pertenencia a la gente y al lugar en el que había nacido. Quizá incluso al pasado, que en su noción de la tradición era solo un pedazo del presente que se dejaba atrás durante un lapso y se reencontraba en el futuro. Así, el círculo del tiempo se cerraba y se convertía en una fe.

A pesar de su edad, Charles Owl Begay todavía era capaz de creer.

Y eso era justo lo que Jim ya no lograba.

El viejo vio a los dos hombres que bajaban los cuatro escalones de la galería y dejaban la Club House para coger el sendero que iba hacia él. Los esperó sosteniendo como un regalo el recipiente de bronce. Cuando llegaron a su lado, lo entregó a Jim con una actitud que honraba la vida y el recuerdo del hombre que contenía.

– Ten. Tu abuelo ya está preparado.

Charlie lo miró, encerrado en su anatomía de caderas un poco altas que caracterizaba a los navajos desde la noche de los tiempos. Jim sentía que los discursos que el viejo habría deseado hacerles se debatían cautivos en alguna parte. Tal vez aún no era el momento para esas palabras o tal vez ese momento no llegaría nunca.

– ¿Quieres acompañarme, bidà’í?. A él le habría gustado.

Charlie no respondió en la lengua navajo, para que también Bill lo entendiera. Era un hombre que poseía fuerza y coraje suficientes para admitir su miedo.

– No, no estoy muy acostumbrado a los helicópteros. Si la naturaleza no me ha puesto allí, no es mi destino volar. Además, este es un viaje que debes hacer solo. Solo con tu bichei, tu abuelo.

– ¿Estás seguro?

Doo át'éhé da. Todo está bien, Jim. Ve.

Subieron en fila, como en un cortejo fúnebre, hacia la zona de aparcamiento del helicóptero. Mientras se acercaban, llegó a sus oídos el silbido del rotor que se ponía en marcha. El piloto, avisado de su llegada, ya había comenzado a calentar el motor.

Salieron de entre la vegetación y Jim se encontró frente a un Bell 407 azul eléctrico que centelleaba al sol. Una máquina que sabía a nuevo, a cielo y a nubes a su alrededor. Jim se dijo que Cohen Wells no había reparado en gastos. Tal vez era cierto que tenía grandes proyectos para el Cielo Alto Mountain Ranch.

El piloto, un hombre moreno, de estatura media, de unos cuarenta años, al que él no conocía, le abrió la puerta al verlo.

– Todo en orden. Es una joya recién salida de fábrica. Puede usted partir cuando quiera.

Jim le dio las gracias con una palmada en el hombro, subió a bordo y dejó la urna en el asiento del acompañante. Se abrochó el cinturón de seguridad y con gestos seguros efectuó los controles de rigor antes del despegue.

Mientras los tres hombres se alejaban, Jim cerró la puerta. Por un instante su mirada se cruzó con la de Charlie. Ahora, las palabras no dichas se hallaban todas encerradas en los ojos.

Empuñó el mando y tiró con delicadeza hacia arriba la palanca de cambios. A medida que el helicóptero ganaba altura lo vio abajo, borroso a la sombra de la nave: el pelo largo y canoso sujeto en las sienes por un pañuelo rojo que al moverse le ocultaba la cara, y la ropa flameando al viento, que revolvía el polvo y que desapareció junto con su figura al elevarse más el aparato.

Jim hizo trazar un ligero viraje al 407 y puso rumbo al norte. Sintonizó la radio en la frecuencia 1610 Mhz, la del noticiario del Gran Cañón. Por el lado de Rainbow Bridge estaban quemando residuos y se preveía un poco de humo, aunque no tanto como para comprometer la visibilidad. En todo caso, era una zona que él no iba a sobrevolar.

Dejó a la izquierda el Kaibab National Forest. Se mantuvo a la altura mínima permitida y prosiguió sin pensar en nada, disfrutando de las inapreciables sacudidas provocadas por la ligera turbulencia, volando por el placer de volar, como había hecho siempre. Había buscado aquello toda su vida, y pensaba que lo desearía siempre. Poco después de alzarse del suelo llegaban para él la paz, la sensación de totalidad y un sentimiento de pertenencia.

Acaso fuera ese el motivo por el que Charlie había preferido que fuera solo en aquel viaje en la máquina voladora. Sabía que esa era su fe, su forma de cerrar el círculo del tiempo.

Al cabo de menos de media hora de vuelo divisó su meta. El Colorado, camino del sur, se demoraba en un garabato que el tiempo había excavado entre las rocas y que por su forma en U se había ganado el nombre de Horseshoe Bend.

El helicóptero se sometió dócilmente a su voluntad y Jim aterrizó en la lengua de piedra en torno de la cual se devanaba el meandro del río. Se soltó el cinturón, abrió la puerta y cogió la urna del asiento contiguo.

Dejó el helicóptero a sus espaldas, y el fut-za fut-za fut-za fut-za de las aspas que disminuían poco a poco la velocidad de su giro. En la otra parte del cañón, un grupo de turistas había visto el aterrizaje y miraban con curiosidad esa figura llegada del cielo que ahora se hallaba de pie al borde del precipicio.

A pesar de la costumbre, el espectáculo que contemplaba Jim, que se extendía a ochocientos metros por debajo de él, le quitó el aliento.

Flotando como una canoa en el agua del río, empezó a fluir el recuerdo.


Jim había pasado mucho tiempo con el abuelo. Su padre, Loren Mackenzie, era cómico de rodeo y viajaba a menudo. Cuando su madre lo acompañaba, Jim se trasladaba a la casa del abuelo materno, anclada como un barco sin agua entre las escasas matas de la reserva. Un día, cuando era poco más que un niño, durante uno de esos períodos, el abuelo lo despertó por la mañana temprano. Jim abrió los ojos, envuelto en un rico aroma a pan frito. Después del desayuno, el abuelo lo llevó fuera hasta su vieja camioneta. No recordaba la marca del vehículo, solo el estado lastimoso en que se hallaba.

Desde siempre, Jim recordaba que en la vida de ese hombre solo había cosas gastadas, viejas, de segunda mano. Había visto cómo él y Charlie cargaban en la camioneta una antigua canoa de madera de tablones carcomidos que ostentaba la figura descolorida de Kokopelli, el flautista de la mitología navajo, pintada en turquesa en la proa.

Bichei abrió la puerta del acompañante.

Sube.

¿Adónde vamos?

Al río.

Para el abuelo, el río era únicamente el Colorado. Cuando hablaba de otros ríos los llamaba por su nombre. Pero cuando decía «el río» solo podía ser ese.

Jim se acomodó en el centro del asiento. Charlie iba al volante, y el abuelo, al otro lado. Por encima del gruñido abrumador del motor, Charlie hizo una pregunta con su voz tranquila.

¿Crees que es la mejor manera?

Sí. Las cosas que se arrastran son los desechos de la tierra.

Permanecieron en silencio durante casi todo el viaje. Jim sentía que había algo indefinido en el aire, en la complicidad y en la ausencia de diálogo entre esos dos hombres silenciosos que lo acompañaban en una excursión no programada. Fueron rumbo al norte, hacia Page. Un poco más abajo del dique cogieron por un camino de tierra hasta la orilla del Colorado. Echaron la canoa al agua y Charlie se marchó, para ir a esperarlos más al sur, a la altura del Marble Canyon. Lento e indolente, dejándose llevar por el agua del río, comenzó el trayecto. El abuelo, sentado en la popa, maniobraba el remo solo para obligar a esa cáscara de nuez a seguir la corriente. Jim iba en la proa; con una mano tocaba el agua y con la cara levantada contemplaba los muros de roca que se alzaban sobre ellos.

Tal vez era feliz.

La pequeña embarcación navegaba tranquila entre las riberas de arenisca roja encendidas por el sol, hasta que llegaron a Horseshoe Bend.

Allí el río tenía el color que solo consiguen darle la fantasiosa maestría de la naturaleza y los sueños humanos. A todo su alrededor había esculturas hechas con agua y viento, rocas talladas y pulidas por el trabajo meticuloso de los milenios.

El viejo jefe señaló con los dedos la cumbre que se elevaba por encima de ellos.

En otros tiempos, esos a los que nosotros llamamos los antiguos, el Pueblo Sagrado, tenían aquí un lugar dedicado a las pruebas de fuerza de los que aspiraban a ser hombres. Para llegar a ser un guerrero, un joven debía escalar con las manos desnudas estas rocas, desde el río hasta la cima.

Jim conocía de la existencia de esos ancianos, los padres que, según el mito, habían generado cada etnia sucesiva. Los anasazi, los kisani y por último el pueblo navajo, al cual los dioses habían regalado la Dinehtah, la tierra donde vivir, encerrada entre las cuatro Montañas Sagradas.

Aquellos hechos ocupaban un pequeño lugar en la historia real, pero un espacio mucho mayor en la leyenda.

Su abuelo prosiguió con la misma voz serena:

Hoy también tú debes superar una prueba, Táá' Hastiin. Lamentablemente, a veces no es posible elegir el momento de combatir. Solo podemos hacerlo con coraje cuando así se nos exige.

Aquel día y en aquel lugar, deslizándose por el agua en una canoa con su viejo abuelo indígena, Jim supo que sus padres habían muerto.


Una ráfaga de viento lo devolvió al lugar y al tiempo en que se hallaba y a la conciencia de lo que había ido a hacer allí. A partir de aquel momento, ese hombre que en su época había visto la guerra y la había ganado, pasó a ser toda su familia. Le enseñó todo lo que sabía y en particular todo lo que es preciso saber antes de poder llegar a la cumbre escalando las rocas con las manos desnudas. Le enseñó que la muerte era la única certeza que se puede poseer, una certeza posada como Un gran pájaro blanco en los hombros de todo ser humano.

Y ahora él debía de estar volando en algún lugar, con las alas de esa única certeza.

Jim tuvo que luchar contra las lágrimas mientras abría la tapa de la urna.

– Hubiera querido que todo fuese distinto entre nosotros. Perdóname, bichei.

Jim Mackenzie se sorprendió al oírse entonar a media voz una vieja letanía fúnebre del pueblo navajo al tiempo que volcaba el recipiente de bronce y entregaba las cenizas de su abuelo al viento y a la eternidad.

6

Cuando Jim alcanzó The Oak, condujo el Bronco por el terreno crujiente de grava hasta la entrada de la casa. Apagó el motor y se quedó un momento escuchando. Ante todo, le sorprendió la total ausencia de sonidos. Los ecos de la transitada vía que acababa de dejar atrás al coger la calle que llevaba al campamento parecían no tener la fuerza necesaria para llegar hasta allí.

El silencio era absurdo y absoluto.

Bajó de la camioneta y sin cerrar la puerta echó una ojeada a su alrededor. Las plazas de aparcamiento se hallaban vacías. En aquel momento no había ningún campista alojado en The Oak, y por lo que alcanzaba a ver de la estructura turística resultaba fácil de comprender. Todo estaba impregnado de un aire de abandono y suciedad, todavía más acentuado por unas pequeñas reparaciones que solo lograban hacer más evidente el estado de total decadencia del complejo. Nada qué ver con la cuidada rusticidad del Cielo Alto, a un tiempo espartano y cómodo.

A Jim le sorprendió que Caleb, si se encontraba en la casa, no hubiera salido a la galería a ver quién había llegado. Su motor hacía tanto ruido que le resultaría imposible no oírlo, a menos que estuviera escuchando a todo volumen un disco de AC/DC. O tal vez el dueño de la casa estaba en la ducha, ensordecido por el sonido del agua. Sin embargo, la sensación que transmitía aquel lugar no parecía compatible con el concepto de limpieza.

Al regresar de su vuelo a Horseshoe Bend, después de aterrizar en el Ranch, Jim había devuelto el Bell 407 a su legítimo piloto y había regresado al centro del complejo por el sendero que bajaba hacia el sur y atravesaba la zona de aparcamiento del personal. Al pasar ante la hilera heterogénea de vehículos había encontrado ese viejo Bronco desvencijado cuyo aspecto le era familiar.

En ese momento, un gran SUV que ostentaba en la parte delantera la marca GMC avanzaba por el camino que llevaba desde el camino hasta el aparcamiento. En el coche iban Bill Freihart, su hijo y una pareja que, por su aspecto, Jim clasificó como una enésima versión de la categoría de los turistas. Bajaron y fueron a su encuentro mientras él miraba con expresión perpleja aquel viejo cacharro.

Jim se volvió hacia Bill, mientras Roland acompañaba a los dos huéspedes hacia el campo.

– No me digas que este montón de chatarra es de Caleb.

– Pues sí.

– No creía que todavía viviera.

– ¿Él o la camioneta?

Con una mueca, Jim se encogió de hombros.

– Los dos. En cuanto a este vejestorio, basta con mirarlo. La pintura que lo mantiene armado debería recibir el premio Nobel de la Paz. En cuanto a él, si sigue jugando con los rayos, no será difícil que lo pille una descarga que lo deje seco. ¿Anda por aquí?

Bill señaló la montaña con un movimiento de la cabeza.

– No. Se fue ayer, con Silent Joe, su perro. Te aseguro que si los ves juntos entiendes que ese animal no podría ser más que de él. Cuesta decir cuál de los dos está más chalado. Llevaba el arco y las flechas y dijo que quería echar una ojeada por aquí cerca.

Jim no pudo impedir que una ligera preocupación asomara entre las nubes.

– Tal vez se ha perdido.

Mientras hablaban, Bill había descargado del coche un frigorífico portátil.

– No. Ese cabeza loca conoce estos parajes como sus bolsillos. Que, dicho sea de paso, siguen vacíos. Pero es propio de él hacer estas cosas. Llega, deja la camioneta y después, siguiendo el rastro de un ciervo, va hasta la otra ladera, que le resulta más cómoda para bajar directamente a su casa en vez de volver a pie hasta aquí. Después le pide a alguien que lo acerque aquí y viene a buscar el Bronco. Al día siguiente, por lo general, aunque a veces lo ha dejado en el aparcamiento durante algún tiempo. ¿Te apetece una Coors?

Jim atrapó en el aire la lata que le lanzó Bill y se sentaron en un banco de madera a beber la cerveza en silencio. Jim no conseguía apartar de su mente la imagen de Horseshoe Bend y las cenizas de un hombre al que tanto había querido transportadas por el viento para volver a formar parte de la tierra de la cual, según las antiguas creencias, había salido. Bill lo entendió por su expresión y no preguntó nada. Luego Jim emergió de sus pensamientos y señaló la camioneta de Caleb.

– Por la tarde quiero bajar a Flagstaff. Quizá pueda llevársela yo.

Bill le dio el número de Caleb y Jim hizo la llamada con el móvil. Una voz impersonal le informó de que el número marcado no estaba activo.

– Aquí me dicen que el número es inexistente. ¿Crees que lo habrá cambiado?

– No. Es más probable que le hayan cortado la línea.

– ¿Tan mal anda?

– «Andar mal» es un eufemismo en comparación con la actual situación económica de Caleb.

Este había sido el último y lapidario comentario, y ahora que Jim podía ver en persona a qué se había reducido The Oak, comprobaba que Bill no exageraba en nada.

Hizo sonar la bocina, sin más resultado que una breve interrupción del silencio.

Oyó un extraño y leve gemido a sus espaldas.

Jim se volvió y fue directo hacia el recinto delimitado por una reja metálica, dentro del cual había una gran casita de madera. A primera vista parecía vacía, pero al rodear la cerca vio que en el interior estaba echado un perro grande, negro y marrón. Al advertir su presencia, el animal le dirigió una mirada temerosa sin alzar la cabeza, mostrando el blanco de los ojos. Debía de ser Silent Joe, el perro del que le había hablado Bill. A su lado había dos escudillas, una llena de agua y la otra medio llena de pienso. Parecía aterrorizado y estaba tan pegado a la tierra que daba la impresión de haber cavado un hoyo para confundirse más con ella. Jim se preguntó qué podría haberlo asustado tanto como para impedirle terminar la comida. Trató de tranquilizarlo mientras se dirigía a la puerta de alambre del recinto.

– Tranquilo, Silent Joe. No hay nada que temer.

Cuando oyó pronunciar su nombre y vio que él se acercaba, el perro empezó a temblar. Jim nunca había tenido problemas en el trato con animales. Con el instinto ancestral que todas las bestias poseen como bagaje cognoscitivo, en general sentían que la actitud de él hacia ellas no representaba un peligro. No obstante, Jim sabía también que, cuando se sentían amenazados, eran capaces de reacciones impredecibles, y no tenía la menor intención de terminar en el puesto de primeros auxilios con la marca de los dientes de ese perro en su cuerpo. Dientes que, a juzgar por la robustez del animal, debían de ser grandes y fuertes.

Le habló con voz calma y sin mirarlo a los ojos, algo que en el lenguaje de los animales significa una actitud de desafío.

– Ya ha pasado todo. No hay problema. Tranquilo.

Cuando abrió la puerta para entrar en el habitáculo, como primera medida tendió la mano hacia el perro, para permitir que lo olfateara a sus anchas. El perro eludió esa tentativa de acercamiento. Saltó como una flecha y salió por la abertura hacia la libertad con tanta rapidez que si Jim no lo hubiera esquivado a tiempo el animal lo habría derribado. Corriendo con extraña y cómica agilidad, llegó a la camioneta y de un brinco subió al asiento, para acomodarse enseguida en la parte del acompañante. Jim decidió que por el momento, si ese era el lugar en el que Silent Joe se sentía seguro, podía permanecer allí.

Despreocupado del perro, se dirigió hacia la casa.

– Caleb, ¿estás ahí? Eh, Caleb…

Ninguna respuesta.

Subió los escalones hasta la galería. Al tocar la puerta de entrada vio que estaba abierta. Desde algún lugar de abajo le llegó una sensación extraña, envuelta en sombras oscuras, como si avanzara por una cañada en la que va cayendo la noche.

Se decidió y entró en la casa. Lo recibió el frescor de las construcciones viejas y un olor ligeramente rancio de ventanas raramente abiertas, paredes sin revocar y salitre procedente de la oscuridad y la humedad. Realizó un rápido registro de todas las habitaciones. Desde la cocina abarrotada de platos y restos de comida hasta la sala con sillones de piel de aspecto mesozoico y los dormitorios de la planta superior. En el interior todo era una réplica de lo que podía encontrarse fuera.

Había polvo, suciedad, camas sin hacer y moscas, pero de Caleb, ni rastro.

Volvió al terreno delantero con una sorprendente sensación de alivio. Se dijo que en los últimos años había llevado una buena vida a la sombra de Lincoln Roundtree y se recordó que ambientes como aquel habían formado parte, durante mucho tiempo, de su entorno habitual.

Se obligó a volver al motivo de su presencia en The Oak. Por Caleb no había motivos para preocuparse, pues sabía cuidarse solo. La hipótesis de un accidente en la montaña era poco probable. También existía la posibilidad de que se hubiera herido o, peor aún, de que estuviera muerto en algún precipicio. En esa situación, sin embargo, el perro no lo habría abandonado. En el noventa y nueve por ciento de los casos, habría permanecido acurrucado junto al cuerpo del dueño, al menos hasta que el hambre lo impulsara a moverse.

Además, Silent Joe estaba demasiado aterrado para que semejante teoría pudiera ser cierta.

Volvió a la explanada y se dirigió hacia la parte de atrás de la casa. Había una única hipótesis que podía confirmar en ese momento: que Caleb estuviera en su laboratorio, dedicado a la quimera que le fascinaba desde hacía años y por la cual se estaba arruinando. Ese hombre extraño que cazaba todo lo que corría sobre la tierra pero que amaba todo lo que volaba libre en el cielo era una de las pocas personas por las que Jim sentía verdadero afecto. Él le había enseñado a amar la belleza y la majestuosidad del vuelo de las aves, y había sido el primer ser humano al cual había confiado su deseo de ser piloto de helicópteros. No le importaba que fuera una especie de loco soñador que llevaba en el ADN la predestinación a perder. Jim había hecho otra elección, la de poseer lo más posible lo más deprisa posible, y no comprendía la obstinación de Caleb por su utopía eléctrica. Sin embargo, no comprender no significa necesariamente no aceptar.

Mientras pasaba junto al Bronco, Silent Joe levantó la cabeza y le lanzó por la ventanilla una mirada aprensiva, pero no dio muestras de querer bajar de su refugio de cuatro ruedas para escoltarlo hasta la casa. Jim rodeó la esquina del edificio y se encaminó por el sendero que subía hasta el laboratorio. A medida que se aproximaba, aguzó el oído para percibir si de la elevada construcción llegaban ruidos que sofocaran los de sus pasos.

También en este caso había solo silencio.

El sol había comenzado su parábola descendente y Jim caminaba siguiendo las huellas de su sombra hasta que ya no la vio proyectada sobre el pesado portón de madera. Los batientes estaban atrancados con varias cerraduras, pero no le sorprendió mucho. Conocía la manía de Caleb por la seguridad de sus estudios -manía que se esfumaba por completo en cuanto a la casa y al resto de sus posesiones.

Golpeó varias veces la madera con el puño, con tanto vigor que le dolió la mano.

– ¡Eh! ¿Estás aquí, cazador de rayos? Soy Jim Mackenzie.

Aguardó unos momentos una respuesta que no llegó. Volvió a invadirlo esa sensación de opresión que ya había experimentado antes, una mezcla de ansiedad y sombras. Aspiró una profunda bocanada de aire y recobró la lucidez. Se acercó a una ventana protegida por fuertes rejas. Era bastante alta, y pese a su metro ochenta de estatura Jim no alcanzaba a ver el interior. Sin saber muy bien por qué, se aferró a los barrotes y con la fuerza de los brazos se izó para tratar de echar una mirada al laboratorio.

Sus ojos encontraron una escena como mínimo extraña.

Había toneladas de maquinaria que no sabía cómo se llamaba ni para qué servía, pero que, según Caleb, habría de darle fama y riqueza. El equipo había aumentado desmedidamente desde la última visita de Jim. Su amigo debía de haber invertido miles de dólares y muchísimo tiempo para poder disponer de todo lo que necesitaba para sus investigaciones. Y a cambio solo había obtenido una casa en ruinas, una camioneta que se caía a pedazos, un montón de decepciones y la burla de todos los que lo rodeaban.

Estaba a punto de soltarse cuando vio algo en el suelo, a la izquierda, un poco apartado de la ventana, cerca de la entrada. Con esfuerzo pasó el brazo derecho alrededor de un barrote, para poder sujetarse, y con la mano libre limpió el vidrio sucio para ver mejor. La posición del sol, con su reflejo, le impedía ver bien, pero lo que entreveía tendido en el suelo era sin duda el cuerpo de un hombre vestido con un mono de camuflaje. Yacía boca abajo, con la cabeza tapada con el brazo derecho, doblado en una posición antinatural. No alcanzaba a verle la cara, pero por el físico, y sobre todo por su presencia en el laboratorio, solo podía ser Caleb.

Jim golpeó el cristal.

– ¡Caleb! ¡Eh, Caleb!

Como el hombre tendido en el suelo no daba muestras del menor movimiento, Jim se dejó caer al suelo y volvió corriendo al portón. Se dio cuenta de que era realmente muy pesado y demasiado blindado para intentar forzar las cerraduras. Solo podía hacer una cosa. Bajó corriendo la cuesta hasta el terreno delantero. Fue hasta la camioneta y abrió la puerta del lado del perro.

– Valor, guapo. Baja, debemos hacer algo.

Como si hubiera comprendido la gravedad de la situación, Silent Joe abandonó el asiento sin hacerse de rogar y de unos pocos saltos llegó a la galería de la casa. Desde allí se quedó observando a Jim, que fue al otro lado del vehículo, se puso al volante y encendió el motor.

Se ajustó un cinturón de seguridad que había conocido mejores épocas, rogando que fuera más fuerte que su aspecto, y pisó el acelerador, con lo que casi hizo girar el coche sobre sí mismo, disparando grava a su alrededor. Se digirió a la máxima velocidad que el vehículo le permitía hacia el portón del laboratorio.

Aferraba el volante con tanta fuerza que temió que se rompiera.

Vio los batientes de madera que se abalanzaban veloces sobre él, hasta que se convirtieron en tablones, y los tablones en nudos, y el morro de la camioneta se transformó en un ariete que destrozaba las puertas con un ruido de chapas retorcidas y astillas de madera que saltaban y volaban por todas partes.

La violencia del choque arrancó el parabrisas del marco y el cristal salió proyectado hacia delante, reducido a una telaraña. Jim lo habría seguido de no haber tenido puesto el cinturón de seguridad, que, a pesar de su apariencia, había cumplido con su tarea.

Logró abrir con cierta dificultad la puerta y se precipitó hacia el agujero que el choque había abierto en el portón. Apenas entró confirmó lo que en parte había entrevisto y en parte había imaginado desde la ventana.

Caleb Kelso yacía en el suelo, con la cara contra el polvo. El brazo derecho, doblado a la altura del hombro en un ángulo anormal, le cubría la cabeza. Jim no poseía conocimientos médicos, pero por su aspecto Caleb no daba la impresión de haber sido víctima de una descarga eléctrica, como habrían llevado a sospechar las máquinas que lo rodeaban. Aparte de la estrafalaria posición desarticulada del brazo, el cuerpo parecía intacto, como si se hubiera desplomado a causa de un desmayo.

Haciendo fuerza con los brazos, giró el cuerpo hasta colocarlo en posición casi supina. Al mismo tiempo debía luchar con una terrible sensación de desasosiego. En el pasado había participado en varias operaciones de socorro y había tenido que retirar y transportar muertos. Esta vez lo sucedido era totalmente absurdo. Al girarlo, el cadáver rotó sobre el torso, mientras que las piernas mantenían la misma posición que antes. Por la sensación que no había experimentado al tocarlo y por la postura adoptada por el cuerpo al darle la vuelta, le dio la impresión de que estaba completamente desprovisto de huesos, como un gran muñeco de trapo al que alguien hubiera concedido por algún tiempo la ilusión de ser un hombre.

Y luego, el rostro de Caleb.

Torcido, aullando sin voz, sangrando sin sangre y sucio de tierra. Sus ojos, muy abiertos pero sin ver, parecían repeler la última y terrible visión que se les presentaba.

Jim se dijo que, fuera lo que fuese lo que Caleb había visto antes de morir, era el horror puro.

En aquel silencio absoluto, en algún lugar a sus espaldas, Silent Joe empezó a aullar.

7

Jim estaba sentado de nuevo, esperando en los escalones de la parte delantera de la casa. Frente a él el sol era un recuerdo rojo al otro lado de las montañas, esfumado en el azul cobalto del cielo del atardecer. Respiró hondo. En ningún otro lugar había aquella intensidad cromática, capaz de pasar sin sobresaltos de la comedia al drama, según se mirara el mundo desde abajo o desde arriba. Sería el lugar más hermoso de la tierra si desde ambas perspectivas no viera también hombres. Jim, inmóvil ante el ocaso y su continuo cambio de fondos, trataba de hacer caso omiso de lo que sucedía a pocos pasos de él. Estaban todos los elementos de la crueldad: los coches de la policía con las luces giratorias encendidas, los agentes uniformados, el furgón de la brigada científica, la ambulancia con las puertas posteriores abiertas de par en par. Del laboratorio llegaban los reflejos de las luces colocadas para iluminar la escena de aquella extraña muerte.

Después de descubrir el cuerpo de Caleb, había llamado al 911 y en la medida de lo posible había mantenido la serenidad mientras esperaba. Cuando llegaron, condujo a los policías al laboratorio donde yacían los restos de su amigo, y luego fue a sentarse allí, a repasar con calma en su mente las imágenes de lo acontecido, a la espera de las preguntas que tendría que responder.

Silent Joe, ya calmado, se hallaba ahora echado sobre la madera tibia, a su lado, contento del contacto tranquilizador con el cuerpo de un hombre. Jim se dio cuenta de que sus caricias y la presencia de una referencia tenían el poder de apaciguarlo.

Desde la esquina de la casa surgió de repente un hombre. Era de estatura media, moreno, con la cara bronceada por el sol y la naturaleza. Vestía una chaqueta de gamuza y pantalones deportivos. El detective Robert Beaudysin tenía la misma edad de Jim, que lo conocía desde la época del colegio, de la secundaria. También él llevaba una pequeña parte de sangre indígena en las venas, por vía paterna. Según la tradición navajo, en los casos de matrimonios mixtos, siempre era el origen de la madre el que determinaba la tribu de pertenencia. Esto regía con pleno derecho para Jim, que era descendiente directo. Robert, en cambio, era un blanco, el equivalente a un pariente lejano, si bien hablaba bastante bien la lengua de los diné.

Cuando llegó a The Oak y lo encontró ante la puerta del laboratorio lo miró con expresión interrogativa, como si le hicieran falta unos segundos para evocar su rostro de entre los recuerdos y traerlo de nuevo al presente. Con toda seguridad era la última persona a la que esperaba ver aguardándolo en aquel lugar. Y junto al cadáver de una muerte tan complicada, además. Lo saludó e inmediatamente se olvidó de él: sus ojos examinaban la escena en la que yacía descoyuntado y de forma antinatural el cuerpo del que había sido un hombre.

Ahora, la primera parte del camino, la más inmediata, se había recorrido. Quedaba la otra, la más difícil. Se acercó con calma, y a Jim le sorprendió advertir en su voz un ligero embarazo.

– No sabía que habías regresado.

– Y eso que eres policía… Deberías saberlo todo.

Robert se sentó en los escalones junto a Jim y se permitió una pequeña mueca de amargura y derrota.

– Como policía, me contentaría con saber solo la mitad de lo que debería.

– Qué asunto tan horrible, ¿no?

El policía, que detestaba no saber, dejó pasar unos instantes antes de responder.

– A primera vista, más que horrible. Y tengo la sospecha de que cuando profundicemos será todavía peor.

Jim lo miró con atención. El tiempo transcurrido no lo había cambiado mucho. En cierto aspecto, ambos eran hombres realizados. Cada uno hacía lo que siempre había deseado. No habían hablado mucho. Jim pilotaba helicópteros, y Robert acudía siempre a la escena de un crimen para intentar con obstinación saber y entender quién y cuándo, acaso preguntándose, cada vez, por qué. Como único tributo a los años transcurridos, observó en la cara de su antiguo compañero de colegio unas arrugas que no recordaba. Se preguntó cuántas se deberían a la edad y cuántas a su trabajo. La respuesta le llegó enseguida.

– ¿Podríamos hablar un momento?

Jim se encogió de hombros.

– ¿Tengo alternativa?

– Dada la situación, la verdad es que creo que no.

Robert extrajo del bolsillo tabaco y papel, y antes de servirse los ofreció a Jim, que le indicó que no con un ademán. Después comenzó con calma a liar un cigarrillo. Lo encendió y antes de continuar se permitió una bocanada que se convirtió en brasas rojas, luego en humo y finalmente en nada en el aire del atardecer.

– Cuéntamelo todo.

– Hay poco que decir, Bob. Vine del Ranch a traerle la camioneta a Caleb, di una vuelta por el lugar y no encontré a nadie. Subí al laboratorio y por una ventana lo vi tirado en el suelo. La puerta estaba atrancada, así que la rompí usando la camioneta. Cuando me di cuenta de que estaba muerto os llamé.

– ¿Cuánto hacía que no lo veías?

– Cinco años, más o menos.

A la izquierda, dos camilleros seguidos por el médico forense llevaban una camilla sobre la cual había un cuerpo cubierto por una sábana blanca. Silent Joe emitió un leve gañido pero no se movió. Jim apretó las mandíbulas. Lo que pasaba ante ellos era todo lo que quedaba de una persona que había sido importante en su vida.

«Dos en el mismo día…»

Dos personas que ahora volaban sobre las alas de un gran pájaro blanco. Pero si era cierto que la muerte es la única certeza, algo o alguien se lo había recordado a Caleb Kelso sin la menor muestra de piedad.

Jim desvió la mirada cuando introdujeron el cadáver en la ambulancia. Ese gesto instintivo le recordó a su pesar que siempre, cuando una persona había necesitado su ayuda, él se hallaba mirando hacia otro lado. Los lamentos de la sirena que se alejaba borraron ese pensamiento, pero el sonido permaneció en el aire como un elogio fúnebre en el silencio de The Oak.

«Dentro de cien años ya nadie hablará de todo esto…»

Sin embargo, por el momento esos años eran todavía un lejano proyecto del tiempo. Si hubiera podido oír sus pensamientos, Robert le habría dicho que debía hablar y luchar contra todo lo que sucedía para evitar que ocurriera de nuevo, sin preocuparse por gente que ni siquiera había nacido aún.

Al fin fue Jim quien hizo la primera pregunta:

– ¿Habéis encontrado algo?

Robert meneó la cabeza.

– Hasta ahora no. La Científica está cumpliendo con las prácticas de rutina, pero por sus caras creo que no debemos esperar nada bueno. Además, tú has alterado un poco la escena, de modo que…

Atajó con un gesto de la mano las objeciones de Jim.

– No te lo estoy reprochando. Yo también me habría comportado de la misma manera. Ante todo, ¿no has visto ni observado nada extraño al llegar aquí?

Jim hizo un gesto vago.

– Nada y todo. En realidad ni siquiera he tenido tiempo.

Solo puedo decir sin la menor duda que el perro estaba aterrorizado.

Robert asimiló el dato con un movimiento afirmativo y lo repitió para sí moviendo los labios, como para memorizarlo mejor en una libreta mental.

– ¿Y por qué, en tu opinión?

Como si hubiera comprendido que hablaban de él, Silent Joe levantó el hocico y lo apoyó sobre las piernas de Jim, al tiempo que alzaba los ojos, en súplica de perdón y protección. Jim le hizo una lenta caricia en la cabeza.

– No tengo la menor idea. Solo en los tebeos de Marvel los indígenas pueden hablar con los animales.

– ¿Conocías a este perro?

– No.

– Por la manera en que se te ha pegado de repente, no se diría.

Mientras hablaban, Dave Lombardi, el médico forense, que se había quedado en el aparcamiento observando la partida de la ambulancia como si él fuera el responsable directo, se volvió y fue hacia ellos.

Jim lo conocía porque era la persona a la que había hecho cada año la visita obligada exigida a los pilotos de helicópteros para renovarles la licencia. Sabía que era un gran apasionado de los caballos y que tenía algunos en su casa, en el oeste de Flagstaff, en Camino de Los Vientos. Era alto, enjuto y se movía con seguridad. Por el aspecto físico y la vestimenta, era un perfecto ciudadano de Marlboro Country. Vestía botas, unos tejanos y una chaqueta corta de la misma tela. Probablemente lo habían llamado mientras montaba uno de sus espléndidos animales.

Perplejo por la presencia de Jim, Lombardi dirigió a Robert una mirada inquisitiva.

– ¿Puedo hablar?

– Pues claro, no hay problema. Jim ha visto todo lo que había que ver. ¿Qué me dices?

– Que jamás había visto algo semejante.

– ¿En qué sentido?

– Los huesos del cadáver, incluso los del cráneo, están en gran parte fracturados, como si los hubieran puesto bajo una prensa. Sea lo que fuese lo que lo mató, debía de tener una fuerza terrible.

– ¿El asesino no pudo haberlos roto uno por uno?

El médico fue prudente en su explicación. Las palabras de Robert, en cambio, eran claras. Ese «sea lo que fuese» quería decir «alguien».

– ¿Y con qué?

– Con una barra de hierro o un objeto parecido.

Lombardi meneó la cabeza.

– Lo excluyo. Se verían huellas de los golpes. Aunque se hubieran ensañado con él después de la muerte, habría rastros más que evidentes.

Robert planteó una pregunta cuya respuesta conocía bien.

– ¿Podría ser algo relacionado con las investigaciones de Caleb?

– ¿Te refieres a la maquinaria que hay allí, en esa especie de laboratorio? Ese hombre no presenta ninguna de las características de una víctima de una descarga eléctrica, por muy fuerte que fuera.

– ¿Puedes decirme, aproximadamente, la hora de la muerte?

– Diría que hace veinticuatro horas, media hora más, media hora menos.

Lombardi se quedó mirando unos segundos el suelo, con aire pensativo, como si no estuviera del todo seguro de si era oportuno decir lo que iba a decir.

– Si he entendido bien, el cadáver estaba en el laboratorio cerrado por dentro, sin ningún indicio de violencia.

– Exacto.

El médico esbozó una sonrisa amarga e incrédula que formó una arruga en un costado de su cara.

– No sé si te interesará, pero estás en el centro exacto de un clásico de la literatura.

– ¿En qué sentido?

– El misterio del cuarto cerrado. Una persona asesinada en una habitación sellada por dentro y sin rastro de violencia. Paradigmático para cualquier autor de thrillers.

– Sólo que yo no escribo novelas y ésta no es una historia inventada.

– Por desgracia a veces la realidad supera la ficción. Por mi parte, solo puedo decirte que por primera vez en mi vida estoy impaciente por hacer una autopsia.

Solo eran hombres, y por eso permaneció un momento en el aire la incomodidad que dejan las cosas desconocidas. Después Dave Lombardi se marchó para tratar de averiguar algo más, y Jim y Robert se quedaron solos. Jim se preguntó por qué Robert había permitido que el médico expusiera sus opiniones relativas al homicidio de Caleb en presencia de un extraño a las investigaciones. Por lo que sabía, los procedimientos policiales se desarrollaban con la máxima reserva. No llegó a responderse, porque por el momento el policía había concluido su papel oficial para volver a ser un viejo amigo.

– ¿Cómo te trata la vida lejos de aquí?

Jim sabía a qué se refería. Él, para muchos habitantes de aquellos parajes, era alguien que había triunfado. Vivía en Nueva York, algo que en la imaginación colectiva era sinónimo de éxito y buena vida. Robert no sabía nada de Lincoln Roundtree ni de Emily, ni que al cabo de un mes cualquier vehículo es igual a cualquier otro. En todas partes la vida era solo cuestión de costumbres y escenografías.

Señaló con la cabeza el último destello de sol detrás de las montañas.

– Me trata como a todos. Llena de amaneceres y crepúsculos.

Robert volvió la cabeza hacia la izquierda y esbozó una pequeña mueca de contrariedad.

– Se acabó la tranquilidad. Ha llegado la prensa.

Jim agradeció esa distracción que le daba la oportunidad de no proseguir. Mientras hablaban, por el camino de tierra había llegado un gran Ford Expedition, precedido por la luz intermitente de los faros entre los árboles. Lo detuvieron los agentes en la barrera formada por dos coches patrulla. Se apeó una persona que se abrió paso entre las protestas de los policías y ahora avanzaba hacia ellos.

Jim vio que se trataba de una mujer, alta y espigada. Por su vestimenta parecía que los acontecimientos la habían sorprendido mientras cabalgaba con Dave Lombardi. Jim la observó con atención a medida que se acercaba. Tenía el pelo largo, de un color rojo que destacaba a la luz de los faros, y una cara de rasgos sutiles que se iba definiendo a medida que disminuía la distancia. Antes de que llegara a su lado Jim ya sabía quién era. La reconoció apenas bajó del coche y se encaminó por la leve cuesta que conducía a la casa. Se acercó a él con su andar ligero, su paso lleno de ecos de recuerdos.

Se llamaba April Thompson y había sido su novia, en otro tiempo. En una noche de verano, echados en la parte posterior de la camioneta de Richard Tenachee bajo las estrellas, con su aliento caliente de mujer excitada le había susurrado que lo amaba. Jim recordaba con claridad aquella noche, aquellas estrellas y aquellas palabras. Casi llegó a pensar que ella y aquel momento eran más bellos que la libertad. Pero él era como era, tanto entonces como ahora. Pronto se marchó de nuevo en una de sus máquinas voladoras y una vez más, cuando ella lo necesitó, lo sorprendió mirando hacia otro lado.

8

Ahora la oscuridad caía sobre la carretera, pero salpicada de faros detrás y delante. Por la autopista 89, mientras bajaban hacia Flagstaff, Jim iba sentado sobre incómodas espinas junto a April. Por mucho que intentara mostrarse a la altura de la situación, no podía evitar mirarla de vez en cuando y contemplar su perfil dibujado por las luces mientras conducía. No se la veía muy cambiada… en todo caso, para mejor. Más madura, más segura, más mujer. Tenía rasgos bien definidos, vagamente andróginos, salpicados de unas tenues pecas alrededor de la nariz, que acentuaba la exposición al sol. Poseía el tipo de belleza que no llevaba a pensar en una casa, sino en espacios inmensos. Sus ojos azules tenían un matiz que en ocasiones las lágrimas lograban transformar en el color del cielo en los días límpidos.

Era algo que Jim recordaba bien, y sabía que tampoco April Jo. había olvidado.

Una vez más, su instinto fugitivo lo empujó a mirar hacia otro lado. A su izquierda desfilaban seguras de sí las luces del Mall, el nuevo centro comercial recién construido. El pasado y el presente jugaban al ajedrez y utilizaban como peones a los ocupantes de ese coche. Los dos habían sido algo, en otra época. Pero como sucede a menudo en las vivencias humanas, habían significado el uno para el otro lo suficiente para transformarlos ahora en dos desconocidos.

Fue April quien rompió el silencio. Habló sin mirarlo.

– Ni siquiera en la penumbra consiguen ser del mismo color.

– ¿Qué?

– Tus ojos. Es raro que una anomalía tan evidente pueda resultar tan fascinante. Las mujeres de Nueva York deben de estar locas por ti.

No era una pregunta, sino una afirmación. Y por el tono de voz, Jim se dio cuenta de que en sus palabras no había el menor matiz de seducción, ni siquiera un ligero despecho de mujer herida. Contenían algo muy distinto, la declaración indiferente de una total ausencia de aprecio.

Un rato antes, al llegar a la casa de Caleb, no le sorprendió en absoluto encontrarlo allí. Jim ignoraba hasta qué punto su regreso a Flagstaff podía considerarse una noticia. Pero si lo era, la reacción de April a su presencia daba a entender que para ella significaba que era una noticia vieja o carente de toda importancia.

Lo saludó simplemente pronunciando su nombre.

Robert adoptó una expresión oficial. El hecho de que en la ciudad casi todos se conocieran y se reunieran con frecuencia a tomar una cerveza no excluía que, en los momentos debidos, cada uno actuara según le imponía su papel.

– Hola, April, ¿cómo van las cosas en el Chronicles?

– Como siempre. Sobre todo, asuntos de rutina. Pero no es este el caso, por lo que parece. ¿Qué me dices, Bob?

El detective se encogió de hombros.

– Vamos, April, ya sabes que no puedo decir nada. Al menos por ahora.

– Ya que estamos en la casa de Caleb Kelso, ¿podemos conjeturar que el muerto es él?

Complaciente, Robert Beaudysin asintió con la cabeza.

– Tú lo has dicho. Dado que estamos en su casa, podemos conjeturar que el muerto es él.

April miró los ojos que no deseaban dejarse mirar.

– Todos sabíamos qué hacía Caleb en su laboratorio. ¿Se trata de un accidente relacionado con sus investigaciones, o de otra cosa?

Ese «otra cosa» quedó suspendido unos instantes con su significado amenazador, antes de que el policía pronunciara su lapidario comunicado oficial.

– Digamos que el jefe de policía ofrecerá una conferencia de prensa en la que se difundirán todas las informaciones que puedan difundirse. Y tú serás la primera en saber cuándo y dónde. Ahora, si me disculpas…

Robert Beaudysin, el policía que no sabía, se levantó y la dejó sola. Al marcharse echó a Jim una mirada significativa. Jim comprendió por qué Robert había permitido que Dave Lombardi hablara en su presencia. Podía considerarlo una muestra de confianza o no, según el punto de vista. Antes era un hombre que sabía poco, ahora era un hombre que lo sabía todo. Si se conocía algún detalle habría un claro responsable.

April se dirigió a Jim. La confianza del pasado había quedado borrada por el tiempo y la determinación del que cumple con un trabajo e intenta hacerlo bien.

– ¿Y qué me dices tú?

Jim aún conservaba en los ojos la mirada del policía. Y no quería dificultades, ni ahora ni nunca.

– Poco más de lo que te ha dicho Bob. Vine a ver a Caleb, y en vez de encontrarlo vivo lo he encontrado muerto.

– ¿Aquí mismo?

– Aquí mismo.

– ¿Y no has visto ni oído nada extraño?

«Claro que he visto algo extraño. He visto el cadáver de un amigo mío reducido a un muñeco de trapo, y a un perro aterrorizado. Y, pensándolo bien, también lo estaba yo…»

– No, nada en particular.

En ese momento llegó por el camino una furgoneta oscura con el logotipo blanco del Channel 2, un canal local de televisión. Los agentes la detuvieron al lado del SUV de April. Los ocupantes bajaron, descargaron sus equipos y montaron rápidamente las luces. Un cronista se ubicó de espaldas a la casa y empezó a transmitir ante una cámara que sostenía un operador. Era un muchacho joven, con chaqueta deportiva y aire resuelto, que tal vez, al tiempo que hablaba a los telespectadores, soñaba con las grandes redes nacionales. Mientras estaban en el aire, Robert pasó cerca y el reportero se abalanzó sobre él empuñando el micrófono como una antorcha olímpica. El policía intentó evitarlo. Jim y April, desde su posición, alcanzaron a ver sus gestos, que en el frenético histrionismo de los medios significa en todas partes «no comment».

Jim se puso de pie. Silent Joe lo imitó al instante y se quedó mirándolo inseguro, directo a la cara, con sus ojos color avellana, al tiempo que se lamía los labios con su lengua rosada.

April esbozó una sonrisa.

– Éste era el perro de Caleb, me parece.

– Pues sí.

– Si no me equivoco, acaba de elegir a un nuevo dueño.

Jim se sintió a un tiempo desconcertado y divertido al comprender que esa mujer y ese perro habían decidido por él.

– Parece que así es.

Tendió una mano y la apoyó en la cabeza de Silent Joe, que aceptó el gesto entornando los ojos, como para confirmar tácitamente el acuerdo.

April introdujo las manos en los bolsillos de la chaqueta y sacó las llaves del coche.

– Me da la impresión de que necesitas que alguien te lleve.

– Pensaba volver a la ciudad con Bob. Pero, dado el trabajo que le espera, parece una hipótesis poco factible.

– Yo vuelvo al periódico, en Flagstaff. Si quieres, puedo llevarte hasta donde te vaya bien.

Jim aceptó el ofrecimiento de April; ahora, la 89 había vuelto a ser la ruta 66, la vieja carretera histórica que atravesaba el corazón de la ciudad. Pasaron el semáforo del cruce con el Switzer Canyon Drive y se convirtieron en parte de esa comunidad que se disponía a vivir las luces de la noche. A pocos kilómetros de allí había muerto un hombre y probablemente otro lo había matado, pero se trataba solo de una rutinaria historia de violencia entre seres humanos: no constituía una gran noticia. El aire todavía era caliente, y las calles seguían siendo un buen lugar donde estar. Había muchos chavales, vestidos con las ropas más estrafalarias, que recordaban a todos que Flagstaff era una ciudad universitaria y que la juventud tiene por naturaleza muchos más derechos que deberes.

– ¿Adónde te llevo?

Como si quisiera recordarle su presencia, Silent Joe se movió en busca de una posición más cómoda. En cuanto la encontró, se acurrucó en la parte de atrás con un ligero resoplido de foca.

Jim señaló con una sonrisa y un gesto de la mano la parte posterior del vehículo.

– A estas alturas, visto que la familia ha aumentado, pensaba preguntarles a Raquel y a Joe si disponen por unos días de una habitación y una ducha.

Aunque pareciera poco propensa a hacerlo, también April sonrió.

Poco antes del semáforo siguiente, dobló a la derecha por Elden Street y enseguida se detuvo en la Aspen Inn, una agradable posada situada en una zona residencial de los suburbios. Jim conocía desde hacía tiempo a los dueños, Raquel y Joe Sánchez, dos personas a las que no era fácil olvidar. Siempre sonrientes, adoraban su trabajo, a sus hijos, a la gente y a los animales. Jim deseó que dispusieran de un alojamiento para estos viajeros inesperados.

April detuvo el motor y se quedó un instante mirando fijo la semioscuridad del otro lado del parabrisas antes de dar voz a su pensamiento.

– Tu abuelo era un gran hombre.

Jim, sin decir nada, aguardó.

– Lo lamenté mucho cuando me enteré. Quise ser yo quien escribiera el artículo que hablaba de él y lo que fue, después de su muerte.

– Te lo agradezco.

April hizo un gesto vago. Jim le agradeció también, en su fuero íntimo, que no hubiera añadido, si es que lo había pensado, que lo había hecho solo por el viejo y no por él.

– Charlie se quedó de pie al lado de la cama donde colocaron el cuerpo, parecía esculpido en piedra. No lo dejó ni un instante. Creo que con gusto habría dado la vida por tu abuelo.

April calló un momento. Cuando prosiguió, su tono de voz era imperceptiblemente más bajo.

– Y también por ti.

Jim evocó el rostro de Charles Owl Begay cuando desde las alturas del helicóptero lo vio desaparecer y convertirse en un puntito movido por el viento generado por la hélice. Pensó en sus palabras y no pudo sino sentir pena por lo que no había logrado ser ni para él ni para Richard Tenachee.

– Lo sé. Ayer estuvimos juntos. Pasé la noche en el Ranch. No hemos hablado mucho, pero Charlie es de los que se expresan mejor con silencios que con palabras.

April aprovechó la oportunidad para cambiar de tema, ya que la conversación parecía penosa para los dos.

– ¿Has visto cómo ha cambiado el Ranch?

– Lo he visto, sí. Parece algo serio. He hablado por teléfono con Cohen Wells. Sé que ahora el dueño es él.

– Hay quien dice que lo ha sido siempre. Sólo que ahora ha decidido salir a la luz.

Jim se volvió y vio que la cabeza de Silent Joe asomaba en la sombra por el borde del asiento posterior. El perro lo estudió unos segundos y luego volvió a acurrucarse. Jim pensó con ironía que, aunque era su perro desde hacía menos de una hora, ya había adquirido la costumbre de mirar hacia otro lado.

– Cohen es muy ambicioso en lo que respecta al futuro del Cielo Alto Mountain Ranch. Quiere ampliarlo todavía más y transformarlo en un centro turístico más importante que los Old Tucson Studios. Una pequeña ciudad capaz de albergar a muchos turistas y grandes espectáculos. Si hace falta, hasta platos cinematográficos para producir películas de vaqueros. Pero sobre todo se propone conectarlo con el Arizona Snowbowl, para convertirlo en invierno en una estación de esquí con todo lo que hace falta. Para ello deben instalar en el Humphrey's Peak cañones de nieve artificial. Wells cuenta con fuertes inversores y parece que también tiene mucha gente en Washington. Poco a poco va poniendo de su parte a todas las personas influyentes. Con dinero o con otros medios…

– ¿Por ejemplo?

– Randy Coleman, el presidente de la Cámara de Comercio. Preston Dourette, el diputado. Colbert Gibson, el alcalde.

– ¿Gibson no era el director del First Flag Savings Bank, el banco de Cohen?

– Ya has respondido a la pregunta de quién lo puso en el sillón de alcalde. Ni siquiera se suena la nariz sin consultar antes a su benefactor.

– Surgirá algún problema en toda esta historia.

– Pues lo hay en efecto. El problema es que los navajos no están de acuerdo. Para ellos, los San Francisco Peaks son y seguirán siendo montañas sagradas. Parece que planean recurrir a la justicia. Pero creo que también Wells se está moviendo en ese aspecto.

Jim observó que, al referirse a los nativos, April había dicho «para ellos» y no «para vosotros». Por fin lo había excluido de algo de lo que siempre había tratado de huir. De golpe se sintió incómodo: era una sensación vieja, que creía haber olvidado. Sin embargo, la penumbra enmascaró su expresión y dio otro significado a su silencio.

April continuó su relato de los hechos.

– Tu abuelo era una persona que gozaba de gran consideración en el seno del Consejo de las Tribus de Window Rock. James Corbett, el presidente de la Nación, tenía en alta estima sus opiniones. Y eso que eran opiniones fuertemente contrarias a las suyas. Su salida de escena no ha cambiado mucho las cosas, pero la oposición se ha debilitado un poco.

Jim sabía bien qué representaba Richard Tenachee para el Pueblo de los Hombres. Durante el segundo conflicto mundial había sido un héroe de guerra. Formaba parte de ese grupo de personas más conocido como codetaikers, los indígenas asignados a las comunicaciones para transmitir órdenes e informaciones por radio. Había ideado un código basado en su lengua navajo, que por su enorme dificultad hacía imposible toda descodificación.

Cuando él era niño, pese a sus ruegos, el abuelo nunca había querido contarle sus historias de guerra.

«La guerra es lo más estúpido que puedan hacer los hombres», decía.

Más adelante Jim se dio cuenta de que solo había postergado esos relatos hasta el momento en que él se hiciera hombre y dispusiera de los elementos que le permitieran entenderlos. Pero en cuanto creció lo suficiente, su cabeza empezó a volar con los helicópteros y ya no encontró tiempo para escucharlo.

– Mi abuelo era un gran hombre, pero era también un conservador.

– Fuera lo que fuese, era una persona que sabía luchar por las cosas en las que creía. Y lo demostró a lo largo de toda su vida.

April guardó silencio un instante. Cuando volvió a hablar, había en su voz una inflexión que Jim no consiguió descifrar.

– Sentía un gran afecto por mí. Y yo por él. La última vez que lo vi fue poco antes de que muriera, cuando lo llevé a conocer a mi hijo.

– No sabía que tenías un hijo. Tampoco sabía que estabas casada.

La muchacha meneó levemente la cabeza y por unos segundos su pelo rojizo pareció vivo, alrededor de su cara.

– Hay tantas cosas que no sabes, Jim… Has estado ausente demasiado tiempo, e incluso mientras vivías aquí tenías la cabeza en otra parte.

Poco después Jim la sorprendió sonriendo sin alegría, como si hubiera seguido un rápido recorrido mental.

– Es raro lo que está pasando.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Te has enterado de lo de Alan?

«La guerra es lo más estúpido que puedan hacer los hombres…»

– Sí. He seguido su historia.

April volvió a mirar fuera, como si en la oscuridad se escondiera la explicación de todas las cosas.

– Te lo diré: vosotros dos habéis estado distanciados durante años, y ahora mira qué ha sucedido. Es extraordinario cómo el azar se ocupa de recomponer ciertos cuadros. Y siempre consigue incluir una pizca de ironía hasta en las situaciones más dramáticas.

Jim permaneció en silencio. Aunque sin motivo preciso, sabía que ella no había terminado.

– También Swan Gillespie regresa a casa. Viene a filmar una película.

Jim deseó que la penumbra y su piel morena ocultaran una vez más el reflejo de la llamarada que sintió en el estómago.

April extendió una mano y abrió la puerta de su lado.

– Tal vez haya demasiadas personas a las que no has visto ni oído desde hace una eternidad.

Bajó y dejó a la luz de un farol un reflejo del oro rojo de su pelo. Jim se alegró de que considerara cerrado el tema. Se apeó también y fue hasta la puerta posterior. Cuando la abrió, Silent Joe bajó de un salto y tomó posesión del terreno estirándose y bostezando, como después de un largo viaje. Echó una ojeada a su alrededor y luego, con su andar extraño e indolente, fue con decisión a marcar el territorio regando la esquina de una pequeña construcción que era la sede de una agencia inmobiliaria. Mientras lo miraba, Jim pensó que no le habría asombrado que ese perro, tras el trayecto en el coche, le hubiera pedido un cigarrillo.

Sintió la presencia cercana de April. Al volverse, se la encontró de frente.

– Y bien, hemos llegado. Espero que tú y tu perro encontréis un tazón de sopa caliente y una cama para pasar la noche.

– Gracias.

– No hay de qué. ¿Te quedarás mucho tiempo?

– Tengo que ver a Cohen Wells, mañana por la mañana. Me ha dicho que quiere encontrarse conmigo, pero no sé para qué.

April se puso seria y lo miró directamente a los ojos. Jim tuvo la impresión de que, aunque lo miraba a él, en realidad en su mente estaba viendo otras imágenes. Logró no apartar la vista.

– Mira, Jim, eres una persona inteligente. Muy inteligente. Lo has sido siempre. Pero por desgracia te conformas con ser solo una persona lista. Muy pronto descubrirás qué es lo que quiere de ti el amo de la ciudad. Pero hay algo que él no sabe…

– ¿Qué?

– En cualquier caso, no te quedarás mucho. Eres un hombre para el cual las únicas reglas válidas son las de otros lugares. Bienvenido a casa, Jim Mackenzie. Y buenas noches.

April le dio la espalda y le dejó en los ojos la presión centelleante de una lágrima. El hombre y su perro permanecieron en medio de la calle viendo cómo esa extraña muchacha subía al coche y se alejaba. Se quedaron allí hasta que las luces posteriores no fueron más que el pequeño resplandor de los frenos antes de girar a la izquierda por Birch Street y desaparecer de la vista.

– Ven, Silent Joe. Vamos a buscar un techo.

Cruzaron la calle y se dirigieron sin prisa a la casa. Las ventanas estaban iluminadas y la fachada de tablones de madera lucía impecable con su pintura gris claro. Subió los pocos escalones acompañado por el sonido de las uñas del perro que golpeaban la madera con su tip tap. Llegó ante la puerta de entrada, donde unas cortinas impedían ver el interior.

Tocó el timbre.

«Las reglas de otros lugares.»

Mientras esperaba que se abriera la puerta, Jim comprendió lo que había querido decirle April con esa frase. Tenía razón. Había permanecido fuera mucho tiempo, e incluso cuando todavía vivía allí, sus pensamientos, en efecto, se hallaban ya en otra parte. Acaso aquella que antaño había sido su novia lo conocía mejor de lo que se conocía él mismo. Era una definición aguda, la síntesis perfecta de su inquietud. Cuando trabajaba para Lincoln Roundtree, lo seguía a casi todos los rincones del mundo. Después visitó los demás por su cuenta. Pero en cada lugar había experimentado el deseo de estar en otra parte.

Y también ahora.

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