El coche salió del camino principal y tras un breve tramo en pendiente se detuvo con un leve rebote frente al campo de fútbol americano. Swan Gillespie iba al volante, y Alan, sentado a su lado, protegido con el cinturón de seguridad. En los últimos tiempos había logrado enormes progresos con las prótesis. Ahora, apoyado en el asiento de atrás solo había un bastón.
Se quedaron unos segundos contemplando la zona de juego, donde un grupo de pequeños disputaban un partido; aunque por el momento no mostraban una habilidad de profesionales, hacían gala de una combatividad entusiasta difícil de observar en los partidos de los adultos. Swan trataba de distinguir cuál de ellos era Seymour, ya que las protecciones y los cascos los igualaban a todos.
Un poco más allá, de pie cerca de la valla, estaba April. Junto a ella, inmóvil, Silent Joe seguía con atención las fases del juego, moviendo la cabeza para seguir los desplazamientos de Seymour durante el partido. Quizá no estaba del todo convencido de que esos personajes extraños que se arrojaban sobre su nuevo dueño no alimentaran malas intenciones, por lo que parecía listo para intervenir.
Swan se volvió hacia Alan.
– ¿Me esperas aquí?
Alan sonrió.
– Sí. Es mejor no impresionar a esos chavales con la llegada de Robocop. Salúdalos de mi parte.
Alan había comprendido que Swan prefería hablar a solas con April. La mujer le dio un leve beso en la mejilla y se apeó del vehículo. Mientras se acercaba, April percibió su presencia y se volvió. Llegó a su lado con una sonrisa en los labios.
– Hola, Swan.
– Hola, April.
Los demás padres y madres estaban tan absortos en el partido y los movimientos de sus hijos que no reconocieron bajo el gorro y las gafas oscuras a una de las estrellas de cine más famosas del mundo.
Swan señaló el campo de fútbol con un ligero movimiento de la cabeza.
– ¿Cómo va?
– Ah, bien. Seymour no tiene ningún talento para este juego. Espero que algún día lo entienda.
– Y tú, ¿cómo estás?
April se encogió de hombros. Swan vio todavía en sus ojos la constante presencia de las lágrimas. Las mismas que de vez en cuando también la sorprendían a ella. Ninguna de las dos podía saber cuándo terminarían.
– Estoy.
April reparó en que Alan, desde la ventanilla abierta del coche aparcado no muy lejos, le enviaba un saludo agitando un brazo. Respondió del mismo modo, con una oleada de ternura por su viejo amigo. El tiempo daba el justo valor a las cosas. A la luz de lo que acababa de suceder, las viejas historias entre ellos cuatro eran lejanas desavenencias de adolescentes.
Habló sin volverse.
– ¿Ya os vais?
– Sí. Nos espera un avión en el aeropuerto.
April buscó de nuevo sus ojos, en la medida en que era posible tras las gafas oscuras.
– ¿Cómo va la película sobre Flat Fields?
– Lo que pasó con Simon no facilitó una buena relación entre Nine Muses y yo. A estas alturas no creo que la hagan, y de todos modos no la haría yo.
– Lo lamento.
– No te preocupes. Tengo más ofertas de las que puedo aceptar. He recibido hasta una propuesta de Europa. Parece que allá hay alguien dispuesto a apostar a que, además de una bonita cara, podría poseer algo de talento. Ya veremos.
– ¿Y Alan?
– Vendrá conmigo.
April hizo una breve pausa. Luego bajó en forma imperceptible el tono de voz.
– ¿Sabe que lo amas de veras?
– Lo sabrá. Se lo demostraré cada día hasta que no lo olvide nunca.
April apreció en las palabras de Swan el amor y la determinación. Pensó que eran dos excelentes puntos de partida para poder proyectar una vida de pareja.
Por unos instantes se miraron en silencio. Luego Swan sonrió como solo ella sabía, y se abrazaron.
– Buena suerte.
– También para ti y tu hombre.
Swan se apartó y sin decir más dio media vuelta y se dirigió con su atractivo paso de mujer hacia el coche. Mientras miraba cómo se alejaba, April se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que volviera a verla.
Y qué personas serían en ese momento.
Había transcurrido una semana desde la muerte de Jim. Encontraron su cuerpo bajo la ladera más alta de Horseshoe Bend. El hombre que lo halló dijo que su rostro mostraba una expresión serena. Charlie les permitió verlo solo cuando estuvo preparado. Lo había velado igual que al abuelo, como corresponde a un jefe y a un hombre de gran honor. Luego, como antes el viejo Richard Tenachee, también Jim fue incinerado y al día siguiente, durante un breve vuelo en helicóptero sobre el Gran Cañón, April arrojó al viento sus cenizas. Charlie iba sentado a su lado. En honor al que consideraba su sobrino, aceptó subir a un helicóptero por primera vez en su vida. En ese instante, a pesar del ruido de la hélice, ella lo oyó entonar a media voz un viejo cántico de despedida en la antigua lengua de los diné. Mientras contemplaba cómo aquella nube de polvo gris que había sido un hombre se perdía en el cielo para regresar a la tierra, no logró contener las lágrimas. Se había propuesto no hacerlo, pero no conseguía contener el llanto por haberlo perdido justo cuando lo había reencontrado.
Y sabía que lo que no había podido ser entre ellos le faltaría para siempre.
Charlie se lo contó todo. Le dijo con dolor y orgullo en la voz que Jim había comprendido que era el único capaz de detener aquella furia llegada del tiempo, y que lo había hecho del único modo posible, sin pensar en nada más que en la seguridad de ellos.
El viejo indígena le entregó el documento de propiedad de las tierras de Flat Fields, extendido por el gobierno de Estados Unidos a nombre de Eldero y sus descendientes. Por ley pertenecía a Seymour, pero de acuerdo con el Consejo de las Tribus se estaba estudiando el modo de convertirla en una zona protegida aneja al territorio de la reserva.
El cadáver de Cohen Wells fue encontrado en Pine Point, con todos los huesos quebrados y la cara retorcida en una máscara de horror. Su muerte causó sensación, pero las informaciones sucesivas provocaron mucha más. Cuando salió a la luz que era el responsable del homicidio de Richard Tenachee, nadie lloró por él. Aunque de un modo diferente, April tuvo su primicia. El suyo fue el primer artículo sobre el arresto del alcalde Colbert Gibson y de Dave Lombardi. Entregó al detective Roben Beaudysin la grabación hallada en el estudio del banquero y los dos, enfrentados a la prueba, confesaron enseguida. Este éxito del policía hizo pasar un poco a segundo plano el misterio sin resolver de los otros muertos. Algunos sabían que ya no habría otros y que con el tiempo esos extraños homicidios quedarían archivados entre los casos sin resolver.
Se hallaba tan sumida en sus pensamientos que no se dio cuenta de que el partido había terminado. Vio que su hijo estaba a su lado, acalorado y con la cara congestionada por el abultado equipo que deformaba su cuerpo de niño. Junto a él, Silent Joe asumía su papel de guardián con tanta seriedad que no lo abandonaba un segundo. El niño sujetaba el casco en una mano, mientras con la otra señaló la figura de una mujer que se alejaba en un coche.
– ¿Quién era?
– Swan Gillespie.
Seymour abrió mucho los ojos, sorprendido.
– ¿Swan Gillespie, la actriz? ¿Tú conoces a Swan Gillespie?
April sonrió por la espontaneidad del entusiasmo de su hijo.
– Sí, es una vieja amiga.
Seymour se volvió de golpe. Solo logró captar el reflejo del sol en el cristal posterior del coche que se alejaba. Se rascó la cabeza, sin saber cómo sacar provecho de la información.
– ¡Vaya! Cuando lo cuente en el colegio se morirán todos de envidia.
Se pusieron en marcha y April le rodeó los hombros con el brazo.
– ¿Cómo ha ido el partido?
En los armoniosos rasgos de Seymour se dibujó una expresión de duda.
– Bien, creo. Pero tengo que decirte una cosa…
– ¿Cuál?
El niño calló y alzó la cara. La miró como si le preocupara desilusionarla.
– ¿Sabes? Me parece que no estoy hecho para el fútbol.
Creo que me gustan más los caballos. O quizá los helicópteros… Todavía no lo sé.
April meneó la cabeza y se echó a reír.
– Muy bien. Mientras esperamos a que tomes esa importante decisión, ve a cambiarte y a darte una ducha. Yo te espero en el coche.
– Vale. Vuelvo en un segundo. Ven, Silent Joe.
April contempló a su hijo que se alejaba corriendo en compañía de su extraño perro. En general no se admitían animales en los vestuarios, pero April sabía que no habría modo de impedírselo.
La forma en que Seymour había aceptado su escaso talento para ese deporte la llenó de ternura. Hacía apenas un rato que había hablado de ello con Swan, y el momento de esa pequeña toma de conciencia había llegado antes de lo que esperaba. Habría otras muchas, y April confiaba, cuando sucediera, estar presente. Se lo debía al recuerdo de un hombre que al fin había encontrado la fuerza para ser mejor que los tres hombres que un viejo jefe indígena había predicho para él. Se lo debía a sí misma y sobre todo a Seymour, que crecería junto a ella recordándole sin cesar el rostro y el cuerpo de Jim y lo que había hecho por todos ellos.
Y un día llegaría también la hora de hablarle de su padre. Con esta certeza se dirigió con calma hacia el lugar donde había aparcado el coche.
Desde algún lugar situado detrás de ella, como el sello de un pacto, llegó amortiguado el silbido del tren.