El general Arroyo dijo que el ejército federal, cuyos oficiales habían estudiado en la academia militar francesa, esperaban empeñarlos en combate formal, donde ellos conocían todas las reglas y los guerrilleros no.
– Son como la señorita -dijo el joven mexicano, moreno, duro, casi barnizado-; ella quiere seguir las reglas; yo quiero hacerlas.
¿Oyó el viejo lo que la señorita Winslow dijo anoche? ¿Había oído lo que la gente del campamento y la hacienda decía? ¿Por qué no había de gobernarse la gente a si misma, aquí mismo en su tierra: era éste un sueño demasiado grande? Apretó las quijadas y dijo que quizás la señorita y él querían lo mismo, pero ella no quería admitir la violencia primero. En cambio Arroyo sabía -le dijo al gringo viejo-que una nueva violencia era necesaria para acabar con la vieja violencia; el coronel Frutos García, que era leído, decía que sin la nueva violencia la violencia de antes nomás seguiría para siempre igual, verdad, ¿verdad, general indiano?
El viejo miró largo tiempo el sendero quebrado por donde iban a caballo. Luego dijo que entendía lo que el general trataba de decir y le agradecía que tuviera palabras para decirlo. Eran palabras de hombre, le dijo, y las agradecía porque lo ataban de nuevo a los hombres cuando él había hecho una profesión de negar la solidaridad o cualquier otro valor, para qué negarlo, dijo el gringo viejo esperando que su sombrero ocultara su sonrisa.
Trotaron en silencio hacia la cita. El viejo pensó que estaba en México buscando la muerte y ¿qué sabía del país? Anoche le citó al desierto una frase recordando que su padre había participado en la invasión de 1847 y la ocupación de la ciudad de México. Luego recordó que Hearst mandó a un radical del periódico a reportear sobre el México de Porfirio Díaz y el periodista regresó diciendo que Díaz era un tirano que no toleraba oposición alguna y había congelado al país en una especie de servidumbre, donde el pueblo era el siervo de los hacendados, el ejército y los extranjeros. Hearst no dejó que esto se publicara; el poderoso barón de la prensa tenía a su radical y a su tirano, le gustaban los dos, pero sólo defendía al tirano. Díaz era un tirano, pero era el padre de su pueblo, un pueblo débil que necesitaba un padre estricto, decía Hearst paseándose en medio de sus tesoros acumulados en cajas y aserrín y clavos.
– Hay algo que no sabes -le dijo Arroyo al gringo-. De joven Porfirio Díaz era un luchador valiente, el mejor guerrillero contra el ejército francés y Maximiliano. Cuando tenía mi edad, era un pobre general como yo, un revolucionario y un patriota, ¿a que no lo sabías?
No, dijo el gringo, no lo sabía: él sólo sabía que los padres se les aparecen a los hijos de noche y a caballo, montados encima de una peña, militando en el bando contrario y pidiéndoles a los hijos:
– Cumplan con su deber. Disparen contra los padres.
A esta hora temprana del desierto, las montañas parecían aguardar a los jinetes, como si en verdad fuesen jinetes del aire, detrás de cada hondonada: las distancias se pierden y a la vuelta de un recodo la montaña espera para saltar como una bestia sobre el caballero. En el desierto, dice el dicho, se puede ver la cara de Dios dos o tres veces por día. El gringo viejo temía algo semejante, ver la cara del padre, y trotaba junto a un hijo: Arroyo el hijo de la desgracia.
Qué impalpable, pensó el gringo viejo esta madrugada, es la información que un padre hereda de todos sus padres y transmite a todos sus hijos: él creía saber esto mejor que muchos, dijo ahora en voz alta, sin saber o importarle que Arroyo le entendiera, tenía que decirlo, lo habían acusado de parricidio imaginario, pero no al nivel de un pueblo entero que vivía su historia como una serie de asesinatos de los padres viejos, ahora inservibles. No, él realmente sabía de lo que hablaba, incluso cuando tan rápidamente diagnosticó y etiquetó a miss Winslow: él, el viejo, el juglar armado llegado al fin de su particular atadura humana, el hijo de un calvinista iluminado por el terror del infierno que también amaba la poesía de Byron y un día temió que su hijo lo matara mientras dormía, el hijo primero demasiado imaginativo y luego tan horrendamente desdeñoso de todo lo que la familia había heredado y prolongado naturalmente, la parsimonia, el ahorro, la fe, el amor hacia los padres, el sentido de la responsabilidad. Miró a Arroyo, que ni siquiera lo oía. El gringo dijo que la ironía era que hoy el hijo viniera por el mismo camino que el padre había recorrido allá por 1847.
– El ganado, mira -dijo Arroyo-, se está muriendo.
Pero el viejo no miró las tierras de pastoreo de los Miranda; sus ojos estaban cegados por una niebla de reconocimiento propio al pensar en su padre muerto vivo en México en otro siglo, preguntándole al hijo si conociendo el resentimiento y las acusaciones de México contra los americanos, no había venido aquí por ese motivo, pero añadiendo injuria al insulto de su patria americana, provocando a México para que México le hiciera lo que él no se atrevía a hacer por sentido de honor y de respeto propio: no morir, como había pensado, sino sucumbir al amor de una muchacha.
– ¿Usted se enamoraría de una muchacha joven, si tuviera mi edad? -dijo en broma el gringo viejo.
– Usted dedíquese a cuidar a las muchachas pa que no les suceda ninguna desgracia -le sonrió de regreso Arroyo-, ya se lo dije, vea que esté bien protegida y piense que es como su hija.
– Eso quise decir, mi general.
– ¿No quisiste decir nada más, general indiano?
El viejo sonrió. Alguna vez tenía que empezar a hacer de las suyas; ahora era tan buen momento como cualquier otro; ¿quién le aseguraría que sería Arroyo, y no él, el muerto más ilustre de esta jornada?
– Si, venía pensando en su destino, general Arroyo.
Arroyo rió de nuevo:
– Mi destino es mío.
– Deje que me lo imagine igual que el de Porfirio Díaz -dijo impávidamente el gringo-. Deje que me lo imagine a usted en el porvenir del poder, la fuerza, la opresión, la soberbia, la indiferencia. ¿Hay una revolución que haya escapado a este destino, señor general? ¿Por qué han de escapar sus hijos al destino de su madre la revolución?
– Mejor dime, ¿hay un país que haya evitado esos anales, incluyendo el tuyo, gringo? -preguntó Arroyo adelantado sobre su arzón, tan tranquilo como el gringo viejo.
– No, yo hablo de su destino personal, no del destino de ningún país, general Arroyo; usted sólo se salvará de la corrupción si muere joven.
Esto pareció alegrar, en contra de las intenciones del viejo, a Arroyo:
– Me adivinaste el pensamiento, general indiano. Nunca me he soñado viejo. ¿Y tú? ¿Por qué no te moriste a tiempo, cabrón? -rió mucho Arroyo.
El gringo viejo cedió ante el humor del mexicano y sólo le dijo lo que le decía a veces a las estrellas: Esta tierra… -nunca la había visto antes: la había atacado por órdenes de su jefe Hearst, que tenía ranchos y propiedades fabulosas aquí, y temía a la revolución, y como no podía decir: "Entren a proteger mis propiedades", tenía que decir: "Entren a proteger nuestras vidas, hay ciudadanos norteamericanos en peligro, intervengan…"
– Ah qué estos gringos -exclamó Arroyo con un aire de broma tajante-, cuando te digo que hablan en chino… Lo que pasa es que tú no sabes a lo que tenemos derecho, nomás no lo sabes. El que nace con el techo de paja pegado a las narices, tiene derecho a todo, general indiano, ¡a todo!
No tuvieron tiempo de hablar o de pensar más porque llegaron a una pendiente rocallosa donde un centinela esperaba al general y le dijo que todo estaba listo, como él lo ordenó.
Arroyo miró directamente al viejo y le dijo que debía escoger. Iban a engañar a los federales. Una parte del ejército rebelde iba a marchar sobre el llano para encontrarse con el ejército regular como a éste le gustaba, de frente, como les enseñaron en las academias. Otra parte iba a dispersarse en las montañas detrás de las líneas federales, escondidos, hasta tomar el color de la montaña, como los lagartos, con un carajo, se rió a grandes carcajadas amargas Arroyo, y mientras los federales andaban combatiendo formalmente al falso ejército guerrillero en el llano, ellos les cortarían las líneas de abastecimiento, los atacarían por detrás y los dejarían como un ratón dentro de una ratonera.
– ¿Dices que tengo que escoger?
– Si, dónde quieres estar, general indiano.
– En el llano -dijo el viejo sin dudarlo-. No por la gloria, entiende usted, sino por el peligro.
– Ah, conque la lucha guerrillera te parece menos peligrosa.
– No, es más peligrosa, pero menos gloriosa. Usted es un combatiente de la noche, general Arroyo. También está obligado a improvisar. Si lo entiendo bien, en el llano sólo me hará falta marchar hacia adelante con cara de valiente, sin pensar demasiado en que una bala de cañón pueda volarme la cabeza. Déjeme hacer eso.
La máscara asiática de Arroyo no mostró ninguna emoción. Acicateó a su caballo por el sendero pedregoso y el centinela condujo al viejo hacia adelante para unirlo a las tropas del llano. Miró las caras, inconmovibles también, de los soldados. ¿Pensaban lo mismo que él? ¿Sabían? ¿También eran valientes o sólo seguían órdenes, creyendo que tendrían suerte? ¿Iban a combatir con convicción en un escenario de teatro preparado por el singular general Arroyo, el hijo, pensó el gringo, no de la desgracia sino de una complicada herencia: el genético Arroyo?
Luego, cuando de veras estaba en medio de la batalla, el viejo ya no pensó o sólo tuvo tiempo de pensar lo que nadie más pensaba, o sea que todos estaban inmersos en la marea de la caballada, el terremoto de animales bufantes y de cascos trepidantes sobre el duro piso del desierto, la quietud de las nubes del mediodía y la rapidez de las bayonetas rebeldes que iban dejando atrás a sus muertos y avanzando sobre los pesados e inmóviles cañones franceses mientras los artilleros confundidos oyeron, sintieron y temieron los rumores que les caían como cascada sobre las espaldas, el temblor y el estrépito de la sierra, la avalancha de caballos que no temían quebrarse las nucas, los aullidos rebeldes, las balas brillantes sobre los pechos desnudos y los sombreros tirados al aire como gemelos de la rueda del sol.
Los federales se asaban en sus estrechos uniformes de la legión extranjera francesa y sus pequeños kepis les apretaban el cráneo, en tanto que los rebeldes del llano, comandados por el gringo sin miedo, se abrieron un camino hasta la artillería sin siquiera mirar hacia atrás a los cadáveres en el llano, sitiados ya desde el aire por el eterno círculo de zopilotes del cielo mexicano, olfateados ya por los sospechosos cerdos liberados de su infeliz ranchito y que ahora se paseaban libres por la tierra yerma como erizadas bestias color flema, mirando a ver si los cuerpos de veras estaban muertos, de veras ya no hacían daño, antes de ir gruñendo hasta ellos y comenzando luego su fiesta a la hora del rojo atardecer.
No lo habían herido. No estaba muerto.
Esto es lo único que le maravillaba. Su vieja cabeza canosa estaba llena de asombro. Reunieron a los federales capturados y las dos fuerzas rebeldes se juntaron en la victoria. Sólo que esta vez no hubo las celebraciones del día anterior, cuando el gringo lazó la ametralladora. Quizás ahora había demasiados camaradas muertos en el campo. Ellos estaban muertos; él no. El quería la muerte y seguía aquí, digno de una cómica piedad, ayudando a cercar y reunir a los restos del regimiento federal, sintiendo al fin el rencor hiriente que tanto había esperado.
– El gringo no se murió, fue el más valiente, nomás se dejó ir galante igual que ayer, como si no le temiera a nada ni a nadie, pero no se murió: gringo viejo.
No se sorprendió demasiado de lo que vio y oyó en el apresurado campamento levantado por Arroyo junto a los muros de adobe aplastado del ranchito de donde huyeron los puercos Llenos de terror hambriento. Arroyo les dijo a los prisioneros que los que quisieran unirse al ejército revolucionario de Pancho Villa serían admitidos de buena gana, pero los que resistieran serían fusilados esta misma noche porque ellos viajaban ligero y no andaban arrastrando prisioneros inútiles.
La inmensa mayoría de los soldados se arrancaron en silencio las insignias federales y se formaron con los villistas. Pero otros se resistieron y el gringo los miró como se mira siempre a las excepciones. Tenían caras orgullosas o locas o de plano nomás cansadas. Se alinearon detrás de sus cinco oficiales, que ellos sí nunca se movieron.
Ahora soplaba el viento nocturno y el gringo viejo temió el regreso de su sofocante enemigo. Los sonidos hambrientos de los marranos en el campo de batalla llenaron el silencio entre la explicación de Arroyo y las acciones silenciosas que la siguieron. El coronel comandante de las tropas federales se dirigió a Arroyo y le ofreció, con gran dignidad, su pequeña espadita brillante, que parecía de juguete. Arroyo la tomó sin ceremonias y con ella se cortó una rebanada del lomo de uno de los lechones que estaban cocinándose en un fuego abierto.
– Usted sabe que es un crimen asesinar a oficiales a tropa capturada -dijo el coronel.
Tenía ojos verdes, dormilones, encapotados, y gruesos bigotes rubios a la káiser. Qué trabajo, pensó el gringo, mantener erguidas esas puntas de día y de noche.
– Usted es valiente, de modo que no se apure -contestó Arroyo y dejó caer la rebanada de puerco en la boca.
– ¿Qué significan sus palabras? -preguntó el coronel dormilón pero altanero-. La valentía no tiene nada que ver. Estoy hablando de la ley.
– Cómo que no -dijo Arroyo con una mirada dura y triste-. Yo le estoy preguntando qué es más importante, la manera de vivir o la manera de morir.
El oficial federal dudó un instante:
– Dicho de esa manera, pues si, es la manera como se muere.
El viejo no dijo nada, pero pensó en las palabras que quizás eran el código de honor de Arroyo y que el viejo podía, si así lo deseaba, entender como dirigidas a él: Arroyo le dio la espada al gringo y lo invitó a comer puerco como los puercos se comían a los cadáveres en el campo. Debió pensar muy duro el gringo viejo, porque atrajo las miradas del oficial federal y luego sus palabras.
– Ése es un hombre valiente -dijo el coronel con los ojos listos para la muerte. Arroyo gruñó y el coronel añadió:
– Yo también fui valiente, ¿lo admite usted? -Arroyo volvió a gruñir-. Sin embargo ese viejo valiente no va a morir y en cambio yo sí. Pudo ser al revés. Pero supongo que así es la guerra.
– No -dijo Arroyo al cabo-, así es la vida.
– Y la muerte -dijo con un tono de intimidad presuntuosa el coronel.
– Nomás no me las separe -contestó Arroyo.
El coronel sonrió y dijo que había algo especial en ser demasiado valiente, sea en la vida o en la muerte. Él, por ejemplo, iba a morir en un desierto frío y alto, lejos del mar de donde vino, él veracruzano con la proximidad en la piel de los barcos que llegan de Europa, ahora fusilado en una noche de fogatas y cerdos gruñentes. No iba a importar nada que se mostrara valiente al morir; en un segundo dejaría de estorbarles a todos.
– Pero ser demasiado valiente y seguir viviendo, ése si que es un problema, mi general, ése es un problema para los dos ejércitos: el hombre indecentemente valiente. Nos expone a todos. Ridiculiza un poco a los dos bandos.
– Ve usted -dijo el coronel federal-, todos le tienen miedo a un cobarde y lo admiten; pero nadie admite que le tiene más miedo aún al valiente, porque el valiente nos hace aparecer como cobardes. No está mal tener tantito miedo en el combate. Entonces uno se parece a todos los demás. Pero un hombre sin nada de miedo desanima a todos. Yo le digo una cosa, mi general. Los dos bandos debían juntarse y, por así decirlo, eliminar al valiente. Honrarlo, sí, pero no llorarlo.
Tanta labia jarocha no pareció impresionar mayormente a Arroyo, agachado sobre un taco de puerco que sus dedos ágiles enrollaban.
– ¿Tú eres ese hombre? -dijo Arroyo.
El coronel federal se rió suave aunque nerviosamente: -No, qué va. Yo no. Para nada.
El viejo confió en que nadie lo miraba mientras él también mordía su taco, la primera comida del día desde el desayuno de huevos fritos y café humeante. Arroyo estaba recordando la hazaña del valiente general Fierro, el brazo derecho de Villa, cuando se deshizo de los prisioneros ofreciendo liberar a cualquiera que pudiera correr de la cárcel por el patio hasta el muro de la prisión y brincarlo, sin que Fierro lograra acribillarlo en el trayecto, pero sin el derecho de dispararle dos veces a nadie. Sólo se escaparon tres prisioneros. Fierro mató a unos 300 hombres esa noche.
El, Arroyo, general de la División del Norte, no iba a competir con el gran general Fierro que era uno de los Dorados de Villa. El era mucho más modesto. Pero tenía con él a un hombre valiente, un general de la guerra civil norteamericana, el hombre más valiente, toditos lo vieron hoy. Arroyo se levantó como un gato montés y ya no se dirigió al oficial capturado, sino al viejo, ¡ah!, el general indiano quería ser siempre el soldado más valiente de la guerra, pues ahora iba a ser el verdugo más valiente de todos. Si era valiente ante la muerte, también iba a ser valiente ante la vida, ¿verdad?, puesto que ambas eran igualitas, el viejo vino a México a entender esto, ¿verdad que ya lo entendía?, y si no lo había entendido ya, su viaje le había valido puritita madre, ¿verdad que sí?
El viejo haría esta noche lo que Fierro hizo otra noche. De acuerdo: los oficiales y la tropa rejega del borracho Huerta tendrían la oportunidad de correr del muro de adobe arruinado a la puerta crujiente de la porqueriza para luego salir corriendo al campo donde se encontraban los puercos y los muertos. El general indiano los dejaría correr hasta la puerta. Entonces dispararía. Si no los tocaba, los conejos federales quedarían libres. Si los tocaba, pues los mataba. ¡El bravo general indiano!
Más tarde (no en el después de la vida, porque ahora su vida se suspendió, intemporal, como una gota de agua en una solitaria hoja invernal cuando todo el problema consiste en saber qué caerá primero: la hoja o la gota) se diría que hizo lo único que pudo haber hecho. Se lo dijo a miss Harriet en el ahora de ella que acogió ese imposible después de él:
– Hice lo único que pude haber hecho porque no tuve la buena suerte de ser matado discreta, y natural, y quizás hasta noblemente, por una mano anónima en el campo de batalla. Pude haber sido un muerto más, devorado por los puercos. Ay, cómo gruñeron y cagaron en la noche fría.
(-¿Qué era lo único que pudiste hacer? -le preguntó su padre detenido en un corcel de viento.
– Negarle a otro la muerte que deseé para mí.)
Ahora él deseaba ser el coronel federal ligeramente afeminado pero extrañamente valeroso, con la mirada soñolienta y desdeñosa y el bigote pomadoso y tieso después de un día de batalla, que había caminado hasta el muro de adobes y ahora se detenía allí, mirando al gringo, esperando que diera la orden.
– Ves, padre, yo hubiera querido estar en las botas de ese hombre.
– ¡Córrele! -ordenó Arroyo.
El coronel se separó a regañadientes del paredón, como si ese muro carcomido y medio derrumbado fuera desde siempre el puerto final de su imaginación: un hogar en tierra propia. Caminó normalmente primero, dándole la espalda a Arroyo y al viejo que tenía la Colt en la mano. El coronel dudó, se volteó a darle la cara a sus enemigos y caminó hacia atrás, mirando a su verdugo designado, a Arroyo, al coronelito Frutos García, a Inocencio Mansalvo, que eran ese extrañísimo rostro colectivo que lo sentenció sin juicio:
– ¿No me van a matar por la espalda? -dijo. Estaba seguro de que el viejo no se deshonraría haciendo tal cosa, pensó el viejo, pensó Arroyo cuando cruzó la mirada con el general indiano. El jefe federal se veía un poco ridículo. Perdió pie y se cayó y se levantó y ahora si corrió.
– ¡Dispara! -ordenó Arroyo.
El viejo apuntó la pistola al coronel en fuga, luego a un cerdo. Seguía apuntándole al cerdo cuando jaló el gatillo y la bala atravesó limpiamente la carne esponjosa y agusanada del animal hambriento. Arroyo pegó un salto hacia adelante con su propia pistola en mano y acribilló la figura fugitiva del prisionero. Los otros hombres condenados cambiaron miradas.
El coronel había caído de bruces. Arroyo ignoró al gringo viejo, llegó hasta el caldo y le dio el tiro de gracia. El federal tembló y ya no se movió más. Los oficiales y los soldados capturados, orgullosos o tercos o nomás cansados, quién iba a saberlo, se alinearon contra el muro de adobes y el viejo los vio allí, una colección de humanidad, unos orinándose en los pantalones, otros idiotas y ausentes, éstos encendiéndose un pitillo final, aquéllos tarareando una canción que les recordaba familia o mujer. Y uno que sonreía, ni tonto, ni cansado, ni valiente, sino incapaz de distinguir más entre la vida y la muerte.
Fue éste el que atrajo la mirada del general Arroyo.
– Muy largo que lo miró el general, ¿te acuerdas, Inocencio?
– Cómo no, Pedrito. Generoso que se comportó nuestro jefe. "No los maten -dijo-. Nomás córtenles las orejas a todos, pa que escarmienten y pa que sépamos si los volvemos a encontrar que la segunda vez no salen vivos de éstas."
– ¡Qué hombre de corazón es nuestro general!