Allí estaba ella. En medio de la muchedumbre, luchando y empujando y tratando de encontrar su lugar, mirando todas las caras que se reunían, intentando ser testigo del espectáculo; de en medio de la multitud silenciosa de sombreros y rebozos emergieron esos ojos grises combatiendo por retener un sentido de la identidad propia, de la dignidad y el coraje propios en medio del vertiginoso terror de lo imprevisto.
El viejo la miró por primera vez y se dijo: Seguro que vino prevenida.
Y sin embargo allí estaba, sin duda terca como una mula y poco realista: al verla, reconoció a muchísimas muchachas comparables, que él había conocido en su vida, incluyendo a su esposa cuando era joven, y a su hermosa hija. Ahora se preguntó con qué la asociaría si la hubiese conocido en otra parte, y otra parte quería decir: el lugar apropiado, las circunstancias que le eran naturales a ella. Una señorita apropiada. No, más que eso, una señorita de maneras propias tratando de seguir las instrucciones de su madre para convertirse en una mujer instruida. Una joven matrona, dentro de muy poco tiempo. Todavía no, todavía dependiente de su dinero para alfileres.
¿Qué iba a decir? ¿Qué se esperaba de ella? ¿Cuáles eran sus lugares comunes, como la moronga y el gusanito de mi general? "Soy ciudadana norteamericana. Exijo ver a mi cónsul. Tengo ciertos derechos constitucionales. No pueden detenerme aquí. No saben con quién tratan." No. Nada de eso. La detuvieron a la fuerza porque la hacienda estaba en llamas, y acaso sintieron en su hueso y en su músculo algo que decía que ella vino aquí a trabajar y a vivir y a permanecer y nadie iba a fumigarla como a un insecto para que saliera corriendo del lugar donde estaba empleada y donde le habían pagado ya un mes entero de salario anticipado.
Pues esto, en efecto, es lo que estaba diciendo con un acento que el viejo situó en el este, la costa atlántica, Nueva York sin duda, pero en seguida se sintió obligado a irse a la deriva, un poquito más al sur, la más ligera entonación de Virginia superpuesta a Manhattan. De todos modos, sólo él parecía entenderla, quizás el general un poquito también, pues había estado en El Paso, dijo, exilado quizás o quizás contrabandeando armas, imaginó el gringo viejo.
– He recibido mi pago y permaneceré aquí hasta que la familia regrese y yo pueda instruir a los niños en la lengua inglesa y merecer mi sueldo. So!
Arroyo la miró con una sonrisa preparada especialmente para meter miedo, pero en seguida se soltó riendo; una risa tonta pero poderosa, juvenil y con una experiencia extrema de la estupidez humana; el viejo diría siempre que en ese momento Arroyo le pareció un payaso trágico, un bufón al que había que tomar en serio. Cuando interpretó las palabras de la mujer para su gente, los hombres se rieron abiertamente, mientras que las mujeres sólo hicieron ruidos de ave embozadas por sus rebozos. Dice que le va a enseñar el inglés a los escuincles Miranda, ¿oyeron eso? Cree que van a regresar, ¿oyeron? A ver, Chencho, dile la verdad, pues que nunca más van a regresar, señorita, se fueron muy a tiempo a Paris de Francia; apenas sintieron que la lumbre les llegaba a los aparejos vendieron la hacienda y se compraron por allá un caserón; nunca han de regresar, gritó la Gardu ña meneando las tetas muy oronda con su ramillete de flores muertas, se la vacilaron nomás, señorita, la hicieron venir por nada, nomás para hacernos creer que no se iban, dijo con voz más mesurada el coronel Frutos García, y la Garduña:
– Nos dejaron a todos chiflando en la loma, se-ño-rrita.
– Que quiere decir con el niño en brazos -dijo en inglés el viejo. Ella lo miró. Era difícil ver a nadie en la confusión de humo y fuego y rostros extraños, pero ella lo miró a él.
– Ayúdeme -murmuró.
El viejo supo que a ella no le era fácil decir esto, pedir auxilio de alguien; lo vio en su mentón, en sus ojos, en la marea de sus pechos. El viejo supo allí mismo que a él le correspondería mirar a través de los actos y las palabras de esta muchacha, respetando ambos, pero ella no estaba tratando de engañar a nadie, sólo intentaba ponerse de acuerdo con ella misma, con la lucha que él pudo ver en la transparencia de su ser femenino. La miró y se dijo que ella era todo lo que él sabía, "pero tiene el derecho de ocultarme lo que es y yo la obligación de respetarlo". Una muchacha independiente pero no rica ni acomodada, y no a causa del dinero para alfileres, o sea lo que en México se llamaba la mesada, o de la educación familiar. "Incómoda porque está aquí igual que yo, luchando por ser." Era una muchacha transparente y el gringo, al mirarla, se dijo que quizás él también lo era, después de todo. "Hay gente cuya objetividad es generosa porque es transparente, todo se puede leer, tomar, entender en ellas: gente que porta su propio sol para iluminarse."
Arroyo los miró detrás de sus párpados como ranuras, al gringo primero, luego a la gringa. Arroyo era opaco, su opacidad era su virtud, se dijo el viejo al observarlo. Su generosidad era su enigma: tenía que ser desentrañado para ser entendido y darse. La mitad del mundo era transparente; la otra mitad, opaca. Arroyo: algo veloz y oculto en el fondo de su mirada de mapache; algo corriendo de aquí para allá dentro de su cerebro.
– Seguro: Tú ocúpate de ella, general indiano. Tú ve que no corra ningún peligro.
Arroyo se fue con su gente como una marejada y ellos se quedaron solos, una pareja mirándose intensamente, el viejo exigiéndose una vigilancia extrema contra su tendencia periodística al estereotipo veloz a fin de que las masas estúpidas entendieran pronto y se sintieran halagadas por ello: un membrete para todo, ésta era la Biblia de su jefe míster Hearst. Caminó pocos metros detrás de ella, haciendo que se sintiera protegida pero en realidad observándola, la manera de andar, la manera de portarse, los pequeños movimientos de orgullo herido, seguidos de arranques resueltos de afirmación. Para su periódico hubiera escrito en uno de los extremos que le encantaban a Hearst: una mujerzuela disfrazada de maestra de escuela, o una maestra de escuela en busca de la primera aventura real de su vida. Aunque también podía adoptar la perspectiva de un caballero de los estados algodoneros y preguntarse, sencillamente, si esta muchacha del norte sabía con certeza qué cosa era la caballerosidad.
Ella se detuvo, dudando, ante una puerta de cristal cerrada. El viejo se adelantó en el momento en el que ella iba a tomar la manija y abrir la puerta por su propia cuenta.
– Permítame, señorita -dijo el viejo y ella lo aceptó, se sintió agradecida, ella también tenia prejuicios. Y ya no estaba, como se decía, en la primavera de la vida.
Se encontraban dentro de un salón de baile. El viejo no miró el salón. La miró a ella y se castigó mentalmente por esta fiebre de la percepción. Ella, más tranquila, miró alrededor y sugirió un rincón donde sentarse, cambiar información y nombre -ella, Harriet Winslow, de Washington. D. C.; él no dio su nombre, sólo dijo -soy de San Francisco, California- y ella repitió la historia: vino enseñarles la lengua inglesa a los tres niños de la familia Miranda.
Ahora él la miró de verdad por vez primera, no transparente y esencial, sino circunstancialmente opaca: Harriet Winslow se arregló la corbata y alisó las arrugas de su falda plisada como si ahora fuese una mujer exterior a sí misma, vestida con el uniforme de las mujeres con ocupación en los Estados Unidos: el traje de la Gibson Girl. No, no estaba exactamente en la primavera de la vida, pero si era joven aún, bella y, lo supo ahora, independiente, no destinada a pasar de la cuna de su madre a la cuna de su marido. Ya no una vida color de rosa, no una vida regalada; por ahora ya no. Quizás alguna vez sí, si esos movimientos tan suyos no habían sido aprendidos, sino mamados con la leche materna. La elegancia rápida y segura de una hermosa mujer de treinta años.
No hablaron de sí mismos. Ella no le contó las circunstancias que la obligaron a viajar a México. El no le dijo que había venido aquí a morirse porque todo lo que amó se murió antes que él. Ni siquiera se dijeron lo que tenían en la punta de la lengua. No pronunciaron la palabra "fuga" porque no querían admitir que eran prisioneros. El viejo sólo dijo esto:
– No hay nada que la detenga aquí, sabe. Usted no es responsable de una revolución o de la fuga de sus patrones. El dinero le pertenece.
– No lo gané, señor.
Las palabras les sonaron huecas a los dos, porque nadie tenía que informarles que eran prisioneros para que ellos se sintieran, esa noche, enjaulados por la extrañeza del lugar, los olores, los rumores, la alegría borracha que se iba acercando; el puño cerrado del desierto.
– Estoy seguro de que el general la ayudará a obtener transporte, señorita.
– ¿Cuál general?
– Usted sabe. El que me pidió que me ocupara de usted.
– ¿El general? -abrió Harriet tremendos ojos-. No se parece a ningún general que yo haya conocido.
– Quiere usted decir que no se parece a un caballero.
– Como usted quiera; pero no se parece a un general, caballero o no. ¿Quién lo designó general? Estoy segura de que se nombró a si mismo.
– A veces ocurre así, en circunstancias extraordinarias. Pero usted suena verdaderamente ofendida, señorita.
Ella lo miró con media sonrisa.
– Lo siento. No quiero sonar prejuiciada. Sólo estoy nerviosa. Lo que pasa es que para mí el ejército significa mucho.
– Pues yo tampoco quiero parecer inquisitivo, pero me resulta difícil, a primera vista, relacionarla con…
– Oh, no soy yo, entiende usted. Es mi padre. Desapareció durante la guerra entre España y los Estados Unidos. El ejército era su dignidad, y la nuestra también. Sin el ejército, hubiera acabado viviendo de limosna. Y nosotras también. Quiero decir, mi madre y yo.
Entonces esta institutriz para una hacienda que ya no existía, maestra de niños que nunca conoció, ni supo cómo fueron, o si existieron siquiera, movió la cabeza como un ave herida y estalló la fiesta de las tropas dentro del salón de baile donde los dos norteamericanos se refugiaron. Hubo gritos de coyote y las risas quedas de los indios, que nunca se ríen recio, como los españoles, ni con resentimiento, como los mestizos.
Unas risas secretas y una trompeta desafinada. Luego un silencio repentino.
– Nos han visto -murmuró Harriet, arrimándose al pecho del viejo.
Se vieron a sí mismos.
El salón de baile de los Miranda era un Versalles en miniatura. Las paredes eran dos largas filas de espejos ensamblados del techo hasta el piso: una galería de espejos destinados a reproducir, en una ronda de placeres perpetua, los pasos y vueltas elegantes de las parejas llegadas de Chihuahua, El Paso y las otras haciendas, a bailar el vals y las cuadrillas en el elegante parqué que el señor Miranda mandó traer desde Francia.
Los hombres y mujeres de la tropa de Arroyo se miraban a sí mismos. Paralizados por sus propias imágenes, por el reflejo corpóreo de su ser, por la integridad de sus cuerpos. Giraron lentamente, como para cerciorarse de que ésta no era una ilusión más. Fueron capturados por el laberinto de espejos. El viejo se dio cuenta de que la señorita Harriet y él ni siquiera se habían fijado en los espejos al entrar, ambos condicionados sin duda a los salones de baile, él en los grandes y modernos hoteles construidos en San Francisco después del terremoto, ella en algún baile militar en Washington, en alguna invitación elegante de su novio.
El viejo sacudió la cabeza: no miró los espejos al entrar porque sólo tuvo ojos para miss Harriet.
Uno de los soldados de Arroyo adelantó un brazo hacia el espejo.
– Mira, eres tú.
Y el compañero señaló hacia el reflejo del otro.
– Soy yo.
– Somos nosotros.
Las palabras hicieron la ronda, somos nosotros, somos nosotros, y una guitarra se dejó oír, una voz se unió a otra, los de la caballería entraron también y volvió a haber fiesta y baile y broma en la hacienda de los Miranda, insensible a la presencia de los gringos, pero empezó una polka norteña junto con la aparición de un acordeón y las espuelas de los jinetes se arrastraron al bailar sobre el fino piso taraceado, rasgándolo y astillándolo. El viejo detuvo el impulso de Harriet.
– Es su fiesta -le dijo el viejo-. No se meta usted.
Ella se liberó de la mano del viejo con la fuerza de su enojo.
– Están destruyendo el parqué.
Él la tomó del brazo, irritado:
– Usted no lo pagó. Le digo que no se meta.
– ¡Soy responsable! -exclamó Harriet Winslow hinchada de orgullo-. El señor Miranda me pagó un mes por adelantado. Yo me encargaré de que su propiedad sea respetada durante su ausencia. ¡Le digo que soy responsable!
– ¿De manera que no piensa regresarse a casa, señorita?
La mujer se sonrojó como él lo hubiera hecho si no hubiese definido ya, en su cabeza, las razones para no regresar nunca a casa.
– ¡Claro que no! ¡Después de lo que he visto aquí hoy en la noche!
Tomó un trago de aire y dejó que se asentara en sus pulmones. Dijo que salió del colegio con altas calificaciones, pero luego se dio cuenta de que no le gustaba darles clases a niños que ya pensaban igual que ella. Le faltaba el desafío, el estímulo. Quedarse en los Estados Unidos hubiera sido sucumbir a la rutina. Sintió que venir a México era su deber.
– Puesto que los niños a los que vine a instruir se han marchado, me quedaré a instruir a estos niños -dijo con un tono de voz en el que su vergüenza y su orgullo encontraron un mismo nivel.
Los hombres y las mujeres de la tropa y de la aldea, mezclados, bailaban y se besaban furtivamente, alejados ya de la percepción turbadora de otra presencia: la de sí mismos en los espejos.
– No los conoce usted. No los conoce para nada -dijo el viejo, tratando de aplazar una respuesta hacia ella que él no quería dar: un desprecio compasivo, una banderilla de su antiguo ser, antes de la decisión de venir a México.
Untó otro pensamiento sobre éste, como mantequilla sobre pan tostado: ¿se había mirado Harriet Winslow en los espejos al entrar aquí? Pero ella estaba contestando ya a la afirmación,del viejo, con toda su confianza recobrada: "Y ellos no me conocen a mí."
– Mírelos, lo que esta gente necesita es educación, no rifles. Una buena lavada seguida de unas cuantas lecciones sobre cómo hacemos las cosas en los Estados Unidos, y se acabó este desorden…
– ¿Los va a civilizar? -dijo secamente el viejo.
– Exactamente. Y desde mañana mismo.
– Espérese -dijo el viejo-. De todos modos, esta noche tiene que dormir en alguna parte.
– Ya le dije que yo me encargo de este lugar mientras regresan los legítimos dueños. ¿No haría usted lo mismo?
– No hay tal lugar. Está quemado. Los dueños no van a regresar. Usted no se va a quedar a educar a nadie. De repente la educan a usted primero, miss Winslow, y de una manera poco agradable.
Ella lo miró con asombro.
– Parecía usted un caballero, señor.
– Lo soy, señorita, le juro que lo soy, y por eso mismo voy a protegerla.
La barrió como a una muñeca, la levantó del parqué destruido a sus hombros viejos pero fuertes y la sacó ahogada del asombro, multiplicada como por un sueño de plata reverberante en el bosque de espejos; la sacó de la burbuja de música y vidrio tan misteriosamente respetada, salvada del fuego que el general mandó prender, y los dos gringos se fueron en medio de las burlas y los aullidos y la alegría del organillo de la victoria: ella luchando y pataleando en el aire frío del desierto entre las fogatas y el humo de estiércol y tortillas.
– Tú ocúpate de ella, general indiano.
Se dio cuenta de que el único refugio para él mismo era la protección ofrecida por el oscuro y ensimismado general Arroyo. El gringo había caído en la trampa del joven revolucionario. Había estado a punto de llevar a Harriet Winslow al fastuoso carro del ferrocarril, al burdel privado de un guerrillero analfabeto, con la cabeza llena de memorias de la injusticia, pero de todos modos un hombre que ni siquiera sabía leer y escribir. Miró a Harriet Winslow, preguntándole lo que se preguntaba a si mismo. ¿Tenía razón la mujer?
La depositó cuidadosamente sobre la tierra y la abrazó antes de mirar a su alrededor a los hombres y mujeres del ejército revolucionario de Chihuahua, envueltos en sus sarapes alrededor de las fogatas.
Harriet y el gringo se miraron desconsolados, reflejando cada uno su desolación en los ojos del otro. El desierto de noche es una gran bóveda al aire libre: la recámara abierta más grande del mundo. Abrazados los dos, sintieron que se hundían en el fondo de un gran lecho: el del océano que alguna vez ocupó este plato de grava y luego se retiró, dejando el páramo habitado por todos los espectros del agua: los mares, los océanos, los ríos que aquí fueron o pudieron ser.
– Harriet: ¿te viste en el espejo del salón de baile cuando entramos hoy en la noche?
– No sé. ¿Por qué?
Ella quería preguntarle: ¿Tú estás en esto luchando también? ¿Cuál es tu lugar aquí? Antes de quemar la hacienda todos dijeron que ésta era una campaña urgente, tenían que hacer las cosas de prisa, sin miramientos, o perderían la revolución. Colgaron de los postes a todos los federales que encontraron. Están silbando, ¿los oyes? lEs terrible! ¿Estás con ellos? ¿Tú luchas con ellos? ¿Estás en peligro de morir aquí?
El viejo sólo repitió la pregunta, ¿te viste en el espejo…?
Ella no pudo contestar porque una mujer pequeña envuelta en rebozo azul, su cara tan redonda como la de la luna ausente, sus ojos como almendras tristes, salió del carro del general y dijo que la señorita debía dormir con ella. El general estaba esperando al viejo. Mañana iban a pelear.