VII

– ¿Qué hace ella ahora?

– Ahora se sienta sola y recuerda.

– No. Ahora ella duerme.

– Ella sueña y ya no tiene edad.

– Ella cree cuando sueña que su sueño será su destino.

– Ella sueña que un hombre viejo (¿su padre?) va a darle un beso mientras ella duerme y antes de que él se vaya a la guerra.

– Nunca regresó de Cuba.

– Hay una tumba vacía en Arlington.

– Quisiera llegar a la muerte desprovista de humillación, resentimiento, culpa o sospecha; dueña de mí misma, con mis propias opiniones, pero nunca santurrona o farisea.

– Tu padre se fue a Cuba y ahora tú te vas a México. Qué manía de los Winslow con el patio trasero.

– Mira el mapa del patio trasero: Aquí está Cuba. Aquí está México. Aquí está Santo Domingo. Aquí está Honduras. Aquí está Nicaragua.

– Qué vecinos incomprensibles tenemos. Los invitamos a cenar y luego se niegan a quedarse a lavar dos platos.

– Miren el mapa, niños. Aprendan.

– La soledad es una ausencia de tiempo.

– Despierta, Harriet, despierta. Es tarde.

Su madre le dijo siempre que era una muchacha terca como una mula, pero poco realista, y ésta era una mala combinación para una señorita sin dote, si sus maneras, por lo menos, no eran siempre frías e impecables.

Cuando leyó el anuncio en el Washington Star, su corazón latió más de prisa. ¿Por qué no? Dar clases en la primaria se había vuelto una rutina, igual que ir a misa los domingos con su mamá, o los paseos chaperoneados con su novio, que acababa de cumplir cuarenta y dos años, durante los pasados ocho.

– Después de cierta edad, la sociedad acepta lo que es, a condición de que nada cambie y no haya más sorpresas.

¿Por qué no?, se dijo mordiéndose la corbata de su atuendo de Gibson Girl, casi un uniforme para las muchachas con ocupación a principios de siglo: blusa blanca de manga ampona y cuello abotonado; corbata, faldas de lana largas y anchas; botines altos. ¿Por qué no? Después de todo, gracias a ella era feliz su madre, que no se sentía abandonada en la vejez y apreciaba que su única hija continuara durmiendo bajo el mismo techo con ella y la acompañara todos los domingos a la iglesia metodista de la calle M, y era feliz Delaney, su novio, quien no se sentía obligado a dejar sus cómodas habitaciones del club, los servicios a los que allí estaba acostumbrado y los gastos nimios de su existencia de soltero. Aparte de la independencia que requería un procurador de intereses especiales ante el gobierno norteamericano.

– Todo el mundo se ha vuelto peligroso -dijo Delaney cuando leyó los encabezados constantes sobre las nubes de guerra en Europa.

– ¿Por qué sigues aquí conmigo? -le dijo su madre con una sonrisa dulcemente maliciosa-. Ya cumpliste treinta y un años. ¿No te aburres?

Besaba entonces la mejilla de su hija, obligándola a inclinarse hasta tocar la piel abandonada de la madre. Y capturada así en el abrazo filial, ella tenía que oír la queja de la madre, sí, podría imaginar el dolor de una muchacha joven que pudo crecer rica en Nueva York y en cambio tuvo que quedarse esperando, igual que su madre; esperando noticias que nunca llegan, toda la vida, ¿habremos heredado algo?, ¿habrá muerto papá en Cuba?, ¿vendrá algún muchacho a invitarme?, no, no era fácil, porque ellas no aceptarían caridades, ¿verdad, hijita?, y los muchachos no vendrían a visitar a la hija sin peculio de la viuda de un capitán del ejército de los Estados Unidos, obligada a dejar Nueva York y cursar estudios normalistas en Washington, D. C., para estar cerca de ¡Dios sabe qué!, el fondo de pensiones del ejército, la memoria del padre que estuvo estacionado aquí todos esos años, el cementerio de Arlington donde debió ser enterrado con todos los honores, pero nadie sabia dónde estaba, dónde cayó en la campaña de Cuba.

Sitiada por Washington en el verano, cuando bastaría dejar de vigilar un segundo a la vegetación para que la selva lo invadiese todo, y se tragase a la ciudad capital entera con un crecimiento lujoso de plantas tropicales, enredaderas y magnolias podridas.

– La respuesta humana a la selva tropical de Washington ha sido construir un panteón grecorromano.

Alargó la mano y tomó la de su madre cuando decidió marcharse, y su madre murmuró, una señorita cultivada, pero terca como una mula y poco realista; a pesar de todo -suspiró-, ojalá que prevalezca la felicidad, a pesar de todo -repitió-: a pesar de nuestras diferencias de opinión.

– No me estás escuchando, mamá.

– Cómo no, hija. Lo sé todo. Toma. Llegó esta carta para ti.

Era un sobre enviado desde México. Decía claramente Miss Harriet Winslow, 2400 Fourteenth Street, Washington, D. C., Estados Unidos del Norte.

– ¿Por qué la abriste, mamá? ¿Quién…?

No quiso terminar, no quiso discutir. Decidió aceptar la oferta de la familia Miranda antes de que pasara nada, antes de que su madre se muriera, o su padre regresara, o Delaney fuese juzgado por delito de fraude federal, lo jura, se lo jura a sí misma. Ella estaba decidida a ir a México porque sentía que ya le había enseñado a los niños norteamericanos todo lo que podía. Leyó ese anuncio en el Star y pensó que en México podía enseñarles lo que sabía a los niños mexicanos. Ese era el desafío que necesitaba, dijo poniéndose un día su sombrero de paja laqueada con listones negros. Su conocimiento del español fue el homenaje mínimo de la maestra normalista al padre caído en Cuba. Le serviría para enseñarles inglés a los niños de la familia Miranda en una hacienda de Chihuahua.

– No vayas, Harriet. No me abandones ahora.

– Lo decidí desde antes de saber esto -le dijo a su novio el señor Delaney.

– ¿Por qué dejamos Nueva York? -le decía de niña a su madre cuando ella le recordaba que allí tenía sus raíces la familia, junto al Hudson, y no aquí, junto al Potomac.

Entonces ella reta y le decía que ellos no dejaron Nueva York; Nueva York los dejó a ellos. Cuántas cosas quedaron sin respuesta cuando su padre se fue a Cuba y ella tenía dieciséis años y él nunca regresó.

Ella se sentó todas las mañanas frente a un espejo en su pequeña alcoba de la Calle Catorce y llegó un día en el que admitió que su rostro estaba contando una historia que a ella no le agradaba.

Sólo tenía treinta y un años, pero su rostro en el espejo mientras lo dibujaba suavemente con un dedo sobre el cristal, antes de tocarse con el mismo dedo la sien helada, parecía no más viejo sino más vacío, menos legible que diez, o incluso dos años, antes: como la página de un libro que palidece cuando sus palabras lo abandonan.

Era una mujer que soñaba mucho. Si su alma era distinta de sus sueños, aceptaría que ambas poseían una cualidad instantánea. Como un sueño, así se revelaba su alma, en relámpagos. No es así, argumentaba consigo misma en sus sueños, las lecciones de su religión colándosele hasta el centro más profundo del sueño, no es así, se castigaba a sí misma por pensar lo contrario, tu alma no es algo que pertenezca al instante, pertenece a Dios y es eterna.

Despertaría pensando en lo que pudo decir pero no dijo, en dos errores y las lagunas espectrales de sus palabras y de sus actos vigilantes, que la perseguían toda la noche.

Este era el reino de la sombra, pero la luz era una tortura peor para ella. En la oscuridad del sueño, ella se hundía en el tórrido verano de las marejadas atlánticas, como se hundía en el calor de su propio cuerpo dormido. Eran suyas la misma humedad de las márgenes del Potomac y la vegetación mojada y lánguida, sólo en apariencia domesticada dentro de la ciudad de Washington, que en realidad invadía hasta el último rincón de los jardines perdidos, los estanques, los umbríos patios traseros cobijados por techos de verde humedad, alfombrados con los capullos muertos del cornejo blanco y el olor agridulce de los negros que se dejaban vivir a lo largo de la canícula con una difusión de días de cuerpos sudorosos y rostros polveados con desgano.

A medio camino entre Washington y México, iba a imaginar que había verano en Washington pero había luz en México. En su mente suspendida entre la memoria y la previsión, ambas iluminaciones desnudaban el espacio circundante. El sol mexicano dejaría un paisaje desnudo bajo la lumbre. El sol del Potomac se convertiría en una neblina luminosa capaz de devorar los contornos de los interiores, las salas, las alcobas, los espacios húmedos y huecos de los sótanos apestosos donde las gatas se refugiaban para parir sus ventregadas y la presencia desgastada de alfombras, muebles y ropajes viejos que lograban permanecer en Washington mientras la gente llegaba o partía con sus baúles, se reunían como fantasmas latentes y sin llama en medio de un denso aroma de musgo y naftalina.

Se preguntaba a veces: -¿Cuándo fui más feliz?

Conocía la respuesta: cuando su adorado padre se fue y ella se sintió responsable; ahora ella era responsable. Pasó su infancia perseguida por una brillante luz amarilla que observaba, viajando lentamente de piso en piso, en una mansión recientemente construida, pero ya en decadencia, en la Calle Dieciséis. Se escondió detrás de unos perseverantes arbustos estivales en una colina que descendía abruptamente de una cancha de tenis abandonada a un césped de magnolias muertas, y miró fijamente la luz que iba y venía muy lentamente, derritiendo lo que debió ser el suave interior, la entraña de mantequilla de una fachada de piedra elaborada, cortada y ensamblada fantasiosamente para parecerse a una mansión del Segundo Imperio, pomposa y lienta.

¿Quién conducía esa lámpara? ¿Por qué sentía que la luz fa llamaba a ella? ¿Quién vivía allí? Nunca vio un rostro.

Ahora miró fijamente la luz en el centro de la mesa favorita de su madre, una mesa con tapa de mármol que su padre usaba para el papeleo nocturno de las cuentas y que la familia empleaba también para comer y que ahora su madre sólo dedicaba a este último menester. Miró la luz doméstica y adivinó que había invertido toda la imaginación temblorosa y todo el deseo apasionado de la luz recordada en esa húmeda mansión del verano, en este simple artefacto casero, esta necesidad, esta lámpara de gas con pantallas verdes.

Alargó la mano y tomó la de su madre para anunciarle que ya se iba. Su madre lo sabía ya. Hasta había abierto la carta de los señores Miranda, sin pedirle permiso primero o excusas ahora.

Miss Harriet Winslow, 2400 Fourteenth Street…

– Una señorita cultivada, pero terca y fantasiosa…

No importaba; ella tampoco escuchaba más a su madre.

No se daba cuenta, pero la promesa de felicidad y juventud de la hija sólo era evidente en la cara de la pobre madre. La luz obraba esta transferencia, este regalo de la hija. Una luz. Quizás la misma que ella había perseguido como un espectro en la mansión decadente: esa misma luz habría llegado hasta aquí, a su pequeño apartamento, a cumplir el deseo de la señorita Winslow: que mi madre refleje la brillante luz de mi infancia, que la hija deje de reflejar la sombra entristecida de la madre.

Soñó: la luz se detuvo al pie de la escalera de servicio, junto al sótano que era el último y más sombrío laberinto del cascarón inservible, de la fachada amedrentada y efímera del lujo y del deber washingtonianos, la blancura de panteón de la ciudad, sus pozos negros, y el olor se volvió más fuerte; ella reconoció primero la mitad de ese olor, el olor de colchones viejos y alfombras mojadas; en seguida también la otra mitad, el olor de la pareja acostada allí, el olor agridulce del amor y de la sangre, las axilas húmedas y los temblores púbicos mientras su padre poseía a la negra solitaria que vivía allí, quizás al servicio de unos amos ausentes, quizás ella misma la señora repudiada de esta casa.

– Capitán Winslow, estoy muy sola y usted puede tomarme cuando guste.

El señor Delaney, que fue su novio durante ocho años, olía a lavandería cuando le robaba un beso, mientras se paseaban en las noches de verano, y más tarde, cuando todo concluyó, ella lo vio viejo y usado sin su cuello Arrow almidonado, y él le dijo: Bueno, qué pueden ser las mujeres sino putas o vírgenes.

– ¿No te alegras de que te haya escogido como mi chica ideal, Harriet?

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