XX

Pancho Villa entró a Camargo una luminosa mañana de primavera, su cabeza de cobre oxidado coronada por un gran sombrero bordado de oro, no un lujo sino un instrumento de poder y un símbolo de lucha, un sombrero manchado de polvo y sangre; igual que sus anchas manos callosas y sus estribos de bronce azotados por el viento de la montaña: la pátina de pólvora, espina y roca, senderos pinos e inmensas llanuras ciegas se colgaban a su tosco traje de campo color de ante, sus polainas de gamuza, su marrazo de acero y su acicate de plaza, su chaquetilla y sus pantalones abrochados con plata y oro, todo brillante de oro y plata, pero no la especie atesorable sino los metales que nos visten para la guerra y para la muerte: un traje de luces.

Era un hombre del norte, alto y robusto, con un torso más largo que sus cortas piernas indias, con brazos largos y manos poderosas y esa cabeza que parecía cercenada hace tiempo del cuerpo de otro hombre, hace mucho y muy lejos también, una cabeza cortada del pasado aleada como un casco de metal precioso a un cuerpo mortal, útil pero inútil, del presente. Los ojos orientales, risueños pero crueles, rodeados de un llano de divertidas arrugas, la sonrisa pronta, los dientes salidos brillando como granos de maíz muy blanco, el bigote raído y la barba con tres días de crecimiento: una cabeza que había estado en Mongolia y Andalucía y el Rin, entre las tribus errantes del norte americano y ahora aquí en Camargo, Chihuahua, sonriendo y parpadeando y angostando la mirada contra los embates de la luz, con vastas reservas de intuición y ferocidad y generosidad. La cabeza había venido a reposarse sobre los hombros de Pancho Villa.

Los terratenientes habían huido y los prestamistas se habían escondido. Villa rió frenando apenas su caballo castaño en las calles empedradas de Camargo, donde su columna central de la División del Norte se reunía con las de los demás generales antes del asalto sobre Zacatecas, el empalme comercial de las haciendas devastadas que él había saqueado para liberar al pueblo de la esclavitud y el agio y las tiendas de raya. Entró pisando fuerte sobre el empedrado, encabezando un séquito de rumores metálicos en contrapunto a la oquedad extraña de las calles de piedra: chocaban los frenos de hierro, las barbadas de argolla, los cabestrillos y los frenos de cobre; chasqueaban los vaquerillos con crin de caballo y los acicates y los fuetes.

Todo el pueblo estaba allí, tirando confeti desde los balcones de hierro forjado, serpentinas desde los postes de luz, apaciguando el encuentro de metal y piedras con la marea color de rosa, azul y escarlata de las fiestas mexicanas, desbordada en los grandes garrafones de vidrio con aguas frescas, las rebanadas de dulces de colores y las anchas cazuelas burbujeantes con salsas negras, rojas y verdes.

También estaban allí los reporteros, los periodistas y fotógrafos gringos, con una nueva invención, la cámara cinematográfica. Villa ya estaba seducido, no había que convencerlo de nuevo, ya entendía que esa maquinita podía capturar el fantasma de su cuerpo aunque no la carne de su alma -ésta le pertenecía sólo a él, a su mamacita muerta y a la revolución-; su cuerpo en movimiento, generoso y dominante, su cuerpo de pantera, eso si podía ser capturado y liberado de nuevo en una sala oscura, como un Lázaro surgido no de entre los muertos sino de entre el tiempo y el espacio lejanos, en una sala negra y sobre un muro blanco, donde fuera, en Nueva York o en Paris. A Walsh, el gringo de la cámara, le prometió:

– No se preocupe, don Raúl. Si usted dice que la luz de las cuatro de la mañana no le sirve para su maquinita, pues no importa. Los fusilamientos tendrán lugar a las seis. Pero no más tarde. Después hay que marchar y pelear. ¿De acuerdo?

Ahora los periodistas yanquis reunidos en Camargo lo asaltaron a preguntas antes de que él se moviera a asaltar a Zacatecas para decidir la suerte de la revolución contra Huerta y de paso la suerte de la política mexicana de Wilson.

– ¿Espera que el gobierno de los Estados Unidos lo reconozca si gana usted?

– Ese problema no existe. Yo estoy subordinado a Carranza, el primer jefe de la revolución.

– Todo el mundo sabe que usted y Carranza no se llevan, general.

– ¿Quién lo sabe? ¿Usted lo sabe? Pues dígamelo por favor.

– Interceptamos un telegrama que su general Maclovio Herrera le mandó a Carranza ahora que le negaron a usted el derecho de lanzarse contra Zacatecas, general Villa. El texto es muy lacónico. Sólo dice: "Es usted un hijo de puta."

– Ay compañerito, yo no sé decir esas palabrotas en español. Le juro que sólo me salen en inglés: You son of a bitch. En todo, caso, el señor Carranza ha tenido a bien mandar a los hermanos Arrieta a tomar Zacatecas.

– Pero usted está aquí con toda una división, artillería y diez mil hombres…

– Al servicio de la revolución, señores. Si los hermanos Arrieta, como es su costumbre, se atrancan en Zacatecas, yo llegaré allí en cinco días a darles una manita. No faltaba más.

– Por último, general Villa, ¿qué opina de la ocupación americana de Veracruz?

– Que el arrimado y el muerto a los dos días apestan.

– ¿Puede ser un poco más específico, general?

– Los marinos Llegaron a Veracruz bombardeando la ciudad y matando a jóvenes cadetes mexicanos. En vez de hundir a Huerta, lo fortalecieron con el fervor nacionalista del pueblo. Dividieron la conciencia de la revolución y permitieron que el borracho Huerta impusiera la infame leva nacional. Los jóvenes que creían que iban a luchar contra los gringos en Veracruz fueron enviados a luchar contra mi en el norte. Yo no sé si eso es lo que buscan ustedes, pero a mí se me hace que los gringos cuando no se pasan de listos, se pasan de tontos.

– ¿Es cierto que mató usted por la espalda a un oficial americano, un capitán del ejército de los Estados Unidos, asesinado a sangre fría por uno de sus propios hombres, general?

– ¿Quién carajos…?

– La opinión responsable en los Estados Unidos lo está calificando a usted nada menos que como un bandido, general Villa. La opinión pública se pregunta si usted puede ofrecer garantías aquí en México. ¿Respeta usted la vida humana? ¿Puede usted tratar con las naciones civilizadas?

– ¿Quién carajos dijo todo esto?

– Una señorita eh, Harriet Winslow eh, de Washington, D. C. Dice que ella fue testigo de los hechos. A su padre se le había dado como perdido en acción desde la guerra en Cuba. Parece que sólo quería evadir las obligaciones familiares, pero luego quiso ver a su hijita ya crecida antes de morirse. Ella vino aquí a verlo. Acusan a un general de su ejército, general. ¿Cómo dices que se llama, Art?

– Arroyo es el nombre, general Tomás Arroyo. Ella dice que lo vio balacear a su papá hasta matarlo.

– Con todo respeto, general, le recordamos que los cuerpos de los ciudadanos de los Estados Unidos matados en México o en cualquier parte del mundo tienen que ser regresados a solicitud de sus familiares para recibir un entierro cristiano y decente.

– ¿Eso dice la ley? -gruñó Villa.

– Exactamente, general.

– Muéstreme dónde está escrito.

– Muchas de nuestras leyes no están escritas, general Villa.

– ¿Una ley que no está escrita en papel? ¿Entonces para qué demonios aprender a leer? -dijo con una sonrisa de sorna asombrada Villa, luego rió y todos rieron con él y le abrieron paso al hombre que representaba a la revolución y que se preparaba a demostrarle al mundo que no era Carranza, un viejo senador perfumado, parte de la llamada gente decente de México, quien merecía esa representación, sino precisamente lo que Carranza más odiaba, un campesino descalzo, iletrado, bebedor de pulque y mascador de tacos llegado de las colinas inquietas de Durango, que fue azotado por los mismos hacendados que violaron a sus hermanas.

– No -se rió y le aseguró a su distinguido artillero el general Felipe Ángeles, graduado de la academia francesa de St. Cyr, no lo digo por usted, don Felipe, sino por ellos, los acaba de ver: los gringos nunca se acuerdan de nosotros como si no existiéramos y un buen día nos descubren, ay nanita, y somos el mero diablo en persona que los vamos a despojar de vidas y haciendas, ¿pues por qué no darles un susto de a de veras -sonrió Pancho Villa-, por qué no invadirlos una vez nomás, pa que vean lo que se siente?

Luego le entró una cólera espantosa de que hubiera quienes no entendían la situación; Carranza lo tenía paralizado en Chihuahua para que no fuese Villa el que abriese el camino a México, para que esa gloria fuese de los perfumados, ¡ah! lo que más le erizaba los cojones a Pancho Villa era que ese cabrón viejo barbas de chivo no dejara pasar ocasión para recordarle al antiguo cuatrero de Chihuahua que sus orígenes eran muy distintos: claro, ¡no es lo mismo ser cagatintas que exponer el pellejo! A su secretario el doctor le pidió que redactara entonces su renuncia a la Divi sión, iba a subir hasta el cielo la apuesta, cómo no, y a ver si Natera y los hermanitos Arrieta tomaban solos Zacatecas, y a ver por qué el hipócrita de Pablo González no le mandaba ni carbón ni municiones desde Monterrey, y a ver si el poder civil las podía sin la ayuda militar de Pancho Villa: eso se iba a decidir ahora mismo, ¡y pensar que un cabroncito se queda en Chihuahua a crearme problemas con los gringos, encima de todo!, estalló Villa y lo calmó una noche de amor, como siempre.

El general Tomás Arroyo recibió la orden de desenterrar al gringo dondequiera que fuera y de traerlo hasta Camargo. No, le mintieron a propósito, ninguna familia reclamó el cuerpo, sino un periódico, el Washington Star, le dijeron. Pero cuando esta orden por fin arrancó a la brigada flotante de la hacienda incendiada de los Miranda, Arroyo sabía bien el nombre de la persona que reclamaba el cuerpo. La vio en sus sueños mientras arrullaba la cabeza muerta del viejo entre sus manos y lo miraba a él de pie a la salida del carro como si hubiera matado algo que le pertenecía a ella pero también a él, y ahora los dos estaban de nuevo solos, huérfanos, mirándose con odio, incapaces ya de alimentarse el uno al otro a través de una criatura viva y de colmar las ausencias angustiadas que ella sentía en ella y él en él:

– Mira lo que tienes en la mano. Mira lo que tienes agarrado en la mano.

Arroyo no fue capaz de decir otra cosa. Ella miró los pedazos de papel calcinado y Arroyo dijo que el gringo le quemó el alma y ella admitió que quemó algo más: la historia de México, pero ésa no era excusa para el crimen porque la vida de un individuo valía más que la historia de un país y Harriet Winslow se convenció de que a pesar de todo con ella gritaba todo el desierto de Chihuahua:

– Asesino, cochino, grasoso, hediondo cobarde -dijo ella en voz alta- me tuviste a mí pero tuviste que matarlo a él.

– Vino a provocarme -jadeó Arroyo-, igual que tú. Los dos vinieron aquí a provocarme. Gringos hijos de su chingada madre.

– No, te provocaste a ti mismo -le dijo ella al terminar ese día-, para demostrarte a ti mismo quién eres; tu nombre no es Arroyo como tu madre; te llamas Miranda como tu padre: sí -le dijo mientras la lluvia dispersaba las cenizas de papel-, eres su heredero resentido, disfrazado de rebelde. Pobre bastardo. Eres Tomás Miranda.

Lo dijo con ferocidad, tratando de herirlo pero sabiendo que pudo haberle dicho lo mismo tranquilamente al viejo tirado junto a las ruedas del carro de ferrocarril con cada balazo que le pegó mostrando su herida en la espalda, sólo en la espalda; pero se lo dijo con furia para ser justa y recordarle que ella también podía luchar, devolver los golpes. Tomás Arroyo ya no entendía nada. Mató al gringo viejo. No pudo imaginar que a Harriet Winslow le quedaba pelea adentro: debía estar tan vaciada como él. El gringo viejo y los papeles quemados.

– Lo acepté todo de ustedes los gringos. Todo, menos esto -dijo Arroyo mostrándole la ruina de los papeles.

– No te preocupes -le contestó Harriet Winslow, con los restos que le quedaban de humor y compasión-. El creía que ya estaba muerto.

Pero Arroyo esa tarde quería quemar su propia alma:

– ¿Qué es la vida de un viejo al lado del derecho de toda mi gente?

– Acabo de decirte que mataste a un muerto. Da gracias. Te ahorraste el gasto de un fusilamiento de ordenanza.

Esto es lo que Villa le exigía ahora a Tomás Arroyo cuando vio el cuerpo acribillado del viejo y retuvo su famosa cólera, con la que dominaba tanto a sus propios hombres como a sus enemigos, este hombre Pancho Villa que tocó la espalda acribillada del gringo viejo y se acordó de algo que le dijo uno de los reporteros yanquis cuando lo entrevistaron en Camargo.

– Tengo un dicho para usted, general Villa. Lo que usted llama morirse no es más que el último dolor.

– ¿Quién dijo eso?

– Lo escribió un viejo amargo.

– Ah, entonces quedó escrito.

– Por un viejo amargo, cómo no.

– Ah que la…

Villa ordenó el fusilamiento para esa misma noche, a las doce. Advirtió que sería una ejecución secreta; nadie sabría de ella salvo él, Villa, el general Arroyo y el pelotón.

– Que míster Walsh y su camarita se frieguen, esto no es para él.

El gringo viejo fue puesto de pie con dificultad contra el paredón de cara a los fusiles, con la cabeza colgándole sobre el pecho, el rostro algo desfigurado por los ácidos de su primer entierro en el desierto y las rodillas chuecas.

La orden fue dada en el patio detrás del cuartel de operaciones de Villa, iluminado por las linternas colocadas en el suelo, que ensombrecían extrañamente los rostros. Se escucharon los disparos y el gringo viejo cayó por segunda vez en brazos de su vieja amiga la muerte.

– Ahora está legalmente fusilado de frente y de acuerdo con la ley -dijo Pancho Villa.

– ¿Qué hacemos con el cuerpo, mi general? -preguntó el comandante del pelotón.

– Lo vamos a mandar a los que lo reclaman en los Estados Unidos. Diremos que murió en una batalla contra los federales, lo capturaron y lo fusilaron.

Villa no miró a Arroyo pero dijo que no quería andar cargando cadáveres de gringos que le dieran pretextos a Wilson para reconocer a Carranza o para intervenir contra Villa desde el norte.

– Ya mataremos unos cuantos gringuitos -dijo Villa con una sonrisa feroz-, pero en su momento y cuando yo lo decida.

Se volvió a Arroyo sin mudar de expresión.

– Un hombre valiente, ¿no es cierto?, un gringo valiente. Ya me contaron sus hazañas. Ejecutado de frente, no por la espalda como un cobarde, pues no lo era, ¿verdad, Tomás Arroyo?

– No, mi general. El gringo fue el más valiente.

– Anda, Tomasito. Dale el tiro de gracia. Ya sabes que tú eres como mi hijo. Hazlo bien. Hay que hacerlo todo bien y de acuerdo con la ley. Esta vez no quiero que te me andes equivocando. Hay que estar siempre preparados. Tú se me hace que ya descansaste bastante en esa hacienda donde alargaste tu tiempo y hasta te hiciste famoso.

– Arroyo -le dijo el periodista yanqui-, Arroyo es el nombre.

– Si, mi general -dijo simplemente Arroyo.

Caminó hasta el cadáver del gringo viejo frente al paredón, se hincó junto a él y sacó la Colt. Disparó el tiro de gracia con precisión. Ahora ya no salió sangre del cuello del gringo. Entonces el propio Villa dio la orden de disparar contra el desgraciado Arroyo, cuyo rostro era la viva imagen de la incredulidad adolorida. Sin embargo, alcanzó a gritar:

– ¡Viva Villa!

Arroyo cayó al lado del gringo viejo y Villa dijo que no toleraría que sus oficiales jugaran jueguitos con ciudadanos extranjeros y le crearan problemas innecesarios; para matar gringos, sólo Pancho Villa sabía cuándo y por qué. El cuerpo del viejo le sería devuelto a su hija y el asunto se olvidaría para siempre.

Los ojos, los brillantes ojos azules del viejo general indiano fueron cerrados para siempre esa noche en Camargo por la mano de un niño con negros ojos de canica y dos carrilleras cruzadas sobre el pecho, que un día le preguntó:

– ¿Quiere conocer a Pancho Villa?

Pedrito se sacó del pantalón el peso perforado por la misma Colt.44 que Arroyo puso un día en manos del gringo viejo y lo metió en el parche de la camisa manchada del hombre que se murió dos veces. El propio Villa le dio el tiro de gracia a Tomás Arroyo.

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