XXI

Harriet Winslow al reconocer el cuerpo acribillado del viejo dijo: -Sí, éste es mi padre -y lo enterró en Arlington junto al cadáver de su madre, que se había muerto cerca de la lámpara posada sobre la mesa, vencida al cabo por las sombras. De manera que primero pensó en su pobre madre, que tanto deseó que Harriet fuese una muchacha cultivada y respetada, aunque la caballerosidad no se mostraba mucho cuando las circunstancias familiares eran más bien estrechas; pero la educación del espíritu requería un complemento social en la vida diaria; la presencia de un caballero. Pasó por alto tanto los prejuicios como las diferencias de opinión y confió en que al cabo la felicidad prevalecería y el orden se impondría. Harriet Winslow pensó que algún día ella descansaría aquí mismo con su madre y un solitario y viejo escritor que fue a México a que lo mataran.

– El gringo viejo vino aquí a morirse.

La noche de su muerte, ella ambuló atarantada por el campamento y luego sintió una gran hambre que supo no era de origen físico, pero que sólo la comida podía aplacar. Se sentó espontáneamente frente a una mujer que estaba echando las tortillas junto a un pequeño brasero ardiente. Pidió en silencio si podía ayudar. Tomó un poco de masa y le dio forma a las tortillas, imitando a la mujer acuclillada enfrente de ella. Luego las probó.

– ¿Le gustan? -preguntó la mujer.

– Sí.

– Están bien sabrosas. Pronto nos iremos de aquí. Ya nos detuvimos mucho tiempo por aquí.

– Lo sé. Es su lugar. Él en realidad no quiere irse.

– Ah, pues ni modo. Hay que seguir. Yo sigo a mi hombre, le cocino y tengo sus hijos. La vida no se acaba nomás por una guerra. ¿Usté lo anda siguiendo a él?

– ¿Qué quiere decir?

– Nuestro general Arroyo. ¿No es usté su nueva soldadera?

Mientras comía la tortilla al lado de la mujer esa ya lejana noche en el desierto; o mientras se sentaba cerca de la tumba del gringo viejo que ahora estaba inscrita con el nombre de su padre; y más tarde ya de vieja cuando recordaba sola todas esas cosas, se preparó para una compasión que quizá sólo traicionó una vez en su vida, cuando reclamó el cuerpo del gringo viejo a sabiendas de las consecuencias. La nueva compasión que, precisamente en virtud de ese pecado, le fue otorgada, ella se la debía a un joven revolucionario mexicano que ofrecía vida y a un viejo escritor norteamericano que buscaba muerte: ellos le dieron existencia suficiente a su cuerpo para vivir los años por venir, aquí en los Estados Unidos, allá en México, dondequiera: la piedad era el nombre del sentimiento con el que Harriet Winslow miraba el rostro de la violencia y de la gloria cuando al cabo ambas se desenmascaraban y mostraban sus verdaderas facciones: las de la muerte.

Luego vino la gran guerra y la revolución al sur de la frontera fue barrida de las primeras páginas de los periódicos hasta que Villa asaltó una población fronteriza en Nuevo México y el general Pershing fue enviado a perseguirlo por esos montes de Chihuahua y por supuesto nunca lo encontró, y no sólo porque Villa conocía esas barrancas y esos caminos de polvo a ciegas, sino por otra razón más poderosa: a Pancho Villa sólo lo podía matar el traidor de adentro.

Por eso dice Harriet Winslow que le hubiera gustado, a pesar de todo, estar presente en la ejecución del general Tomás Arroyo, viendo con sus propios ojos la fuga de ese destino que él siempre consideró suyo, arraigado en su voluntad, y no en la de nadie más. Pero murió a manos de su jefe Pancho Villa y allí se resolvió ese destino posible. Ella siempre se preguntó qué hubiera hecho Tomás Arroyo si sobrevive a la revolución (lo mató la revolución); cuál habría sido su destino en el porvenir de México. El gringo viejo se murió, quizás, quemando ese porvenir común de México y de Tomás Arroyo.

Después de las muertes, Harriet Winslow salió de su cuarto de hotel en Camargo. Había oído de lejos la fusilata de medianoche: el gringo viejo había muerto por segunda vez. Luego hubo una segunda fusilata, una primera muerte y un disparo seco y solitario. También Arroyo murió dos veces.

En la recepción del hotel -un patio de azulejos y macetones y canarios- la esperaba la mujer de la cara de luna.

No le dijo nada. Harriet la siguió hasta una capilla derruida. Pancho Villa estaba en la puerta y al verlas se quitó el sombrero y Harriet miró su cabeza oscura y un poco rala, con el pelo embarrado a las sienes por el sudor. Villa tomó del brazo a la mujer de la cara de luna.

– Usted es mujer de respeto, doña, y también de comprensión.

– No me debes explicaciones, Doroteo Arango. Te conocí cuando te perseguían los federales por cuatrero.

– Usted dejó su casa. Yo dejé la mía.

– Tú no tenías casa, Doroteo Arango.

– Pero ahora soy Francisco Villa y los persigo a ellos por violar hermanas y asesinar padres. Nunca he hecho nada que no sea por la justicia. Ellos me quitaron mi casa.

– Mi hombre está muerto, Doroteo Arango.

– Tomás Arroyo creyó que podía regresar a su casa. Pero nadie tiene derecho a eso hasta que triunfe la revolución. La revolución es ahora nuestro hogar. ¿Tomás no lo entendió? Si cada uno se me va quedando en su casa cuando pase por ella, se acabó la revolución. Ahora el que sienta ganas de quedarse en su casa, se acordará de lo que le pasó a Tomás Arroyo. Este es un ejército, doña, y a veces hay que romperse el corazón para dejar bien plantado el ejemplo.

– Un día tú mismo vas a querer regresar a tu tierra. Doroteo.

– Será para morirme, doña, nomás.

– Está bien, general Villa. Me guardaré en el pecho que el hogar es una ilusión más de la muerte.

Villa se volteó hacia Harriet y le dijo que había hecho bien en poner la escuela y arreglar la hacienda. Eso mismo iban haciendo ellos por todo el norte de México: poniendo escuelas, repartiendo tierras, colgando usureros y perdonando deudas.

– Pero a veces esto ni se ve porque al mismo tiempo hay que ganar una guerra. Usted si que salió ganando. Entierre a su papacito, que según me dicen era un valiente y cuénteles allá que Pancho Villa es un hombre de corazón pero también un soldado sin un pelo de tarugo. Cuidadito pues.

Miró a las mujeres, volvió a ponerse el sombrero y les dijo:

– Entren a ver a sus hombres.

Allí estaban los cadáveres de Tomás Arroyo y del gringo viejo. La mujer con cara de luna empezó a llorar, luego a gritar, pero Harriet Winslow recordó que Tomás Arroyo había gritado por primera vez con esta mujer sin consuelo, del puro gusto de poder gritar al amar a una mujer; y Harriet Winslow recordó que ella también gritó por primera vez así con este hombre muerto.

– Mi hijo macho, mi hijo macho -gritaba la amante de Tomás Arroyo la noche de su velorio en una iglesia de Camargo donde un Cristo enjaulado en vidrio, coronado de espinas y cubierto por un manto de burlas los miraba sentado en una caja vacía de cervezas.

Harriet Winslow sólo le dijo al cadáver del gringo viejo: -Te espera una tumba vacía en el cementerio militar, papá.

También salieron juntas de Camargo la mañana siguiente, que fue una mañana friolenta y rasgada, cada una con su cajón de muerto en sendas carretas tiradas por mulas tristes. La Garduña, Inocencio Mansalvo y el niño Pedro las acompañaron hasta el cruce de caminos. No hablaron. La Garduña iba cargando a su hijita en el rebozo y cuando llegaron al cruce le dio de nuevo las gracias a Harriet Winslow.

Vas a ver cómo mi hija hace que me entierren en sagrado junto a mi tía doña Josefa Arreola en Durango.

– Ojalá que viva muchos arios -dijo Harriet Winslow.

– Quién sabe; pero me moriré pensando en mi angelito hermano que nunca nació y dándote gracias a ti…

– ¿A dónde vas a enterrar a mi general Arroyo? -le preguntó Inocencio Mansalvo a la mujer con cara de luna.

Ella contestó sin lágrimas que lo iba a enterrar en el desierto, donde nadie supiera nunca más de él.

– Siento no acompañarte -dijo Inocencio-. Pero debo proteger a la gringa. Son órdenes de mi general Villa.

La amante de Tomás Arroyo asintió, acicateó a la mula vieja y se fue por su rumbo desconocido cuando el coronelito Frutos García iba llegando a darle el último adiós a su jefe. La carretela se perdió en el polvo y Frutos García miró a Harriet y le dijo que la escoltarían hasta la frontera Inocencio Mansalvo y el niño Pedrito también, que era un niño valiente y había querido mucho al gringo viejo.

– Además -se rió con una carcajadota española con un niño a nadie le vienen malas ideas. No se preocupe -le dijo, ya serio, a la extranjera- Usted hizo lo que tenía que hacer. El gringo vino a morirse a México. Quién le iba a decir que se iba a morir por una gringa, caramba. La verdad se murió nomás porque cruzó la frontera. ¿A poco ésa no es razón de sobra?

– Yo también la crucé -dijo Harriet.

– No se preocupe. Nosotros vamos a respetarla a usted y al gringo viejo. Al gringo porque era valiente. Porque traía un dolor en la mirada. Y porque ésa fue la última orden de nuestro general Tomás Arroyo: respeten al gringo viejo.

– ¿Y a mí?

– A usted nomás le va a tocar acordarse de todo.

En el largo trayecto de Camargo a Ciudad Juárez, Harriet Winslow tuvo mucho tiempo para pensar en su vida cuando regresara a Washington. Pero había una presencia cálida junto a ella: un niño mexicano. Pedrito quería al hombre muerto que ahora iba a ser llevado a la tumba del capitán Winslow en Arlington. Inocencio Mansalvo se ocupó de todo durante el viaje; comida y lecho, orientación y plata. Conocía bien estos caminos sin signos. Pero la tierra ya estaba conquistada por la revolución y aquí todos eran villistas.

En Juárez, cuando Harriet se disponía a cruzar al otro lado, el niño Pedrito por fin habló.

– Se te hizo, viejo -le dijo de despedida al cadáver del gringo, mientras Harriet barajaba los papeles burocráticos para el difícil ingreso de un muerto a los Estados Unidos de América-. Se te hizo, viejo. Te mandó fusilar nada menos que Pancho Villa.

Inocencio Mansalvo estaba fumando acodado sobre un barandal del puente y llamó a Harriet con un gesto brusco, sofocado en la ardiente primavera de la frontera. Ella le obedeció. Era su despedida de México. Los dos miraron un rato, sin hablar, las aguas turbias, veloces pero flacas, de ese río que los norteamericanos llaman grande y los mexicanos bravo.

Harriet miró a Mansalvo por primera vez. Era un hombre flaco, de ojos verdes y pelo chino, con dos hendiduras profundas en las mejillas, dos en las comisuras de los labios, dos en la frente, todo en pares, como si una pareja de artesanos gemelos lo hubiera modelado de prisa y a machetazos, para echarlo pronto al mundo. Tenía una hermosa barba partida también. Harriet se mordió un labio; no había mirado a este hombre hasta ese día. Esta hora.

Lo vio inmóvil e impenetrable, cortado en dos desde la barba, y supo que se quedaría vigilando la larga frontera norte de México; para los mexicanos la única causa de guerra eran siempre los gringos.

Mansalvo miró sin querer la frontera del lado norteamericano.

– El gringo viejo decía que ya no hay frontera pa los gringos, ni pal este ni pal oeste ni pal norte, sólo pal sur, siempre pal sur -dijo el combatiente y desdobló un recorte de periódico.

Harriet, acodada al lado de Mansalvo, olió el sudor de alcohol, cebolla y cigarrillo negro del hombre. También miró la cara del gringo viejo en el recorte de un periódico norteamericano. Inocencio Mansalvo dejó caer el recorte al río.

– Qué lastima -dijo-. Yo no sé leer inglés. Ora usted ya no podrá leerme lo que decía allí.

Entonces Mansalvo se volvió y tomó con fuerza a Harriet de los brazos.

– Qué lástima. Cómo no se fue usted a enamorar de mí. Mi general estaría vivo ahorita.

La soltó.

– Siempre pal sur -repitió Inocencio Mansalvo-. Qué lástima. Con razón ésta no es frontera, sino que es cicatriz.

Entonces se alejó y Harriet lo vio por detrás, con su chaleco de gamuza encima de una camisa sin cuello y el sombrero tejano cubierto de tierra que Inocencio Mansalvo iba regando al ritmo de su paso norteño, vaquero.

Harriet no volvió a mirarlos ni a él ni al niño. Cuando cruzó el puente de fierro a El Paso, la esperaba una nubecilla de periodistas. Ellos, más que los funcionarios de la aduana, habían certificado ya que el capitán Winslow, perdido en combate en Cuba, seguramente amnésico y desorientado, victima de la sevicia española en los campos de prisioneros, pero siempre animado por el coraje guerrero que su admirable hija reconoció y recobró en los sangrientos combates de los revolucionarios mexicanos…: Harriet oyó y asimiló la historia urdida por la prensa, la aceptó como parte del tiempo que ella iba a mantener. El féretro fue colocado en un armón del ejército para trasladarlo a la estación de ferrocarril.

– Es usted noticia nacional, señorita Winslow. Un amigo suyo en Washington, el señor Delaney, ha declarado que el Senado la escuchará con gusto para testimoniar sobre la barbarie imperante en México.

Harriet se detuvo. Temió perder el contacto con su compañero, el cadáver recobrado, viéndolo alejarse otra vez, una conciencia errante y perdida en la muerte, más que nunca en la muerte, una conciencia habitada por fantasmas, padres asesinados e hijos perdidos.

– Señorita Winslow… noticia nacional…

Una bruma azul la alejaba otra vez del viejo: Harriet alargó la mano como para detener a ese cadáver errante ahora en una bruma hecha por el hombre, una niebla de vapor puntual y enérgico; para impedir la separación de los dos gringos que vinieron a México, él conscientemente, ella sin darse cuenta, a encontrar la siguiente frontera de la conciencia norteamericana, la más difícil, casi gritó en ese momento Harriet, noticia nacional, noticia nacional, tratando de separarse del grupo de periodistas para no separarse más del cadáver del viejo, la más difícil de todas porque era la más extraña siendo la más próxima y por ello la más olvidada y la más temida cuando resucitaba de sus largos letargos.

– Qué lástima. Cómo no se fue usted a enamorar de mí.

– Fiske, del San Francisco Chronicle. No ha contestado a mi pregunta. ¿Será usted testigo para que le traigamos el progreso y la democracia a México? Dése cuenta…

– ¿Le traigamos? Quiénes? -dijo Harriet dando vueltas sobre sí misma, aturdida, separada de su muerto, su compañero, mirando de un lado un puente de sol y un polvo moribundo, del otro la carrera azogada de los rieles y el humo azul de la estación de ferrocarril: el féretro envuelto en la bandera de los Estados Unidos.

– ¿Quiénes? Los Estados Unidos, señorita Winslow. Usted es ciudadana norteamericana.

– Fiske. Usted me llamó para declarar que su padre había sido brutalmente asesinado.

– Noticia nacional.

– La hemos servido con gusto. Ahora usted…

– ¿Cree que debemos intervenir en México?

– ¿No quiere vengar la muerte de su padre?

San Francisco Chronicle.

Washington Star.

– ¿No quiere que salvemos a México para la democracia y el progreso, señorita Winslow?

– No, no, yo quiero aprender a vivir con México, no quiero salvarlo -alcanzó a decir y abandonó al grupo de periodistas, abandonó al cadáver del viejo, corrió de regreso a la frontera, al río, al sol cansado de ese día que se iba poniendo a lo largo del occidente fronterizo, corrió como si hubiera olvidado algo que no les dijo a los periodistas, como si quisiera decirles algo a los que dejó atrás, como si pudiera hacerles entender que estas palabras no significaban nada, salvar a México para el progreso y la democracia, que lo importante era vivir con México a pesar del progreso y la democracia, y que cada uno llevaba adentro su México y sus Estados Unidos, su frontera oscura y sangrante que sólo nos atrevemos a cruzar de noche: eso dijo el gringo viejo.

Miró del otro lado del río al niño Pedrito y a Inocencio Mansalvo. Les gritó pidiendo perdón por la muerte de Tomás Arroyo, pero ellos no la oyeron ya ni la hubieran entendido. Sólo cumplí el deseo de Arroyo, morir joven, llevarme su tiempo, mantenerlo ahora.

No la oyeron gritar cuando el puente estalló en llamas.

– He estado aquí. Esta tierra ya nunca me dejará.

Ellos le dieron la espalda y la vieron para siempre entrando a un salón de baile lleno de espejos, sin mirarse a sí misma porque en realidad entraba a un sueño.

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