XIV

– ¿Sabes por qué regresé? -le preguntó a Harriet Winslow, y en seguida no preguntó, afirmó-: Tú sabes por qué regresé. Tus ojos se te escapan, gringuita, debes andar huyendo de algo, puesto que tanto deseas regresar a lo mismo a lo que le andas huyendo: mira, te miraste en los espejos, ¿crees que no lo sé?, yo también me miré en los espejos, cuando era un muchachito; pero mis hombres no, ellos nunca habían visto sus cuerpos enteros; yo tenía que darles ese gran regalo, esa fiesta: ahora, mírense, muévanse, levanta un brazo, tú, baila una polka, desquítense de todos los años ciegos en que vivieron ciegos con sus propios cuerpos, tentando en la oscuridad para encontrar un cuerpo -tu cuerpo- tan extraño y callado y lejano como todos los demás cuerpos que no te permitían tocar o a los que no les permitían tocarte a ti. Se movieron enfrente del espejo y se quebró el encanto, gringuita. Tú sabes, aquí tenemos un juego de niños. Se llama los encantados. El que te toca te encanta. Te quedas quieto hasta que otra persona llega a tocarte. Entonces puedes moverte otra vez. ¿Quién sabe cuándo vendrá otra persona a encantarte otra vez? Encantar. Es una palabra muy bonita. Es una palabra muy peligrosa. Estás encantado. Pero ya no eres dueño de ti mismo. Le perteneces a otra persona que no puede hacerte bien o hacerte daño, ¿quién sabe? óyeme gringuita: yo he estado encantado por esta casa desde que nací aquí, no en la cama grande y acojinada y con baldaquines de mi padre, sino en el petate de mi madre en los cuartos de servicio. La hacienda y yo nos hemos estado mirando desde hace treinta años, como tú miraste al espejo o como mis hombres se vieron reflejados. Yo estaba encantado por la piedra y el adobe y el azulejo y el vidrio y la porcelana y la madera. Una casa es todo esto, pero mucho más también. ¿Tuviste una casa a la que le pudieras decir "mi casa" cuando eras niña, gringuita? ¿O tú también tuviste que mirar a una casa que pudo ser tuya, que de algún modo era tuya, me entiendes, pero que era más lejana que un palacio en un cuento de hadas? Hay cosas que son las dos cosas: tuyas y ajenas, que te duelen como propias porque no son tuyas. ¿Me entiendes? Ves otra casa, entiendes esa casa, ves cómo se prenden las luces y luego se escurren de ventana en ventana, luego las ves apagarse de noche y tú estás dentro de la casa pero afuera también, enojado porque estás fuera pero agradecido de que puedes ver la casa mientras todos ellos, los demás, los otros, muchos, están adentro, capturados, y no pueden ver: entonces ellos son los excluidos y tú te alegras, gringuita, tú te sientes contento y hay alegría en tu corazón: tú tienes dos casas y ellos sólo tienen una.

Arroyo dejó escapar un espantoso suspiro, más parecido al quejido de alguien pateado en la ingle y escondió la expulsión involuntaria de sus pasiones interiores carraspeando y escupiendo una flema gruesa en una copa llena de mezcal. Era un feo espectáculo y Harriet se escondió de él pero Arroyo le tomó con fuerza la barbilla.

– Mírame -dijo Arroyo, desnudo frente a Harriet, arrodillado desnudo con su duro pecho moreno y su ombligo hondo y su sexo inquieto, nunca en reposo, ella lo averiguó, siempre a medio llenar, como la botella de mezcal que siempre dejaba abandonada en sus lugares, como si los largos y duros testículos, semejantes a un par de aguacates peludos, columpiándose pero duros como piedras entre sus esbeltas, lampiñas, lustrosas piernas indias, estuviesen ocupados incesantemente en la tarea de volver a llenar el pene negro, otra vez brilloso, palpitante, coronado por una aureola del vello más negro que ella había visto jamás, y se rió recordando el vello púbico despeinado, rojizo, escaso de Delaney, que ella sólo vio una vez, a través de la bragueta medio abierta, el pene de Delaney dormido como un triste enano perdido en una lavandería: visto sólo una vez, pero sentido tantas veces cuando le pedía: sé mi mujer, Harriet, demuéstrame tu amor, haz lo que quieras, ya sabes, sin ningún peligro para ti, dulzura, sólo tu manita suave, Harriet: y sus pequeños placeres fríos y espasmódicos; Arroyo era como un arroyo fluido y parejo de sexo: eso es lo que su nombre significaba, Brook, Stream, Creek: Tom Creek, Tom Brook, ¡qué buen nombre inglés para un hombre que se parecía a Tomás Arroyo!, ella rió con él arrodillado allí frente a ella, sin ostentar su perpetua semierección que ella vio y tocó con ensueño, entendiendo que nada había que entender allí, que Arroyo, su Tom Brook, era el garañón elemental: había oído decir que hombres como los arrieros, los esquiladores, los albañiles, siempre la tenían lista, dura, no se complicaban la vida con pensamientos sobre el sexo, usaban el sexo con la normalidad con que caminaban, estornudaban, dormían o se alimentaban: ¿Arroyo era como ellos? Lo pensó por un momento y en seguida se detestó a sí misma por mirarlo una vez más con aire protector -mucho, mucho mejor pensar que la verga de Arroyo estaba siempre lista, o medio lista, en verdad, gracias a una imaginación complicada que a ella le resultaba imposible calar: ¿quizás él era así con ella, sólo con ella, con nadie más, con ninguna otra mujer?

"Harriet Winslow -se regañó en silencio a sí misma-, el orgullo es un pecado. No te conviertas en una muchacha tonta e infatuada tan tardíamente. No estás enloqueciendo a nadie, ni en México ni en Washington. Quieta, quieta, miss Harriet, niña, tranquila."

Ya no se hablaba más a sí misma; su imaginación la había conducido a los brazos de la amante de su padre, la húmeda negra en la mansión húmeda y silente donde las luces subían y bajaban por las escaleras.

– Mírame -repitió Arroyo-, mírame mirándote (esto quería decir, de todas maneras, pensó ella) (ahora ella se siente sola y recuerda) incapaz de moverme mientras te miro a la cara, porque eres bella, quizás, pero la belleza no es la única razón para permanecer así, inmóvil, enfrente de alguien o de algo, como ante una serpiente, sonrió Harriet, por ejemplo, o un espejismo en el desierto; o una pesadilla de la cual no se puede escapar, cayendo para siempre dentro del pozo del sueño, para siempre corriendo carreras dentro del sueño: no -dijo Arroyo-, piensas en cosas tristes y feas, gringa, yo hablo de belleza, o amor, o porque de repente me acuerdo de quién eres tú y o tú me haces acordarme de quién soy yo, o de repente cada uno se acuerda de alguien por su cuenta pero le da las gracias a la persona que está mirando por traerle ese dulce recuerdo de vuelta; sí -ella levantó la palma de su mano-, aquí, esta noche puedo imaginar muchas cosas que nunca fueron o desear lo que nunca tuvimos -dijo Arroyo, uniendo su palma abierta a la de ella: ella fría y seca, él caliente pero también seco, los dos de hinojos con sus rodillas arremolinando la espuma de las sábanas, la cama como un oleaje inmóvil que recobraría la vida en cuanto el tren se moviera otra vez, se apresurara rumbo a su siguiente encuentro, la batalla, la campaña, lo que viniera después en la vida de Arroyo: entonces la cama de los Miranda sobre la cual estaban arrodillados juntos y enamorados se sacudiría por sí misma, sin tomar en cuenta a los cuerpos que ahora le daban su único ritmo: un mar de flujos lentos y fríos y súbitos relámpagos de calor surgidos desde las profundidades insospechadas donde un pulpo se movería con terror irracional y los espirales de arena negra corriendo como nubes hacia arriba entibiando las aguas con la fiebre revelada de lo inmóvil, rompiendo los espejos del mar helado: astillando la superficie de la realidad.

Cada uno encerró en su puño la mano del otro.

El dijo que durante treinta años había estado detenido sin moverse mirando la hacienda: como niño, como muchacho, y como hombre joven en la hacienda. Entonces hubo este movimiento. El no lo inició. Él nomás se junto a él. Pero comprendía que era suyo, como si él hubiese engendrado a la revolución entre los muslos del desierto de Chihuahua, sí, gringuita, así nomás. Pero no era eso lo que importaba. La cosa es que él se había movido, al fin, él y todos ellos, arqueados, moviéndose, ascendiendo como desde un sueño de marihuana, animales lentos morenos sedientos y heridos, ascendiendo desde el lecho del desierto, el hueco de la montaña, los pies desnudos de los poblados devorados por los piojos, ¿había hablado ella con La Luna, la mujer que había llegado de un pequeño poblado en el norte de México, ella lo sabía, lo sabía ella?, bueno el movimiento lo había excitado y ahora, y ahora, la obligó violentamente a bajar la mano empuñada en la suya y la colocó sobre su verga nerviosa, y ahora sólo podía decírselo a ella, nunca le diría nada a La Luna, la mujer entendería pero se sentiría traicionada porque los dos eran mexicanos, él se lo diría a la gringa, porque sólo se lo podría contar a alguien llegada de una tierra tan lejana y extraña como los Estados Unidos, el otro mundo, el mundo que no es México, el mundo distante y curioso, excéntrico y marginal de los yanquis que no disfrutaban de la buena cocina o de las revoluciones violentas o de las mujeres sujetas o de las iglesias hermosas y rompían todas las tradiciones nada más porque sí, como si sólo en el futuro y en la novedad hubiese cosas buenas, le podía contar esto a la gringa no sólo porque ella era diferente sino porque ahora ellos los mexicanos eran, quizá sólo por un instante, como ella, como el gringo viejo, como todos los gringos: inquietos, moviéndose, olvidando su antigua fidelidad a un solo lugar y un solo paisaje y un solo cementerio, esto se lo diría a ella:

– Gringa, estoy encerrado otra vez.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó ella, sorprendida una vez más por este hombre cuyas palabras eran su sorpresa.

– Esto es lo que quiero decir. Entiéndeme. Trata. No me podía mover mirando a la hacienda, como si fuera mi propio duende. Entonces me escapé y me moví. Ahora estoy inmóvil otra vez.

– ¿Porque regresaste aquí? -dijo ella tratando de ser comprensiva.

– No -él sacudió la cabeza con vigor-. Más que eso. Me siento otra vez prisionero de lo que hago. Como si otra vez ya no me moviera.

Estaba encerrado en el destino de la revolución donde ella lo sorprendió: esto quiso decir. No, era algo más que el regreso a la hacienda. Mucho más que eso (dejó caer su mano sobre el muslo desnudo de Harriet): Todos tenemos sueños, pero cuando nuestros sueños se convierten en nuestro destino, ¿debemos sentimos felices porque los sueños se han hecho realidad?

El no lo sabía. Ella tampoco. Pero lo que sí hizo Harriet fue empezar a pensar desde entonces que quizás este hombre había sido capaz de hacer lo que a nadie se le exige: había regresado al hogar, revivía uno de los más viejos mitos de la humanidad, el regreso al lar, a la tibia casa de nuestros orígenes.

"No puede ser -se dijo ella-, y no sólo porque lo más probable es que el lugar ya no esté allí. Pero aunque estuviera allí, nada volvería a ser igual: la gente envejece, las cosas se rompen, los sentimientos cambian. Nunca puedes regresar al hogar, aunque sea el mismo lugar con la misma gente, si por azar ambos permanecieron, no los mismos, sino que son simplemente allí, en su estar." Se dio cuenta de que la lengua inglesa sólo sabia conjugar una clase de ser -to be- que en español era el ser y su fantasma: ser y estar, una forma de existencia el espejo de la otra, pero también su transformación: cambio constante, como el espíritu y la carne. El hogar es una memoria. La única verdadera memoria: pues la memoria es nuestro hogar, y así se convierte en el único deseo verdadero de nuestros corazones; la búsqueda ardiente de nuestros pequeños e inseguros paraísos, enterrados muy dentro de nuestros corazones, impermeables a pobreza o prosperidad, bondad o crueldad. Una pepita reluciente de autoconocimiento que sólo brilla ¿para el niño?, preguntó Harriet.

– No -contestó Arroyo intuitivamente-, un niño es sólo un testigo. Yo fui el testigo de la hacienda. Porque era el bastardo de los cuartos de servicio, tenía que imaginar lo que ellos ni siquiera volteaban a ver. Crecí oliendo, respirando, oyendo cada rincón de esta casa: cada cuarto. Yo podía saber sin moverme, sin abrir los ojos, ¿ves, gringuita? Yo podía respirar con el lugar y ver lo que cada uno hacia en su recámara, en su baño, en el comedor, no había nada secreto o desconocido para mí el pequeño testigo, Harriet, yo que los vi a todos ellos, los oí a todos, los imaginé y los olí nomás porque respiré con el ritmo que ellos no tenían porque no les hacía falta, ellos se lo merecían todo, yo tenía que meterme la hacienda a los pulmones, llenarlos con la más pequeña escama de pintura, la migaja más chiquitita de pan, la más secreta cuajada de vómito, las huellas serpentinas de caca y su polvo barrido bajo los tapetes, y ser así el testigo ausente de cada cópula, apresurada o lánguida, juguetona o aburrida, lamentable u orgullosa, tierna o fría, de cada defecación, gruesa o aguada, verde o roja, suave o aterronada con elote indigesto, escuché cada pedo, me oyes, cada eructo, cada gargajo caer, cada orín correr, y vi a los guajolotes descarnados cuando les torcían los pescuezos, y los bueyes castrados, los chivos despanzurrados y puestos en el asador, vi las botellas encorchadas repletas con el vino inquieto de los valles de Coahuila, tan cerca del desierto que saben a vino de nopal, luego las medicinas descorchadas para las purgas de aceite de ricino y las altas fiebres de la muerte y el parto y las enfermedades infantiles, yo podía tocar los terciopelos rojos y los organdíes cremosos y las tafetas verdes de las crinolinas y los bonetes de las señoras, sus largos camisones de encaje con el sagrado corazón de Jesús bordado enfrente de sus coños: la devoción temblorosa y humilde de las veladoras sudando tranquilamente su cera anaranjada como si fuesen parte de un perpetuo orgasmo sagrado; contrastando con los candelabros de la vasta mansión de parqués lujosos y pesados drapeados y borlas doradas y relojes de pie y poltronas aladas y sillas de comedor quebradizas y bañadas en pintura dorada: yo lo vi todo y un día mi viejo amigo el hombre más anciano de la hacienda, un hombre acaso tan viejo como la hacienda misma, sí, a veces lo creí así, un hombre que nunca usó zapatos y nunca hizo ruido (Graciano se llamaba, ahora lo recuerdo) vestido todo de manta blanca, un pedazo de cuero viejo el anciano, con esa ropa que había sido cosida una y otra vez hasta que no era posible ya distinguir entre los remiendos y los remiendos de los remiendos de su ropa y las arrugas de su piel, como si el cuerpo también hubiese sido remendado mil veces: Graciano con su rastrojo blanco en la cabeza y la barbilla era el hombre encargado de darle cuerda a los relojes cada noche y una de ellas me llevó con él.

"Yo no se lo pedí. El nomás me tomó de la mano y cuando llegamos al reloj que estaba en la sala donde todos estaban tomando café y coñac después de la cena, Graciano me dio las llaves de la casa. El era el único criado que tenía derecho a ellas. Me las dio a mí aquella noche para que yo las tuviera en mi mano mientras él le daba cuerda al gran reloj de la entrada de la sala.

"Gringa: por un instante tuve esas llaves en mi mano. Eran calientes y frías, como si las llaves también hablaran de la vida y muerte de los cuartos que iban abriendo.

"Traté de imaginar cuáles piezas abrirían las llaves calientes; y cuáles, las frías.

"Sólo fue un instante.

"Apreté las llaves con mi puño como si en él tuviese la casa entera. En ese instante toda la casa estuvo en mi poder. Todos ellos estaban en mi poder. Seguro que ellos lo sintieron porque (estoy seguro) por primera vez en la vida de nadie dejaron de platicar y de fumar y beber y dirigieron la mirada hacia el viejo que le daba cuerda al reloj y una bellísima señora vestida de verde me vio y vino hasta mí, hincándose enfrente de mí y diciendo: '!Qué mono!'

"La apreciación de la joven señora no fue compartida por el resto de la compañía. Vi movimientos arrimados, escuché voces bajas, y luego un penoso silencio cuando la señora joven se volteó a mirarlos como queriendo compartir su alegría con ellos pero sólo se halló con miradas frías y entonces preguntó con voz muy baja:

– ¿Qué he hecho ahora?

"Era la joven esposa del hijo mayor de mi padre. Era la madre de los niños, mis sobrinos, a los que tú viniste a enseñarles el inglés, gringa. Hace veinte años, esa muchacha todavía no entendía las leyes de los Miranda. Yo los miré azorado, apretando en mi puño las llaves de su casa. Entonces el hombre que era mi padre ladró:

"-Graciano, quítale las llaves a ese mocoso.

"El viejo sonrió y abrió su mano pidiéndome su regalo.

"Yo entendía a don Graciano. Le devolvía sus llaves dejándole saber que yo ya las había tocado, que yo entendía que él me hacía este maravilloso regalo por alguna razón desconocida. Cuando se las regresé, las llaves estaban calientes pero mi mano estaba fría.

"Luego don Graciano me llevó con él a su camastro en la parte donde dormían los criados y se sentó allí con una mirada lejana que luego he aprendido a distinguir, gringa, en los ojos de los que ya se van pero todavía no lo saben. A veces, mirándolos, nosotros sabemos primero quién se va a ir, y cuándo. Hay una como lejanía en la mirada, una mirada hacia dentro que nos está diciendo: 'Mírame. Ya me voy. Yo no lo sé. Pero es nomás porque me estoy mirando por dentro y no por fuera. Tú que me miras por fuera, avísame si no tengo razón y mira, muchacho, no me dejes morir solo.

"Claro que el viejo Graciano habló de otras cosas esa noche. Dijo, me acuerdo (Arroyo recordó), que muchas veces los patrones habían querido pasarle ropa usada, ropa de ciudad, para distinguirlo y demostrarle su estima. Me aconsejó que nunca fuera a aceptar eso. Que me quedara siempre con mi traje de trabajador, me dijo esa noche.

"Habló de la caridad y de cómo la detestaba. Habló de hablar, de hablar como hablamos nosotros, no como imitamos la manera de hablar de los patrones. Dijo que nunca había que explicar nada; mejor sufrir los azotes que quejarse o explicar nada. Si había que sobrevivir, era mejor hacerlo sin decir nunca 'Lo siento' o 'No me siento bien'.

"Me acercó, acurrucándome, a su pecho y el son de su corazón era más pequeño que el de las lagartijillas del desierto que a veces capturé escapándose de un rincón en ruinas de los cuartos de servicio.

"La caridad, dijo, es la enemiga de la dignidad -no es el orgullo el pecado, el orgullo es pura dignidad. El orgullo no es un derecho, dijo rascando debajo del jorongo enrollado que le servía de descanso para la cabeza: la dignidad sí lo es. Extrajo del jorongo una caja plana y hermosa de palisandro, gringa, escondida allí dentro de su jorongo enrollado, diciendo que la dignidad es un derecho, y el derecho estaba aquí mismo dentro de esta caja; él me había dado las llaves pero tenía que regresárselas o se darían cuenta de que algo raro sucedía. Pero lo que había dentro de la caja de madera podía dejarlo conmigo: dejármelo a mí, porque ellos no sabían nada de esto pero yo sí debía saber, porque yo era el legítimo heredero de la hacienda de los Miranda.

"Tomé la caja, lleno de asombro, sin entender nada en verdad, sólo lleno de asombro: esto me ocurría a mí este día de mis nueve años. Pero le aseguré a don Graciano que protegería su cajita como si fuese mi propia vida.

"El sonrió, afirmando con la cabeza.

"-Nuestros antepasados vendrán a mi entierro y me recibirán porque he guardado seguros los papeles.

"Esto es todo lo que dijo y ya no siguió hablando del asunto. Entonces soltó un largo suspiro y me acarició la cabeza y me dijo que me fuera a dormir y que lo buscara al día siguiente.

"Te lo juro, Harriet, el viejo no me dijo: Mañana hablaremos; no me dijo: No dejes de venir mañana para que platiquemos más. Sin duda que no me dijo: Oye, Tomasito, me voy a morir y quiero que estés aquí conmigo, de modo que no me vayas a abandonar mañana: Quiero que me veas morirme porque esto es lo que me debes por llevarte adentro de la casa y hacerte que los vieras y hacer que ellos te vieran a ti, no como a ellos les gusta vernos, parte de un montón arrimado, tú entiendes, les gusta mucho no reconocer a nadie y mirar por encima de nuestras cabezas como si no estuviéramos allí, y yo en cambio quería decirles:

“-Mírenlo. Aquí está. Ustedes no pueden mirar a través de Tomás Arroyo. No está hecho de aire, sino de sangre. Es carne, no es vidrio. No es transparente. Es opaco, bola de cabrones hijos de su chingada, es opaco como el muro de la prisión más sólida que ustedes o yo o él jamás penetraremos.

"Éste fue el adiós de Graciano a sus muchos años en la hacienda de los Miranda.

"Al día siguiente lo encontraron muerto en su catre. Yo lo vi cuando se lo llevaron a enterrar. 'Es Graciano' dijeron. '¿Quién irá a darle cuerda a los relojes ahora?'

"Graciano también era viejo, Harriet, como tu gringo viejo. Lo enterramos aquí en el mismo desierto que el general indiano encontró cuando vino aquí. Pero cuando enterramos a Graciano, todos nuestros antepasados se llegaron a la reunión, los apaches y los tobosos y los laguneros errantes que cazaron y mataron en la tierra cuando la tierra no era de nadie, y los españoles que llegaron con el hambre de las ciudades de oro que creyeron encontrar en este desierto, y los que vinieron detrás de ellos con las cruces cuando supieron que aquí no había oro sino espina y finalmente los que vinieron a habitar esta tierra y a clavar sus derechos sobre la tierra con sus pernos de plata y sus espuelas de fierro, tomando la tierra de los indios que regresaron disparando rifles y violando mujeres y haciendo retumbar los cascos de sus caballos recién descubiertos sobre el desierto, o que fueron matados, o que fueron enviados a las cárceles en los trópicos para que se murieran de malas fiebres, o que subieron hasta las montañas, cada vez más alto y más lejos hasta desaparecer como el humo que a veces se ve en la coronilla misma de los picachos más grandes, como si ésta fuera su diaria ofrenda a la muerte que todos nos debemos cada día: una gris columna despidiéndose del mundo, diciendo que nos alegra partir con algo cada día, así sea sólo un soplo de cielo nublado, para que cuando nos vayamos del todo ya estemos acostumbrados, nos reconozcamos en la muerte de nosotros que nos precedió: gringuita, ¿tú ves mi muerte como parte de mi vida?"

– No -dijo ella-, la vida es una cosa y la muerte es otra: son cosas opuestas, enemigas, y no debemos confundirlas para no correr el riesgo de abandonar la vida y dejar de defenderla, pues la vida es frágil y puede dejar de ser en cualquier momento.

– Ah, entonces la vida sí contiene su propia muerte -saltó Arroyo.

– No, no -Harriet negó con sus trenzas deshechas-, la vida está rodeada por su enemiga; estamos asediados por lo que nos niega: el pecado y la muerte, el demonio, el Otro…

Bajó la cabeza y añadió:

– Pero podemos salvarnos gracias a las buenas obras y a la decencia personal, a la abstinencia -y tuvo que mirar de reojo la siempre presente botella de mezcal, y en seguida se regañó por su falta de caridad- y la gracia del Señor, que es omnipresente, y accesible a nosotros porque es abundante y por eso Él es el Señor…

Arroyo la miró fijamente porque en los ojos de Harriet, un instante antes de que bajara la cabeza, él no podía descubrir nada que transformase las palabras en verdades: eran sólo convicciones, y no es lo mismo, pero se preguntó si debía respetarlas.

– ¿Sabes qué, gringuita? Don Graciano vivió mucho tiempo.

– Espero que el viejo americano también viva el tiempo que Dios le concedió.

Arroyo rió, recostando la cabeza en el mono de Harriet: -Déjalo vivir tinto como ha vivido hasta ahora, déjalo vivir el doble de tiempo, gringuita, y ya verás cómo lo detestaría. Nos detestará si le damos el doble de su tiempo. No, gringa, nos morimos porque nuestros caminos se cruzan. Nomás. El desierto es grande. Graciano, don Graciano, está enterrado allí. El siempre vivió aquí. Sus antepasados vinieron a verlo cuando lo enterramos. El gringo viejo vino aquí. Nadie le pidió que viniera. Él no tiene abuelos aquí. Su muerte sería muy triste. Nadie vendría a su tumba. Su sepultura no tendría nombre. Dile que se largue pronto, gringa. No es de los nuestros. No cree en la revolución. Cree en la muerte. Me da miedo, gringa. No tiene antepasados en este desierto.

– Háblame de los tuyos -rogó Harriet, sintiendo que pasada la cercanía de un momento la separación se acercaba a rastras y ella quería que la cercanía durara mientras pudiese, pues Harriet estaba segura, si no de la hermandad o enemistad de la vida y de la muerte, de que en la vida misma estar separados era nuestra condición compartida, no estar unidos; y estar separados, le dijo suavemente a Arroyo, era la muerte en vida, ¿él no lo creía?

Él contestó retomando su hilo y diciendo que primero los hombres blancos y luego los mestizos que pronto poblaron esta tierra, también ellos sufrieron como los indios; ellos también perdieron sus pequeñas propiedades en beneficio de las haciendas invasoras, las grandes propiedades pagadas desde el extranjero o desde la ciudad de México, convirtiendo en señorones de la noche a la mañana a los que tenían el dinero pan comprar las tierras en subasta cuando las tierras dejaron de pertenecer a los curas; y los pequeños propietarios, como su propia gente, se encontraron de vuelta arrumbados: lárgate al monte, Arroyito, vive con los indios y conviértete en un soplo de fuego, o arrástrate por el desierto durante el día, como una lagartija, escondida a la sombra del cacto gigante, o asalta de noche como un lobo, corriendo a lo largo del océano seco y huérfano, o conviértete en trabajador aquí en la hacienda: si te portas bien quizás te volveremos a dar las llaves, puedes darle cuerda a los relojes cuando seas viejo, recuerda Tomás, debes conservar tu dignidad rechazando la ropa vieja de los señores.

– Pásame los frijoles, ¿quieres?

Arroyo levantó la mirada para ver a Harriet después de tragar los frijoles y luego volvió a descansar su cabeza sobre los muslos cerrados de la mujer; los ojos de la pareja se encontraron al revés, extraños ojos de vida submarina acentuados por cejas como bolsas, bigotes, bromas púbicas extraviadas, pero el tono de Arroyo era tan severo, tan implacable, que al principio ella no podía ver nada gracioso en ello:

– He regresado para que nadie en México tenga que repetir mi vida o escoger como yo tuve que escoger.

Ella imaginó cómo se reiría el gringo viejo al oír semejante aserto y ¿por qué no se reía también ella?, ¿por qué ya no estaba irritada como al principio cuando se encontraron y ella no quería llamarlo "general"? ¿Por qué, por qué? Buscó en su alma y allí encontró un calor terrible; pero era el calor de las cenizas ardiendo sin llama: un fuego moribundo, que es el más ardiente, el fuego más resistente de todos: ¿era también el fuego de Arroyo, o era solamente, ahora ella cierra los ojos rápidamente para no ver más a esas dos marsopas nadando que eran los ojos de Arroyo, su propio fuego, el fuego de Harriet Winslow, salvado para su propia gracia después de que Arroyo lo encendió, pero no de él, no, de él sólo momentáneamente, él un instrumento para recibir un fuego que siempre estuvo allí pero que le pertenecía a ella, a la caída de la casa de Halston, veranos nunca vistos en Long Island y a su madre y a su padre y a la amante negra de su padre, un fuego que le pertenecía a todo esto que era de ella y que ahora él quería atribuirse a si mismo, con su arrogancia de macho y su implacable teatralidad, ella lo vio una vez mis detenido en una de sus posturas espontáneas, no aprendidas, un torero en un coso vacante a la medianoche, rodeado del hedor muerto de las bestias, un tenor insospechoso de una de las óperas italianas que su madre la llevó a ver en el National Theater, pero nuevamente desprovista de decorados, vestuario, cortinas de brocado: un cantante desnudo, sí, casi un niño de modales nerviosos, ascendentes, a medio llenar. Harriet hizo lo que nunca había hecho en su vida, se clavó como un ave frágil pero hambrienta entre los muslos de Arroyo, tomó entre sus labios esa cosa nerviosa, ascendente, medio llena, olió al fin la semilla extraña, lamió la punta de la flecha, mordió, chupó, se tragó lo que antes sólo había estado dentro de ella pero ahora como si gracias a este acto ella estuviese dentro de él, como si antes él la hubiere poseído y ahora ella lo poseía a él: ésa era la diferencia, ahora ella podría arrancar la cosa a mordiscones si lo quisiera y antes él podía clavarse como una espada y cortarla a ella en dos, atravesarla, alfilerearla como una mariposa; antes ella pudo ser víctima; ahora él podía ser la suya; y ahora Arroyo creció pero no quiso venirse, maldito, maldito seas, prieto cabrón, maldito sea el horrendo grasiento, se niega a venirse porque quiere ahogarla, sofocarla, machacando, palpitando, acometiendo, negándose a derramarse en su boca, negándose a gritar como gritaba con la mujer de la cara de luna, maldito negándose a fruncirse y declararse vencido, negándose a admitir que en la boca de la mujer él era el cautivo de la mujer, pero otra vez haciéndola sentir que antes sabría estrangularla, antes de venirse y encogerse y dejarla a ella saborear su victoria.

Ella lo rechazó con un sonido gutural, salvaje, el peor ruido que jamás había salido de ella (se dijo y recuerda) cuando ella escupió fuera la tiesa culebra que le mordió los labios y se azotó contra sus mejillas, golpeándolas con un ruido seco mientras ella gritaba ¿qué te pasa, qué te hace ser como eres, chingada verga prieta, qué te hace negarle a una mujer un momento tan terrible y poderoso como el que antes tomaste para ti?

Y por esto Harriet Winslow nunca perdonó a Tomás Arroyo.

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