Capítulo dos. América, 1537-1540


Treinta y cinco años tenía Pedro de Valdivia cuando llegó con Jerónimo de Alderete a Venezuela, a Venecia pequeña, como la llamaron irónicamente los primeros exploradores al ver sus pantanos, canales y chozas en palafitos. Había dejado a la delicada Marina Ortiz de Gaete con la promesa de que regresaría rico o enviaría por ella tan pronto como fuese posible -magro consuelo para la joven abandonada-, y había gastado lo que tenía, endeudándose además, para financiar el viaje. Como cualquiera que se aventuraba en el Nuevo Mundo, colocó sus bienes, su honor y su vida al servicio de la empresa, aunque las tierras conquistadas y un quinto de las riquezas -si las había- pertenecerían a la Corona de España. Tal como decía Belalcázar, con autorización del rey la aventura se llamaba conquista, sin ella era asalto a mano armada.

Las playas del Caribe, con sus aguas y arenas opalescentes y sus elegantes palmeras, recibieron a los viajeros con engañosa tranquilidad, pues tan pronto se internaron en el follaje los envolvió una jungla de pesadilla. Debían abrirse paso a machetazos, aturdidos por la humedad y el calor, hostigados sin tregua por mosquitos y alimañas desconocidas. Avanzaban por un suelo pantanoso, donde se hundían hasta los muslos en una materia blanda y putrefacta, pesados, torpes, cubiertos de asquerosas sanguijuelas que les chupaban la sangre. No podían quitarse las armaduras por temor a las flechas envenenadas de los indios, que los seguían silenciosos e invisibles en la vegetación.

– ¡No podemos caer vivos en manos de los salvajes! -les advirtió Alderete, y les recordó que el conquistador Francisco Pizarro, en su primera expedición al sur del continente, había entrado con un grupo de sus hombres a una aldea desocupada donde aún ardían fogatas. Los españoles, hambrientos, destaparon los calderos y vieron los ingredientes de la sopa: cabezas, manos, pies y vísceras humanas.

– Eso ocurrió en el oeste, cuando Pizarro buscaba el Perú -aclaró Pedro de Valdivia, quien se creía bien informado sobre descubrimientos y conquistas.

– Los indios caribes de estos lados también son antropófagos -insistió Jerónimo.

Era imposible orientarse en el verde absoluto de ese mundo primitivo, anterior al Génesis, un infinito laberinto circular, sin tiempo, sin historia. Si se alejaban unos pasos de la ribera de los ríos, se los tragaba la jungla para siempre, como le ocurrió a uno de los hombres, que se internó entre los helechos llamando a su madre, loco de congoja y miedo. Avanzaban en silencio, agobiados por una soledad de abismo profundo, una angustia sideral. El agua estaba infestada de pirañas que, al olor de la sangre, se abalanzaban en masa y acababan con un cristiano en pocos minutos; sólo los huesos, blancos y limpios, demostraban que alguna vez existió. En esa lujuriante naturaleza no había qué comer. Pronto se les terminaron los víveres y empezó el padecimiento del hambre. A veces lograban cazar un mono y lo devoraban crudo, asqueados por su aspecto humano y su fetidez, porque en la humedad eterna del bosque era muy difícil hacer fuego. Se enfermaron al probar unos frutos desconocidos y durante días no pudieron seguir adelante, derrotados por los vómitos y una cagantina implacable. Se les hinchaba el vientre, se les soltaban los dientes, se revolcaban de fiebre. Uno murió echando sangre hasta por los ojos, a otro se lo tragó un lodazal, un tercero fue triturado por una anaconda, monstruosa serpiente de agua, gruesa como una pierna de hombre y larga como cinco lanzas alineadas. El aire era un vapor caliente, podrido, malsano, un hálito de dragón. «Es el reino de Satanás», sostenían los soldados, y debía de serlo, porque los ánimos se enardecían y peleaban a cada rato. Los jefes se hallaban en duros aprietos para mantener algo de disciplina y obligarlos a continuar. Un solo señuelo les impulsaba a seguir adelante: El Dorado.

A medida que avanzaban penosamente, disminuía la fe de Pedro de Valdivia en la empresa y aumentaba su disgusto. No era eso lo que había soñado en su aburrido solar de Extremadura. Iba dispuesto a enfrentarse con bárbaros en batallas heroicas y a conquistar regiones remotas para gloria de Dios y el rey, pero nunca imaginó que usaría su espada, la espada victoriosa de Flandes e Italia, para luchar contra la naturaleza. La codicia y crueldad de sus compañeros le repugnaban, nada había de honorable o idealista en esa soldadesca brutal. Salvo Jerónimo de Alderete, quien había dado pruebas sobradas de nobleza, sus compañeros eran rufianes de la peor calaña, gente traidora y pendenciera. El capitán al mando de la expedición, a quien no tardó en detestar, era un desalmado: robaba, traficaba con los indios como esclavos y no pagaba el quinto correspondiente a la Corona. ¿Adónde vamos tan iracundos y desesperados, si al fin y al cabo nadie puede llevarse el oro a la tumba?, pensaba Valdivia, pero seguía andando porque era imposible retroceder. La disparatada aventura duró varios meses, hasta que por fin Pedro de Valdivia y Jerónimo de Alderete lograron separarse del nefasto grupo y embarcarse a la ciudad de Santo Domingo, en la isla de La Española, donde pudieron reponerse de los estragos del viaje. Pedro aprovechó para enviar a Marina algún dinero que había ahorrado, como haría siempre, hasta su muerte.

En esos días llegó a la isla la noticia de que Francisco Pizarro necesitaba refuerzos en el Perú. Su socio en la conquista, Diego de Almagro, había partido al extremo sur del continente con la idea de someter las tierras bárbaras de Chile. Los socios tenían temperamentos opuestos: el primero era sombrío, desconfiado y envidioso, aunque muy valiente, y el segundo era franco, leal y tan generoso, que sólo deseaba hacer fortuna para repartirla. Era inevitable que hombres tan diferentes, pero de igual ambición, terminaran por enemistarse, a pesar de haberse jurado fidelidad comulgando ante el altar con la misma hostia partida en dos. El imperio incaico quedó chico para contenerlos a ambos. Pizarro, convertido en marqués gobernador y caballero de la Orden de Santiago, se quedó en el Perú, secundado por sus temibles hermanos, mientras Almagro se dirigía, en 1535, con un ejército de quinientos castellanos, diez mil indios yanaconas y el título de adelantado, a Chile, la región aún inexplorada, cuyo nombre, en lengua aymara, quiere decir «donde acaba la tierra». Para financiar el viaje gastó de su peculio más de lo que el inca Atahualpa pagó por su rescate.

Apenas Diego de Almagro se fue con sus bravos a Chile, Pizarro debió enfrentar una insurrección general. Al dividirse las fuerzas de los viracochas, como llamaban a los españoles, los nativos del Perú tomaron la armas contra los invasores. Sin pronta ayuda, la conquista del imperio inca peligraba, así como las vidas de los españoles, obligados a batirse con fuerzas muy superiores. El llamado de socorro de Francisco Pizarro alcanzó a La Española, donde lo oyó Valdivia, quien sin vacilar decidió acudir al Perú.

El solo nombre de ese territorio -Perú- evocaba en Pedro de Valdivia las inconcebibles riquezas y la refinada civilización que su amigo Alderete describía con elocuencia. Admirable, en verdad, pensaba al oír las cosas que se contaban, aunque no todo era digno de encomio. Sabía que los incas eran crueles, controlaban al pueblo con ferocidad. Después de una batalla, si los vencidos no aceptaban incorporarse por completo al imperio, no dejaban a nadie vivo, y ante el menor asomo de descontento trasladaban aldeas completas a mil leguas de distancia. Aplicaban los peores suplicios a sus enemigos, incluso a mujeres y niños. El Inca, quien desposaba a sus hermanas para garantizar la pureza de la sangre real, encarnaba a la divinidad, el alma del imperio, pasado, presente y futuro. De Atahualpa se decía que tenía miles de doncellas en su serrallo y una multitud incalculable de esclavos, que se divertía torturando a los prisioneros y que solía degollar a sus ministros con su propia mano. El pueblo, sin rostro y sin voz, vivía sometido; su destino era trabajar desde la infancia hasta la muerte en beneficio de los orejones -cortesanos, sacerdotes y militares-, que vivían en un fausto babilónico, mientras el hombre común y su familia sobrevivían apenas con el cultivo de un terruño que les era asignado pero no les pertenecía. Contaban los españoles que muchos indios practicaban la sodomía, que en España se paga con la muerte, aunque los incas la habían prohibido. Buena prueba de la lujuria de esa gente eran las cerámicas eróticas que los aventureros mostraban en las tabernas para regocijo de los parroquianos, quienes no sospechaban que se pudiese holgar de tan variadas maneras. Aseguraban que las madres rompían la virginidad de sus hijas con los dedos antes de entregarlas a los hombres.

Nada repudiable hallaba Valdivia en aspirar a la fortuna que podría encontrar en el Perú, pero no era ése su incentivo, sino la obligación de luchar junto a los suyos y alcanzar la gloria, que hasta entonces le había sido escurridiza. Eso lo distinguía de los demás participantes de la expedición de socorro, que iban encandilados por el brillo del oro. Así me lo aseguró él mismo muchas veces, y se lo creo, porque esa conducta era consecuente con las demás decisiones de su vida. Impulsado por su idealismo, abandonó años más tarde la seguridad y la riqueza, que por fin había obtenido, para intentar la conquista de Chile, empresa en la que Diego de Almagro había fracasado. Gloria, siempre gloria, ése fue el único norte de su destino. Nadie amó a Pedro más que yo, nadie lo conoció más que yo, por eso puedo hablar de sus virtudes, tal como más adelante deberé referirme a sus defectos, que no eran leves. Es cierto que me traicionó y conmigo fue cobarde, pero hasta los hombres más íntegros y valientes suelen fallarnos a las mujeres. Y, puedo asegurarlo, Pedro de Valdivia fue uno de los hombres más íntegros y valientes de los que han venido al Nuevo Mundo.


Valdivia se dirigió por tierra a Panamá y allí se embarcó, en 1537, junto a cuatrocientos soldados, rumbo al Perú. El viaje demoró un par de meses, y cuando llegó a su destino la sublevación de los indios ya había sido sofocada por la oportuna intervención de Diego de Almagro, quien regresó de Chile a tiempo para unir sus fuerzas a las de Francisco Pizarro. Almagro había atravesado las cumbres más heladas en su avance hacia el sur, había sobrevivido a increíbles padecimientos y había regresado por el desierto más caliente del planeta, arruinado. Su expedición a Chile alcanzó hasta el Bío-Bío, el mismo río donde los incas habían retrocedido setenta años antes, cuando pretendieron en vano adueñarse del territorio de los indios del sur, los mapuche. También los incas, como Almagro y sus hombres, fueron detenidos por ese pueblo guerrero.

Mapu-ché, «gente de la tierra», así se llaman ellos mismos, aunque ahora los denominan araucanos, nombre más sonoro, dado por el poeta Alonso de Ercilla y Zúñiga, que no sé de dónde lo sacó, tal vez de Arauco, un lugar del sur. Yo pienso seguir llamándolos mapuche -la palabra no tiene plural en castellano- hasta que me muera, porque así se dicen ellos mismos. No me parece justo cambiarles el nombre para facilitar la rima: araucano, castellano, hermano, cristiano y así durante trescientas cuartillas. Alonso era un mocoso en Madrid cuando los primeros españoles luchábamos en este suelo; llegó a la conquista de Chile un poco atrasado, pero sus versos contarán la epopeya por los siglos de los siglos. Cuando de los esforzados fundadores de Chile no quede ni el polvo de sus huesos, nos recordarán por la obra de aquel joven, quien no siempre es fiel á los hechos, ya que en su deseo de rimar los versos suele sacrificar la verdad. Además, no nos deja bien parados, me temo que muchos de sus admiradores tendrán una idea algo errada de lo que es la guerra de la Araucanía. El poeta acusa a los españoles de crueldad y desmedida ambición de riqueza, mientras exalta a los mapuche, a quienes atribuye bravura, nobleza, caballerosidad, ánimo de justicia y hasta ternura con sus mujeres. Creo conocerlos mejor que Alonso, porque llevo cuarenta años defendiendo lo que fundamos en Chile, y él apenas estuvo aquí unos meses. Admiro a los mapuche por su coraje y su amor exaltado a la tierra, pero puedo afirmar que no son un dechado de compasión y dulzura. El amor romántico que tanto exalta Alonso es bastante raro entre ellos. Cada hombre tiene varias mujeres, a las que trata como bestias de trabajo y crianza; así les consta a las españolas que han sido raptadas. Son tales las humillaciones padecidas en cautiverio, que estas pobres mujeres, avergonzadas, a menudo prefieren no regresar al seno de sus familias. Admito, eso sí, que los españoles no tratan mejor a las indias destinadas a su holgura y servicio. Los mapuche nos aventajan en otros aspectos, por ejemplo, no conocen la codicia. Oro, tierras, títulos, honores, nada de eso les interesa; no poseen más techo que el cielo ni más lecho que el musgo, andan libres por el bosque, con el viento en la melena, galopando en los caballos que nos han robado. Otra virtud que les celebro es el cumplimiento de la palabra dada. No son ellos quienes faltan a los pactos establecidos, sino nosotros. En tiempos de guerra atacan por sorpresa, pero no a traición, y en tiempos de paz respetan los acuerdos. Antes de nuestra llegada no conocían la tortura y respetaban a los prisioneros de guerra. El peor castigo es el exilio, la expulsión de la familia y de la tribu, más temida que la muerte. Los crímenes graves se pagan con una ejecución rápida. El condenado cava su propia tumba, donde echa palitos y piedras mientras nombra a los seres que desea que lo acompañen al otro mundo, luego recibe un mazazo mortal en el cráneo.

Me asombra el poder de esos versos de Alonso, que inventan la Historia, desafían y vencen al olvido. Las palabras sin rima, como las mías, no tienen la autoridad de la poesía, pero de todos modos debo relatar mi versión de lo acontecido para dejar memoria de los trabajos que las mujeres hemos pasado en Chile y que suelen escapar a los cronistas, por diestros que sean. Al menos tú, Isabel, debes conocer toda la verdad, porque eres mi hija del corazón, aunque no lo seas de sangre. Supongo que pondrán estatuas de mi persona en las plazas, y habrá calles y ciudades con mi nombre, como las habrá de Pedro de Valdivia y otros conquistadores, pero cientos de esforzadas mujeres que fundaron los pueblos, mientras sus hombres peleaban, serán olvidadas. Me distraje. Volvamos a lo que estaba contando, porque no me sobra tiempo, tengo el corazón cansado.

Diego de Almagro abandonó la conquista de Chile, forzado por la resistencia invencible de los mapuche, la presión de sus soldados -desencantados por la escasez de oro- y las malas noticias de la rebelión de los indios en el Perú. Emprendió el regreso para ayudar a Francisco Pizarro a sofocar la insurrección y juntos consiguieron derrotar definitivamente a las huestes enemigas. El imperio de los incas, asolado por el hambre, la violencia y el desorden de la guerra, bajó la cerviz. Sin embargo, lejos de agradecer la intervención de Almagro en su favor, Francisco Pizarro y sus hermanos se volvieron contra él para quitarle el Cuzco, ciudad que le correspondía en el reparto territorial hecho por el emperador Carlos V. Para satisfacer la ambición de los Pizarro no alcanzaban esas tierras inmensas con sus incalculables riquezas; querían más, lo querían todo.

Francisco Pizarro y Diego de Almagro terminaron por tomar las armas y se enfrentaron, en el sitio de Abancay, en una corta batalla que culminó con la derrota del primero. Almagro, siempre magnánimo, trató con inusual clemencia a sus prisioneros, también a los hermanos Pizarro, sus implacables enemigos. Admirados de su actitud, muchos soldados vencidos se pasaron a sus filas, mientras sus leales capitanes le rogaban que ejecutara a los Pizarro y aprovechara su ventaja para adueñarse del Perú. Almagro desatendió los consejos y optó por la reconciliación con el ingrato socio que le había agraviado.


Pedro de Valdivia llegó a la Ciudad de los Reyes en aquellos días y se puso a las órdenes de quien le había convocado, Francisco Pizarro. Respetuoso de la legalidad, no cuestionó la autoridad ni las intenciones del gobernador; éste era el representante de Carlos V, y eso le bastó. Sin embargo, lo último que Valdivia deseaba era participar en una guerra civil. Había viajado hasta allí para combatir a indios insurrectos, y nunca se puso en el caso de tener que hacerlo contra otros españoles. Trató de servir de intermediario entre Pizarro y Almagro para llegar a una solución pacífica, y en un momento creyó estar a punto de lograrla. No conocía a Pizarro, quien decía una cosa, pero en la sombra planeaba otra. Mientras el gobernador se daba tiempo con discursos de amistad, preparaba su plan para acabar con Almagro, siempre con la idea fija de gobernar solo y apropiarse del Cuzco. Envidiaba los méritos de Almagro, su eterno optimismo y, sobre todo, la lealtad que provocaba en sus soldados, porque él se sabía detestado.

Después de más de un año de escaramuzas, convenios violados y traiciones, las fuerzas de ambos rivales se enfrentaron en Las Salinas, cerca del Cuzco. Francisco Pizarro no encabezó su ejército, sino que lo colocó bajo el mando de Pedro de Valdivia, cuyos méritos militares eran conocidos de todos. Lo nombró maestre de campo, porque había luchado bajo las órdenes del marqués de Pescara en Italia y tenía experiencia en batirse contra europeos, ya que una cosa era enfrentarse con indios mal armados y anárquicos y otra era hacerlo contra disciplinados soldados españoles. En su representación asistió a la batalla su hermano, Hernando Pizarro, odiado por su crueldad y arrogancia. Deseo que esto quede muy claro, para que no se culpe a Pedro de Valdivia de las atrocidades cometidas en esos días, de las cuales tuve pruebas contundentes porque me tocó atender a los infelices cuyas llagas no sanaban aun meses después de la batalla. Los pizarristas contaban con cañones y doscientos hombres más que Almagro; estaban muy bien armados, llevaban arcabuces nuevos y unas balas mortíferas, como pelotas de hierro que al abrirse desplegaban varias cuchillas afiladas. Tenían la moral alta y se hallaban bien descansados, mientras que sus contrarios venían de pasar grandes penurias en Chile y en la tarea de sofocar la sublevación de los indios del Perú. Diego de Almagro estaba muy enfermo y tampoco participó en la batalla.

Los dos ejércitos se dieron cita en el valle de Las Salinas, en un rosado amanecer, mientras millares de indios quechuas observaban desde las colinas el divertido espectáculo de los viracochas matándose unos a otros como fieras rabiosas. No entendían las ceremonias ni las razones de esos barbudos guerreros. Primero formaban en filas ordenadas, luciendo sus bruñidas armaduras y gallardos caballos, luego ponían una rodilla en tierra, mientras otros viracochas, vestidos de negro, hacían magia con cruces y copones. Comían un pedacito de pan, se santiguaban, recibían bendiciones, se saludaban de lejos, y al fin, cuando ya habían transcurrido casi dos horas de esta danza, se aprestaban para asesinarse mutuamente. Lo hacían con método y ensañamiento. Durante horas y más horas peleaban cuerpo a cuerpo gritando lo mismo: «¡Viva el Rey y España!» «¡Santiago y a ellos!». En la confusión y el polvo que levantaban las patas de las bestias y las botas de los hombres, no se sabía quién era quién, porque los uniformes se habían vuelto todos color arcilla. Entretanto, los indios aplaudían, cruzaban apuestas, saboreaban su merienda de maíz asado y carne salada, mascaban coca, bebían chicha, se acaloraban y se cansaban, porque la reñida batalla duraba demasiado.

Al final del día los pizarristas salieron vencedores gracias a la pericia militar del maestre de campo, Pedro de Valdivia, héroe de la jornada, pero fue Hernando Pizarro quien dio la última orden: «¡A degüello!». Sus soldados, animados por un odio nuevo, que después ellos mismos no se explicaban y los cronistas no podrían enderezar, se encarnizaron en un baño de sangre contra cientos de sus compatriotas, muchos de los cuales habían sido sus hermanos en la aventura de descubrir y conquistar el Perú. Remataron a los heridos del ejército almagrista y entraron a hierro y pólvora al Cuzco, donde violaron a las mujeres, tanto españolas como indias y negras, y robaron y destrozaron hasta saciarse. Acometieron contra los vencidos con tanto salvajismo como los incas, lo que es mucho decir, porque éstos nunca fueron considerados, basta recordar que entre los tormentos habituales estaba el de colgar a los condenados por los pies con las tripas enrolladas al cuello, o el de desollarlos y, mientras aún estaban vivos, hacer tambores con la piel. No llegaron a tanto los españoles en esa ocasión, porque andaban apurados, según me contaron algunos sobrevivientes. Varios soldados de Almagro que no perecieron de inmediato a manos de sus compatriotas fueron aniquilados por los indios, que descendieron de los cerros al final de la batalla, dando alaridos de contento, porque por una vez las víctimas no eran ellos. Celebraron vejando los cadáveres; los hicieron picadillo a cuchilladas y golpes de piedra. Para Valdivia, quien había luchado desde los veinte años en muchos frentes y contra diversos enemigos, ése fue uno de los más vergonzosos momentos de su oficio de militar. A menudo despertó gritando en mis brazos, atormentado por pesadillas en que se le aparecían los compañeros degollados, tal como después del saqueo de Roma se le aparecían madres que se suicidaban con sus hijos para escapar de la soldadesca.


Diego de Almagro, de sesenta y un años y muy debilitado por su enfermedad y la campaña de Chile, fue hecho prisionero, humillado y sometido aun juicio que duró dos meses, en el que no tuvo oportunidad de defenderse. Cuando supo que había sido sentenciado a muerte, pidió que el maestre de campo enemigo, Pedro de Valdivia, fuese testigo de sus últimas disposiciones; no encontró otro más digno de su confianza. Diego de Almagro era todavía un hombre de buena estampa, a pesar de los estragos de la sífilis y de tantas batallas. Llevaba un parche negro en el ojo que había perdido en un encuentro con salvajes antes de descubrir el Perú. En esa ocasión, él mismo se arrancó de un tirón la flecha, con el ojo ensartado en ella, y continuó peleando. Un hacha de piedra filuda le rebanó tres dedos de la mano derecha, entonces empuñó la espada con la izquierda y así, ciego y cubierto de sangre, se batió hasta que fue socorrido por sus compañeros. Después le cauterizaron la herida con un hierro al rojo y aceite hirviendo, lo que le deformó la cara pero no destruyó el atractivo de su risa franca y su expresión amable.

– ¡Que le den tormento en la plaza, delante de toda la población! ¡Merece ejemplar castigo! -ordenó Hernando Pizarro.

– No seré partícipe de eso, excelencia. Los soldados no lo aceptarán. Ha sido duro batirse entre hermanos, no echemos sal en la herida. Podría haber una revuelta en la tropa -le aconsejó Valdivia.

– Almagro nació villano, que muera como un villano -replicó Hernando Pizarro.

Pedro de Valdivia se abstuvo de recordarle que los Pizarro no eran de mejor cuna que Diego de Almagro. También Francisco Pizarro era hijo ilegítimo, no recibió educación y había sido abandonado por su madre. Los dos eran pobres de solemnidad antes de que un afortunado revés del destino los colocara en el Perú y los hiciera más ricos que el rey Salomón.

– Don Diego de Almagro ostenta los títulos de adelantado y gobernador de Nueva Toledo. ¿Qué explicación se le dará a nuestro emperador? -insistió Valdivia-. Os repito, con todo respeto, excelencia, que no conviene provocar a los soldados, cuyos ánimos ya están bastante exaltados. Diego de Almagro es un militar sin tacha.

– ¡Volvió de Chile derrotado por una banda de salvajes desnudos! -exclamó Herrando Pizarro.

– No, excelencia. Regresó de Chile para socorrer al hermano de vuestra merced, el señor marqués gobernador.

Hernando Pizarro comprendió que el maestre de campo tenía razón, pero no estaba en su carácter retractarse y menos perdonar al enemigo. Ordenó que Almagro fuese degollado en la plaza del Cuzco.

En los días previos a la ejecución, Valdivia estuvo a menudo a solas con Almagro en la celda lóbrega e inmunda que fue la última morada del adelantado. Lo admiraba por sus hazañas de soldado y su fama de generoso, aunque conocía algunos de sus errores y flaquezas. En cautiverio, Almagro le contó lo que vivió en Chile durante los dieciocho meses de su peregrinaje, plantando en la imaginación de Valdivia el proyecto de la conquista que él no pudo llevar a cabo. Le describió el espantoso viaje por las altas sierras, vigilados por los cóndores, que volaban en lentos círculos sobre sus cabezas a la espera de nuevos caídos para limpiarles los huesos. El frío mató a más de dos mil indios auxiliares -los llamados yanaconas-, doscientos negros, cerca de cincuenta españoles e incontables caballos y perros. Hasta los piojos desaparecían, y las pulgas caían de las ropas como semillitas. Nada crecía allí, ni un liquen, todo era roca, viento, hielo y soledad.

– Era tanta la consternación, don Pedro, que masticábamos la carne cruda de los animales congelados y bebíamos la orina de los caballos. De día marchábamos a paso forzado, para evitar que nos cubriera la nieve y nos paralizara el miedo. De noche dormíamos abrazados con las bestias. Cada amanecer contábamos a los indios muertos y mascullábamos deprisa un padrenuestro por sus almas, pues no había tiempo para más. Los cuerpos quedaron donde cayeron, como monolitos de hielo señalando el camino para los extraviados viajeros del futuro.

Agregó que las armaduras de los castellanos se congelaban, aprisionándolos, y que al quitarse las botas o los guantes se desprendían los dedos sin dolor. Ni un demente hubiese emprendido el regreso por la misma ruta, le explicó, por eso prefirió enfrentarse al desierto; no imaginaba que también sería terrible. ¡Cuánto esfuerzo y padecimiento cuesta el cristiano deber de conquistar!, pensaba Valdivia.

– Durante el día el calor del desierto es como una hoguera y la luz es tan intensa que enloquece a hombres y caballos por igual, induciéndoles a ver visiones de árboles y remansos de agua dulce -contó el adelantado-. Apenas se oculta el sol, baja de súbito la temperatura y cae la camanchaca, un rocío tan helado como las nieves profundas que nos atormentaron en las cumbres de la sierra. Llevábamos abundante agua en barriles y en odres de cuero, pero pronto se nos hizo escasa. La sed mató a muchos indios y envileció a los españoles.

– En verdad parece un viaje al infierno, don Diego -comentó Valdivia.

– Lo fue, don Pedro, pero os aseguro que si me alcanzara la vida volvería a intentarlo.

– ¿Por qué, si son tan espantosos los obstáculos y tan pobre la recompensa?

– Porque una vez vencida la cordillera y el desierto que separan a Chile del resto de la tierra conocida, se encuentran colinas suaves, bosques fragantes, fértiles valles, ríos copiosos y un clima tan amable como no lo hay en España ni en ninguna otra parte. Chile es un paraíso, don Pedro. Es allí donde debemos fundar nuestras ciudades y prosperar.

– ¿Y qué opinión tiene vuestra merced de los indios de Chile? -preguntó Valdivia.

– Al principio encontramos salvajes amistosos, unos que llaman promaucaes y son de raza similar a la mapuche, pero de otras tribus. Luego éstos se volvieron contra nosotros. Están mezclados con indios del Perú y el Ecuador, son súbditos del incanato, cuyo dominio llegó sólo al río Bío-Bío. Nos entendimos con algunos curacas o jefes incas, pero no pudimos continuar hacia el sur, porque allí están esos mapuche, que son muy aguerridos. Con deciros, don Pedro, que en ninguna de mis arriesgadas expediciones y batallas encontré enemigos tan formidables como aquellos bárbaros armados de palos y piedras.

– Deben de serlo, adelantado, si pudieron deteneros a vos y a vuestros soldados, de tanta fama…

– Los mapuche sólo saben de guerra y libertad. No tienen rey ni entienden de jerarquías, sólo obedecen a sus toquis durante el lapso de la batalla. Libertad, libertad, sólo libertad. Es lo más importante para ellos, por eso no pudimos someterlos, tal como no lo lograron los incas. Las mujeres realizan todo el trabajo, mientras que los hombres no hacen otra cosa que prepararse para pelear.

La condena de Diego de Almagro se cumplió una mañana de pleno invierno en 1538. A última hora Pizarro cambió la sentencia, por temor a la reacción de los soldados si lo degollaban en público, como había ordenado. Lo ejecutaron en su celda. El verdugo le aplicó el tormento del garrote vil, estrangulándolo lentamente con una cuerda, y luego su cuerpo fue llevado a la plaza del Cuzco, donde lo decapitaron, aunque tampoco se atrevieron a exponer la cabeza en un gancho de carnicero, como estaba planeado. Para entonces Hernando Pizarro comenzaba a darse cuenta de la magnitud de lo que había hecho y a preguntarse cuál sería la reacción del emperador Carlos V. Decidió dar a Diego de Almagro un entierro digno, y él mismo, vestido de luto riguroso, encabezó el cortejo fúnebre. Años más tarde todos los hermanos Pizarro pagaron sus crímenes, pero ésa es otra historia.


He debido alargarme en la narración de estos episodios porque explican la determinación de Pedro de Valdivia de alejarse del Perú, que estaba desgarrado por la insidia y la corrupción, y conquistar el territorio aún inocente de Chile, empresa que compartió conmigo.

La batalla de Las Salinas y la muerte de Diego de Almagro ocurrieron unos meses antes de mi viaje al Cuzco. A la sazón, yo me hallaba en Panamá, donde varias personas me dijeron que habían visto a Juan de Málaga, aguardando noticias de mi marido. En el puerto se daban cita quienes iban o venían de España. Muchos viajeros pasaban por allí -soldados, empleados de la Corona, cronistas, frailes, científicos, aventureros y bandidos-, todos cocinándose en el mismo vaho de los trópicos. Con ellos yo enviaba mensajes hacia los cuatro puntos cardinales, pero el tiempo se arrastraba sin una respuesta de mi marido. Entretanto, me gané la vida con los oficios que conozco: coser, cocinar, componer huesos y curar heridas. Nada podía hacer por ayudar a quienes sufrían de peste, fiebres que convierten la sangre en melaza, mal francés y picaduras de bichos ponzoñosos, que allí abundan y no tienen remedio. Como mi madre y mi abuela, tengo salud de roble y pude vivir en los trópicos sin enfermarme. Más tarde, en Chile, sobreviví sin problemas en el desierto, caliente como una hoguera, en diluvios invernales, que mataban de gripe a los hombres más robustos, y durante las epidemias de tifus y viruela, en las que me tocó cuidar y enterrar a víctimas pestilentes.

Un día, hablando con la tripulación de una goleta atracada en el puerto, me enteré de que Juan se había embarcado rumbo al Perú hacía ya un buen tiempo, como lo hicieron otros españoles al oír de las riquezas descubiertas por Pizarro y Almagro. Junté mis pertenencias, eché mano de mis ahorros y conseguí embarcarme hacia el sur con un grupo de frailes dominicos, porque no obtuve permiso para hacerlo sola. Imagino que esos curas eran de la Inquisición, pero nunca se lo pregunté, porque la sola palabra me aterrorizaba entonces y me aterroriza todavía. Jamás olvidaré una quema de herejes que hubo en Plasencia cuando yo tenía unos ocho o nueve años. Volví a usar mis vestidos negros y asumí el papel de esposa desconsolada para que me ayudaran a llegar al Perú. Los frailes se maravillaban de mi fidelidad conyugal, que me conducía por el mundo persiguiendo a un marido que no me había convocado a su lado y cuyo paradero desconocía. Mi motivo no era la fidelidad, sino el deseo de salir del estado de incertidumbre en que Juan me había dejado. Hacía muchos años que no lo amaba, apenas recordaba su rostro y temía que cuando lo viera no lo reconocería. Tampoco pretendía quedarme en Panamá, expuesta a los apetitos de la soldadesca de paso y al clima insalubre.

La travesía en barco demoró más o menos siete semanas, zigzagueando en el océano de acuerdo con el capricho de los vientos. Para entonces, decenas de barcos españoles recorrían la ruta de ida y vuelta al Perú, pero las valiosas cartas de navegación eran todavía un secreto de Estado. Como no estaban completas, en cada viaje los pilotos tenían el deber de anotar sus observaciones, desde el color del agua y las nubes, hasta la menor novedad en el contorno de la costa cuando ésta se hallaba a la vista, así podían ajustar las cartas, que después servirían a otros viajeros. Nos tocó mar agitado, neblina, tormentas, rencillas entre los tripulantes y otros inconvenientes que me abstendré de relatar aquí para no alargarme demasiado. Baste decir que los frailes decían misa cada mañana y nos hacían rezar el rosario por la tarde para aplacar el océano y los ánimos pendencieros de los hombres. Todos los viajes son peligrosos. Me horroriza ir a merced del agua inmensa en una frágil embarcación, desafiando a Dios y a la Naturaleza, lejos del humano socorro. Prefiero verme sitiada por indios salvajes, como lo he estado tantas veces, que subirme de nuevo a un barco, por eso nunca se me ocurrió regresar a España, ni siquiera en los tiempos en que la amenaza de los indígenas nos obligó a evacuar las ciudades y a escapar como ratones. Supe siempre que mis huesos acabarían en tierra de Indias.

En alta mar volví a padecer el acoso de los hombres, a pesar de la vigilancia permanente de los frailes. Los sentía acechándome como una jauría de perros. ¿Emanaba yo el olor de una hembra en celo? En la intimidad de mi camarote, me lavaba con agua de mar, asustada de ese poder que no deseaba, porque podía volverse contra mí. Soñaba con lobos jadeantes, las lenguas colgando, los colmillos ensangrentados, dispuestos a saltarme encima, todos a la vez. A veces los lobos tenían el rostro de Sebastián Romero. Pasaba las noches en vela, encerrada en mi cabina, cosiendo, rezando, sin atreverme a salir al aire fresco de la noche, para calmar los nervios, por temor a la constante presencia masculina en la oscuridad. Temía esa amenaza, es cierto, pero también me atraía y fascinaba. El deseo era un abismo terrible que se abría a mis pies y me invitaba a dar un salto y perderme en sus profundidades. Conocía la fiesta y el tormento de la pasión porque los había vivido con Juan de Málaga en los primeros años de nuestra unión. Muchos defectos tenía mi marido, pero no puedo negar que era un amante incansable y divertido, por eso lo perdoné una y otra vez. Cuando ya nada me quedaba del amor o del respeto por él, seguía deseándolo. Para protegerme de la tentación del amor, me decía que nunca encontraría a otro capaz de darme tanto gozo como Juan. Sabía que debía cuidarme de las enfermedades que contagian los hombres; había visto sus efectos y, por muy sana que fuese, las temía como al Diablo, ya que basta el menor contacto con el mal francés para infectarse. Además, podía quedar preñada, porque las esponjas con vinagre no son remedio seguro, y tanto había rogado a la Virgen por un hijo, que ésta podía hacerme el favor a destiempo. Los milagros suelen ser inoportunos.

Esas buenas razones me sirvieron durante años de forzada castidad, en los que mi corazón aprendió a vivir sofocado pero mi cuerpo nunca dejó de reclamar. En este Nuevo Mundo el aire es caliente, propicio a la sensualidad, todo es más intenso, el color, los aromas, los sabores; incluso las flores, con sus terribles fragancias, y las frutas, tibias y pegajosas, incitan a la lascivia. En Cartagena y luego en Panamá dudaba de los principios que me sostenían en España. Se me iba la juventud, se me gastaba la vida… ¿A quién le interesaba mi virtud? ¿Quién me juzgaba? Concluí que Dios debía de ser más complaciente en las Indias que en Extremadura. Si perdonaba los agravios cometidos en su nombre contra millares de indígenas, ciertamente perdonaría las debilidades de una pobre mujer.


Tuve gran alegría cuando llegamos sanos y salvos al puerto del Callao y pude abandonar el barco, donde empezaba a perder la razón. No hay nada tan opresivo como el confinamiento de una nave en la inmensidad de las aguas negras del océano, sin fondo y sin límite. «Puerto» resulta una palabra demasiado ambiciosa para el Callao de esos años. Dicen que ahora es el puerto más importante del Pacífico, de donde salen incalculables tesoros hacia España, pero entonces era un muelle mísero. Del Callao fui con los frailes a la Ciudad de los Reyes, que ahora llaman Lima, nombre menos gracioso. Como prefiero el primero, así seguiré llamándola. La ciudad, recién fundada por Francisco Pizarro en un gran valle, me pareció eternamente nublada; la luz del sol, al filtrarse en el aire húmedo, le daba un aspecto etéreo, como los borrosos dibujos de Daniel Belalcázar. Allí hice las indagaciones necesarias y a los pocos días encontré a un soldado que conocía a Juan de Málaga.

– Habéis llegado tarde, señora -me dijo-. Vuestro marido pereció en la batalla de Las Salinas.

– Juan no era soldado -le aclaré.

– Aquí no hay otro oficio, hasta los frailes empuñan la espada.

El hombre tenía mala catadura, una barba montaraz que le cubría la mitad del pecho, la ropa en hilachas e inmunda, la boca sin dientes y la conducta de un ebrio. Me juró que había sido amigo de mi marido, pero no lo creí, porque primero me contó que Juan era soldado de infantería, endeudado por el juego y debilitado por el vicio de las mujeres y el vino, y luego empezó a divagar sobre un penacho de plumas y una capa de brocado. Para terminar de espantarme, se me fue encima con la intención de abrazarme, y cuando lo rechacé, ofreció comprar mis favores con monedas de oro.

Ya que había llegado tan lejos -de Extremadura a los antiguos dominios de Atahualpa-, decidí que bien podía hacer un último esfuerzo y me sumé a una caravana que transportaba bastimentos y una manada de llamas y alpacas al Cuzco. Nos custodiaba un grupo de soldados al mando de un tal alférez Núñez, soltero, guapo, jactancioso y, por lo visto, acostumbrado a satisfacer sus caprichos. En la caravana iban dos frailes, un escribano, un auditor y un médico alemán, además de los soldados, todos a caballo, en mula o transportados en litera por los indios. Yo era la única española, pero algunas indias quechuas con sus niños acompañaban a la interminable hilera de cargadores llevando vituallas para sus maridos. Las ropas de lana de colores brillantes les daban un aire alegre, pero en verdad tenían la expresión hosca y rencorosa de la gente sometida. Eran de corta estatura, pómulos altos, ojos pequeños y alargados, y dientes negros por las hojas de coca que masticaban para darse ánimo. Los niños me parecieron encantadores, y algunas mujeres atrayentes, aunque nunca sonreían. Nos siguieron por varias leguas, hasta que recibieron de Núñez la orden de regresar a sus casas; entonces se fueron una a una, conduciendo a sus hijos de la mano. Los hombres que llevaban el equipaje a la espalda eran muy fuertes y, a pesar de ir descalzos y cargados como bestias, resistían los caprichos del clima y las fatigas del viaje mejor que nosotros, que íbamos montados. Podían marchar horas y horas sin perder el ritmo de su trotecito, callados y ausentes, como si anduvieran en sueños. Hablaban un castellano mínimo, quejumbroso, cantado y siempre en tono de pregunta. Sólo se alteraban con los ladridos de los perros del alférez Núñez, dos fieros mastines entrenados para matar.

Núñez empezó a acosarme el primer día de marcha y ya no me dejó en paz. Procuré mantenerlo a raya con prudencia, recordándole mi condición de casada, porque no me convenía enemistarme con él, pero a medida que avanzábamos su atrevimiento aumentaba. Hacía alarde de su condición de hidalgo, lo que me costaba creer dada su conducta. Había hecho algo de fortuna y mantenía a treinta concubinas indias repartidas entre la Ciudad de los Reyes y el Cuzco, «todas muy complacientes», según las describía. En su pueblo de España eso habría sido un escándalo, pero en el Nuevo Mundo, donde los españoles toman a las indias y negras a su antojo, es la norma. Los mas las abandonan después de forzarlas, pero algunos las mantienen a su servicio, aunque rara vez se ocupan de los críos que nacen de esas madres sometidas. Así van poblando estas tierras de mestizos resentidos. Núñez me ofreció desprenderse de sus mancebas cuando yo aceptara su propuesta, pues no le cabía duda de que lo haría apenas comprobara la muerte de mi marido que, según él, era segura. Este orondo alférez se parecía demasiado a Juan de Málaga en sus defectos y no tenía ninguna de sus virtudes como para que yo pudiera amarlo. No soy de las personas que tropiezan dos veces con la misma piedra.

En aquella época las mujeres españolas en el Perú todavía se contaban con los dedos y no supe de ninguna que hubiese llegado sola, como yo. Eran esposas o hijas de soldados que viajaban por insistencia de la Corona, empeñada en reunir a las familias y crear una sociedad legítima y decente en las colonias. Esas mujeres llevaban su vida puertas adentro, solitaria y aburrida, aunque lujosa, puesto que disponían de docenas de indias para complacer sus menores caprichos. Me contaron que las damas españolas del Perú ni siquiera se limpiaban el trasero solas, las criadas se encargaban de hacerlo. Poco acostumbrados a ver a una española sin acompañante, los hombres de la caravana se esmeraron en tratarme con grandes consideraciones, como si yo fuese una persona de rango y alcurnia, no la pobre costurera que en verdad era. En ese largo y lento viaje al Cuzco atendieron mis necesidades, compartieron conmigo su comida, me prestaron sus tiendas y cabalgaduras, me regalaron botas y una manta de vicuña, el tejido más fino del mundo. A cambio, tan sólo me pedían que les cantara una canción o les hablara de España cuando acampábamos por las tardes y les pesaba la nostalgia. Gracias a esa ayuda pude arreglarme, porque allí todo costaba cien veces más que en España y muy pronto me encontré sin un maravedí. Era tanta la abundancia de oro en el Perú, que la plata se despreciaba, y tanta la falta de cosas esenciales, como herraduras para caballos o tinta para escribir, que los precios eran absurdos. A uno de los viajeros le arranqué de un tirón un diente podrido -asunto fácil y expedito, sólo se requieren una invocación a santa Apolonia y una tenaza-, y él me pagó con una esmeralda digna de un obispo. Está engastada en la corona de Nuestra Señora del Socorro, y ahora vale más que entonces, porque en Chile no abundan las piedras preciosas.

Al cabo de varios días de marcha por los caminos del Inca, a través de secas planicies y montañas, cruzando precipicios por puentes colgantes de cuerdas vegetales y vadeando arroyos y charcos de sal, subiendo y subiendo, llegamos al fin del viaje. El alférez Núñez, desde lo alto de su caballo, me señaló el Cuzco con su lanza.


Nunca he visto nada como la magnífica ciudad del Cuzco, ombligo del imperio inca, lugar sagrado donde los hombres hablan con la divinidad. Tal vez Madrid, Roma o algunas ciudades de los moros, que tienen fama de espléndidas, puedan compararse al Cuzco, pero yo no las conozco. A pesar de los destrozos de la guerra y el vandalismo sufrido, era una joya blanca y resplandeciente bajo un cielo color púrpura. Se me cortó el aliento y durante varios días anduve sofocada, no por la altura y el aire delgado, como me advirtieron, sino por la pesada belleza de sus templos, fortalezas y edificios. Dicen que cuando llegaron los primeros españoles había palacios laminados de oro, pero ahora estaban los muros desnudos. Al norte de la ciudad se alza una espectacular construcción, Sacsayhuamán, la fortaleza sagrada, con sus tres hileras de altas murallas zigzagueantes, el Templo del Sol, su laberinto de calles, torreones, andenes, escaleras, terrazas, sótanos y habitaciones, donde vivían con holgura cincuenta o sesenta mil personas. Su nombre significa «halcón satisfecho», y como un halcón vigila el Cuzco. Fue construida con monumentales bloques de piedras talladas y ensambladas sin argamasa y con tal perfección, que no cabe una fina daga entre las junturas. ¿Cómo cortaron esas enormes rocas sin herramientas de metal? ¿Cómo las transportaron sin ruedas ni caballos desde muchas leguas de distancia? Y me preguntaba también cómo un puñado de soldados españoles logró conquistar en tan poco tiempo un imperio capaz de erigir esa maravilla. Por mucho que azuzaran las disputas entre los incas y que contaran con miles de yanaconas dispuestos a servirlos y batirse por ellos, la epopeya me parece, todavía hoy, inexplicable. «Tenemos a Dios de nuestro lado, además de pólvora y hierro», decían los castellanos, agradecidos de que los nativos se defendieran con armas de piedra. «Cuando nos vieron llegar por el mar en grandes casas provistas de alas, creyeron que éramos dioses», añadían, pero yo creo que fueron ellos quienes difundieron esa idea tan conveniente y terminaron por creerla los indios y ellos mismos.

Anduve por las calles del Cuzco asombrada, escudriñando a la multitud. Esos rostros cobrizos nunca sonreían ni me miraban a los ojos. Trataba de imaginar sus vidas antes de que llegáramos nosotros, cuando por esas mismas calles paseaban familias completas vestidas con vistosos trajes de colores, sacerdotes con petos de oro, el Inca cuajado de joyas y transportado en una litera de oro decorada con plumas de aves fabulosas, acompañado por sus músicos, sus orondos guerreros y su interminable séquito de esposas y vírgenes del Sol. Esa compleja cultura seguía casi intacta, a pesar de los invasores, pero era menos visible. El Inca había sido puesto en el trono y era mantenido como prisionero de lujo por Francisco Pizarro; nunca lo vi, porque no tuve acceso a su corte secuestrada. En las calles estaba el pueblo, numeroso y callado. Por cada barbudo había centenares de indígenas lampiños. Los españoles, altaneros y ruidosos, existían en otra dimensión, como si los nativos fuesen invisibles, sólo sombras en las angostas callejuelas de piedra. Los indígenas cedían el paso a los extranjeros, que los habían derrotado, pero mantenían sus costumbres, creencias y jerarquías, con la esperanza de librarse de los barbudos a punta de tiempo y paciencia. No podían concebir que se quedarían para siempre.

Para entonces la violencia fratricida, que dividió a los españoles en tiempos de Diego de Almagro, se había calmado. En el Cuzco, la vida recomenzaba a un ritmo lento, con paso cauteloso, porque existía mucho rencor acumulado y los ánimos se caldeaban con facilidad. Los soldados estaban aún en ascuas por la despiadada guerra civil, el país se hallaba empobrecido y desordenado, y los indios eran sometidos a trabajos forzados. Nuestro emperador Carlos V había ordenado en sus reales cédulas tratar a los nativos con respeto, evangelizarlos y civilizarlos por la bondad y las buenas obras, pero ésa no era la realidad. El rey, quien nunca había pisado el Nuevo Mundo, dictaba sus juiciosas leyes en oscuros salones de palacios muy antiguos, a miles de leguas de distancia de los pueblos que pretendía gobernar, sin tener en cuenta la perpetua codicia humana. Muy pocos españoles respetaban esas ordenanzas y menos que nadie el marqués gobernador Francisco Pizarro. Hasta el más mísero castellano contaba con sus indios de servicio, y los ricos encomenderos los tenían por centenares, ya que de nada valían la tierra ni las minas sin brazos para trabajarlas. Los indios obedecían bajo el látigo de los capataces, aunque algunos preferían dar una muerte compasiva a sus familias y luego suicidarse.

Hablando con los soldados pude juntar los pedazos de la historia de Juan y tuve la certeza de su muerte. Mi marido había llegado al Perú, después de agotar sus fuerzas buscando El Dorado en las selvas calientes del norte, y se había alistado en el ejército de Francisco Pizarro. No tenía pasta de soldado, pero se las arregló para sobrevivir en los encuentros con los indios. Pudo obtener algo de oro, puesto que existía en abundancia, pero lo perdía una y otra vez en apuestas. Debía dinero a varios de sus camaradas y una suma importante a Hernando Pizarro, hermano del gobernador. Esa deuda lo convirtió en su lacayo, y por encargo suyo cometió diversas bellaquerías.


Mi marido combatió con las tropas victoriosas en la batalla de Las Salinas, donde le tocó una extraña misión, la última de su vida. Hernando Pizarro le ordenó que se cambiara el uniforme con él; así, mientras Juan llevaba el traje de terciopelo color naranja, la fina armadura, el yelmo con celada de plata coronado de albo penacho, y la capa adamascada, que caracterizaba al primero, éste se mezclaba entre los infantes vestido de soldado raso. Es posible que Hernando Pizarro escogiera a mi marido por la altura: Juan era de su mismo tamaño. Supuso que sus enemigos lo buscarían durante la batalla, como en verdad ocurrió. El extravagante atuendo atrajo a los capitanes de Almagro, quienes lograron acercarse a golpes de espada y dar muerte al insignificante Juan de Málaga, confundiéndolo con el hermano del gobernador. Hernando Pizarro salvó la vida, pero su nombre quedó manchado para siempre con la mala fama de cobarde. Sus proezas militares anteriores fueron borradas de un plumazo y nada pudo devolverle el prestigio perdido; la vergüenza de ese ardid salpicó a los españoles, amigos y enemigos, que nunca se lo perdonaron.

Una presurosa conspiración de silencio se tejió para proteger a este Pizarro, a quien todos temían, pero la vileza cometida en la batalla circulaba en voz baja por tabernas y corrillos. Nadie se quedó sin conocerla y comentarla, y así pude averiguar los detalles, aunque no encontré los restos de mi marido. Desde entonces me atormenta la sospecha de que Juan no recibió cristiana sepultura y por eso su alma anda en pena, buscando reposo. Juan de Málaga me siguió en el largo viaje a Chile, me acompañó en la fundación de Santiago, sostuvo mi brazo para ajusticiar a los caciques y se burló de mí cuando lloraba de rabia y de amor por Valdivia. Todavía hoy, más de cuarenta años después, se me aparece de vez en cuando, aunque ahora me fallan los ojos y suelo confundirlo con otros fantasmas del pasado. Mi casa de Santiago es grande, ocupa la manzana entera, incluyendo patios, caballerizas y una huerta; sus paredes son de adobe, muy gruesas, y los techos, altos, con vigas de roble. Tiene muchos escondites donde pueden instalarse ánimas errantes, demonios o la Muerte, que no es un espantajo encapuchado de cuencas vacías, como dicen los frailes para meternos susto, sino una mujer grande, rolliza, de pecho opulento y brazos acogedores, un ángel maternal. Me pierdo en esta mansión. Hace meses que no duermo, me falta la tibia mano de Rodrigo sobre el vientre. Por las noches, cuando la servidumbre se retira y sólo quedan los guardias afuera y las mucamas de turno, que se mantienen en vela por si las necesito, recorro la casa con una lámpara, examino las grandes habitaciones de paredes blanqueadas con cal y de techos azules, enderezo los cuadros y las flores en los jarrones, y atisbo en las jaulas de los pájaros. En realidad, ando cazando a la Muerte. A veces he estado tan cerca de ella, que he podido sentir su fragancia a ropa recién lavada, pero es juguetona y astuta, no puedo asirla, se me escabulle y se oculta en la multitud de espíritus que habitan esta casa. Entre ellos está el pobre Juan, que me siguió a los confines de la tierra, con su sonajera de huesos insepultos y sus andrajos de brocado ensangrentado.

En el Cuzco desapareció hasta el último rastro de mi primer marido. Sin duda, su cuerpo, vestido con el principesco atuendo de Hernando Pizarro, fue el primero que los soldados victoriosos levantaron del suelo al final de la batalla, antes de que los indios se descolgaran de los cerros para cebarse con los despojos de los vencidos. Sin duda, se sorprendieron al comprobar que bajo el yelmo y la armadura no estaba su dueño, sino un anónimo soldado, y supongo que obedecieron de mal talante la orden de disimular lo ocurrido, porque lo último que perdona un español es la cobardía, pero lo hicieron tan bien, que borraron por completo el paso de mi marido por la vida.

Cuando se supo que la viuda de Juan de Málaga andaba haciendo preguntas, el mismo marqués gobernador, Francisco Pizarro, quiso conocerme. Había hecho construir un palacio en la Ciudad de los Reyes, y desde allí dominaba el imperio con fausto, perfidia y mano dura, pero en ese momento se encontraba de visita en el Cuzco. Me recibió en un salón decorado con alfombras peruanas de rica lana y muebles tallados. La cubierta de la gran mesa principal, los respaldos de las sillas, las copas, los candelabros y las escupideras eran de plata maciza. Había más plata que hierro en el Perú. Varios cortesanos, apiñados en los rincones, sombríos como buitres, cuchicheaban y movían papeles dándose aires de importancia. Pizarro vestía de terciopelo negro, jubón ajustado con mangas acuchilladas, gola blanca, una gruesa cadena de oro al pecho, hebillas también de oro en el calzado y una capa de marta sobre los hombros. Era un hombre de unos sesenta y tantos años, altanero, de piel verdosa, barba entrecana, ojos hundidos de mirar desconfiado y un desagradable tono de voz en falsete. Me dio su breve pésame por la muerte de mi marido, sin mencionar su nombre, y enseguida, en un gesto inesperado, me pasó una bolsa de dinero para que sobreviviera «hasta que pudiera embarcarme de vuelta a España», como manifestó. En ese mismo instante tomé una decisión impulsiva, de la que nunca me he arrepentido.

– Con todo respeto, excelencia, no pienso regresar a España -le anuncié.

Una sombra terrible cruzó fugazmente por el semblante del marqués gobernador. Se aproximó a la ventana y por largo rato se quedó contemplando la ciudad que se extendía a sus pies. Pensé que me había olvidado y empecé a retroceder en dirección a la puerta, pero de pronto, sin volverse, se dirigió a mí de nuevo.

– Cuál me dijisteis que era vuestro nombre, señora?

– Inés Suárez, para serviros, señor marqués gobernador.

– ¿Y cómo pensáis ganaros la vida?

– Honestamente, excelencia.

– Y con discreción, espero. La discreción es muy apreciada aquí, especialmente en las mujeres. El ayuntamiento os facilitará una casa. Buenos días y buena suerte.

Eso fue todo. Comprendí que si deseaba quedarme en el Cuzco más valía que dejara de hacer preguntas. Juan de Málaga bien muerto estaba, y yo era libre. Puedo decir con certeza que ese día comenzó mi vida; los años anteriores fueron de entrenamiento para lo que habría de venir. Te ruego un poco de paciencia, Isabel, verás que pronto este desordenado relato llegará al momento en que mi destino se entrecruza con el de Pedro de Valdivia y se inicia la epopeya que deseo contarte. Antes de eso mi existencia fue la de una insignificante modista de Plasencia, como la de cientos y cientos de obreras que vinieron antes y vendrán después de mí. Con Pedro de Valdivia viví un amor de leyenda, y con él conquisté un reino. Aunque adoré a Rodrigo de Quiroga, tu padre, y viví con él treinta años, sólo vale la pena contar mi vida por la conquista de Chile, que compartí con Pedro de Valdivia.


Me instalé en el Cuzco, en la casa que me prestó el ayuntamiento por instrucciones del marqués gobernador Pizarro. Era modesta, pero decente, con tres habitaciones y un patio, bien situada en el centro de la ciudad y siempre fragante por la enredadera de madreselva que trepaba por sus paredes. También me asignaron tres indias de servicio, dos jóvenes y una de más edad que había adoptado el nombre cristiano de Catalina y llegaría a ser mi mejor amiga. Me dispuse a ejercer mi oficio de costurera, muy apreciado entre los españoles, que se hallaban en aprietos para hacer durar la poca ropa traída de España. También curaba a los soldados tullidos o malheridos en la guerra, en su mayoría combatientes de Las Salinas. El médico alemán, que viajó conmigo en la caravana desde la Ciudad de los Reyes al Cuzco, me convocaba a menudo para ayudarlo a atender los peores casos, y yo acudía con Catalina, porque ella sabía de remedios y encantamientos. Entre Catalina y él existía cierta rivalidad que no siempre convenía a los infortunados pacientes. Ella no se interesaba en aprender sobre los cuatro humores que determinan el estado de salud del cuerpo, y él despreciaba la hechicería, aunque a veces resultaba muy efectiva. Lo peor de mi trabajo con ellos eran las amputaciones, que siempre me han repugnado, pero debían hacerse, porque si la carne empieza a pudrirse no hay otra forma de salvar al herido. De todos modos, muy pocos sobreviven a esas operaciones.

Nada sé de la vida de Catalina antes de la llegada de los españoles al Perú; no hablaba de su pasado, era desconfiada y misteriosa. Baja, cuadrada, de color avellana, con dos trenzas gruesas atadas a la espalda con lanas de colores, ojos de carbón y olor a humo, esta Catalina podía estar en varias partes al mismo tiempo y desparecer en un suspiro. Aprendió castellano, se adaptó a nuestras costumbres, parecía satisfecha de vivir conmigo y un par de años más tarde insistió en acompañarme a Chile. «Yo queriendo ir contigo, pues, señoray», me suplicó en su lengua cantadita. Había aceptado el bautismo para ahorrarse problemas, pero no abandonó sus creencias; tal como rezaba el rosario y encendía velas en el altar de Nuestra Señora del Socorro, recitaba invocaciones al Sol. Esta sabia y leal compañera me instruyó en el uso de las plantas medicinales y en los métodos curativos del Perú, distintos a los de España. La buena mujer sostenía que las enfermedades provienen de espíritus traviesos y demonios que se introducen por los orificios del cuerpo y se albergan en el vientre. Había trabajado con médicos incas, quienes solían perforar huecos en el cráneo de sus pacientes para aliviar migrañas y demencias, procedimiento que fascinaba al alemán, pero al que ningún español estaba dispuesto a someterse. Catalina sabía sangrar a los enfermos tan bien como el mejor cirujano y era experta en purgas para aliviar los cólicos y la pesadez del cuerpo, pero se burlaba de la farmacopea del alemán. «Con eso no mas matando, pues, tatay», le decía, sonriendo con sus dientes negros de coca, y él terminó por dudar de los afamados remedios que con tanto esfuerzo había traído desde su país. Catalina conocía poderosos venenos, pociones afrodisíacas, yerbas que daban incansable energía, y otras que inducían el sueño, detenían desangramientos o atenuaban el dolor. Era mágica, podía hablar con los muertos y ver el futuro; a veces bebía una mixtura de plantas que la enviaba a otro mundo, donde recibía consejos de los ángeles. Ella no los llamaba así, pero los describía como seres transparentes, alados y capaces de fulminar con el fuego de la mirada; ésos no pueden ser sino ángeles. Nos absteníamos de mencionar estos asuntos delante de terceras personas porque nos habrían acusado de brujería y tratos con el Maligno. No es divertido ir a dar a una mazmorra de la Inquisición; por menos de lo que nosotras sabíamos, muchos desventurados han terminado en la hoguera. No siempre los conjuros de Catalina daban el resultado esperado, como es natural. Una vez trató de echar de la casa al ánima de Juan de Málaga, que nos molestaba demasiado, pero sólo consiguió que se nos murieran varias gallinas esa misma noche y que al día siguiente apareciera en el centro del Cuzco una llama con dos cabezas. El animal agravó la discordia entre indios y castellanos, porque los primeros creyeron que era la reencarnación del inmortal inca Atahualpa y los segundos la despacharon de un lanzazo para probar que de inmortal poco tenía. Se armó un altercado que dejó varios indios muertos y un español herido. Catalina vivió conmigo muchos años, cuidó de mi salud, me previno de peligros y me guió en decisiones importantes. La única promesa que no cumplió fue la de acompañarme en la vejez, porque se murió antes que yo.

A las dos indias jóvenes que me asignó el ayuntamiento les enseñé a zurcir, lavar y planchar la ropa, como se hacía en Plasencia, servicio muy apreciado en aquel tiempo en el Cuzco. Hice construir un horno de barro en el patio y con Catalina nos dedicamos a cocinar empanadas. La harina de trigo era costosa, pero aprendimos a hacerlas con harina de maíz. No alcanzaban a enfriarse al salir del horno; el olor las anunciaba por el barrio y los clientes acudían en tropel. Siempre dejábamos algunas para los mendigos y ensimismados, que se alimentaban de la caridad pública. Ese aroma denso de carne, cebolla frita, comino y masa horneada se me metió bajo la piel de tal manera, que todavía lo tengo. Me moriré con olor a empanada.

Pude sostener mi casa, pero en esa ciudad, tan cara y corrupta, una viuda se hallaba en duros aprietos para salir de la pobreza. Podría haberme casado, ya que no faltaban hombres solos y desesperados, algunos bastante atractivos, pero Catalina siempre me advertía contra ellos. Solía leerme la suerte con sus cuentas y conchas de adivinar y siempre me anunciaba lo mismo: yo viviría muy largo y llegaría a ser reina, pero mi futuro dependía del hombre de sus visiones. Según ella, no era ninguno de quienes golpeaban mi puerta o me asediaban en la calle. «Paciencia, mamitay, ya estará viniendo tu viracocha», me prometía.

Entre mis pretendientes se contaba el orgulloso alférez Núñez, quien no renunciaba a su afán de echarme el guante, como él mismo decía con poca delicadeza. No entendía por qué yo rechazaba sus requerimientos, ya que mi excusa anterior no servía. Se había demostrado que era viuda, como él me había asegurado desde el comienzo. Imaginaba que mis negativas eran una forma de coquetería, y así, cuanto más tercos eran mis desaires, más se encaprichaba él. Debí prohibirle que irrumpiera con sus mastines en mi casa, porque aterrorizaban a mis sirvientas. Los animales, entrenados para someter a los indios, al olerlas comenzaban a tironear de sus cadenas y gruñían y ladraban con los colmillos a la vista. Nada divertía tanto al alférez como azuzar a sus fieras contra los indios, por lo mismo desatendía mis súplicas e invadía mi casa con sus perros, tal como lo hacía en otras partes. Un día los dos animales amanecieron con el hocico lleno de espuma verde y pocas horas después estaban tiesos. Su dueño, indignado, amenazó con matar a quien se los hubiese envenenado, pero el médico alemán lo convenció de que habían muerto de peste y que debía quemar los restos de inmediato para evitar el contagio. Así lo hizo, temiendo que el primero en caer con la enfermedad fuera él mismo.

Las visitas del alférez se hicieron cada vez más frecuentes y, como también me molestaba en la calle, me hizo la vida un infierno. «Este blanco no entiende con palabras, pues, señoray. Yo bien digo que puede irse muriendo, como los perros de él», me anunció Catalina. Preferí no indagar qué quería decir. En una ocasión Núñez llegó como siempre, con su olor a macho y sus regalos, que yo no deseaba, llenando mi casa con su ruidosa presencia.

– ¿Por qué me atormentáis, hermosa Inés? -me preguntó por enésima vez, cogiéndome por la cintura.

– No me agraviéis, señor. No os he autorizado para que me tratéis con familiaridad -repliqué, desprendiéndome de sus zarpas.

– Bien, entonces, distinguida Inés, ¿cuándo nos casamos?

– Nunca. Aquí tenéis vuestras camisas y calzas, remendadas y limpias. Buscad otra lavandera, porque no os quiero en mi casa. Adiós. -Y lo empujé hacia la puerta.

– ¿Adiós, decís, Inés? ¡No me conocéis, mujer! ¡A mí nadie me insulta, y menos una ramera! -me gritó desde la calle.

Era la hora suave del atardecer, cuando los parroquianos se juntaban a esperar que salieran las últimas empanadas del horno, pero no tuve ánimo para atenderlos; temblaba de ira y vergüenza. Me limité a repartir algunas empanadas entre los pobres, para que no se quedaran sin comer, y luego cerré mi puerta, que habitualmente mantenía abierta hasta que caía el frío de la noche.

– Maldito es, pues, mamitay, pero no te asoroches. Este Núñez ha de estar trayendo buena suerte -me consoló Catalina.

– ¡Sólo puede traerme desgracia, Catalina! Un hombre fanfarrón y despechado es siempre peligroso.


Catalina tenía razón. Gracias al nefasto alférez, que se instaló en una taberna a beber y jactarse de lo que pensaba hacer conmigo, conocí esa noche al hombre de mi destino, aquel que Catalina no se cansaba de anunciarme.

La taberna, una sala de techos bajos, con varios ventanucos por donde apenas entraba suficiente aire para respirar, estaba atendida por un andaluz de buen corazón que daba crédito a los soldados cortos de fondos. Por esa razón, y por la música de cuerdas y tambores de un par de negros, el local era muy popular. Contrastaba con el bullicio alegre de los clientes la figura sobria de un hombre que bebía solo en un rincón. Estaba sentado en una banqueta ante una mesita, donde había extendido un trozo de papel amarillento que mantenía estirado con su garrafa de vino. Era Pedro de Valdivia, maestre de campo del gobernador Francisco Pizarro y héroe de la batalla de Las Salinas, entonces convertido en uno de los encomenderos más ricos del Perú. En pago por los servicios prestados, Pizarro le había asignado, por el lapso de su vida, una espléndida mina de plata en Porco, una hacienda en el valle de La Canela, muy fértil y productiva, y centenares de indios para trabajarlas. ¿Y qué hacía en ese momento el afamado Valdivia? No calculaba las arrobas de plata extraídas de su mina, ni el número de sus llamas o sacos de maíz, sino que estudiaba un mapa trazado a la carrera por Diego de Almagro en su prisión, antes de ser ajusticiado. Le atormentaba la idea fija de triunfar allí donde el adelantado Almagro había fracasado, en ese territorio misterioso al sur del hemisferio. Eso faltaba aún por conquistar y poblar, era el único lugar virgen donde un militar como él podía alcanzar la gloria. No deseaba permanecer a la sombra de Francisco Pizarro, envejeciendo cómodamente en el Perú. Tampoco pretendía regresar a España, por muy rico y respetado que fuese. Menos le atraía la idea de reunirse con Marina, quien le aguardaba fielmente desde hacía años y no se cansaba de llamarlo en sus cartas, siempre colmadas de bendiciones y reproches. España era el pasado. Chile era el futuro. El mapa mostraba los caminos recorridos por Almagro en su expedición y los puntos más difíciles: la sierra, el desierto y las zonas donde se concentraban los enemigos. «Del río Bío-Bío al sur no se puede pasar, los mapuche lo impiden», le había repetido varias veces Almagro. Esas palabras perseguían a Valdivia, aguijoneándolo. Yo habría pasado, pensaba, aunque nunca dudó del valor del adelantado.

En eso estaba, cuando distinguió en la ruidosa taberna un vozarrón de ebrio y, sin quererlo, prestó atención. Hablaba de alguien a quien pensaba darle una muy merecida lección, una tal Inés, mujer engreída que se atrevía a desafiar a un honesto alférez del cristianísimo emperador Carlos V. El nombre le pareció conocido y pronto dedujo que se trataba de la joven viuda que lavaba y remendaba ropa en la calle del Templo de las Vírgenes. Él no había recurrido a sus servicios -para eso contaba con las indias de su casa-, pero la había visto algunas veces en la calle o en la iglesia y se había fijado en ella, porque era una de las pocas españolas del Cuzco, y se había preguntado cuánto duraría sola una mujer como ésa. En un par de ocasiones la había seguido unas cuadras a cierta distancia, nada más que para deleitarse con el movimiento de sus caderas -caminaba con firmes trancos de gitana- y el reflejo del sol en sus cabellos cobrizos. Le pareció que ella irradiaba seguridad y fuerza de carácter, condiciones que él exigía de sus capitanes pero que nunca pensó que apreciaría en una mujer. Hasta entonces sólo le habían atraído las muchachas dulces y frágiles que despertaban el deseo de protegerlas, por eso se había casado con Marina. Esa Inés nada tenía de vulnerable o inocente, era más bien intimidante, pura energía, como un ciclón contenido; sin embargo, eso fue lo que más le llamó la atención en ella. Al menos así me lo contó después.

Con los pedazos de las frases que le llegaban ahogadas por el ruido de la taberna, Valdivia pudo deducir el plan del alférez borracho, quien pedía a gritos un par de voluntarios para secuestrar a la mujer por la noche y llevársela a su casa. Un coro de risotadas y bromas obscenas acogió su solicitud, pero nadie se ofreció para ayudarlo, ya que no sólo era una acción cobarde, sino también peligrosa. Una cosa era violar en la guerra y holgar con las indias, que nada valían, y otra agredir a una viuda española que había sido recibida por el gobernador en persona. Más valía sacarse eso de la mente, le advirtieron sus compinches, pero Núñez proclamó que no le faltarían brazos para llevar a cabo su propósito.

Pedro de Valdivia no lo perdió de vista y media hora más tarde lo siguió a la calle. El hombre salió trastabillando, sin darse cuenta de que llevaba a alguien detrás. Se detuvo un rato frente a mi puerta, calculando si podría realizar su cometido solo, pero decidió no correr tal riesgo; por mucho que el alcohol le nublase el entendimiento, sabía que su reputación y su carrera militar estaban en juego. Valdivia lo vio alejarse y se plantó en la esquina, oculto en las sombras. No debió esperar mucho, pronto vio a un par de indios sigilosos que empezaron a rondar la casa tanteando la puerta y los postigos de las ventanas que daban a la calle. Cuando comprobaron que estaban atrancadas por dentro, decidieron trepar por el cerco de piedra, de sólo cinco pies de altura, que protegía la vivienda por atrás. En pocos minutos cayeron dentro del patio, con tan mala suerte para ellos que voltearon y quebraron una tinaja de barro. Tengo el sueño liviano y desperté con el ruido. Por un momento Pedro los dejó hacer, para ver hasta dónde eran capaces de llegar, y enseguida saltó el muro detrás de ellos. Para entonces yo había encendido una lámpara y había cogido el cuchillo largo de picar la carne para las empanadas. Estaba dispuesta a usarlo, pero rezaba para no tener que hacerlo, ya que Sebastián Romero me pesaba bastante y habría sido una lástima echarme otro cadáver en la conciencia. Salí al patio seguida de cerca por Catalina. Llegamos tarde a lo mejor del espectáculo, porque el caballero ya había acorralado a los asaltantes y se disponía a atarlos con la misma cuerda que ellos traían para mí. Los hechos sucedieron muy rápido, sin mayor esfuerzo por parte de Valdivia, quien lucía más risueño que enojado, como si se tratara de una travesura de muchachos.

Las circunstancias resultaban bastante ridículas: yo despeinada y en camisón de dormir; Catalina maldiciendo en quechua; un par de indios tiritando de terror, y un hidalgo vestido con jubón de terciopelo, calzón de seda y botas altas de cuero sobado, espada en mano, barriendo el patio con la pluma del sombrero para saludarme. Los dos nos echamos a reír.

– Estos infelices no volverán a molestaros, señora -dijo, galante.

– No son ellos los que me preocupan, caballero, sino quien los mandó.

– Tampoco ése volverá a sus bellaquerías, porque mañana habrá de vérselas conmigo.

– ¿Sabéis quién es?

– Tengo una buena idea, pero, si me equivocase, éstos dos confesarán en el tormento a quién obedecen.

Ante estas palabras los indios se arrojaron al suelo a besar las botas del caballero y clamar por sus vidas con el nombre del alférez Núñez en los labios. Catalina opinó que debíamos rebanarles el pescuezo allí mismo, y Valdivia estuvo de acuerdo, pero me interpuse entre su espada y aquellos infelices.

– No, señor, os lo ruego. No quiero muertos en mi patio, ensucian y traen mala suerte.

Valdivia volvió a reírse, abrió el portón y los despidió con sendas patadas en el trasero, después de advertirles que desaparecieran del Cuzco esa misma noche o pagarían las consecuencias.

– Me temo que el alférez Núñez no será tan magnánimo como vos, caballero. Buscará a esos hombres por cielo y tierra, saben demasiado y no le conviene que hablen -dije.

– Creedme, señora, me alcanza la autoridad para mandar a Núñez a pudrirse en la selva de los Chunchos, y os aseguro que lo haré -replicó él.

Recién entonces lo reconocí. Era el maestre de campo, héroe de muchas guerras, uno de los hombres más ricos y poderosos del Perú. Lo había vislumbrado en algunas ocasiones, pero siempre de lejos, admirando su caballo árabe y su autoridad natural.


Esa noche, la vida de Pedro de Valdivia y la mía se definieron. Habíamos andado en círculos por años, buscándonos a ciegas, hasta encontrarnos al fin en el patio de esa casita en la calle del Templo de las Vírgenes. Agradecida, le invité a entrar a mi modesta sala, mientras Catalina iba a buscar un vaso de vino, que en mi casa no faltaba, para agasajarlo. Antes de esfumarse en el aire, como era su costumbre, Catalina me hizo una señal a espaldas de mi huésped y así supe que se trataba del hombre que ella había vislumbrado en sus conchitas de adivinar. Sorprendida, porque nunca imaginé que la suerte me asignaría a alguien tan importante como Valdivia, procedí a estudiarlo de pies a cabeza en la luz amarilla de la lámpara. Me gustó lo que vi: ojos azules como el cielo de Extremadura, facciones viriles, rostro abierto aunque severo, fornido, buen porte de guerrero, manos endurecidas por la espada pero de dedos largos y elegantes. Un hombre entero, como él, sin duda era un lujo en las Indias, donde tantos hay marcados por horrendas cicatrices o carentes de ojos, narices y hasta miembros. ¿Y qué vio él? Una mujer delgada, de mediana estatura, con el cabello suelto y desordenado, ojos castaños, cejas gruesas, descalza, cubierta por un camisón de tela ordinaria. Mudos, nos miramos durante una eternidad sin poder apartar los ojos. Aunque la noche estaba fría, la piel me quemaba y un hilo de sudor me corría por la espalda. Sé que a él lo sacudía la misma tormenta, porque el aire de la habitación se volvió denso. Catalina surgió de la nada con el vino, pero al percibir lo que nos ocurría, desapareció para dejarnos solos.

Después Pedro me confesaría que esa noche no tomó la iniciativa en el amor porque necesitaba tiempo para calmarse y pensar. «Al verte sentí miedo por primera vez en mi vida», me diría mucho más tarde. No era hombre de mancebas ni concubinas, no se le conocían amantes y nunca tuvo relaciones con indias, aunque supongo que alguna vez las tuvo con mujeres de alquiler. A su manera, había sido siempre fiel a Marina Ortiz de Gaete, con quien estaba en falta, porque la enamoró a los trece años, no la hizo feliz y la abandonó para lanzarse a la aventura de las Indias. Se sentía responsable por ella ante Dios. Pero yo era libre, y aunque Pedro hubiese tenido media docena de esposas, igual lo habría amado, era inevitable. Él tenía casi cuarenta años y yo alrededor de treinta, ninguno de los dos podía perder tiempo, por eso me dispuse a conducir las cosas por el debido cauce.

¿Cómo llegamos a abrazarnos tan pronto? ¿Quién estiró la mano primero? ¿Quién buscó los labios del otro para el beso? Seguramente fui yo. Apenas pude sacar la voz para romper el silencio cargado de intenciones en que nos mirábamos, le anuncié sin preámbulos que lo estaba aguardando desde hacía mucho tiempo, porque lo había visto en sueños y en las cuentas y conchas de adivinar, que estaba dispuesta a amarlo para siempre y otras promesas, sin guardarme nada y sin pudor. Pedro retrocedió, rígido, pálido, hasta dar con las espaldas contra la pared. ¿Qué mujer cuerda habla así a un desconocido? Sin embargo, él no pensó que yo hubiera perdido el juicio o que fuera una ramera suelta en el Cuzco, porque él también sentía en los huesos y en las cavernas del alma la certeza de que habíamos nacido para amarnos. Exhaló un suspiro, casi un sollozo, y murmuró mi nombre con la voz quebrada. «También te he aguardado siempre», parece que me dijo. O tal vez no lo dijo. Supongo que en el transcurso de la vida embellecemos algunos recuerdos y procuramos olvidar otros. De lo que sí estoy segura es que esa misma noche nos amamos y desde el primer abrazo nos consumió el mismo ardor.

Pedro de Valdivia se había formado en el estruendo de la guerra, nada sabía de amor, pero estaba listo para recibirlo cuando éste llegó. Me levantó en brazos y me llevó a mi cama de cuatro trancos largos, donde caímos derribados, él encima de mí, besándome, mordiéndome, mientras se desprendía a tirones del jubón, las calzas, las botas, las medias, desesperado, con los bríos de un muchacho. Le dejé hacer lo que quiso, para que se desahogara; ¿cuánto tiempo había pasado sin mujer? Le estreché contra mi pecho, sintiendo los latidos de su corazón, su calor animal, su olor de hombre. Pedro tenía mucho que aprender, pero no había prisa, contábamos con el resto de nuestras vidas y yo era buena maestra, al menos eso podía agradecer a Juan de Málaga. Una vez que Pedro comprendió que a puerta cerrada mandaba yo y que no había deshonor en ello, se dispuso a obedecerme de excelente humor. Esto demoró algún tiempo, digamos cuatro o cinco horas, porque él creía que la entrega corresponde a la hembra y la dominación al macho, así lo había visto en los animales y aprendido en su oficio de soldado, pero no en vano Juan de Málaga había pasado años enseñándome a conocer mi cuerpo y el de los hombres. No sostengo que todos sean iguales, pero se parecen bastante, y con un mínimo de intuición cualquier mujer puede darles contento. A la inversa no es lo mismo; pocos hombres saben satisfacer a una mujer y aún menos son los que están interesados en hacerlo. Pedro tuvo la inteligencia de dejar su espada al otro lado de la puerta y rendirse ante mí. Los detalles de esa primera noche no importan demasiado, basta decir que ambos descubrimos el verdadero amor, porque hasta entonces no habíamos experimentado la fusión del cuerpo y del alma. Mi relación con Juan fue carnal, y la de él con Marina, espiritual; la nuestra llegó a ser completa.

Valdivia permaneció encerrado en mi casa durante dos días. En ese tiempo no se abrieron los postigos, nadie hizo empanadas, las indias anduvieron calladas y de puntillas, y Catalina se las arregló para alimentar a los mendigos con sopa de maíz. La fiel mujer nos traía vino y comida a la cama; también preparó una tinaja con agua caliente para que nos laváramos, costumbre peruana que ella me había enseñado. Como todo español de origen, Pedro creía que el baño es peligroso, produce debilitamiento de los pulmones y adelgaza la sangre, pero le aseguré que la gente del Perú se bañaba a diario y nadie tenía los pulmones blandos ni la sangre aguada. Ese par de días se nos fueron en un suspiro contándonos el pasado y amándonos en un quemante torbellino, una entrega que nunca alcanzaba a ser suficiente, un deseo demente de fundirnos en el otro, morir y morir, «¡Ay, Pedro!». «¡Ay, Inés!» Nos desplomábamos juntos, quedábamos enlazados de piernas y brazos, exhaustos, bañados en el mismo sudor, hablando en susurros. Luego renacía el deseo con más intensidad entre las sábanas mojadas; olor a hombre -hierro, vino y caballo-, olor a mujer -cocina, humo y mar-, fragancia de ambos, única e inolvidable, hálito de selva, caldo espeso. Aprendimos a elevarnos hacia el cielo y a gemir juntos, heridos por el mismo latigazo, que nos suspendía al borde de la muerte y por último nos sumergía en un letargo profundo. Una y otra vez despertábamos listos para inventar de nuevo el amor, hasta que llegó el alba del tercer día, con su alboroto de gallos y el aroma del pan. Entonces Pedro, transformado, pidió su ropa y su espada.


¡Ah! ¡Qué tenaz es la memoria! La mía no me deja en paz, me llena la mente de imágenes, palabras, dolor y amor. Siento que vuelvo a vivir una y otra vez lo ya vivido. El esfuerzo de escribir este relato no está en recordar, sino en el lento ejercicio de ponerlo en papel. Mi letra nunca fue buena, a pesar de los empeños de González de Marmolejo, pero ahora es casi ilegible. Tengo cierta urgencia, porque vuelan las semanas y todavía falta bastante por narrar. Me canso. La pluma rompe el papel y caen salpicaduras de tinta; en resumen, esta labor me queda grande. ¿Por qué insisto en ella? Quienes me conocieron a fondo están muertos, sólo tú, Isabel, tienes una idea de quién soy, pero esa idea está desvirtuada por tu cariño y la deuda que crees tener conmigo. No me debes nada, te lo he dicho a menudo; soy yo quien está en deuda contigo, porque viniste a satisfacer mi más profunda necesidad, la de ser madre. Eres mi amiga y confidente, la única persona que conoce mis secretos, incluso algunos que, por pudor, no compartí con tu padre. Nos llevamos bien tú y yo, tienes buen humor y nos reímos juntas, con esa risa de las mujeres, que nace de la complicidad. Te agradezco que te hayas instalado con tus hijos aquí, a pesar de que tu casa queda a un par de cuadras de distancia. Arguyes que necesitas compañía mientras tu marido anda en la guerra, como antes andaba el mío, pero no te creo. La verdad es que temes que me muera sola en este caserón de viuda, que será tuyo muy pronto, tal como ya lo son todos mis bienes terrenales. Me conforta la idea de verte convertida en una mujer muy rica; me puedo ir en paz al otro mundo, ya que he cumplido cabalmente la promesa de protegerte que le hice a tu padre cuando él te trajo a mi casa. Entonces yo era todavía la amante de Pedro de Valdivia, pero eso no me impidió recibirte con los brazos abiertos. En esa época la ciudad de Santiago ya se había repuesto del estropicio causado por el primer ataque de los indios, habíamos salido de la pobreza y nos dábamos ciertas ínfulas, aunque todavía no era realmente una ciudad, sino apenas un villorrio. Por sus méritos y su carácter intachable, Rodrigo de Quiroga se había convertido en el capitán favorito de Pedro y en mi mejor amigo. Yo sabía que estaba enamorado de mí, una mujer siempre lo sabe, aunque no se escape un gesto o una palabra que lo delate. Rodrigo no habría sido capaz de admitirlo ni en lo más secreto de su corazón, por lealtad a Valdivia, su jefe y amigo. Supongo que yo también lo quería -se puede amar a dos hombres al mismo tiempo-, pero me guardé ese sentimiento para no arriesgar el honor y la vida de Rodrigo. No es todavía el momento de referirme a esto, queda para más adelante.

Hay cosas que no he tenido ocasión de contarte, por estar demasiado ocupada en tareas cotidianas, y si no las escribo me las llevaré a la tumba. A pesar de mi afán de exactitud, he omitido bastante. He debido seleccionar sólo lo esencial, pero estoy segura de no haber traicionado la verdad. Ésta es mi historia y la de un hombre, don Pedro de Valdivia, cuyas heroicas proezas han sido anotadas con rigor por los cronistas y perdurarán en sus páginas hasta el fin de los tiempos; sin embargo, yo sé de él lo que la Historia jamás podrá averiguar: qué temía y cómo amó.


La relación con Pedro de Valdivia me trastornó. No podía vivir sin él, un solo día sin verlo me afiebraba, una noche sin estar en sus brazos era un tormento. Al principio, más que amor fue una pasión ciega, desatada, que por suerte él compartía, de otro modo yo hubiese perdido el juicio. Más tarde, cuando fuimos superando los obstáculos del destino, la pasión dio paso al amor. Lo admiraba tanto como lo deseaba, sucumbí por completo ante su energía, me sedujeron su valor y su idealismo. Valdivia ejercía su autoridad sin aspavientos, se hacía obedecer con su sola presencia, tenía una personalidad imponente, irresistible, pero en la intimidad se transformaba. En mi cama era mío, se me entregó sin reticencia, como un joven en su primer amor. Estaba acostumbrado a la rudeza de la guerra, era impaciente e inquieto, sin embargo podíamos pasar días completos de ocio, dedicados a conocernos, contándonos los detalles de nuestros respectivos destinos con verdadera urgencia, como si se nos fuera a acabar la vida en menos de una semana. Yo llevaba la cuenta de los días y las horas que pasábamos juntos, eran mi tesoro. Pedro llevaba la cuenta de nuestros abrazos y besos. Me sorprende que a ninguno de los dos nos asustara esa pasión que hoy, vista desde la distancia del desamor y la ancianidad, me parece opresiva.

Pedro pasaba sus noches en mi casa, salvo cuando debía viajar a la Ciudad de los Reyes o visitar sus propiedades en Porco y La Canela, y entonces me llevaba con él. Me gustaba verlo sobre su caballo -tenía un aire marcial- y ejercer su don de mando entre sus subalternos y camaradas de armas. Sabía muchas cosas que yo no sospechaba, me comentaba sus lecturas, compartía conmigo sus ideas. Era espléndido conmigo, me regalaba vestidos suntuosos, telas, joyas y monedas de oro. Al principio esa generosidad me molestaba, porque me parecía un intento de comprar mi cariño, pero después me acostumbré a ella. Empecé a ahorrar, con la idea de tener algo más o menos seguro en el futuro. «Nunca se sabe lo que puede pasar», decía siempre mi madre, quien me enseñó a esconder dinero. Además, comprobé que Pedro no era buen administrador y no se interesaba demasiado en sus bienes; como todo hidalgo español, se creía por encima del trabajo o del vil dinero, que podía gastar como un duque pero que no sabía ganar. Las mercedes de tierra y minas recibidas de Pizarro fueron un golpe de fortuna que recibió con la misma soltura con que estaba dispuesto a perderlas. Una vez me atreví a decírselo, porque, como he tenido que ganarme la vida desde que era niña, me horroriza el despilfarro, pero me hizo callar con un beso. «El oro es para gastarlo y, gracias a Dios, a mí me sobra», replicó. Eso no me tranquilizó, por el contrario. Valdivia trataba a sus indios encomendados con más consideración que otros españoles, pero siempre con rigor. Había establecido turnos de trabajo, alimentaba bien a su gente y obligaba a los capataces a medirse en los castigos, mientras que en otras minas y haciendas hacían trabajar incluso a las mujeres y los niños.

– No es mi caso, Inés. Yo respeto las leyes de España hasta donde es posible -replicó, altanero, cuando se lo comenté.

– ¿Quién decide hasta dónde es posible?

– La moral cristiana y el buen juicio. Tal como no conviene reventar a los caballos de fatiga, no se debe abusar de los indios. Sin ellos, las minas y las tierras nada valen. Quisiera convivir con ellos en armonía, pero no se puede someterlos sin emplear la fuerza.

– Dudo que someterlos los beneficie, Pedro.

– ¿Dudas de los beneficios del cristianismo y la civilización? -me refutó.

– A veces las madres dejan morir de hambre a los recién nacidos para no encariñarse con ellos, pues saben que se los quitarán para esclavizarlos. ¿No estaban mejor antes de nuestra llegada?

– No, Inés. Bajo el dominio del Inca padecían más que ahora. Debemos mirar hacia el futuro. Ya estamos aquí y nos quedaremos. Un día habrá una nueva raza en esta tierra, mezcla de nosotros con indias, todos cristianos y unidos por nuestra lengua castellana y la ley. Entonces habrá paz y prosperidad.

Él así lo creía, pero se murió sin verlo, y también moriré yo antes de que ese sueño se cumpla, porque estamos a fines de 1580 y todavía los indios nos odian.

Pronto la gente del Cuzco se acostumbró a considerarnos una pareja, aunque imagino que a nuestras espaldas circulaban comentarios maliciosos. En España me habrían tratado como a una barragana, pero en el Perú nadie me faltaba el respeto, al menos nunca en mi cara, porque habría sido como faltárselo a Pedro de Valdivia. Se sabía que él tenía una esposa en Extremadura, pero eso no era novedad, la mitad de los españoles estaba en situación similar, sus esposas legítimas eran recuerdos borrosos; en el Nuevo Mundo necesitaban amor inmediato o un sustituto de ello. Además, también en España los hombres tenían mancebas; el imperio estaba sembrado de bastardos y muchos de los conquistadores lo eran. En un par de ocasiones Pedro me habló de sus remordimientos, no por haber dejado de amar a Marina, sino por estar impedido de casarse conmigo. Yo podía desposarme con cualquiera de los que antes me cortejaban y que ahora no se atrevían a mirarme, dijo. Sin embargo, esa posibilidad nunca me quitó el sueño. Tuve claro desde el principio que Pedro y yo jamás podríamos casarnos, salvo que muriera Marina, lo que ninguno de los dos deseaba, por eso me saqué la esperanza del corazón y me dispuse a celebrar el amor y la complicidad que compartíamos, sin pensar en el futuro, en chismes, vergüenza o pecado. Éramos amantes y amigos. Solíamos discutir a gritos, porque ninguno de los dos tenía temperamento manso, pero eso no lograba separarnos. «De ahora en adelante tienes las espaldas cubiertas por mí, Pedro, de modo que puedes concentrarte en dar tus batallas de frente», le anuncié en nuestra segunda noche de amor, y él lo tomó al pie de la letra y jamás lo olvidó. Por mi parte, aprendí a sobreponerme al mutismo terco que solía agobiarme cuando me enfurecía. La primera vez que decidí castigarlo con el silencio, Pedro me tomó la cara entre las manos, me clavó sus ojos azules y me obligó a confesar lo que me molestaba. «No soy adivino, Inés. Podemos acortar camino si me dices qué quieres de mí», insistió. Del mismo modo, yo le salía al encuentro cuando lo dominaba la impaciencia y la soberbia, o cuando una decisión suya me parecía poco acertada. Éramos similares, ambos fuertes, mandones y ambiciosos; él pretendía fundar un reino y yo pretendía acompañarlo. Lo que él sentía, lo sentía yo, así compartimos la misma ilusión.

Al principio me limitaba a escuchar en silencio cuando él mencionaba a Chile. No sabía de qué hablaba, pero disimulé mi ignorancia. Me informé por mis clientes, los soldados que me traían su ropa a lavar o venían a comprar empanadas, y así supe del fracasado intento de Diego de Almagro. Los hombres que sobrevivieron a esa aventura y a la batalla de Las Salinas no tenían un maravedí en la faltriquera, andaban con la ropa en hilachas y a menudo acudían sigilosos por la puerta del patio a buscar comida gratis, por eso les llamaban los «rotos chilenos». No se ponían en la cola de los mendigos indígenas, aunque eran tan pobres como ellos, porque había cierto orgullo en ser uno de esos rotos, palabra que designaba al hombre valiente, audaz, esforzado y altanero. Chile, según la descripción de esos hombres, era tierra maldita, pero imaginé que Pedro de Valdivia tenía muy buenas razones para ir allí. Al escucharlo, me fui entusiasmando con su idea.

– Aunque me cueste la vida, intentaré la conquista de Chile -me dijo.

– Y yo iré contigo.

– No es una empresa para mujeres. No puedo someterte a los peligros de esa aventura, Inés, pero tampoco deseo separarme de ti.

– ¡Ni se te ocurra! Vamos juntos o no vas a ninguna parte -repliqué.


Nos trasladamos a la Ciudad de los Reyes, fundada sobre un cementerio inca, para que Pedro consiguiera la autorización de Francisco Pizarro para ir a Chile. No podíamos alojarnos en la misma casa -aunque pasábamos juntos cada noche-, para no provocar a las malas lenguas y a los frailes, que en todo se meten, aunque ellos mismos no son ejemplos de virtud. Rara vez vi salir el sol en la Ciudad de los Reyes, el cielo estaba siempre encapotado; tampoco llovía, pero el rocío del aire se pegaba en el cabello y cubría todo con una pátina verdosa. Según Catalina, que fue con nosotros, por la noche se paseaban en las calles las momias de los incas, enterradas bajo las casas, pero yo nunca las vi.

Mientras yo averiguaba qué se necesita para una empresa tan complicada como atravesar mil leguas, fundar ciudades y pacificar indios, Pedro perdía días enteros en el palacio del marqués gobernador, participando en tertulias sociales y conciliábulos políticos que le fastidiaban. Las efusivas muestras de respeto y amistad que Pizarro prodigaba a Valdivia provocaban dura envidia en otros militares y encomenderos. Ya entonces, en sus comienzos, la ciudad estaba envuelta en el tejido de enredos que hoy la caracteriza. La corte era un hervidero de intrigas y todo tenía un precio, hasta el honor. Los ambiciosos y halagüeños se desvivían por obtener los favores del marqués gobernador, el único que tenía poder para otorgar granjerías. Había incalculables tesoros en el Perú, pero no alcanzaban para tantos pedigüeños. Pizarro no entendía por qué, mientras los demás procuraban agarrar a manos llenas, Valdivia estaba dispuesto a devolverle su mina y su hacienda para repetir el error que tan caro le había costado a Diego de Almagro.

– ¿Por qué os empecináis en esa aventura en Chile, esa tierra pelada, don Pedro? -le preguntó más de una vez.

– Para dejar fama y memoria de mí, excelencia -replicaba siempre Valdivia.

Y en verdad ésa era su única razón. El camino a Chile equivalía a atravesar el infierno, los indios eran indómitos y no había oro en abundancia, como en el Perú, pero estos inconvenientes eran ventajas para Valdivia. El desafío del viaje y de batallar contra fieros enemigos le atraía y, aunque no lo manifestó delante de Pizarro, le gustaba la pobreza de Chile, como me explicó a menudo. Estaba convencido de que el oro corrompe y envicia. El oro dividía a los españoles en el Perú, atizaba la maldad y la codicia, alimentaba las maquinaciones, ablandaba las costumbres y perdía las almas. En su imaginación, Chile era el lugar ideal, lejos de los cortesanos de la Ciudad de los Reyes, donde podría fundar una sociedad justa basada en el trabajo duro y la labranza de la tierra, sin la riqueza mal habida de las minas y la esclavitud. En Chile incluso la religión sería sencilla, porque él -que había leído a Erasmo- se ocuparía de atraer a sacerdotes bondadosos, verdaderos servidores de Dios, y no a una manga de frailes corruptos y odiosos. Los descendientes de los fundadores serían chilenos sobrios, honestos, esforzados, respetuosos de la ley. Entre ellos no habría aristócratas, a los que él detestaba, porque el único título válido no es aquel que se hereda, sino el ganado por los méritos de una existencia digna y un alma noble. Yo pasaba horas oyéndolo hablar así, con los ojos húmedos y el corazón azorado de emoción, imaginando esa nación utópica que fundaríamos juntos.

Al cabo de semanas de pasearse por los salones y corredores del palacio, Pedro empezó a perder la paciencia, convencido de que nunca obtendría la autorización, pero yo estaba segura de que Pizarro se la daría. La demora era habitual en el marqués, quien no era amigo de las cosas derechas; fingía preocupación por los peligros que «su amigo» debería enfrentar en Chile, pero en realidad le convenía que Valdivia se fuera lejos, donde no pudiera conspirar contra él ni hacerle sombra con su prestigio. Los gastos, riesgos y padecimientos corrían por cuenta de Valdivia, mientras que la tierra sometida dependería del gobernador del Perú; él nada podía perder con el osado proyecto, ya que no pensaba invertir un solo maravedí en ello.

– Chile está aún por conquistar y cristianizar, señor marqués gobernador, deber que nosotros, súbditos de su majestad imperial, no podemos descuidar -argumentó Valdivia.

– Dudo que encontréis hombres dispuestos a acompañaros, don Pedro.

– Nunca han faltado varones heroicos y de buen guerrear entre los españoles, excelencia. Cuando se corra la voz de esta expedición a Chile, sobrarán brazos armados.

Una vez que el asunto del financiamiento quedó claro, es decir, que los gastos corrían por parte de Valdivia, el marqués gobernador otorgó su autorización con aparente desgano y recuperó rápidamente la rica mina de plata y la hacienda que poco antes le había otorgado a su valeroso maestre de campo. A éste no le importó. Había asegurado el bienestar de Marina en España y no le interesaba su fortuna personal. Contaba con nueve mil pesos de oro y los documentos necesarios para la empresa.

– Falta un permiso -le recordé.

– ¿Cuál?

– El mío. Sin él no puedo acompañarte.

Pedro expuso al marqués, en forma algo exagerada, mi experiencia en cuidar enfermos y heridos, así como mis conocimientos de costura y cocina, indispensables para un viaje como aquél, pero de nuevo se vio enredado en intrigas palaciegas y objeciones morales. Tanto insistí, que Pedro me consiguió una audiencia para hablar con Pizarro en persona. No quise que él me acompañara, porque hay cosas que una mujer puede hacer mejor sola.

Me presenté al palacio a la hora señalada, pero tuve que esperar horas en una sala llena de gente que acudía a pedir favores, como yo. El ambiente estaba recargado de adornos y profusamente iluminado por hileras de bujías en candelabros de plata; era un día más gris que otros y muy poca luz natural se colaba por los ventanales. Al saber que venía recomendada por Pedro de Valdivia, los lacayos me ofrecieron una silla, mientras los demás solicitantes debían permanecer de pie; algunos llevaban meses yendo a diario y ya tenían el aire ceniciento de la resignación. Aguardé tranquila, sin darme por aludida de las miradas torvas de algunas personas, que sin duda conocían mi relación con Valdivia y debían de preguntarse cómo una insignificante costurera, una mujer amancebada, se atrevía a pedir audiencia al marqués gobernador. A eso del mediodía llegó un secretario y anunció que era mi turno. Le seguí a una habitación imponente, decorada con un lujo exagerado -cortinajes, escudos, pendones, oro y plata-, chocante para el sobrio temperamento español, en especial para los que venimos de Extremadura. Guardias empenachados protegían al marqués gobernador, mas de una docena de escribanos, secretarios, leguleyos, bachilleres y frailes se afanaban con libracos y documentos, que él no podía leer, y varios sirvientes indígenas de librea, pero descalzos, servían vino, frutas y pasteles de las monjas. Francisco Pizarro, instalado en un sillón de felpa y plata sobre un estrado, me hizo el honor de reconocerme y mencionar que recordaba nuestra entrevista anterior. Yo me había hecho un vestido de viuda para la ocasión, iba de negro, con mantilla y una toca que ocultaba mis cabellos. Dudo que el astuto marqués se dejara engañar por mi apariencia; sabía muy bien por qué Valdivia pretendía llevarme con él.

– ¿En qué puedo serviros, señora? -me preguntó con su voz destemplada.

– Soy yo quien desea serviros a vos y a España, excelencia -le contesté, con una humildad que estaba lejos de sentir, y procedí a mostrarle el mapa amarillento de Diego de Almagro, que Valdivia siempre llevaba junto al pecho. Le señalé la ruta del desierto, que habría de seguir la expedición, y le conté que yo había heredado de mi madre el don de encontrar agua.

Francisco Pizarro, perplejo, se quedó mirándome como si yo me hubiese burlado de él. Creo que nunca había oído hablar de algo semejante, a pesar de que es una facultad bastante común.

– ¿Me estáis diciendo que podéis hallar agua en el desierto, señora?

– Sí, excelencia.

– ¡Estamos hablando del desierto más árido del mundo!

– Según dicen algunos soldados que fueron en la expedición anterior, allí crecen algunos pastos y matorrales, excelencia Eso significa que hay agua, aunque posiblemente está a cierta profundidad. Si la hay, yo puedo encontrarla.

Para entonces toda actividad había cesado en la sala de audiencias y los presentes, incluso los servidores indios, seguían nuestra conversación con la boca abierta.

– Permitidme que os demuestre lo que sostengo, señor marqués gobernador. Puedo ir con testigos al sitio más yermo que usted me asigne y con una varilla os mostraré que soy capaz de hallar agua.

– No será necesario, señora. Os creo -se pronunció Pizarro después de una larga pausa.

Procedió a impartir órdenes para que se me extendiera la autorización solicitada y, además, me ofreció una lujosa tienda de campaña, como prenda de amistad, «para aliviar los sacrificios del viaje», manifestó. En vez de seguir al secretario, que pretendía conducirme a la puerta, me planté junto a uno de los escritorios a esperar mi documento, porque de otro modo podía tardar meses. Media hora más tarde, Pizarro le puso su sello y me lo tendió con una sonrisa torcida. Sólo me faltaba el permiso de la Iglesia.


Pedro y yo regresamos al Cuzco a organizar la expedición, tarea nada fácil, porque, aparte de los gastos, había el problema de que muy pocos soldados quisieron sumarse a nosotros. Eso de que sobrarían brazos bien armados, como había anunciado tantas veces Valdivia, resultó una ironía. Quienes fueron años antes con Diego de Almagro habían regresado contando horrores de aquel lugar, que llamaban «sepultura de españoles» y que, según aseguraban, era muy mísero y no alcanzaba para alimentar ni a treinta encomenderos. Los «rotos chilenos» habían vuelto sin nada y vivían de la caridad, prueba sobrada de que Chile sólo ofrecía padecimientos. Eso desanimaba incluso a los más bravos, pero Valdivia podía ser muy elocuente cuando aseguraba que, una vez subsanados los obstáculos del camino, llegaríamos a una tierra fértil y benigna, de mucho contento, donde podríamos prosperar. «¿Y el oro?», preguntaban los hombres. Oro también habría, les aseguraba él, era cuestión de buscarlo. Los únicos voluntarios resultaron tan escasos de fondos, que debió prestarles dinero para que se aperaran con armas y caballos, tal como antes había hecho Almagro con los suyos, aun a sabiendas que nunca podría recuperar la inversión. Los nueve mil pesos se hicieron pocos para adquirir lo indispensable, entonces Valdivia consiguió financiamiento con un inescrupuloso comerciante, a quien consintió pagarle el cincuenta por ciento de lo que se recaudara en la empresa de la conquista.

Fui a confesarme con el obispo del Cuzco, a quien ablandé antes con manteles bordados para su sacristía, ya que necesitaba su permiso para el viaje. Teniendo en mi poder el documento de Pizarro, iba más o menos segura, pero nunca se sabe cómo reaccionarán los frailes y menos aún los obispos. En la confesión no tuve más remedio que exponer la verdad desnuda de mis amores.

– El adulterio es pecado mortal -me recordó el obispo.

– Soy viuda, eminencia. Me confieso de fornicación, que es un pecado horroroso, pero no de adulterio, que es peor.

– Sin arrepentimiento y sin el firme propósito de no volver a pecar, hija, ¿cómo pretendéis que os absuelva?

– Tal como lo hacéis con todos los castellanos del Perú, eminencia, que de otro modo irían a parar de cabeza al infierno.

Me dio la absolución y el permiso. A cambio le prometí que en Chile construiría una iglesia dedicada a Nuestra Señora del Socorro, pero él prefería a Nuestra Señora de las Mercedes, que viene a ser lo mismo con otro nombre, pero para qué iba a discutir con el obispo. Entretanto, Pedro se ocupaba de reclutar a los soldados, conseguir los yanaconas o indios auxiliares necesarios, comprar armas, municiones, carpas y caballos. Yo me hice cargo de otras cosas de menor importancia que rara vez distraen la mente de los grandes hombres, como alimento, herramientas de labranza, utensilios de cocina, llamas, vacas, mulas, cerdos, gallinas, semillas, mantas, telas, lana y mucho más. Los gastos eran muchos y tuve que invertir mis monedas ahorradas y vender mis joyas, que de todos modos no usaba, las tenía guardadas para una emergencia y consideré que no había emergencia mayor que la conquista de Chile. Además, confieso que nunca me han gustado las alhajas y menos aún tan ostentosas como las que me había regalado Pedro. Las pocas veces que me las puse, me parecía ver a mi madre con el ceño fruncido recordándome que no conviene llamar la atención ni provocar envidia. El médico alemán me entregó un baulito con cuchillos, tenazas, otros instrumentos de cirugía y medicamentos: azogue, albayalde fino, mercurio dulce, jalapa en polvo, precipitado blanco, crémor tártaro, sal de saturno, basilicón, antimonio crudo, sangre de drago, piedra infernal, bolo armenio, tierra japónica y éter. Catalina le dio una mirada a los frascos y se encogió de hombros, despectiva. Ella llevaba sus bolsas con el herbolario indígena, que enriqueció por el camino con las plantas curativas de Chile. Además, insistió en llevar la batea de madera para el baño, porque nada le molestaba tanto como la hediondez de los viracochas y estaba convencida de que casi todas las enfermedades eran debidas a la mugre.

En eso estaba cuando llegó a golpear mi puerta un hombre maduro, simplón, con cara de niño, que se presentó como don Benito. Era uno de los hombres de Almagro, curtido por años de vida militar, el único que regresó enamorado de Chile, pero no se atrevía a decirlo en público para que no lo creyeran enajenado. Tan andrajoso como los otros «chilenos», tenía sin embargo una gran dignidad de soldado y no venía a pedir dinero prestado ni a poner condiciones, sino a acompañarnos y ofrecernos su ayuda. Compartía la idea de Valdivia de que en Chile se podía fundar un pueblo justo y sano.

– Esa tierra corre mil leguas de norte a sur y el mar la baña al oeste, mientras que al este hay una sierra tan majestuosa como no se ha visto en España, señora mía -me dijo.

Don Benito nos contó detalles del desastroso viaje de Diego de Almagro. Dijo que el adelantado permitió que sus hombres cometieran atrocidades indignas de un cristiano. Se llevaron del Cuzco a miles y miles de indios atados con cadenas y sogas al cuello, para evitar que escaparan. A los que morían, simplemente les cortaban la cabeza, para no darse el trabajo de desatar a la hilera de cautivos ni detener el avance de la fila, que se arrastraba por la sierra. Cuando les faltaban indios para servirles, se dejaban caer como demonios sobre pueblos indefensos, encadenaban a los hombres, violaban y raptaban a las mujeres, mataban o abandonaban a los niños y, después de robar el alimento y los animales domésticos, quemaban las casas y las siembras. Hacían que los indios cargaran más peso del humanamente posible, incluso que se echaran al hombro a los potrillos recién nacidos y las literas y hamacas en que ellos mismos se hacían transportar para no cansar a sus caballos. En el desierto, más de un viracocha llevaba amarrada a la montura a una india recién parida, para beberle la leche de los senos, a falta de otro líquido, mientras el niño quedaba tirado en las arenas hirvientes. Los negros azotaban hasta la muerte a quienes se doblaban de fatiga, y era tanta el hambre que pasaban los infelices indígenas, que llegaron a comerse los cadáveres de sus compañeros. Al español que era cruel y mataba a más indios, lo tenían por bueno, y al que no, por cobarde. Valdivia lamentó esos hechos, seguro de que él los habría evitado, pero comprendía que así es el desorden de la guerra, como le constaba después de haber presenciado el saqueo de Roma. Dolor y más dolor, sangre por el camino, sangre de las víctimas, sangre que envilece a los opresores.

Don Benito conocía las penurias del viaje porque las había vivido, y nos relató la travesía del desierto de Atacama, que ellos tomaron para volver al Perú. Ésa era la ruta escogida por nosotros para ir a Chile, a la inversa del recorrido de Almagro.

– No debemos contemplar sólo las necesidades de los soldados, señora. También el estado de los indios debe ocuparnos, requieren abrigo, alimento y agua. Sin ellos no llegaremos lejos -me recordó.

Yo lo tenía muy presente, pero proveer para mil yanaconas con el dinero disponible era tarea de mago.


Entre los escasos soldados que vendrían con nosotros a Chile se contaba Juan Gómez, un apuesto y valeroso joven oficial, sobrino del difunto Diego de Almagro. Un día se presentó en mi casa con su gorra de terciopelo en la mano, muy cohibido, y me confesó su relación con una princesa inca, bautizada con el nombre de Cecilia.

– Nos amamos mucho, doña Inés, no podemos separarnos. Cecilia quiere venir conmigo a Chile -me dijo.

– ¡Pues que venga!

– No creo que don Pedro de Valdivia lo permita, porque Cecilia está preñada -balbuceó el joven.

Era un problema serio. Pedro había sido muy claro en su decisión de que en un viaje de tal magnitud no se podían llevar mujeres en esa condición, porque era muy engorroso, pero al comprobar la angustia de Juan Gómez me sentí obligada a darle una mano.

– ¿De cuántos meses está la preñez? -le pregunté.

– Más o menos de tres o cuatro.

– Os dais cuenta del riesgo que esto supone para ella, ¿verdad?

– Cecilia es muy fuerte, dispondrá de las comodidades necesarias y yo la ayudaré, doña Inés.

– Una princesa mimada y su séquito serán un incordio tremendo.

– Cecilia no molestará, señora. Le aseguro que apenas la notarán en la caravana…

– Está bien, don Juan, no habléis de esto con nadie por el momento. Veré cómo y cuándo se lo anuncio al capitán general Valdivia. Preparaos para partir dentro de poco.

Agradecido, Juan Gómez me trajo de regalo un cachorro negro de pelaje áspero y duro, como el de un cerdo, que se convirtió en mi sombra. Le puse por nombre Baltasar, porque era 6 de enero, día de los Reyes Magos. Ese animal fue el primero de una serie de perros iguales, descendientes suyos, que me han acompañado durante más de cuarenta años. Dos días más tarde acudió a visitarme la princesa inca, que llegó en una litera llevada por cuatro hombres y seguida por otras cuatro criadas cargadas de regalos. Yo nunca había visto de cerca a un miembro de la corte del Inca; concluí que las princesas de España palidecerían de envidia ante Cecilia. Era muy joven y bella, con facciones delicadas, casi infantiles, de corta estatura y delgada, pero resultaba imponente, porque poseía la altivez natural de quien ha nacido en cuna de oro y está acostumbrada a ser servida. Vestía a la moda del incanato, con sencillez y elegancia. Llevaba la cabeza descubierta y el cabello suelto, como un manto negro, liso y reluciente, que le cubría la espalda hasta la cintura. Me anunció que su familia estaba dispuesta a contribuir con los pertrechos de los yanaconas, siempre que no los llevaran encadenados. Así lo había hecho Almagro con la disculpa de que mataba dos pájaros de un tiro: evitaba que los indios escaparan y transportaba hierro. Más infelices murieron por esas cadenas de pesadumbre que por los rigores del clima. Le expliqué que Valdivia no pensaba hacer eso, pero ella me recordó que los viracochas trataban a los indígenas peor que a las bestias. ¿Podía yo responder por Valdivia y por la conducta de los otros soldados?, preguntó. No, no podía, pero le prometí mantenerme vigilante y, de paso, la felicité por sus compasivos sentimientos, ya que los incas de la nobleza rara vez tenían consideraciones con su pueblo. Me miró extrañada.

– La muerte y los suplicios son normales, pero las cadenas no. Resultan humillantes -me aclaró en el buen castellano aprendido de su amante.

Cecilia llamaba la atención por su hermosura, sus ropas del más fino tejido peruano y su inconfundible porte de realeza, pero se las arregló para pasar casi desapercibida durante las primeras cincuenta leguas de viaje, hasta que encontré el momento adecuado para hablar con Pedro, quien al principio reaccionó con cólera, como cabía esperarse cuando una de sus órdenes era ignorada.

– Si yo estuviese en la situación de Cecilia, habría tenido que quedarme atrás… -suspiré.

– ¿Acaso lo estás? -preguntó, esperanzado, porque siempre quiso tener un hijo.

– No, por desgracia, pero Cecilia sí, y no es la única. Tus soldados están preñando a las indias auxiliares cada noche, y ya tenemos a una docena con el vientre lleno.

Cecilia resistió la travesía del desierto, en parte montada en su mula y en parte cargada en una hamaca por sus servidores, y su hijo fue el primer niño nacido en Chile. Juan Gómez nos pagó con una lealtad incondicional que habría de sernos muy útil en los meses y años venideros.

Cuando ya estaba todo listo para emprender el camino con el puñado de soldados que quisieron acompañarnos, surgió un inconveniente inesperado. Un cortesano, antiguo secretario de Pizarro, llegó de España con una autorización del rey para conquistar los territorios al sur del Perú, desde Atacama hasta el estrecho de Magallanes. Este Sancho de la Hoz era pulcro de modales y amistoso de palabra, pero falso y vil de corazón. Eso sí, iba muy emperifollado, se vestía con chorreras de encajes y se rociaba con perfume. Los hombres se reían de él a sus espaldas, pero pronto empezaron a imitarlo. Llegó a ser más peligroso para la expedición que las inclemencias del desierto y el odio de los indios; no merece que su nombre quede en esta crónica, pero no puedo evitar mencionarlo, ya que vuelve a aparecer más adelante y, si hubiera logrado su propósito, Pedro de Valdivia y yo no habríamos cumplido nuestros destinos. Con su llegada, había dos hombres para la misma empresa, y por unas semanas pareció que ésta se trancaba sin remedio, pero al cabo de muchas discusiones y demoras el marqués gobernador Francisco Pizarro decidió que ambos acometieran la conquista de Chile en calidad de socios: Valdivia iría por tierra, De la Hoz por mar, y se encontrarían en Atacama. «Tú te vas cuidando mucho de este Sancho, pues, mamitay», me advirtió Catalina cuando supo lo ocurrido. Nunca lo había visto, pero lo caló con sus conchas de adivinar.

Partimos por fin una cálida mañana de enero de 1540. Francisco Pizarro había llegado de la Ciudad de los Reyes, con varios de sus oficiales, a despedirse de Valdivia, llevando de regalo algunos caballos, su único aporte a la expedición. El eco de las campanas de las iglesias, que repicaron desde el amanecer, alborotó a los pájaros en el cielo y a los animales en la tierra. El obispo ofició una misa cantada, a la que todos asistimos, y nos endilgó un sermón sobre la fe y el deber de llevar la Cruz a los extremos de la Tierra; luego salió a la plaza a dar su bendición a los mil yanaconas que aguardaban junto a los bultos y animales. Cada grupo de indios recibía órdenes de un curaca, o jefe, que a su vez obedecía a los capataces negros y éstos a los barbudos viracochas. No creo que los indios apreciaran la bendición obispal, pero tal vez sintieron que el sol radiante de ese día era un buen augurio. Eran en su mayoría hombres jóvenes, además de algunas abnegadas esposas dispuestas a seguirlos aun sabiendo que no volverían a ver a sus hijos, que quedaban en el Cuzco. Por supuesto, iban también las mancebas de los soldados, cuyo número aumentó durante el viaje con las muchachas cautivas de las aldeas arrasadas.

Don Benito me comentó la diferencia entre la primera expedición y la segunda. Almagro partió a la cabeza de quinientos soldados en bruñidas armaduras, con flamantes banderas y pendones, cantando a pleno pulmón, y varios frailes con grandes cruces, además de los miles y miles de yanaconas cargados de pertrechos, y manadas de caballos y otros animales, avanzando todos al son de trompetas y timbales. Por comparación, nosotros éramos un grupo más bien patético, sólo once soldados, además de Pedro de Valdivia y yo, que también estaba dispuesta a blandir una espada si llegaba el caso.

– Que seamos pocos no importa, señora mía, puesto que con coraje y buen ánimo hemos de compensarlo. Con el favor de Dios, por el camino habrán de sumarse otros valientes -me aseguró don Benito.

Pedro de Valdivia cabalgaba delante, seguido por Juan Gómez, nombrado alguacil, don Benito y otros soldados. Lucía espléndido en su armadura, con el yelmo empenachado y vistosas armas, montado en Sultán, su valioso corcel árabe. Más atrás íbamos Catalina y yo, también a caballo. Yo había colocado en el arzón de mi montura a Nuestra Señora del Socorro, y Catalina llevaba en brazos al cachorro Baltasar, porque queríamos que se acostumbrara al olor de los indios. Pensábamos entrenarlo para guardián, no para asesino. Cecilia iba acompañada por un séquito de indias de su servicio, disimuladas entre las mancebas de los soldados. Enseguida venía la fila interminable de animales y cargadores, muchos lloraban, porque iban obligados y se despedían de sus familias. Los capataces negros flanqueaban la larga serpiente de indios. Eran más temidos que los viracochas, por su crueldad, pero Valdivia había dado instrucciones de que sólo él podía autorizar los castigos mayores y el tormento; los capataces debían limitarse al látigo y emplearlo con prudencia. Esa orden se diluyó por el camino y pronto sólo yo habría de recordarla. Al sonido de las campanas, que seguían repicando en las iglesias, se sumaban los gritos de despedida, el piafar de los caballos, el tintineo de los arreos, el quejido largo de los yanaconas y el ruido sordo de sus pies desnudos golpeando la tierra.

Atrás quedó el Cuzco, coronado por la fortaleza sagrada de Sacsayhuamán, bajo un cielo azulino. Al salir de la ciudad, a plena vista del marqués gobernador, su séquito, el obispo y la población de la ciudad que nos despedía, Pedro me llamó a su lado con voz clara y desafiante.

– ¡Aquí, conmigo, doña Inés Suárez! -exclamó, y cuando me adelanté a los soldados y oficiales para colocar mi caballo junto al suyo, agregó en voz baja-: Nos vamos para Chile, Inés del alma mía…

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