Capítulo seis. La guerra de Chile, 1549 -1553


Se nota que mi letra ha cambiado en la última parte de este relato. Durante los primeros meses escribí de mi puño, pero ahora me canso a las pocas líneas y prefiero dictarte; mi caligrafía parece un enredo de moscas, pero la tuya, Isabel, es fina y elegante. Te gusta la tinta color óxido, una novedad llegada de España que me cuesta mucho leer, pero, ya que haces el favor de ayudarme, no puedo imponerte mi tintero negro. Avanzaríamos más rápido si no me acosaras con tantas preguntas, hija. Me divierte oírte. Hablas el castellano cantadito y escurridizo de Chile; Rodrigo y yo no logramos inculcarte las duras jotas y zetas castizas. Así hablaba el obispo González de Marmolejo, que era sevillano. Se murió hace mucho, ¿te acuerdas de él? Te quería como un abuelo, el pobre viejo. En esa época admitía tener setenta y siete años, aunque parecía un patriarca bíblico de cien, con su barba blanca y esa tendencia a anunciar el Apocalipsis que le vino al final de sus días. La fijación con el fin del mundo no le impidió ocuparse de asuntos materiales, recibía inspiración divina para hacer dinero. Entre sus espléndidos negocios estaba el criadero de caballos que teníamos en sociedad. Experimentamos mezclando razas y obtuvimos animales fuertes, elegantes y dóciles, los famosos potros chilenos, que ahora se conocen en todo el continente porque son tan nobles como los corceles árabes y más resistentes. El obispo falleció el mismo año que mi buena Catalina; él padeció el mal de los pulmones, que ninguna planta medicinal pudo curar, y a ella la despachó una teja que cayó del cielo en un temblor y le dio en la nuca. Fue un golpe certero, no alcanzó a darse cuenta de que estaba temblando. También en esa época murió Villagra, tan asustado de sus pecados, que se vestía con el hábito de san Francisco. Fue gobernador de Chile por un tiempo y será recordado entre los más pujantes y arrojados militares, pero nadie lo apreciaba, porque era tacaño. La avaricia es un defecto que a los españoles, siempre dadivosos, nos repugna.

No hay tiempo para detalles, hija, porque si nos demoramos esto puede quedar inconcluso y a nadie le gusta leer cientos de cuartillas y encontrarse con que la historia no tiene un final claro. ¿Cuál es el final de ésta? Mi muerte, supongo, porque mientras me quede un soplo de vida tendré recuerdos para llenar páginas; hay mucho que contar en una vida como la mía. Debí empezar estas memorias hace tiempo, pero estaba ocupada; erigir y dar prosperidad a una ciudad es bastante trabajo. No me puse a escribir hasta que murió Rodrigo y la tristeza me quitó las ganas de hacer otras cosas que antes me parecían urgentes. Sin él, mis noches transcurren casi enteras en blanco, y el insomnio es muy conveniente para la escritura. Me pregunto dónde está mi marido, si acaso me espera en alguna parte o está aquí mismo, en esta casa, atisbando en las sombras, cuidándome con discreción, como siempre hizo en vida. ¿Cómo será morir? ¿Qué hay al otro lado? ¿Es sólo noche y silencio? Se me ocurre que morir es partir como una flecha en la oscuridad hacia el firmamento, un espacio infinito, donde deberé buscar a mis seres amados uno por uno. Me asombra que ahora, cuando pienso tanto en la muerte, aún tenga deseos de realizar proyectos y satisfacer ambiciones. Debe de ser el puro orgullo: dejar fama y memoria de mí, como decía Pedro. Sospecho que en esta vida no vamos a ninguna parte, y menos apurados; se camina solamente, un paso cada vez, hacia la muerte. De modo que adelante, sigamos contando hasta donde me alcancen los días, ya que me sobra material.

Después de casarme con Rodrigo, decidí evitar a Pedro, al menos al comienzo, hasta que se me pasara la animosidad que reemplazó el amor que le tuve durante diez años. Lo detestaba tanto como antes lo amé; deseaba herirlo como antes lo defendí. Sus defectos se magnificaron a mis ojos, ya no me parecía noble, sino ambicioso y vano; antes era fornido, astuto y severo; entonces era gordo, falso y cruel. Sólo me desahogué con Catalina, porque ese reconcomio contra el antiguo amante me avergonzaba. Logré ocultarlo de Rodrigo, cuya rectitud le impedía percibir mi carga de malos sentimientos. Como él era incapaz de bajeza, no la imaginaba en otros. Si le pareció extraño que no me apareciera por Santiago cuando Pedro de Valdivia estaba en la ciudad, no me lo dijo. Me dediqué a mejorar nuestras casas del campo y extendí mis estadías en ellas lo más posible con el pretexto de sembradíos, cultivos de rosas, crianza de caballos y mulas, aunque en el fondo me aburría y echaba de menos mi trabajo en el hospital. Rodrigo viajaba entre la ciudad y el campo cada semana, moliéndose los riñones a galope tendido, para vernos a su hija y a mí. El aire libre, el trabajo físico, tu compañía, Isabel, y una camada de perritos, hijos del viejo Baltasar, me ayudaron. En esa época rezaba mucho, llevaba a Nuestra Señora del Socorro al jardín, nos instalábamos bajo un árbol y le contaba mis cuitas. Ella me hizo ver que el corazón es como una caja: si está ocupada con porquería, falta espacio para otras cosas. No podría amar a Rodrigo y a su hija si tenía el corazón lleno de amargura, me advirtió la Virgen. Según Catalina, el encono pone la piel amarilla y produce mal olor, por eso me daba a beber tisanas de limpieza.


Con rezos y tisanas me curé del rencor contra Pedro en un plazo de dos meses. Una noche soñé que me crecían garras de cóndor, que me abalanzaba sobre él y le arrancaba los ojos. Fue un sueño estupendo, muy vívido, y desperté vengada. Al alba salí de la cama y comprobé que ya no sentía ese dolor en los hombros y el cuello que me había atormentado durante semanas; había desaparecido el peso inútil del odio. Escuché los ruidos del despertar: los gallos, los perros, la escoba de ramas del jardinero en la terraza, las voces de las criadas. Era una mañana tibia y clara. Salí al patio descalza y la brisa me acarició la piel bajo la camisa. Pensé en Rodrigo, y la necesidad de hacer el amor con él me hizo estremecer, como en mi juventud, cuando escapaba a los vergeles de Plasencia para yacer con Juan de Málaga. Bostecé a todo pulmón, me estiré como un gato, cara al sol, y enseguida ordené preparar los caballos para regresar contigo a Santiago ese mismo día, sin más equipaje que la ropa puesta y las armas. Rodrigo no nos permitía movernos de la casa sin protección, por temor a las bandas de indios que rondaban el valle, pero igual partimos. Tuvimos suerte y pudimos llegar a Santiago al anochecer, sin inconvenientes. Los centinelas de la ciudad dieron la alarma desde sus atalayas cuando vieron la polvareda de los caballos. Rodrigo salió a recibirme asustado, temiendo una desgracia, pero le salté al cuello, lo besé en la boca y lo llevé de la mano a la cama. Esa noche comenzó verdaderamente nuestro amor, lo anterior fue entrenamiento. En los meses siguientes aprendimos a conocernos y darnos gusto. Mi amor por él era distinto al deseo que sentí por Juan de Málaga y a la pasión por Pedro de Valdivia, era un sentimiento maduro y alegre, sin conflicto, que se volvió más intenso con el transcurso del tiempo, hasta que no pude vivir sin él. Terminaron mis viajes solitarios al campo, sólo nos separábamos cuando la urgencia de la guerra llamaba a Rodrigo. Ese hombre, tan serio frente al mundo, era tierno y chacotero en privado; nos mimaba, éramos sus dos reinas, ¿te acuerdas? Así se cumplió la profecía de las conchas mágicas de Catalina de que yo sería reina. En los treinta años que habríamos de vivir juntos, Rodrigo nunca perdió el buen humor en nuestro hogar, por muy graves que fuesen las presiones externas. Compartía conmigo los asuntos de la guerra, el gobierno y la política, sus temores y pesares, sin que nada afectara nuestra relación. Tenía confianza en mi criterio, pedía mi opinión, escuchaba mis consejos. Con él no era necesario andar con rodeos para evitar ofenderlo, como sucedía con Valdivia y sucede en general con los hombres, que suelen ser quisquillosos en lo que se refiere a su autoridad.

Supongo que no deseas que hable de esto, Isabel, pero no puedo omitirlo, porque es un aspecto de tu padre que debes conocer. Antes de estar conmigo, Rodrigo creía que la juventud y el vigor bastaban a la hora de hacer el amor, error muy común. Me llevé una sorpresa cuando estuvimos la primera vez en la cama, pues se comportaba apurado como un chico de quince años. Lo atribuí al hecho de que me había esperado mucho tiempo, amándome en silencio y sin esperanzas durante nueve años, como me confesó, pero su torpeza no dio señales de disminuir en las noches siguientes. Por lo visto, Eulalia, tu madre, que lo amaba celosamente, nada le enseñó; la tarea de educarlo recayó sobre mí, y, una vez libre del rencor por Valdivia, la asumí muy gustosa, como puedes imaginar. Lo mismo había hecho con Pedro de Valdivia años antes, cuando nos conocimos en el Cuzco. Mi experiencia en capitanes españoles es limitada, pero puedo decirte que los que me tocaron fueron muy poco sabidos en materia amorosa, aunque bien dispuestos a la hora de aprender. No te rías, hija, es cierto. Te cuento estas cosas por si acaso. No sé cómo son tus relaciones íntimas con tu marido, pero si tienes quejas, te aconsejo que hablemos del tema, porque después de mi muerte no tendrás con quién hacerlo. Los hombres, como los perros y caballos, deben ser domesticados, pero pocas mujeres son capaces de hacerlo, ya que ellas mismas nada saben, no han tenido un maestro como Juan de Málaga. Además, la mayoría se enreda en escrúpulos, acuérdate del célebre camisón con el ojal de Marina Ortiz de Gaete. Así se multiplica la ignorancia, que suele acabar con los amores mejor intencionados.

Apenas había regresado a Santiago y empezaba a cultivar el placer y el bendito amor con Rodrigo, cuando un día la ciudad despertó con la corneta de alarma de un centinela. Habían encontrado una cabeza de caballo ensartada en la misma pica donde tantas cabezas humanas fueron expuestas a lo largo de los años. Al examinarla de cerca, se vio que pertenecía a Sultán, el corcel favorito del gobernador. Un grito de horror quedó atascado en todos los pechos. Se había impuesto el toque de queda en Santiago para evitar robos; ningún indio, negro o mestizo podía circular de noche, so pena de cien azotes a carne desnuda en el rollo de la plaza, la misma pena que se les aplicaba si hacían fiestas sin permiso, se emborrachaban o apostaban en el juego, vicios reservados a sus amos. El toque de queda descartaba a toda la población mestiza e indígena de la ciudad, pero nadie imaginaba que un español fuese culpable de semejante aberración. Valdivia ordenó a Juan Gómez aplicar tormento a quien fuese necesario para descubrir al autor del ultraje.


Aunque me había sanado del odio por Pedro de Valdivia, prefería verlo lo menos posible. De todos modos, nos encontrábamos con frecuencia, ya que el centro de Santiago es pequeño y vivíamos cerca, pero no participábamos en los mismos eventos sociales. Los amigos se cuidaban de invitarnos juntos. Cuando nos topábamos en la calle o en la iglesia, nos saludábamos con una discreta inclinación de cabeza, nada más.

Sin embargo, la relación de él con Rodrigo no cambió; Pedro siguió prodigándole su confianza y éste respondió con lealtad y afecto. Por supuesto que yo era el blanco de comentarios maliciosos.

– ¿Por qué será la gente tan mezquina y chismosa, Inés? -me comentó Cecilia.

– Les molesta que en vez de asumir el papel de amante abandonada me haya convertido en esposa feliz. Se regocijan al ver humilladas a las mujeres fuertes, como tú y yo. No nos perdonan que triunfemos cuando tantos otros fracasan -le expliqué.

– No merezco que me compares contigo, Inés, no tengo tu temple -se rió Cecilia.

– Temple es una virtud apreciada en el varón, pero se considera defecto en nuestro sexo. Las mujeres con temple ponen en peligro el desequilibrio del mundo, que favorece a los hombres, por eso se ensañan en vejarlas y destruirlas. Pero son como las cucarachas: aplastan a una y salen más por los rincones -le dije.

Respecto a María de Encio, recuerdo que ninguno de los vecinos principales la recibía, a pesar de ser española y manceba del gobernador. Se limitaban a tratarla como a su ama de llaves. En cuanto a la otra, Juana Jiménez, se burlaban a sus espaldas diciendo que su señora la había entrenado para realizar en la cama las piruetas que ella misma no tenía estómago para hacer. Si eso era cierto, me pregunto en qué vicios enredaron a Pedro, que era hombre de sensualidad sana y directa, nunca le interesaron las curiosidades de los libritos franceses que hacía circular Francisco de Aguirre, excepto en la época del pobre muchacho Escobar, cuando quiso aturdir su culpa rebajándome a la condición de ramera. Y a propósito, que no me falte decir en estas páginas que Escobar no llegó al Perú, pero tampoco murió de sed en el desierto, como se suponía. Muchos años más tarde me enteré de que el joven yanacona que lo acompañaba lo condujo por derroteros secretos a la aldea de sus padres, escondida entre los picos de la sierra, donde ambos viven hasta hoy. Antes de partir al destierro, Escobar le prometió a González de Marmolejo que si llegaba con vida al Perú se haría sacerdote, porque sin duda Dios lo había señalado con el dedo al salvarlo de la horca primero y del desierto después. No cumplió la promesa, en cambio tuvo varias esposas quechuas e hijos mestizos, propagando así la santa fe a su manera. Volviendo a las mancebas que trajo Valdivia del Cuzco, supe por Catalina que le preparaban cocimientos de yerba del clavo. Tal vez Pedro temía perder su potencia viril, que para él era tan importante como su valor de soldado, y por eso bebía pociones y empleaba a dos mujeres para estimularlo. Aún no estaba en edad de que disminuyera su vigor, pero le fallaba la salud y le dolían sus antiguas heridas. La suerte de esas dos mujeres fue aventurera. Después de la muerte de Valdivia, Juana Jiménez desapareció, dicen que la raptaron los mapuche en una redada en el sur. María de Encio se volvió de mala índole y se dedicó a torturar a sus indias; cuentan que los huesos de las desdichadas están enterrados en la casa, que ahora pertenece al cabildo de la ciudad, y que por las noches se oyen sus gemidos, pero ésa también es otra historia que no alcanzo a contar.

Mantuve a María y Juana a la distancia. No pensaba dirigirles nunca la palabra, pero Pedro se cayó del caballo y se fracturó una pierna, entonces me llamaron, porque nadie sabía más que yo de esas dolencias. Entré por primera vez a la casa que fuera mía, levantada con mis propias manos, y no la reconocí, a pesar de que los mismos muebles estaban en los mismos sitios. Juana, una gallega de corta estatura, pero proporcionada y de agradables facciones, me saludó con una reverencia de criada y me condujo a la habitación que antes yo compartía con Pedro. Allí estaba María, lloriqueando y poniéndole paños mojados en la frente al herido, que yacía más muerto que vivo. María se me echó encima para besarme las manos, sollozando de agradecimiento y susto -si Pedro moría, la suerte de ella era bastante turbia-, pero la aparté con delicadeza, para no ofenderla, y me acerqué a la cama. Al quitar la sábana y ver la pierna rota en dos partes, pensé que lo más apropiado sería amputarla por encima de la rodilla, antes de que se pudriera, pero esa operación siempre me ha espantado y no me sentí capaz de practicarla en aquel cuerpo que antes amé.

Me encomendé a la Virgen y me dispuse a remediar el daño lo mejor posible, ayudada por el veterinario y el herrero, ya que el médico había probado ser un ebrio inútil. Era una de esas desventuradas quebraduras, difíciles de tratar. Debí colocar cada hueso en su sitio tanteando a ciegas, y sólo por milagro quedó más o menos bien. Catalina aturdía al paciente con sus polvos mágicos disueltos en licor, pero incluso dormido bramaba; se requerían varios hombres para sujetarlo en cada curación. Hice el trabajo sin malicia ni rencor, procurando ahorrarle sufrimiento, aunque eso resultó imposible. A decir verdad, de su ingratitud, ni me acordé. Tantas veces Pedro sintió que moriría de dolor, que dictó su testamento a González de Marmolejo, lo selló y lo mandó guardar bajo tres candados en la oficina del cabildo. Cuando lo abrieron, después de su muerte, estipulaba entre otras cosas que Rodrigo de Quiroga debía reemplazarlo como gobernador. Reconozco que las dos mancebas españolas atendieron a Pedro con esmero, y en parte debido a esos cuidados pudo volver a caminar, aunque habría de cojear para el resto de su vida.


No fue necesario que Juan Gómez supliciara a nadie para descubrir al culpable del crimen de Sultán; a la media hora se supo que había sido Felipe. Al comienzo no pude creerlo, porque el joven mapuche adoraba al animal. En una ocasión en que Sultán fue herido por los indios en Marga-Marga, Felipe lo atendió durante semanas, dormía con él, le daba de comer de su mano, lo limpiaba y le hacía las curaciones, hasta que se repuso. Era tanto el afecto entre el muchacho y el caballo, que Pedro solía ponerse celoso, pero como nadie cuidaba a Sultán mejor que Felipe, prefería no intervenir. La habilidad del joven mapuche con los caballos había llegado a ser legendaria, y Valdivia lo tenía en mente para nombrarlo yegüerizo cuando tuviese edad suficiente, oficio muy respetado en la colonia, donde la crianza de caballos era fundamental. Felipe mató a su noble amigo cercenándole la vena gruesa del cuello, para que no sufriera, y luego lo decapitó con un machete. Desafiando el toque de queda y aprovechando la oscuridad, plantó la cabeza en la plaza y escapó de la ciudad. Dejó su ropa y sus escasos bienes en un atado en la caballeriza ensangrentada. Partió desnudo, con el mismo amuleto al cuello con que llegara años antes. Lo imagino corriendo descalzo sobre la tierra blanda, aspirando a pleno pulmón las fragancias secretas del bosque, laurel, quillay, romero, vadeando charcos y arroyos cristalinos, cruzando a nado las aguas heladas de los ríos, con el cielo infinito sobre su cabeza, libre al fin. ¿Por qué cometió ese acto bárbaro con el animal que tanto quería? La sibilina explicación de Catalina, quien nunca le tuvo simpatía, resultó exacta: «¿No ves que el mapuche se está yendo no más con los suyos, pues, mamitay?».

Supongo que Pedro de Valdivia reventó de ira ante lo sucedido, jurando el más horrible castigo contra su caballerizo favorito, pero luego debió postergar la venganza porque tenía asuntos más graves entre manos. Acababa de obtener una alianza con su principal enemigo, el cacique Michimalonko, y estaba organizando una gran campaña al sur del país para someter a los mapuche. El viejo cacique, a quien los años no dejaban huella, había comprendido la conveniencia de aliarse con los huincas, en vista de que había sido incapaz de derrotarlos. El escarmiento de Aguirre lo dejó prácticamente desprovisto de hombres para sus huestes; en el norte quedaban sólo mujeres y niños, la mitad de los cuales eran mestizos. Entre perecer o pelear contra los mapuche del sur, con quienes había tenido problemas en los últimos tiempos porque no pudo cumplir la promesa hecha de destruir a los españoles, optó por lo segundo, así al menos salvaba su dignidad y no tenía que poner a sus guerreros a labrar la tierra y sacar oro para los huincas.

Yo, sin embargo, no pude quitarme a Felipe de la mente. La muerte de Sultán me pareció un acto simbólico: con esos golpes de machete asesinó al gobernador, después de eso ya no había vuelta atrás, rompía con nosotros para siempre y se llevaba la información que había adquirido en años de inteligente disimulo. Recordé el primer ataque indígena a la naciente ciudad de Santiago, en la primavera de 1541, y me pareció dar con la clave del papel que desempeñó Felipe en nuestras vidas. En esa ocasión los indios se cubrieron con mantos oscuros para avanzar de noche sin ser vistos por los centinelas, tal como hicieran en Europa las tropas del marqués de Pescara con sábanas blancas sobre la nieve. Felipe escuchó a Pedro contar esa historia en mas de una ocasión y transmitió la idea a los toquis. Sus frecuentes desapariciones no eran casuales, correspondían a una feroz determinación, casi imposible de imaginar en el niño que era entonces. Podía salir de la ciudad a cazar, sin ser molestado por las huestes hostiles que nos mantenían sitiados, porque era uno de ellos. Sus excursiones de cacería servían de pretexto para reunirse con los suyos y contarles de nosotros. Fue él quien llegó con la noticia de que la gente de Michimalonko estaba concentrada cerca de Santiago, él quien ayudó a preparar la emboscada para alejar a Valdivia y la mitad de nuestra gente, él quien avisó a los indios del momento propicio para atacarnos. ¿Dónde estaba ese chiquillo durante el asalto a Santiago? En el bochinche de ese día terrible nos olvidamos de él. Se escondió o ayudó a nuestros enemigos, tal vez contribuyó a avivar al incendio; no lo sé. Durante años Felipe se dedicó a estudiar los caballos, domarlos y criarlos; escuchaba con atención los relatos de los soldados y aprendía sobre estrategia militar; sabía usar nuestras armas, desde una espada hasta un arcabuz y un cañón; conocía nuestras fuerzas y flaquezas. Creíamos que admiraba a Valdivia, su Taita, a quien servía mejor que nadie, pero en realidad lo espiaba, mientras en su interior cultivaba el rencor contra los invasores de su tierra. Tiempo después supimos que era hijo de un toqui, el último de una larga línea de jefes, tan orgulloso de su linaje de guerreros como Valdivia lo estaba del suyo. Imagino el odio terrible que oscurecía el corazón de Felipe. Y ahora este mapuche de dieciocho años, fuerte y delgado como un junco, corría desnudo y veloz hacia los bosques húmedos del sur, donde le esperaban las tribus.


Su nombre verdadero era Lautaro y llegó a ser el más famoso toqui de la Araucanía, temido demonio para los españoles, héroe para los mapuche, príncipe de la epopeya guerrera. Bajo su mando, las huestes desordenadas de los indios se organizaron como los mejores ejércitos de Europa, en escuadrones, infantería y caballería. Para derribar a los caballos sin matarlos -eran tan valiosos para ellos como para nosotros-, utilizó las boleadoras, dos piedras atadas a los extremos de una cuerda, que se enredaban en las patas y tumbaban al animal, o en el cuello del jinete para desmontarlo. Mandó a los suyos a robar caballos y se dedicó a criarlos y domarlos; lo mismo hizo con los perros. Entrenó a sus hombres para convertirlos en los mejores jinetes del mundo, como lo era él mismo, de manera que la caballería mapuche llegó a ser invencible. Cambió los antiguos garrotes, pesados y torpes, por macanas cortas, mucho más eficaces. En cada batalla se apoderaba de las armas del enemigo para usarlas y copiarlas. Estableció un sistema de comunicación tan eficiente, que hasta el último de sus guerreros recibía las órdenes de su toqui en un instante, e impuso una disciplina férrea, sólo comparable a la de los célebres tercios españoles. Convirtió a las mujeres en guerreras feroces y puso a los niños a acarrear víveres, pertrechos y mensajes. Conocía el terreno y prefería el bosque para ocultar a sus ejércitos, pero cuando fue necesario levantó pucaras en sitios inaccesibles, donde preparaba a su gente, mientras sus espías le informaban de cada paso del enemigo, para adelantársele. Sin embargo, no pudo cambiar la mala costumbre de sus guerreros de embriagarse con chicha y muday hasta quedar aturdidos después de cada victoria. De haberlo logrado, los mapuche habrían exterminado a nuestro ejército en el sur. Treinta años más tarde, el espíritu de Lautaro todavía anda a la cabeza de sus huestes y su nombre resonará por los siglos, nunca podremos vencerle.

Conocimos la epopeya de Lautaro un poco más tarde, cuando Pedro de Valdivia partió a la Araucanía a fundar nuevas ciudades con el sueño de extender la conquista hasta el estrecho de Magallanes. «Si Francisco Pizarro conquistó el Perú con ciento y tantos soldados, que se batieron contra treinta y cinco mil hombres del ejército de Atahualpa, sería bochornoso que unos salvajes chilenos nos detuvieran a nosotros», anunció ante el cabildo reunido. Llevaba doscientos soldados bien apertrechados, cuatro capitanes, entre ellos el valiente Jerónimo de Alderete, cientos de yanaconas cargando los bultos, y además lo acompañaba Michimalonko, sobre su corcel regalado, a la cabeza de sus indisciplinadas pero bravas bandas. Los caballeros iban con armadura completa; los infantes, con coraza y escudo, y hasta los yanaconas llevaban yelmo para proteger la cabeza de los formidables mazazos de los mapuche. Lo único que desentonaba con la soberbia militar fue que debieron transportar a Valdivia en un palanquín, como a una cortesana, porque el dolor de la pierna fracturada, que aún no estaba bien curada, le impedía montar. Antes de partir envió al temible Francisco de Aguirre a reconstruir La Serena y fundar otras ciudades en el norte, casi despoblado por las campañas de exterminio que el mismo Aguirre había llevado a cabo antes y por la retirada en masa de la gente de Michimalonko. Nombró a Rodrigo de Quiroga su representante en Santiago, el único capitán que era obedecido y respetado por unanimidad. Así, por una de esas vueltas inesperadas de la vida, volví a ser la gobernadora, cargo que siempre he ejercido de hecho, aunque no siempre fue ése mi título legítimo.


Lautaro escapa de Santiago en la noche más oscura del verano sin ser visto por los centinelas y sin alertar a los perros, que lo conocen. Corre por la ribera del Mapocho, oculto en la vegetación de cañas y helechos. No usa el puente de cuerdas de los huincas, se lanza a las aguas negras y nada con un grito de felicidad sofocado en el pecho. El agua fría lo lava por dentro y por fuera, dejándolo limpio del olor de los huincas. A grandes brazadas, cruza el río y emerge al otro lado recién nacido. «Inche Lautaro! ¡Soy Lautaro!», grita. Espera inmóvil en la orilla, mientras el aire tibio evapora la humedad de su cuerpo. Oye el graznido de un chon-chón, espíritu con cuerpo de pájaro y rostro de hombre, y responde con un llamado similar; entonces siente muy cerca la presencia de su guía, Guacolda. Debe hacer un esfuerzo para verla, aunque sus ojos ya se han acostumbrado a la oscuridad, porque ella tiene el don del viento, es invisible, puede pasar entre las filas enemigas, los hombres no la advierten, los perros no la huelen. Guacolda, cinco años mayor que él, su prometida. La conoce desde la infancia y sabe que él le pertenece, tal como ella le pertenece a él. La ha visto en cada ocasión en que escapaba de la ciudad de los huincas para entregar información a las tribus. Ella era el enlace, la rápida mensajera. Fue ella quien lo condujo a la ciudad de los invasores, cuando él era un chiquillo de once años, con instrucciones claras de disimular y vigilar; ella quien lo observó a corta distancia cuando se pegó al fraile vestido de negro y lo siguió. En el último encuentro, Guacolda le indicó que escapara durante la siguiente noche sin luna, porque su tiempo con el enemigo había terminado, ya sabía todo lo necesario y su gente lo esperaba. Al verlo llegar esa noche sin ropa de huinca, desnudo, Guacolda lo saluda, «Mari mari», luego lo besa por primera vez en la boca, le lame la cara, lo toca como una mujer para establecer su derecho sobre él. «Mari mari», responde Lautaro, quien ya sabe que ha llegado su hora para el amor, pronto podrá robarse a Guacolda en su ruca, echársela a la espalda y huir con ella, como es lo correcto. Así se lo anuncia, y ella sonríe, luego lo conduce en liviana carrera hacia el sur, siempre el sur. El amuleto que Lautaro jamás se quita del cuello es de Guacolda.

Días después ambos jóvenes llegan por fin a su destino. El padre de Lautaro, cacique de mucho respeto, lo presenta a los otros toquis, para que oigan lo que su hijo dice.

– El enemigo viene en camino, son los mismos huincas que vencieron a los hermanos del norte -explica Lautaro-. Se acercan al Bío-Bío, el río sagrado, con sus yanaconas, caballos y perros. Con ellos viene Michimalonko, el traidor, y trae a su ejército de cobardes a combatir contra sus propios hermanos del sur. ¡Muerte a Michimalonko! ¡Muerte a los huincas!

Lautaro habla durante días, cuenta que los arcabuces son puro ruido y viento, deben temer más las espadas, lanzas, hachas y perros; los capitanes usan cotas de malla, donde no penetran flechas ni lanzas de madera; con ellos hay que emplear macanas para aturdirlos, y desmontarlos con lazos; una vez en el suelo, están perdidos, es fácil arrastrarlos y despedazarlos porque debajo del acero son de carne.

– ¡Cuidado! Son hombres sin miedo. La infantería sólo tiene protección en el pecho y la cabeza, con ella sirven las flechas. ¡Cuidado! Ellos tampoco tienen miedo. Hay que envenenar las flechas para que los heridos no vuelvan a batallar. Los caballos son vitales, se deben coger vivos, sobre todo las yeguas, para criarlos. Será necesario enviar niños de noche a las proximidades de los campamentos de los huincas para tirar carne envenenada a los perros, que siempre están encadenados. Haremos trampas. Cavaremos huecos profundos, los taparemos con ramas y los caballos que caigan quedarán ensartados en las picas plantadas al fondo. La ventaja de los mapuche es el número, la velocidad y el conocimiento del bosque -dice Lautaro-. Los huincas no son invencibles, duermen más que los mapuche, comen y beben demasiado, y necesitan cargadores porque los agobia el peso de sus pertrechos. Vamos a molestarlos sin tregua, seremos como avispas y tábanos -ordena-, primero los cansamos, después los matamos. Los huincas son personas, mueren como los mapuche, pero se comportan como demonios. En el norte quemaron vivas a tribus completas. Pretenden que aceptemos su dios clavado en una cruz, dios de la muerte, que nos sometamos a su rey, que no vive aquí y no conocemos, quieren ocupar nuestra tierra y que seamos sus esclavos. ¿Por qué?, pregunto yo a la gente. Por nada, hermanos. No aprecian la libertad. No entienden de orgullo, obedecen, ponen las rodillas en tierra, inclinan la cabeza. No saben de justicia ni de retribución. Los huincas son locos, pero son locos malos. Y yo les digo, hermanos, nunca seremos sus prisioneros, moriremos peleando. Mataremos a los hombres, pero cogeremos vivos a sus niños y mujeres. Ellas serán nuestras chiñuras y, si quieren, les cambiaremos a los niños por caballos. Es justo. Seremos silenciosos y rápidos, como peces, nunca sabrán que estamos cerca; entonces les caeremos encima por sorpresa. Seremos pacientes cazadores. Esta lucha será larga. Que se prepare la gente.


Mientras el joven general Lautaro organiza la estrategia de día y se oculta con Guacolda en la espesura para amarse en secreto por la noche, las tribus escogen a sus jefes de guerra, que estarán al mando de los escuadrones, y que a su vez se pondrán bajo las órdenes del ñidoltoqui, toqui de toquis, Lautaro. El aire de la tarde es tibio en el claro del bosque, pero apenas descienda la noche hará frío. Han comenzado los torneos con semanas de anticipación, los candidatos ya han competido y se han ido eliminando uno a uno. Sólo los más fuertes y resistentes, los de mas temple y voluntad, pueden aspirar al título de toqui de guerra. Uno de los más fornidos salta al ruedo. «Inche Caupolicán!», se presenta. Está desnudo, salvo por un breve delantal que le cubre el sexo, pero lleva las cintas de su rango atadas en torno a los brazos y la frente. Dos mocetones se acercan al tronco de pellín que han preparado, y lo levantan con esfuerzo, uno de cada extremo. Lo muestran, para que la concurrencia lo aprecie y calcule su peso, luego lo colocan con cuidado en las firmes espaldas de Caupolicán. Se doblan la cintura y las rodillas del hombre al recibir la tremenda carga y por un momento parece que caerá aplastado, pero de inmediato se endereza. Los músculos del cuerpo se tensan, la piel brilla de sudor, se hinchan las venas del cuello, a punto de reventar. Una exclamación ahogada escapa del círculo de espectadores cuando lentamente Caupolicán comienza a andar a pasos cortos, midiendo sus fuerzas para que le alcancen durante las horas necesarias. Debe vencer a otros tan fuertes como él. Su única ventaja es la feroz determinación de morir en la prueba antes de ceder el primer puesto. Pretende dirigir a su gente al combate, desea que su nombre sea recordado, quiere tener hijos con Fresia, la joven que ha elegido, y que éstos lleven su sangre con orgullo. Acomoda el tronco apoyado en la nuca, sostenido por los hombros y los brazos. La corteza áspera le rompe la piel y unos hilos finos de sangre descienden por sus anchas espaldas. Aspira a fondo el aroma intenso del bosque, siente el alivio de la brisa y el rocío. Los ojos negros de Fresia, que será su mujer si sale vencedor de la prueba, se clavan en los suyos, sin asomo de compasión, pero enamorados. En esa mirada le exige que triunfe: lo desea, pero sólo se casará con el mejor. En el cabello luce un copihue, la flor roja de los bosques, que crece en el aire, gota de sangre de la Madre Tierra, regalo de Caupolicán, quien trepó al árbol más alto para traérsela.

El guerrero camina en círculos, con el peso del mundo en los hombros y dice: «Nosotros somos el sueño de la Tierra, ella nos sueña a nosotros. También en las estrellas hay seres que son soñados y tienen sus propias maravillas. Somos sueños dentro de otros sueños. Estamos casados con la Naturaleza. Saludamos a la Santa Tierra, madre nuestra, a quien cantamos en la lengua de las araucarias y los canelos, de las cerezas y los cóndores. Que vengan los vientos floridos a traer la voz de los antepasados para que se endurezca nuestra mirada. Que el valor de los toquis antiguos navegue por nuestra sangre. Dicen los ancianos que es la hora del hacha. Los abuelos de los abuelos nos vigilan y sostienen nuestro brazo. Es la hora del combate. Hemos de morir. La vida y la muerte son la misma cosa…». La voz pausada del guerrero habla y habla durante horas en una incansable rogativa, mientras el tronco se balancea en sus hombros. Invoca a los espíritus de la Naturaleza para que defiendan su tierra, sus grandes aguas, sus auroras. Invoca a los antepasados para que conviertan en lanza los brazos de los hombres. Invoca a los pumas del monte para que presten su fortaleza y valentía a las mujeres. Los espectadores se cansan, se mojan con la llovizna tenue de la noche, algunos encienden pequeñas hogueras para alumbrarse, mascan granos de maíz tostado, otros se duermen o se van, pero después vuelven, admirados. La vieja machi salpica a Caupolicán con una ramita de canelo untada en sangre del sacrificio, para darle entereza. Tiene miedo, la mujer, porque la noche anterior se le aparecieron en sueños la culebra-zorro, ñeru -filú, y la serpiente-gallo, piwichén, a decirle que la sangre de la guerra será tan copiosa, que teñirá de rojo el Bío-Bío hasta el fin de los tiempos. Fresia acerca a los labios resecos de Caupolicán una calabaza con agua. Él ve las manos duras de la amada en su pecho, palpándole los músculos de piedra, pero no las siente, tal como ya no siente dolor ni cansancio. Sigue hablando en trance, sigue marchando dormido. Así pasan las horas, la noche entera, así amanece el día, colándose la luz entre las hojas de los altos árboles. El guerrero flota en la niebla fría que se desprende del suelo, los primeros rayos de oro bañan su cuerpo y él sigue dando pasitos de bailarín, la espalda roja de sangre, el discurso fluido. «Estamos en hualán, el tiempo sagrado de los frutos, cuando la Madre Santa nos da el alimento, el tiempo del piñón y las crías de los animales y las mujeres, hijos e hijas de Ngenechén. Antes del tiempo del descanso, el tiempo del frío y del sueño de la Madre Tierra, vendrán los huincas.»

Se ha corrido la voz por los montes y van llegando los guerreros de otras tribus y el claro del bosque se llena de gente. El círculo donde camina Caupolicán se hace más pequeño. Ahora lo avivan, de nuevo la machi lo rocía con sangre fresca, Fresia y otras mujeres le lavan el cuerpo con pieles de conejo mojadas, le dan agua, le introducen un poco de comida masticada en la boca, para que trague sin interrumpir su poético discurso. Los viejos toquis se inclinan ante el guerrero con respeto, nunca han visto nada igual. El sol calienta la tierra y despeja la niebla, se llena el aire de mariposas transparentes. Encima de las copas de los árboles se recorta contra el cielo la figura imponente del volcán con su eterna columna de humo. «Más agua para el guerrero», ordena la machi. Caupolicán, quien ya ha ganado la contienda hace rato, pero no suelta el tronco, sigue caminando y hablando. El sol llega a su cenit y empieza a descender hasta que desaparece entre los árboles, sin que él se detenga. Miles de mapuche han ido llegando en esas horas y la multitud ocupa el claro y el bosque entero, vienen otros por los cerros, suenan trutucas y cultrunes anunciando la hazaña a los cuatro vientos. Los ojos de Fresia ya no se desprenden de los de Caupolicán, lo sostienen, lo guían.

Por fin, cuando ya es de noche, el guerrero toma impulso y levanta el tronco sobre su cabeza, lo mantiene allí unos instantes y lo lanza lejos. Lautaro ya tiene su lugarteniente. «¡Oooooooooooom! ¡Oooooooooooooom!» El grito inmenso recorre el bosque, resuena entre los montes, viaja por toda la Araucanía y llega a los oídos de los huincas, a muchas leguas de distancia. «¡Ooooooooooooom!»


Valdivia demoró casi un mes en alcanzar el territorio mapuche, y en ese tiempo logró reponerse lo suficiente como para montar a ratos, con gran dificultad. Apenas instalaron el campamento empezaron los ataques diarios del enemigo. Los mapuche atravesaban a nado los mismos ríos que bloqueaban el paso de los españoles, incapaces de cruzarlos sin embarcaciones por el peso de sus armaduras y pertrechos. Mientras algunos se enfrentaban a pecho desnudo con los perros, sabiendo que serían devorados vivos, pero dispuestos a cumplir la misión de detenerlos, los demás se abalanzaban contra los españoles. Dejaban docenas de muertos, se llevaban a los heridos que pudieran tenerse en pie y desaparecían en el bosque antes de que los soldados alcanzaran a organizarse para seguirlos. Valdivia dio orden de que la mitad de su reducido ejército montara guardia, mientras la otra mitad descansaba, en turnos de seis horas. A pesar del hostigamiento, el gobernador siguió adelante, venciendo en cada escaramuza. Entró más y más en la Araucanía sin encontrar partidas numerosas de indígenas, sólo grupos dispersos, cuyos ataques sorpresivos y fulminantes cansaban a sus soldados pero no los detenían, estaban acostumbrados a enfrentarse a enemigos cien veces más numerosos. El único intranquilo era Michimalonko, pues sabía muy bien con quiénes tendría que habérselas pronto.

Y así fue. El primer enfrentamiento serio con los mapuche se produjo en enero de 1550, cuando los huincas habían alcanzado la ribera del Bío-Bío, línea que demarcaba el territorio inviolable de los mapuche. Los españoles acamparon junto a una laguna, en un sitio bien resguardado, de modo que las espaldas estaban protegidas por las aguas heladas y cristalinas. No contaron con que los enemigos llegarían por el agua, rápidos y silenciosos lobos de mar. Los centinelas nada vieron, la noche parecía tranquila, hasta que de pronto oyeron un barullo de chivateo, alaridos, flautas y tambores, y la tierra se remeció con el golpe de los pies desnudos de miles y miles de guerreros, los hombres de Lautaro. La caballería española, que se mantenía siempre preparada, les salió al encuentro, pero los indígenas no se amedrentaron, como antes sucedía ante el ímpetu de los animales, sino que se plantaron al frente con una muralla de lanzas en ristre. Los caballos se encabritaron y los jinetes debieron replegarse, mientras los arcabuceros lanzaban su primera andanada. Lautaro había advertido a sus hombres que cargar las armas de fuego demoraba unos minutos, durante los cuales el soldado estaba indefenso; eso les daba tiempo de atacar. Desconcertado ante la absoluta falta de temor de los mapuche, que combatían cuerpo a cuerpo contra soldados en armadura, Valdivia organizó su tropa como lo había hecho en Italia, escuadrones compactos protegidos por corazas, erizados de lanzas y espadas, mientras por detrás cargaba Michimalonko con sus huestes. El feroz combate duró hasta la noche, cuando terminó con la retirada del ejército de Lautaro, que no se desbandó en una huida precipitada, sino que se replegó ordenadamente a una señal de los cultrunes.

– En el Nuevo Mundo no se ha visto nada igual a estos guerreros -opinó Jerónimo de Alderete, extenuado.

– Nunca en mi vida tuve enemigos tan feroces. Hace más de treinta años que sirvo a su majestad y he luchado contra muchas naciones, pero nunca había visto tal tesón como el de esta gente en pelear -agregó Valdivia.

– ¿Qué hacemos ahora?

– Fundar una ciudad en este punto. Tiene todas las ventajas: una bahía sana, un río ancho, madera, pesquería.

– Y miles de salvajes también -apuntó Alderete.

– Primero construiremos un fuerte. Pondremos a todos, menos los heridos y centinelas, a cortar árboles y construir barracones y una muralla con foso, como es debido. Veremos si estos bárbaros se atreven con nosotros.

Se atrevieron, por supuesto. Apenas los españoles terminaron de construir la muralla, Lautaro se presentó con un ejército tan enorme, que los aterrados centinelas calcularon en cien mil hombres. «No son ni la mitad y podemos con ellos. ¡Santiago y cierra España!», arengó Valdivia a su gente; estaba impresionado ante la audacia y la actitud del enemigo, más que por su número. Los mapuche marchaban con perfecta disciplina, en cuatro divisiones al mando de sus toquis de guerra. El chivateo terrible con que asustaban al enemigo estaba ahora reforzado por flautas hechas con los huesos de los españoles caídos en la batalla anterior.

– No podrán atravesar el foso y la muralla. Vamos a detenerlos con los arcabuceros -sugirió Alderete.

– Si nos encerráramos en el fuerte, podrían sitiarnos hasta matarnos de hambre -explicó Valdivia.

– ¿Sitiarnos? No creo que se les ocurra, no es una táctica que conozcan los salvajes.

– Me temo que han aprendido mucho de nosotros. Debemos ir a su encuentro.

– Son demasiado numerosos, no podremos con ellos.

– Podremos con el favor de Dios -replicó Valdivia.

Ordenó que Jerónimo de Alderete saliera con cincuenta jinetes para enfrentar al primer escuadrón mapuche, que avanzaba a paso firme hacia la puerta, a pesar de la primera descarga de pólvora, que dejó a muchos tendidos. El capitán y sus soldados se dispusieron a obedecerle sin chistar, aunque estaban convencidos de que iban a una muerte segura. Valdivia se despidió de su amigo con un abrazo emocionado. Se conocían desde hacía muchos años y juntos habían sobrevivido a incontables peligros.


Existen los milagros, sin duda. Ese día ocurrió un milagro, no hay otra explicación, así lo repetirán por los siglos de los siglos los descendientes de los españoles que presenciaron el hecho, y seguramente también los mapuche en las generaciones venideras.

Jerónimo de Alderete se puso a la cabeza de sus cincuenta jinetes formados y a una señal suya abrieron las puertas de par en par. El monstruoso chivateo de los indígenas recibió a la caballería, que salió al galope. En pocos minutos una masa inmensa de guerreros rodeó a los españoles y Alderete comprendió al instante que continuar sería un acto suicida. Dio orden a sus hombres de reagruparse, pero las boleadoras impuestas por Lautaro se enredaban en las patas de los animales y les impedían maniobrar. Desde la muralla, los arcabuceros mandaron la segunda andanada de tiros, que no logró desanimar el avance de los asaltantes. Valdivia se dispuso a salir para reforzar a la caballería, aunque eso significaba dejar el fuerte indefenso frente a las otras tres divisiones indígenas que lo rodeaban, pues no podía permitir que acabaran con cincuenta de sus hombres sin prestarles auxilio. Por primera vez en su carrera militar temió haber cometido un error táctico irreparable. El héroe del Perú, que poco antes había derrotado magistralmente al ejército de Gonzalo Pizarro, estaba confundido ante esos salvajes. El griterío era horroroso, las órdenes no se escuchaban y en la confusión uno de los jinetes españoles cayó muerto por un tiro de arcabuz que dio en el blanco equivocado. De pronto, cuando los mapuche del primer escuadrón tenían el terreno ganado, empezaron a retroceder en tropel, seguidos casi de inmediato por las otras tres divisiones. En pocos minutos los atacantes abandonaron el campo y huyeron a los bosques como liebres.

Sorprendidos, los españoles no supieron qué diablos sucedía y temieron que fuese una nueva táctica del enemigo, ya que no había otra explicación para tan súbita retirada que dio por terminada la batalla que apenas comenzaba. Valdivia hizo aquello que le dictaba su experiencia de soldado: ordenó perseguirlos. Así se lo describió al rey en una de sus cartas: «Y apenas habían llegado los de a caballo, cuando los indios nos dieron las espaldas, y los otros tres escuadrones hicieron lo mismo. Se mataron hasta mil quinientos o dos mil indios, se lancearon otros muchos y prendimos algunos».

Aseguran quienes se hallaban presentes que el milagro fue visible para todos, que una figura angélica, brillante como el relámpago, descendió sobre el campo, alumbrando el día con una luz sobrenatural. Unos creyeron reconocer al apóstol Santiago en persona, cabalgando sobre un corcel blanco, quien enfrentó a los salvajes, les endilgó un elocuente sermón y les ordenó rendirse ante los cristianos. Otros percibieron la figura de Nuestra Señora del Socorro, una dama hermosísima vestida de oro y plata, flotando en las alturas. Los indios prisioneros confesaron haber visto una llamarada que trazó un amplio arco en el firmamento y explotó con estruendo, dejando en el aire una cola de estrellas. En los años posteriores los bachilleres han ofrecido otras versiones, dicen que fue un bólido celestial, algo así como una enorme roca desprendida del Sol y que cayó sobre la Tierra. Nunca he visto uno de esos bólidos, pero me maravilla que tengan forma de apóstol o de Virgen y que ése cayera justo a la hora y en el lugar apropiado para favorecer a los españoles. Milagro o bólido, no lo sé, pero el hecho concreto es que los indios huyeron despavoridos y los cristianos quedaron dueños del campo, celebrando una inmerecida victoria.

Según las noticias que llegaron a Santiago, Valdivia tomó alrededor de trescientos prisioneros -aunque él, ante el rey, admitió sólo doscientos- y mandó darles castigo: les cortaron la mano derecha de un hachazo y la nariz a cuchillo. Mientras unos soldados forzaban a los prisioneros a colocar el brazo sobre un tronco, para que los verdugos negros descargaran el filo del hacha, otros cauterizaban los muñones sumergiéndolos en sebo hirviente, así las víctimas no se desangraban y podían llevar el escarmiento a su tribu. Más allá, unos terceros mutilaban las caras de los infelices mapuche. Se llenaron canastos de manos y narices y la sangre empapaba la tierra. En su carta al rey, dijo Valdivia que, una vez se había hecho justicia, juntó a los cautivos y les habló, porque había entre ellos algunos caciques e indios principales. Declaró que «hacía aquello porque les había enviado a llamar muchas veces con requerimientos de paz y ellos no cumplieron». De modo que los torturados debieron soportar además una arenga en castellano. Los que aún eran capaces de tenerse en pie se alejaron trastabillando hacia el bosque para ir a enseñar sus muñones a sus compañeros. Muchos amputados caían desmayados, pero luego volvían a levantarse y se iban también, llenos de odio, sin dar a sus victimarios el placer de verlos suplicar o gemir de dolor. Cuando los verdugos ya no pudieron levantar las hachas y los cuchillos de cansancio y náusea, los soldados debieron reemplazarlos. Tiraron al río los canastos de manos y narices, que se fueron flotando hacia el mar, llevados por la corriente ensangrentada.

Cuando supe de lo ocurrido le pregunté a Rodrigo cuál había sido el propósito de aquella carnicería, que a mi juicio traería horribles consecuencias, porque después de un hecho así no podíamos esperar misericordia de los mapuche, sino la peor venganza. Rodrigo me explicó que a veces estas acciones son necesarias para atemorizar al enemigo.

– ¿También tú habrías hecho algo semejante? -quise saber.

– Creo que no, Inés, pero yo no estaba allí y no puedo juzgar las decisiones del capitán general.

– Estuve con Pedro en las buenas y en las malas durante diez años, Rodrigo, y esto no calza con la persona que conozco. Pedro ha cambiado mucho y, déjame decirte, me alegro de que ya no esté en mi vida.

– La guerra es la guerra. Ruego a Dios que termine pronto y podamos fundar esta nación en paz.

– Si la guerra es la guerra, también podemos justificar las matanzas de Francisco de Aguirre en el norte -le dije.

Después del salvaje escarmiento, Valdivia hizo recoger la comida y los animales que pudo confiscar de los indios y los llevó al fuerte. Envió mensajeros a las ciudades anunciando que en menos de cuatro meses, con ayuda del apóstol Santiago y Nuestra Señora, se había dado maña para imponer paz en esa tierra. Me pareció que se apresuraba en cantar victoria.


En los tres años que le quedaban de vida, vi a Pedro de Valdivia muy poco, sólo tuve noticias suyas por terceros. Mientras Rodrigo y yo prosperábamos casi sin darnos cuenta, porque donde poníamos el ojo crecía el ganado, se multiplicaban las siembras y surgía oro de las piedras, el gobernador se dedicó a construir fuertes y fundar ciudades en el sur. Primero plantaban la cruz y el estandarte, si había cura oficiaban misa, luego erguía el árbol de justicia, o patíbulo, y empezaban a cortar árboles para construir la muralla de defensa y las viviendas. Lo más arduo era conseguir pobladores, pero poco a poco iban llegando soldados y familias. Así surgieron, entre otras, Concepción, La Imperial y Villarrica, esta última cerca de las minas de oro que se descubrieron en un afluente del Bío-Bío. Tanto produjeron esas minas, que no corría en el comercio sino oro en polvo para adquirir pan, carne, frutas, hortalizas y lo demás; no había otra moneda sino oro. Mercaderes, taberneros y vendedores andaban cargados de pesas y balanzas para vender y comprar. Así se cumplió el sueño de los conquistadores y ya nadie se atrevió a llamar a Chile «país de rotosos» ni «sepultura de españoles». También se fundó la ciudad de Valdivia, llamada así por insistencia de los capitanes, no por vanidad del gobernador. Su escudo la describe: «Un río y una ciudad de plata». Los soldados contaban que en los vericuetos de la cordillera existía la afamada Ciudad de los Césares, entera de oro y piedras preciosas, defendida por bellas amazonas, es decir, el mismo mito de El Dorado, pero Pedro de Valdivia, hombre práctico, no perdió tiempo ni gente buscándola.

En Chile se recibían numerosos refuerzos militares por tierra y por mar, pero siempre eran insuficientes para ocupar ese vasto territorio de costa, bosque y montaña. Para congraciarse con sus soldados, el gobernador distribuía tierras e indios con su habitual generosidad, pero eran regalos de palabra, intenciones poéticas, ya que las tierras eran vírgenes y los nativos indómitos. Sólo mediante la fuerza bruta se podía obligar a los mapuche a trabajar. Su pierna había sanado, aunque siempre le dolía, pero ya podía montar a caballo. Recorría sin descanso la inmensidad del sur con su pequeño ejército, adentrándose en los bosques húmedos y sombríos, bajo la alta cúpula verde tejida por los árboles más nobles y coronada por la soberbia araucaria, que se perfilaba contra el cielo con su dura geometría. Las patas de los caballos pisaban un colchón fragante de humus, mientras los jinetes se abrían camino con las espadas en la espesura, a ratos impenetrable, de los helechos. Cruzaban arroyos de aguas frías, donde los pájaros solían quedar congelados en las orillas, las mismas aguas donde las madres mapuche sumergían a los recién nacidos. Los lagos eran prístinos espejos del azul intenso del cielo, tan quietos, podían contarse las piedrecillas en el fondo. Las arañas tejían sus encajes, perlados de rocío, entre las ramas de robles, arrayanes y avellanos. Las aves del bosque cantaban reunidas, diuca, chincol, jilguero, torcaza, tordo, zorzal, y hasta el pájaro carpintero, marcando el ritmo con su infatigable tac-tac-tac. Al paso de los caballeros se levantaban nubes de mariposas y los venados, curiosos, se acercaban a saludar. La luz se filtraba entre las hojas y dibujaba sombras en el paisaje; la niebla subía del suelo tibio y envolvía el mundo en un hálito de misterio. Lluvia y más lluvia, ríos, lagos, cascadas de aguas blancas y espumosas, un universo líquido. Y al fondo, siempre, las montañas nevadas, los volcanes humeantes, las nubes viajeras. En otoño el paisaje era de oro y sangre, enjoyado, magnífico. A Pedro de Valdivia se le escapaba el alma y se le quedaba enredada entre los esbeltos troncos vestidos de musgo, fino terciopelo. El Jardín del Edén, la tierra prometida, el paraíso. Mudo, mojado de lágrimas, el conquistador conquistado iba descubriendo el lugar donde acaba la tierra, Chile.

En una ocasión, iba con sus soldados por un bosque de avellanos, cuando cayeron trozos de oro de las copas de los árboles. Incrédulos ante aquel prodigio, los soldados desmontaron deprisa y se abalanzaron sobre los amarillos peñascos, mientras Valdivia, tan asombrado como sus hombres, intentaba impartir orden. Estaban disputándose el oro, cuando los rodearon cien flecheros mapuche. Lautaro les había enseñado a apuntar a los sitios vulnerables del cuerpo, donde los españoles no contaban con la protección del hierro. En menos de diez minutos quedó el bosque sembrado de muertos y heridos. Antes de que los sobrevivientes pudieran reaccionar, los indígenas desaparecieron con el mismo sigilo con que habían surgido momentos antes. Después se comprobó que el señuelo eran piedras del río cubiertas por una delgada lámina de oro.

Unas semanas más tarde, otro destacamento de españoles, que recorría la región, oyó voces femeninas. Se adelantaron al trote, apartaron los helechos y se encontraron ante una escena encantadora: un grupo de muchachas remojándose en el río, coronadas de flores, con sus largas cabelleras negras por única vestidura. Las míticas ondinas continuaron su baño sin dar muestras de temor cuando los soldados espolearon sus caballos y se lanzaron a cruzar el agua profiriendo gritos de anticipación. No llegaron lejos los lujuriosos barbudos, porque el lecho del río era un pantano donde se sumergieron los caballos hasta los ijares. Los hombres desmontaron con la intención de tirar a los animales hacia tierra firme, pero estaban presos en las pesadas armaduras y también comenzaron a hundirse en el fango. En eso aparecieron otra vez los implacables flecheros de Lautaro, que los acribillaron, mientras las desnudas beldades mapuche celebraban la carnicería desde la otra ribera.

Valdivia se dio cuenta muy pronto de que estaba ante un general tan diestro como él mismo, alguien que conocía las flaquezas de los españoles, pero no se preocupó demasiado. Estaba seguro del triunfo. Los mapuche, por aguerridos y ladinos que fuesen, no podían compararse con el poderío militar de sus experimentados capitanes y soldados. Todo era cuestión de tiempo, decía, la Araucanía sería suya. No tardó en averiguar el nombre que andaba de boca en boca, Lautaro, el toqui que se atrevía a desafiar a los españoles. Lautaro. Jamás se le ocurrió que podía ser Felipe, su antiguo caballerizo, eso lo descubriría el día de su muerte. Valdivia se detenía en los aislados caseríos de los colonos y los arengaba con su optimismo invencible. Lo acompañaba Juana Jiménez, como antes lo hice yo, mientras María de Encio masticaba su despecho en Santiago. El gobernador escribía cartas al rey para reiterarle que los salvajes habían comprendido la necesidad de acatar los designios de su majestad y las bondades del cristianismo y que él había domado esa tierra bellísima, fértil y apacible, donde lo único que hacía falta eran españoles y caballos. Entre párrafo y párrafo le solicitaba nuevas prebendas, que el emperador desatendía.

Pastene, almirante de una flota compuesta de dos viejos barcos, seguía explorando la costa de norte a sur y a la inversa, luchando con corrientes invisibles, aterradoras olas negras, vientos orgullosos que desgarraban las velas, en vana búsqueda del paso entre los dos océanos. Sería otro capitán quien daría con el estrecho de Magallanes en 1554. Pedro de Valdivia murió sin saberlo y sin cumplir su sueño de extender la conquista hasta ese punto del mapa. En su peregrinaje, Pastene descubrió lugares idílicos, que describía con elocuencia italiana, omitiendo los atropellos que sus hombres cometían. Sin embargo, las noticias de esos delitos llegaron a saberse, como a la larga siempre ocurre. Un cronista que viajaba con Pastene contó que en una rada remota los marineros fueron recibidos con comida y regalos por amables indígenas, a quienes retribuyeron violando a las mujeres, asesinando a muchos hombres y capturando a otros. Después condujeron a los prisioneros encadenados a Concepción, donde los exhibieron como animales de feria. Valdivia consideró que este incidente, como tantos en que la soldadesca quedaba mal parada, no merecía tinta y papel. No se lo mencionó al rey.

Otros capitanes, como Villagra y Alderete, iban y venían, galopaban por los valles, subían la cordillera, se sumergían en los bosques, navegaban los lagos y así plantaban su recia presencia en esa región encantada. Solían tener breves reyertas con bandas de indios, pero Lautaro se cuidaba de no mostrar su verdadera fuerza, mientras se preparaba con infinita cautela en lo más profundo de la Araucanía. Michimalonko había muerto en un encuentro con Lautaro y algunos de sus guerreros se aliaron con sus hermanos de raza, los mapuche, pero Valdivia logró mantener a buen número de ellos. El gobernador insistía en continuar la conquista hacia el sur, pero cuanto más territorio ocupaba, menos podía controlar. Debía dejar soldados en cada ciudad para proteger a los colonos, y destinar otros a explorar, castigar a los indígenas y robar ganado y alimento. El ejército estaba dividido en pequeños grupos que solían permanecer incomunicados durante meses.

En el crudo invierno, los conquistadores se refugiaban en los villorrios de los colonos, que llamaban ciudades, porque resultaba muy arduo movilizarse con sus pesados bastimentos en el suelo empantanado, bajo la lluvia inclemente y la escarcha del amanecer, soportando el viento de las nieves, que partía los huesos. De mayo a septiembre la tierra entraba en reposo, todo callaba, sólo el agua torrentosa de los ríos, el golpeteo de la lluvia y las tormentas de truenos y relámpagos interrumpían el sueño del invierno. En esa época de reposo y oscuridad temprana, a Valdivia le rondaban demonios, se le ofuscaba el alma de premoniciones y arrepentimientos. Cuando no estaba a lomo de caballo y con la espada al cinto se le ensombrecía el alma y se convencía de que lo perseguía la mala suerte. En Santiago oíamos rumores de que el gobernador había cambiado mucho, estaba envejeciendo deprisa, y sus hombres ya no le prodigaban la ciega confianza de antes. Según Cecilia, su estrella se elevó cuando me conoció y comenzó a declinar cuando se separó de mí, teoría aterradora, porque no deseo la responsabilidad de sus éxitos ni la culpa de sus fracasos. Cada uno es dueño de su propio destino. Valdivia pasaba esos meses fríos bajo techo, arropado con ponchos de lana, calentándose con brasero y escribiendo sus cartas al rey. Juana Jiménez le servía mate, una infusión de yerba amarga que le ayudaba a soportar el dolor de las antiguas heridas.

Entretanto, los guerreros de Lautaro, invisibles, observaban a los huincas desde la espesura, como les había ordenado el ñidoltoqui.


En 1552 Pedro de Valdivia viajó a Santiago. No sabía que sería su última visita, pero lo sospechaba, porque volvieron a atormentarlo negros sueños. Como antes, soñaba con matanzas y despertaba temblando en brazos de Juana. ¿Que cómo lo sé? Porque se medicaba con corteza de latué para espantar las pesadillas. Todo se sabe en este país. Al llegar se encontró con una ciudad enfiestada para recibirlo, próspera y bien organizada, porque Rodrigo de Quiroga lo había reemplazado con sabiduría. Nuestras vidas habían mejorado en ese par de años. La casa de Rodrigo en la plaza fue rehecha bajo mi dirección y quedó convertida en una mansión digna del teniente gobernador. Como me sobró impulso, hice construir otra residencia unas cuadras más lejos, con la idea de regalártela, Isabel, cuando te casaras. Además, teníamos casas muy cómodas en las chacras del campo; me gustan amplias, de techos altos, con galerías y huertas de árboles frutales, plantas medicinales y flores. En el tercer patio pongo a los animales domésticos a buen resguardo, para que no los roben. Procuro que los criados dispongan de cuartos decentes; me enoja ver cómo otros colonos hospedan mejor a sus caballos que a la gente. Como no he olvidado que soy de origen humilde, me entiendo sin problemas con la servidumbre, que siempre me ha sido muy leal. Ellos son mi familia. En aquellos años Catalina, todavía fuerte y sana, manejaba los asuntos domésticos, pero yo mantenía los ojos muy abiertos para que no se cometieran abusos con los criados. Me faltaban horas para cumplir con mis tareas. Me dedicaba a diversos negocios, construir y ayudar a Rodrigo en los asuntos de gobierno, además de la caridad, que nunca es suficiente. La fila de indios pobres que comían a diario en nuestra cocina daba vueltas a la plaza de Armas, y era tanto lo que se quejaba Catalina del gentío y la mugre, que decidí inaugurar un comedero en otra calle. En un barco de Panamá vino a Chile doña Flor, una negra senegalesa, magnífica cocinera, que se hizo cargo de ese proyecto. Ya sabes a quién me refiero, Isabel, es la misma mujer que conoces. Llegó a Chile descalza y hoy se viste de brocado y vive en una mansión que envidian las damas más conspicuas de Santiago. Sus platos eran tan buenos que los señorones empezaron a quejarse, porque los indigentes comían mejor que ellos; entonces a doña Flor se le ocurrió que podíamos financiar la olla de los pobres vendiendo comida fina a los pudientes y ganar dinero de paso. Así se hizo rica, en buena hora para ella, pero no resolvimos mi problema, porque apenas se le llenaron de oro las faltriqueras se olvidó de los mendigos, que volvieron a esperar ante la puerta de mi casa. Y así es hasta ahora.

Al saberse que Valdivia venía camino a Santiago, noté a Rodrigo preocupado, no sabía cómo manejar la situación sin ofender a alguien; estaba dividido entre su cargo oficial, su lealtad hacia el amigo y el deseo de protegerme. Llevábamos más de dos años sin ver a mi antiguo amante, y su ausencia nos resultaba muy cómoda. Con su llegada, yo dejaba de ser la gobernadora, y me pregunté, divertida, si María de Encio estaría a la altura de las circunstancias. Me costaba imaginarla en mi lugar.

– Sé lo que estás pensando, Rodrigo. Tranquilízate, no habrá problemas con Pedro -le dije.

– Tal vez sería conveniente que te fueras al campo con Isabel…

– No pienso salir escapando, Rodrigo. Ésta también es mi ciudad. Me abstendré de participar en los asuntos del gobierno mientras él esté aquí, pero el resto de mi vida seguirá igual. Estoy segura de que podré ver a Pedro sin que me fallen las rodillas -me reí.

– Será inevitable que te encuentres con él a menudo, Inés.

– No sólo eso, Rodrigo. Tendremos que ofrecerle un banquete.

– ¿Banquete, dices?

– Por supuesto, somos la segunda autoridad de Chile, nos corresponde agasajarlo. Lo invitaremos con su María de Encio y, si quiere, también con la otra. ¿Cómo es que se llama la gallega?

Rodrigo se quedó mirándome con esa expresión de duda que solían provocarle mis iniciativas, pero le planté un beso breve en la frente y le aseguré que no habría escándalo de ninguna clase. En realidad, ya había puesto a varias mujeres a coser manteles, mientras doña Flor, contratada para la ocasión, iba juntando los ingredientes de la comida, sobre todo para los postres favoritos del gobernador. Los barcos traían melaza y azúcar, que, si eran caras en Europa, en Chile resultaban a precios exorbitantes, pero no todos los postres pueden hacerse con miel, así es que me resigné a pagar lo que me pedían. Pretendía impresionar a los invitados con un despliegue de platos nunca visto en nuestra capital. «Pero más te vale ir pensando en lo que te estarás poniendo, pues, señoray», me recordó Catalina. La puse a aplanchar un elegante vestido de seda tornasolada de un tono cobrizo, recién llegado de España, que acentuaba el color de mis cabellos… Bueno, Isabel, no necesito confesarte que mantenía el color con alheña, como las moras y las gitanas, porque ya lo sabes. El vestido me quedaba un poco apretado, es cierto, ya que la vida placentera y el amor de Rodrigo me habían envanecido el alma y el cuerpo, pero de todos modos luciría mejor que María de Encio, quien se vestía como una buscona, o su pizpireta criada, que no podía competir conmigo. No te rías, hija. Sé que este comentario parece mezquindad de mi parte, pero es verdad: esas mujeronas eran muy ordinarias.

Pedro de Valdivia hizo su entrada triunfal en Santiago bajo arcos de ramas y flores, ovacionado por el cabildo y la población en masa. Rodrigo de Quiroga, sus capitanes y soldados, con armaduras bruñidas y yelmos empenachados, formaron en la plaza de Armas. María de Encio, en la puerta de la casa que antes fuera mía, aguardaba a su amo retorciéndose en risitas coquetas y remilgos. ¡Qué mujer tan odiosa! Yo me abstuve de aparecer, observé el espectáculo de lejos, atisbando por una ventana. Me pareció que a Pedro le habían caído de súbito los años encima, estaba más pesado y se movía con solemnidad, no sé si por arrogancia, gordura o fatiga del viaje.

Esa noche el gobernador descansó en brazos de sus dos mancebas, supongo, y al día siguiente se puso a trabajar con el ahínco que le era propio. Recibió el informe completo y detallado del estado de la colonia y la ciudad por parte de Rodrigo, revisó las cuentas del tesorero, escuchó los reclamos del cabildo, atendió uno por uno a los vecinos que llegaron con peticiones o en busca de justicia. Se había transformado en un hombre pomposo, impaciente, altanero y tiránico, no soportaba la menor contradicción sin estallar en amenazas. Ya no pedía consejo ni compartía sus decisiones, actuaba como un soberano. Llevaba demasiado tiempo en guerra, se había acostumbrado a ser obedecido sin chistar por la tropa. Parece que así trataba también a sus capitanes y amigos, pero fue amable con Rodrigo de Quiroga; seguramente adivinó que éste no soportaría una falta de respeto. Según Cecilia, a quien nada escapaba, sus concubinas y la servidumbre le tenían terror, porque en ellas descargaba Valdivia sus frustraciones, desde el dolor de huesos hasta el silencio obstinado del rey, quien no respondía a sus cartas.

El banquete en honor al gobernador fue uno de los más espectaculares que me ha tocado ofrecer en mi larga vida. Nada más que hacer la lista de comensales fue una tarea, porque no podíamos incluir a los quinientos vecinos de la capital con sus familias. Muchas personas principales se quedaron esperando la esquela de invitación. Santiago hervía de comentarios, todos querían acudir a la fiesta, me llegaban regalos inesperados y profusos mensajes de amistad de personas que el día anterior apenas me miraban, pero debimos limitar la lista a los antiguos capitanes que llegaron con nosotros a Chile en 1540, los funcionarios reales y del cabildo. Trajimos indios auxiliares de las chacras y los vestimos con impecables uniformes, pero no pudimos ponerles calzado porque no lo soportaban. Alumbramos con centenares de bujías, lámparas de sebo y antorchas con resina de pino, que perfumaban el aire. La casa lucía espléndida, llena de flores, grandes fuentes con frutas de la estación y jaulas de pájaros. Servimos vino peruano de buena cepa y un vino chileno, que Rodrigo y yo empezábamos a producir. Sentamos a treinta invitados en la mesa principal y a cien mas en otras salas y en los patios. Decidí que esa noche las mujeres se sentarían a la mesa con los hombres, como había oído que se hace en Francia, en vez de que lo hicieran en cojines en el suelo, como en España. Sacrificamos cochinillos y corderos, para ofrecer una variedad de platos, además de aves rellenas y pescados de la costa, que trajimos vivos en agua de mar. Había una mesa sólo para los postres, tortas, hojaldres, merengues, yemas quemadas, dulce de leche, fruta. La brisa paseaba por la ciudad los olores del banquete, ajo, carne asada, caramelo. Los invitados acudieron con sus mejores galas, rara vez había ocasión de sacar los trapos de lujo del fondo de los baúles. La mujer más bella de la fiesta fue Cecilia, por supuesto, con un vestido azulino ceñido por un cinturón de oro y adornada con sus joyas de princesa inca. Trajo a un negrito, que se instaló detrás de su silla a abanicarla con un plumero, finísimo detalle que nos dejó a todos los demás, gente ruda, atónitos. Valdivia apareció con María de Encio, quien no se veía mal, debo reconocerlo, pero no trajo a la otra porque presentarse con dos concubinas habría sido un bofetón a la cara de nuestra pequeña pero orgullosa sociedad. Me besó la mano y me halagó con las galanterías propias de estos casos. Me pareció percibir en su mirada una mezcla de tristeza y celos, pero pueden ser ideas mías. Cuando nos sentamos a la mesa, levantó su copa para brindar por Rodrigo y por mí, sus anfitriones, e hizo un sentido discurso comparando la dura época de la hambruna en Santiago, sólo diez años antes, con la abundancia actual.

– En este banquete imperial, bella doña Inés, sólo falta una cosa… -concluyó, con la copa en alto y los ojos húmedos.

– No me diga más, vuestra merced -contesté.

En ese momento entraste tú, Isabel, vestida de organdí y coronada de cintas y flores, con una fuente de plata, cubierta por una servilleta de lino blanco, que contenía una empanada para el gobernador. Un aplauso cerrado celebró la ocurrencia, porque todos recordaban los tiempos de las vacas flacas, cuando hacíamos empanadas de lo que hubiese a mano, incluso de lagartijas.

Después de la cena hubo baile, pero Valdivia, quien fuera un ágil bailarín, con buen oído y gracia natural, no participó, pretextando dolor de huesos. Una vez que los invitados se fueron y los criados terminaron de repartir los restos del banquete entre los pobres, que acudieron a oír la fiesta desde la plaza de Armas, cerrar la casa y apagar las bujías, Rodrigo y yo caímos extenuados a la cama. Apoyé la cabeza en su pecho, como siempre, y me dormí sin sueños durante seis horas, que para mí, siempre insomne, es una eternidad.


El gobernador se quedó en Santiago tres meses. En ese tiempo tomó una decisión que seguramente había pensado mucho: mandó a Jerónimo de Alderete a España a entregar sesenta mil pesos de oro al rey, el quinto correspondiente a la Corona, suma ridícula si se compara con los galeones cargados de ese metal que salían del Perú. Llevaba cartas para el monarca con varias peticiones, entre otras, que le otorgara un marquesado y la Orden de Santiago. También en eso Valdivia había cambiado, ya no era el hombre que se jactaba de despreciar títulos y honores. Además, él, a quien antes repugnaba la esclavitud, solicitaba permiso para encargar dos mil esclavos negros sin pagar impuesto. La segunda parte de la misión de Alderete consistía en visitar a Marina Ortiz de Gaete, quien todavía vivía en el modesto solar de Castuera, darle dinero e invitarla a venir a Chile a ocupar el rango de gobernadora junto a su marido, a quien no había visto durante diecisiete años. Me encantaría saber cómo recibieron esta noticia María y Juana. Lamento que Jerónimo de Alderete no pudiese traer la respuesta positiva del rey. Su ausencia duró casi tres años, según recuerdo, debido a las demoras de navegar por el océano y porque el emperador no era hombre de andar con prisas. A su regreso, cuando cruzaba el istmo de Panamá, el capitán agarró una pestilencia tropical que lo despachó a mejor vida. Era muy buen soldado y leal amigo este Jerónimo de Alderete, espero que la Historia le reserve el sitial que merece. Entretanto, Pedro de Valdivia murió sin enterarse de que por fin había obtenido las prebendas solicitadas.

Al recibir la invitación de su marido para viajar a ese reino, que ella imaginaba como Venecia, vaya una a saber por qué, y los siete mil quinientos pesos de oro para sus gastos, Marina Ortiz de Gaete se compró un trono dorado, un ajuar imperial y se hizo acompañar por un impresionante séquito que incluía a varios miembros de su familia. La pobre mujer llegó a Chile convertida en viuda; aquí descubrió que Pedro la había dejado arruinada y, para colmo de males, antes de seis meses todos sus sobrinos, a quienes adoraba, murieron en la guerra con los indios. No puedo menos que compadecerla.

Durante el tiempo que Pedro de Valdivia estuvo en Santiago nos vimos poco y sólo en reuniones sociales, rodeados de otras personas que nos observaban con malicia, esperando sorprendernos en un gesto de intimidad o tratando de adivinar nuestros sentimientos. En esta ciudad no se podía dar un paso sin ser atisbada por las ventanas y criticada. ¿Por qué hablo en pasado? Estamos en 1580 y la gente sigue siendo igual de chismosa. Después de haber compartido con Pedro los años más intensos de mi juventud, sentía un raro despego en su presencia, me parecía que el hombre que yo había amado con una pasión desesperada era otro. Poco antes de que él anunciara su regreso al sur, donde pensaba visitar las nuevas ciudades y seguir buscando el escurridizo estrecho de Magallanes, vino a verme González de Marmolejo.

– Quería contarte, hija, que el gobernador ha solicitado al rey que me nombre obispo de Chile -me dijo.

– Eso ya lo sabe todo Santiago, padre. Decidme a qué habéis venido en realidad.

– ¡Qué atrevida eres, Inés! -se rió el clérigo.

– Vamos, desembuchad, padre.

– El gobernador desea hablarte en privado, hija, y como es lógico no puede ser en tu casa, en la de él ni en un lugar público. Se deben guardar las apariencias. Le ofrecí que se encontrara contigo en mi residencia…

– ¿Sabe Rodrigo de esto?

– El gobernador no cree necesario molestar a tu marido con esta nimiedad, Inés.

Me resultaron sospechosos el mensajero, el recado y el secreto, así es que se lo comuniqué a Rodrigo ese mismo día, para evitar problemas, y entonces me enteré de que éste ya lo sabía, porque Valdivia le había pedido permiso para citarse conmigo a solas. ¿Por qué, entonces, pretendía que yo se lo ocultara a mi marido? ¿Y por qué Rodrigo no me lo mencionó? Supongo que el primero quiso ponerme a prueba, pero no creo que ésa fuese la intención del segundo; Rodrigo era incapaz de tales manejos.

– ¿Sabes para qué quiere hablar conmigo Pedro? -le pregunté a mi marido.

– Desea explicarte por qué actuó como lo hizo, Inés.

– ¡Han pasado más de tres años! ¿Y ahora viene con explicaciones? Muy raro me parece.

– Si no quieres hablar con él, se lo diré derechamente.

– ¿No te molesta que me encuentre a solas con él?

– Tengo plena confianza en ti, Inés. Jamás te ofendería con celos.

– Tú no pareces español, Rodrigo. Debes de tener sangre de holandés en las venas.

Al día siguiente acudí a la casa de González de Marmolejo, la más grande y lujosa de Chile después de la mía. La fortuna del clérigo sin duda era de origen milagroso. Me recibió su ama de llaves quechua, una mujer muy sabia, conocedora de plantas medicinales y tan buena amiga mía que no necesitaba disimular que hacía vida marital con el futuro obispo desde hacía años. Cruzamos varios salones, comunicados por puertas dobles talladas por un artesano, que el clérigo hizo traer del Perú, y llegamos a una habitación pequeña, donde tenía su escritorio y la mayor parte de sus libros. El gobernador, vestido con esmero en jubón rojo oscuro de mangas acuchilladas, calzas verdosas y gorra de seda negra con una pluma coqueta, se adelantó para saludarme. El ama de llaves se retiró con discreción y cerró la puerta. Entonces, al verme a solas con Pedro, sentí que me latían las sienes y se me desbocaba el corazón, pensé que no sería capaz de sostener la mirada de esos ojos azules, cuyos párpados había besado a menudo cuando él dormía. Por mucho que Pedro hubiese cambiado, en algún momento fue el amante a quien seguí al fin del mundo. Pedro me puso las manos en los hombros y me dio vuelta hacia la ventana, para observarme a la luz.

– ¡Eres tan hermosa, Inés! ¿Cómo puede ser que para ti no pase el tiempo? -suspiró, conmovido.

– Necesitas vidrios para ver -le dije, dando un paso atrás para desprenderme de sus manos.

– Dime que eres feliz. Es muy importante para mí que lo seas.

– ¿Por qué? ¿Mala conciencia, acaso?

Sonreí, él se rió también y ambos respiramos aliviados, se había roto el hielo. Me contó en detalle el juicio que enfrentó en el Perú y la condena de La Gasca; la idea de casarme con otro se le ocurrió a él como única forma de salvarme del destierro y la pobreza.

– Al proponerle esa solución a La Gasca me clavé una daga en el pecho, Inés, y todavía sangro. Siempre te he amado, eres la única mujer de mi vida, las demás no cuentan. Saberte casada con otro me causa un dolor atroz.

– Siempre fuiste celoso.

– No te burles, Inés. Sufro mucho por no tenerte conmigo, pero celebro que seas rica y te hayas desposado con el mejor hidalgo de este reino.

– En aquella ocasión, cuando mandaste a González de Marmolejo a darme la noticia, él insinuó que tú habías elegido a alguien para mí. ¿Era Rodrigo?

– Te conozco demasiado bien como para tratar de imponerte algo, Inés, y menos un marido -me contestó, evasivo.

– Entonces, para tu tranquilidad, te diré que la solución que se te ocurrió fue excelente. Soy feliz y amo mucho a Rodrigo.

– ¿Más que a mí?

– A ti ya no te amo con esa clase de amor, Pedro.

– ¿Estás segura de eso, Inés del alma mía?

Volvió a sujetarme por los hombros y me atrajo, buscándome los labios. Sentí el cosquilleo de su barba rubia y el calor de su aliento, volví la cara y lo empujé suavemente.

– Lo que más apreciabas de mí, Pedro, era la lealtad. Todavía la tengo, pero ahora se la debo a Rodrigo -le dije con tristeza, porque presentí que en ese momento nos despedíamos para siempre.


Pedro de Valdivia partió de nuevo a continuar la conquista y reforzar las siete ciudades y los fuertes recién fundados. Se descubrieron varias minas de ricas vetas, que atrajeron a nuevos colonos, incluso a vecinos de Santiago que optaron por dejar sus fértiles haciendas en el valle del Mapocho y partir con sus familias a los bosques misteriosos del sur, encandilados por la posibilidad del oro y la plata. Tenían a veinte mil indios trabajando en las minas y la producción era casi tan buena como la del Perú. Entre los colonos que se fueron iba el alguacil Juan Gómez, pero Cecilia y sus hijos no lo acompañaron. «Yo me quedo en Santiago. Si quieres ir a hundirte en esos pantanos, allá tú», le dijo Cecilia, sin imaginar que sus palabras serían ominosas.

Al despedirse de Valdivia, Rodrigo de Quiroga le aconsejó que no abarcase más de lo que podía controlar. Algunos fuertes disponían apenas de un puñado de soldados, y varias ciudades estaban desprotegidas.

– No hay peligro, Rodrigo, los indios nos han dado muy pocos problemas. El territorio está sometido.

– Me parece raro que los mapuche, cuya fama de indomables nos había llegado al Perú antes de iniciar la conquista de Chile, no nos hayan combatido como esperábamos.

– Comprendieron que somos un enemigo demasiado poderoso para ellos y se han dispersado -le explicó Valdivia.

– Si es así, en buena hora, pero no te descuides.

Se estrecharon efusivamente y Valdivia partió sin preocuparse por las advertencias de Quiroga. Durante varios meses no tuvimos noticias directas de él, pero nos llegaron rumores de que hacía vida de turco, echado entre almohadones y engordando en su casa de Concepción, que él llamaba su «palacio de invierno». Decían que Juana Jiménez escondía el oro de las minas, que llegaba en grandes bateas, para no tener que compartirlo ni declararlo a los oficiales del rey. Agregaban, envidiosos, que era tanto el oro acumulado y el que todavía quedaba en las minas de Quilacoya, que Valdivia era más rico que Carlos V. Así es de apresurada la gente para juzgar al prójimo. Te recuerdo, Isabel, que a su muerte Valdivia no dejó ni un maravedí. A menos que Juana Jiménez, en vez de ser raptada por los indios, como se cree, haya logrado robarse esa fortuna y escapar a alguna parte, el tesoro de Valdivia nunca existió.

Tucapel se llamaba uno de los fuertes destinados a desalentar a los indígenas y proteger las minas de oro y plata, aunque sólo contaba con una docena de soldados, que pasaban sus días vigilando la espesura, aburridos. El capitán que estaba a cargo del fuerte sospechaba que los mapuche tramaban algo, a pesar de que su relación con ellos había sido pacífica. Una o dos veces por semana los indios llevaban provisiones al fuerte; eran siempre los mismos, y los soldados, que ya los conocían, solían intercambiar señales amistosas con ellos. Sin embargo, había algo en la actitud de los indios que indujo al capitán a capturar a varios de ellos y, mediante suplicio, averiguó que se estaba gestando una gran sublevación de las tribus. Yo podría jurar que los indios confesaron sólo aquello que Lautaro deseaba que los huincas supieran, porque los mapuche nunca se han doblegado ante el tormento. El capitán mandó pedir refuerzos, pero tan poca importancia dio Pedro de Valdivia a esta información, que por toda ayuda mandó cinco soldados a caballo al fuerte de Tucapel.

Corría la primavera de 1553 en los bosques aromáticos de la Araucanía. El aire era tibio y al paso de los cinco soldados se levantaban nubes de insectos translúcidos y aves ruidosas. De pronto, un infernal chivateo rompió la paz idílica del paisaje y de inmediato los españoles se vieron rodeados por una masa de asaltantes. Tres de ellos cayeron atravesados por lanzas, pero dos alcanzaron a dar media vuelta y galoparon a matacaballo hacia el fuerte más próximo a pedir socorro.

Entretanto se presentaron en Tucapel los mismos indígenas que siempre llevaban las vituallas, saludando con el aire más sumiso del mundo, como si no estuviesen enterados del suplicio que habían sufrido sus compañeros. Los soldados abrieron las puertas del fuerte y los dejaron entrar con sus bultos. Una vez en el patio, los mapuche abrieron sus sacos, extrajeron las armas que llevaban ocultas y se abalanzaron sobre los soldados. Éstos lograron reponerse de la sorpresa y volar en busca de sus espadas y corazas para defenderse. En los minutos siguientes se llevó a cabo una matanza de mapuche y muchos fueron hechos prisioneros, pero la estratagema dio resultado, porque mientras los españoles estaban ocupados con los de adentro, miles de otros indígenas rodearon el fuerte. El capitán salió con ocho de sus hombres a caballo para enfrentarlos, decisión muy valiente pero inútil, porque el enemigo era demasiado numeroso. Al cabo de una lucha heroica, los soldados que aún estaban con vida retrocedieron al fuerte, donde la desigual batalla continuó durante el resto del día, hasta que, finalmente, al caer la oscuridad, los atacantes se replegaron. En el fuerte de Tucapel quedaron seis soldados, únicos españoles sobrevivientes, muchos yanaconas y los indios prisioneros. El capitán tomó una medida desesperada para espantar a los mapuche que aguardaban el amanecer para atacar de nuevo. Había oído la leyenda de que yo salvé la ciudad de Santiago lanzando las cabezas de los caciques a las huestes indígenas y decidió copiar la idea. Hizo degollar a los cautivos, luego lanzó las cabezas por encima de la muralla. Un rugido largo, como una terrible ola de mar tormentoso, acogió el gesto.

Durante las horas siguientes, el cerco mapuche que rodeaba el fuerte se fue engrosando, hasta que los seis españoles comprendieron que su única posibilidad de salvación era tratar de cruzar a caballo las filas enemigas al amparo de la noche y llegar al fuerte más cercano, en Purén. Eso significaba abandonar a su suerte a los yanacona, que no tenían caballos. No sé cómo los españoles lograron su audaz cometido, porque el bosque estaba infestado de indígenas, que habían acudido de lejos, llamados por Lautaro, para la gran insurrección. Tal vez los dejaron pasar con algún avieso propósito. En todo caso, con la primera luz de alba los indios, que habían esperado la noche entera en las cercanías, irrumpieron en el fuerte abandonado de Tucapel y se encontraron con los restos de sus compañeros en el patio ensangrentado. Los infelices yanaconas que aún permanecían en el fuerte fueron aniquilados.

La noticia del primer ataque victorioso alcanzó a Lautaro muy pronto gracias al sistema de comunicación que él mismo había ideado. El joven ñidoltoqui acababa de formalizar su unión con Guacolda, después de pagar la dote correspondiente. No participó en la borrachera de la celebración porque no era amigo del alcohol y estaba muy ocupado planeando el segundo paso de la campaña. Su objetivo era Pedro de Valdivia.


Juan Gómez, quien había llegado al sur una semana antes, no alcanzó a pensar en las minas de oro que le habían inducido a separarse de su familia, pues recibió el clamor de socorro del fuerte de Purén, donde los seis soldados sobrevivientes de Tucapel se unieron a los once que allí había. Como todo encomendero, tenía la obligación de acudir a la guerra cuando era llamado, y no vaciló en hacerlo. Gómez galopó hasta Purén y se colocó a la cabeza del pequeño destacamento. Después de escuchar los detalles de lo ocurrido en Tucapel, tuvo la certeza de que no se trataba de una escaramuza, como tantas del pasado, sino de un levantamiento masivo de las tribus del sur. Se preparó lo mejor posible para resistir, pero no era mucho lo que podía hacer en Purén con los escasos medios a su alcance.

Unos días más tarde, al amanecer, oyeron el habitual chivateo, y los centinelas vieron al pie de la colina un escuadrón mapuche que amenazaba con gritos pero aguardaba inmóvil. Juan Gómez calculó que había unos quinientos enemigos por cada uno de sus hombres, pero él llevaba la ventaja de las armas, los caballos y la disciplina, que tanta fama diera a los soldados españoles. Tenía mucha experiencia en luchar contra los indios y sabía que era mejor combatirlos a campo abierto, donde la caballería podía maniobrar y los arcabuceros podían lucirse. Decidió salir a enfrentar al enemigo con lo que disponía: diecisiete soldados montados, cuatro arcabuceros y unos doscientos yanaconas.

Se abrieron las puertas del fuerte y salió el destacamento con Juan Gómez delante. A una señal suya se lanzaron cerro abajo a galope desatado, blandiendo sus temibles espadas, pero se llevaron la sorpresa de que esa vez no se produjo una desbandada de indígenas, sino que éstos esperaron formados. Ya no iban desnudos, llevaban el torso protegido por un peto y la cabeza con una capucha de cuero de foca, tan duro como las armaduras españolas. Empuñaban lanzas de tres varas de largo, que apuntaban al pecho de los animales, y pesadas macanas de mango corto, más manuables que los garrotes de antes. No se movieron de sus sitios y recibieron de frente el impacto de la caballería, que se ensartó en las lanzas. Varios caballos quedaron agónicos, pero los soldados se repusieron rápidamente. A pesar de la espantosa mortandad producida por los hierros españoles, los mapuche no se desanimaron.

Una hora más tarde se oyó el tam-tam inconfundible de los cultrunes y la masa indígena se detuvo y retrocedió, perdiéndose en el bosque y dejando el campo sembrado de muertos y heridos. El alivio de los españoles duró escasos minutos, porque otro millar de guerreros de relevo reemplazó a los que se habían retirado. Los soldados no tuvieron más alternativa que continuar luchando. Los mapuche repitieron la estrategia cada hora: sonaban los tambores, desaparecían las huestes fatigadas y entraban a la batalla otras frescas, mientras los españoles se agotaban. Juan Gómez comprendió que era imposible oponerse a esa hábil maniobra con su reducido número de soldados. Los mapuche, divididos en cuatro escuadrones, rotaban, de modo que mientras un grupo peleaba, los otros tres esperaban su turno descansando. Debió dar orden de recogerse al fuerte, porque sus hombres, casi todos heridos, necesitaban tomar aliento y agua.

En las horas siguientes curaron lo mejor posible a los heridos y comieron. Al atardecer, Juan Gómez consideró que debían intentar un nuevo ataque, para no dar al enemigo ocasión de reponerse durante la noche. Varios de los hombres heridos declararon que preferían morir en la batalla; sabían que si los indios entraban al fuerte la muerte sería inevitable y sin gloria. Esa vez Gómez contaba sólo con una docena de jinetes y media de infantes, pero eso no lo amedrentó. Hizo formar a su gente y les arengó con encendidas palabras, se encomendó a Dios y al apóstol de España y enseguida ordenó el ataque.

El choque de los hierros y las macanas duró menos de media hora, los mapuche parecían desanimados, se batían sin la ferocidad de la mañana y antes de lo esperado se retiraron a la llamada de sus cultrunes. Gómez esperó que acudiera la segunda oleada de relevo, como en la mañana, pero no ocurrió y, confundido, ordenó el regreso al fuerte. No había perdido a ninguno de sus hombres. Durante esa noche y el día siguiente, los españoles aguardaron el ataque del enemigo sin dormir, metidos en las armaduras y empuñando sus armas sin que éste diese señales de vida, hasta que por fin se convencieron de que no volverían y, de rodillas en el patio, dieron gracias al apóstol por tan extraña victoria. Los habían derrotado sin saber cómo. Juan Gómez calculó que no podían permanecer incomunicados dentro del fuerte esperando en ascuas el horrible chivateo que anunciaba el regreso de los mapuche. La mejor alternativa era aprovechar la noche, durante la cual los indígenas rara vez actuaban, por temor a los espíritus malignos, para enviar un par de veloces emisarios a Pedro de Valdivia anunciando el inexplicable triunfo pero advirtiéndole de que estaban ante una rebelión total de las tribus y que, si no la aplastaban de inmediato, podrían perder todo el territorio al sur del Bío-Bío. Los emisarios galoparon lo más deprisa que permitían la espesura y la oscuridad, temerosos de que los indios les cayeran encima en cualquier recodo, pero eso no ocurrió; pudieron viajar sin inconvenientes y llegar a su destino al amanecer. Les pareció que durante el trayecto los mapuche les vigilaban escondidos entre los helechos, pero, como no los atacaron, lo atribuyeron a sus propios nervios exaltados. No podían imaginar que Lautaro deseaba que Valdivia recibiera el mensaje y que por eso los dejó pasar, tal como hizo con los mensajeros que llevaban la carta de respuesta del gobernador, en la que indicaba a Gómez que se reuniera con él en las ruinas del fuerte Tucapel el día de Navidad. Así lo había planeado cuidadosamente el ñidoltoqui, quien se enteró, por los espías que tenía en todas partes, del contenido de la carta y sonrió complacido; ya tenía a Valdivia donde quería. Mandó a un escuadrón a sitiar el fuerte de Purén, para encerrar a Juan Gómez e impedir que cumpliera las instrucciones recibidas, mientras él terminaba de cerrar la trampa para el Taita en Tucapel.


Valdivia había pasado los perezosos meses de invierno en Concepción, viendo llover y entretenido con juegos de cartas, bien cuidado por Juana Jiménez. Tenía cincuenta y tres años, pero la cojera y el exceso de peso lo habían envejecido antes de tiempo. Era hábil con los naipes y le acompañaba la suerte en el juego, ganaba casi siempre. Los envidiosos aseguraban que al oro de las minas se sumaba el que arrebataba a otros jugadores y el conjunto iba a dar a esos baúles misteriosos de Juana, que no se han encontrado hasta hoy. La primavera ya había estallado en brotes y pájaros, cuando llegaron las confusas noticias de una sublevación indígena que a él le pareció una exageración. Más por cumplir con su deber que por convencimiento, juntó unos cincuenta soldados y partió de mala gana a reunirse con Juan Gómez en Tucapel, dispuesto a aplastar a los atrevidos mapuche, como había hecho antes.

Hizo el viaje de quince leguas, con su medio centenar de jinetes y mil quinientos yanaconas, a paso lento, pues debía adaptarse al de los cargadores. A poco andar se le espantó la pereza con que había iniciado la marcha, porque su instinto de soldado le advirtió del peligro. Se sentía observado por ojos ocultos en la espesura. Llevaba mas de un año pensando en su propia muerte y tuvo el presentimiento de que podría ocurrirle pronto, pero no quiso inquietar a sus hombres con la sospecha de que eran espiados. Por precaución mandó adelantarse a un grupo de cinco soldados para que tantearan la ruta y siguió cabalgando al paso, mientras procuraba calmar los nervios con la brisa tibia y el intenso aroma de los pinos. Como al cabo de un par de horas los cinco enviados no regresaron, su premonición se agudizó. Una legua más adelante un jinete señaló con una exclamación de horror algo que colgaba de una rama. Era un brazo, todavía dentro de la manga del jubón. Valdivia ordenó proseguir con las armas prontas. Unas varas más lejos vieron una pierna con la bota puesta, también suspendida de un árbol, y más allá otros trofeos, piernas, brazos y cabezas, sangrientos frutos del bosque. «¡A vengarlos!», gritaban los furiosos soldados, dispuestos a lanzarse al galope en busca de los asesinos, pero Valdivia los obligó a mascar el freno. Lo peor que podían hacer era separarse, debían permanecer juntos hasta Tucapel, decidió.

El fuerte quedaba en la cima de una colina despejada, porque los españoles habían cortado los árboles para construirlo, pero la base del cerro estaba rodeada de vegetación. Desde arriba se podía ver un río copioso. La caballería ascendió por la colina y llegó antes a las ruinas envueltas en humo, seguida por las lentas filas de yanaconas con los pertrechos. De acuerdo con las instrucciones recibidas de Lautaro, los mapuche aguardaron hasta que el último hombre llegó arriba para anunciarse con el sonido escalofriante de las flautas de huesos humanos.

El gobernador, quien apenas tuvo tiempo de descender del caballo, se asomó entre los troncos quemados de la muralla y vio a los guerreros formados en escuadrones compactos, protegidos por escudos y con las lanzas en tierra. Los toquis de guerra estaban al frente, protegidos por una guardia formada por los mejores hombres. Asombrado, pensó que los bárbaros habían descubierto por instinto la forma de luchar de los antiguos ejércitos romanos, la misma que empleaban los tercios españoles. El cabecilla no podía ser otro que ese toqui del cual tanto había oído durante el invierno: Lautaro. Sintió que lo sacudía una oleada de ira y se dio cuenta de que tenía el cuerpo bañado de sudor. «¡Le daré la muerte más atroz a ese maldito!», exclamó.

Una muerte atroz. Hay tantas de ésas en nuestro reino, que nos pesarán para siempre en la conciencia. Debo hacer una pausa para explicar que Valdivia no pudo cumplir su amenaza contra Lautaro, quien murió luchando junto a Guacolda unos años más tarde. En corto tiempo este genio militar sembró el pánico en las ciudades españolas del sur, que debieron ser evacuadas, y logró llegar con sus huestes a las cercanías de Santiago. Para entonces la población mapuche estaba diezmada por el hambre y la peste, pero Lautaro seguía luchando con un pequeño ejército, muy disciplinado, que incluía a mujeres y niños. Dirigió la guerra con magistral astucia y soberbio coraje durante muy pocos años, pero suficientes para inflamar la insurrección mapuche que dura hasta ahora. Según me decía Rodrigo de Quiroga, muy pocos generales de la historia universal pueden compararse a este joven, que convirtió a un montón de tribus desnudas en el ejército más temible de América. Después de su muerte lo reemplazó el toqui Caupolicán, tan valiente como él pero menos sagaz, quien fue hecho prisionero y condenado a morir empalado. Aseguran que cuando su mujer, Fresia, lo vio arrastrado en cadenas, le lanzó a los pies a su hijo de pocos meses y exclamó que no quería amamantar al vástago de un vencido. Pero esta historia parece otra leyenda de la guerra, como la de la Virgen que se apareció en el cielo durante una batalla. Caupolicán soportó sin un quejido el espantoso suplicio del palo afilado atravesándole lentamente las entrañas, como lo relata en sus versos el joven Zurita, ¿o era Zúñiga? Por Dios, se me van los nombres, quién sabe cuántos errores hay en este relato. Menos mal que yo no estaba presente cuando dieron tormento a Caupolicán, tal como no me ha tocado ver el frecuente castigo de «desgobernación», en que cercenan de un machetazo medio pie derecho de los indígenas rebeldes. Eso no logra desalentarlos; cojos, siguen luchando. Y cuando a otro cacique, Galvarino, le cortaron las dos manos, se hizo amarrar las armas a los brazos para volver a la batalla. Después de tales horrores, no podemos esperar clemencia de los indígenas. La crueldad engendra más crueldad en un ciclo eterno.

Valdivia dividió a su gente en grupos, encabezados por los soldados a caballo y seguidos por los yanaconas, y les mandó descender la colina. No pudo lanzar la caballería al galope, como era lo usual, porque comprendió que ésta se ensartaría en las lanzas de los mapuche, que por lo visto habían aprendido tácticas europeas. Antes debía desarmar a los lanceros. En el primer encontronazo, los españoles y los yanaconas llevaron ventaja, y al cabo de un rato de lucha intensa y despiadada, pero breve, los mapuche se replegaron en dirección al río. Un alarido de triunfo celebró su retirada y Valdivia ordenó volver al fuerte. Sus soldados se creían seguros de la victoria, pero él quedó muy inquieto, porque los mapuche habían actuado en perfecto orden. Desde la cima de la colina los vio bebiendo y lavándose las heridas en el río, alivio que sus hombres no tenían. En ese momento se escuchó el chivateo y del bosque emergieron nuevas tropas indígenas, frescas y disciplinadas, tal como había ocurrido en Purén contra la gente de Juan Gómez, cosa que Valdivia ignoraba. Por primera vez el capitán general tomó el peso de la situación; hasta ese momento se había creído el amo de la Araucanía.

Durante el resto del día la batalla continuó de la misma manera. Los españoles, heridos, sedientos y agotados, enfrentaban en cada ronda una hueste mapuche descansada y bien comida, mientras los que se habían replegado se refrescaban en el río. Pasaban las horas, los españoles y yanaconas iban cayendo, y los ansiados refuerzos de Juan Gómez no llegaban.


Nadie en Chile desconoce los hechos de aquella trágica Navidad de 1553, pero hay varias versiones y yo voy a contarlos tal como los oí de labios de Cecilia. Mientras Valdivia y su reducida tropa se defendían a duras penas en Tucapel, Juan Gómez estaba detenido en Purén, donde los mapuche lo mantuvieron sitiado hasta el tercer día, en que no dieron señales de vida. Transcurrió la mañana y parte de la tarde en una espera ansiosa, hasta que por fin Gómez no soportó más y salió con una partida a revisar el bosque. Nada. Ni un solo indio a la vista. Entonces sospechó que el sitio del fuerte había sido una estratagema para distraerlos e impedirles reunirse con Pedro de Valdivia, como éste había ordenado. Así, mientras ellos estaban ociosos en Purén, el gobernador los aguardaba en Tucapel, y si había sido atacado, como era de temer, su situación debía de ser desesperada. Sin vacilar, Juan Gómez ordenó que los catorce hombres sanos que le quedaban montaran en los mejores caballos y lo siguieran de inmediato hacia Tucapel.

Cabalgaron la noche entera, y a la mañana del día siguiente se encontraron en las cercanías del fuerte. Pudieron ver la colina, el humo del incendio y grupos dispersos de mapuche, ebrios de guerra y muday, blandiendo cabezas y miembros humanos; los restos de los españoles y yanaconas derrotados el día anterior. Horrorizados, los catorce hombres comprendieron que estaban rodeados y correrían la misma suerte que los de Valdivia, pero los intoxicados indígenas estaban celebrando la victoria y no los enfrentaron. Los españoles espolearon sus fatigadas cabalgaduras y subieron por la colina, abriéndose paso a mandobles entre los escasos borrachos que se les pusieron por delante. El fuerte estaba reducido a un montón de leños humeantes. Buscaron a Pedro de Valdivia entre los cadáveres y trozos de cuerpos descuartizados, pero no lo hallaron. Una tinaja con agua sucia les permitió saciar la sed propia y de los caballos, pero no hubo tiempo de nada más, porque en ese momento comenzaban a ascender por la ladera miles y miles de indígenas. No eran los ebrios que vieran antes, éstos habían salido de los árboles sobrios y en orden.

Los españoles, que no podían defenderse en el fuerte en ruinas, donde habrían quedado atrapados, volvieron a montar en las sufridas bestias y se lanzaron cerro abajo, dispuestos a abrirse paso entre el enemigo. En un instante se vieron envueltos por los mapuche y comenzó una contienda sin cuartel que habría de durar el resto del día. Resulta imposible creer que los hombres y caballos, que habían galopado desde Purén durante la noche entera, resistieran hora tras hora de lucha durante todo ese fatídico día, pero yo he visto batallar a los españoles y he luchado junto a ellos, sé de lo que somos capaces. Por fin los soldados de Gómez pudieron agruparse y huir, seguidos de cerca por las huestes de Lautaro. Los caballos no daban más de sí y el bosque estaba sembrado de troncos caídos y otros obstáculos que impedían correr a las bestias, pero no así a los indios, que surgían de entre los árboles e interceptaban a los jinetes.

Estos catorce hombres, los más bravos de los bravos, decidieron entonces ir sacrificándose uno a uno para detener al enemigo, mientras sus compañeros intentaban avanzar. No lo discutieron, no echaron suertes, nadie se lo mandó. El primero gritó adiós a los demás, detuvo su cabalgadura y se volvió para enfrentar a los perseguidores. Arremetió desprendiendo centellas con la espada, decidido a luchar hasta el último suspiro, ya que ser apresado vivo era una suerte mil veces peor. En pocos minutos cien manos lo bajaron del animal y lo atacaron con las mismas espadas y cuchillos que les habían quitado a los españoles vencidos de Valdivia.

Los escasos minutos que aquel héroe regaló a sus amigos, permitieron a éstos adelantarse un trecho, pero pronto los mapuche los alcanzaron de nuevo. Un segundo soldado decidió inmolarse, también gritó un último adiós y se detuvo cara a la masa de indios, ávidos de sangre. Y enseguida lo hizo un tercero. Y así, uno a uno cayeron seis soldados. Los ocho restantes, varios de ellos malheridos, continuaron la desesperada carrera hasta llegar a una angostura, donde otro debió sacrificarse para que pasaran los demás. También a él lo despacharon en pocos minutos. En ese punto el caballo de Juan Gómez, sangrando de varios flechazos en las ijadas y exhausto, cayó de bruces al suelo. Para entonces ya era noche cerrada en el bosque y el avance resultaba casi imposible.

– ¡Subid a mi grupa, capitán! -le ofreció uno de los soldados.

– ¡No! ¡Seguid adelante y no os retraséis por mí! -les ordenó Gómez, sabiéndose malherido y calculando que el caballo no resistiría el peso de dos hombres.

Los soldados debieron obedecerle, continuaron adelante, tanteando en la oscuridad, perdidos, mientras él se internaba mas en la espesura. Al cabo de muchas y muy terribles horas, los seis sobrevivientes lograron llegar al fuerte de Purén y dar aviso a sus camaradas antes de caer desplomados de fatiga. Allí aguardaron apenas lo necesario para restañar la sangre de sus heridas y dar alivio a las cabalgaduras, antes de emprender marcha forzada hacia La Imperial, que entonces era sólo una aldea. Los yanaconas cargaban en hamacas a los heridos con esperanza de vida, pero a los moribundos les dieron un fin rápido y honroso para que los mapuche no los hallasen vivos.

Entretanto, a Juan Gómez se le hundían los pies, porque las lluvias del invierno reciente habían convertido la zona en una espesa ciénaga. A pesar de estar sangrando de varios flechazos, extenuado, sediento, sin haber comido en dos días, no se sometió a la muerte. La visibilidad era casi nula, debía avanzar penosamente, tanteando entre los árboles y los matorrales. No podía aguardar el amanecer, la noche era su única aliada. Escuchó claramente los alaridos de triunfo de los mapuche cuando encontraron su caballo caído y rezó para que el noble animal, que lo había acompañado en tantas batallas, estuviese muerto. Los indios solían torturar a las bestias heridas para vengarse de los amos. El olor a humo le indicó que sus perseguidores habían encendido antorchas y lo buscaban en la vegetación, seguros de que el jinete no podía estar lejos. Se quitó la armadura y la ropa y las hizo desaparecer en el barro y, desnudo, se adentró en la ciénaga. Los mapuche estaban ya muy cerca, podía oír sus voces y vislumbrar la luz de las antorchas.

Y en este punto de la narración es donde Cecilia, cuyo macabro sentido del humor parece español, se doblaba de risa al contarme aquella espantosa noche. «Mi marido acabó hundido en un pantano, tal como le advertí que ocurriría», dijo la princesa. Con su espada, Juan Gómez cortó una caña y enseguida se sumergió por completo en el pútrido lodazal. No supo cuántas horas estuvo en el barro, desnudo, con las heridas abiertas, encomendando su alma a Dios y pensando en sus hijos y en Cecilia, esa bella mujer que había salido de un palacio para seguirlo al fin del mundo. Los mapuche pasaron varias veces por su lado rozándolo, sin imaginar que el hombre que buscaban yacía sepultado en la ciénaga, abrazado a su espada, respirando apenas por el hueco de la caña.

A media mañana del día siguiente, los hombres que marchaban hacia La Imperial vieron a un ser de pesadilla, cubierto de sangre y barro, que se arrastraba entre la tupida vegetación. Por la espada, que no había soltado, reconocieron a Juan Gómez, el capitán de los catorce de la fama.


Por primera vez desde la muerte de Rodrigo, anoche pude descansar durante varias horas. En la duermevela del amanecer sentí una opresión en el pecho que me aplastaba el corazón y me dificultaba respirar, pero no sentí angustia, sino gran sosiego y dicha, porque comprendí que era el brazo de Rodrigo, que dormía a mi lado, como en los mejores tiempos. Permanecí inmóvil, con los ojos cerrados, agradecida de ese dulce peso. Deseaba preguntarle a mi marido si había venido por fin a buscarme, decirle que me hizo muy feliz durante los treinta años que compartimos y que sólo lamenté sus largas ausencias de guerrero. Pero temí que al hablarle desapareciera; en estos meses de soledad he comprobado cuán tímidos son los espíritus. Con la primera luz de la mañana, que se coló por las ranuras de los postigos, Rodrigo se retiró de mi lado, dejando la huella de su brazo sobre mí y su olor en la almohada. Cuando llegaron las criadas ya no había rastro de él en la habitación. A pesar de la dicha que esa inesperada noche de amor me dio, parece que amanecí con mal semblante, porque las mujeres fueron a llamarte, Isabel. No estoy enferma, hija, nada me duele, me siento mejor que nunca, así es que no me mires con esa cara de funeral; pero me quedaré acostada un rato más, porque tengo frío. Si no te importa, me gustaría aprovechar para dictarte.

Como sabes, Juan Gómez salió con vida de aquella prueba, aunque demoró meses en reponerse de las heridas infectadas. Abandonó la idea del oro, regresó a Santiago y todavía vive con su espléndida mujer, quien ya debe de tener unos sesenta años, pero está igual que a los treinta, sin arrugas ni canas, no sé si por milagro o hechicería. Ese diciembre fatídico fue el comienzo de la insurrección de los mapuche, una guerra sin cuartel que no ha cesado en cuarenta años y no tiene para cuándo terminar; mientras quede un solo indio y un solo español vivos, correrá sangre. Debería odiarlos, Isabel, pero no puedo. Son mis enemigos, pero los admiro; si yo estuviese en su lugar, moriría luchando por mi tierra, como mueren ellos.

Llevo varios días evitando el momento de relatar el fin de Pedro de Valdivia. Durante veintisiete años he procurado no pensar en eso, pero supongo que ha llegado la hora de hacerlo. Quisiera creer la versión menos cruel, que Pedro se batió hasta ser derribado de un mazazo en la cabeza, pero Cecilia me ayudó a descubrir la verdad. Sólo un yanacona logró escapar al desastre de Tucapel para contar lo ocurrido ese día de Navidad, pero él nada sabía de la suerte del gobernador. Dos meses más tarde, Cecilia vino a verme y me dijo que una muchacha mapuche, recién llegada de la Araucanía, estaba sirviendo en su casa. Cecilia estaba enterada de que la india, quien no hablaba ni una palabra de castellano, había sido encontrada cerca de Tucapel. Una vez más, el mapudungu aprendido de Felipe -ahora Lautaro- me fue útil. Cecilia me la trajo y pude hablar con ella. Era una joven de unos dieciocho años, baja, delicada de facciones, fuerte de espaldas. Como no entendía nuestro idioma, parecía lerda, pero cuando le hablé en mapudungu comprendí que era habilísima. Esto es lo que pude averiguar por el yanacona que sobrevivió en Tucapel y lo que esa mapuche, quien estuvo presente en la ejecución de Pedro de Valdivia, me contó.

El gobernador se hallaba en las ruinas del fuerte, luchando a la desesperada con un puñado de valientes contra miles de mapuche, que se renovaban en frescos escuadrones, mientras ellos no podían dar descanso a las espadas. Transcurrió el día entero lidiando. Al atardecer, Valdivia perdió la esperanza de que Juan Gómez acudiera con refuerzos. Su gente estaba extenuada, los caballos sangraban tanto como los hombres y por las colinas ascendían obstinadamente nuevos destacamentos enemigos.

– Señores, ¿qué hacemos? -preguntó Valdivia a los nueve hombres que quedaban en pie.

– ¿Qué quiere vuestra merced que hagamos, sino que luchemos y muramos? -replicó uno de los soldados.

– ¡Entonces, hagámoslo con honra, señores!

Y los diez tenaces españoles, seguidos de los yanaconas que quedaban en pie, se lanzaron a luchar y morir de frente, las espadas en alto y el apóstol Santiago en los labios. En pocos minutos, ocho soldados fueron arrancados de sus cabalgaduras con boleadoras y lazos, arrastrados por el suelo y aniquilados por centenares de mapuche. Sólo Pedro de Valdivia, un fraile y un fiel yanacona pudieron romper el cerco y huir por la única vía abierta ante ellos, las demás estaban bloqueadas por el enemigo. Escondido en el fuerte había otro yanacona que soportó la humareda del incendio debajo de un montón de escombros y logró escapar con vida dos días más tarde, cuando ya los mapuche se habían retirado. El sendero abierto ante Valdivia había sido hábilmente dispuesto por Lautaro. Era un callejón sin salida, que conducía por el bosque oscuro a una ciénaga, donde las patas de los caballos se empantanaron, tal como Lautaro había calculado. Los fugitivos no podían retroceder porque tenían al enemigo a sus espaldas. En la luz de la tarde vieron salir de los matorrales a cientos de indígenas, mientras ellos se hundían irremisiblemente en aquel lodo podrido, del que se desprendía un hálito sulfuroso de infierno. Antes de que el pantano se los tragara, los mapuche los rescataron, porque no era así como planeaban darles fin.

Al verse perdido, Valdivia quiso negociar su libertad con el enemigo, prometiendo que abandonaría las ciudades fundadas en el sur, los españoles se irían de la Araucanía para siempre y además les daría ovejas y otros bienes. El yanacona debió traducir, pero antes de que alcanzara a terminar los indios se le fueron encima y lo mataron. Habían aprendido a despreciar las promesas de los huincas. Al fraile, quien había formado una cruz con dos palos y pretendía dar la extremaunción al yanacona, como antes se la había dado al gobernador, le destrozaron el cráneo de un mazazo. Y entonces comenzó el martirio de Pedro de Valdivia, el más odiado enemigo, la encarnación de todos los abusos y crueldades infligidas al pueblo mapuche. No habían olvidado los miles de muertos, los hombres quemados, las mujeres violadas, los niños reventados, los centenares de manos que se llevó el río, los pies y las narices cercenados, los látigos, las cadenas y los perros.

Obligaron al cautivo a presenciar el suplicio de los yanaconas sobrevivientes de Tucapel y la profanación de los cadáveres de los españoles. Lo arrastraron del cabello, desnudo, hacia el rancherío donde aguardaba Lautaro. En el trayecto, las piedras y ramas filudas del bosque le rompieron la piel, y cuando lo depositaron a los pies del ñidoltoqui era un guiñapo cubierto de barro y sangre. Lautaro ordenó que le dieran de beber, para que despertara del desmayo, y lo ataran a un poste. Como simbólica burla, quebró en dos la espada toledana, inseparable compañera de Pedro de Valdivia, y la plantó en tierra a los pies del prisionero. Una vez que éste se repuso lo suficiente para abrir los ojos y darse cuenta de dónde estaba, se encontró frente a frente con su antiguo criado.

– ¡Felipe! -exclamó, esperanzado, porque al menos era una cara conocida y podría hablarle en castellano.

Lautaro le clavó los ojos, con infinito desprecio.

– ¿No me reconoces, Felipe? Soy el Taita -insistió el cautivo.

Lautaro lo escupió en el rostro. Había esperado ese momento durante veintidós años.

A una orden del ñidoltoqui los mapuche, enardecidos, desfilaron ante Pedro de Valdivia con afiladas conchas de almeja, sacándole bocados del cuerpo. Hicieron un fuego y con las mismas conchas le arrancaron los músculos de los brazos y las piernas, los asaron y se los comieron delante de él. Esta macabra orgía duró tres noches y dos días, sin que la madre Muerte socorriese al infeliz cautivo. Por fin, al amanecer del tercer día, al ver Lautaro que Valdivia se moría, le vertió oro derretido en la boca, para que se hartase del metal que tanto le gustaba y tanto sufrimiento causaba a los indios en las minas.

¡Ay, qué dolor, qué dolor! Estos recuerdos son un lanzazo aquí, en medio del pecho. ¿Qué hora es, hija? ¿Por qué se fue la luz? Las horas han retrocedido, debe de ser de nuevo el alba. Creo que será el amanecer para siempre…

Nunca se encontraron los restos de Pedro de Valdivia. Dicen que los mapuche devoraron su cuerpo en un rito improvisado, que hicieron flautas con sus huesos y que su cráneo sirve hasta hoy como recipiente para el muday de los toquis. Me preguntas, hija, por qué me aferro a la terrible versión de la criada de Cecilia, en vez de la otra, más misericordiosa, de que Valdivia fue ejecutado de un garrotazo en la cabeza, como escribió el poeta y como era la costumbre entre los indios del sur. Te lo diré. Durante esos tres días aciagos de diciembre de 1553 estuve muy enferma. Fue como si mi alma supiera lo que mi mente aún ignoraba. Imágenes horrendas pasaban ante mis ojos, como en una pesadilla de la que no lograba despertar. Me parecía ver dentro de mi casa los cestos llenos de manos y narices amputadas, en mi patio a los indios cargados de cadenas y aquellos que fueron empalados; el aire olía a carne humana chamuscada y la brisa de la noche me traía chasquidos de latigazos. Esta conquista ha costado inmensos padecimientos… Nadie puede perdonar tanta crueldad, y menos los mapuche, que jamás olvidan las ofensas, tal como no olvidan los favores recibidos. Me atormentaban los recuerdos, estaba como poseída por un demonio. Ya sabes, Isabel, que salvo algunos sobresaltos del corazón he sido siempre sana, con el favor de Dios, así es que no tengo otra explicación para la enfermedad que me aquejó en esos días. Mientras Pedro soportaba su horrendo fin, a la distancia mi alma lo acompañaba y lloraba por él y por todas las víctimas de esos años. Caí postrada, con vómitos tan intensos y fiebres tan ardientes, que temieron por mi vida. En mi delirio oía con claridad los alaridos de Pedro de Valdivia y su voz despidiéndose de mí por última vez: «Adiós, Inés del alma mía…».

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