Se llama Chuck Allen, pero podría llamarse como usted o como yo. Esta mañana, que muchos describirán más tarde como la más radiante y luminosa que se recuerda en mucho tiempo sobre los cielos de Nueva York, Allen se encuentra en su despacho del piso 83 de la torre norte del World Trade Center. Su reloj marca las 8:43 horas cuando Allen alza la vista hacia su ventana y advierte un punto creciente en el horizonte, a la altura del puente George Washington, que une el extremo norte de la isla de Manhattan con las costas de Nueva Jersey. Se le ocurre que tal vez sea un avión, pero pronto descarta la idea, porque ningún piloto en su sano juicio enfilaría la isla de Manhattan volando tan bajo. Sin darle más importancia, Allen devuelve la mirada a su ordenador. Sus ojos están todavía prendidos en el monitor cuando, dos minutos más tarde, oye un estruendo como no ha oído jamás, un estruendo que más tarde describirá como el de dos trenes chocando a toda velocidad. El vuelo 11 de American Airlines, con noventa y dos personas a bordo, se acaba de incrustar en la torre a una velocidad de casi seiscientos kilómetros por hora. Una cascada de escombros y papel se extiende en el cielo. El edificio se inclina hacia un lado como un buque en el oleaje, como si la torre fuese a doblarse en dos. El miedo lo paraliza. En ese mismo instante, cientos de personas más como él oyen los primeros gritos y contemplan aterrados cómo los muebles de sus oficinas se deslizan hacia un lado, cómo los lápices ruedan sobre las mesas, cómo sus tazas de café se derraman. Cientos de conversaciones telefónicas se congelan a media palabra, extraviadas para siempre. Para muchos, ése será su último contacto con el mundo exterior.
Trece pisos más arriba, un Boeing 767 se ha clavado como un dardo, destruyendo completamente las plantas comprendidas entre los pisos 94 y 99. El avión se ha estrellado en el centro de la fachada, blandiendo sus alas rebosantes de combustible como guadañas. Al instante, una tormenta de fuego exhala desde las fachadas este y oeste. Una inmensa bola de fuego emerge de la monstruosa caverna de cinco pisos desgarrada sobre la fachada norte. Las alas del Boeing han asestado un hachazo de unos cincuenta metros que rebana treinta y cinco de las columnas de acero — casi la mitad— que sostienen la fachada exterior. El resto, al estar tan juntas unas con otras, sostiene la torre e impide su colapso inmediato. La razón de esta particularidad arquitectónica, inusual en edificios de oficinas en Manhattan, es que el creador de las torres Gemelas, el arquitecto japonés Minoru Yamasaki, irónicamente, sufre de vértigo. Embargado por la náusea de contemplar Manhattan desde las nubes, Yamasaki optó por una retícula exterior de columnas muy próximas que brindasen a los ocupantes una sensación de seguridad, de estructura sólida, y no sólo de muros de cristal. Lamentablemente, el hecho de que casi todas las columnas que sostienen el peso de las torres sean exteriores hace que la planta interior de cada piso sea una superficie virtualmente limpia, sin columnas estructurales que puedan obstaculizar el avance del avión. Sin encontrar barreras, la avalancha de metal avanza a toda máquina arrasando vidas, oficinas, e hiriendo de muerte a la torre.
En apenas seis décimas de segundo, las partes más sólidas del fuselaje se estrellan sin remedio contra el eje central de la torre. La mitad de los soportes que la sostienen en pie quedan instantáneamente destruidos o dañados sin remedio. El tornado de aluminio arranca de cuajo las escaleras y guillotina varios túneles de ascensores, incluyendo los cables de acero que los sostienen. La fuerza brutal de la colisión tritura el fuselaje y lo reduce a trozos del tamaño de una pelota de tenis.
En el momento de apuñalar la torre, el 767 lleva suficiente combustible para cruzar el país entero desde Boston a Los Ángeles. Al penetrar en la torre, los tanques situados en las alas se desgarran e inyectan unos 32.500 litros de combustible que se esparce a casi seiscientos kilómetros por hora. No es un combustible cualquiera; es un tipo especial de queroseno denominado «Jet A», particularmente volátil. Letal. El queroseno se pulveriza instantáneamente al contacto con el aire. Los circuitos eléctricos del edificio se convierten en espoletas mortales. La explosión resultante es indescriptible. La fuerza desatada escupe restos del avión por el extremo opuesto del edificio. Noventa pisos más abajo, unos transeúntes tropiezan con un gran cilindro de metal humeante en mitad de una calle del sur de Manhattan. Lo que a sus ojos parece un meteorito es, en realidad, la turbina de un avión de pasajeros.
Pero no todo el combustible se consume en esta tremenda explosión que sacude la torre. Una parte considerable crea una hemorragia interna de queroseno que recorre túneles de escaleras, ascensores y oficinas, empapando a su paso todo lo que encuentra. Piso tras piso, la marea negra impregna alfombras y moquetas, muros y cortinas, a una velocidad aproximada de ciento sesenta kilómetros por hora. Prende al momento en una tempestad de fuego. En menos de un segundo, cualquier ser humano en su camino queda simplemente vaporizado por las llamas. A partir de este instante, toda persona atrapada por encima del punto del impacto está condenada a muerte. Es sólo cuestión de tiempo.