7. La luz del día

Peter Hayden, comandante de la primera división de bomberos, ha establecido el puesto de mando de la operación en el vestíbulo de la torre Norte. Ya entonces Hayden y otros mandos del departamento saben perfectamente que no hay modo de extinguir ese incendio. Pese a esa certeza, decenas de bomberos se lanzan escaleras arriba en ambas torres en una desesperada misión de rescate. Muchos de ellos no volverán a salir con vida. P

Mientras los bomberos entran, Chuck Allen, una eternidad después de haber avistado aquel punto inicial en el horizonte, consigue llegar a la plaza que hay al pie de las torres tras un descenso agotador y terrorífico. Apenas la reconoce. La plaza, uno de sus rincones favoritos, está cubierta de lo que parecen escombros. Excepto que no lo son. Son cuerpos. Decenas de ellos. A Allen le cuesta calcular cuántos con precisión, porque lo que ven sus ojos son sólo trozos de cuerpos. Torsos extrañamente tocados por un cinturón negro, como si vistiesen un macabro uniforme. Sólo entonces comprende que está observando a algunos de los pasajeros del avión estrellado contra la torre, que todavía llevan el cinturón de seguridad. No hay sangre. No hay el polvo y la tiniebla que luego flotará y enmascarará el horror. Todo se ve con una claridad cristalina, dolorosa. Oficiales de policía inundan la plaza con el rostro crispado. «No miren ahí», ordenan.

Mark Oettinger, un carpintero que acaba de escapar de la torre Norte, se detiene a contemplar la tundra de cadáveres llovidos del cielo. Los cuerpos parecen haber estallado al impacto con el suelo como sandías maduras. Un hedor similar al amoníaco envenena el aire. Oettinger siente un deseo imperioso de querer salvar a alguien, de ayudar, de poder hacer algo. Por mucho que busca, no encuentra a quien salvar, y acaba por perderse en las calles de Manhattan hasta llegar a un pequeño parque, desierto, donde advierte que no hay gente, ni pájaros, y se echa a llorar. Otros muchos como él se pierden Manhattan arriba, en trance, vagando con la mirada ida e incapaces de mirar atrás.

Poco después, Virginia DiChiara, la auditora que ha escapado poco antes de una muerte segura en un ascensor inundado de queroseno, llega al vestíbulo de la torre. Una muchedumbre de heridos yace sobre una laguna de sangre. Un latigazo de dolor la recorre y Virginia se mira las manos. Son rojas, carne viva sin piel. Tardará todavía media hora en ser trasladada al hospital de Saint Vincent. Al llegar allí, se encuentra con un ejército de doctores y enfermeros listos para acoger a una multitud de heridos. Todos esperan con las camillas listas, ansiosos por ayudar, por hacer algo. La avalancha de pacientes nunca se materializa. Virginia será una de las pocas en cruzar las puertas del hospital esa mañana. Hoy, la muerte no hace prisioneros.

En la plaza frente a la torre Sur empiezan a emerger algunos supervivientes. Uno de los primeros en respirar aire fresco es Anthony DeBlase. Pese a haber escapado con vida, no se siente más tranquilo. Al contrario. Su hermano mayor, James, trabaja en la torre Norte, en las oficinas de Cantor Fitzgerald situadas en los pisos donde le han dicho que se ha estrellado el primer avión. Sólo una idea ocupa la mente de Anthony cuando cruza la plaza rumbo a la torre Norte: encontrar a su hermano. Es entonces cuando ve a un hombre decapitado por un fragmento de cuerpo que cae desde lo alto de la torre. Es entonces cuando ve una pierna ardiendo. Aullando de terror, comprende que no volverá a ver a su hermano con vida. Semanas más tarde, cuando las primeras pruebas de ADN permitan identificar los primeros ocho fragmentos de cadáveres rescatados de entre los escombros, el nombre de James DeBlase encabezará la lista.

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