Se inicia la escapada. Entre los miles de personas que luchan por salvar la vida está Jan Demczur, un inmigrante polaco que lleva diez años limpiando ventanas en el World Trade Center. Tiene cuarenta y ocho años y esa misma mañana ha estado puliendo las ventanas del piso 93 frente a las oficinas de Fred Alger Management. Los cuerpos de los sesenta y nueve empleados que hace apenas minutos contemplaban Manhattan a través de sus impecables cristales son ahora vapor, y las ventanas que Jan ha limpiado con tanto esmero, apenas una lluvia de puñales de vidrio flotando sobre la ciudad. Cuando el Boeing 767 se estrella en la torre, Jan viaja en un ascensor ubicado treinta pisos por debajo del impacto con otras seis personas. La cabina se sacude violentamente y parece precipitarse al abismo. Un diminuto hombre de unos sesenta años es el único con la serenidad y la claridad mental necesarias para gritar al resto que apreten el botón de stop. Sólo entonces consiguen escapar del ascensor y atravesar un laberinto de escombros, humo y fuego tras el cual ganan acceso a la escalera y emprenden el descenso. No están solos. La escalera está abarrotada de gente aterrada, perdida, extrañamente silenciosa. Muchos de ellos no averiguarán que un avión ha embestido la torre hasta que lleguen abajo. En ese momento, incluso los que saben lo que ha sucedido creen que ha sido un horrible accidente. Es impensable que pueda haber sido otra cosa. Justo entonces, cuando parece que las cosas ya no pueden ir a peor, el infierno empieza de verdad.