2. Trampa mortal

En el momento del choque, Virginia DiChiara, una auditora de cuarenta y cuatro años que trabaja para la firma Cantor Fitzgerald, se dispone a subir a un ascensor que la llevará desde el Sky Lobby del piso 78 a su despacho en el piso 101. El ascensor se retrasa unos segundos porque un hombre llega tarde y las puertas vuelven a abrirse para acogerlo. Sin saberlo, esos segundos robados le salvarán la vida. Empieza el ascenso. E

Una terrible sacudida golpea la cabina del ascensor. Los cables de acero que la sostienen sobre un abismo de casi ochenta pisos han sido cortados. Una lluvia de chispas es el preludio del pánico. Las luces del ascensor se extinguen. En la tiniebla, Virginia vislumbra un resplandor azul por la rendija de la puerta. Es la lluvia de combustible que cae en cascada por el hueco del ascensor y que se filtra en la cabina. Uno de los ocupantes consigue abrir la puerta y trepar al piso, desierto. Virginia siente el combustible empapándole las manos, el pelo, la cara y la ropa. Prende en llamas. Lucha por apagar con las manos el fuego que la devora, dejándose la piel en el empeño. Pese a la conmoción, acierta a ver cómo una marea espectral se esparce gelatinosamente por todas partes. Humo. En ese instante, alguien la reconoce. Virginia siente que varias manos la sujetan. Alguien le echa agua en las quemaduras. La punzada de dolor es atroz, y pierde el sentido. Entre varias personas, consiguen llevarla hasta la escalera. Allí recobra el sentido y, medio moribunda, emprende un descenso de setenta pisos.

Virginia es una de las afortunadas. En el momento del impacto, sus aproximadamente mil compañeros de trabajo en Cantor Fitzgerald estaban ya en sus mesas de trabajo en las oficinas de la compañía ubicadas entre el piso 101 y el 106. Aquellos a los que la explosión no ha despedazado o carbonizado al instante están en ese momento saltando al vacío desde cien pisos de altura, acosados por las llamas, la asfixia y la desesperación. Virginia, afortunadamente, no puede verlos. Quien sí puede hacerlo son aquellos que han quedado atrapados justo un piso por encima, en un lugar hasta hace apenas minutos reservado para una de las vistas más espectaculares del mundo.

En los pisos 106 y 107 de la torre Norte se encuentra el lujoso restaurante Windows of the World, que ofrece un menú exclusivo y legendarias vistas de hasta ochenta kilómetros. Hoy, las vistas se ahogan en la marea de humo. No es un humo corriente: es una nube tóxica, espesa e impenetrable. Para aquellos atrapados en la cima de la torre no hay escapatoria posible por escaleras ni ascensores. Su única opción sería un rescate en helicóptero por la azotea, pero el humo impide que puedan aterrizar. El restaurante cuenta con noventa y siete trabajadores, todos ellos en su puesto. Uno de ellos, el chef Norberto Hernández, es fotografiado al saltar desde el piso 106. Su imagen se convierte en un macabro emblema de la tragedia. El que se entrega a una caída de cien pisos es un hombre mayor, abuelo de familia numerosa. Al precipitarse al abismo parece sereno, con la mirada sellada. Como si ya supiese que ni uno solo de sus compañeros sobrevivirá.

Diez pisos más abajo, Chuck Allen oye otro ruido escalofriante, el chirrido de toda la estructura metálica debatiéndose de un lado a otro cuatro o cinco veces hasta que el edificio se detiene y una calma mortal lo paraliza todo. No se disparan alarmas de incendio, ni se oyen advertencias por megafonía. Nada. La trampa está sellada.

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