Le estreché la mano por primera vez en la primavera de 1967. Por entonces yo era un estudiante de segundo curso en Columbia, un muchacho sin formar con ansia de libros y la creencia (o ilusión) de que algún día tendría las suficientes cualidades para considerarme poeta, y como leía poemas, ya conocía a su tocayo del infierno de Dante, un muerto que iba arrastrando los pies por los últimos versos del canto veintiocho del Inferno. Bertrán de Born, el poeta provenzal del siglo XII, que llevaba cogida del pelo su cabeza cortada, haciéndola oscilar de un lado a otro como un farol: sin duda una de las imágenes más grotescas de ese extenso catálogo de alucinaciones y tormentos. Dante era un defensor incondicional de los escritos de De Born, pero lo redujo a la condenación eterna por haber aconsejado al príncipe Enrique que se rebelara contra su padre, el rey Enrique II, y como el poeta originó la división entre padre e hijo convirtiéndolos en enemigos, el ingenioso castigo de Dante fue dividirlo a él mismo. De ahí el cuerpo decapitado que va gimiendo por el inframundo, preguntando al viajero florentino si puede haber dolor más terrible que el suyo.
Cuando se presentó como Rudolf Born, inmediatamente pensé en el poeta. ¿Algún parentesco con Bertrán?, le pregunté.
Ah, contestó, esa desventurada criatura que perdió la cabeza. Quizá, pero me temo que no parece probable. No tengo el de. Para eso hay que poseer un título de nobleza, y la triste verdad es que soy de todo menos noble.
No recuerdo en absoluto por qué me encontraba allí. Alguien debió invitarme, pero hace mucho que se me fue de la memoria quién pudo ser. Ni siquiera me acuerdo de dónde se celebraba la fiesta -en el norte o en el centro de la ciudad, en un apartamento o en un loft- ni de mis motivos para aceptar la invitación en primer lugar, porque por aquella época tendía a evitar las grandes congregaciones de gente, harto del barullo de la multitud que habla mucho y dice poco, azorado por la timidez que me sobrevenía en presencia de personas desconocidas. Pero aquella noche, inexplicablemente, dije que sí, y acompañé a mi olvidado amigo adondequiera que me llevase.
Lo que recuerdo es lo siguiente: en cierto momento de la velada, me encontré solo en un rincón de la estancia. Estaba fumando un cigarrillo mientras observaba a la gente, docenas y docenas de jóvenes cuerpos apiñados en los confínes de aquel espacio, oyendo la estruendosa mezcla de palabras y risas, preguntándome qué demonios hacía allí y pensando que tal vez era hora de marcharme. Había un cenicero sobre un radiador a mi izquierda, y al volverme para apagar el pitillo vi que, sujeto en la palma de la mano de un desconocido, el receptáculo lleno de colillas se elevaba hacia mí. Sin que lo hubiera advertido, dos personas acababan de sentarse en el radiador, un hombre y una mujer, ambos mayores que yo, y sin duda con más años que ninguno de los que se encontraban en la habítación: él, alrededor de los treinta y cinco; ella, veintinueve o treinta.
Hacían una extraña pareja, a mi modo de ver, Born con un arrugado traje blanco de lino, un tanto sucio, y una camisa blanca igualmente arrugada bajo la chaqueta, y la mujer (que según resultó se llamaba Margot) toda vestida de negro. Cuando le agradecí el cenicero, me dirigió un leve y cortés movimiento de cabeza y dijo Encantado con un ligerísimo acento extranjero. Francés o alemán, no sabía decir, pues su inglés era casi impecable. ¿Qué más observé en aquellos primeros momentos? Piel clara, descuidado cabello pelirrojo (más corto de lo que solía llevarse por entonces), facciones amplias y regulares, sin nada especialmente destacable (un rostro corriente, en cierto modo, una cara que resultaría invisible entre cualquier multitud), y ojos castaños de mirada firme, los ojos perspicaces de alguien que no parecía tener miedo a nada. Ni delgado ni robusto, ni alto ni bajo, pero dando a pesar de ello cierta sensación de fuerza física, quizá debido al grosor de sus manos. En cuanto a Margot, permanecía quieta sin mover un músculo, mirando al vacío, como si la misión principal de su vida fuera la de parecer aburrida. Pero interesante, muy atractiva para mis veinte años, con su pelo negro, suéter negro de cuello vuelto, minifalda negra, botas de cuero negro, y espeso maquillaje oscuro en torno a sus grandes ojos verdes. No era una beldad, quizá, sino una representación de la belleza, como si encarnara algún ideal femenino de la época con su apariencia de estudiado estilo.
Born dijo que Margot y él estaban a punto de marcharse, pero entonces me vieron solo en el rincón, y como tenía aquel aire tan desdichado, decidieron acercarse para animarme un poco: sólo para asegurarse de que no me rebanaría el cuello antes de que acabara la noche. Me quedé sin saber cómo interpretar aquella observación. ¿Estaba insultándome aquel hombre, me pregunté, o intentaba realmente mostrarse amable con un muchacho desconocido que parecía perdido? En las palabras de Born había cierto tono de broma que desarmaba, pero en sus ojos brillaba una expresión fría y distante, y no pude evitar la sensación de que, por razones que se me escapaban por completo, me estaba provocando, poniéndome a prueba.
Me encogí de hombros, y dirigiéndole una tenue sonrisa, repuse: Lo crea o no, me estoy divirtiendo como nunca.
Entonces fue cuando se incorporó, me dio la mano y me dijo su nombre. Tras mi pregunta sobre Bertrán de Born, me presentó a Margot, que me sonrió en silencio y luego volvió a su tarea de mantener la mirada perdida.
A juzgar por su edad, me dijo Born, y considerando su conocimiento de oscuros poetas, yo diría que es usted estudiante. De literatura, sin duda. ¿En la Universidad de Nueva York o en Columbia?
Columbia.
Columbia, suspiró. Qué sitio tan lúgubre. ¿Lo conoce?
Desde septiembre doy clases en la Facultad de Relaciones Internacionales. Como profesor visitante con contrato de un año. Afortunadamente, ya estamos en abril, y dentro de dos meses me volveré a París.
Así que es francés.
Por circunstancias, inclinación y pasaporte. Pero soy suizo de nacimiento.
¿Suizo francés o alemán? Percibo en su voz algo de ambas cosas.
Born hizo un ruidito chasqueando la lengua y luego me miró fijamente a los ojos. Tiene buen oído, me contestó. En realidad, soy las dos cosas: el producto híbrido de una madre germanohablante y un padre francófono. Me crié hablando indistintamente las dos lenguas.
Sin saber lo que decir a eso, me detuve un momento y luego le hice una pregunta inocua: ¿Y qué enseña en nuestra deprimente universidad?
El desastre.
Es un tema bastante amplio, ¿no le parece?
Más en concreto, las calamidades del colonialismo francés. Doy un curso sobre la pérdida de Argelia y otro acerca de la retirada de Indochina.
La encantadora guerra que ustedes nos han legado.
No hay que subestimar la importancia de la guerra. Es la expresión más pura y vivida del espíritu humano.
Empieza usted a parecerse a nuestro poeta descabezado.
¿Ah?
Veo que no lo ha leído.
Ni una palabra. Sólo lo conozco por el pasaje de Dante.
De Born es un buen poeta, incluso puede que excelente; pero profundamente perturbador. Escribió unos poemas de amor encantadores y un conmovedor lamento a raíz de la muerte del príncipe Enrique, pero su verdadero tema, lo único que parecía interesarle con genuina pasión, era la guerra. Le producía auténtico deleite.
Entiendo, repuso Born, dirigiéndome una irónica sonrisa. Un hombre con el que me identifico.
Me refiero al placer de observar cómo los hombres se parten el cráneo unos a otros, de ver castillos envueltos en llamas, derrumbándose, de contemplar a los muertos con lanzas atravesadas en los costados. Todo muy sanguinario, créame, y De Born ni se estremece. La sola idea de un campo de batalla lo llena de felicidad.
Me parece que no tiene usted deseos de convertirse en soldado.
Ninguno. Prefiero ir a la cárcel antes que combatir en Vietnam.
Y suponiendo que se libre de la cárcel y el ejército, ¿qué planes tiene?
Ninguno. Sólo seguir con lo que estoy haciendo y esperar que me salga bien.
¿Y qué es?
Escribir. El arte de emborronar papel.
Eso pensaba. Cuando Margot lo vio al otro extremo de la habitación, me dijo: Fíjate en aquel chico de ojos tristes y aire pensativo: qué te apuestas a que es poeta. ¿Es usted poeta?
Escribo poemas, sí. Y también algunas críticas de libros en el Spectator.
El periodicucho universitario.
Todo el mundo tiene que empezar en alguna parte.
Interesante…
No tanto. Casi todos los tipos que conozco quieren ser escritores.
¿Por qué dice quieren? Si usted ya lo está haciendo, entonces no se trata del futuro. Ya ocurre en el presente.
Porque todavía es muy pronto para saber si se me da bien.
¿Le pagan por esos artículos?
Claro que no. Es una publicación de la universidad.
En cuanto le empiecen a pagar por su trabajo, sabrá que se le da bien.
Antes de que pudiera contestar, Born se volvió de pronto hacia Margot y anunció: Tenías razón, cariño. Tu jovencito es poeta.
Margot alzó los ojos hacia mí, y con una expresión indiferente, escrutadora, habló por primera vez, pronunciando las palabras con un acento mucho más marcado que el de su compañero: una inconfundible cadencia francesa. Yo siempre acierto, afirmó. Ya deberías saberlo, Rudolf.
Poeta, prosiguió Born, dirigiéndose todavía a Margot, ocasional crítico de libros, y estudiante en esa lúgubre y elevada fortaleza, lo que probablemente significa que es vecino nuestro. Pero no tiene nombre. Al menos que yo sepa.
Me llamo Walker, repuse, dándome cuenta de que había olvidado presentarme cuando nos dimos la mano. Adam Walker.
Adam Walker, repitió Born, apartando la cabeza de Margot y mirándome mientras esbozaba otra de sus enigmáticas sonrisas. Un nombre norteamericano serio y responsable. Discreto y sonoro, muy de fiar. Adam Walker. El solitario cazador de recompensas de un western en Cinemascope, rondando por el desierto con un revólver y una escopeta de dos cañones en su alazán castrado. O si no, el honrado y bondadoso médico de una serie televisiva, trágicamente enamorado de dos mujeres a la vez.
Parece de fiar, contesté, pero en Norteamérica nada lo es. Ese nombre se lo dieron a mi abuelo cuando puso el pie en la isla de Ellis en mil novecientos. Por lo visto, Walshinksky era demasiado difícil para las autoridades de inmigración, así que le pusieron Walker.
Vaya país, observó Born. Funcionarios analfabetos robándole a un hombre su identidad de un simple plumazo.
Su identidad, no. Sólo su nombre. Trabajó treinta años de carnicero kosher en el Lower East Side.
Hubo más, mucho más después de aquello, una hora larga de charla que saltaba sin rumbo de una cuestión a otra. Vietnam y la creciente oposición a la guerra. Las diferencias entre Nueva York y París. El asesinato de Kennedy. El embargo comercial de Estados Unidos a Cuba. Temas impersonales, sí, pero Born tenía sólidas opiniones acerca de todo, a menudo estrafalarias, poco ortodoxas, y como formulaba su discurso en un tono entre desdeñoso y burlón, malicioso y condescendiente, yo no estaba muy seguro de que hablara en serio. En ciertos momentos, parecía un extremista de derechas; en otros, proponía ideas que hacían pensar en un anarquista de los que lanzan bombas. ¿Acaso intentaba provocarme, me pregunté, o era su habitual manera de proceder, su forma de divertirse un sábado por la noche? Entretanto, la inescrutable Margot se había levantado de su asiento en el radiador para pedirme un pitillo, y después se quedó de pie, interviniendo poco en la conversación, casi nada en realidad, pero observándome con atención cada vez que hablaba, los ojos fijos en mí con la impasible curiosidad de un niño. Confieso que me gustaba que me mirase, aunque aquello me ponía un tanto incómodo. Había algo vagamente erótico en su actitud, según me pareció, pero por entonces yo no tenía mucha experiencia para saber si intentaba enviarme alguna señal o me miraba simplemente por mirarme. Lo cierto era que nunca había conocido a gente como aquélla, y debido a que ambos me resultaban bastante raros, con aquel extraño apego hacia mí, cuanto más hablaba con ellos, más irreales parecían hacerse: como personajes ficticios de una historia que fuera desarrollándose en mi imaginación.
No recuerdo si estábamos bebiendo, pero si la fiesta era como todas a las que iba desde que había puesto los pies en Nueva York, debía de haber garrafas de vino tinto barato y abundante provisión de vasos de papel, lo que probablemente significa que a medida que hablábamos estábamos cada vez más borrachos. Ojalá pudiera desenterrar de la memoria más cosas de aquella conversación, pero 1967 está muy lejos, y por mucho que me esfuerce en recordar palabras, gestos y fugitivas insinuaciones de aquel encuentro inicial con Born, sólo hallo espacios en blanco. Sin embargo, algunos momentos vividos destacan entre la neblina. Born introduciendo la mano en el bolsillo interior de su chaqueta de lino, por ejemplo, y sacando la colilla de un puro, que procedió a encender con una cerilla mientras me informaba de que se trataba de un Montecristo, el mejor de todos los puros cubanos -prohibidos en Estados Unidos entonces, como lo siguen estando hoy en día-, que él había conseguido a través de un contacto personal en la embajada francesa en Washington. Pasó entonces a decir unas cuantas palabras elogiosas hacia Castro: que salieron de labios de la misma persona que sólo minutos antes había defendido a Johnson, McNamara y Westmoreland por su heroica labor al combatir la amenaza del comunismo en Vietnam. Recuerdo que me hizo gracia ver al desgreñado especialista en ciencias políticas sacando un puro a medio fumar y dije que me recordaba al propietario de alguna plantación de café en Sudamérica que hubiera enloquecido tras vivir demasiados años en la selva. Born se rió ante aquella observación, apresurándose a añadir que no me alejaba mucho de la verdad, porque había pasado la mayor parte de su infancia en Guatemala. Sin embargo, cuando le pedí que me contara más cosas, desechó mi petición con las palabras en otra ocasión.
Se lo contaré todo, me aseguró, pero en un ambiente más tranquilo. Toda la historia de mi increíble vida hasta el momento. Ya verá, señor Walker. Un día acabará usted escribiendo mi biografía. Se lo garantizo.
El puro de Born, entonces, y mi función como su futuro Boswell, pero también una imagen de Margot tocándome la cara con la mano derecha y musitando: Cuídate. Eso debió de ser al final, cuando estábamos a punto de irnos o ya habíamos bajado la escalera, pero no recuerdo el momento justo de marcharme ni de decirles adiós. Todo eso se ha perdido, borrado por el paso de cuarenta años. Eran dos extraños que había conocido en una bulliciosa fiesta una noche de primavera en la Nueva York de mi juventud, una ciudad que ya no existe, y nada más. Puede que me equivoque, pero estoy casi seguro de que no nos molestamos ni en darnos el número de teléfono.
Supuse que nunca volvería a verlos. Born llevaba siete meses dando clases en Columbia, y como nuestros caminos no se habían cruzado en todo ese tiempo, parecía poco probable que ahora fuese a tropezarme con él. Pero las probabilidades no cuentan cuando se pasa a la realidad, y el hecho de que parezca imposible que ocurra algo no quiere decir que no vaya a suceder. Dos días después de la fiesta, al salir de la última clase de la tarde entré en el West End Bar, a ver si por casualidad me encontraba allí con alguno de mis amigos. El West End era un tugurio oscuro y cavernoso con más de una docena de mesas y reservados, una inmensa barra ovalada en medio de la estancia principal, y una zona de autoservicio cerca de la entrada en donde se podía comer y cenar malamente: mi guarida habitual, frecuentada por universitarios, borrachos y parroquianos del barrio. Resultó que, como hacía buena tarde, con mucho sol, había poca gente a aquella hora. Mientras daba una vuelta por la barra en busca de alguna cara conocida, vi a Born en un reservado de la parte del fondo. Estaba solo, leyendo una revista alemana (Der Spiegel, creo) y fumando uno de sus puros cubanos, sin hacer caso del vaso de cerveza que estaba a medio consumir en la mesa, a su izquierda. Una vez más, llevaba su traje blanco -o puede que fuera otro distinto, porque la chaqueta parecía más limpia y menos arrugada que la del sábado por la noche-, pero sin la camisa blanca, que había sustituido por una prenda encarnada: un rojo fuerte y oscuro, a medio camino entre granate y teja.
Curiosamente, mi primer impulso fue dar media vuelta y salir de allí sin saludarlo. Hay mucho que explorar en esa vacilación, creo yo, pues parece sugerir que ya veía la conveniencia de mantener las distancias con Born, que comprendía que si me relacionaba con él podía tener problemas. ¿Cómo lo sabía? Había pasado poco más de una hora en su compañía, pero incluso en ese breve tiempo había percibido en él algo desagradable, vagamente repulsivo. Lo que no anulaba sus otras cualidades -encanto, inteligencia, sentido del humor-, pero bajo todo ello había algo turbio, un cinismo que me había desconcertado, dejándome con la sensación de que no era de fiar. ¿Me habría formado otra impresión de él de no haber desdeñado sus opiniones políticas? Imposible decirlo. Mi padre y yo discrepábamos en casi todas las cuestiones políticas del momento, pero eso no me impedía pensar que en el fondo era buena persona; o al menos que no era mala. Pero Born no era buen tipo. Podía ser ingenioso, excéntrico e imprevisible, pero sostener que la guerra es la expresión más pura del espíritu humano automáticamente excluye a cualquiera del ámbito de la bondad. Y si había pronunciado tales palabras en broma, con objeto de provocar a un estudiante antimilitarista para
se enfrentara a él condenando su postura, entonces es que era simplemente perverso.
Señor Walker, me saludó, alzando los ojos de la revista e invitándome con un gesto a que me sentara a su mesa, la persona que estaba buscando.
Podría haberme inventado una excusa y decirle que llegaba tarde a una cita, pero no lo hice. Esa era la incógnita de la compleja ecuación que representaba mi trato con Born. Por receloso que estuviera, me sentía también fascinado por aquella persona extraña, incomprensible, y el hecho de que pareciese sinceramente contento de haberme encontrado por casualidad avivó el fuego de mi vanidad: esa invisible marmita de engreimiento y ambición que hierve a fuego lento en cada uno de nosotros. Cualesquiera que fuesen los recelos que me suscitara, las dudas que albergara sobre su sospechoso carácter, no podía evitar el deseo de caerle bien, de que me considerase algo más que un empollón, el típico estudiante norteamericano, que viera la promesa que, según mis esperanzas, se encerraba en mi interior pero de la que yo dudaba nueve de cada diez minutos de las horas que pasaba despierto.
Una vez que me senté en el reservado, Born me miró fijamente desde el otro lado de la mesa, lanzó una densa bocanada de humo, y sonrió.
Causó usted una favorable impresión a Margot la otra noche, me anunció.
Ella también a mí, contesté.
Quizá haya observado que no habla mucho.
No se le da bien el inglés. Es difícil expresarse en un idioma con el que se tienen dificultades.
Habla francés con absoluta fluidez, pero tampoco dice muchas cosas.
Bueno, las palabras no lo son todo.
Extraña afirmación viniendo de alguien que aspira a ser escritor.
Me refiero a Margot…
Sí, a Margot. Precisamente. A eso es a lo que iba. Una mujer propensa a grandes silencios, pero que habló por los codos camino de casa cuando nos marchamos de la fiesta el sábado por la noche.
Interesante, repuse, sin saber adonde iría a parar la conversación. ¿Y qué le soltó la lengua?
Usted, amigo mío. Le ha tomado verdadera simpatía, pero también debe saber que la tiene sumamente preocupada.
¿Preocupada? ¿Por qué demonios iba a estar preocupada? Ni siquiera me conoce.
Puede que no, pero se le ha metido en la cabeza que su futuro corre peligro.
Como el de todo el mundo. Sobre todo el de los varones norteamericanos de alrededor de veinte años, como usted bien sabe. Pero a menos que me suspendan y me echen de la universidad, no pueden llamarme a filas antes de que acabe la carrera. No apostaría por ello, pero es posible que la guerra haya terminado para entonces.
No lo haga, señor Walker. Esta pequeña escaramuza va a prolongarse durante años.
Encendí un Chesterfield y asentí con la cabeza.
Por una vez estoy de acuerdo con usted.
De todos modos, Margot no se refería a Vietnam. Sí, podría usted acabar en la cárcel, o volver en un cajón dentro de dos o tres años, pero ella no pensaba en la guerra. Tiene el convencimiento de que es usted demasiado buena persona, y que precisamente por eso, el mundo acabará aplastándolo.
No sé por qué piensa eso.
Cree que necesita ayuda. Puede que Margot no posea la inteligencia más aguda del mundo occidental, pero en cuanto conoce a un chico que afirma ser poeta, la primera palabra que le viene a la cabeza es hambre.
Eso es absurdo. No tiene ni idea de lo que dice.
Disculpe que le contradiga, pero cuando le pregunté por sus planes en la fiesta, me dijo que no tenía ninguno. Aparte de su nebulosa aspiración de escribir poesía, desde luego. ¿Cuánto ganan los poetas, señor Walker?
La mayoría de las veces, nada. Con algo de suerte, de vez en cuando te pueden echar unas monedas. Eso me suena a hambre.
Yo no dije que pensara ganarme la vida escribiendo. Tendré que buscarme un trabajo. ¿Como cuál?
Es difícil decirlo. Podría trabajar en una editorial, o en una revista. Traducir libros. Escribir artículos y críticas. Algo de eso, o varias cosas de ésas a la vez. Es pronto para saberlo, y hasta que no me enfrente al mundo no vale la pena perder el sueño por ello, ¿no le parece?
Le guste o no, ya se está enfrentando al mundo, y cuanto antes aprenda a defenderse solo, mejor para usted.
¿A qué viene esa súbita preocupación? Acabamos de conocernos, ¿y por qué iba a importarle a usted lo que a mí me pase?
Porque Margot me ha pedido que lo ayude, y como rara vez me pide algo, sus deseos son órdenes para mí.
Dele las gracias, pero no hace falta que se moleste. Puedo arreglármelas solo.
Es testarudo, ¿eh?, repuso Born, dejando el puro casi consumido en el borde del cenicero e inclinándose seguidamente hacia delante hasta que su rostro estuvo sólo a unos centímetros del mío. Si yo le ofreciera un trabajo, ¿lo rechazaría?
Depende de lo que se trate.
Eso está por ver. Tengo algunas ideas, pero aún no he decidido nada. A lo mejor puede ayudarme. Me parece que no entiendo.
Mi padre murió hace diez meses, y resulta que he heredado una considerable cantidad de dinero. No lo bastante para comprar un chateau o unas líneas aéreas, pero sí lo suficiente para cambiarme un poco la vida. Podría contratarle para que escribiera mi biografía, desde luego, pero me parece que es un poco pronto para eso. Sólo tengo treinta y seis años, y me parece indecoroso hablar de la vida de un hombre antes de que cumpla los cincuenta. Entonces, ¿qué? He pensado en montar una editorial, pero no estoy seguro de que me apetezca toda esa planificación a largo plazo que entraña el asunto. Una revista, por otro lado, me parece mucho más divertido. De aparición mensual, o quizá trimestral, pero algo nuevo y atrevido, una publicación provocadora que causara controversia con cada número. ¿Qué le parece eso, señor Walker? ¿Le interesaría trabajar en una revista?
Pues claro que sí. La única cuestión es: ¿por qué yo? Vuelve usted a Francia dentro de un par de meses, así que supongo que se referirá a una revista francesa. Mi francés no es malo, pero no llega a ser lo bastante bueno para lo que usted necesita. Y además voy a la universidad aquí, en Nueva York. No puedo simplemente coger los bártulos y largarme.
¿Quién ha hablado de marcharse? ¿Quién ha dicho algo de una revista en francés? Si dispongo de buen personal norteamericano que lleve las cosas aquí, podría dejarme caer de vez en cuando para echar un ojo, pero en general permanecería al margen. No tengo ningún interés en dirigir una revista personalmente. Tengo mi propio trabajo, mi carrera, y no me quedaría tiempo para eso. Mi única responsabilidad consistiría en poner el dinero; y esperar a que luego rindiera algún beneficio.
Usted se dedica a las ciencias políticas, y yo soy estudiante de literatura. Si está pensando en crear una revista política, entonces no cuente conmigo. Estamos en lados opuestos, y si tratara de trabajar para usted, resultaría un fracaso. Pero si habla de una revista literaria, entonces sí, me interesaría mucho.
Sólo porque dé clases de relaciones internacionales y escriba sobre asuntos de gobierno y políticas públicas no significa que sea un ignorante. Me importa tanto el arte como a usted, señor Walker, y no le pediría que trabajara en una revista si no se tratara de una publicación literaria.
¿Cómo sabe que soy capaz de hacerlo?
No lo sé. Pero tengo una corazonada.
No tiene sentido. Me está ofreciendo un trabajo y ni siquiera ha leído una palabra de lo que he escrito.
No es cierto. Esta misma mañana he leído cuatro poemas suyos en el último número de la Columbia Review y seis artículos en el periódico universitario. El ensayo sobre Melville era especialmente bueno, en mi opinión, y me ha conmovido su breve poema sobre el cementerio. ¿Cuántos cielos pasarán sobre mí I Hasta que éste también desaparezca? Impresionante.
Me alegro de que le guste. Más impresionante aún es la prisa que se ha dado.
Yo soy así. La vida es muy corta para andar perdiendo el tiempo.
Mi maestra nos decía lo mismo en tercero de primaria; con esas mismas palabras, exactamente.
Un lugar maravilloso, esta Norteamérica suya. Ha recibido usted una excelente educación, señor Walker.
Born se rió ante la inanidad de su observación, dio un trago de cerveza, y luego se retrepó en la silla para considerar la idea que había puesto en marcha.
Lo que quiero que haga, dijo al cabo, es elaborar un plan, un proyecto. Explicarme el contenido de la revista, la extensión de cada número, el diseño de cubierta, el formato, la frecuencia de publicación, el título que quiere darle, y demás cosas. Cuando haya terminado, déjelo en mi despacho. Le echaré una mirada, y si me gustan sus ideas, pondremos manos a la obra.
Por joven que fuese, tenía el suficiente conocimiento del mundo para comprender que Born podría estar tomándome por gilipollas. ¿Cuántas veces entraba uno en un bar, se encontraba con alguien a quien sólo había visto una vez, y salía con la posibilidad de crear una revista, sobre todo cuando ese uno en cuestión era un pelanas de veinte años que aún estaba por demostrar su valía en cualquier ámbito? Era demasiado grotesco para creérselo. Lo más probable sería que Born quisiera alimentar mis esperanzas con el único objeto de aplastarlas, y sencillamente yo contaba con que tirase mi plan a la papelera y me dijera que no le interesaba. Sin embargo, en la remota posibilidad de que hubiera hablado en serio, y tuviera la sincera intención de mantener su palabra, me pareció que debía intentarlo. ¿Qué tenía que perder? Sólo un día para pensarlo bien y ponerlo por escrito, nada más, y si al final Born rechazaba mi propuesta, pues tanto peor.
Preparándome para el chasco, me puse a trabajar aquella misma noche. Sin embargo, aparte de establecer una lista de una docena de posibles nombres para la revista, no adelanté mucho. No porque me sintiera confuso, ni tampoco por falta de ideas, sino por la sencilla razón de que se me había olvidado preguntar a Born cuánto dinero estaba dispuesto a invertir en el proyecto. Todo giraba en torno al volumen de su inversión, y sin saber cuáles eran sus intenciones, ¿cómo podía abordar la miríada de cuestiones que él había suscitado aquella tarde: la calidad del papel, la extensión y frecuencia de los números, la encuademación, la posible inclusión de trabajos artísticos, y la cantidad (en su caso) que estaba dispuesto a pagar a los colaboradores? Al fin y al cabo, las revistas literarias aparecían bajo toda clase de formas y aspectos, desde las publicaciones clandestinas, hechas a multicopista y cosidas con grapas, editadas por jóvenes poetas del East Village, pasando por las eruditas trimestrales y las empresas más comerciales como la Evergreen Review, hasta los suntuosos objets patrocinadas por mecenas ricachones que perdían miles de dólares con cada número. Tendría que hablar de nuevo con Born, me dije, de modo que en vez de elaborar un plan, le escribí una carta explicándole el problema. Era un documento tan triste y patético – Tenemos que hablar de dinero- que decidí incluirle otra cosa en el sobre, sólo para demostrarle que no era tan imbécil como parecía. Tras nuestra breve conversación sobre Bertrán de Born del sábado por la noche, pensé que le divertiría leer una de las obras más truculentas del poeta del siglo XII. Yo tenía por casualidad una antología de bolsillo de los troubadours -únicamente en inglés- y mi primera idea fue simplemente pasar a máquina uno de los poemas del libro. Cuando empecé a leer la versión inglesa, sin embargo, me pareció desmañada e inepta, una traducción que no hacía justicia a la extraña y desagradable intensidad del poema, y aun cuando yo no sabía ni palabra de provenzal, me figuré que podía conseguir algo más presentable trabajando a partir de una traducción francesa. A la mañana siguiente encontré lo que buscaba en la Biblioteca Butler: una edición de las obras completas de De Born, con el provenzal original a la izquierda y la versión literal en prosa en francés a la derecha. Tardé varias horas en concluir el trabajo (si no me equivoco me perdí una clase por eso), y éste fue el resultado final:
Amo el júbilo de la primavera
cuando retoñan hojas y flores,
y me inunda el regocijo de los pájaros cantores
que resuenan por el bosque;
y me deleita la visión de los prados
adornados con tiendas y pabellones;
y grande es mi felicidad
cuando los campos se llenan
de monturas y caballeros acorazados.
Y me emociono al ver a los exploradores
que obligan a hombres y mujeres a huir con sus
pertenencias; y la felicidad me invade cuando los expulsa un enjambre de hombres armados; y mi corazón se remonta al contemplar el sitio de castillos poderosos mientras sus murallas ceden y se derrumban con las tropas agrupadas al borde del foso y fuertes y sólidas barreras cercan por todas partes el objetivo.
Y me alborozo asimismo cuando un barón dirige el asalto, montado en su caballo, armado y sin miedo, dando fuerza a sus hombres
mediante su coraje y valor.
Y así cuando empieza la batalla hasta el último de ellos está dispuesto a seguirlo de buen grado,
pues nadie puede ser hombre hasta haber dado y recibido golpe tras golpe.
En lo más reñido del combate veremos mazas, espadas, escudos y yelmos multicolores hendidos y aplastados,
y hordas de vasallos atacando en todas direcciones mientras los caballos de muertos y heridos vagan sin rumbo por el campo de batalla. Y cuando empiece la lucha
que todo hombre bien nacido piense sólo en romper cabezas y brazos, pues mejor estar muerto que vivo y derrotado.
Os digo que comer, beber y dormir
me procura menos placer que oír el grito
de "¡A la carga!" en ambos bandos, y escuchar
súplicas de "¡Auxilio! ¡Socorro!", y ver cómo
los poderosos y los humildes caen juntos
sobre la hierba y en las zanjas, y contemplar cadáveres
con la punta de quebradas lanzas, adornadas de banderines,
asomando por los costados.
Barones, mejor dejad en prenda
vuestros castillos, vuestros pueblos y ciudades,
antes que renunciar a la guerra.
Aquella misma tarde, pasé el sobre con la carta y el poema bajo la puerta del despacho de Born en la Facultad de Relaciones Internacionales. Esperaba una respuesta inmediata, pero pasaron varios días antes de que se pusiera en contacto conmigo, y al ver que no me llamaba me pregunté si el proyecto de la revista no era efectivamente más que un capricho extravagante que ya se le había pasado, o peor aún, si se había ofendido por el poema, pensando que lo estaba equiparando con Bertrán de Born y por tanto acusándolo indirectamente de militarista. Resultó que no tenía que haberme preocupado. Cuando el viernes sonó el teléfono, se disculpó por su silencio, explicándome que el miércoles había ido a Cambridge a dar una conferencia y no había puesto el pie en su despacho hasta hacía veinte minutos.
Tiene toda la razón, prosiguió, y soy un completo estúpido por pasar por alto la cuestión monetaria cuando hablamos el otro día. ¿Cómo puede presentarme un plan si no cuenta con un presupuesto? Debe de pensar que soy imbécil.
En absoluto, repuse, el idiota soy yo…, por no habérselo preguntado. Pero no estaba seguro de si hablaba en serio, y no quería insistir.
Muy en serio, señor Walker. Reconozco que tengo tendencia a gastar bromas, pero sólo en pequeñas cosas sin consecuencia. Nunca le tomaría el pelo en un asunto como éste.
Me alegro de saberlo.
Bueno, para contestar a su pregunta sobre el dinero…, espero que nos vaya bien, por supuesto, pero, como en cualquier empresa de este género, hay un amplio factor de riesgo, de modo que para ser realistas tengo que estar preparado para perder hasta el último céntimo de mi inversión. Lo que se reduce a lo siguiente: ¿cuánto estoy dispuesto a perder? ¿Qué parte de la herencia puedo derrochar sin causarme problemas en el futuro? Lo he pensado bastante desde que hablamos el lunes, y la respuesta es veinticinco mil dólares. Ese es mi límite. La revista saldrá cuatro veces al año, y pondré cinco mil por número, más otro cinco mil para su salario anual. Si acabamos el año sin pérdidas, podré financiar un año más. Si salimos con ganancias, invertiré los beneficios en la revista, lo que nos permitirá seguir un tercer año, ya sea en su totalidad o en parte. Si perdemos dinero, sin embargo, el segundo año será problemático. Digamos diez mil dólares en números rojos. Entonces pondré quince mil, y ya está. ¿Entiende el principio? Tengo veinticinco mil dólares para despilfarrar, pero no gastaré ni un dólar más. ¿Qué le parece? ¿Es una propuesta justa o no?
Sumamente justa, y extremadamente generosa. Con cinco mil dólares por número, podríamos sacar una revista de primera clase, algo para estar orgullosos.
Podría poner todo el dinero en sus manos mañana mismo, desde luego, pero en realidad eso no serviría de mucho, ¿verdad? Es su futuro lo que preocupa a Margot, y si es capaz de que la revista funcione, entonces tendrá el porvenir asegurado. Tendrá un trabajo digno con un sueldo decente, y en sus horas libres podrá escribir toda la poesía que le apetezca, vastos poemas épicos sobre los misterios del corazón humano, breves composiciones líricas sobre margaritas y ranúnculos, fogosos panfletos contra la injusticia y la crueldad. A menos que acabe en la cárcel o le vuelen la tapa de los sesos, por supuesto, pero no pensemos ahora en esas sombrías posibilidades.
No sé cómo agradecerle…
No me dé las gracias a mí. Sino a Margot, su ángel de la guarda.
Espero volverla a ver pronto.
Seguro que sí. Siempre y cuando me satisfaga su plan, podrá verla cuantas veces quiera.
Haré lo que pueda. Pero si lo que pretende es una revista que origine controversia y provoque al lector, dudo que la solución sea una publicación literaria. Espero que lo tenga en cuenta.
Lo entiendo, señor Walker. Estamos hablando de calidad…, de algo refinado y sublime. De arte para los elegidos.
O como lo habría pronunciado Stendhal: agtepaga los elegidos.
Stendhal y Maurice Chevalier. Lo que me recuerda… A propósito de caballeros, gracias por el poema. El poema. Se me había olvidado… El poema que me ha traducido. ¿Qué le ha parecido?
Lo he encontrado brillante y nauseabundo. Mi faux ancestro era un verdadero samurai enloquecido, ¿verdad? Pero al menos tenía el valor de manifestar sus convicciones. Como mínimo, era consciente de lo que defendía. Qué poco ha cambiado el mundo desde mil ciento ochenta y seis, por mucho que nos guste pensar lo contrario. Si la revista levanta el vuelo, creo que deberíamos publicar el poema de De Born en el primer número.
Me sentí animado y perplejo a la vez. Pese a mis lúgubres vaticinios, Born había hablado del proyecto como si ya estuviera a punto de ponerse en marcha, y en aquellos momentos la confección del plan parecía poco más que una mera formalidad. Tenía la impresión de que fuera cual fuese el esquema que le presentara, él estaría dispuesto a dar el visto bueno. Y sin embargo, por entusiasmado que estuviera ante la idea de hacerme cargo de una revista bien financiada, que aparte de todo lo demás me procuraría un sueldo bastante elevado, por nada del mundo era capaz de adivinar lo que Born estaba tramando. ¿Era realmente Margot la causa de aquel inesperado arranque de altruismo, aquella fe ciega en un muchacho sin experiencia en el ámbito de la edición, la publicación o los negocios que sólo una semana antes era un perfecto desconocido para él? Y aunque así fuera, ¿por qué iba a preocuparle a ella en modo alguno la cuestión de mi futuro? Apenas habíamos hablado en la fiesta, y aunque me había mirado con detenimiento y me había dado una palmadita en la mejilla, yo parecía un cero a la izquierda, una persona carente de toda importancia. No podía imaginar qué podía haberle dicho a Born para que estuviera dispuesto a arriesgar veinticinco mil dólares por mi causa. Por lo que yo podía colegir, la perspectiva de publicar una revista lo dejaba frío, y, debido a esa indiferencia, estaba contento de dejar todo el asunto en mis manos. Cuando pensé en la conversación que habíamos mantenido el lunes en el West End, me di cuenta de que probablemente yo mismo le había sugerido la idea. Le mencioné que podía buscar trabajo en una editorial o una revista después de licenciarme en la universidad, y un momento después me estaba hablando de su herencia y de su intención de montar una editorial o crear una revista con el dinero recién conseguido. ¿Y si hubiera dicho que quería fabricar tostadoras? ¿Me habría contestado que tenía pensado invertir en una fábrica de electrodomésticos?
Tardé más de lo que había imaginado en acabar el plan: cuatro o cinco días, creo, pero sólo porque me empeñé en hacer un trabajo concienzudo. Quería impresionar a Born con mi diligencia, y por eso no sólo planifiqué el contenido de cada número (poesía, ficción, ensayos, entrevistas, traducciones, así como una sección en las últimas páginas de crítica de libros, cine, música y pintura), sino que también incluí un informe financiero completo: costes de imprenta, papel y encuadernación, aspectos de la distribución, tiradas, honorarios de colaboradores, precio en el quiosco, tarifas de suscripción, así como los pros y los contras de incluir anuncios publicitarios. Todo lo cual exigió tiempo y averiguaciones, llamadas de teléfono a imprentas y encuadernadores, conversaciones con editores de revistas, y una nueva forma de pensar por mi parte, puesto que nunca me había preocupado de cuestiones comerciales. En cuanto al nombre, anoté varias posibilidades, con idea de dejar que Born decidiese, pero mis preferencias iban hacia Stylus: en honor a Poe, que había intentado lanzar una revista con ese nombre no mucho antes de su muerte.
Esta vez, Born contestó en menos de veinticuatro horas. Cuando cogí el teléfono y oí su voz lo tomé como una señal alentadora, pero, como era de esperar, no me dijo directamente lo que le había parecido mi plan. Eso habría sido demasiado fácil, supongo, muy prosaico, excesivamente sencillo para una persona como él, de manera que jugó conmigo durante un par de minutos con objeto de prolongar la incertidumbre, haciéndome una serie de preguntas improcedentes y fuera de lugar que me convencieron de que se trataba de una maniobra dilatoria porque no quería herir mis sentimientos cuando rechazara mi propuesta.
Confío en que goce usted de buena salud, señor Walker, me dijo.
Eso creo, contesté. A menos que haya contraído alguna enfermedad sin saberlo.
Pero aún no tiene síntomas.
No, me encuentro perfectamente.
¿Qué me dice del estómago? ¿Ninguna molestia?
No, por el momento.
Su apetito es normal, entonces.
Sí, completamente normal.
Me parece recordar que su abuelo era carnicero kosher.; Sigue usted aún esas antiguas leyes, o ha renunciado a ellas?
En primer lugar, nunca las he seguido. No tiene restricciones dietéticas, entonces. No. Como lo que se me antoja. ¿Pescado o aves de corral? ¿Buey o cerdo? ¿Cordero o ternera?
¿Qué ocurre con esos alimentos? ¿Cuál de ellos prefiere? Me gustan todos.
Resumiendo, no es usted difícil de complacer.
En lo que se refiere a la comida, no. Con otras cosas, sí, pero no con la comida.
Entonces se presta usted a cualquier cosa que Margot y yo decidamos preparar.
Me parece que no entiendo.
Mañana por la noche a las siete. ¿Tiene algo que hacer? No.
Bien. Entonces venga a cenar a nuestro apartamento. Hay que celebrarlo, ¿no cree?
No estoy seguro. ¿Qué vamos a celebrar?
La Stylus, amigo mío. El comienzo de lo que espero que resulte una larga y fructífera asociación.
¿Quiere seguir adelante con ello?
¿Acaso quiere que se lo repita?
¿Me está diciendo que le gusta el plan?
No sea tan obtuso, muchacho. ¿Por qué iba a celebrar algo que no me gustara?
Recuerdo que no sabía qué regalo llevarles -flores o una botella de vino- y que al final me decidí por las flores. No podía comprar una botella lo bastante buena para causar una impresión favorable, y cuando pensé detenidamente en la cuestión, comprendí lo presuntuoso que de todos modos habría sido ofrecer vino a una pareja de franceses. Si elegía mal -lo que sería más que probable-, entonces sólo sacaría a la luz mi ignorancia, y no quería empezar la velada poniéndome en ridículo. Por otro lado, las flores constituirían una forma más directa de expresar mi gratitud a Margot, ya que siempre se entregaban a la señora de la casa, y si Margot era una mujer a quien le gustaban las flores (cosa que no era segura en absoluto), entonces comprendería que le estaba dando las gracias por haber inducido a Born a obrar en mi favor. La conversación telefónica que había mantenido con él la tarde anterior casi me había dejado en un estado de conmoción, e incluso cuando me dirigí a su casa la noche de la cena, aún me sentía abrumado por la suerte absolutamente increíble que había tenido. Recuerdo que me puse chaqueta y corbata para la ocasión. Era la primera vez que me vestía de punta en blanco desde hacía meses, y allí estaba, don Importante en persona, andando por el campus de Columbia con un enorme bouquet de flores en la mano derecha, camino de una cena de negocios con mi editor.
Born había subarrendado el piso a un profesor con un largo año sabático, un apartamento amplio pero decididamente convencional, cargado de muebles, en un edificio de Morningside Drive, al término de la calle Ciento dieciséis. Creo que era un tercero, y desde los ventanales que cubrían la pared derecha del salón se veía toda la extensión del parque Morningside con las luces del Harlem latino al fondo. Margot abrió la puerta cuando llamé, y aunque todavía puedo ver su cara y la sonrisa que pasó velozmente por sus labios cuando le entregué las flores, no recuerdo lo que llevaba puesto. Podría haber ido de negro otra vez, pero tiendo a pensar que no, pues guardo una vaga sensación de sorpresa, lo que sugeriría que había en ella algo diferente de la primera vez que nos vimos. Mientras seguíamos de pie en el umbral, antes de que me invitara siquiera a pasar, Margot me anunció en voz baja que Rudolf estaba de mal humor. Se había producido una especie de crisis en su país, y tenía que marcharse a París al día siguiente y no volvería hasta la semana siguiente como pronto. Ahora estaba en el dormitorio, añadió, hablando por teléfono con Air France para reservar su vuelo, así que probablemente no aparecería hasta dentro de unos minutos.
Cuando entré en el piso, me vino inmediatamente el olor a la comida que se estaba haciendo en la cocina: un olor absolutamente delicioso, según me pareció, más tentador y aromático que cualquier efluvio que hubiese aspirado jamás. Resultó que la cocina fue nuestro primer destino -en busca de un recipiente para las flores- y cuando miré al fogón, vi la amplia cacerola tapada de donde fluía aquella fragancia extraordinaria.
No tengo idea de lo que habrá ahí dentro, le dije, señalando la cazuela, pero si mi nariz vale para algo, hay tres personas que esta noche no van a caber en sí de felicidad.
Rudolf me ha dicho que te gusta el cordero, repuso Margot, así que pensé en hacer un navarin: estofado de cordero con patatas y navets.
Nabos.
Nunca me acuerdo de esa palabra. Me resulta fea, y me desagrada decirla.
De acuerdo, entonces. La borraremos del diccionario de la lengua.
A Margot pareció complacerla mi pequeño comentario -lo bastante para dirigirme otra breve sonrisa, en cualquier caso- y seguidamente empezó a ocuparse de las flores: metiéndolas en la pila, quitando el envoltorio de papel blanco, cogiendo un florero del armario, recortando los tallos con unas tijeras, poniendo el ramo en el florero, y llenándolo luego de agua. Ninguno de los dos dijo una palabra mientras ella realizaba aquellas simples tareas, pero la observé con atención, maravillado por la lentitud y el método con que trabajaba, como si poner flores en un florero con agua fuera un proceso delicado que exigiera la mayor cautela y concentración.
Finalmente, acabamos en el salón con una copa en la mano, sentados uno al lado del otro en el sofá, fumando un cigarrillo y mirando al cielo por los ventanales. El crepúsculo dio paso a la oscuridad, y Born seguía sin aparecer, pero la siempre apacible Margot no dejaba traslucir preocupación por su ausencia. Cuando nos conocimos en la fiesta diez o doce días antes, sus largos silencios y sus modales extrañamente inconexos me habían producido cierto nerviosismo, pero ahora que era consciente de lo que podía esperar, y ahora que sabía que le caía bien y pensaba que era demasiado buena persona, me sentía algo más tranquilo en su compañía. ¿De qué hablamos en los minutos que transcurrieron antes de que su compañero se reuniera anualmente con nosotros? De Nueva York (que a ella le parecía sucia y deprimente); de sus aspiraciones de convertirse en pintora (asistía a clase en la Escuela de Bellas Artes, pero consideraba que no tenía talento y era demasiado perezosa para mejorar); de cuánto hacía que conocía a Rudolf de toda la vida); y de lo que pensaba de la revista (cruzaba los dedos). Cuando intenté agradecerle su ayuda, sin embargo, se limitó a sacudir la cabeza y a decirme que no exagerase: ella no tenía nada que ver en el asunto.
Antes de que pudiera preguntarle qué quería decir, 3orn entró en la habitación. De nuevo los arrugados pantalones blancos, las mismas greñas despeinadas, pero sin etiqueta esta vez, y otra camisa de color -verde pálido, si mal no recuerdo- y la colilla de un puro apagado sujeta entre el pulgar y el índice de la mano derecha, aunque no parecía ser consciente de llevarla. Mi flamante benefactor estaba enfadado, hirviendo de indignación por cualquiera que fuese la crisis que lo obligaba a viajar a París al día siguiente, y sin molestarse en saludarme siquiera, olvidando enteramente sus deberes como anfitrión de nuestra pequeña celebración, se lanzó a una invectiva que no iba dirigida a Margot ni a mí sino más bien a los muebles de la estancia, a las paredes que lo rodeaban, al mundo en general.
Estúpidos chapuceros, dijo. Quejicas incompetentes. Funcionarios cortos de entendederas con un puré de patatas en lugar de cerebro. El universo entero está en llamas, y lo único que hacen es retorcerse las manos y ver cómo se quema.
Sin alterarse, quizá hasta vagamente divertida, Margot dijo: Por eso te necesitan, cariño. Porque tú eres el rey.
Rudolf I, repuso Born, ese tío listo de pilila tan grande. Lo único que tengo que hacer es sacármela de los pantalones, mear en el fuego, y asunto resuelto.
Exactamente, dijo Margot, esbozando la más clara sonrisa que le había visto hasta el momento.
Ya me estoy hartando, murmuró Born mientras se dirigía al mueble bar, dejaba el puro y se llenaba hasta los bordes un vaso largo de ginebra pura. ¿Cuántos años de mi vida les he dado?, inquirió, dando un trago del vaso. Lo haces porque crees en determinados principios, pero a nadie parece importarle un bledo. Estamos perdiendo la batalla, amigos míos. El barco se hunde.
Aquel Born era diferente del que yo había conocido hasta entonces: el bromista crispado y socarrón que se deleitaba con sus propias ocurrencias, el dandy desplazado que iba por ahí fundando revistas alegremente e invitando a estudiantes veinteañeros a cenar a su casa. Algo hacía estragos en su interior, y ahora que se me había revelado aquella otra persona, noté que lo rehuía, comprendiendo que era la clase de individuo que podía estallar en cualquier momento, alguien que realmente disfrutaba de sus arrebatos de ira. Se dio otro latigazo de ginebra y luego movió los ojos en mi dirección, reconociendo mi presencia por primera vez. No sé lo que vio en mi rostro -¿asombro, confusión, zozobra?-, pero, fuera lo que fuese, se alarmó lo suficiente para apagar el termostato y hacer que bajara inmediatamente la temperatura. No se preocupe, señor Walker, me dijo, haciendo lo posible por esbozar una sonrisa. Sólo estoy tratando de desahogarme.
Poco a poco fue dominando su cólera, y para cuando nos sentamos a cenar veinte minutos después la tormenta parecía haber pasado. O eso creía yo cuando felicitó a Margot por su soberbio guiso y elogió el vino que había comprado para acompañarlo, pero sólo resultó ser una calma temporal, y a medida que avanzaba la velada, nuevas borrascas y tempestades se abatieron sobre nosotros para estropearnos el festejo. No sé si la ginebra y el borgoña afectaron el estado de ánimo de Born, pero no cabía duda de que había trasegado una buena cantidad de alcohol -al menos el doble de lo que Margot y yo habíamos ingerido conjuntamente-, o si simplemente estaba de mala uva por las noticias que había recibido durante el día. Tal vez fueran ^as dos cosas a la vez, o quizá se tratara de otro asunto, pero ¿penas hubo un momento durante aquella cena en que yo no tuviera la impresión de que la casa entera estaba a punto de estallar.
Todo empezó cuando Born alzó la copa para brindar por el nacimiento de nuestra revista. Fue un discursito agradable, a mis oídos, pero cuando intervine para mencionarle algunos de los escritores a quienes pensaba solicitar algún trabajo para el primer número, Born me interrumpió en medio de una frase advirtiéndome de que nunca se debía hablar de negocios comiendo, que era malo para la digestión y que tenía que aprender a comportarme como un adulto. Era una desagradable grosería, pero oculté mi orgullo herido fingiendo estar de acuerdo con él y dando otro bocado al estofado de Margot. Un momento después, Born dejó el tenedor en la mesa y me dijo: Le gusta, señor Walker, ¿no es así?
¿El qué?, le pregunté.
El navarin. Parece que lo come con gusto.
Puede que sea lo mejor que he comido en todo el año.
En otras palabras, se siente atraído por la cocina de Margot.
Mucho. La encuentro deliciosa.
¿Y qué me dice de la propia Margot? ¿También se siente atraído por ella?
Está sentada a la mesa, frente a mí. No parece correcto hablar de ella como si no estuviera presente.
Seguro que a ella no le importa. ¿Verdad, Margot?
No, contestó Margot. En absoluto.
¿Lo ve, señor Walker? Le da igual.
Muy bien, de acuerdo, dije yo. En mi opinión, Margot es una mujer muy atractiva.
Está eludiendo la pregunta, replicó Born. No le he preguntado si la encuentra atractiva, quiero saber si se siente atraído por ella.
Es su mujer, profesor Born. No puede pretender que le conteste a eso. Aquí, no; ahora, no.
Ah, pero Margot no es mi mujer. Es mi amiga íntima, por así decir, pero ni estamos casados, ni tenemos planes de boda para el futuro.
Viven juntos. Por lo que a mí respecta, es lo mismo que si estuvieran casados.
Vamos, vamos. No sea tan timorato. Olvide que tengo una relación cualquiera con Margot, ¿vale? Estamos hablando en términos abstractos, de un caso hipotético.
Muy bien. Hablando hipotéticamente, me sentiría atraído por Margot, sí.
Estupendo, dijo Born, sonriendo y frotándose las manos. Ahora estamos llegando a alguna parte. Pero ¿atraído en qué grado? ¿El necesario para querer besarla? ¿Lo suficiente para desear tener su cuerpo desnudo entre los brazos? ¿Lo bastante para querer acostarse con ella?
No puedo responder a eso.
No irá a decirme que es usted virgen, ¿verdad?
No. Sólo que no quiero contestar a sus preguntas, nada más.
¿Debo entender que si Margot se arrojara en sus brazos y le pidiera que le echase un polvo, usted no estaría interesado? ¿Es eso lo que me está diciendo? Pobre Margot. No tiene usted idea de cuánto ha herido sus sentimientos.
¿De qué está hablando?
¿Por qué no se lo pregunta a ella?
De pronto, Margot alargó el brazo a través de la mesa v me cogió la mano. No te preocupes, me dijo. Rudolf sólo trata de divertirse un poco. No tienes que hacer nada que DO te apetezca.
El concepto de diversión de Born no tenía nada que ver con el mío, lamentablemente, y en aquella etapa de mi vida yo no estaba muy bien pertrechado para la clase de _ego al que me quería arrastrar. No, yo no era virgen. Pira entonces me había acostado con una serie de chicas, – e había enamorado varias veces, había sufrido un grave.Desengaño amoroso sólo dos años antes y, como la mayoría de los jóvenes de todo el mundo, pensaba casi continuamente en tener relaciones sexuales. Lo cierto era que me habría encantado acostarme con Margot, pero no consentía que Born me incitara a confesarlo. No se trataba de un caso hipotético. Realmente parecía estar haciéndome proposiciones en nombre de ella, y cualquiera que fuese el código sexual con el que vivían, cualesquiera que fuesen las juergas y retorcidos escarceos a que se entregaran con otros, aquel asunto me parecía mezquino, asqueroso, nauseabundo. Quizá debí hablar en plata y decirle lo que pensaba, pero me dio miedo: no de Born exactamente, sino de crear desavenencias que pudieran conducirlo a cambiar de opinión sobre nuestro proyecto. Yo tenía sumo interés en que se arreglara lo de la revista, y mientras él estuviera dispuesto a respaldarla, yo también lo estaría a soportar todas las molestias e inconvenientes que pudieran surgir. De manera que hice lo que pude por mantener el tipo y no perder los estribos, por encajar golpe tras golpe sin caerme del caballo, por resistir y apaciguarlo al mismo tiempo.
Qué decepción, anunció Born. Hasta ahora, lo había tomado por un aventurero, un renegado, un hombre que disfrutaba despreciando los convencionalismos, pero en el fondo no es usted más que otro individuo estirado, otro pazguato burgués. Qué lástima. Va pavoneándose por ahí con sus poetas provenzales y sus elevados ideales, con su cobardía de prófugo y esa ridícula corbatita suya, y se cree que es algo excepcional, cuando lo único que yo veo es un chaval consentido de clase media que vive del dinero de papá, pura pose.
Rudolf, terció Margot. Ya basta. Déjalo en paz.
Comprendo que estoy siendo un poco duro, repuso Born. Pero ahora el joven Adam y yo somos socios, y necesito saber de qué madera está hecho. ¿Puede aguantar un insulto como Dios manda, o se derrumba al menor ataque?
Ha bebido mucho, le dije yo, y por lo que puedo deducir ha tenido un mal día. Tal vez sea hora de que me vaya. Podemos proseguir la conversación cuando vuelva de Francia.
Tonterías, replicó Born, dando un puñetazo en la mesa. Todavía queda estofado. Luego está la ensalada, después viene el queso, y a continuación nos espera el postre. A Margot ya se la ha ofendido bastante por esta noche, y lo menos que podemos hacer es quedarnos aquí sentados y terminar su extraordinaria cena. Entretanto, quizá pueda usted contarnos algo sobre la ciudad de Westfield, en Nueva Jersey.
¿Westfield?, repetí, sorprendido al descubrir que Born sabía dónde me había criado. ¿Cómo ha averiguado lo de Westfield?
No ha sido difícil, aseguró. Resulta que me he enterado de muchas cosas sobre usted en estos últimos días. Su padre, por ejemplo, Joseph Walker, de cincuenta y cuatro años, más conocido como Bud, es dueño del supermercado Shop-Rite, que él dirige personalmente en la calle principal de la ciudad. Su madre, Marjorie, alias Marge, tiene cuarenta y seis y ha traído tres hijos al mundo: a su hermana, Gwyn, en noviembre del cuarenta y cinco; a usted, en marzo del cuarenta y siete; y a su hermano, Andrew, en julio de mil novecientos cincuenta. Una historia trágica. El pequeño Andy se ahogó cuando tenía siete años, y me duele pensar en lo insoportable que aquel dolor debió resultar para todos ustedes. Yo tenía una hermana que murió de cáncer más o menos a esa edad, y sé lo terrible que una muerte así es para la familia. Su padre ha afrontado el subimiento trabajando catorce horas diarias, seis días a la semana, mientras que su madre se ha vuelto retraída, combatiendo el azote de la depresión con fuertes dosis de fármacos y sesiones con un psicoterapeuta dos veces por semana. El milagro, en mi opinión, consiste en lo bien que han resistido ustedes dos frente a tal calamidad. Gwyn es una chica guapa e inteligente que estudia el último año de carrera en Vassar, y piensa empezar el doctorado en literatura inglesa aquí mismo, en Columbia, este otoño. Y usted, mi joven e intelectual amigo, mi escritor en ciernes y traductor de desconocidos poetas medievales, resulta que ha sido un destacado jugador de béisbol en el instituto, capitán suplente del equipo, nada menos. Mens sana in corpore sano. Más aún, aseguran mis mentes que es usted una persona de gran integridad moral, un ejemplo de moderación y buen juicio que, a diferencia de la mayoría de sus compañeros de clase, no se interesa por las drogas. Por el alcohol, sí, pero nada de drogas; ni siquiera la ocasional calada de marihuana. ¿Quiere decirme por qué, señor Walker? Con toda la propaganda que hoy circula por todas partes sobre las propiedades liberadoras de narcóticos y alucinógenos, ¿por qué no ha sucumbido a la tentación de buscar nuevas y estimulantes experiencias?
¿Por qué?, dije yo, aún sacudido por el impacto del asombroso discurso de Born sobre mi familia. Le diré por qué, pero primero me gustaría saber cómo se las ha arreglado para enterarse de tantas cosas en tan poco tiempo.
¿Hay algún problema? ¿Alguna inexactitud en lo que le he dicho?
No. Es sólo que estoy un poco perplejo, nada más. No puede ser poli ni agente del FBI, pero un profesor visitante de la Facultad de Relaciones Internacionales seguramente puede tener contactos con una organización de espionaje de algún tipo. ¿Es eso acaso? ¿Un espía de la CÍA?
Born soltó una carcajada al oír mi pregunta, como si fuera el chiste más gracioso del siglo. ¡La CÍA!, rugió. ¡La CÍA! ¿Por qué demonios iba un francés a trabajar para la CÍA? Disculpe que me ría, pero la idea es tan cómica que me temo que va a ser imposible pararme.
Bueno, ¿cómo lo ha conseguido, entonces?
Soy una persona concienzuda, señor Walker, no suelo actuar hasta que no sé todo lo que hay que saber, y como I>v a punto de invertir veinticinco mil dólares en alguien que es poco más que un desconocido para mí, creo que debo conocerlo lo mejor posible. Se sorprendería del instrumento tan eficaz que puede ser el teléfono.
Margot se levantó entonces y empezó a retirar la mesa con objeto de prepararla para el siguiente plato. Hice ademán de ayudarla, pero Born me contuvo con un gesto, indicándome que me quedara sentado en la silla.
Volvamos a mi pregunta, ¿quiere?, me dijo.
¿Qué pregunta?, le contesté, ya incapaz de seguir la conversación.
Por qué nada de drogas. Hasta la encantadora Margot se fuma un porro de vez en cuando, y para ser enteramente franco con usted, yo también tengo cierta afición a la hierba. Pero usted no. Tengo curiosidad por saber la razón.
Porque las drogas me dan miedo. Dos amigos míos del instituto murieron de sobredosis de heroína. Mi compañero de habitación de primero se volvió chaveta de tanta anfetamina y tuvo que dejar la universidad. Una y otra vez, he visto a la gente subirse por las paredes por un mal viaje de LSD: gritando, temblando, dispuestos a suicidarse. No quiero tener nada que ver con eso. Que el mundo entero se coloque con drogas si le parece bien, pero a mí no me interesa. Pero sí bebe.
Sí, contesté, alzando la copa y dando otro trago de vino. Con enorme placer, además, cabría añadir. Sobre todo teniendo a mano un género tan bueno como éste.
Después de eso pasamos a la ensalada, seguida por una bandeja de quesos franceses y luego por el postre que había hecho Margot aquella tarde (¿tarta de manzana, de frambuesa?), y en los siguientes treinta minutos o así el drama que había estallado durante la primera parte de la cena fue perdiendo poco a poco intensidad. Born volvía a estar amable conmigo, y aunque siguió bebiendo copa tras copa de vino, yo empezaba a tener confianza en que acabaríamos la velada sin otro arranque de insultos por parte de mi caprichoso anfitrión, ya bastante cocido. Abrió luego una botella de coñac, encendió uno de sus puros habanos, y se puso a hablar de política.
Afortunadamente, no fue tan horroroso como podía haber sido. Ya había bebido más de la cuenta cuando sirvió el coñac, y al cabo de un par de copas de aquel ardiente licor ambarino, ya no estaba en condiciones de mantener una conversación coherente. Sí, volvió a llamarme cobarde por negarme a ir a Vietnam, pero hablaba principalmente para sí mismo, perdido en un largo y sinuoso monólogo sobre toda una serie de cuestiones dispares mientras yo lo escuchaba en silencio y Margot fregaba sartenes y cazuelas en la cocina. Imposible evocar más que una mínima parte de lo que dijo, pero aún no se me han ido de la cabeza las cuestiones fundamentales, sobre todo sus recuerdos de la guerra de Argelia, en donde pasó dos años con el ejército francés interrogando a mugrientos terroristas árabes y perdiendo la poca fe que alguna vez había tenido en la idea de justicia. Pronunciamientos altisonantes, generalizaciones desbocadas, declaraciones amargas sobre la corrupción de todos los gobiernos -pasados, presentes y futuros; de izquierda, derecha y centro- y cómo nuestra presunta civilización no era más que una tenue pantalla que enmascaraba una interminable agresión de barbarie y crueldad. Los seres humanos son animales, afirmó, y los estetas melifluos como yo manifestábamos un comportamiento infantil, distrayéndonos con nimiedades filosóficas sobre arte y literatura para no enfrentarnos con la verdad primordial del mundo. El poder era la única constante, y la ley de la vida era matar o morir, dominar o caer víctima del salvajismo de los monstruos. Habló de Stalin y de los millones de víctimas mortales que se cobró el movimiento de colectivización en los años treinta. Habló de los nazis y la guerra, y luego formuló la sorprendente teoría de que la admiración hacia Estados Unidos inspiró a Hitler la utilización de la historia norteamericana como modelo para su conquista de Europa. Fíjese en los paralelismos, argumentó, y verá que no es tan inverosímil como parece: la aniquilación de los indios se convierte en el exterminio de los judíos; la expansión hacia el Oeste para explotar los recursos naturales se traduce en el avance hacia el Este con el mismo propósito; la esclavitud de los negros para procurar mano de obra barata pasa a ser el sometimiento de los eslavos para producir un resultado similar. Larga vida a Norteamérica, Adam, prosiguió, sirviendo más coñac en nuestras copas. Larga vida a la oscuridad que habita en nosotros.
Mientras le escuchaba soltar esa perorata, sentí una creciente compasión por él. Por horripilante que fuera su visión del mundo, no podía evitar sentir pena por un hombre que se había sumido en las profundidades de tal pesimismo, que tan tercamente rehuía la posibilidad de encontrar cualquier rasgo de compasión, simpatía o belleza en su prójimo. Born sólo tenía treinta y seis años, pero ya era un espíritu consumido, una persona destrozada, hecha una ruina, y me figuré que en el fondo de su ser debía de sufrir horriblemente, viviendo en un constante dolor, lacerado por las punzantes cuchillas de la desesperación, el hastío y el desprecio de sí mismo.
Margot volvió a entrar en el comedor, y cuando vio el estado en que se encontraba Born -arrastrando las palabras, los ojos inyectados en sangre, el cuerpo escorado a la izquierda como si fuera a caerse de la silla-, le puso la mano en la espalda y amablemente le dijo que había terminado la velada y que debía irse a la cama. Sorprendentemente, no protestó. Asintiendo con la cabeza y repitiendo varias veces la palabra merde en voz monótona y apenas audible, dejó que Margot lo ayudara a ponerse en pie, y un momento después ella lo sacaba de la habitación y se lo llevaba por el pasillo que conducía al fondo del apartamento. ¿Me dio las buenas noches? No me acuerdo. Me quedé en la silla durante varios minutos, esperando que Margot volviera para acompañarme a la puerta, pero al ver que no venía después de lo que me pareció un periodo de tiempo desmesurado, me levanté y me dirigí a la entrada. Entonces fue cuando la vi: saliendo de una habitación al final del pasillo. Esperé a que se acercara, y lo primero que hizo cuando estuvo frente a mí fue ponerme la mano en el antebrazo y disculparse por el comportamiento de Rudolf.
¿Siempre se pone así cuando bebe?, le pregunté.
No, casi nunca, contestó ella. Pero es que ahora está muy molesto y tiene muchas cosas en la cabeza.
Bueno, al menos no ha sido aburrido.
Te has comportado con mucha discreción.
Tú también. Y gracias por la cena. Nunca olvidaré el navarin.
Margot me dirigió una de sus tenues y fugaces sonrisas y dijo: Si quieres que vuelva a guisar para ti, házmelo saber.
Me gustaría invitarte a cenar otra vez mientras Rudolf está en París.
Me parece estupendo, le dije, consciente de que nunca encontraría el valor para llamarla, pero emocionado al mismo tiempo por la invitación.
De nuevo, otro destello de sonrisa, y luego dos besos superficiales, uno en cada mejilla. Buenas noches, Adam, me dijo. Pensaré en ti.
No sé si pensaría en mí o no, pero ahora que Born estaba fuera del país, yo no hacía más que pensar en ella, y durante los dos días siguientes apenas pude sacármela de la cabeza. Desde la primera noche en la fiesta, cuando Margot puso los ojos en mí para observarme con aquella intensidad, hasta la inquietante conversación que Born había suscitado en la cena sobre el grado de atracción que ella ejercía sobre mí, una corriente sexual había discurrido entre los dos, y el hecho de que fuera diez años mayor que yo no me impedía imaginarme en la cama con ella, querer acostarme con ella. ¿Era el ofrecimiento de prepararme otra cena una velada proposición, o se trataba de simple generosidad, un deseo de ayudar a un joven estudiante que subsistía a base de la deleznable pitanza de casas de comidas baratas y latas recalentadas de espaguetis precocinados? Era demasiado tímido para averiguarlo. Quería llamarla, pero cada vez que alargaba la mano hacia el teléfono, comprendía que era imposible. Margot vivía con Born, y aun cuando él había insistido en que no tenían perspectivas de matrimonio, ella ya estaba solicitada, y no creía tener derecho a pretenderla.
Entonces me llamó. Tres días después de la cena, a las diez de la mañana, sonó el teléfono en mi apartamento, y allí estaba ella, al otro lado de la línea, hablando en tono un tanto ofendido, decepcionada de que no me hubiera puesto en contacto, expresando a su modo contenido más emoción que en cualquier momento desde que nos conocíamos.
Lo siento, mentí, pero iba a llamarte hoy mismo. Te me has adelantado un par de horas.
Qué ocurrente, repuso, echándome la mentira en la cara. No tienes que venir si no quieres.
Pero sí que quiero, protesté, completamente en serio. De verdad.
¿Esta noche?
Esta noche sería perfecto.
No tienes que preocuparte por Rudolf, Adam. No está, y yo soy libre de hacer lo que me plazca. Todos somos libres. Nadie puede ser dueño de otra persona. ¿Lo entiendes?
Creo que sí.
¿Te gustan los peces?
¿Los peces en el agua o el pescado en el plato?
Lenguado a la plancha. Con patatas pequeñas hervidas y cboux de Bruxelles de guarnición. ¿Te apetece eso, o prefieres otra cosa?
No. Ya estoy soñando con el lenguado.
Ven a las siete. Y esta vez no te molestes en traer flores. Sé que no puedes permitírtelo.
Después de que colgamos, me pasé nueve horas atormentado por las expectativas, soñando despierto en las clases de por la tarde, cavilando sobre los misterios de la atracción carnal, y tratando de entender qué tenía Margot para haberme puesto en tal estado de excitación. La primera impresión que tuve de ella no había sido especialmente favorable. Me había parecido una criatura extraña e insípida, simpática en el fondo, quizá, de aspecto interesante, pero carente de electricidad, una mujer encerrada en algún nebuloso mundo interior que le impedía establecer un verdadero compromiso con los demás, como si fuera una especie de silenciosa visitante de otro planeta. Dos días después, me había encontrado con Born en el West End, y cuando me contó su reacción a nuestro encuentro en la fiesta, mis sentimientos empezaron a cambiar. Por lo visto le caía bien y estaba preocupada por mi bienestar, y cuando te informan de que gustas a otra persona, tu respuesta instintiva es que ella te gusta a ti también. Luego vino la cena. La languidez y precisión de sus gestos mientras recortaba el ramo y lo ponía en el florero habían removido algo en mi interior, y el simple hecho de contemplar sus movimientos se convirtió de pronto en algo fascinante, hipnótico. Había en ella una profunda sensualidad, según descubrí, y la mujer insulsa, poco interesante, que parecía no albergar pensamiento alguno en la cabeza resultó ser mucho más lista de.o que había imaginado. Me había defendido frente a Born en al menos dos ocasiones durante la cena, interviniendo en el preciso momento en que las cosas amenazaban con desmandarse. Tranquila, siempre con calma, hablando en apenas un murmullo, pero produciendo cada vez con sus palabras el efecto deseado. Puesto en un aprieto por las provocativas insinuaciones de Born, convencido de que intentaba hacerme caer en la trampa de alguna manía suya de voyeur -¿verme hacer el amor con Margot?-, supuse que ella también estaba en el ajo, y por tanto me contuve y me negué a seguirle el juego. Pero ahora Born se encontraba en la otra orilla del Atlántico, y Margot seguía queriendo verme. Sólo podía ser por un motivo. Comprendía ahora que siempre había sido eso, justo desde el momento en que me había visto solo en la fiesta. Por eso se había mostrado Born tan irritado en la cena: no porque pretendiera concitar una noche de depravadas manías sexuales, sino porque estaba enfadado con Margot por decirle que se sentía atraída hacia mí.
Preparó la cena para los dos durante cinco días seguidos, y dormimos juntos a lo largo de cinco noches en la habitación de invitados al fondo del pasillo. Podíamos haber utilizado el otro dormitorio, que era más amplio y confortable, pero ninguno de los dos quería entrar allí. Era el cuarto de Born, el mundo de la cama de Born, y durante aquellas cinco noches nos ocupamos de crear un mundo nuestro, durmiendo en aquella estancia diminuta con una sola ventana enrejada y una cama estrecha, que llegamos a denominar el lecho del amor, aunque en definitiva el amor no tenía nada que ver con lo que pasó en aquellas cinco jornadas. No es que perdiéramos la cabeza el uno por el otro, como suele decirse, sino que más bien encontramos nuestros respectivos cuerpos, y en el espacio profundamente íntimo que habitamos durante aquel breve periodo de tiempo, tan efímero, nuestra única preocupación era el placer. El placer de comer y beber, de la sexualidad, de tomar parte en un diálogo animal, sin palabras, que se llevaba a cabo en un lenguaje de miradas y caricias, de mordiscos, sabores y abrazos. Lo que no significa que no habláramos, pero la charla se reducía al mínimo, y las conversaciones que apenas manteníamos tendían a centrarse en la comida -¿Qué vamos a cenar mañana por la noche?-, mientras las palabras que intercambiábamos en la cena eran ligeras y triviales, sin verdadera importancia. Margot nunca me hizo preguntas personales. No sentía curiosidad por mi pasado, le daban lo mismo mis opiniones sobre literatura o política, y no le interesaban mis estudios. Simplemente me tomó por lo que yo representaba en su propia imaginación – su elección del momento, el ser físico que ella deseaba-, y cada vez que la miraba, tenía la sensación de que me absorbía, como si el hecho de tenerme allí, al alcance de su mano, bastara para satisfacerla. ¿Qué averigüé de Margot en aquellos días? Muy poco, casi nada en absoluto. Se había criado en París, era la más joven de tres hermanos, y conocía a Born porque eran primos segundos. Llevaban dos años juntos, pero no creía que durasen mucho más. Él parecía cada vez más cansado de ella, me dijo, y ella estaba harta de sí misma. Se encogió de hombros al decirlo, y cuando observé la expresión distante que había en su rostro, tuve la horrible intuición de que ya se consideraba casi un cadáver. Después de aquello, dejé de insistir para que se sincerase conmigo. Bastaba con que estuviéramos juntos, y me moría con sólo pensar en suscitar algo que pudiera causarle dolor.
Sin maquillaje, Margot era más tierna y sencilla que la llamativa mujer objeto que parecía en público. Sin ropa, resultó ser flaca, casi descarnada, con pechos menudos de adolescente, caderas estrechas, y piernas y brazos vigorosos. Labios llenos, vientre plano con un ombligo ligeramente protuberante, manos suaves, un áspero nido de vello púbico, nalgas firmes, y una piel sumamente blanca que era más suave que ninguna otra que hubiera acariciado jamás. Los detalles de un cuerpo, intrascendentes y preciosos. Al principio me mostré indeciso con ella, sin saber lo que esperar, un tanto amedrentado de encontrarme con una mujer mucho más experimentada que yo, un principiante en brazos de una veterana, un inseguro que desnudo se sentía tímido y torpe, que hasta entonces siempre había hecho el amor a oscuras, preferiblemente bajo las mantas, copulando con chicas que eran tan tímidas y torpes como él, pero Margot estaba tan cómoda consigo misma, era tan entendida en las artes de besar, chupetear y mordisquear, tan poco reacia a explorarme con las manos y la lengua, a atacar, a derretirse, a entregarse sin timidez ni vacilación, que no tardé mucho en dejarme llevar. Si te gusta, es que está bien, aseguró Margot en un momento dado, y ése fue el regalo que me hizo a lo largo de aquellas cinco noches. Me enseñó a dejar de tener miedo de mí mismo.
Yo no quería que aquello terminase nunca. Vivir en aquel insólito paraíso con la extraña e insondable Margot era una de las cosas más increíbles y mejores que me habían pasado en la vida, pero Born volvía de París a la noche siguiente y no teníamos más remedio que dejarlo. En aquellos momentos, me figuré que sólo sería una tregua temporal. Cuando nos despedimos la última mañana, le dije que no se preocupara, que antes o después se nos ocurriría la forma de continuar, pero a pesar de mi confianza y fanfarronería Margot parecía inquieta, y justo cuando me disponía a salir del apartamento, sus ojos se llenaron inesperadamente de lágrimas.
Tengo un mal presentimiento, me dijo. No sé por qué, pero algo me dice que esto es el final, que es la última vez que te veo.
No digas eso, contesté. Sólo vivo a unas manzanas de aquí. Puedes venir a mi apartamento las veces que quieras.
Lo intentaré, Adam. Haré lo que pueda, pero no esperes demasiado de mí. No soy tan fuerte como tú crees. No entiendo.
Rudolf. Una vez que vuelva, creo que va a echarme a la calle.
En ese caso, puedes venirte conmigo a mi apartamento. ¿Y vivir con dos estudiantes en un piso mugriento? Soy demasiado vieja para eso.
Mi compañero de piso no es tan malo. Y el apartamento está bastante limpio, bien mirado.
Odio este país. Detesto todo lo que tiene quitándote a ti, y tú no eres suficiente para que me quede. Si Rudolf ya no me quiere a su lado, haré las maletas y me volveré a París.
Lo dices como si estuvieras deseando que pasara, como si pensaras romper por tu cuenta. No sé. Puede ser.
¿Y qué pasa conmigo? ¿Es que estos días no significan nada para ti?
Por supuesto que sí. Me ha encantado estar contigo, pero ya se nos ha acabado el tiempo, y en el momento en que salgas de aquí, comprenderás que ya no me necesitas más.
Eso no es cierto.
Sí, lo es. Pero todavía no lo sabes. Pero ¿de qué estás hablando?
Pobre Adam. Yo no soy la solución. Para ti, no; para nadie, probablemente.
Era el sombrío desenlace de lo que para mí había sido un momento trascendental, y me marché del apartamento sintiéndome destrozado, perplejo, y quizá un poco enfadado también. Durante los días siguientes, continué dando vueltas a aquella última conversación, y cuanto más la analizaba, menos sentido me parecía tener. Por un lado, Margot se había echado a llorar cuando yo me marchaba, confesando sus temores de que no volvería a verme más. Eso sugería que deseaba proseguir nuestra aventura, pero cuando le propuse que nos viéramos en mi apartamento, empezó a titubear, casi diciéndome que sería imposible. ¿Por qué razón? Por ninguna…, salvo que no era tan fuerte como yo creía. No sabía lo que quería decir con eso. Luego se puso a hablar sobre Born, lo que rápidamente se convirtió en una maraña de contradicciones y deseos en conflicto. Le preocupaba que la pusiera de patitas en la calle, pero un segundo después parecía que eso era precisamente lo que quería. Más aún, quizá iba ella a tomar la iniciativa y optar por abandonarlo. Nada cuadraba. Me quería y no me quería. Quería a Born y no lo quería. Cada palabra que salía de sus labios invalidaba lo que había dicho un momento antes, y al final no había manera de saber lo que de verdad sentía. Puede que no lo supiera ni ella misma. Esa me parecía la explicación más verosímil -Margot angustiada, Margot escindida por fuerzas iguales y contrarias-, pero, tras haber pasado cinco noches con ella, no podía dejar de sentirme herido y abandonado. Intenté mantener el ánimo en alto -esperando que llamara, confiando en que cambiara de opinión y volviera presurosa conmigo-, pero en el fondo sabía que todo había terminado, que su temor a no volver a verme más era en realidad una profecía, y que había desaparecido para siempre de mi vida.
Entretanto, Born había vuelto a Nueva York, pero ya había pasado una semana entera y seguía sin tener noticias suyas. Cuanto más duraba su silencio, más me daba cuenta de lo mucho que temía su llamada. ¿Le había contado Margot a lo que nos habíamos dedicado ella y yo en su ausencia? ¿Continuaban juntos, o ya se había vuelto ella a Francia? Al cabo de tres o cuatro días, empecé a albergar la esperanza de que Born se hubiera olvidado de mí para no tener que volverlo a ver más. No habría revista, desde luego, pero eso apenas me importaba ahora. Lo había traicionado acostándome con su novia, y aunque más o menos él mismo me había animado a hacerlo, yo no estaba orgulloso de mi comportamiento; sobre todo después de que Margot me dijera que yo ya no la necesitaba, lo que significaba, según comprendía ahora, que ella no me necesitaba a mí. Me había metido yo solo en un lío, y como buen cobarde que probablemente era, habría preferido ocultarme debajo de la cama a encararme con cualquiera de los dos.
Pero Born no se había olvidado de mí. Justo cuando empezaba a pensar que la historia había concluido, me llamó un día a primera hora de la tarde y me invitó a su apartamento para charlar un rato. Esa fue la palabra que utilizó -charlar- y me sorprendió lo alegre que parecía al teléfono, enteramente desbordante de energía y buen humor.
Lamento el retraso, me dijo. Mil perdones, Walker, pero he estado muy liado, muy atareado, haciendo malabarismos para compatibilizar esto y lo otro, mil cosas, por las que le pido mil perdones, pero el tiempo apremia, y ha.legado el momento de sentarse a hablar de negocios. Le debo un cheque para el primer número, y después de que mantengamos nuestra pequeña charla, lo invitaré a cenar a algún sitio. Ha pasado bastante tiempo, y creo que tenemos que ponernos al día en algunas cosas.
No quería ir, pero fui. No sin inquietud, no sin un ale-reo de pánico removiéndome las entrañas, pero al final comprendí que no había más remedio. Por algún milagro, la revista seguía viva al parecer, y si quería hablar conmigo sobre la cuestión, si estaba verdaderamente dispuesto a extender cheques para patrocinar la empresa, no veía cómo podría rechazar su invitación. Creo que tenemos que ponerlos al día en algunas cosas. Me gustara o no, estaba a punto de averiguar si Born se había enterado de lo que había s-cedido a sus espaldas; y, en caso de que así fuera, las meadas que había tomado exactamente al respecto.
Iba otra vez de blanco: el traje completo, la camisa con el cuello desabrochado, pero limpia y planchada esta vez, el perfecto hidalgo. Recién afeitado, el pelo bien peinado, tan peripuesto y tranquilo como nunca lo había visto. Una cálida sonrisa cuando me abrió la puerta, un firme apretón de manos cuando entré en el apartamento, una amistosa palmadita en el hombro cuando me condujo al mueble bar preguntándome lo que me apetecía beber, pero nada de Margot, ni rastro de ella en parte alguna, y aunque eso no significaba necesariamente nada, empecé a sospechar lo peor. Nos sentamos cerca de los ventanales que daban al parque, yo en el sofá, él en la amplia butaca de enfrente, con la mesita en medio de los dos, Born sonriendo de satisfacción, tan complacido de sí mismo, tan sumamente contento mientras me contaba que su viaje a París había sido un clamoroso éxito y que el complejo problema que atormentaba a sus colegas por fin se había resuelto. Seguidamente, tras algunas desganadas preguntas sobre mis estudios y los libros que estaba leyendo últimamente, se retrepó en la butaca y, de buenas a primeras, declaró: Quiero darle las gracias, Walker. Me ha hecho usted un importante favor.
¿Darme las gracias? ¿Por qué?
Por mostrarme la luz de la verdad. Le estoy muy agradecido.
Sigo sin saber de qué me habla.
De Margot.
¿Qué ocurre con ella?
Me ha traicionado.
¿Cómo?, pregunté, tratando de hacerme el tonto pero sintiéndome ridículo, encogiéndome de vergüenza mientras Born no dejaba de sonreírme.
Se ha acostado con usted.
;Se lo ha dicho ella?
Cualesquiera que sean sus defectos, Margot no miente jamás. Si no me equivoco, ha pasado usted cinco noches con ella; aquí mismo, en este apartamento.
Lo lamento, repuse, mirando al suelo, demasiado abochornado para mirar a Born a los ojos.
No lo sienta. La verdad es que yo lo incité a ello, ¿no? De haber estado en su lugar, probablemente habría hecho lo mismo. Era evidente que Margot estaba deseosa de acostarse con usted. ¿Por qué iba un joven con buena salud a rechazar una oportunidad como ésa?
Si usted quería que Margot lo hiciese, ¿por qué se sien-re traicionado, entonces?
Ah, pero yo no quería que lo hiciera. Sólo estaba fingiéndolo.
¿Y por qué lo fingía?
Para poner a prueba su lealtad, por eso. Y la muy golfa mordió el anzuelo. No se preocupe, Walker. Ya me he librado de ella, y a usted he de agradecerle que haya salido por esa puerta.
¿Dónde está ahora?
En París, supongo.
¿La ha echado usted, o se ha ido ella por propia voluntad?
Es difícil decirlo. Puede que un poco de las dos cosas. Limémoslo una separación de mutuo acuerdo. Pobre Margot…
Cocina maravillosamente, tiene un polvo portentoso, pero en el fondo no es más que otra fulana sin cerebro. No K compadezca de ella, Walker. No vale la pena.
Duras palabras para alguien con quien se ha convivido durante dos años.
Puede. Como ya habrá observado tengo tendencia a irme de la lengua. Pero los hechos son tercos, y el caso es que me estoy haciendo viejo. Ya es hora de que piense en el matrimonio, y ningún hombre en su sano juicio pensaría en casarse con una chica como Margot.
¿Está pensando en alguien en concreto, o se trata simplemente de una declaración de intenciones para el futuro?
Estoy prometido. Desde hace dos semanas. Una cosa más que he conseguido en mi viaje a París. Por eso estoy de tan buen humor esta noche.
Enhorabuena. ¿Y cuándo se producirá el feliz acontecimiento?
Aún no está decidido. Hay complicados asuntos en juego, y la boda no podrá celebrarse antes de la próxima primavera como pronto.
Una pena esperar tanto.
No hay más remedio. Técnicamente, ella sigue casada con otro, y hay que esperar a que la ley concluya su labor. No es que no merezca la pena. Conozco a esa mujer desde que tenía la edad de usted, y es una persona ejemplar, la compañera que he deseado toda mi vida.
Si tanto la quiere, ¿por qué ha estado con Margot estos dos últimos años?
Porque no sabía que estaba enamorado de ella hasta que he vuelto a verla en París.
Sale Margot, entra la esposa. No tendrá la cama vacía mucho tiempo, ¿eh?
Me subestima usted, joven. Por mucho que desee irme a vivir con ella ahora mismo, voy a contenerme hasta que estemos casados. Es cuestión de principios.
El espíritu caballeroso en acción.
Eso es. Una muestra de caballerosidad.
Como nuestro viejo amigo del Périgord, el noble Bertrán, tan amante de la paz.
La mención del poeta pareció frenar en seco a Born.
Merde!, exclamó, dándose una palmada en la rodilla con la mano izquierda, casi se me olvida. Tengo que darle dinero, ¿verdad? No se mueva de ahí, que voy a buscar los cheques. Sólo tardaré un momento.
Con esas palabras se levantó de un salto de la butaca y se precipitó hacia el fondo del apartamento. Me puse en pie para estirar las piernas, y cuando llegué a la mesa del comedor, que no se encontraba a más de tres o cuatro metros del sofá, Born ya estaba de vuelta. Bruscamente, sacó una silla de la mesa, se sentó, abrió el talonario de cheques y se puso a escribir: utilizando una pluma estilográfica, recuerdo bien, de plumín grueso y tinta azul oscuro.
Le entrego seis mil doscientos cincuenta dólares, me dijo. Cinco mil para los gastos del primer número, más mil doscientos para cubrir la cuarta parte de su sueldo anual. Tómese el tiempo que quiera, Adam. Si puede tener el contenido completo para…, vamos a ver…, finales de agosto o principios de septiembre, estará muy bien. Ya hará mucho que me habré marchado, desde luego, pero podemos mantenernos en contacto por correo, y si surge algo urgente, puede llamarme a cobro revertido.
Era el cheque más cuantioso que había visto en la vida, y cuando lo arrancó del talonario y me lo entregó, me quedé mirando aquella suma y me dio un mareo de la impresión.
¿Está seguro de que quiere seguir adelante con esto?, le pregunté. Es una tremenda cantidad de dinero, ¿sabe?
Pues claro que quiero seguir adelante. Hicimos un trato, y ahora le toca a usted componer el primer número lo mejor que pueda.
Pero Margot ya no cuenta. Ya no tiene usted ninguna obligación para con ella.
¿A qué se refiere?
Fue idea de Margot, ¿recuerda? Me ha dado este trabajo porque ella se lo pidió.
Tonterías. Fue idea mía desde el principio. Lo único que Margot quería era meterse en la cama con usted. No podrían haberle importado menos los trabajos, ni las revistas ni el precario estado de su futuro. Si le dije que fue ella quien me sugirió la idea, sólo era porque no quería ponerlo en un apuro.
¿Por qué demonios iba a hacer esto por mí?
Para ser enteramente franco, no lo sé. Pero veo algo en usted, Walker, algo que me gusta, y por alguna razón inexplicable me encuentro dispuesto a correr riesgos. Tengo el convencimiento de que llevará el proyecto a buen término. Demuéstreme que estoy en lo cierto.
Era un cálido anochecer de primavera, tranquilo y agradable, con un cielo sin nubes en lo alto, el olor de las flores en el aire y sin viento alguno, ni siquiera el más leve soplo de brisa. Born pensaba llevarme a un restaurante cubano en la esquina de Broadway con la calle Ciento nueve (el Ideal, uno de sus sitios favoritos), pero mientras íbamos andando en dirección oeste por el campus de Columbia, propuso que continuáramos más allá de Broadway y nos dirigiéramos a Pviverside Drive, en donde podríamos contemplar el Hudson durante unos momentos, antes de seguir camino hacia el centro por el borde del parque. Hacía una noche para eso, explicó, y como no teníamos ninguna prisa, ¿por qué no aprovechar el buen tiempo y prolongar un poco el paseo? Así que fuimos andando entre la apacible atmósfera primaveral, hablando de la revista, de la mujer con quien Born pensaba casarse, de los árboles y arbustos de Riverside Park, de la composición geológica de los Palisades de Nueva Jersey, al otro lado del río, v recuerdo que me sentía contento, inundado de una sensación de bienestar, y cualesquiera que fuesen los recelos que pudiera haber sentido hacia Born estaban empezando a desaparecer, o al menos a quedarse en suspenso por el momento. No me había reprochado el haberme dejado seducir por Margot. Acababa de entregarme un cheque por una enorme cantidad de dinero. No me soltaba peroratas sobre sus retorcidas ideas políticas. Por una vez, parecía relajado y no a la defensiva, y quizá estaba realmente enamorado, a lo mejor su vida estaba girando en una dirección nueva y más provechosa, y aquella noche, en cualquier caso, yo estaba dispuesto a concederle el beneficio de la duda.
Cruzamos a la acera izquierda de Riverside Drive y echamos a andar hacia el centro. Había varias farolas apagadas, y al acercarnos a la esquina de la Ciento doce Oeste fuimos a parar a una calle con un trecho sumido en la más lóbrega oscuridad. Entonces ya era noche cerrada y resultaba difícil ver más allá de un par de metros delante de nosotros. Encendí un cigarrillo, y a través del destello de la cerilla encendida cerca de mis labios percibí el indistinto contorno de una silueta que salía de un portal envuelto en sombras. Un segundo después, Born me cogió del brazo y me dijo que me detuviera. Sólo una palabra:.Alto. Solté el fósforo y tiré el cigarro a la alcantarilla. La silueta venía hacia nosotros, no cabía duda de que avanzaba en nuestra dirección, y al cabo de unos cuantos pasos más vi que se trataba de un muchacho negro vestido con ropa oscura. Era más bien bajo, probablemente no mayor de dieciséis o diecisiete años, pero después de otros tres o cuatro pasos comprendí al fin por qué me había cogido Born del brazo, vi finalmente lo que él ya había visto. El chico empuñaba una pistola en la mano izquierda. Nos apuntaba con ella, y así, por las buenas, en un solo tic del reloj, el universo entero cambió. El chico ya no era una persona. Era aquella pistola y nada más, el revólver de pesadilla que vivía en la imaginación de cada neoyorquino, el arma inhumana, sin corazón, destinada a encontrarte una noche a solas en una calle oscura y enviarte tempranamente a la tumba. Dame lo que lleves. Vacía los bolsillos. Cierra el pico. Un momento antes, estaba de lo más contento, y ahora, de pronto, tenía más miedo que nunca en la vida.
El chico se paró a medio metro de nosotros, me apuntó al pecho con la pistola y dijo: No os mováis.
Se encontraba lo bastante cerca como para verle la cara, y por lo que pude percibir estaba más asustado que otra cosa, nada seguro de lo que hacía. ¿Y cómo sabía yo eso? Quizá por algo que había en sus ojos, o tal vez detecté un leve temblor en su labio inferior: no estoy seguro. El miedo me cegaba, y fuera cual fuese la impresión que llegara a formarme debió de ser a través de los poros, una osmosis subliminal, por así decir, un conocimiento sin conciencia, pero tuve la casi completa seguridad de que era un principiante, un matón novato que estaba dando su primer o segundo golpe.
Born se encontraba a mi izquierda, y al cabo de un momento le oí decir: ¿Qué quieres de nosotros? Había en su voz un leve estremecimiento, pero al menos logró hablar, que era más de lo que yo era capaz de hacer en aquellos momentos.
El dinero, contestó el chico. El dinero y el reloj. De los dos. Las billeteras primero. Y rápido. No tengo toda la noche.
Me metí la mano en el bolsillo para sacar la cartera, pero Born decidió inesperadamente oponer resistencia. Una maniobra estúpida, pensé, un acto de desafío que podía causarnos la muerte a los dos, pero no estaba en mi mano impedirlo.
¿Y qué pasa si me niego a entregarte el dinero?, inquirió.
Entonces te pegaré un tiro, tío, repuso el chico. Te mataré y me llevaré tu billetera de todos modos.
Born emitió un largo e histriónico suspiro. Vas a lamentar esto, hombrecito, afirmó. ¿Por qué no te largas corriendo y nos dejas en paz?
¿Por qué no cierras tú la puta boca y me das la cartera?, replicó el chico, agitando la pistola en el aire un par de veces para dar énfasis a sus palabras.
Como quieras, contestó Born. Pero no digas que no te lo he advertido.
Yo seguía mirando al muchacho, lo que significa que sólo tenía una visión vaga y periférica de Born, pero en el ultimo segundo giré levemente la cabeza a la izquierda y vi que introducía la mano en el bolsillo interior de la chaqueta. Supuse que buscaba la cartera, pero cuando sacó la mano vi que la tenía cerrada, como si ocultara algo en el puño. Ni siquiera tuve tiempo de pensar en lo que podría ser. Un instante después, oí un chasquido y la hoja de una navaja brotó de su vaina. Con un movimiento firme, de abajo arriba, Born apuñaló inmediatamente al chico con la navaja automática: en pleno estómago, justo en el centro. El muchacho soltó un gruñido cuando la hoja se hundió en sus entrañas, se agarró el vientre con la mano derecha y cayó despacio al suelo.
Joder, tío, dijo. Ni siquiera está cargada.
La pistola se le cayó de la mano y resonó contra la acera. Yo apenas podía asimilar lo que estaba viendo. Demasiadas cosas para tan poco tiempo, y nada de lo ocurrido parecía enteramente real. Born recogió la pistola y se la guardó en el bolsillo lateral de la chaqueta. Entonces el chico empezó a gemir, apretándose el vientre con ambas manos y retorciéndose en la acera. Estaba demasiado oscuro para distinguirlo bien, pero al cabo de unos momentos creí ver un reguero de sangre que se extendía por el suelo.
Tenemos que llevarlo al hospital, dije al fin. Hay una cabina de teléfono un poco más arriba, en Broadway. Quédese aquí con él y yo iré corriendo a hacer la llamada.
No seas idiota, replicó Born, cogiéndome de la chaqueta y zarandeándome con fuerza. Nada de hospitales. El muchacho se va a morir, y no conviene que nos veamos mezclados en esto.
No se morirá si la ambulancia viene dentro de diez o quince minutos.
Y si vive, entonces ¿qué? ¿Quiere pasarse los próximos tres años de su vida en los tribunales?
No me importa. Quédese al margen, si quiere. Váyase a casa y bébase otra botella de ginebra, pero yo voy a ir corriendo a Broadway ahora mismo a llamar a una ambulancia.
Muy bien. Haga lo que le parezca. Nos portaremos como buenos boy scouts, y yo me quedaré aquí con este pedazo de mierda esperando a que vuelva. ¿Es eso lo que quiere? ¿Cree que soy tan estúpido, Walker?
No me molesté en contestarle. En cambio, di media vuelta y eché a correr por la calle Ciento doce hacia Broadway. Tardé diez minutos, quince todo lo más, pero cuando volví al sitio en donde había dejado a Born y al muchacho herido, ambos habían desaparecido. Salvo por una mancha de sangre que se estaba coagulando en la acera, no había ni rastro de que alguno de los dos hubiera estado allí.
Me fui a casa. Ya no tenía sentido esperar a la ambulancia, de modo que volví a subir la cuesta hacia Broadway y me encaminé al centro. Tenía la mente en blanco, incapaz de concebir un solo pensamiento coherente, pero al abrir la puerta de mi apartamento me di cuenta de que estaba sollozando, de que llevaba varios minutos gimoteando. Afortunadamente, mi compañero de piso había salido, lo que me evitó la molestia de tener que hablar con él en aquel estado. Seguí llorando en mi cuarto, y cuando las lágrimas dejaron de brotar, rompí el cheque de Born y metí los pedazos en un sobre, que le envié por correo a primera hora de la mañana siguiente. Sin adjuntar carta. Confiaba en que el gesto hablara por sí solo y que entendería que había terminado con él y no quería saber nada más de su apestosa revista.
Aquella tarde, la última edición del New York Post informaba de que se había encontrado en Riverside Park el cadáver de Cedric Williams, de dieciocho años, con más de una docena de puñaladas en el pecho y el vientre. No cabía la menor duda de que Born había sido el autor. En cuanto lo dejé para llamar a la ambulancia, había cogido al ensangrentado Williams y se lo había llevado al parque para rematar la faena que había empezado en la acera. Considerando la cantidad de tráfico que circula por Riverside Drive, me pareció increíble que nadie hubiera visto a Born cruzando la calle con el chico a cuestas, pero, según el periódico, los investigadores que trabajaban en el caso aún no habían encontrado pista alguna.
Sabiendo lo que sabía, tenía claramente la obligación ce llamar a la comisaría del barrio e informarles sobre Born v la navaja y el atraco frustrado de Williams. Leí el artículo por casualidad mientras tomaba una taza de café en el lions Den, el bar de la planta baja del centro estudiantil, y en vez de utilizar un teléfono público decidí ir andando a mi apartamento, que estaba en la calle Ciento siete, y 11amar desde allí. Aún no había contado a nadie lo que había pasado. Había intentado localizar a mi hermana en Pough-keepsie -la única persona con quien podía desahogarme-, pero no estaba en casa. Cuando llegué al edificio de mi apartamento, recogí el correo en el vestíbulo antes de dirigirme al ascensor. Sólo había una carta para mí: un sobre sin sello, depositado a mano, con mi nombre escrito en letras de imprenta, doblada en tres pliegues y remetida a la fuerza por la estrecha rendija del buzón. La abrí en el ascensor camino del noveno piso. Ni una palabra, Walker. Recuerde: todavía tengo la navaja, y no me da miedo utilizarla.
No había firma al final, pero no parecía necesario. Era una amenaza despiadada, y ahora que había visto a Born en acción, ahora que había presenciado la brutalidad de que era capaz, estaba seguro de que no vacilaría un momento en llevarla a cabo. Si lo denunciaba, vendría por mí. Si no hacía nada, me dejaría en paz. Seguía firme en mi intención de llamar a la policía, pero pasó aquel día, y luego otros más, y no encontré valor para hacerlo. El miedo me había reducido al silencio, pero el caso era que sólo callando podía evitar que alguna vez volviera a cruzarse en mi camino, y aquello era lo único que me importaba entonces: que Born desapareciera para siempre de mi vida.
No haber intervenido es con mucho la cosa más reprensible que he hecho nunca, el punto más bajo de mi andadura como ser humano. No sólo permitió que un asesino quedara impune, sino que tuvo el insidioso efecto de obligarme a afrontar mi propia debilidad moral, a reconocer que en ningún momento había sido la persona que yo creía ser, que era menos bueno, menos fuerte, menos valiente de lo que me había imaginado ser. Horrorosas, implacables verdades. Mi cobardía me asqueaba, y, sin embargo, ¿cómo no tener pavor a la navaja? Born se la había clavado a Williams en el vientre sin el menor reparo ni arrepentimiento, y si bien la primera puñalada podría justificarse como un acto de defensa propia, ¿qué podría decirse de las otras doce que le asestó en el parque, de la decisión de acabar con él a sangre fría? Tras torturarme a mí mismo a lo largo de casi una semana, finalmente hice acopio de valor para llamar a mi hermana otra vez, y cuando me oí soltar todo el sórdido asunto a lo largo de las dos horas de nuestra conversación, comprendí que no había más remedio. Tenía que dar el paso. Si no hablaba con la policía, perdería el respeto de mí mismo, y la vergüenza me perseguiría durante el resto de mi vida.
Estoy casi seguro de que creyeron mi historia. Les di la nota de Born, para empezar, y aunque no llevaba firma, mencionaba la navaja, formulaba una amenaza explícita, y si había alguna duda sobre la identidad de su autor, un perito en caligrafía podría confirmar fácilmente que era obra ce Born. Estaba además la mancha de sangre cerca de la esquina de Riverside Drive con la calle Ciento doce Oeste. Y también mi llamada de emergencia a la ambulancia, que coincidía con la que tenían grabada, así como el hecho adicional de que estaba en condiciones de asegurar cae nadie había estado presente en la escena del crimen ajando llegó la ambulancia. Al principio, se mostraron reacios a creer que un profesor de la Facultad de Relaciones Internacionales de la Universidad de Columbia pudiera cometer tan repugnante asesinato callejero, y mucho ráenos que tal persona fuese por ahí con una navaja automática en el bolsillo, pero al final me aseguraron que lo investigarían. Me marché de la comisaría convencido de que el asunto pronto quedaría cerrado. Era a finales de BUVO, lo que significaba que quedaban dos o tres semanas para que terminara el semestre, y como había dejado pasar seis largos días después del hallazgo del cadáver de Williams antes de informar a la policía, me figuré que Born pensaría que su nota de amenaza había cumplido su objetivo. Pero me equivocaba, estaba lamentable y trágicamente equivocado. Tal como habían prometido, los agentes fueron a interrogarlo, pero en la secretaría de la facultad enseguida se enteraron de que el profesor Born había vuelto a París a principios de semana. Su madre había fallecido de repente, les informaron, y con lo poco que quedaba para finalizar el semestre, de sus últimas clases se iba a hacer cargo un sustituto. En resumen, el profesor Born no iba a volver.
Había tenido miedo de mí, después de todo. A pesar de la nota, había supuesto que no haría caso de su amenaza y que iría a la policía de todos modos. Sí, fui; pero no con la suficiente presteza, ni mucho menos, y como le había dado esa ventaja, aprovechó la oportunidad para escapar, abandonando el país y eludiendo la jurisdicción de los tribunales de Nueva York. Yo sabía a ciencia cierta que la historia sobre la muerte de su madre era una impostura. Durante nuestra primera conversación en la fiesta, en abril, me había dicho que sus padres habían fallecido, y a menos que su madre hubiera resucitado en el ínterin, me resultaba difícil entender cómo podría haber muerto dos veces. Cuando un inspector me llamó para contarme lo ocurrido, me quedé estupefacto. Abatido y humillado, sentí que Born me había derrotado. Me había enseñado algo sobre mí mismo que me llenaba de repulsión, y por primera vez en la vida comprendí lo que era odiar a alguien. Jamás podría perdonarlo; y nunca podría perdonarme a mí mismo.