SEGUNDA PARTE

En los remotos tiempos de nuestra juventud, Walker y yo habíamos sido amigos. Ingresamos juntos en Columbia en 1965, dos estudiantes de primer curso procedentes de Nueva Jersey, y durante los cuatro años siguientes nos movimos en los mismos círculos, leímos los mismos libros, compartimos las mismas aspiraciones. Luego se licenció nuestra promoción, y perdí el contacto con él. A principios de los años setenta, me encontré con alguien y me dijo que Adam estaba viviendo en Londres (o quizá en Roma, no lo sabía con certeza), y aquélla fue la última vez que oí mencionar su nombre. Durante los treinta y tantos años siguientes, apenas me acordé de él, pero cuando lo hacía siempre me preguntaba cómo se las había arreglado para desaparecer sin dejar rastro. De todos los jóvenes inadaptados que formaban nuestra pequeña pandilla de la facultad, Walker me daba la impresión de ser el más prometedor, y consideraba inevitable que antes o después empezara a leer reseñas sobre los libros que había escrito o a encontrarme en una revista con alguna publicación suya -poemas o novelas, relatos breves o críticas, quizás una traducción de algunos de sus amados poetas franceses-, pero ese momento nunca llegó, y sólo podía concluir que el muchacho destinado a vivir en el mundo literario había pasado a interesarse por otras materias.

Hará poco menos de un año (primavera de 2007), la UPS me entregó un paquete en mi casa de Brooklyn. Contenía el manuscrito de la historia de Walker sobre Rudolf Born (Primera parte del presente libro), con una carta adjunta de Adam que decía lo siguiente:

Querido Jim:

Disculpa la intrusión después de tan largo silencio. Si la memoria no me falla, han pasado treinta y ocho años desde la última vez que hablamos, pero hace poco me encontré con el anuncio de que el mes próximo vas a participar en un acto en San Francisco (yo vivo en Oakland), y me pregunté si tendrías tiempo para pasar un rato conmigo -cenando en mi casa, por ejemplo- porque necesito ayuda urgentemente, y creo que tú eres la única persona que conozco (o conocía) que puede proporcionármela. No digo esto por alarmarte sino debido a la enorme admiración que siento hacia los libros que has escrito y que me han hecho estar tan orgulloso de ti, tan satisfecho de haberme contado una vez entre tus amigos.

Como anticipo, te envío un borrador inacabado del primer capítulo de un libro que intento escribir. Quiero seguir con él, pero por lo visto me he topado con un muro de incertidumbre -miedo podría ser la palabra que estoy buscando- y espero que una charla contigo me dé el valor de escalarlo o derribarlo. Cabe añadir (en caso de que tengas dudas) que no es una obra de ficción. A riesgo de parecer melodramático, también debo agregar que no ando bien de salud, en realidad me estoy muriendo lentamente de leucemia, y con suerte aguantaré otro año.

Sólo para que sepas en qué te estás metiendo, si es que decides hacerlo. Últimamente parezco un esperpento (¡sin pelo, delgado como un palillo!), pero la vanidad ya no tiene sitio en mi mundo, y he hecho lo que he podido para aceptar lo que me ha pasado, aunque lo combata con los tratamientos. Hace un par de siglos, a una persona de sesenta años se la consideraba anciana, y como ninguno de nosotros pensábamos vivir después de los treinta, llegar al doble no está nada mal, ¿no te parece?

Podría continuar, pero no quiero quitarte más tiempo. Enviarte el manuscrito no ha sido decisión fácil (debes de recibir una avalancha de cartas de chalados y aspirantes a novelistas), pero estaré encantado de informarte de mis idas y venidas durante las últimas cuatro décadas si decides aceptar mi invitación, cosa que espero fervientemente. En cuanto al manuscrito, resérvatelo para el vuelo a California si ahora estás muy ocupado. Es lo bastante corto para despacharlo en menos de una hora.

Quedo a la espera de tu respuesta.

Saludos solidarios,

Adam Walker

Nuestra amistad no había sido muy estrecha -sin confidencias, ni conversaciones largas ni intercambio de cartas-, aunque sin lugar a dudas yo admiraba a Walker y él me consideraba de igual a igual, pues nunca dejó de manifestarme otra cosa que respeto y buena voluntad. Era un tanto tímido, según recuerdo, rasgo que parecía extraño en una persona de tan despierta inteligencia que además era uno de los chicos mejor parecidos del campus: guapo como una estrella de cine, como una vez dijo una amiga mía. Pero mejor tímido que arrogante, supongo, mejor difuminarse con delicadeza que intimidar a todo el mundo con tu insufrible perfección humana. Por entonces era algo parecido a un solitario, pero simpático y con gracia cuando emergía de su cascarón, con un agudo y excéntrico sentido del humor, y lo que más me gustaba de él era el extenso ámbito de sus intereses, su capacidad de hablar sobre Cavalcanti, pongamos por caso, o John Donne, y seguidamente, con la misma perspicacia y conocimiento, cambiar de tema y hacerte una observación sobre béisbol que a ti nunca se te había ocurrido. En lo que se refiere a su vida interior, sin embargo, yo no sabía nada. Aparte del hecho de que tenía una hermana mayor (una belleza extraordinaria, dicho sea de paso, lo que llevaba a sospechar que los genes del clan Walker procedían de seres angélicos), no disponía de datos de su familia ni de su entorno, y desde luego desconocía lo de la muerte de su hermano pequeño. Ahora el propio Walker se estaba muriendo, un mes después de su sexagésimo cumpleaños ya empezaba a despedirse, y tras leer su vacilante y conmovedora misiva no tuve más remedio que pensar que aquello era el principio, que los radiantes jóvenes de antaño se estaban haciendo viejos, y que dentro de poco toda nuestra generación habría desaparecido. En lugar de seguir el consejo de Adam y dejar a un lado el manuscrito hasta que cogiera el avión a California, me senté a leerlo inmediatamente.

¿Cómo describir mi reacción? Fascinación, regocijo, una creciente sensación de temor, y luego horror. De no haber sabido que era una historia real, posiblemente me habría zambullido en ella y habría tomado aquellas sesenta y tantas páginas por el principio de una novela (los escritores, al fin y al cabo, a veces presentan personajes con su propio nombre en obras de ficción), para luego haber encontrado el final un tanto improbable -o quizá demasiado brusco, lo que lo habría hecho insatisfactorio-, pero, al enfocarlo como una pieza autobiográfica desde el principio, la confesión de Walker me dejó estremecido y lleno de pesar. Pobre Adam. Se mostraba tan duro consigo mismo, tan desdeñoso de su flaqueza en relación con Born, tan asqueado de sus insignificantes aspiraciones y empeños juveniles, tan disgustado por no haber comprendido que estaba tratando con un monstruo, pero ¿acaso no es normal que un muchacho de veinte años se desoriente entre la niebla de refinamiento y depravación que envuelve a una persona como Born? Me había enseñado algo sobre mí mismo que me llenaba de repulsión. Pero ¿qué había hecho Walker de malo? Había llamado a una ambulancia la noche del apuñalamiento, y luego, tras una momentánea falta de valor, fue a hablar con la policía. Dadas las circunstancias, nadie habría ido más allá. Fuera cual fuese la repulsión que Walker sintiera por sí mismo, la causa no podía ser la forma en que se comportó al final. Era el comienzo lo que le angustiaba, el simple hecho de haberse dejado seducir, y a partir de entonces no se había dejado de torturar por eso ni un momento: hasta tal punto que ahora, incluso cuando su vida estaba a punto de acabar, se había sentido impulsado a volver al pasado y contar la historia de su vergüenza. De acuerdo con su carta, aquél era sólo el primer capítulo. Me pregunté qué podría venir a continuación.

Contesté a Walker aquella misma noche, acusando recibo de su paquete, expresando mi preocupación y simpatía por su estado de salud, diciéndole que a pesar de todo me alegraba de tener noticias suyas después de tantos años, que me conmovían sus palabras sobre los libros que yo había publicado, y cosas por el estilo. Sí, le prometí, acomodaría mi programa para poder ir a cenar a su casa y me encantaría hablar con él de los problemas que tenía para concluir el segundo capítulo de su autobiografía. No conservo copia de mi carta, pero recuerdo que la escribí con intención de darle ánimo y apoyo, calificando el capítulo que me había enviado de excelente e inquietante, o algo así, y asegurándole que, en mi opinión, valía la pena llevar el proyecto hasta el final. No necesitaba decir nada más, pero la curiosidad pudo más que yo, y concluí con lo que podría haber sido una impertinencia. Disculpa que te lo pregunte, escribí, pero no creo que pueda esperar hasta el mes que viene para saber lo que ha sido de ti después de la última vez que nos vimos. Si te apetece, te agradecería que me escribieras otra vez antes de que me dirija a esos andurriales por donde vives. No un relato con todo lujo de detalles, por supuesto, sino los hechos esenciales, lo que te apetezca contarme.

No queriendo encomendar mi carta a los caprichos de la Dirección General de Correos de Estados Unidos, se la envié por mensajero a la mañana siguiente. Dos días después recibí en respuesta una carta urgente de Walker.

Satisfecho, agradecido, espero con impaciencia el mes que viene.

En respuesta a tu pregunta, me alegro mucho de complacerte, aunque me temo que encontrarás mi historia bastante aburrida. Junio de 1969. Nos estrechamos la mano, según recuerdo, prometiendo estar en contacto, y luego nos marchamos cada uno por su lado para no volvernos a ver más. Yo me dirigí a casa de mis padres en Nueva Jersey, con idea de hacerles una visita de un par de días, me emborraché con mi hermana aquella noche, tropecé, me caí por las escaleras, y me rompí la pierna. Mala suerte, parecería, pero al final fue lo mejor que podría haberme pasado. Diez días después, ¡Muy buenas!, el gobierno federal me invitaba a presentarme al reconocimiento médico del ejército. Fui con muletas a la oficina de reclutamiento, cojeando, me dieron por inútil temporal, y para cuando se me curó la rotura el servicio militar obligatorio había establecido el sistema de lotería. Resultó que saqué un buen número, indecentemente alto (346), y de buenas a primeras, literalmente en un abrir y cerrar de ojos, la confrontación que había estado temiendo desde tanto tiempo atrás se borró para siempre de mi futuro.

Aparte de aquel temprano regalo de los dioses, más que nada anduve dando tumbos por ahí, luchando por mantener el equilibrio, pasando caprichosamente de accesos de optimismo a ciegas rachas de desesperación. Incomprensible, desconcertante, perplejo. En el otoño de 1969 me fui a Londres; no porque me atrajera Inglaterra, sino porque ya no podía vivir en Estados Unidos. El veneno, las lágrimas, la sangre de Vietnam. Por entonces todos andábamos mal de la cabeza, ¿verdad? Empujados a la locura por una guerra que odiábamos y no podíamos parar. De modo que me marché de nuestro bello país, me metí en un apartamento de mierda en Hammersmith, y me pasé los cuatro años siguientes trabajando sin descanso en el submundo de los escritores de pacotilla: pergeñando incontables críticas de libros por cuenta propia y aceptando toda traducción que cayera en mis manos, libros franceses en su mayoría, un par de ellos en italiano, reproduciendo maquinalmente en inglés cualquier tema, desde una aburrida y erudita historia de Oriente Próximo, pasando por un estudio antropológico del vudú hasta novelas policiacas. Entretanto, seguía escribiendo mis malhumorados y gnósticos poemas. En 1972, una recóndita y pequeña editorial de Manchester publicó una obra con una tirada de trescientos o cuatrocientos ejemplares, una revista igualmente desconocida escribió una crítica, y se vendieron alrededor de cincuenta libros: como recordando aquellas cómicas frases de La última cinta (obra a la que, según recuerdo, tanto cariño tenías): "Diecisiete ejemplares vendidos, de los cuales once al por mayor a bibliotecas circulantes de ultramar. Dándose a conocer." Eso era precisamente.

Seguí en ello otro año, y luego, tras un amargo y angustiado debate conmigo mismo, concluí que no progresaba lo suficiente y lo dejé. No es que pensara que mi obra era mala. Había chispas de vez en cuando, unos cuantos poemas que parecían tener cierta frescura y convicción, versos de los que me sentía auténticamente orgulloso, pero en general los resultados eran mediocres, y la perspectiva de llevar una vida de mediocridad me asustó hasta el punto de dejarlo.

Los años londinenses. La sombría revelación de esperanzas frustradas, coitos sin amor en camas de prostitutas, una relación seria con una chica inglesa llamada Dorothy que ella rompió de pronto al enterarse de que era judío. Pero, lo creas o no, pese a lo deprimente que pueda parecerte todo esto, me iba haciendo más fuerte, empezaba finalmente a madurar y a tomar las riendas de mi vida. En junio de 1973 acabé mi último poema, lo quemé ceremoniosamente en el fregadero de la cocina, y volví a Estados Unidos. Había jurado no volver hasta que el último soldado americano hubiera salido de Vietnam, pero ahora tenía nuevos planes, y ya no me sobraba tiempo para tan elevada charlatanería. Iba a arrojarme a las trincheras y a combatir a puñetazo limpio. Adiós, literatura. Bienvenida la cosa en sí, la realidad sensible.

Berkeley, California. Tres años en la Facultad de Derecho. La idea era hacer algo positivo, trabajar con los pobres, los oprimidos, comprometerme con los despreciados y los invisibles y tratar de defenderlos contra las crueldades y la indiferencia de la sociedad norteamericana. ¿Más paparruchas altruistas? Así sería para algunos, pero yo nunca lo consideré de esa manera. De la poesía a la justicia, entonces. Justicia poética, si quieres. Porque ésa es la triste realidad: en el mundo hay más poesía que justicia.

Ahora que mi enfermedad me ha obligado a dejar de trabajar, dispongo de mucho tiempo para sopesar los motivos que tuve para escoger la vida que decidí llevar. En un sentido muy concreto, creo que todo empezó aquella noche de 1967 cuando vi a Born apuñalar a Cedric Williams en el vientre; para luego, cuando me fui corriendo a llamar a la ambulancia, llevarlo al parque y asesinarlo. Sin razón alguna, sin ningún motivo en absoluto, y después, aún peor, el hecho de que saliera impune, largándose del país para que no pudieran juzgarlo por su crimen. Sería imposible exagerar la horrible pesadumbre que eso me causó, y que no ha dejado de atormentarme. La justicia burlada. La ira y la frustración no han disminuido, y si así es como me siento, si esa visión de la justicia es lo que arde con más fuerza en mi interior, entonces estoy seguro de que he escogido el camino correcto.

Veintisiete años de trabajo como asesor jurídico, activismo comunitario en los barrios negros de Oakland y Berkeley, huelgas de impago de alquiler, acciones populares contra diversas empresas, casos de brutalidad policial, la lista es interminable. A la larga, no creo haber conseguido mucho. Una serie de gratas victorias, sí, pero este país no es ahora menos cruel que antes, aún más, quizá, y sin embargo me habría sido imposible quedarme de brazos cruzados. Habría vivido con la sensación de mantener una fraudulenta relación conmigo mismo.

¿Estoy empezando a parecer un mojigato con ínfulas de superioridad moral? Espero que no.

Los ingresos eran exiguos, desde luego. Nadie se hace rico con la clase de trabajo a que me dedicaba. Pero hubo recursos familiares que me cayeron como llovidos del cielo -y a mi hermana también- tras la muerte de nuestros padres (de mi madre en 1974, de mi padre en 1976). Vendimos la casa y el supermercado de mi padre por una suma considerable, y como Gwyn es una mujer inteligente y práctica, invirtió bien el dinero, lo que significa que siempre he tenido suficiente para vivir (modesta, pero cómodamente) sin tener que preocuparme mucho de lo que me reportaba el trabajo. Utilizar el sistema con objeto de combatirlo. Un espléndido y ligero toque de hipocresía, supongo, pero todo el mundo tiene que llevar comida a la mesa, todos necesitamos un techo sobre la cabeza. Lamentablemente, las facturas de los médicos han causado una severa mella en mis ahorros en estos dos últimos años, pero creo que tendré suficiente para aguantar hasta el final…, suponiendo que no dure demasiado, cosa que parece improbable.

En cuanto a cuestiones amorosas, me pasé demasiados años dando bandazos de una forma inmadura y ridícula, acostándome en múltiples camas, enamorándome y desenamorándome de diversas mujeres, pero sin sentir tentación alguna de sentar la cabeza y casarme hasta cumplidos los treinta y seis, cuando conocí a la única persona que de verdad me ha importado en la vida, una asistente social llamada Sandra Williams -sí, el mismo apellido del muchacho asesinado, nombre de esclavos, llevado por centenares de miles, si no millones, de afroamericanos-, y aunque un matrimonio interracial puede plantear numerosos problemas sociales a la pareja (por parte de ambos bandos), nunca lo consideré un impedimento, pues lo cierto era que quería a Sandra, que la quise desde el primero al último día. Una mujer sabia, valiente, hermosa y llena de vida, sólo seis meses menor que yo, con un matrimonio anterior y divorciada cuando nos conocimos, y una niña de doce años, Rebecca, mi hijastra, ya casada en la actualidad y madre de dos hijos, y los diecinueve años que he pasado con Sandra me han convertido en mejor persona, mejor de lo que habría sido estando solo o con otra mujer, y ahora que ha muerto (de cáncer cervical, hace cinco años), no pasa un día sin que la eche en falta. Mi único pesar es que no conseguimos tener hijos juntos, pero la creación de una familia está fuera del alcance de un hombre que, según parece, ha nacido estéril.

¿Qué más podría decirte? Estoy bien atendido por mi asistenta (que nos preparará la cena el día de tu visita), veo con frecuencia a Rebecca y su familia, hablo por teléfono con mi hermana casi todos los días, tengo muchos amigos. Cuando mi estado de salud me lo permite, sigo devorando libros (poesía, historia, novelas, las tuyas entre ellas, en cuanto se publican), aún mantengo un vivo interés por el béisbol (una enfermedad incurable), y me entrego esporádicamente al escapismo de ver películas (gracias al lector de DVD, amigo fiel de los solitarios y enclaustrados de este mundo). Pero sobre todo pienso en el pasado, en los viejos tiempos, en aquel lejano año (1967) en que tantas cosas ocurrieron, en mi entorno y en mí mismo, en los inesperados giros y descubrimientos de aquella época, en su locura, que me empujó hacia la vida que acabé llevando, para bien y para mal. No hay nada como una enfermedad mortal para galvanizar el pensamiento, para hacer las cuentas, para establecer el balance final. El plan consiste en escribir el libro en tres partes, tres capítulos. No va a ser largo, ni complicado, pero hay que hacerlo como es debido, y el haberme quedado bloqueado en la segunda parte se ha convertido en germen de una tremenda frustración. Pierde cuidado, no espero que me resuelvas el problema. Pero tengo la sospecha, tal vez infundada, de que una conversación contigo me daría el impulso necesario para seguir adelante. Aparte de eso -y en primer lugar-, es decir, más allá de mis insignificantes tribulaciones, tendré el inmenso placer de verte otra vez…

Esperaba noticias suyas, pero nunca hubiera imaginado que escribiría más de un par de párrafos, que estaría dispuesto a invertir esa cantidad de tiempo y esfuerzo para ofrecerme un relato de su vida tan completo; a mí, que a esas alturas apenas era algo más que un extraño para él. Pese a los muchos amigos, tenía que estar bastante desesperado, debía sentirse solo, pensé, y aunque seguía sin entrarme en la cabeza por qué me había elegido como confesor, el hecho era que se había agarrado a mí de tal forma que resultaba impensable no hacer todo lo que pudiera por él. Cómo cambia todo de pronto. Un amigo moribundo había vuelto a aparecer en mi vida tras una ausencia de casi cuarenta años, y de buenas a primeras me sentía en la obligación de no dejarlo en la estacada. Pero ¿qué clase de ayuda podía brindarle? Tenía dificultades con su libro, y por alguna razón inexplicable se hacía ilusiones de que yo poseía la facultad de pronunciar las palabras mágicas que le permitirían seguir adelante. ¿Esperaba que le extendiera una receta con la píldora que ayudaba a salir del apuro a escritores bloqueados? ¿Era eso todo lo que quería de mí? Parecía algo mezquino, bastante fuera de lugar. Walker era una persona inteligente, y si sentía la necesidad de escribir aquel libro, encontraría la forma de conseguirlo.

Eso fue más o menos lo que le dije en mi siguiente carta. No de sopetón, pues primero había que tratar otras cuestiones (la tristeza por la muerte de su mujer, la sorpresa por la profesión que había elegido, la admiración por la labor que había realizado y las batallas que había librado), pero, una vez despachados esos asuntos, le dije claramente y sin rodeos que estaba convencido de que hallaría el medio por sí mismo. El miedo es buena cosa, proseguí, repitiendo la palabra que había utilizado en su primera carta, el temor es lo que nos impulsa a correr riesgos y a sobrepasar nuestros límites normales, y es difícil que todo escritor que crea pisar terreno firme produzca algo de auténtico valor. En cuanto al muro que él había mencionado, le aseguré que todos chocamos con alguno, y que la mayoría de las veces la circunstancia de quedarse bloqueado se origina en un erróneo proceso mental: esto es, el escritor no entiende plenamente lo que trata de decir o, dicho de forma más sutil, se ha equivocado al enfocar el asunto. A modo de ejemplo, le hablé de los problemas con que me había enfrentado en un libro anterior mío -también de memorias (en cierto modo)-, estructurado en dos partes, escribí la Primera parte en primera persona, y cuando acometí la Segunda (que trataba de mi vida de forma más directa que la anterior), escribiendo también en primera persona, fui quedándome cada vez más insatisfecho con los resultados, y acabé dejándolo. La interrupción duró varios meses (difíciles, angustiosos), y entonces una noche se me ocurrió la solución. Comprendí que me había equivocado de enfoque. El hecho de escribir sobre mí mismo en primera persona me había obligado a contenerme, haciéndome invisible, impidiéndome encontrar lo que andaba buscando. Me hacía falta distanciarme, dar un paso atrás y crear un espacio entre mí mismo y el tema (que no era sino mi propia persona), así que volví al principio de la Segunda parte y empecé a escribirla en tercera persona. Yo se convirtió en El, y la distancia establecida por aquel pequeño cambio me permitió acabar el libro. Puede que él (Walker) padeciera el mismo problema, le sugerí. Quizá estaba muy próximo a su asunto. Tal vez la materia le resultaba demasiado personal y desgarradora para escribir en primera persona con la debida objetividad. ¿Qué le parecía? ¿Había posibilidades de que un nuevo enfoque lo pusiera de nuevo en marcha?

Cuando envié la carta, aún quedaban seis semanas para mi viaje a California. Walker y yo ya habíamos fijado la fecha y la hora de nuestra cena, ya me había facilitado indicaciones para llegar a su casa, y yo no esperaba más noticias suyas antes de mi marcha. Pasó un mes, quizá algo más, y entonces, cuando menos lo esperaba, se puso de nuevo en contacto conmigo. No por correo esta vez, sino por teléfono. Habían pasado años desde nuestra última conversación, pero reconocí su voz enseguida, aunque (¿cómo expresarlo?) no era exactamente la misma que recordaba, o puede que sí lo fuese pero con algo añadido o suprimido, la misma voz con un registro ligeramente distinto: Walker distanciado de sí mismo y del mundo, impedido, enfermo, hablando en voz baja, lentamente, con un estremecimiento apenas perceptible en cada palabra que se escapaba de sus labios, como haciendo acopio de todas sus fuerzas para expulsar el aire por la tráquea y dirigirlo al teléfono.

Qué hay, Jim, me dijo. Espero no haberte interrumpido la cena.

En absoluto, contesté. No empezaremos a cenar hasta dentro de veinte o treinta minutos.

Bien. Entonces debes estar con el aperitivo. Suponiendo que aún bebas.

Sigo bebiendo. Y eso es exactamente lo que estamos haciendo ahora. Mi mujer y yo nos estamos trasegando una botella de vino, y mientras el pollo se asa en el horno nos vamos sumiendo en un agradable sopor.

Los placeres de la vida doméstica.

¿Y tú cómo andas? ¿Qué tal vas?

No podía ir mejor. Un contratiempo sin importancia el mes pasado, pero todo va bien otra vez, y me estoy de-ando las cejas de tanto trabajar. Quería que lo supieras.

¿Trabajando en el libro?

Trabajando en el libro.

Lo que significa que te has desbloqueado.

Por eso te llamo. Para darte las gracias por tu última carta.

¿Otro enfoque, entonces?

Sí, y me ha ayudado enormemente.

Son buenas noticias.

Eso espero. Una materia bastante cruda, me temo. Cosas horribles a las que no había tenido el valor o la voluntad de enfrentarme durante años, pero eso ya ha pasado y estoy preparando frenéticamente el esquema del tercer capítulo.

¿Quieres decir que ya has acabado el segundo? Un borrador. Hace unos diez días que lo terminé. ¿Por qué no me lo has enviado?

No sé. Estoy muy nervioso, supongo. Nada seguro de mí mismo.

No seas ridículo.

Pensé que sería mejor esperar hasta que todo estuviera acabado antes de enseñártelo.

No, no, mándame ahora la segunda parte. Así podremos comentarlo la semana que viene en Oakland, cuando vaya a verte.

Cuando lo hayas leído, a lo mejor no quieres venir. Pero ¿qué estás diciendo?

Es repugnante, Jim. Cada vez que lo pienso, me dan ganas de vomitar.

Envíamelo de todas formas. Cualquiera que sea mi reacción, te prometo que no me echaré atrás en lo de la cena. Quiero volverte a ver.

Yo también quiero verte a ti.

Estupendo. Todo arreglado, entonces. El veinticinco a las siete de la tarde.

Eres muy amable conmigo. Pero si no he hecho nada.

Más de lo que te imaginas, señor mío; más de lo que te imaginas.

Cuídate, ¿de acuerdo?

Haré lo que pueda.

Nos veremos el veinticinco, entonces.

Sí, el veinticinco. A las siete en punto.

Sólo cuando colgamos me di cuenta del desasosiego que me había producido aquella conversación. En primer lugar, estaba seguro de que Walker mentía sobre su estado de salud -que no era bueno, nada bueno en absoluto, y sin duda empeoraba a cada momento-, y aunque resultaba muy comprensible que tratara de ocultarme la verdad, de evitar mediante una actitud displicente cualquier arranque de compasión por mi parte mostrando una falsa alegría de estoico (¡No podía ir mejor!), yo percibía de todos modos (lo que no deja de ser paradójico) en sus palabras cierto tono lastimero, como si de principio a fin de nuestra charla hubiera tratado de contener las lágrimas, esforzándose por no perder la compostura y echarse a llorar por teléfono. Su condición física ya era una causa de grave preocupación, pero ahora me inquietaba su estado mental. En determinados momentos de la conversación, me había dado la impresión de ser una persona al borde de una crisis nerviosa, un hombre que a duras penas mantenía la entereza con unas cuantas ligaduras deshilachadas de cuerda y alambre. ¿Era posible que el hecho de escribir el nuevo capítulo de su libro lo hubiera agotado hasta ese punto? ¿O sólo se trataba de un factor más, entre otros muchos? Walker se estaba muriendo, al fin y al cabo, y tal vez esa sola circunstancia, el absorbente horror de su próxima muerte, era algo a lo que ya era incapaz de enfrentarse. Y sin embargo la causa de su trémulo y lloroso tono de voz podría ser igualmente una reacción adversa a un medicamento que estuviera tomando, el efecto secundario de alguna pócima que lo ayudara a seguir viviendo. No estaba seguro. No sabía nada, pero tras la lúcida y directa descripción de sí mismo en la primera parte del libro, junto con las dos elocuentes y valerosas cartas que me había enviado, me sentí un tanto desconcertado por lo diferente que parecía en persona. Me pregunté cómo sería pasar una velada en su compañía, circundado por el íntimo mundo de su declinante y devastada existencia, y por primera vez desde que acepté su invitación empecé a temer nuestro encuentro. Dos días después de su llamada, llegó a mi casa la segunda parte de su libro en un sobre de FedEx. Una breve nota de acompañamiento me informaba de que al fin había dado con el título, 1967, y de que cada capítulo iría encabezado con el nombre de una estación. La primera parte era Primavera, la que acababa de recibir se titulaba Verano, y en la que ahora trabajaba recibiría el nombre de Otoño. Ya le había oído describir por teléfono las páginas nuevas, y con los términos crudo, horrible y repugnante aún frescos en mi memoria, me preparé para algo insoportable, una historia aún más acerba y turbadora que Primavera.

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