OTOÑO

Walker llega a París un mes antes de la fecha prevista para el comienzo de sus clases. Ya ha rechazado la idea de vivir en una residencia de estudiantes y por tanto debe buscar un sitio en donde alojarse. En su primera mañana después de la travesía del Atlántico, vuelve al hotel en que residió varias semanas durante su primera visita a París dos años antes. Tiene pensado utilizarlo como base mientras busca mejor acomodo en otra parte, pero el gerente borrachín con barba de dos días lo recuerda de su anterior estancia, y cuando Walker le menciona que va a quedarse un año entero, el hombre le ofrece una tarifa mensual que, calculando el promedio, le sale a menos de dos dólares la noche. Nada es caro en el París de 1967, pero incluso para los niveles de la época resulta un alquiler sumamente bajo, casi una obra de caridad, y en un impulso Walker decide aceptar la oferta. Cierran el trato con un apretón de manos, y el hombre lo conduce a la trastienda para invitarlo a un trago de vino. Son las diez de la mañana. Cuando se lleva la copa a los labios y toma el primer sorbo del áspero vin ordinaire, Walker se dice a sí mismo: Adiós, América. Para bien o para mal, ahora estás en París. No debes venirte abajo.

El Hotel du Sud es un establecimiento decrépito, a punto de desmoronarse, en la rué Mazarine, del sexto arrondissement, no lejos de la estación de metro Odéon del Boulevard Saint-Germain. En Estados Unidos, un edificio en tan mal estado estaría condenado a la demolición, pero esto no es Norteamérica, y el destartalado adefesio en que ahora habita Walker es sin embargo una estructura histórica, erigida en el siglo XVII, según cree, quizá incluso antes, lo que significa que a pesar de la mugre y el deterioro, pese a los chirriantes y gastados peldaños de la estrecha escalera circular, su nueva morada no carece por completo de encanto. De acuerdo, su habitación es un ámbito desastroso de empapelado quebradizo y desconchado con el entarimado lleno de grietas, y la cama un antiguo armatoste de muelles con el colchón hundido y la almohada dura como la piedra, el pequeño escritorio se tambalea, la silla podría ser la menos cómoda de toda Europa, y al armario le falta una puerta, pero, dejando a un lado esos inconvenientes, el cuarto es bastante espacioso, la luz entra a raudales por las dos ventanas dobles, y no se oye el ruido de la calle. Cuando el gerente abre la puerta y lo hace pasar por primera vez, Walker tiene la inmediata sensación de que es un buen sitio para escribir poemas. A la larga, eso es lo único que cuenta. Es la clase de habitación en que se supone que trabajan los poetas, el tipo de cuarto que amenaza con doblegar el espíritu y obliga a una constante batalla con uno mismo, y cuando Walker deposita la máquina de escribir y la maleta a los pies de la cama, jura no pasar menos de cuatro horas diarias escribiendo, aplicándose a su trabajo con mayor diligencia y concentración que nunca. No importa que no haya teléfono, que el retrete común esté al fondo del pasillo, que no pueda bañarse ni ducharse en ningún sitio, que todo sea viejo a su alrededor. Walker es joven, y ésa es la habitación en donde tiene la intención de reinventar-se a sí mismo.

Hay asuntos de la universidad de los que tiene que ocuparse, el tedio de consultar con el director del curso de estudios en el extranjero, seleccionar las asignaturas, rellenar formularios, asistir a un almuerzo obligatorio para conocer a los demás estudiantes que este año estarán en París. Sólo hay seis (tres chicas de Barnard y tres chicos de Columbia), y mientras todos ellos parecen cordiales y simpáticos, más que dispuestos a aceptarlo como miembro de la pandilla, Walker decide andar lo menos posible con ellos. No siente inclinación en convertirse en parte del grupo, y desde luego no quiere perder tiempo hablando en inglés. El único propósito de venir a París es perfeccionar el francés. Con objeto de conseguirlo, el tímido y reticente Walker tendrá que hacer acopio de valor para entrar en contacto con la gente del lugar.

En un impulso, decide llamar a los padres de Margot. Recuerda que los Jouffroy viven en la rué de l'Université, en el séptimo arrondissement, no muy lejos de su hotel, y espera que puedan decirle dónde encontrarla. Por qué quiere volver a ver a Margot es una cuestión difícil de responder, pero de momento Walker ni siquiera se molesta en planteársela. Lleva seis días en París, y lo cierto es que empieza a sentirse un tanto solo. En vez de renegar de su plan de no confraternizar con sus compañeros, lleva tenazmente una vida aparte, sin salir de su habitación en toda la mañana, instalado frente a su tambaleante escritorio, componiendo y corrigiendo sus últimos poemas, y luego, después de que el hambre lo impulsa a bajar a la calle en busca de algo que comer (las más de las veces al comedor universitario de la rué Mazet, a la vuelta de la esquina, donde puede consumir un almuerzo sin gusto pero satisfactorio por dos francos), pasa el resto de las horas diurnas caminando sin rumbo por la ciudad, hojeando volúmenes en librerías, leyendo en los bancos de los parques, sensible al mundo que lo rodea pero sin sumergirse a fondo en él, aún tanteando el camino, no descontento, no, pero un poco mustio por la continua soledad. Descontando a Born, Margot es la única persona en todo París con quien ha compartido algo en el pasado. Si ella y Born están juntos de nuevo, deberá evitarla y entonces no la verá, pero si resulta que están real y verdaderamente separados, que la ruptura ha continuado efectivamente durante estos tres largos meses últimos, ¿qué mal podría haber pues en verla otra vez para tomar una inocente taza de café? Duda de que tenga interés en reanudar las relaciones físicas con él, pero en caso afirmativo aprovecharía gustosamente la oportunidad de acostarse de nuevo con ella. Al fin y al cabo, había sido la temeraria e irrefrenable Margot quien había desatado en él la vorágine erótica que condujo al arrebato de finales del verano. Está seguro del vínculo. Sin la influencia de Margot, sin el cuerpo de Margot para instruirlo en los complejos procesos de su propio corazón, la historia con Gwyn nunca habría sido posible. Margot la audaz, Margot la silenciosa, Margot el cero a la izquierda. Sí, le apetece mucho verla, aunque sólo sea para tomar una inocente taza de café.

Entra en el café de la esquina, pide al camarero????? para el teléfono, y luego baja al sótano a mirar en la guía el número de los Jouffroy. Se siente animado al oír que descuelgan a la primera llamada; quedándose luego pasmado cuando resulta que quien contesta es Margot en persona.

Walker insiste en mantener la conversación en francés. En la primavera, hablaban muchas veces en francés, pero en general se comunicaban en inglés, y aunque Margot es una persona de pocas palabras, Walker sabe que puede expresarse más cómodamente en su propia lengua. Ahora que está en París, tiene intención de devolver a Margot su condición de francesa, y se pregunta si no demostrará ser una persona un tanto diferente en su propio país y en su propio idioma. La verdadera Margot, por decirlo así, a gusto en la ciudad en donde ha nacido, y no una visitante distanciada y hostil, perdida en una Norteamérica que apenas puede soportar.

Repasan la habitual letanía de preguntas y respuestas. ¿Qué demonios está haciendo en París? ¿Cómo le van las cosas? ¿Ha sido pura coincidencia que cogiera ella el teléfono o se ha ido a vivir con sus padres? ¿A qué se dedica ahora? ¿Tiene tiempo para ir con él a tomar un té? Ella duda un momento y luego lo sorprende al contestar: ¿Por qué no? Quedan en verse en La Palette dentro de una hora.

Son las cuatro de la tarde y Walker llega primero, con diez minutos de adelanto. Pide una taza de café y se queda allí sentado durante media hora, cada vez más convencido de que le ha dado plantón, pero cuando está a punto de marcharse, aparece Margot. Moviéndose de esa forma tan característica suya, lenta y distraída, con un esbozo de sonrisa asomando a sus labios, le da un cálido beso en cada mejilla y se sienta en una silla frente a él. No se disculpa por llegar tarde. Margot no es la clase de persona que haría una cosa así, y Walker no lo espera de ella, ni soñaría en pedirle que se rigiera por otras normas que no fueran las suyas propias.

En francais, alors?, pregunta ella.

Sí, contesta él, en francés. Por eso he venido. Para perfeccionar el idioma. Como tú eres la única persona que conozco en París, esperaba que pudiera practicarlo contigo.

Ah, así que es eso. Quieres utilizarme para mejorar tu educación.

Por así decir. Pero no se trata sólo de eso. O sea, no tenemos que hablar a cada momento, si no quieres.

Margot sonríe, luego cambia de tema y le pide un cigarrillo. Cuando le enciende el Gauloises, Walker la mira y de pronto se da cuenta de que nunca podrá separarla de la imagen de Born. Comprenderlo le resulta atroz, y acaba enteramente con el tono festivo y seductor que trataba de poner en marcha. Llamarla ha sido una estupidez, se dice a sí mismo, una idiotez pensar que podría volver a hablar con ella en la cama haciendo como si los horrores de la primavera no hubiesen sucedido. Aunque Margot ya no forme parte de la vida de Born, está ligada a él en su memoria, y mirarla no es muy distinto de mirar al propio Born. Incapaz de contenerse, empieza a contarle el paseo por Riverside Drive en aquel anochecer de mayo, cuando ella ya se había marchado de Nueva York. Le describe el apuñala-miento. Le dice sin rodeos que Born es claramente el asesino de Cedric Williams.

Observa con atención el rostro de Margot mientras vuelve a narrarle los truculentos detalles de aquella noche y los días siguientes, y por una vez le parece un ser humano normal, una persona viva como él, provista de conciencia y capacidad de sentir dolor, y a pesar del cariño que siente por ella, descubre que disfruta castigándola así, haciéndole daño de esa manera, destruyendo su fe en la persona con quien ha vivido durante dos años, un hombre a quien se supone que ha querido. Margot se ha echado a llorar. Walker se pregunta si le está haciendo eso movido por la forma en que lo trató en Nueva York. ¿Es su venganza por haberlo abandonado de pronto al comienzo de su aventura amorosa? No, no lo cree. Se lo cuenta porque es consciente de que ya no puede mirarla sin ver a Born, y por consiguiente ésa será la última vez que la vea, y quiere que sepa la verdad antes de que cada uno se vaya por su lado. Cuando acaba de contarle la historia, ella se levanta de la mesa y se precipita en dirección al servicio de señoras.

No está seguro de que vaya a volver. Se ha llevado el bolso a los lavabos, y como en la calle hace buen tiempo y la temperatura es cálida, al entrar en el café no traía abrigo ni chaqueta, lo que significa que no hay prenda alguna colgada en el respaldo de su silla. Walker decide concederle un cuarto de hora, y si para entonces no ha vuelto a la mesa, se levantará y se marchará. Mientras, pide otra consumición al camarero. No, esta vez nada de café, le dice. Que sea una cerveza.

Margot está ausente algo menos de diez minutos. Cuando vuelve a sentarse en su silla, Walker observa la hinchazón en torno a los párpados, el vidrioso brillo en los ojos, pero el maquillaje sigue intacto, y ya no tiene las mejillas manchadas de rimel. Piensa: El rimel de Gwyn en la noche del aniversario de Andy; el rimel de Margot en una tarde de septiembre en París; el lacrimoso rimel de la muerte.

Discúlpame, le dice en tono apagado. Eso que me has contado… Yo no… Ya no sé qué pensar.

Pero me crees, ¿verdad?

Sí, te creo. Nadie podría nunca inventarse una cosa así.

Lo siento. No pretendía disgustarte, pero pensé que debías saber lo que pasó; sólo por si alguna vez te sientes tentada a volver con él.

Lo extraño es que no me sorprende…

¿Te ha pegado Born en alguna ocasión?

Sólo una vez. Una bofetada en la cara. Un manotazo fuerte, lleno de furia, en pleno rostro.

¿Sólo una vez?

Sólo una vez. Pero es un individuo violento. Bajo todo su encanto y sus ingeniosos chistes, hay verdadera ira, auténtica violencia. Odio admitirlo ahora, pero creo que eso me excitaba. No saber si podía confiar en él o no, no estar nunca segura de lo que sería capaz de hacer. Sólo me pegó esa vez, pero se metió en un par de peleas cuando estábamos juntos, altercados con otros hombres. Ya conoces su carácter. Sabes cómo es cuando se emborracha. Creo que le viene de sus tiempos del ejército, de la guerra, de las cosas horribles que hizo entonces. Torturar prisioneros. Una vez me confesó que había practicado la tortura en Argelia. Al día siguiente lo negó, pero yo no lo creí, aunque lo fingiera. La primera versión era la verdadera, estaba convencida.

¿Qué me dices de la navaja que lleva en el bolsillo? ¿No te dio miedo alguna vez?

Yo tomo a la gente tal como es, Adam. No hago muchas preguntas. Si quería llevar una navaja, yo suponía que era asunto suyo. Afirmaba que el mundo era peligroso y había que protegerse. Después de lo que te pasó aquella noche en Nueva York, eso no se lo puedes discutir, ¿verdad?

Mi hermana tiene una teoría. No sé si está en lo cierto, pero piensa que Born se puso a hablar conmigo en la fiesta porque sentía cierta atracción sexual hacia mí. Una atracción homoerótica, según sus propias palabras. ¿Tú qué crees? ¿Tiene razón o no? Puede ser. Todo es posible.

¿Te ha dicho alguna vez que se siente atraído hacia los hombres?

No. Pero eso no tiene nada que ver. Yo no sé lo que hizo antes de que me fuera a vivir con él. Ni siquiera estoy al corriente de todo lo que hizo cuando estábamos juntos. ¿Quién conoce los deseos secretos de otra persona? A menos que los lleve a la práctica o hable de ellos, tú no tienes la menor idea. De lo único que puedo hablar es de lo que he visto con mis propios ojos; y he visto lo siguiente. Justo al principio de nuestra relación, Rudolf y yo hicimos un trío con otro hombre. Fue idea mía. Rudolf se prestó a ello para complacerme, para demostrar que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa que yo le pidiera. El otro era un antiguo amigo mío, con el que me había acostado antes, un tío guapísimo. Si Rudolf se hubiera sentido atraído hacia él, lo habría besado, ¿no te parece? Incluso se habría lanzado a chuparle la polla. Pero no hizo nada de eso. Le gustaba mirar lo que yo hacía con Francois, me di cuenta de lo cachondo que se ponía al ver cómo me la metía, pero no lo tocó en el aspecto sexual. ¿Prueba eso algo? No sé. Lo único que puedo decirte es que cuando te vi en la fiesta de Nueva York, le dije a Rudolf que eras uno de los chicos más guapos que había visto en la vida. Él estuvo de acuerdo conmigo. Dijo que parecías un Adonis atormentado, un Lord Byron al borde de una crisis nerviosa. ¿Significa eso que se sentía atraído hacia ti? Puede que sí y puede que no. Eres un caso especial, Adam, y lo que te hace tan distinto es que no tienes idea del efecto que causas en los demás. Me parece perfectamente posible que un heterosexual se chiflara por ti. A lo mejor es lo que le pasó a Rudolf. Pero no lo sé con seguridad, porque aun en el caso de que se enamorara de ti, nunca me dijo una palabra.

Se va a casar. ¿Lo sabías? Al menos eso me dijo la última vez que lo vi.

Sí, lo sé. Estoy al corriente de todo. Ese fue su visado de salida para poner fin a nuestra relación. Adiós a la zorra traicionera de Margot, hola a la angelical Héléne Juin.

Pareces resentida…

No; resentida, no. Confusa. La conozco, ¿sabes?, la conozco desde hace mucho, y simplemente me parece que no tiene sentido. Héléne debe ser cinco o seis años mayor que Rudolf, tiene una hija de dieciocho años, y lo único que puedo decir de ella es que es muy sosa, muy normal y corriente, muy recatada. Buena persona, desde luego, una burguesa trabajadora, con una historia trágica, pero no entiendo lo que ha visto en ella. El chalado de Rudolf se va a morir de aburrimiento.

Dijo que la quería.

Puede que sí. Pero eso no significa que tenga que casarse con ella.

Una historia trágica. Algo que ver con su primer marido, ¿no es así? No entendí muy bien lo que me decía.

Juin es íntima amiga de Rudolf. Hace seis o siete años su marido tuvo un grave accidente de coche. Se quedó deshecho, con fractura de cráneo y toda clase de heridas internas, pero a pesar de ello sobrevivió. O casi. Está en coma desde entonces, más o menos en estado de muerte cerebral, con respiración asistida en un hospital. Durante años, Héléne se negó a renunciar a la esperanza, pero como no mejoraba, ni mejorará nunca, finalmente su familia y amigos la convencieron para que pidiera el divorcio. A finales de la próxima primavera, será libre para casarse de nuevo. Me alegro por ella, pero Rudolf es la última persona de la que pensaba que se enamoraría. He ido a cenar con ellos por lo menos una docena de veces, y nunca he percibido un sentimiento profundo en ninguno de los dos. Amistad, sí, pero ninguna… ninguna…, ¿cuál es la palabra que estoy buscando? Chispa.

Exacto. Ninguna chispa.

Lo sigues echando de menos, ¿verdad?

Ya no. Después de lo que me has contado hoy, no.

Pero te acordabas de él.

Sí. No quería, pero lo echaba en falta.

Ese hombre es un maníaco, ¿sabes?

Cierto. Pero ¿qué ley te prohibe querer a un loco?

Después de eso, ambos guardan silencio, sin saber qué más decir, qué pensar. Margot mira su reloj, y Walker supone que está a punto de anunciarle que llega tarde a otra cita, que ha de salir pitando. En cambio, le pregunta si tiene planes para cenar esta noche, y si no los tiene, ¿le gustaría que fueran a un restaurante? Conoce uno bueno en la rué des Grands Augustins y le encantaría invitarlo si anda corto de dinero. Walker quiere explicarle que no es posible, que no cree que pueda volver a verla, que piensa que deben poner fin a su amistad, pero no se atreve a decirlo. Se siente demasiado solo para rechazar su invitación, le falta voluntad para volver la espalda a la única persona que conoce en París. Sí, contesta, estaría encantado de ir a cenar con ella, pero es pronto todavía, aún no han dado las seis, ¿y qué van a hacer mientras tanto? Lo que te apetezca, contesta Margot, queriendo decir, literalmente, todo lo que él quiera, y como lo que más desea es acostarse con ella, le sugiere un paseo hasta su hotel en la rué Mazarine para enseñarle el antro horroroso y ridículo que tiene por habitación. Como los asuntos sexuales nunca andan lejos del pensamiento de Margot, rápidamente capta las intenciones de Walker, y enseguida le revela ese entendimiento dirigiéndole una leve sonrisa.

No me porté muy bien contigo en Nueva York, ¿verdad?, le dice.

Te portaste maravillosamente bien conmigo. Al menos durante un tiempo. Pero luego no, no muy bien.

Siento haberte hecho daño. Pasaba por un mal momento. No sabía lo que hacía, y entonces, de pronto, lo único que quería era marcharme de Nueva York. Trata de no tomármelo en cuenta.

No te guardo rencor. Reconozco que estuve enfadado durante unas semanas, pero no fue más que eso. Hace mucho que dejé de reprochártelo.

Ahora podemos ser amigos, ¿no?

Eso espero.

Aunque nada serio, claro. No a cada minuto, no todos los días. No estoy preparada para eso. No sé si volveré a estarlo alguna vez. Pero podemos darnos un poco de cariño el uno al otro. Nos vendría bien a los dos.

Camino del hotel, Walker tiene la sensación de que la mujer que va a su lado no es la misma Margot que conoció en Nueva York la pasada primavera. Tenía razón al pensar que sería un poco diferente en su propia lengua, en su propia ciudad, tras su ruptura con Born, y después de su conversación en el café sólo puede concluir que es más directa, más elocuente, más vulnerable de lo que antes se imaginaba. Sin embargo, incluso al tiempo que piensa ansiosamente en su inminente llegada al hotel -la ascensión por la escalera circular, la llave entrando en la cerradura de su puerta, el momento de quitarse la ropa, la visión de Margot desnuda, el contacto de su cuerpo menudo contra el suyo-, se pregunta si no ha cometido un error colosal.

Al principio, las cosas no van bien. Margot no dice nada sobre su cuarto, ya sea por exceso de cortesía o porque le resulta tan indiferente que ni se molesta en mencionarlo, pero Walker no tiene más remedio que mirar lo que ella ve, y se siente abrumado de vergüenza, horrorizado consigo mismo por haberla traído a un sitio tan cutre, tan deprimente. Eso le pone de un humor de perros, y cuando se sientan en la cama y empiezan a besarse, está como distraído, angustiosamente distante. Margot se echa hacia atrás y pregunta si le pasa algo.

No me hagas cosas raras, Adam, le dice. Se supone que esto tiene que ser divertido, ¿recuerdas?

No le puede decir que está pensando en otra mujer, que en el momento en que sus labios se tocaron lo invadió el recuerdo de la última vez que la boca de su hermana se unió a la suya, y mientras ahora se esfuerza en besar a Margot, el único pensamiento que tiene en la cabeza es que nunca más abrazará a Gwyn de esa manera.

No sé qué me ocurre, responde. Me siento tan triste…, tan jodidamente triste…

A lo mejor debo marcharme, sugiere Margot, dándole unas suaves palmaditas en la espalda. Hacer el amor no es obligatorio, al fin y al cabo. Podemos intentarlo otro día.

No, no te vayas. No quiero que te marches. Sólo dame un poco de tiempo. Me repondré, te lo prometo.

Margot le da tiempo, y finalmente empieza a emerger de su acceso de melancolía, no del todo quizá, pero sí lo justo para sentirse excitado cuando ella se quita el vestido y él le rodea los hombros desnudos con los brazos, lo bastante para hacer el amor con ella, lo suficiente para hacerlo dos veces, y en la pausa entre una cópula y otra, mientras beben a morro una botella de vino tinto que él ha llevado ese mismo día a su habitación, Margot vuelve a excitarlo con gráficos relatos sobre sus encuentros sexuales con mujeres, su pasión por tocar y besar pechos grandes (porque los suyos son tan pequeños…), por lamer y acariciar la entrepierna femenina, por introducir bien la lengua en el culo de las mujeres, y mientras Walker no acierta a decidir si se trata de historias verdaderas o simplemente de una artimaña para que se empalme de nuevo y esté en condiciones de hacerlo por segunda vez, disfruta escuchando esas guarradas, lo mismo que cuando Gwyn empleaba aquel lenguaje soez en el apartamento de la calle Ciento siete Oeste. Se pregunta si las palabras no serán un elemento esencial de la sexualidad, si hablar no es en definitiva una forma más sutil de acariciar, y si las imágenes que bailan en nuestra cabeza no son igual de importantes que los cuerpos que abrazamos. Margot le dice que acostarse con alguien es lo único que cuenta en la vida para ella, que si no pudiera mantener relaciones sexuales seguramente se suicidaría para escapar del aburrimiento y la monotonía de estar atrapada en su propia piel. Walker no dice nada, pero al correrse dentro de ella por segunda vez, se da cuenta de que comparte su opinión. Le encanta follar. Aun en las garras de la más agobiante desesperación, joder lo vuelve loco. El folleteo es el dios y el redentor, la única salvación en la tierra.

Al final no van al restaurante. Tras acabar la botella de vino, se duermen y se olvidan de la cena. A primera hora de la mañana siguiente, poco antes de amanecer, Walker abre los ojos y descubre que está solo en la cama. Hay un papel en la almohada, a su lado, una nota de Margot: Lo siento. La cama es muy incómoda. Llámame la semana que viene.

Se pregunta si tendrá el valor de llamarla. Seguidamente, concretando más, se pregunta si tendrá el valor de no llamarla, si podrá resistirse a verla otra vez.

Dos días después, está sentado en la terraza de un café en la Place Saint-André des Arts, bebiendo despacio una cerveza y escribiendo en un pequeño cuaderno. Son las seis de la tarde, cuando acaba otra jornada, y ahora que Walker ha empezado a compenetrarse con el ritmo de París, comprende que ésa es probablemente la hora en que la ciudad está más animada, cuando se produce la transición del trabajo a casa, con las calles abarrotadas de mujeres y hombres que vuelven apresurados con la familia y los amigos, o a su vida solitaria, y disfruta al verse entre ellos, envuelto en el amplio hálito colectivo que llena el ambiente. Acaba de escribir una carta a sus padres y otra más extensa a Gwyn, y ahora trata de redactar algo convincente sobre George Op-pen, un poeta norteamericano contemporáneo por quien siente gran admiración. Copia los siguientes versos del último libro de Oppen, Con lo cual, esto:

Imposible poner el mundo en duda: se ve y como es irrevocable

no puede entenderse, y ese mero hecho es mortal.

Está a punto de anotar unos comentarios sobre ese pasaje, pero justo entonces cae una sombra sobre la página del cuaderno. Alza la vista, y allí, de pie justo delante de él, está Rudolf Born. Antes de que Walker pueda decir o hacer algo, el futuro marido de Héléne Juin se sienta en la silla vacía que hay a su lado. El pulso de Walker se dispara. Se ha quedado sin respiración, sin habla. No tenía que haber sucedido así, se dice a sí mismo. En caso de que sus caminos llegaran a cruzarse, debía haber sido él quien localizara a Born, no al revés. Él iba a ir paseando por una calle atestada de gente, en una posición que le permitiera desviar la mirada y pasar inadvertido. Así es como siempre lo había visto en su imaginación, y ahora se encuentra ahí, en un espacio abierto, indefenso, con el culo pegado al asiento como un idiota, atrapado, incapaz de ignorar la presencia de Born.

Ya no lleva el traje blanco, lo ha sustituido por una chaqueta color crema y un foulard de seda azul y verde en torno al cuello, sin duda elegido para resaltar el azul claro de la camisa: el dandy desarreglado de siempre, piensa Walker, con su característica sonrisa burlona.

Vaya, vaya, dice Born, con simulado buen humor, pronunciando las palabras de modo que resulte clara su falsedad. Volvemos a encontrarnos, Walker. Qué agradable sorpresa.

Walker es consciente de que tiene que decirle algo, pero de momento es incapaz de articular palabra.

Esperaba encontrarme contigo, prosigue Born. París es una ciudad tan pequeña, que tenía que ocurrir tarde o temprano.

¿Quién te ha dicho que estaba aquí?, pregunta finalmente Walker. ¿Margot?

¿Margot? Hace meses que no hablo con ella. Ni siquiera sabía que estuviera en París.

Entonces, ¿quién?

Te olvidas de que he dado clase en Columbia. Tengo conocidos allí, y da la casualidad de que el director de tu curso es amigo mío. Cené con él la otra noche, y me lo dijo. Añadió que vivías en un hotelucho de mala muerte de la rué Mazarine. ¿Por qué no has ido al Reid Hall? Puede que las habitaciones no sean tan grandes, pero al menos no están llenas de pulgas.

Walker no tiene interés en discutir sus condiciones de alojamiento con Born, ningún deseo de gastar saliva en una charla trivial. Sin hacer caso de su pregunta, le advierte: No lo he olvidado, ¿sabes? Sigo pensando en ello todo el tiempo.

¿Pensando en qué?

En lo que le hiciste a aquel chico.

Yo no le hice nada.

Por favor…

Una arremetida, eso fue todo. Tú estabas allí. Viste lo que pasó. Iba a matarnos. Si yo no lo hubiera atacado antes, los dos estaríamos muertos.

Pero la pistola no estaba cargada.

Eso no lo sabíamos, ¿verdad? Él dijo que iba a dispararnos, y si alguien me apunta con una pistola y dice que va a apretar el gatillo, me lo tomo en serio.

¿Y qué hay del parque? Más de doce puñaladas después de la primera. ¿Por qué cono lo hiciste?

Yo no lo hice. Sé que no me crees, pero no tuve nada que ver con eso. Sí, lo llevé al parque cuando tú te fuiste, pero al llegar ya era cadáver. ¿Por qué iba a seguir acuchillando a un muerto? Lo único que quería era largarme de allí lo antes posible.

Entonces, ¿quién lo hizo?

No tengo ni idea. Un enfermo. Un duende de la noche. Al fin y al cabo, Nueva York es un sitio siniestro. Podría haber sido cualquiera.

Hablé con la policía, ya sabes. A pesar de tu advertencia nada sutil.

Me lo suponía. Por eso me marché con tanta prisa.

Si eras inocente, ¿por qué no te quedaste para demostrarlo ante un tribunal?

¿Para qué? Al final me habrían absuelto, y no podía perder todo el tiempo que hubiera supuesto mi defensa. El chico merecía morir. Y murió. A eso se reduce todo.

Ningún remordimiento, entonces.

Ningún remordimiento. Ni el más mínimo. Ni siquiera te reprocho el haberte vuelto contra mí yendo a la policía. Hiciste lo que creías que estaba bien. Equivocadamente, desde luego, pero ése es tu problema, no el mío. Te salvé la vida, Adam. Recuérdalo. Si la pistola hubiera estado cargada, no pararías de darme las gracias por lo que hice. En realidad, el hecho de que no tuviese balas no cambia nada, ¿verdad? Si creíamos que las tenía, para nosotros estaba cargada.

Walker está dispuesto a darle la razón en eso, pero aún queda la cuestión del parque, de cómo y cuándo murió el chico, y no le cabe duda de que la versión que da Born de los acontecimientos es falsa: por la sencilla razón de que no pudo suceder tan deprisa. Una sola puñalada en el vientre podría resultar mortal, pero inevitablemente sería una muerte lenta y prolongada, lo que significa que Williams debía estar vivo cuando Born llegó al parque, y por tanto las nuevas heridas que acabaron matando al muchacho fueron infligidas por el propio Born. Es lo único que tiene sentido. ¿Por qué iba a molestarse alguien en apuñalar más de una docena de veces a un adolescente muerto? Si Williams aún respiraba cuando Born se marchó del parque, cabría la posibilidad de discutir la intervención de un segundo atacante -traída por los pelos, aunque verosímil-, pero sólo si el motivo hubiera sido el de robar el dinero al muchacho, y en primavera la policía dijo a Walker que no se había producido robo alguno. Encontraron una billetera en el bolsillo del chico, y en su interior había dieciséis dólares intactos, lo que elimina el robo como motivo del crimen. ¿Por qué iba a seguir acuchillando a un muerto? Porque no lo estaba, y seguiste clavándole la navaja hasta asegurarte de que ya era cadáver, y luego, incluso después de terminar la faena, continuaste apuñalándolo porque te cegaba la rabia, porque habías enloquecido y disfrutabas con lo que estabas haciendo.

No quiero hablar más de eso, dice Walker, metiéndose la mano en el bolsillo y sacando unas monedas para pagar la cerveza. Tengo que irme.

Como quieras, responde Born. Esperaba que pudiéramos enterrar el hacha de guerra y ser amigos otra vez. Hasta se me había ocurrido que te gustaría conocer a la hija de mi futura esposa. Cécile es una chica deliciosa, inteligente, de dieciocho años: estudiante de literatura, excelente pianista, justo la clase de persona que suscitaría tu interés.

No, gracias, dice Walker, poniéndose en pie. No necesito que hagas de celestina para mí. Ya lo hiciste una vez, ¿recuerdas?

Bueno, si alguna vez cambias de opinión, llámame. Me encantará presentártela.

En ese momento, justo cuando Walker se da la vuelta para marcharse, Born saca del bolsillo interior de su chaqueta color crema una tarjeta con su dirección y número de teléfono. Toma, dice, tendiéndosela a Walker. Mis señas. Por si acaso.

Por un breve instante, Walker está tentado de romper la tarjeta -igual que hizo en primavera con el cheque en Nueva York- y tirar los pedazos al suelo, pero luego cambia de opinión, no queriendo rebajarse a un insulto tan mezquino y de mal gusto. Se guarda la tarjeta en el bolsillo y dice adiós. Born lo saluda con la cabeza pero no dice nada. Cuando Walker se va, el sol cruza el cielo y estalla en cien mil esquirlas de luz disuelta. Se derrumba la Torre Eif-fel. Se incendia hasta el último edificio de París. Fin del Acto I. Telón.

Se ha colocado él solo en una posición insostenible. En la medida en que ignoraba el paradero de Born, podía vivir con la incertidumbre de un posible encuentro, engañándose todo el tiempo a sí mismo para creer que la suerte estaría de su lado y que el temido momento nunca llegaría, o que se produciría al final, lo bastante tarde para que su estancia en París no quedara arruinada por el miedo a otra coincidencia, a otros encuentros. Ahora que ya ha sucedido, y justo al principio, mucho más pronto de lo que había creído posible, le resulta intolerable tener la dirección de Born en el bolsillo y no poder ir a la policía para exigir que lo detengan. Nada lo complacería más que llevar al asesino de Cedric Williams ante la justicia. Aunque lo dejaran libre, tendría que soportar los gastos y la humillación de un juicio, y en el caso de que el asunto no llegara a los tribunales, habría de pasar por la desagradable experiencia de los interrogatorios policiales, los rigores de una interminable investigación. Pero, aparte de secuestrar a Born y llevarlo de vuelta a Nueva York, ¿qué puede hacer Walker? Sopesa la situación durante el resto de la jornada y buena parte de la noche, y entonces se le ocurre una idea, una idea diabólica, tan maliciosa y cruel que el mero hecho de que sea capaz de imaginarla lo deja pasmado. No conducirá a Born a prisión, lamentablemente, pero le hará la vida sumamente incómoda, y si Walker puede llevar su plan a buen término, privará al futuro esposo de Héléne Juin del objeto que más ansia en el mundo. Walker se siente a la vez entusiasmado y asqueado de sí mismo. Nunca ha sido una persona vengativa, jamás ha tratado conscientemente de hacer daño a nadie, pero Born pertenece a una categoría diferente, es un asesino, merece un castigo, y por primera vez en su vida Walker piensa desquitarse.

El plan requiere un embustero consumado, un arribista experto en el arte de la duplicidad, y como Walker no es ninguna de esas dos cosas, sabe que es la persona menos indicada para la empresa en que ha decidido embarcarse. Justo desde el principio, se verá obligado a actuar contra su propia naturaleza, una y otra vez resbalará y caerá en su lucha por pisar terreno firme en el campo de batalla que ha trazado en su imaginación, y sin embargo, a pesar de sus recelos, a la mañana siguiente se dirige resueltamente al Café Conti para introducir otro jetón en el teléfono público y poner en marcha su maquinación. Está sobrecogido por su audacia, su determinación. Cuando Born responde a la tercera llamada, es palpable la sorpresa en su voz.

Adam Walker, dice, haciendo lo posible por disimular su estupor. La última persona del mundo de la que esperaba tener noticia.

Disculpa la intrusión, contesta Walker. Sólo quería que supieras que he estado pensando mucho desde que hablamos ayer.

Interesante. ¿Y adonde te ha llevado tu meditación?

He decidido enterrar el hacha de guerra.

Doblemente interesante. Ayer me acusas de asesinato, y hoy estás dispuesto a olvidar y perdonar. ¿A qué se debe ese súbito cambio de actitud?

A que me has convencido de que dices la verdad.

¿Debo tomármelo como una disculpa… o andas buscando que te haga otro favor? ¿No estarás pensando en resucitar el cadáver de tu revista, por ejemplo?

Por supuesto que no. Es cosa del pasado.

Lo que hiciste fue algo doloroso, Walker. Romper el talón en pedacitos y enviármelos sin decir palabra. Me sentí profundamente insultado.

Si te ofendí de alguna forma, lo siento de verdad. Estaba bastante trastornado por lo que pasó. No era muy consciente de lo que hacía.

¿Y ahora sabes lo que estás haciendo?

Creo que sí.

Crees que sí. Y dime, jovencito, ¿qué es lo que quieres exactamente?

Nada. Te llamo porque me pediste que lo hiciera. En caso de que cambiara de opinión.

Quieres que nos veamos, entonces. ¿Es eso? Me estás diciendo que te gustaría que reanudáramos nuestra amistad.

Esa era la idea. Mencionaste que me presentarías a tu fiancée y a su hija. Pensé que sería una bonita manera de empezar.

Bonita. Qué palabra tan insípida. Los americanos tenéis el don de la trivialidad, ¿verdad?

Sin duda. Además se nos da bien disculparnos cuando creemos que nos hemos equivocado. Si no quieres que nos veamos, dímelo. Lo entenderé.

Perdóname, Walker. Estaba poniéndome desagradable otra vez. Me temo que era inevitable, dadas las circunstancias.

Todos tenemos malos momentos. Desde luego. Y ahora quieres compartir mesa con Héléne y Cécile. Aceptando mi invitación de ayer. Dalo por hecho. Te dejaré un recado en el hotel en cuanto lo tenga todo arreglado.

La cena está dispuesta para la noche siguiente en Va-genende, una brasserie de principios de siglo en el Boule-vard Saint-Germain. Walker llega pronto, a las ocho en punto, el primer miembro del grupo en aparecer, y mientras lo conducen a la mesa de Monsieur Born, está demasiado nervioso y distraído como para prestar mucha atención al ambiente que lo rodea: las oscuras paredes, revestidas con paneles de roble, los ornamentos de bronce, los blancos y almidonados manteles y servilletas, las conversaciones apagadas en otras partes de la sala, el rumor de los cubiertos de plata resonando contra la porcelana. Treinta y cuatro horas después de su enloquecida y abyecta conversación con Born, eso es lo que ha conseguido con sus mentiras: miedo sin fin, absoluto desprecio hacia sí mismo, y la impagable oportunidad de conocer a quienes van a ser futura esposa e hijastra de Born. Todo depende de cómo vayan las cosas con Héléne y Cécile Juin. Si logra establecer un vínculo con ellas, con cualquiera de las dos, una relación independiente de los contactos con Born, antes o después le resultará posible revelar por fin la verdad de los hechos que acaecieron en Riverside Drive, y si Walker puede convencerlas de que acepten su versión sobre el asesinato de Cedric Williams, habrá entonces grandes posibilidades, más del cincuenta por ciento, de que la boda se suspenda y la futura novia deje plantado a Born. Eso es lo que Walker se ha propuesto conseguir: romper el matrimonio antes de que se convierta en un hecho jurídico. No un castigo excesivamente riguroso para un delito de asesinato, quizá, pero, dadas las opciones disponibles, bastante duro. Born rechazado. Born humillado. Born hundido en la desdicha. Por odioso que a Walker le parezca halagarlo con falsas disculpas e insinceras declaraciones de amistad, comprende que no tiene donde elegir. Si resulta que no puede persuadir a Héléne ni a Cécile, entonces abandonará el empeño y proclamará tranquilamente su derrota. Pero únicamente en ese caso, y hasta que ese momento llegue a producirse, está resuelto a jugarse el tipo.

Sus primeras averiguaciones son inconcluyentes. Por temperamento o circunstancias, tanto la madre como la hija dan la impresión de ser modestas y reservadas, no muy accesibles ni dadas a la conversación desenfadada, y como al principio Born domina la situación con presentaciones, explicaciones y comentarios diversos, ninguna de ellas habla mucho. Cuando Walker hace una breve relación de sus primeros días en París, Héléne lo felicita por su francés; en otro momento, Cécile le pregunta insulsamente si le gusta vivir en un hotel. La madre, alta, rubia y bien vestida, no es una belleza en modo alguno (el rostro demasiado alargado, piensa Walker, un tanto caballuno), pero, como muchas francesas de clase media y cierta edad, se comporta con considerable aplomo y elegancia: cuestión de estilo, quizá, o producto, si no, de la misteriosa sabiduría gala en lo que atañe a la esencia de la feminidad. La hija, que acaba de cumplir dieciocho años, estudia en el Lycée Fénelon, en la rué de l'Eperon, que está a menos de cinco minutos a pie del Hotel du Sud. Es una criatura menuda, menos imponente que la madre, de corto pelo castaño, muñecas delgadas, hombros estrechos y ojos despiertos de mirada inquieta. Walker observa que tiene tendencia a bizquear, y se le ocurre (con acierto, al parecer) que Cécile lleva gafas habitualmente y ha decidido no ponérselas para la cena. No, no es una chica guapa, más bien poquita cosa, pero con un rostro interesante a pesar de todo: barbilla diminuta, nariz larga, mejillas redondeadas, boca expresiva. De cuando en cuando, sus labios se estiran hacia abajo en una especie de regocijo clandestino que no llega a transformarse en sonrisa, pero indica un sentido del humor bastante desarrollado, el de una persona atenta a las posibilidades cómicas de un momento determinado. No cabe duda de que es sumamente inteligente (durante los cuatro últimos minutos Born ha estado alabando sus excepcionales notas en literatura y filosofía, su pasión por el piano, su dominio del griego antiguo), pero por muchas cualidades que Céci-le vaya acumulando en su favor, Walker reconoce tristemente que no siente atracción por ella, al menos no en el sentido que cabría esperar. No es su tipo, dice para sus adentros, cayendo de nuevo en ese término vago, tan usado, que sustituye a las infinitas complejidades del deseo físico. Pero ¿cuál es su tipo?, se pregunta. ¿Su hermana? ¿Margot, una obsesa sexual diez años mayor que él? Sea cual sea, no es Cécile Juin. La mira y ve una niña, una obra en construcción, una persona sin formar del todo, que en ese momento de su vida es demasiado retraída y tímida como para emitir alguna de esas señales eróticas que incitaría a un hombre a pretenderla. Eso no quiere decir que no vaya a hacer lo posible para cultivar su amistad, pero nada de besos ni caricias, ni enredos románticos, ni intentos de llevársela a la cama.

Se desprecia a sí mismo por pensar esas cosas, por mirar a la inocente Cécile como si no fuera más que un objeto sexual, una posible víctima de sus capacidades de seducción (suponiendo que tenga alguna), pero al mismo tiempo sabe que está librando una ofensiva, una guerra de guerrillas en la clandestinidad, y esa cena es la primera batalla, y si pudiera ganar la contienda seduciendo a la futura hijastra de su adversario, no vacilaría en hacerlo. Pero la joven Cécile no es buena candidata para la seducción, y por tanto deberá urdir tácticas más sutiles para avanzar en su propósito, pasando de un asalto en toda regla contra la hija a un ataque en dos flancos contra la madre y la hija a la vez: en un intento de congraciarse con ellas y finalmente atraerlas a su bando. Todo eso debe realizarse bajo la atenta mirada de Born, la insufrible, bochornosa presencia de un hombre al que apenas se atreve a mirar. El astuto, el escéptico Born recela profundamente del falsario Walker, ¿y quién sabe si se ha limitado a aceptar la engañosa disculpa de este último con objeto de averiguar la diablura que está tramando? En la voz de Born hay una inflexión oculta bajo la agradable charla y fingida cordialidad, un tono inquieto, tenso, que parece sugerir que no baja la guardia. No sería prudente volverlo a ver, dice Walker para sus adentros, lo que hace aún más imperioso establecer una paz aparte con las Juin esta noche, antes de que la cena llegue a su fin.

Las mujeres están al otro lado de la mesa. El tiene enfrente a Cécile, y Born está sentado a su izquierda, cara a cara con Héléne. Walker estudia los ojos de Héléne mientras ella mira a su prometido, y se queda tan confuso como Margot al ver que entre ellos no brota chispa alguna. Otras emociones acechan en esa mirada, quizá -añoranza, dulzura, tristeza-, pero el amor no se cuenta entre ellas, y mucho menos la felicidad, ni un solo vestigio de alegría. Pero ¿cómo puede haber felicidad para alguien en la situación de Héléne, para una mujer que se ha pasado los últimos seis o siete años en un sin vivir, sumida en una profunda pena mientras su agonizante marido languidece en un hospital? Se imagina al comatoso Juin tumbado en la cama, su cuerpo conectado a incontables máquinas y una maraña de uibos de respiración asistida, el único paciente en un ala grande y desierta, viviendo pero no del todo, agonizando sin morir, y de pronto recuerda la película que vio con Ciwyn dos meses antes, Ordet, el film de Cari Dreyer, sentado junto a su hermana en el anfiteatro del cine New Yor-ker, y a la mujer del granjero muerta en su ataúd, y sus propias lágrimas cuando el cadáver se incorpora y vuelve a la vida, pero no, dice para sí, eso sólo era una historia, un relato ficticio en un mundo imaginario, y éste no es ese mundo, y en él no habrá resurrección para Juin, el marido de Héléne no se incorporará ni jamás volverá a la vida. De la cama de Juin en el hospital la imaginación de Walker salta a otra cama, y antes de que pueda remediarlo, rememora la repugnante escena que Margot le ha descrito hace unos días: Margot en la cama con dos hombres, Born y el otro, cómo se llamaba, Francois, Margot acostándose con Born y Fran$ois, los tres desnudos, follando, y ahora ve a Born observando a Francois, que con la polla tiesa arremete contra Margot, y ahí sigue Born, con su odioso y rechoncho cuerpo desnudo, en plena excitación, masturbándose mientras mira cómo su novia jode con otro hombre…

Walker sonríe a Cécile en un intento de disolver la imagen, y cuando ella le devuelve la sonrisa -un tanto perpleja, pero al parecer complacida por la atención-, se pregunta si esa especie de depravación no explica el hecho de que Born tenga tanto interés en casarse con Héléne. Intenta renunciar a su propio ser, resistir sus sórdidos y malévolos deseos, y ella representa la respetabilidad, una muralla contra su propia demencia. Walker observa con cuánto decoro se comporta con Héléne, dirigiéndose a ella con el formal vous en vez de con el más íntimo y familiar tu. Es el lenguaje de condes y condesas, el del matrimonio en las capas más encumbradas de las altas esferas, y crea entre el individuo y el mundo una distancia que sirve de escudo protector. No es amor lo que Born busca, sino seguridad. La libidinosa Margot sacaba a relucir lo peor de él. ¿Lo transformará la plácida y reprimida Héléne en un hombre nuevo? Sigue fantaseando, dice Walker para sus adentros. Una persona de tu inteligencia no debería creer algo así.

Para cuando piden la cena, Walker se ha enterado de que Héléne trabaja de logopeda en una clínica del decimocuarto arrondissement. Ejerce allí desde principios de los años cincuenta -es decir, mucho antes del accidente de su marido-, y aunque ahora depende de su trabajo para obtener los ingresos que requiere el mantenimiento de su pequeño hogar, Walker comprende enseguida que está entregada a su profesión, que su carrera le procura una inmensa satisfacción y que probablemente es el elemento más importante de su vida. Cuando te ves ahogado en un mar de problemas, el trabajo puede ser la tabla que al final te brinde la salvación. Walker lo lee en sus ojos, le impresiona lo perceptiblemente que se han iluminado ahora, cuando Born ha mencionado el tema, y ahí hay de pronto una posible apertura, la oportunidad de entablar un diálogo que favorezca sus propósitos. Lo cierto es que Walker está realmente interesado en lo que ella hace. Ha leído los ensayos de Jakobson y Merleau-Ponty sobre la afasia y la adquisición del lenguaje, ha meditado mucho en esas cuestiones debido a su vínculo con las palabras, y por tanto no se siente un impostor ni un intrigante cuando empieza a acribillarla a preguntas. Al principio, Héléne se muestra desconcertada por su entusiasmo, pero cuando comprende que va en serio, empieza a hablar de trastornos del habla en niños, de sus métodos de tratar a los adolescentes que acuden a su clínica tartamudeando, ceceando, hablando de forma entrecortada, pero no, no trabaja exclusivamente con niños, también con adultos, ancianos, víctimas de algún ataque y de diversas lesiones cerebrales, pacientes que han perdido la capacidad de hablar o no recuerdan palabras o las confunden hasta tal punto que pluma se convierte en papel y árbol en casa. Existen varias formas diferentes de afasia, según se entera Walker, en función de la parte del cerebro que esté afectada -la afasia de Broca, la de Wernicke, la afasia de conducción, la transcortical sensorial, la afasia anó-mica, etcétera-, y acaso no es interesante, prosigue Héléne, sonriendo por primera vez desde que ha entrado en el restaurante, sonriendo de verdad al fin, acaso no resulta curioso que el pensamiento no pueda existir sin lenguaje, y como además el lenguaje es una función del cerebro, tendríamos que afirmar que esa facultad de percibir el mundo a través de símbolos que constituye el lenguaje, es en cierto sentido una característica física de los seres humanos, lo que demuestra que el antiguo dualismo es bastante absurdo, ¿no le parece? Adieu, Descartes. El cuerpo y la mente forman una unidad.

Está descubriendo que la mejor manera de conocerlas es no interviniendo, haciendo preguntas en lugar de responderlas, procurando que hablen ellas. Pero Walker no es un experto en esa clase de manipulación psicológica, y cae en un incómodo silencio cuando Born se entromete con ciertas observaciones mordaces, enteramente intencionadas, sobre la negativa del ejército israelí de retirarse del Si-naí y Cisjordania. Walker se da cuenta de que trata de arrastrarlo a una discusión, pero el caso es que está de acuerdo con la postura de Born ante esa cuestión, y en lugar de hacérselo saber, no dice nada, deja que la diatriba siga su curso mientras observa la boca de Cécile, que de nuevo se estira hacia abajo en respuesta a algún secreto regocijo interior. Podría equivocarse, pero parece encontrar bastante divertida la vehemencia de las opiniones de Born. Un par de minutos después, la perorata se ve interrumpida cuando les sirven los entremeses. Aprovechando la ocasión, Walker rompe el repentino silencio preguntando a Cécile sobre sus estudios de griego antiguo. No daban griego cuando él fue al instituto, explica Walker, y envidia la suerte que ella tiene de estudiarlo. Sólo le quedan dos años de universidad, y ahora quizá sea un poco tarde para empezar.

No mucho, dice ella. En cuanto aprendes el alfabeto, no es tan difícil como parece.

Hablan de literatura griega durante un rato, y al cabo de poco Cécile le está contando su proyecto del verano: un plan descabellado, excesivamente ambicioso que la ha conducido a tres meses de constante frustración y arrepentimiento. Sabe Dios lo que la habrá llevado a acometer tal empresa, le explica, pero se le metió en la cabeza traducir al francés un poema del escritor más difícil imaginable, y que además es muy extenso. Cuando Walker le pregunta el nombre del autor, ella se encoge de hombros y le dice que seguramente no habrá oído hablar de él, que nadie lo conoce, y efectivamente, cuando menciona el nombre del poeta, Licofrón, que vivió en torno al 300 a. C, Walker admite que Cécile tiene razón. El poema trata de Casandra, prosigue ella, la hija de Príamo, el último rey de Troya; de la pobre Casandra, que tuvo la desgracia de ser amada por Apolo. Él le ofrece el don de la profecía, pero sólo si accede a sacrificarle su virginidad a cambio. Al principio ella dice que sí, luego que no, y el rechazado Apolo se venga de ella envenenando el don, asegurándose de que nadie crea sus profecías. El poema de Licofrón está ambientado en la guerra de Troya, mientras Casandra se encuentra en la cárcel, ya enloquecida y a punto de ser asesinada con Agamenon, lanzando interminables desvarios y visiones del futuro en un lenguaje tan complejo, tan plagado de metáforas y alusiones, que resulta casi ininteligible. Es un poema de gritos y alaridos, prosigue Cécile, un gran poema en su opinión, una obra desquiciada y enteramente moderna, pero tan imponente y desalentadora, tan alejada de su capacidad de comprensión, que tras horas y horas de trabajo sólo ha logrado traducir ciento cincuenta versos. En caso de seguir adelante, concluye, la boca estirándose de nuevo hacia abajo, sólo tardará diez o doce años en acabarlo.

A pesar del menosprecio con que se juzga, Walker no deja de admirar el valor de la muchacha al acometer un poema de tal envergadura, una obra que le gustaría leer, y por tanto le pregunta si existe alguna traducción inglesa. No lo sabe, dice ella, pero la encantará averiguarlo y se lo dirá. Walker le da las gracias y luego añade (por simple curiosidad, sin ulterior motivo) que le gustaría leer su versión francesa de los primeros versos. Pero Cécile pone reparos. No es posible que te interese, responde. Es pura morralla. Momento en el cual Héléne da a su hija unas palmaditas en la mano y le dice que no sea tan dura consigo misma. Entonces salta Born, dirigiéndose a Cécile: Adam también es traductor, ¿sabes? Poeta antes que nada, pero además traduce poesía. Del provencal, nada menos. Una vez me dio a conocer una obra de un presunto tocayo mío, Bertrán de Born. Un tipo impresionante, el viejo Bertrán. A veces tendía a perder la cabeza, pero era buen poeta, y Adam realizó una traducción excelente.

¿Ah, sí?, dice Cécile, mirando a Walker. No lo sabía.

Lo de excelente no lo sé, contesta él, pero sí he hecho algunas traducciones.

Bueno, responde ella, en ese caso…

Y así, por las buenas, sin previo aviso ni maniobras tortuosas por su parte, Walker concierta una cita con Cécile para el día siguiente a las cuatro de la tarde con objeto de echar un vistazo a su trabajo. Una pequeña victoria, quizá, pero de pronto ha conseguido todos sus propósitos para esta noche. Habrá más contactos con las Juin, y Born no estará presente.

A la mañana siguiente, está sentado frente a su inestable escritorio con la pluma en la mano, repasando uno de sus últimos poemas y sintiéndose cada vez más descontento con el texto, preguntándose si debe perseverar en el empeño, dejarlo a un lado para posterior consideración, o sencillamente echarlo a la papelera. Alza la cabeza para mirar por la ventana: encapotado y gris, una montaña de nubes ensanchándose por el Oeste, una mutación más en el siempre cambiante cielo de París. Los sombríos interiores le resultan más bien agradables: una penumbra balsámica, por decirlo así, una oscuridad sociable con la que se puede conversar durante horas. Deja la pluma, se rasca la cabeza, suspira. Espontáneamente, un olvidado versículo del Ecle-siastés surge con estruendo en su conciencia. Y dediqué mi corazón a conocer la sabiduría, y entender las locuras y los desvarios… Mientras anota esas palabras al margen derecho del poema, se pregunta si no son las más auténticas que ha escrito sobre sí mismo en meses. Quizá no sean suyas, pero siente que le pertenecen.

Las diez y media, las once. El destello amarillento que emite sobre el escritorio la bombilla de la lámpara, hecha con una botella de vino. El grifo goteante, el empapelado despegado, el rasgueo de la pluma. Oye ruido de pasos en la escalera circular. Alguien se acerca, subiendo despacio hacia su piso, el último, y al principio supone que es Mauri-ce, el gerente borrachín del hotel, que viene a entregarle un telegrama o el correo de la mañana, el afable Maurice Pedilón, hombre de mil historias sobre nada en particular, pero no, no es Maurice, porque ahora percibe Walker el repiqueteo de unos tacones altos, y por tanto debe ser una mujer, y si es una mujer, ¿quién puede ser sino Margot? Walker se alegra, se entusiasma de forma desmesurada, se siente invadido de una felicidad absolutamente estúpida ante la perspectiva de volverla a ver. Salta de la silla y se precipita a abrir la puerta antes de que ella tenga tiempo de llamar.

Trae una bolsita de patisserie de papel parafinado llena de croissants recién hechos. En circunstancias normales, alguien que se presenta llevando un regalo es una persona que está de buen humor, pero Margot parece hoy resentida y desanimada, y apenas logra sonreír cuando planta un beso ligero y glacial en los labios de Walker. Cuando él la rodea con los brazos, ella se libera de su abrazo y entra a grandes zancadas en la habitación, dejando la bolsa sobre el escritorio y sentándose en la cama sin hacer. Walker cierra la puerta, avanza hasta la mesa y se detiene.

¿Qué te pasa?, pregunta.

A mí no me pasa nada, contesta Margot. Me gustaría saber lo que te pasa a ti.

¿A mí? ¿Por qué tendría que pasarme algo? ¿A qué te refieres?

Anoche iba paseando con un amigo por el Boulevard Saint-Germain. Eran sobre las ocho y media o las nueve. Pasamos por casualidad frente a aquel restaurante, ya sabes al que me refiero, esa antigua brasserie, Vagenende, y sin motivo particular, grandísima idiota que soy, o quizá porque solía ir allí con mis padres cuando era pequeña, miré por la ventana. ¿Y a quién crees que vi?

Ah, dice Walker, sintiendo como si acabaran de darle una bofetada en plena cara. No tienes que decírmelo. Ya sé a quién.

¿Qué estás tramando, Adam? ¿A qué clase de retorcido juego te dedicas ahora?

Walker se sienta despacio en la silla de su escritorio. No le queda aire en los pulmones; la cabeza está a punto de separársele del tronco. Aparta la vista de Margot, cuyos ojos no dejan de mirarlo, y se pone a toquetear la bolsa de los croissants.

Bueno, dice ella. ¿Es que no vas a decírmelo?

Me gustaría decírtelo, contesta al fin. Quisiera contártelo todo.

Entonces, ¿-por qué no lo haces?

Porque no sé si puedo confiar en ti. No podrás decir una palabra de esto a nadie, ¿entiendes? Tienes que prometérmelo.

¿Quién te crees que soy?

No sé. Una persona que me ha decepcionado. Que me gusta mucho. Y de quien quiero ser amigo.

Pero no crees que pueda guardar un secreto. ¿Puedes?

Nadie me lo ha pedido antes. ¿Cómo voy a saberlo hasta que lo intente?

Vaya, al menos eres sincera.

Tú decides. No voy a obligarte a decírmelo si no quieres. Pero si no lo haces, Adam, voy a levantarme y a marcharme de esta habitación, y no volverás a verme nunca más.

Eso es chantaje.

No, en absoluto. Es la pura verdad, nada más. Walker deja escapar un prolongado suspiro de derrota, se levanta luego de la silla y empieza a caminar de un lado para otro frente a Margot, que lo observa en silencio desde la cama. Pasan diez minutos, y en ese tiempo le cuenta la historia de los últimos días: el encuentro accidental con Born, del que ahora sospecha que no fue casualidad, el falso desmentido de Born sobre el asesinato de Cedric Williams, la invitación a conocer a Héléne y Cécile, la tarjeta de visita que casi llega a romper, la elaboración del plan para impedir la boda de Born con Héléne, la contrita llamada de teléfono para poner en marcha la maquinación, la cena en Vagenende, su próxima cita con Cécile a las cuatro de esa misma tarde. Cuando Margot termina de escucharlo, da unas palmaditas en la cama con la mano izquierda y le dice que se siente a su lado. Walker se sienta, y en el momento en que su cuerpo toca el colchón, Margot lo agarra fuertemente de los hombros con ambas manos, hace que se vuelva hacia ella, acerca su rostro a escasos centímetros del suyo, y le advierte en voz baja, llena de determinación: Olvídalo, Adam. No tienes la menor oportunidad. Te va a hacer picadillo.

Demasiado tarde, asegura Walker. Ya he empezado, y no voy a parar hasta el final.

Hablas de confianza. ¿Qué te hace pensar que puedes fiarte de Héléne Juin? Acabas de conocerla.

Lo sé. Me va a llevar tiempo asegurarme. Pero la primera impresión que tengo de ella es buena. Me parece una persona seria, honrada, y no creo que Born le importe mucho. Le está agradecida, se ha portado bien con ella, pero no está enamorada de él.

En cuanto le digas lo que pasó en Nueva York, irá enseguida a contárselo a Rudolf. Créeme.

Es posible. Pero aunque se lo diga, ¿qué puede pasarme a mí?

Cualquier cosa.

Born podría tratar de darme un puñetazo en la cara, pero no va a perseguirme con la navaja.

No estoy hablando de la navaja. Rudolf tiene contactos, conoce a montones de gente influyente, y antes de que empieces a meterte en líos con él, debes saber con quién te la estás jugando. No es un cualquiera.

¿Contactos?

En la policía, el ejército, el gobierno. No estoy en condiciones de probar nada, pero siempre he tenido la sensación de que es algo más que un simple profesor de universidad.

¿Como qué?

No sé. Servicio secreto, espionaje, trabajo sucio de alguna clase.

¿Y por qué demonios sospechas eso?

Llamadas de teléfono en plena noche…, ausencias misteriosas, sin dar explicaciones…, la gente que conoce. Ministros, generales. ¿Cuántos profesores jóvenes salen a cenar con altos funcionarios del gobierno? Rudolf se mueve en las entretelas del poder, y eso lo convierte en una persona peligrosa para ti. Sobre todo aquí, en París.

Todo eso me parece muy endeble.

¿Te acuerdas de la cena en nuestro apartamento de Nueva York la primavera pasada?

Con todo detalle. ¿Cómo podría olvidarla?

Cuando te hice pasar, él estaba hablando por teléfono. Luego apareció: furioso, lanzando fuego por la boca, histérico. ¿Cuántos años de mi vida les he dado? ¿Qué quería decir con eso? ¡Principios! ¡Batallas! ¡El barco se hunde! Había un problema en París, y te puedo asegurar que no tenía nada que ver con asuntos de la universidad ni con la herencia de su padre. Era algo relacionado con el gobierno, con su vida clandestina en cualquiera que sea el organismo para el que trabaja. Por eso se puso como loco cuando tú empezaste a hablar de la CÍA. ¿No te acuerdas? Te dijo todas aquellas cosas sobre tu familia, y tú te quedaste pasmado, no podías creer la cantidad de información que había logrado obtener sobre tu vida. Tú dijiste que debía ser un agente de alguna clase. Tenías razón, Adam. Te oliste algo, y Rudolf se echó a reír, tratando de convertirlo en un chiste. Entonces supe que yo estaba en lo cierto.

Tal vez. Pero no son más que suposiciones.

Entonces, ¿por qué no me dijo cuál era el problema? Ni siquiera se molestó en inventar una excusa. No es asunto tuyo, me dijo, no hagas tantas preguntas. De modo que coge un avión y se va a París, y cuando vuelve está comprometido con Héléne Juin y a mí me pone en la puerta.

Siguen hablando otros quince o veinte minutos, y cuanta más vehemencia emplea Margot en sus sospechas sobre operaciones encubiertas, conspiraciones gubernamentales y tensiones psicológicas propias de una doble vida, menos parece importarle a Walker. Margot se asombra de su indiferencia. La califica de curiosa, malsana, irracional, pero Walker explica que las actividades de Born no le interesan. Lo único que cuenta es el asesinato de Cedric Williams, y aun cuando resulte que Born es el jefe de todos los servicios secretos franceses, no le importará lo más mínimo. Sólo hay un momento en que parece prestar la mayor atención, y es a raíz de una rápida observación de Margot sobre el pasado de Born: algo relacionado con que su infancia transcurrió en una gran mansión a las afueras de París, que fue en donde ella lo conoció cuando tenía tres años. ¿Qué me dices de Guatemala?, pregunta Walker, recordando lo que Born le dijo sobre que se había criado en ese país.

Te estaba tomando el pelo, contesta Margot. Rudolf nunca ha estado en ese sitio.

Eso pensaba. Pero ¿por qué Guatemala?

¿Por qué no? Le encanta inventar historias sobre sí mismo. Engañar a la gente, contar pequeñas mentiras; Rudolf se entretiene mucho con eso.

Aunque esa conversación no revela nada de verdadera importancia (demasiadas suposiciones, pocos hechos), parece no obstante marcar un giro en sus relaciones con Margot. Está preocupada por él, y la inquietud y angustia que Walker ve en sus ojos le resulta a la vez reconfortante (la cuestión de la confianza ya no está en entredicho) y un tanto penosa. Se está acercando más a él, su cariño se ha hecho más manifiesto, más sincero, y sin embargo hay algo maternal en esa zozobra, una sensación de sabiduría que no aprueba los errores de juventud, y por primera vez en los meses que la conoce, Walker percibe la diferencia de edad, la brecha de diez años que los separa. Espera que eso no constituya un problema. Ahora necesita a Margot. Es su único aliado en París, y estar con ella es el único remedio capaz de aliviar la amargura de pensar en su hermana, de echar de menos a Gwyn. No, no lamenta que lo haya visto anoche en el restaurante con Born y las Juin. Tampoco le preocupa que le haya abierto su corazón. Su reacción le ha demostrado que significa algo para ella, que representa algo más que otro cuerpo con el que acostarse, pero sabe que no debe abusar de su amistad, porque Margot no está muy bien de la cabeza, y no puede dar mucho de sí. Si le pide demasiado, es capaz de molestarse, de desaparecer incluso.

Dejando en el escritorio los croissants sin tocar, salen a la húmeda calle sin sol, en busca de un sitio para comer. Margot le coge de la mano mientras caminan en silencio, y diez minutos después están sentados uno frente a otro a una mesa en un rincón del Restaurant des Beaux-Arts.

Margot lo invita a un copioso almuerzo de tres platos (negándose a que pague él, insistiendo en que pida postre y una segunda taza de café), y luego se dirigen a la rué de l'Université. El apartamento de los Jouffroy está en el quinto piso de un edificio de seis plantas, y cuando entran en el estrecho espacio de la jaula que es el ascensor para iniciar la subida, Walker rodea a Margot con los brazos y le cubre el rostro con un aluvión de breves e impetuosos besos. Margot suelta una carcajada, y sigue riendo cuando saca una llave del bolso y abre la puerta del piso. Resulta ser un lugar espléndido, mucho más suntuoso de lo que Walker podía haberse imaginado, un inmenso y cómodo palacio que expresa riqueza a una escala que jamás había conocido. Margot le dijo una vez que su padre trabajaba en un banco, pero olvidó añadir que era el presidente, y ahora que le está enseñando la casa, mostrándole brevemente las habitaciones, con sus gruesas alfombras persas y espejos de marco dorado, arañas de luces y muebles antiguos, siente que tiene una nueva perspectiva de la distante y esquiva Margot. Es una persona en desacuerdo con el ambiente en que ha nacido, enfrentada con él pero no en rotunda rebelión (porque ahí está, temporalmente de vuelta con sus padres mientras busca un sitio propio para vivir), aunque vaya decepción debe de ser para ellos el hecho de que continúe soltera a los treinta años, y sus desganados intentos de hacerse pintora no pueden sentar muy bien en aquel ámbito de respetabilidad burguesa. La ambigua Margot, con su afición a la cocina y a los encuentros sexuales, esforzándose aún por encontrar un lugar propio, todavía sin liberarse del todo.

O eso es lo que Walker va cavilando mientras la sigue a la cocina, pero un momento después descubre que su retrato es algo más complejo del que acaba de crear en su

imaginación. Margot no vive allí con sus padres. Tiene una habitación arriba, un pequeño cuarto de doncella que su abuela le regaló en su vigésimo primer cumpleaños, y el único motivo por el que ha entrado en el piso esta tarde ha sido para coger un paquete de tabaco (que ahora encuentra en un cajón junto a la pila). La visita de la casa es una pequeña propina, añade ella, para que Walker se haga una idea de cómo y dónde se crió. Cuando él le pregunta por qué prefiere dormir en una diminuta chambre de bonne en vez de instalarse ahí abajo con todas las comodidades, Margot sonríe y contesta: Imagínatelo.

Es un recinto espartano, de un tamaño inferior a la tercera parte de su habitación del hotel. El espacio justo para un pequeño escritorio y una silla, un lavabo minúsculo y una cama estrecha con cajones bajo el colchón. De limpieza inmaculada, sin filigranas en ninguna parte: como si hubiera puesto el pie en la celda de una novicia. Sólo un libro a la vista, en el suelo junto a la cama: una recopilación de poemas de Paul Eluard, Capitale de la douleur. Unos cuantos blocs de dibujo apilados sobre la mesa junto a un vaso lleno de lápices y plumas; algunos lienzos en el suelo, apoyados contra la pared con la parte de atrás hacia fuera. A Walker le gustaría darles la vuelta, le encantaría abrir los blocs, pero Margot no se ofrece a enseñárselos, y él no se atreve a tocar nada sin su permiso. Se siente sobrecogido por la sencillez del cuarto, por esa reveladora visión del mundo interior de Margot. ¿A cuántos ha permitido entrar aquí?, se pregunta.

Le gustaría pensar que es el primero.

Pasan dos horas en la estrecha cama de Margot, y cuando Walker se marcha finalmente, llega con retraso a su cita con Cécile Juin. Toda la culpa es suya, pero lo cierto es que se ha olvidado por completo del encuentro. Desde que empezó a besar a Margot, la cita de las cuatro se le fue de la cabeza, y si no es por ella, que al echar un vistazo al despertador le ha dicho: ¿Pero no tienes que estar en algún sitio dentro de quince minutos?, seguiría en la cama a su lado en vez de levantarse de un salto, vestirse a toda prisa, y salir precipitadamente de allí.

Ese gesto de ayuda lo desconcierta. Sólo unas horas antes se oponía firmemente a su plan, y ahora parece comportarse como su cómplice. ¿Ha reconsiderado su postura, se pregunta, o se está burlando de él en cierto modo sutil, poniéndolo a prueba para ver si es realmente tan estúpido como para caer en la trampa que, a su juicio, se ha tendido a sí mismo? Sospecha que la última interpretación es la correcta, pero aun así le da las gracias por recordarle su cita, y entonces, justo cuando va a abrir la puerta para marcharse de la minúscula habitación, en un impulso le dice a Margot que la quiere.

No, no me quieres, responde ella, sacudiendo la cabeza y sonriendo. Pero me alegro de que lo creas. Estás chiflado, Adam, y cada vez que te veo, estás más tocado que la última vez. Dentro de poco, estarás tan loco como yo.

Entra en La Palette a las cuatro y veinticinco, casi media hora tarde. No lo sorprendería que Cécile se hubiera largado ya de allí hecha una furia y jurando lanzarle una lluvia de maldiciones si alguna vez vuelve a cruzarse en su camino. Pero no, allí sigue, tranquilamente sentada a una mesa en la sala de atrás, leyendo un libro, con un botellín de Orangina casi acabado delante de ella, las gafas puestas esta vez, y un sombrerito azul que parece una boina y le sienta muy bien. Incómodo, jadeando por la carrera, la ropa en desorden, el cuerpo sin duda apestando a sexo, y con la palabra loco aún resonando en sus oídos, Walker se acerca a la mesa, tartamudeando ya una retahila de disculpas cuando Cécile alza la cabeza y sonríe: una sonrisa de perdón absolutamente inmerecida.

Sin embargo, cuando se sienta en la silla frente a ella, Walker sigue disculpándose, inventando una disparatada excusa sobre estar en la cola de la oficina de correos durante más de una hora para hacer una llamada intercontinental a Nueva York, pero Cécile no le hace caso, le dice que lo olvide, que no hay problema, que no tiene que dar explicaciones. Luego, alzando el brazo izquierdo y mostrándole la muñeca, se da unos golpecitos en el reloj con el índice de la mano derecha y anuncia: En París tenemos por norma que siempre que dos personas quedan para verse, la primera que llega concede a la otra media hora más; sin hacer preguntas. Ahora son y veinticinco. Según mis cálculos, llegas cinco minutos antes de tiempo.

Bueno, dice Walker, impresionado por esa lógica insensata, entonces sobra todo lo que estoy diciendo, ¿no?

Eso es lo que intentaba explicarte.

Walker pide un café, su sexto o séptimo del día, y entonces, con su característico tironcito hacia abajo de los labios, Cécile señala el libro que estaba leyendo cuando él apareció: un pequeño volumen de tapa dura de color verde, sin sobrecubierta, al parecer bastante antiguo, un objeto raído y maltrecho que parece rescatado de un cubo de basura.

Lo he encontrado, anuncia, incapaz de controlar más los labios y abriéndolos en una sonrisa con todas las de la ley. Licofrón en inglés. La Loeb Classical Library, publicada por Harvard University Press. Mil novecientos veintiuno. En traducción de (abre la página de guarda)… A. W. Mair, catedrático de griego de la Universidad de Edimburgo.

Qué rapidez, observa Walker. ¿Cómo demonios has logrado encontrarlo?

Lo siento. No te lo puedo decir. ¿Ah? ¿Y por qué?

Es un secreto. A lo mejor te lo digo cuando me lo devuelvas, pero no antes.

¿Quieres decir que me lo prestas?

Pues claro. Te lo puedes quedar el tiempo que quieras.

¿Y qué me dices de la traducción? ¿Le has echado un

ojo?

Mi inglés no es muy bueno, pero me parece acartonada y pedante, muy antigua escuela, me temo. Peor aún, es una traducción literal en prosa, así que la poesía brilla por su ausencia. Pero al menos te dará una idea de lo que es…, y de por qué me está dando tantos problemas.

Cécile abre el libro por la segunda página del poema y señala la línea treinta y uno, por donde empieza el monólogo de Casandra. Dice a Walker: ¿Por qué no me lees un poco en voz alta? Entonces podrás juzgar por ti mismo.

Walker le coge el libro e inmediatamente se lanza a la lectura: ¡Ay!, desventurada nodriza mía, ya incendiada otrora por las naves guerreras del león engendrado en tres noches, al cual devoró un perro del viejo Tritón con sus fauces de mellados dientes. Pero él, que seguía vivo, partió el hígado del monstruo, e hirviendo en el caldero de aquel bogar sin llamas perdió la melena de la cabeza; el que mató a sus hijos, el destructor de mi patria; el que hirió con pesado dardo en el pecho a su segunda madre invulnerable; el que, también, en medio del estadio apresó con sus brazos el cuerpo de su padre luchador junto a la empinada colina de Cronos, donde se encuentra, para espanto de caballos, la tumba del terrígeno Isqueno; el que, asimismo, mató a la feroz perra guardiana de los angostos estrechos del mar ausonio, cuando pescaba sobre su cueva, la leona que dio muerte al toro y a quien su padre volvió a la vida quemándole la carne con antorchas; a ella, que no temía a Leptínida, la diosa del averno…

Walker deja el libro y sonríe. Esto es de locos, observa. Estoy absolutamente perdido.

Sí, es una traducción horrenda, contesta Cécile. Hasta mis oídos lo perciben.

No se trata sólo de la traducción. Es que no tengo ni idea de lo que pasa.

Eso se debe a que Licofrón es muy indirecto. El oscuro Licofrón. No sin motivo lo llamaban así.

A pesar de eso…

Tienes que conocer las referencias. La nodriza, por ejemplo, es Ilion; y el león, Heracles. Laomedonte prometió pagar a Poseidón y Apolo por construir las murallas de Troya, pero cuando no cumplió su promesa, apareció un monstruo marino, el perro de Tritón, que devoró a su hija, Hesíone. Heracles penetró en el vientre del monstruo y lo hizo pedazos. Laomedonte dijo que recompensaría a Heracles por matar al monstruo dándole los caballos de Tros, pero una vez más no hizo honor a su palabra, y el airado Heracles lo castigó reduciendo a cenizas la ciudad de Troya. Ésos son los antecedentes de los primeros versos. Si no conoces las referencias, estás perdido.

Es como traducir Finnegans Wake al mandarín.

Así es. Por eso estoy tan harta. Las vacaciones terminan la semana que viene, pero mi proyecto de verano ya está kaput.

¿Lo dejas?

Cuando llegué a casa anoche después de cenar, volví a leer mi traducción y la tiré a la papelera. Era espantosa, verdaderamente atroz.

No deberías haberlo hecho. Tenía ganas de leerla.

Me daba mucha vergüenza.

Pero me lo prometiste. Por eso estamos aquí sentados ahora; porque ibas a enseñarme tu traducción.

Ésa fue la idea en principio, pero luego cambié de planes.

¿Cómo los cambiaste?

Dándote este libro. Al menos hoy he hecho algo.

Me parece que ya no lo quiero. El libro te pertenece. Deberías quedarte con él, como recuerdo de tu ímprobo verano.

Pero yo tampoco lo quiero. Sólo de mirarlo me pongo enferma.

¿Qué hacemos con él, entonces? No sé. Dáselo a alguien.

Estamos en Francia, ¿recuerdas? ¿A qué francés en su sano juicio le interesaría una mala traducción inglesa de un poema griego incomprensible?

Tienes toda la razón. ¿Por qué no lo tiramos, simplemente?

Muy desagradable. A los libros hay que tratarlos con respeto, incluso a aquellos que nos ponen enfermos.

Entonces nos lo dejaremos olvidado. Aquí mismo, en este banco. Un regalo anónimo a un desconocido.

Perfecto. Y en cuanto paguemos la consumición y nos marchemos de este café, nunca más volveremos a hablar de Licofrón.

Así empieza la amistad de Walker con Cécile Juin. En muchos aspectos, le parece una persona enteramente imposible. Tiembla y no se está un momento quieta, se muerde las uñas, no fuma ni bebe, es una vegetariana militante, se exige demasiado a sí misma (p. ej., la traducción destruida), y a veces se muestra increíblemente inmadura (p. ej., la estúpida cuestión de no decirle dónde encontró el libro, su infantil fijación con los secretos). Por otro lado, es sin lugar a dudas una de las personas más inteligentes que ha conocido jamás. Su cerebro es un instrumento maravilloso, sus argumentos son envolventes y sus conocimientos de literatura y arte, música e historia, política y ciencias acaban deslumhrándolo. Tampoco es simplemente una máquina memorística, una de esas típicas estudiantes destacadas capaces de ingerir grandes cantidades de información sin contrastar. Es sensible y perspicaz, sus opiniones son indefectiblemente originales, y, por tímida y nerviosa que sea, siempre mantiene su postura con firmeza en cualquier discusión. Durante seis días seguidos, Walker queda con ella para almorzar en el comedor universitario de la rué Mazet. Pasan la tarde juntos deambulando por librerías, yendo al cine, visitando galerías de arte, sentándose en los bancos del Sena. Menos mal que no se siente físicamente atraído hacia ella, que puede limitar sus pensamientos sexuales a Margot (que durante ese periodo pasa una noche con él) y a Gwyn, ausente pero nunca lejana. En una palabra, pese a sus desesperantes manías, disfruta tanto de la compañía intelectual de Cécile que es capaz de renunciar a cualquier pretensión sobre su cuerpo, y con mucho gusto mantiene las manos quietas.

Procediendo con cautela, no le hace preguntas directas sobre Born. Quiere averiguar lo que piensa de él, lo que le parece la próxima boda de su madre con ese viejo amigo de la familia, pero tiene mucho tiempo por delante, el divorcio no se producirá hasta la primavera, y prefiere esperar a que su amistad esté sólidamente arraigada antes de hurgar en asuntos tan privados. Sin embargo, considera instructivo el silencio de Cécile, porque si sintiera un cariño especial por Born, o si le entusiasmara la boda, sería inevitable que hablara de ello de vez en cuando, pero ni siquiera lo menciona, y Walker concluye por tanto que alberga ciertos recelos sobre la decisión de su madre. Quizá la considera una traición a su padre, sospecha él, pero es una cuestión muy delicada para planteársela, y hasta que Cécile la saque directamente a relucir, seguirá fingiendo que no sabe nada sobre su padre, el hombre que está más muerto que vivo en el hospital y que jamás volverá a despertar.

El quinto día de sus paseos cotidianos, Cécile le dice que a su madre le gustaría saber si está libre para ir a cenar a su casa a la noche siguiente, la última antes de que empiece el nuevo curso en el lycée. El primer impulso de Walker es declinar la invitación, pues teme que Born se cuente entre los comensales, pero resulta que Rudolf ha ido a Londres por asuntos familiares (¿asuntos familiares?) y que sólo serán los tres, Héléne, Cécile y él. Naturalmente, contesta, le gustará mucho asistir a esa pequeña cena. No se siente cómodo en reuniones con mucha gente, pero una velada tranquila con madre e hija le parece estupenda. Cuando dice esa palabra, el rostro de Cécile se ilumina con una expresión de inmoderada y centelleante alegría. En ese momento, Walker comprende de pronto que la invitación no ha venido de Héléne sino de Cécile, que ha sido ella quien ha convencido a su madre para que lo invite a su casa y que lo más probable es que haya estado varios días dándole la lata con ello. Hasta ahora, Cécile se ha mostrado bastante comedida en su presencia, reprimiendo cualquier arranque espontáneo de emoción, y esa manifestación de alegría que se extiende por sus facciones es una señal profundamente preocupante. Lo último que desea es que acabe enamorándose de él.

Viven en la rué de Verneuil, en el séptimo arrondisse-ment, una calle paralela a la rué de l'Université, pero, a diferencia de la residencia palaciega de la familia de Margot, el apartamento de las Juin es pequeño y está amueblado con sencillez, sin duda un reflejo de la limitada situación financiera de Héléne a raíz del accidente de su marido. Pero el piso está sumamente bien arreglado, observa Walker, todo se encuentra en su sitio, impecable, muy limpio y ordenado, desde la inmaculada mesita de cristal a los encerados y relucientes suelos de parqué, como si esa voluntad de orden fuera un intento de guardar las distancias con el caos y lo imprevisible del mundo. ¿Quién podría reprochar a Héléne tan fanática diligencia?, piensa Walker. Está intentando no desmoronarse. Trata de que ni Cécile ni ella se hundan, y con la pesada carga que tiene que soportar, ¿quién sabe si no es ésa la razón por la que está pensando divorciarse de su marido y casarse con Born: para salir a flote y poder respirar de nuevo?

Con Born ausente de la reunión, Walker encuentra a Héléne más simpática y fácil de tratar que a la mujer que conoció hace unos días en el restaurante. Sigue con su actitud reservada, envuelta en un aire de rectitud y decoro, pero cuando lo recibe en la puerta y le estrecha la mano, se sorprende del afecto con que lo mira a los ojos, como si verdaderamente se alegrara de que hubiese venido. A lo mejor se equivocaba al pensar que Cécile ha tenido que insistir para que lo invitara a su casa. A fin de cuentas, quizá fuera la propia Héléne quien propuso la idea: ¿Qué hay de ese chico americano tan raro del que te has hecho amiga,

Cécile? ¿Por qué no lo invitas a cenar para que lo conozca mejor?

Una vez más, Cécile ha decidido pasar la velada sin gafas, pero al revés de lo que sucedió en la cena del restaurante, no guiña los ojos. Walker supone que ha empezado a llevar lentes de contacto, pero se abstiene de preguntárselo por si la cuestión la pone en un apuro. Parece más callada de lo habitual, piensa él, más equilibrada y dueña de sí misma, pero no sabe si es porque está haciendo un esfuerzo consciente por comportarse de cierta manera o porque en presencia de su madre se siente más inhibida. Plato tras plato, sirven la cena en la mesa: páté con pepinillos para empezar, pot-au-feu, ensalada de endivias, tres quesos diferentes, y créme caramel de postre. Walker felicita a Héléne por cada plato, y aunque disfruta verdaderamente con cada bocado que toma, es consciente de que no es tan buena cocinera como Margot. Hablan de innumerables asuntos sin importancia. Del instituto y del trabajo, del tiempo, de las diferencias entre la red de metro de París y Nueva York. La conversación se anima considerablemente cuando Cécile y él empiezan a hablar de música, y al término de la cena finalmente la convence (¿después de cuántas malhumoradas negativas?) de que toque algo para su madre y para él. Hay un pequeño piano vertical en la habitación -que sirve como combinación de salón y comedor-, y cuando Cécile se levanta de la mesa y empieza a andar hacia el instrumento, pregunta: ¿Algo en particular? Bach, contesta él, sin vacilar. Una invención a dos partes de Bach.

Toca bien, alcanza las notas de la pieza con obstinada precisión, su dinámica es firme, y si su fraseo es un tanto maquinal, si no llega del todo a la fluidez de una profesional experimentada, ¿quién puede encontrarle defectos por ser algo distinto de lo que es? No se trata de una profesional. Sino de una estudiante de instituto de dieciocho años que toca el piano para su propio placer, e interpreta a Bach de manera eficaz, con destreza, y con mucho sentimiento. Walker recuerda sus torpes intentos de aprender a tocar el piano cuando era pequeño y la decepción que se llevó al descubrir que no tenía aptitudes para ello. Por tanto aplaude la interpretación de Cécile con gran entusiasmo, alabando sus esfuerzos y diciéndole que, en su opinión, es muy buena. No tanto, responde ella, con esa fastidiosa modestia suya. Sólo regular. Pero, a pesar del menosprecio de sí misma, Walker observa cómo su boca se estira hacia abajo, ve cómo procura suprimir una sonrisa, y comprende lo mucho que sus cumplidos han significado para ella.

Un momento después, se excusa y sale al pasillo (sin duda una visita al baño), y por primera vez en lo que va de noche Walker se queda a solas con la madre. Como Héléne sabe que Cécile no tardará mucho en volver, va derecha al grano, sin querer perder un solo segundo.

Tenga cuidado con ella, señor Walker, le advierte. Es una persona compleja, frágil, y no tiene experiencia con los hombres.

Cécile me gusta mucho, confiesa él, pero no en el sentido que parece usted sugerir. Disfruto estando en su compañía, eso es todo. Como amigo.

Sí, no me cabe duda de que le gusta. Pero no la quiere, y el problema es que ella se ha enamorado de usted.

¿Es que se lo ha dicho?

No hace falta que me lo diga. No tengo más que mirarla.

No puede estar enamorada de mí. Sólo la conozco desde hace una semana.

Un año, una semana, ¿qué más da? Estas cosas ocurren, y no quiero que sufra. Tenga cuidado, por favor. Se lo ruego.

Los temores se han materializado. La inocencia se ha convertido en culpa, y esperanza es una palabra cercana a la desesperación. En todos los barrios de París hay gente tirándose por la ventana. El metro está inundado de excrementos humanos. Los muertos están saliendo de sus tumbas. Fin del Acto II. Telón.

Acto III. Cuando Walker sale del apartamento de las Juin, tambaleándose en la fría noche de septiembre, no le cabe la menor duda de que Héléne le ha dicho la verdad. Él ya lo sospechaba por su parte, y ahora que sus recelos se han confirmado comprende que tendrá que emplear una nueva estrategia. Para empezar, no habrá más paseos diarios con Cécile. Por mucho cariño que le haya tomado, debe tener cuidado (sí, Héléne tiene razón), debe andarse con mucho tacto para no hacerle sufrir. Pero ¿qué significa tener cuidado? Romper las relaciones con ella le parece de una crueldad innecesaria, pero si continúa viéndola, ¿no interpretará ella su ininterrumpido interés como una señal de aliento? No hay una solución sencilla para ese dilema. Porque el caso es que debe verla, quizá no tan a menudo como antes, tal vez no tantas horas seguidas, pero tiene que verla porque es la persona con quien ha decidido descargar su conciencia, a la que va a contar el asesinato de Cedric Williams. Cécile creerá la historia. Si en cambio se dirige a su madre, correrá el riesgo de que Héléne no la admita. Pero si Cécile la cree, entonces mejorarán sus posibilidades con Héléne, porque es más que probable que haga caso de lo que su hija le cuenta.

Llama a Margot a la mañana siguiente, esperando distraerse del embrollo de incertidumbres pasando un rato en su compañía: dependiendo de su humor del momento, claro está, y de si no tiene nada que hacer.

Qué casualidad, dice Margot. Estaba a punto de coger el teléfono para llamar a tu hotel.

Me alegro, contesta Walker. Eso significa que estábamos pensando el uno en el otro en el mismo momento. La telepatía es el mejor indicio de que existe un vínculo sólido entre dos personas.

Dices unas cosas más raras…

¿Quieres explicarme por qué me ibas a llamar, o te digo yo por qué te he llamado? Tú primero.

Muy sencillo. Me muero de ganas de verte. Me encantaría que nos viéramos, pero no puedo. Por eso quería hablar contigo. ¿Pasa algo?

No, no pasa nada. Me voy una semana fuera y quería que lo supieras. ¿Fuera? Sí, a Londres. ¿A Londres?

¿Por qué repites todo lo que yo digo?

Lo siento. Pero en Londres hay alguien más, también.

Aparte de otros diez millones de personas. ¿Estás pensando en alguien en particular?

Creí que a lo mejor lo sabías.

¿De qué estás hablando?

Born. Se fue a Londres hace tres días.

¿Y por qué debería importarme?

No irás a verlo, ¿verdad?

No seas ridículo.

Porque si vas a verlo, me parece que no podré soportarlo.

Pero ¿qué te pasa? Pues claro que no voy a verlo. Entonces, ¿por qué te marchas?

No me hagas esto, Adam. No tienes derecho a hacerme esa pregunta. Yo creo que sí.

No tengo que dar explicaciones a nadie; y a ti menos aún.

Lo siento. Me estoy portando como un idiota, ¿verdad? Retiro la pregunta.

Si te empeñas en saberlo, voy a ver a mi hermana. Está casada con un inglés y vive en Hampstead. Su niño va a cumplir tres años, y me han invitado a la fiesta de aniversario. Además, sólo para completar la historia, mi madre viene conmigo.

¿Puedo verte antes de que te marches?

Salimos para el aeropuerto dentro de una hora.

Lástima. Voy a echarte de menos. Mucho, la verdad.

Sólo son ocho días. Contrólate, buen hombre. Estaré de vuelta antes de que te des cuenta.

Tras la desalentadora charla con Margot, vuelve a su habitación y anda alicaído durante unas horas, sin fuerzas para ponerse a trabajar en el escritorio, incapaz de concentrarse en el libro que está intentando leer (Les Choses: Une Histoire des années soixante, de Georges Perec), y no tarda mucho en pensar de nuevo en Cécile, recordando que hoy es su primer día de clase y que no muy lejos de donde él está sentado ella se encuentra en un aula del Lycée Féne-lon, rebuscando en su bolsa de recién afilados lapiceros mientras atiende a la lección de uno de sus profesores sobre la prosodia de Moliere. La evitará de momento, dice para sí, y cuando sus propias clases empiecen dentro de ocho días (precisamente cuando vuelve Margot), tendrá una legítima excusa para verla menos a menudo, y a medida que disminuya el tiempo que pasen juntos, quizá también se debilite su enamoramiento hacia él.

Durante los tres días siguientes, observa firmemente ese régimen de silencio. No ve a nadie, no habla con nadie, y poco a poco empieza a sentirse más fuerte en su aislamiento, como si en cierto modo la exigencia que se ha im puesto lo hubiera ennoblecido, familiarizándolo de nuevo con la persona que una vez se imaginó ser. Compone dos poemas breves que efectivamente podrían tener algo (nunca nada salvo el sueño de la nada I jamás algo salvo el sueño de todo), se pasa una tarde entera ordenando sus ideas sobre la escena de la resurrección en la película de Dreyer, y escribe a Gwyn una larga carta, arrebatadamente lírica, sobre el caprichoso cielo de París visto por las ventanas de su habitación: Vivir aquí es convertirse en un entendido en nubes, un meteorólogo de caprichos. Luego, a primera hora del cuarto día, nada más levantarse, mientras bebe los primeros sorbos del amargo café instantáneo que se prepara cada mañana calentando agua en el hornillo que tiene junto a la cama, llaman a la puerta.

Todavía aturdido, amodorrado aún por el calor de las sábanas, el despeinado y desnudo Walker se pone los pantalones y se dirige descalzo y de puntillas a la puerta, andando con cuidado para no clavarse una astilla de los deteriorados tablones. Una vez más supone que es Maurice, y de nuevo su suposición es errónea, pero, creyendo que es el gerente, no se molesta en preguntar quién es.

Cécile aparece frente a él. Está tensa, se muerde el labio inferior, y tiembla como si una pequeña corriente eléctrica le sacudiera el cuerpo, como a punto de elevarse en el aire y levitar.

Walker pregunta: ¿No tendrías que estar en clase?

No te preocupes por las clases, replica ella, cruzando el umbral antes de que él pueda invitarla a pasar. Esto es más importante que las clases.

Vale, es más importante que las clases. ¿En qué sentido?

No me has llamado desde la noche de la cena. ¿Qué te ha pasado?

Nada. He estado ocupado, eso es todo. Y me figuraba que tú también lo estarías. Esta semana has empezado el curso, y debes estar hasta el cuello de tareas. Quería darte unos días para que te adaptaras.

No es eso. Ni mucho menos. Mi madre habló contigo, eso es lo que pasó. La estúpida de mi madre habló contigo y te espantó. Pues mira, sólo para tu información, mi madre no sabe nada de mí. Sé cuidar de mí misma perfectamente, gracias.

Más despacio, Cécile, dice Walker, alzando el brazo derecho y extendiéndolo hacia ella con la palma abierta: la postura de un poli dirigiendo el tráfico. Hace unos tres minutos que me he despertado, prosigue, y aún estoy tratando de sacudirme las telarañas de la cabeza. Café. Eso es lo que estoy haciendo. Estaba tomando café. No querrás una taza, ¿eh?

No me gusta el café. Ya lo sabes.

¿Té?

No, gracias.

De acuerdo. Ni café, ni té. Pero toma asiento, por favor. Me estás poniendo nervioso.

Señala con un gesto al escritorio, luego se acerca a la mesa y le saca la silla, y cuando Cécile se dirige a ella, él recupera su tazón de café y se lo lleva a la cama. Se sienta en el hundido colchón en forma de U en el mismo instante en que ella se instala en la chirriante silla. Por lo que sea, a

Walker le parece un efecto cómico. Bebe un sorbo de café, que ya no está caliente, y sonríe a Cécile, esperando que su aterrizaje simultáneo le haya hecho tanta gracia como a él, pero ahora mismo nada le resulta divertido, y no le devuelve la sonrisa.

Tu madre, dice. Sí, habló conmigo. Fue cuando tú saliste del comedor después de tocar el piano, y la conversación duró en total quince o veinte segundos. Ella habló y yo escuché, pero no me espantó.

¿No?

Por supuesto que no. ¿Estás seguro? Completamente.

Entonces, ¿por qué has desaparecido? No he desaparecido. Pensaba llamarte el sábado o el domingo.

¿De verdad?

Sí, de verdad. Déjalo ya. Basta de preguntas, ¿eh? No más dudas. Soy tu amigo, y quiero seguir siéndolo. Es que…

Ya vale. Quiero seguir siendo tu amigo, Cécile, pero no podré serlo a menos que confíes en mí.

¿Confiar en ti? Pero ¿qué dices? Pues claro que confío en ti.

No del todo. Últimamente hemos pasado mucho tiempo juntos, y en ese periodo hemos hablado de toda clase de cosas: libros y filósofos, arte y música, cine, política, hasta de zapatos y sombreros, pero ni una sola vez me has abierto tu corazón. No tienes que disimular. Sé cuál es el problema. Sé lo que ocurre en una familia cuando las cosas van mal. El otro día, cuando te conté lo que le pasó a mi hermano, Andy, creí que eso te haría hablar, pero no dijiste una palabra. Sé lo del accidente de tu padre, Cécile, conozco el infierno en que estáis viviendo tu madre y tú, sé lo del divorcio, estoy al corriente de los planes de boda de tu madre. ¿Por qué no me has mencionado ninguna de esas cosas? Para eso están los amigos. Para compartir las penas, para ayudarse mutuamente.

Es tan difícil…, dice ella, bajando los ojos y mirándose las manos al hablar. Por eso me siento feliz en tu compañía. Porque no tengo que pensar en esas cosas, porque me olvido de lo horrible y asqueroso que es el mundo…

Ella sigue hablando, pero Walker ya no la escucha, ya no le presta mucha atención porque un súbito pensamiento se ha apoderado de su mente, y está preguntándose si no habrá llegado el momento de contarle la historia, la historia de Born y Cedric Williams, el asesinato de Cedric Williams, el momento justo porque acaba de tranquilizarla, de declararle su amistad, lo que puede hacer que se muestre lo bastante receptiva como para escucharlo en un estado de relativa calma, para asimilar el brutal relato de lo que Born hizo a aquel muchacho sin causarle un daño irreparable a ella, esa persona frágil, tal como dijo su madre, esa muchacha trémula que se come las uñas, la vulnerable Cécile, que sin embargo se ha pasado el verano traduciendo un poema de tan desmesurada violencia, de un horror tan de pesadilla, que hasta él mismo se estremeció ante el espantoso monólogo de Casandra sobre aniquilar monstruosas perras marinas y matar a los hijos y reducir ciudades enteras a cenizas, pero todo eso ocurre en el reino del mito, violencia imaginaria de hace mucho tiempo, mientras que Born es un ser vivo, una persona real a quien conoce de toda la vida, el hombre que tiene la intención de casarse con su madre, y ya esté a favor o en contra de esa boda, quién sabe cómo la afectará enterarse de lo que ese hombre es capaz, cuando le cuente la agresión asesina que presenció con sus propios ojos, e incluso considerando que ha llegado el momento de hablarle de aquella noche de la pasada primavera en Nueva York, vacila, piensa que no puede, no debe hacerlo, y no lo hará, pase lo que pase no utilizará a Cécile de intermediaria para transmitir la noticia a su madre, se lo contará directamente a Héléne, ésa es la solución más adecuada, la única decente, y aunque no logre convencerla, no debe ni quiere implicar a Cécile en ese sórdido asunto.

¿Va todo bien, Adam?

El trance se rompe al fin. Walker alza la vista, asiente con la cabeza, y le dirige una breve sonrisa de disculpa. Lo siento, dice, estaba pensando en otra cosa.

¿Algo importante?

No, en absoluto. Me estaba acordando del sueño que he tenido esta noche. Ya sabes lo que pasa cuando te despiertas. Tu cuerpo se pone en marcha, pero tu mente sigue en la cama.

No estarás enfadado porque me haya presentado así, ¿verdad?

En lo más mínimo. Me alegro de que hayas venido. Te gusto un poquito, ¿no? ¿Qué clase de pregunta es ésa? ¿Te parezco fea o repulsiva? No seas ridicula.

Sé que no soy guapa, pero tampoco da asco mirarme,

¿eh?

Tienes un rostro encantador, Cécile. Unas facciones delicadas, unos ojos bonitos e inteligentes.

Entonces, ¿por qué nunca me tocas ni intentas besarme?

¿Cómo?

Ya me has oído.

¿Por qué? No sé. Porque no he querido aprovecharme de ti, supongo.

Crees que soy virgen, ¿no es así?

A decir verdad, no se me ha ocurrido pensar en eso.

Bueno, pues no lo soy. Sólo para que lo sepas. Ya no soy virgen, y nunca volveré a serlo.

Enhorabuena.

Ocurrió el mes pasado, en Bretaña. El chico se llama Jean-Marc, y lo hicimos tres veces. Es buena persona, Jean-Marc, pero no estoy enamorada de él. ¿Comprendes lo que estoy diciendo?

Creo que sí.

¿Y qué?

Tienes que darme tiempo. ¿Qué quiere decir eso?

Significa que estoy perdidamente enamorado de una chica que vive en Nueva York. Rompió conmigo justo antes de que me viniera a París, y aún estoy sufriendo por ella, todavía trato de recobrar el equilibrio. Ahora mismo no estoy preparado para nada nuevo.

Entiendo.

Bien. Eso simplifica mucho las cosas. No las hace más sencillas; sino más complicadas. Pero en el fondo eso no cambia nada. ¿Ah?

Una vez que llegues a conocerme mejor, verás que tengo una virtud muy especial, algo que me distingue del resto de la gente.

¿Y qué virtud es ésa?

Paciencia, Adam. Soy la persona más paciente del mundo.

Ha de ser un sábado, decide. Héléne no trabaja, Cécile tiene medio día de instituto, y por tanto ése es el único día de la semana en que puede ir al apartamento de las Juin con la seguridad de estar a solas con Héléne. Y quiere actuar ahora, hablar con ella mientras Born sigue en Londres, porque ésa es la única forma de eliminar el riesgo de que Born los interrumpa en plena conversación. Llama a Héléne a la clínica. Le dice que tiene que hablar con ella de algo importante sobre Cécile. No, nada catastrófico, contesta, en realidad todo lo contrario, pero necesita hablar con ella, y sería mejor para todos los interesados si pudiera verla en un momento en que Cécile no esté presente. Es la propia Héléne quien sugiere que vaya a su apartamento el sábado por la mañana. Cécile estará en el lycée entonces, y si él va sobre las nueve, ya habrán acabado de hablar cuando Cécile llegue a casa. ¿Qué prefiere?, le pregunta. ¿Café o té? ¿Croissants, brioches o tarti-nes beurrées? Café y tartines, contesta él. ¿Yogur? Sí, yogur estaría muy bien. Entonces, de acuerdo. Irá a desayunar el sábado por la mañana. Por teléfono, la voz de Héléne es tan complaciente y amable, desborda tan animada complicidad que después de colgar Walker no tiene más remedio que revisar su opinión de ella. Se siente incómoda con gente desconocida, quizá, pero una vez que llega a conocer un poco a alguien, baja la guardia y empieza a mostrarse tal cual es en realidad. Y su manera de ser le gusta cada vez más. Es evidente que le cae bien a Héléne, y el hecho es que ella también le resulta simpática. Otro motivo más para borrar a Born del mapa cuanto antes. Si es que puede conseguirlo. Si encuentra el medio de hacer que le crea.

La rué de Verneuil, sábado por la mañana. Durante la primera media hora, Walker se centra en Cécile, haciendo lo que puede para tranquilizar a Héléne sobre los sentimientos de su hija hacia él y demostrar que la situación no es tan grave como ella pensaba. Le cuenta la conversación que mantuvo el jueves con Cécile (omitiendo mencionar que se celebró por la mañana, cuando ella debía estar en clase) y dice que ahora todo está claro. Cécile sabe que él no está disponible, que acaba de pasar por una traumática ruptura con una chica en Nueva York y no se encuentra en condiciones de iniciar un noviazgo con ella ni con ninguna otra.

¿Es eso cierto, pregunta Héléne, o se lo ha inventado para protegerla?

No me lo he inventado, afirma Walker.

Pobre muchacho. Debe estar pasándolo mal.

Así es. Pero eso no quiere decir que no me lo merezca.

Sin hacer caso de la enigmática observación, Héléne sigue adelante: ¿Y qué dijo ella cuando usted le explicó su… situación?

Dijo que lo entendía.

¿Eso es todo? ¿No le hizo una escena?

En absoluto. Estaba muy tranquila.

Me sorprende. No suele ser así.

Sé que parece un manojo de nervios, Madame Juin, que no es muy equilibrada que digamos, pero no deja de ser una persona extraordinaria, y tengo la sensación de que es mucho más fuerte de lo que usted cree.

Eso es cuestión de opiniones, por supuesto, pero ojalá tenga usted razón.

Además, y esto la interesará, se equivocaba usted cuando me dijo que no tenía experiencia con los hombres.

Vaya, vaya. ¿Y dónde ha adquirido esa experiencia?

Ya he dicho suficiente. Si quiere saberlo, tendrá que preguntárselo personalmente a Cécile. No soy un espía, después de todo.

Qué poco tacto. Tiene toda la razón. Discúlpeme por haberle hecho esa pregunta.

Lo único que quiero decir es que Cécile está madurando, y que quizá haya llegado el momento de dejarla vivir su vida. Ya no debe preocuparse tanto por ella.

Es imposible no preocuparse por esa chica. Es mi obligación, Adam. Me preocupa Cécile. No he dejado de preocuparme por ella en toda la vida.

[Tras la palabra vida, hay una interrupción en el relato de Walker, y la conversación llega bruscamente a su fin. Hasta ese momento, las notas han sido continuadas, un desfile ininterrumpido de apretados párrafos a un espacio, pero ahora hay un hueco que cubre casi un cuarto de página, y cuando el texto prosigue debajo de ese rectángulo en blanco, el tono de la escritura es diferente. No queda mucho por decir (ahora estamos en la página 28, lo que significa que sólo faltan tres), pero Walker abandona el meticuloso enfoque de ir paso a paso que ha adoptado hasta el momento y hace un rápido resumen de los últimos acontecimientos de la narración. Sólo puedo suponer que en plena conversación con Héléne dejó de escribir por ese día, y cuando se despertó a la mañana siguiente (si es que llegó a dormir), su estado de salud había empeorado. Eran los últimos días de su vida, recuérdese, y debía sentirse exhausto, hecho polvo, demasiado débil para seguir trabajando como hasta entonces. Incluso antes, a lo largo de las páginas precedentes, había notado una lenta pero inexorable disminución de fuerzas, una pérdida de atención al detalle, pero ahora está incapacitado para exponer nada aparte de los hechos fundamentales. Empieza Otoño con una descripción bastante elaborada del Hotel du Sud, menciona la indumentaria que lleva Born en su primer encuentro en el café, pero poco a poco sus descripciones empiezan a tener menos que ver con el mundo físico que con los estados interiores. Deja de hablar de ropa (Margot, Cécile, Héléne: ni una palabra de cómo van vestidas), y sólo cuando parece crucial para su propósito se molesta en describir su entorno (unas frases sobre el ambiente del Vagenende, otras cuantas sobre el apartamento de las Juin), pero el relato consiste principalmente en pensamiento y diálogo, en lo que piensan y dicen los personajes. En las tres últimas páginas, el derrumbe es casi total. Walker está desapareciendo del mundo, siente cómo se le va escapando la vida, y pese a todo sigue adelante como puede, sentándose frente al ordenador por última vez para llevar la historia a buen término.]

H. y W. sentados a la mesa de la cocina. Café, pan y mantequilla, un tarro de yogur. No queda mucho que hablar acerca de C. Antes de que sea demasiado tarde, debe llevarla por otro camino, incitarla a que hable de su marido, de Born. Ha de comprobar que los hechos son correctos antes de lanzarse. Born le habló de la boda la primavera pasada, M. se lo confirmó dándole nuevos datos sobre el divorcio, C. no lo ha negado, pero H. aún debe sacar el tema a relucir. ¿Cómo proceder? Empieza él mencionando a Rudolf, describe su encuentro en Nueva York en abril, sin sugerir que sean otra cosa que buenos amigos, luego habla de cuando Born volvió en mayo de París y de lo entusiasmado que estaba al anunciar que iba a casarse con ella. ¿Es cierto? H. asiente con la cabeza. Sí, es verdad. Luego añade que es la decisión más dolorosa que ha tomado nunca. Como desahogándose, empieza a hablar de su marido, a contarle el accidente de coche en los Pirineos, la curva muy cerrada y la caída por la falda de la montaña, el hospital, la angustia de los últimos seis años y medio, los estragos causados en C: un diluvio de palabras, y luego un torrente de lágrimas. W. apenas tiene valor para continuar. El llanto cede. Está avergonzada, se disculpa. Qué extraño que se haya confiado a él, observa, un muchacho de Nueva York apenas mayor que su hija, una persona que casi no conoce. Pero Rudolf tiene un gran concepto de usted, y ha sido tan bueno con C…, quizá sea por eso.

W. está a punto de abandonar todo el asunto. Manten la boca cerrada, dice para sí, deja en paz a la pobre mujer. Pero no puede. Su cólera es demasiado grande, sencillamente, de modo que se arroja al precipicio y se pone a hablar de Cedric Williams y Riverside Drive: lamentándolo, odiándose a sí mismo a cada palabra que pronuncia, pero incapaz de detenerse. H. escucha en un silencio pasmado. Sus palabras son una hacha afilada, y le está cortando la cabeza, la está matando.

No cabe duda de que le cree. Por la forma que tiene de mirarlo deduce que está convencida de que dice la verdad. Pero da lo mismo. Le está destrozando la vida, y ella no tiene más remedio que defenderse. ¿Cómo se atreve a formular esas horribles acusaciones, sin prueba alguna, sin nada que respalde sus afirmaciones?

Yo lo presencié, sostiene él. La prueba está en mis ojos, en lo que vi.

Pero ella no acepta eso. Rudolf es un profesor distinguido, un intelectual, una persona perteneciente a una de las mejores familias, etc. Es su amigo, la ha rescatado de años de desgracia, no hay otro hombre como él en el mundo.

Los rasgos endurecidos. Ya nada de lágrimas, se acabó la compasión de sí misma. Furiosa desde su superioridad moral.

W. se levanta para marcharse. No hay nada más que decir. Sólo una cosa, que declara justo antes de salir del apartamento: Consideré que era mi deber decírselo. Procure verlo con cierta perspectiva, y comprenderá que no hay razón alguna para que le haya mentido. Quiero que Cécile y usted sean felices, eso es todo, y estoy convencido de que está usted a punto de cometer un tremendo error. Si no me cree, haga el favor de preguntar a Rudolf por qué lleva una navaja automática en el bolsillo.

Domingo por la mañana. Llaman a la puerta. Maurice, con los ojos empañados, sin afeitar, aún recuperándose de la juerga del sábado por la noche.

Una llamada para usted, jeune homme.

W. baja las escaleras hasta la recepción y coge el teléfono. La voz de Born le dice: Me he enterado de que has estado hablando mal de mí, Walker. Creí que teníamos un acuerdo, y ahora te vuelves atrás y me apuñalas por la espalda. Como un judío. Justo como el apestoso judío que eres, con tu falso nombre anglosajón y tu asquerosa boqui-ta. Hay leyes contra eso, ¿sabes? Injurias y calumnias, difamación, propagar embustes sobre la gente. ¿Por qué no te vas a casa? Haz la maleta y márchate de París. Renuncia al curso en el extranjero y lárgate de aquí. Si te quedas, lo lamentarás, Walker, te lo prometo. Saldrás con el culo tan quemado que no podrás volver a sentarte en la vida.

Lunes por la tarde. Se sitúa frente al Lycée Fénelon, esperando que Cécile salga del edificio. Cuando por fin aparece, rodeada de una multitud de compañeras, lo mira a los ojos y tuerce la cabeza. Echa a andar hacia la rué Saint-An-dré des Arts. W. corre para alcanzarla. La coge del codo, pero ella da un tirón y se libra de su mano. Vuelve a agarrarla, obligándola a detenerse. ¿Qué te pasa?, le pregunta. ¿Por qué no quieres hablarme?

¿Cómo has podido?, contesta ella, gritándole con una voz estridente. Decir todas esas monstruosidades a mi madre. Estás enfermo, Adam. Eres una mala persona. Deberían arrancarte la lengua.

Él intenta calmarla, hacer que lo escuche.

No quiero verte nunca más.

Hace un último esfuerzo por razonar con ella.

Cécile rompe a llorar. Luego le escupe en la cara y se va.

Lunes por la noche. La puta voluminosa de la rué Saint-Denis, que masca chicle. Es su primera experiencia con una prostituta. El cuarto huele a insecticida, sudor y restos de vómito.

Martes. Pasa el día entero caminando por París. Ve a un cura jugando al criquet con una pandilla de chicos en los Jardines de Luxemburgo. Da diez francos a un clo-chard en la rué Monge. El cielo de finales de septiembre se oscurece a su alrededor, cambiando de un azul metálico al añil más oscuro. Se ha quedado con la mente en blanco.

Martes por la noche. A las tres de la madrugada, un luerte ruido frente a su habitación. Está profundamente dormido, agotado de la maratoniana excursión por la ciudad. Alguien llama a la puerta. No, alguien, no, son muchos. Un ejército de puños golpeando su puerta.

Dos policías de uniforme, jóvenes gendarmes franceses con pistolas enfundadas y porras en la mano. Un agente de más edad, con traje. Un ofuscado Maurice merodeando a la puerta. Preguntan si se llama Adam Walker: Valk-air. Le piden los papeles, refiriéndose a su pasaporte estadounidense, y cuando se lo entrega a uno de los gendarmes, no se lo devuelven. Luego el agente mayor ordena al otro guardia que registre el armoire. Abre el cajón de abajo, y saca una especie de ladrillo envuelto en papel de aluminio. El policía joven se lo da al viejo, que empieza a abrir el envoltorio. Hachís, proclama. Más de dos kilos y medio, puede que tres.

La exquisita ironía de la represalia de Born. El muchacho que nunca en la vida ha tomado drogas, acusado de posesión.

Se lo llevan. En el asiento trasero del coche, W. dice al policía mayor que es inocente, que alguien ha puesto la droga en su habitación mientras él estaba fuera. El agente le ordena que se calle.

Le hacen entrar en un edificio, lo dejan en un cuarto y cierran la puerta con llave. No tiene idea de dónde se encuentra. Lo único que sabe es que está en una pequeña habitación sin muebles en alguna parte de París y que le han puesto esposas en las muñecas. ¿Lo han detenido? No está seguro. No le han dicho una palabra, pero le parece raro que no lo hayan fotografiado ni tomado las huellas, que se encuentre en ese pequeño cuarto vacío y no en los calabozos de alguna prisión.

Lo tienen allí cerca de siete horas. A las diez y media, lo sacan del edificio y lo conducen al Palais de Justice. Le quitan las esposas de las muñecas. Entra en un despacho y habla con un hombre que dice ser eljuge d'instruction. Podría ser quien dice que es, pero W. sospecha que no. Está cada vez más convencido de que todo es una farsa montada por Rudolf Born, y todos esos hombres y mujeres son simples actores.

El juez de instrucción, suponiendo que lo sea, le comunica que es un joven con suerte. La posesión de tal cantidad de drogas ilícitas es un delito grave en Francia, penado con muchos años de cárcel. Afortunadamente para W., una persona con considerable influencia en círculos gubernamentales ha intercedido en su favor, solicitando clemencia en vista de los hasta ahora intachables antecedentes del acusado. El Ministerio de Justicia está por tanto dispuesto a hacer un trato con W. Retirarán los cargos si él acepta la deportación. Nunca se le permitirá la entrada en Francia, pero será libre en su país.

Eljuge d'instruction abre el cajón superior de su escritorio y saca el pasaporte de W. (que sostiene en alto con la mano derecha) y un billete de avión (que alza con la mano izquierda). Es una oferta válida únicamente para este momento, le advierte. Lo toma o lo deja.

W. lo toma.

Bien, le dice. Sabia decisión. El avión sale a las tres de esta tarde. Eso le dará el tiempo justo para volver a su hotel y hacer la maleta. Lo acompañará un agente, desde luego, pero una vez que el avión despegue y salga de territorio francés, el asunto quedará cerrado. Esperamos de todo corazón no volver a verlo más. Que tenga buen viaje, señor Walker.

Y así concluye la breve estancia de W. en la región de Galia: expulsado, humillado, proscrito de por vida.

Nunca regresará, y jamás volverá a ver a ninguno de ellos.

Adiós, Margot. Adiós, Cécile. Adiós, Héléne.

Cuarenta años después, poseen la misma realidad que los fantasmas.

No son ya más que fantasmas, y W. pronto andará entre ellos.

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