CUARTA PARTE

Volando de vuelta de San Francisco a Nueva York, rebusqué en mi memoria para encontrar el momento exacto en que volví a ver a Walker en el otoño de 1967. No sabía que se había ido a estudiar ese año a París, pero a pocos días de comenzar el curso, cuando celebramos la primera reunión del departamento editorial de la Columbio. Review (Adam y yo formábamos parte del consejo de redacción), observé que no estaba allí. ¿Qué le ha pasado a Walker?, pregunté a alguien, y entonces fue cuando me enteré de que estaba en Europa, inscrito en el curso de estudios en el extranjero de tercer año. No mucho después (¿una semana, diez días?), apareció de pronto. Yo asistía al seminario sobre poesía de los siglos XVI y XVII (Wyatt, Surrey, Raleigh, Greville, Herbert, Donne) de Edward Tayler, el mismo que nos había dado a Milton la primavera pasada. Walker y yo habíamos estado juntos en esa clase, y ambos éramos de la opinión de que Tayler era con mucho el mejor profesor del Departamento de Inglés. Como el seminario estaba destinado en principio a licenciados, me sentía afortunado de que me hubieran admitido en mi calidad de estudiante de tercero, y trabajaba como un descosido para el malicioso,

irónico, hermético y siempre brillante Tayler, ansiando ganarme el respeto de esa persona exigente, tan admirada. El seminario se celebraba dos veces por semana durante hora y media, y a la tercera o cuarta sesión, sin previo aviso, allí estaba Walker otra vez, inesperadamente entre nosotros, el decimotercer miembro de la clase, oficialmente limitada a doce.

Charlamos en el pasillo después, pero Adam parecía distraído, reacio a dar muchas explicaciones sobre su precipitado regreso a Nueva York (ahora sé por qué). Mencionó que lo había decepcionado el curso de París, que las asignaturas que le habían permitido estudiar no eran lo bastante interesantes (todo gramática, nada de literatura), y que en vez de perder el tiempo en los sótanos de la burocracia educativa francesa, decidió volver. Abandonar el curso en el extranjero nada más empezar había causado ciertos trastornos, pero en su opinión Columbia se había portado con insólita amabilidad, y aunque las clases ya habían empezado cuando él salió disparado de París, una larga charla con uno de los decanos había arreglado la cuestión, y lo habían readmitido como estudiante oficial de pleno derecho; lo que significaba que no tenía que preocuparse por el reclutamiento, al menos durante otros cuatro semestres. El único problema era que no tenía sitio fijo en donde vivir. Durante julio y agosto había compartido su antiguo apartamento con su hermana, pero después de marcharse durante lo que creía que iba a ser un año entero, ella había encontrado una compañera de piso, y ahora él estaba en la calle. De momento, dormía en casa de diversos amigos que vivían en el barrio mientras buscaba un apartamento para él solo. En realidad, añadió, bajando la cabeza y echando un vistazo a su reloj, tenía una cita dentro de veinte minutos para ver un pequeño estudio que acababa de quedarse libre en la calle Ciento nueve, y tenía que largarse pitando. Hasta luego, me dijo, y acto seguido echó a correr hacia las escaleras.

Yo sabía que Adam tenía una hermana, pero era la primera vez que oía que estaba en Nueva York: residente en Morningside Heights, nada menos, y haciendo un curso de posgrado en Inglés en Columbia. Dos semanas después, la vi por primera vez en el campus. Ella pasaba por delante de la estatua del pensador de Rodin de camino al edificio de Filosofía, y por su gran parecido, casi inquietante, con su hermano tuve la seguridad de que aquella chica que se cruzaba fugazmente conmigo era la hermana de Walker. Ya he mencionado lo guapa que era, pero decirlo no hace justicia a la gran impresión que causó en mí. Gwyn resplandecía de belleza, era una criatura incandescente, una tormenta en el corazón de todo hombre que le pusiera los ojos encima, y el verla por primera vez se cuenta entre los momentos más asombrosos de mi vida. La deseaba -desde el primer momento la deseé- y, con la apasionada obstinación de un estúpido soñador, fui tras ella.

Nunca pasó nada. Llegué a conocerla un poco, quedamos a tomar café un par de veces, la invité al cine (no quiso venir), a un concierto (declinó la invitación), y luego, por casualidad, acabamos juntos en un enorme restaurante chino y hablamos durante media hora de la poesía de Emily Dickinson. Poco después de eso, la convencí para que diera un paseo conmigo por Riverside Park, intenté besarla, y me apartó de un empujón. No, Jim, me dijo. Estoy saliendo con alguien. No puedo hacerlo.

Eso fue el final de todo. Varios golpes con el bate, fracaso en establecer contacto en ningún lanzamiento, y fin del partido. El mundo se derrumbó, volvió a recomponerse, y me las arreglé para ir tirando. Para mi gran fortuna, ya llevo casi treinta años con la misma mujer. No puedo imaginarme vivir sin ella, y sin embargo cada vez que Gwyn me viene al pensamiento, confieso que continúo sintiendo una ligera punzada. Era la imposible, la inalcanzable, aquella con la que nunca podía contarse: un espectro del Reino del Acaso.

Una Norteamérica invisible yacía silenciosa en la oscuridad a mis pies. Mientras volaba de San Francisco a Nueva York, rememorando los malos tiempos de 1967, me di cuenta de que tendría que escribirle una nota de pésame a primera hora del día siguiente.

Resultó que Gwyn ya se había puesto en contacto. Cuando entré por la puerta de mi casa en Brooklyn, mi mujer me dio un cálido y ferviente abrazo (la había llamado desde San Francisco, sabía que Adam había muerto), y luego me dijo que aquel mismo día una tal Gwyn Tedesco me había dejado un mensaje en el contestador.

¿Es la Gwyn que me imagino?, preguntó.

La llamé a las diez de la mañana. Tenía intención de escribirle una carta, expresarle mis sentimientos en papel, ofrecerle algo más que los tópicos vacíos que todos farfullamos en momentos semejantes, pero su mensaje parecía urgente, había un asunto importante que necesitaba tratar conmigo, así que en vez de escribir la nota le devolví la llamada.

Su voz no había cambiado, era sorprendentemente la misma que me había hipnotizado cuarenta años atrás. Una cadenciosa gravedad, una articulación cristalina, un mínimo residuo del acento de su región natal, mezcla de británico y norteamericano. La voz era idéntica, pero Gwyn ya no era la misma, y a medida que progresaba la conversación, empecé a proyectar en mi mente diversas imágenes suyas, preguntándome lo bien o mal que su bello rostro habría resistido el paso del tiempo. Ahora tenía sesenta y un años, y de pronto se me ocurrió que no sentía deseos de volver a verla. Eso sólo podía conducir a la decepción, y no quería que mis nebulosos recuerdos del pasado se hicieran añicos por la dura realidad del presente.

Intercambiamos las trivialidades habituales, hablando durante unos minutos de Adam y su muerte, de lo difícil que le resultaba aceptar lo que había ocurrido, de los crueles golpes que nos asesta la vida. Luego nos pusimos al día sobre el pasado, hablando de nuestros matrimonios, nuestros hijos y nuestro trabajo: una conversación cómoda, muy amistosa por ambas partes, tanto que incluso encontré valor para preguntarle si recordaba el día en que intenté besarla en Riverside Park. Pues claro que se acordaba, afirmó, riendo por primera vez, pero ¿cómo iba ella a saber que aquel escuálido Jim de la universidad se convertiría en James Freeman? No me he convertido en nada, repuse. Sigo siendo Jim. Ya no soy tan canijo, pero no he dejado de ser Jim.

Sí, todo fue muy agradable, y aun cuando llevábamos varios decenios sin vernos, Gwyn hablaba como si no hubiera transcurrido el tiempo, como si todos aquellos años se redujeran únicamente a un par de meses. La familiaridad de su tono me condujo a una especie de perezosa franqueza, y como yo había bajado la guardia, cuando por fin abordó el asunto que debíamos tratar, es decir, cuando finalmente me explicó por qué me había llamado, cometí un tremendo error. Le dije la verdad cuando debí haberle mentido.

Adam me envió un correo electrónico, me dijo, un mensaje largo escrito pocos días antes de…, justo unos días antes del final. Era una carta bonita, una nota de despedida, según comprendo ahora, y en uno de los últimos párrafos mencionaba que estaba escribiendo algo, un libro de cierta clase, y que si quería leerlo debía ponerme en contacto contigo. Pero únicamente cuando hubiera muerto. Insistía mucho en eso. Sólo después de su muerte. Me advertía además de que el relato podría parecerme sobreco-gedor. Se disculpaba de antemano por eso, pidiéndome que lo perdonara si el libro me hacía sufrir de algún modo, y seguidamente me decía que no, no debía molestarme en leerlo, era mejor que lo olvidara. Todo resultaba muy confuso. Justo en la frase siguiente, cambiaba otra vez de opinión y me decía que lo leyera si quería, que tenía todo el derecho a hacerlo, y que si me apetecía leerlo, debía ponerme en contacto contigo, porque tú tenías el único ejemplar. Eso no lo entendí. Si escribió el libro en el ordenador, ¿no lo habría guardado en el disco duro?

Dijo a Rebecca que lo borrase, contesté. Ya no está en el ordenador, y el único ejemplar que hay es el que imprimió y me envió por correo.

Así que el libro existe realmente.

En cierto modo. Él tenía intención de escribirlo en tres capítulos. Los dos primeros están en bastante buena forma, pero no logró terminar el tercero. Sólo hay unas notas, un esbozo apresuradamente pergeñado.

¿Quería que lo ayudaras a publicarlo?

Nunca me habló de publicarlo, no directamente en cualquier caso. Lo único que quería es que leyera el libro, y luego que decidiera lo que hacer con él.

¿Lo has decidido?

No. A decir verdad, ni siquiera lo he pensado. Hasta que has mencionado ahora mismo lo de publicarlo, ni se me había pasado por la cabeza.

Creo que debería echarle un vistazo, ¿no te parece? No estoy seguro. Es cosa tuya, Gwyn. Si quieres verlo, haré una copia y te la enviaré hoy mismo por mensajero. ¿Me va a disgustar? Probablemente. ¿Probablemente?

No todo, pero podría disgustarse alguna cosa, sí. Alguna cosa. Vaya por Dios.

No te preocupes. Desde este momento, pongo la decisión en tus manos. Nunca se publicará una sola palabra del libro de Adam sin tu consentimiento.

Mándamelo, Jim. Envíamelo hoy mismo. Ya estoy cre-cidita, y sé cómo tomarme la medicina.

Qué sencillo habría sido no dejar rastros y negar la existencia del libro, o decirle que lo había perdido en algún sitio, o afirmar que Adam había prometido enviármelo pero que no llegó a hacerlo. El asunto me cogió por sorpresa, y no pude pensar lo bastante rápidamente como para ponerme a hilar una historia completamente falsa. Aún peor, había dicho a Gwyn que el libro constaba de tres capítulos. Sólo el segundo tenía potencial para herirla (junto con un par de observaciones en el tercero, que yo podría haber tachado fácilmente), y si le hubiera dicho que Adam había escrito únicamente dos capítulos, Primavera y Otoño, le habría evitado tener que volver al apartamento de la calle Ciento siete Oeste y revivir los acontecimientos de aquel verano. Pero ahora esperaba recibir tres capítulos, y si le enviaba sólo dos, me llamaría inmediatamente para pedirme las páginas que faltaban. Así que fotocopié todo lo que tenía -Primavera, Verano y las notas para Otoño- y se lo envié a su dirección en Boston aquella misma tarde. Era una maldad hacerle eso, pero ya no había remedio. Quería leer el libro de su hermano, y yo tenía el único ejemplar que existía en el mundo.

Me llamó dos días después. No sé lo que esperaba de ella, aunque daba por sentado que habría profundas emociones de por medio -lágrimas airadas, amenazas, vergüenza de que su secreto hubiera salido a la luz-, pero Gwyn se mostró anormalmente apagada, más estupefacta que ofendida, me pareció, como si el libro hubiera sido una paliza que la había dejado en un estado de perpleja incredulidad.

No lo entiendo, me dijo. En su mayor parte es tan preciso, tan exactamente cierto, que no se comprenden todas esas cosas que se ha inventado. No tiene sentido.

¿Qué cosas?, le pregunté, sabiendo perfectamente bien a qué se refería.

Yo quería a mi hermano, Jim. Cuando era joven, estaba más unida a él que a cualquier otra persona. Pero no llegamos a acostarnos jamás. No existió ese gran experimento de cuando éramos unos crios. No hubo ninguna relación incestuosa en el verano de 1967. Sí, vivimos juntos dos meses en aquel apartamento, pero teníamos habitaciones separadas, y nunca se produjo encuentro sexual alguno. Lo que ha escrito Adam es pura fantasía.

Puede que yo no sea el más indicado para preguntarlo, pero ¿por qué iba a hacer una cosa así? Sobre todo si las demás partes de la historia son ciertas.

No estoy segura de que sean ciertas. Al menos no lo puedo comprobar. Pero todas las demás cosas concuerdan con lo que me contó por entonces, hace cuarenta años. No he conocido a Born ni a Margot, ni a Cécile ni a Héléne. Yo no estuve con Adam en Nueva York aquella primavera. Ni tampoco en París aquel otoño. Pero me habló de esas personas, y todo lo que me contó de ellas en 1967 coincide con lo que dice de ellas en el libro.

Tanto más raro, entonces, que se haya inventado esas cosas sobre ti.

Sé que no me crees. Sé que piensas que trato de protegerme, que no quiero admitir que hayan ocurrido esas cosas entre nosotros. Pero no fue así, te lo prometo. Me he pasado las últimas veinticuatro horas pensándolo, y la única respuesta a la que he llegado es que esas páginas son el producto de la fantasía de un hombre agonizante, un sueño sobre lo que deseó que ocurriera pero que nunca sucedió.

¿Deseó?

Sí, deseó. No niego que esos sentimientos estuvieran en el aire, pero yo no tenía interés en obrar de acuerdo con ellos. Adam estaba muy encariñado conmigo, Jim. Era un afecto malsano, y después de que viviéramos una temporada juntos aquel verano, empezó a decirme que por mi culpa era incapaz de salir con otras mujeres, que yo era la única a la que podría amar en la vida, y que si no fuéramos hermanos se casaría conmigo en el acto. Como en broma, por supuesto, pero a mí eso no me gustaba nada. Para ser enteramente franca, sentí alivio cuando se marchó a París.

Interesante.

Y luego, como ambos sabemos, volvió menos de un mes después: expulsado a patadas, en el oprobio, como me dijo a mí en aquel momento. Pero entonces yo tenía otra compañera de piso, y Adam tuvo que buscarse un apartamento. Seguíamos manteniendo la amistad, éramos los mejores amigos del mundo, pero yo empecé a poner cierta distancia entre los dos, a apartarme de él por su propio bien. Tú lo veías con frecuencia los dos últimos años de universidad, pero ¿cuántas veces lo viste conmigo?

Estoy tratando de acordarme… No muchas. Sólo en un par de ocasiones.

A las pruebas me remito.

Entonces, ¿qué pasa ahora con su libro? ¿Lo metemos en un cajón y nos olvidamos de él?

No necesariamente. En su forma actual el libro es impublicable. No sólo no es cierto, al menos en parte, sino que si esas páginas se hacen públicas algún día, causarán sufrimiento y problemas a una cantidad incalculable de personas. Soy una mujer casada, Jim. Tengo dos hijas y tres nietos, docenas de parientes, centenares de amigos, una sobrina muy querida, la hijastra de mi hermano, y sería un crimen publicar el libro tal como está. ¿De acuerdo?

Sí, sí. No te lo voy a discutir.

Por otro lado, el libro me ha emocionado mucho. Me ha devuelto a mi hermano en aspectos que no me había imaginado, en un sentido que me ha dejado totalmente sorprendida, y si podemos transformarlo en algo publica-ble, daría mi aprobación al proyecto.

Estoy un poco confundido. ¿Cómo se hace publicable un libro que no lo es?

Ahí es donde intervienes tú. Si no estás interesado en prestar tu colaboración, dejaremos el asunto ahora mismo y nunca volveremos a hablar de ello. Pero si quieres intervenir, entonces esto es lo que propongo. Coges las notas de la tercera parte y las pones en un forma decente. Eso no debería resultarte muy difícil. Yo nunca podría hacerlo, pero tú eres escritor, sabrás cómo enfocarlo. Y entonces lo más importante, cambias los nombres a lo largo de todo el texto. ¿Te acuerdas de aquel programa de televisión de los cincuenta? Cambiaban los nombres para proteger al inocente. Cambias los nombres de la gente y los lugares, añades o suprimes los elementos narrativos que te parezca, y luego publicas el libro con tu nombre.

Pero entonces ya no sería el libro de Adam. En cierto sentido, no me parece honrado. Es como robar…, una extraña forma de plagio.

No si lo estructuras correctamente. Si mencionas que los pasajes que escribió Adam, el verdadero Adam con el nombre falso que te inventes para él, son obra suya, entonces no le robarás nada, sino que lo honrarás.

Pero nadie sabrá que es Adam.

¿Qué importa? Lo sabremos tú y yo, y por lo que a mí respecta, somos los únicos que cuentan. Te olvidas de mi mujer. Confías en ella, ¿no? Pues claro que sí. Entonces lo sabremos los tres.

No estoy seguro, Gwyn. Tengo que pensarlo. Dame un poco de tiempo, ¿vale?

Tómate todo el tiempo que necesites. No hay prisa.

Su historia era convincente, más que verosímil, pensé, y por su bien quise creerla. Pero no pude, al menos no del todo, al menos no sin la fundada sospecha de que el texto de Verano era una historia sobre una experiencia vivida y no un sueño lascivo de un hombre enfermo y agonizante. Para satisfacer mi curiosidad, me tomé un día libre de la novela que estaba escribiendo, me dirigí al campus de Co-lumbia y, en la secretaría de la Facultad de Relaciones Internacionales, me enteré de que Rudolf Born estuvo contratado como profesor visitante en el curso académico de 1966-67, y luego, tras una sesión en la sala de microfilms de la Biblioteca Butler, el mismo Castillo de los Bostezos en donde Walker había trabajado aquel verano, de que una mañana de mayo se había encontrado en Riverside Park el cadáver de un tal Cedric Williams, de dieciocho años, con más de una docena de puñaladas en el vientre y el tórax. Esas otras cosas, como Gwyn las había denominado, estaban fielmente documentadas en el relato de Walker, y si esos otros hechos eran ciertos, ¿por qué se habría tomado la molestia de inventarse algo que no era verdad, condenándose a sí mismo con un relato sumamente detallado y comprometedor de amor incestuoso? Era posible que la versión de Gwyn de aquellos dos meses de verano fuera correcta, pero también podía ser que me mintiera. Y si mintió, ¿quién podría reprocharle que no quisiera que los hechos saliesen a la luz? Cualquiera mentiría en su situación, todo el mundo lo haría, mentir sería la única solución. Mientras volvía a Brooklyn en el metro, llegué a la conclusión de que no me importaba. A ella sí, pero a mí no.

Pasaron varios meses, y en ese tiempo apenas pensé en la propuesta de Gwyn. Trabajaba con ahínco en mi libro, estaba entrando en las últimas fases de una novela que ya había consumido varios años de mi vida, y Walker y su hermana empezaban a perderse de vista, a disiparse, convirtiéndose en dos vagas figuras vislumbradas en el lejano horizonte de la conciencia. Siempre que Adam me venía de algún modo a la cabeza, llegaba a la casi inevitable conclusión de que no quería hacer nada con su libro, que ese episodio estaba zanjado. Entonces ocurrieron dos cosas que me hicieron cambiar de opinión. Llevé mi novela a buen término, lo que significaba que me encontraba libre para dirigir la atención a otras cosas, y por casualidad encontré nuevos datos relacionados con la historia de Walker, un colofón, por decirlo así, un pequeño y último capítulo que dio otro sentido al proyecto, y con ese nuevo significado, el necesario impulso para acometerlo.

Ya he descrito cómo arreglé las notas de Walker para Otoño. En cuanto a los nombres, los he inventado de acuerdo con las instrucciones de Gwyn, y el lector puede tener por tanto la seguridad de que Adam Walker no es Adam Walker. Gwyn Walker Tedesco no es Gwyn Walker Tedesco. Margot Jouffroy no es Margot Jouffroy. Héléne y Cécile Juin no son Héléne y Cécile Juin. Cedric Williams no es Cedric Williams. Sandra Williams no es Sandra Williams, y su hija, Rebecca, no es Rebecca. Ni siquiera Born es Born. Su verdadero nombre se asemeja al de otro poeta provenzal, y me he tomado la libertad de sustituir la traducción de ese otro poeta hecha por el que no es Walker, por otra traducción mía, lo que significa que las observaciones sobre el Inferno de Dante que aparecen en la primera página de este libro no se recogen en el manuscrito original del que no es Walker. Por último, supongo que no es necesario añadir que no me llamo Jim.

Westfield (Nueva Jersey) no es Westfield (Nueva Jersey). El lago Eco no es el lago Eco. Oakland (California) no es Oakland (California). Boston no es Boston, y aunque la que no es Gwyn trabaja en una casa de edición, no es directora de una editorial universitaria. Nueva York no es Nueva York, la Universidad de Columbia no es la Universidad de Columbia, pero París sí es París. Sólo París es real. He estado en condiciones de mantenerlo porque el Hotel du Sud desapareció hace mucho, y todas las pruebas documentadas de la estancia en 1967 de quien no es Walker también se han esfumado tiempo atrás.

Terminé mi novela el verano pasado (2007). Poco después, mi mujer y yo empezamos a organizar un viaje a París (la hija de su hermana iba a casarse en octubre con un francés), y la conversación sobre París me hizo pensar de nuevo en Walker. Me pregunté si podría encontrar a alguno de los actores del drama de fallida venganza que puso allí en escena hace cuarenta años, y en caso de que así fuera, si alguno de ellos accedería a hablar conmigo. Born ofrecía un interés especial, pero me habría gustado sentarme a charlar con cualquiera de los que lograra encontrar: Margot, Héléne o Cécile. No tuve suerte con los tres primeros, pero cuando me metí en Internet y busqué en Google a Cécile Juin, afluyó a la pantalla una abundante cantidad de información. Tras conocer a la chica de dieciocho años en el relato de Walker, no me sorprendió enterarme de que se había convertido en una estudiosa de textos literarios. Había dado clases en las universidades de Lyon y París, y desde hacía diez años estaba adscrita al CNRS (Centro Nacional de Investigaciones Científicas) como miembro de un pequeño equipo de investigación sobre las obras de escritores franceses de los siglos XVIII y XIX. Se había especializado en Balzac, sobre quien había publicado dos libros, aunque también se mencionaban otros numerosos ensayos y artículos, todo un catálogo de trabajos que abarcaba tres decenios. Me alegro por ella, pensé. Y por mí también, además, porque ahora me encontraba en condiciones de escribirle.

Intercambiamos dos cartas breves. En la mía, me presentaba como amigo de Walker, le comunicaba su reciente fallecimiento, y le preguntaba si sería posible que nos viéramos durante mi próximo viaje a París. Era concisa e iba al grano, sin preguntas sobre el matrimonio de su madre con Born, nada sobre las notas de Walker para Otoño, simplemente la solicitud de encontrarme con ella en octubre. Me contestó enseguida. En mi traducción del francés, su carta decía lo siguiente:

La noticia de la muerte de Adam me ha dejado destrozada. Lo traté brevemente en París siendo muy joven, hace ya muchos años, pero nunca lo he olvidado. Fue el primer amor de mi vida, y luego le jugué una mala pasada, algo tan cruel e imperdonable que ha pesado en mi conciencia desde entonces. Le envié una carta de disculpa cuando volvió a Nueva York, pero me la devolvieron, con un sello que decía Dirección desconocida.

Sí, me gustaría verlo cuando venga a París el mes próximo. Tenga en cuenta, sin embargo, que soy una anciana estúpida, y que no tengo mucho dominio de mis emociones. Si hablamos sobre Adam (y supongo que sí), cabe la posibilidad de que me derrumbe y me eche a llorar. No debe tomarlo como algo personal.

Cincuenta y ocho años no es la ancianidad, desde luego, y tenía mis dudas sobre si en Cécile Juin había algo que pudiera describirse como estúpido. Su sentido del humor permanecía por lo visto intacto, y por mucho éxito que tuviera en su estrecho mundo de investigación académica, debía de entender el peculiar carácter de la vida que había decidido llevar: secuestrada en angostas salas de bibliotecas y estancias subterráneas, enfrascada en textos de autores muertos, una carrera vivida en un ámbito mudo y polvoriento. En una posdata a su carta, revelaba la ironía con que consideraba su trabajo. Había reconocido mi nombre, decía, y si yo era el James Freeman que ella pensaba, querría saber si me gustaría participar en un estudio que su equipo y ella estaban llevando a cabo sobre los métodos de composición que utilizan los escritores contemporáneos. Ordenador o máquina de escribir, lápiz o pluma, cuaderno u hojas sueltas, número de borradores antes del libro definitivo. Sí, lo sé, añadía, un asunto muy aburrido. Pero ése es nuestro trabajo en el CNRS: hacer el mundo lo más tedioso posible.

Había en la carta cierta mofa de sí misma, pero también angustia, y me sorprendió lo vividamente que recordaba a Walker. Sólo lo había tratado un par de semanas en los remotos tiempos de su juventud, y sin embargo aquella amistad debió de abrir en ella algo que le cambió la percepción de su propia personalidad, que la condujo por primera vez a una confrontación directa con lo más profundo de su ser. Nunca lo he olvidado. Fue el primer amor de mi vida. No esperaba una confesión tan franca. Las notas de Walker habían tratado el problema de su enamoramiento hacia él, pero los sentimientos de la muchacha resultaron ser aún más hondos de lo que él imaginaba. Y entonces le escupió en la cara. En aquel momento, debió pensar que su cólera estaba justificada. Había difamado a Born y disgustado a su madre, y Cécile se sentía traicionada. Pero luego, no mucho después, le había escrito una carta para pedirle disculpas. ¿Significaba eso que había reconsiderado su posición? ¿Había ocurrido algo para hacerle creer que las acusaciones de Walker eran ciertas? Esa era la primera pregunta que tenía intención de hacerle.

Mi mujer y yo reservamos habitación en el Hotel d'Aubusson, en la rué Dauphine. Ya habíamos estado antes allí, a lo largo de los años nos habíamos alojado en diversos hoteles de la ciudad, pero esta vez yo quería volver a la rué Dauphine porque daba la casualidad de que se encontraba en pleno centro del barrio en donde había vivido Walker en 1967. El Hotel du Sud bien podía haber desaparecido, pero muchos otros sitios que él había frecuentado seguían allí. El Vagenende aún existía. La Palette y el Café Conti continuaban abiertos, y hasta el restaurante universitario de la rué Mazet seguía sirviendo incomibles platos a estudiantes hambrientos. Muchas cosas habían cambiado en los cuarenta años transcurridos, y el barrio de mala muerte de antaño se había convertido en una de las zonas de París más a la moda, pero la mayoría de los puntos de referencia de la historia de Walker había sobrevivido. Tras registrarnos en el hotel la primera mañana, mi mujer y yo salimos y deambulamos un par de horas por las calles. Cada vez que le señalaba alguno de aquellos lugares, ella me apretaba la mano y emitía un gruñidito sarcástico. Eres incorregible, dijo al fin. En absoluto, repliqué. Sólo me estoy empapando del ambiente…, preparándome para mañana.

Cécile Juin se presentó a las cuatro en punto de la tarde siguiente, entrando en el bar del hotel con aire resuelto y una pequeña cartera de piel remetida bajo el brazo izquierdo. A juzgar por la descripción que Walker hacía de ella en las notas para Otoño, su cuerpo se había ensanchado de manera espectacular desde 1967. La muchacha de dieciocho años, delgada y de hombros estrechos, era ahora una mujer de cincuenta y ocho, rellena y regordeta, con pelo corto y moreno (teñido; algunas raíces grises, visibles cuando me estrechó la mano y se sentó frente a mí), facciones ligeramente arrugadas, mentón levemente caído, y los mismos ojos vigilantes y perspicaces que Walker había observado al verla por primera vez. Sus modales eran un tanto impacientes, quizá, pero ya no era el trémulo manojo de nervios que se roía las uñas y tanta preocupación causaba a su madre. Era una mujer con total dominio de sí misma, que había recorrido mucho camino desde los años en que Walker la había conocido. Pocos instantes después de que se sentara, me sorprendió al ver que sacaba un paquete de tabaco, y luego, a medida que corrían los minutos, me quedé doblemente extrañado al comprobar que era una fumadora empedernida, con una tos honda y retumbante y la áspera voz de contralto de los veteranos del tabaco. Cuando el camarero llegó a nuestra mesa y preguntó lo que deseábamos, ella pidió un whisky. Solo. Le dije que para mí también.

Me había preparado para una excéntrica remilgada, al estilo de las antiguas institutrices. Cécile podría haber tenido sus rarezas, pero la mujer a quien conocí aquel día era realista y simpática, de agradable compañía. Iba vestida con sencillez pero con elegancia (señal de confianza, pensé, un signo de respeto hacia sí misma), y aunque no era de las que se molestan en pintarse los labios ni las uñas, ofrecía un aspecto muy femenino con su traje de chaqueta gris; aparte de llevar pulseras de plata en las muñecas y un vistoso pañuelo multicolor en torno al cuello. Durante nuestras dos horas largas de conversación, me enteré de que había pasado quince años sometida a psicoanálisis (desde los veinte a los treinta y cinco), se había casado y divorciado, vuelto a casar con un hombre veinte años mayor (murió en 1999), y no tenía hijos. Sobre este último aspecto observó: Lamento algunas cosas, sí, pero lo cierto es que probablemente habría sido una madre horrorosa. No tengo aptitudes, ¿comprende?

Durante los primeros veinte o treinta minutos, hablamos sobre todo de Adam. Cécile quería saber todo lo que pudiera decirle acerca de lo que le había ocurrido en la vida desde el momento en que perdió el contacto con él. Le expliqué que yo también le había perdido la pista, y que desde que entablamos de nuevo la comunicación hasta justo antes de su muerte, mi única fuente de información era la carta que me había escrito la primavera anterior. Uno por uno, fui contándole los detalles más sobresalientes que Walker me había mencionado -la caída por las escaleras con la fractura de pierna la noche de su licenciatura, la suerte de haber sacado un número alto en el sorteo para el reclutamiento, su traslado a Londres y los años de escritura y traducción, la publicación de su primer y último libro, la decisión de abandonar la poesía y estudiar derecho, su labor de activista social en el norte de California, su matrimonio con Sandra Williams, las dificultades de constituir una pareja interracial en Norteamérica, su hijastra, Rebecca, y los dos hijos de ésta-, y seguidamente añadí que si quería saber más cosas, sería mejor que tratase de hablar con su hermana, quien sin duda estaría encantada de ponerle al corriente hasta de los menores detalles. Tal como había prometido, Cécile perdió el control y se echó a llorar. Me conmovió que ella comprendiera perfectamente que había sido capaz de predecir aquellas lágrimas, pero aun cuando supiera que iban a producirse, no había en ellas nada forzoso ni deliberado. Era un llanto genuino, espontáneo, y aunque yo también las esperaba, sentí verdadera compasión por ella.

Me dijo: Vivía por aquí, ya sabe. A treinta segundos de donde estamos, en la rué Mazarine. Acabo de pasar frente al edificio cuando venía a verlo a usted: la primera vez que he ido por esa calle desde hace años. Qué raro, ¿verdad? Resulta extraño que ese hotel haya desaparecido, aquel horroroso lugar, medio en ruinas, en donde vivía Adam. Lo tengo tan vivo en mi memoria…, ¿cómo es posible que ya no exista? Estuve allí sólo una vez durante un par de horas, pero no puedo olvidarlo, aún me está consumiendo las entrañas. Fui allí porque estaba enfadada con él. Una mañana temprano, en vez de ir a clase me dirigí a su hotel. Subí las desvencijadas escaleras, llamé a su puerta. Sentía ganas de estrangularlo porque estaba muy enfadada, porque lo quería mucho. Yo era una chica tonta, ¿comprende?, una muchacha imposible, nada agradable, desgarbada e imbécil, con unas gafas sobre la nariz y un corazón trémulo y angustiado, y tuve la temeridad de enamorarme de Adam, un chico perfecto, ¿por qué demonios me dirigió siquiera la palabra? Me hizo pasar. Me tranquilizó. Fue amable conmigo, muy tierno, mi vida estaba en sus manos, y se portó muy bien. Tendría que haber comprendido entonces lo buena persona que era. Nunca debí dudar de una sola palabra suya. Adam. Soñaba con besarlo. Eso es lo único que quería, que Adam me besara, entregarme a Adam, pero de pronto todo se acabó, y nunca nos besamos, jamás nos acariciamos, y antes de que me diera cuenta ya se había ido.

Entonces fue cuando Cécile perdió el control y rompió a llorar. Tardó dos o tres minutos en poder hablar de nuevo, y cuando proseguimos la conversación, sus primeras palabras dieron paso a la siguiente fase de nuestro encuentro. Lo siento, murmuró. No hago más que decir tonterías. Usted no puede saber de lo que estoy hablando.

Pero sí que lo sé, repuse. Conozco perfectamente lo que está diciendo.

No es posible que lo sepa.

Créame, lo sé. Estaba enfadada con él porque hacía varios días que no la llamaba. La noche anterior a que usted empezara las clases, cenó con su madre y usted en su apartamento de la rué de Verneuil. Después del postre, usted tocó el piano para él, una invención a dos partes de Bach, y luego, cuando se ausentó un momento del comedor, su madre tuvo ocasión de hablar con Adam a solas, y lo que ella le dijo, según sus palabras textuales, lo espantó.

¿Le contó él todo eso?

No, no me lo contó. Pero lo puso sobre el papel, y he leído las páginas que escribió. ¿Le envió una carta?

Un libro breve, en realidad. O un proyecto para escribir un libro. Pasó los últimos meses de su vida trabajando en unas memorias sobre mil novecientos sesenta y siete. Fue un año importante para él.

Sí, un año muy importante. Me parece que estoy empezando a entender.

De no haber sido por el relato de Adam, jamás habría oído hablar de usted.

Y ahora quiere saber lo que pasó, ¿no es así?

Comprendo por qué Adam la consideraba tan inteligente. Las coge al vuelo, ¿verdad?

Cécile sonrió y encendió otro cigarrillo. Parece que estoy en desventaja, repuso ella.

¿En qué sentido?

Usted sabe mucho más de mí que yo de usted.

Sólo de cómo era usted a los dieciocho años. Todo lo demás está en blanco. He buscado a Born, he intentado localizar a Margot Jouffroy, y a su madre, pero sólo he podido encontrarla a usted.

Porque todos los demás han muerto.

Ah. Qué horror. Lo siento mucho…, sobre todo lo de su madre.

Murió hace seis años. En octubre; mañana hará exactamente seis años. Sobre un mes después de los atentados de Nueva York y Washington. Tuvo problemas coronarios durante un tiempo, y un día sencillamente el corazón le dejó de latir. Tenía setenta y seis años. Yo quería que llegara a los cien, pero, como ya sabe, lo que queremos y lo que conseguimos rara vez es lo mismo.

¿Y Margot?

Apenas la conocí. Me dijeron que se había suicidado. Hace ya mucho tiempo; allá por los años setenta. ¿Y Born?

El año pasado. Creo. Pero no estoy completamente segura. Hay una ligera posibilidad de que todavía ande por ahí.

¿Siguieron casados hasta que se murió su madre? ¿Casados? No llegaron a contraer matrimonio. ¿No se casaron? Pero yo creía…

Hablaron de ello durante un tiempo, pero al final no se decidieron.

¿Fue Adam responsable de eso?

En parte, supongo, pero no del todo. Cuando habló con mi madre y acusó a Rudolf de aquellas cosas tan descabelladas, ella no le creyó. Ni yo tampoco, si vamos a eso.

Se indignó tanto que le escupió en la cara, ¿verdad?

Sí, le escupí en la cara. Fue la peor cosa que he hecho en la vida, y sigo sin perdonármelo.

Escribió a Adam para pedirle disculpas. ¿Significa eso que cambió su opinión sobre su historia?

No, entonces no. Le escribí porque estaba avergonzada de lo que había hecho, y quería que supiera lo mal que me sentía. Intenté hablar personalmente con él, pero cuando finalmente me armé de valor y llamé a su hotel, ya se había ido. Me dijeron que había vuelto a Estados Unidos. No podía entenderlo. ¿Por qué se había ido tan de repente? La única explicación que se me ocurrió fue que estaba tan disgustado por lo que le había hecho que no soportaba la idea de seguir en París. ¿No le parece una interpretación egoísta de los hechos? Cuando pedí a Rudolf que hablara con el director del curso de Columbia para averiguar lo que había pasado, me informó de que Adam se había marchado porque no estaba contento con las asignaturas que le estaba dando. Eso no era nada convincente, y no me lo creí ni por un momento. Estaba convencida de que se había marchado por mi culpa.

Pero ahora sabe que no fue por eso, ¿verdad?

Sí. Ahora sé que no. Pero tardé años en saber la verdad.

Años. Lo que significa que la historia de Adam no influyó en la decisión de su madre.

Yo no diría tanto. Tras la marcha de Adam, Rudolf no paraba de hablar de él. Lo había acusado de asesinato, al fin y al cabo, y se sentía ultrajado, estaba que echaba chispas, en realidad, y se pasó semanas despotricando como un loco contra Adam. Deberían meterlo veinte años en la cárcel, decía. Tendrían que colgarlo de la farola más próxima. Deberían mandarlo a la Isla del Diablo. Era todo tan excesivo, tan desmesurado, que mi madre empezó a sentirse un poco molesta con él. Conocía a Rudolf de tiempo atrás, de hacía muchos años, casi tantos como a mi padre, y en general siempre había sido sumamente amable con ella: considerado, atento, cortés. Tenía sus momentos de acaloramiento, desde luego, sobre todo cuando se ponía a hablar de política, pero sólo en ese ámbito, no en el personal. Ahora manifestaba un comportamiento agresivo, y creo que mi madre empezó a tener sus dudas sobre él. ¿Estaba verdaderamente preparada para pasar el resto de su vida con un hombre de carácter tan violento? Al cabo de un par de meses, Rudolf empezó a calmarse, y por navidades los accesos de frenesí y agresividad habían cesado. El invierno fue tranquilo, según recuerdo, pero luego vino la primavera, Mayo del 68, y el país entero estalló. Para mí, fue una de las mejores épocas de mi vida. Fui a manifestaciones, a concentraciones, contribuí a que cerraran mi instituto, y me convertí de pronto en una activista, una revolucionaria de ojos iluminados que luchaba por derribar al gobierno. Mi madre simpatizaba con los estudiantes, pero el derechista Rudolf no mostraba sino desprecio hacia ellos. El y yo tuvimos algunas discusiones tremendas aquella primavera, encarnizadas peleas a gritos sobre justicia y legalidad, Marx y Mao, anarquía y rebelión, y por primera vez la política dejó de ser sólo política y pasó al plano personal. Mi madre se encontraba en el medio, y aquello la ponía cada vez más triste, la hacía cada vez más callada y retraída. El divorcio de mi padre iba a declararse oficialmente a principios de junio. En Francia, los matrimonios que se divorcian deben hablar con el juez una última vez antes de que el magistrado firme los documentos. Les pide que lo vuelvan a pensar, que reconsideren su decisión y se aseguren de que quieren seguir adelante con la separación. Mi padre estaba en el hospital, supongo que usted sabe todo eso, y mi madre fue sola a ver al juez. Cuando le preguntó si tenía dudas sobre su decisión, ella contestó que sí, que había cambiado de opinión y ya no quería el divorcio. Se estaba protegiendo de Rudolf, ¿comprende? Ya no deseaba contraer matrimonio con él, y si seguía siendo la mujer de mi padre, no podía casarse con él. ¿Cómo reaccionó Born?

Con enorme amabilidad. Dijo que comprendía por qué no podía seguir adelante, que la admiraba por su firmeza y valor, que la consideraba una mujer extraordinaria y generosa. No lo que cabría esperar, pero ahí lo tiene. Se portó maravillosamente.

¿Cuánto tiempo siguió su padre con vida?

Un año y medio. Murió en enero de mil novecientos setenta.

¿Volvió Born a proponerle matrimonio?

No. Se marchó de París después del 68 y empezó a dar clases en Londres. Lo vimos en el funeral de mi padre, y un par de semanas después escribió a mi madre una larga y sentida carta sobre el pasado, pero ahí se acabó todo. La cuestión del matrimonio nunca volvió a plantearse.

¿Y qué me dice de su madre? ¿Encontró a alguien?

Tuvo algunos amigos a lo largo de los años, pero no volvió a casarse.

Y Born se trasladó a Londres. ¿Volvió a verlo alguna

vez?

En una ocasión, unos ocho meses después de la muerte de mi madre.

Lo siento. Me parece que no puedo hablar de ello. ¿Por qué no?

Porque si intentara contarle lo que pasó, no creo que pudiera explicarle la extraña e inquietante experiencia que supuso para mí.

Me está tomando el pelo, ¿verdad?

Sólo un poco. Para utilizar sus propias palabras, no puedo contarle nada, pero puede leerlo si quiere.

Ah, ya veo. ¿Y dónde está ese misterioso texto suyo?

En mi apartamento. Llevo un diario desde que tenía doce años, y escribí una serie de páginas sobre lo que pasó durante mi visita a la casa de Rudolf. El relato de un testigo ocular en el lugar de los hechos, si quiere llamarlo así. Creo que podría interesarle. Si quiere, le fotocopio esas páginas y se las traigo mañana. Si ha salido, se las dejaré en recepción.

Gracias. Es muy generoso de su parte. Me muero de ganas de leerlo.

Y ahora, anunció Cécile, sonriendo ampliamente mientras sacaba de su cartera de piel un gran cuaderno rojo, ¿pasamos a nuestro estudio para el CNRS?

A la tarde siguiente, cuando mi mujer y yo volvimos al hotel después de almorzar con su hermana, había un paquete esperándome. Además de las páginas fotocopiadas de su diario, Cécile adjuntaba una breve carta. Me daba las gracias por los whiskies, por soportar sus grotescas e imperdonables lágrimas, y por dedicar tanto tiempo a hablarle de Adam. Luego se disculpaba por su ilegible caligrafía y se ofrecía a ayudarme si tenía dificultades para descifrarla. La encontré perfectamente legible. Se distinguía bien cada palabra, ni una sola letra ni signo de puntuación inducía a confusión. El diario estaba escrito en francés, por supuesto, y lo que sigue es una traducción mía, que incluyo con plena autorización de la autora.

Yo no tengo nada más que decir. Cécile Juin es la última persona que sigue viva de las que componen la historia de Walker, y al ser así, parece adecuado que deba tener la última palabra.

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