VERANO

La primavera da paso al verano. Para ti es el verano siguiente a la primavera de Rudolf Born, pero para el resto del mundo es el de la guerra de los Seis Días, el de los disturbios raciales en más de un centenar de ciudades norteamericanas, el Verano del Amor. Ya has cumplido veinte años y acabas de terminar el segundo curso de carrera. Cuando estalla la guerra en Oriente Próximo, piensas en alistarte en el ejército israelí y hacerte soldado, aun cuando eres un pacifista declarado y nunca has mostrado interés alguno por el sionismo, pero antes de que llegues a tomar una decisión y hacer planes, la guerra concluye de pronto, y te quedas en Nueva York.

No obstante, sientes un apremiante deseo de salir del país, de estar en cualquier sitio menos en donde te encuentras ahora, y en consecuencia ya has ido a ver al decano de la facultad para decirle que quieres matricularte en el curso de estudios en el extranjero de tercer año (tras larga consulta con tu padre, que a regañadientes ha dado su aprobación). Has escogido París. No vas allí simplemente porque tienes cariño a esa ciudad, que visitaste por primera vez hace dos veranos, sino porque tienes ganas de perfeccionar el francés, que de momento es aceptable pero que sería conveniente mejorar. Eres consciente de que Born está en París, o al menos lo supones, pero sopesas mentalmente las posibilidades de encontrarte con él por casualidad y concluyes que son escasas. Y si se produjera dicha eventualidad, te sientes preparado para manejarla de forma adecuada a las circunstancias. ¿Acaso sería difícil volver la cabeza al pasar por su lado? Eso es lo que te dices, en cualquier caso, pero en lo más hondo de tu ser te representas escenas en las que no vuelves la cabeza, en las que te enfrentas a él en medio de la calle y lo estrangulas con tus propias manos.

Vives en un apartamento de dos habitaciones en un edificio de la calle Ciento siete Oeste, entre Broadway y Amsterdam Avenue. Tu compañero de piso acaba de licenciarse y se marcha de la ciudad, y como necesitas a alguien que comparta la casa contigo, ya has invitado a tu hermana a que ocupe la otra habitación; porque, según ha querido la suerte, ha acabado la carrera en Vassar y está a punto de empezar el doctorado en el Departamento de Inglés en Columbia. Tu hermana y tú siempre habéis estado muy unidos -íntimos amigos, conspiradores, obsesionados guardianes de la memoria de vuestro hermano, compañeros en el estudio de las letras, confidentes-, y estás contento con el plan. Sólo es para el verano, por supuesto, porque en septiembre cogerás el avión a París, pero estaréis juntos parte del mes de junio y todo julio y agosto, viviendo bajo el mismo techo por primera vez en muchos años. Cuando te vayas, tu hermana se hará cargo del arrendamiento y buscará a otra persona para ocupar la habitación que tú habrás dejado libre.

Tu familia disfruta de una posición acomodada, aunque no en exceso, no es rica según los criterios de los ricos, y aunque tu padre sea lo bastante generoso para facilitarte una asignación que cubre los gastos corrientes, te hace falta más dinero para comprar los libros y los discos que necesitas, ir a ver las películas que te interesan, fumar los cigarrillos que te gustan, así que te pones a buscar un trabajo para el verano. Tu hermana ya ha encontrado uno para ella. Sólo es dieciséis meses mayor que tú, pero su relación con el mundo siempre ha sido más sensata y prudente que la tuya, y a los pocos días de saber que iba a estudiar en Columbia y compartir contigo el apartamento de la calle Ciento siete Oeste, se dedicó a buscar un trabajo compatible con sus intereses y aptitudes. Por consiguiente, todo lo tiene arreglado de antemano, y en cuanto llegue a Nueva York, empezará a trabajar de auxiliar en el departamento de corrección de textos de una importante editorial del centro de la ciudad. Tú, en cambio, a tu modo disperso y azaroso, has ido aplazando la búsqueda hasta el último momento, y como te resistes a la idea de pasarte cuarenta horas a la semana en una oficina con una corbata anudada al cuello, aprovechas la primera oportunidad que se presenta. Un amigo acaba de marcharse de la ciudad a pasar el verano, y haces una solicitud para ocupar su puesto de ayudante en la Biblioteca Butler de la Universidad de Columbia. El salario no llega a la mitad de lo que gana tu hermana, pero te consuelas con la idea de que puedes ir andando al trabajo, lo que te evitará el suplicio de tener que meterte dos veces al día en un vagón de metro rebosante de sudorosos viajeros.

Te hacen una prueba antes de contratarte. La bibliotecaria titular te entrega un montón de fichas, unas ochenta o cien, quizás, cada una con el título de un libro, el nombre del autor, el año de publicación, y un número del sistema de clasificación decimal de Dewey que indica el estante y lugar en donde debe colocarse. La bibliotecaria es una mujer ceñuda de unos sesenta años, una tal señorita Greer, y ya parece recelar de ti, decidida a no transigir un ápice. Como acaba de conocerte y no puede saber cómo eres, te imaginas que desconfía de toda la gente joven -por cuestión de principios- y por tanto lo que ve en ti cuando te mira no eres tú, sino un guerrillero más en la lucha contra la autoridad, un indómito rebelde que no tiene ningún derecho a irrumpir en el santuario de su biblioteca para pedir trabajo. Esa es la época en que vives, en la que vivís los dos. Te da instrucciones para que ordenes las fichas, y notas cómo ansia que te equivoques, lo contenta que se pondría rechazando tu solicitud, y como tú quieres conseguir el trabajo con las mismas ganas que ella tiene de no dártelo, te aseguras de no fallar. Quince minutos después, le entregas las fichas. Se sienta y se pone a examinarlas, una por una, una detrás de otra, de la primera a la última, y cuando vas viendo cómo la escéptica expresión de su rostro se disuelve en una especie de confusión, comprendes que lo has hecho bien. El rostro glacial esboza una tenue sonrisa. Dice: Nadie llega a hacerlo a la perfección. Es la primera vez que lo veo en treinta años.

Trabajas de diez de la mañana a cuatro de la tarde, de lunes a viernes. Acostumbras a llegar temprano, y entras en el vasto y pretencioso edificio neoclásico concebido por James Gamble Rogers con el almuerzo en una bolsa de papel marrón. Dejando aparte su pompa y solemnidad, el edificio nunca deja de impresionarte con sus volúmenes y grandiosidad, pero la palma de la idiotez, piensas, se la llevan, con el mayor de los bochornos, los nombres de los ilustres muertos cincelados en la fachada -Herodoto, Homero,

Platón, junto con otros muchos-, y todas las mañanas te imaginas la diferente impresión que daría la biblioteca si estuviera decorada con otra serie de nombres: músicos de jazz, por ejemplo (Fats Waller, Charlie Parker, Benny Goodman), diosas del cine de los años cuarenta (Ingrid Bergman, Hedy Lamarr, Gene Tierney), poco conocidos y menos recordados jugadores de béisbol (Gus Zernial, Wayne Terwilliger, Clyde Kluttz), o, simplemente, los nombres de tus amigos. Y así empieza la jornada. Entras por la puerta principal, el pesado portón con sus brillantes accesorios de cobre, subes por la escalinata de mármol, echas un vistazo al retrato de Eisenhower (antiguo rector de la universidad, presidente luego del país durante tu infancia), y pasas a una pequeña sala a la derecha del mostrador central, en donde das los buenos días al señor Goines, tu jefe, un hombre menudo con gafas de búho y vientre prominente, que te indica el quehacer diario. En esencia, sólo hay dos tareas que realizar. O vuelves a colocar libros en los estantes o envías desde los pisos superiores al mostrador central las nuevas peticiones de libros con el montacargas. Cada trabajo tiene sus ventajas y sus inconvenientes, y todos pueden ser realizados por cualquiera que posea la capacidad mental de una mosca de la fruta.

Al poner los libros en las estanterías, debes comprobar y después confirmar que el número decimal Dewey del libro que estás colocando en el estante sea un punto superior al del volumen que está a su izquierda y un punto inferior al de su derecha. Los libros se cargan en un carrito de madera provisto de cuatro ruedas, entre cincuenta y cien por cada sesión de colocación, y mientras diriges tu pequeño vehículo por el laberinto de estanterías, te encuentras solo, sempiterna e interminablemente solo, porque el recinto está prohibido a todo aquel que no sea empleado de la biblioteca, y la única persona a la que ves alguna vez es a uno de tus compañeros auxiliares, atendiendo el mostrador frente al montacargas. Cada una de las diversas plantas es idéntica a todas las demás: un inmenso espacio sin ventanas repleto de sucesivas filas de altísimas estanterías metálicas de color gris, todas ellas llenas de libros hasta el límite de su capacidad, miles de volúmenes, decenas de miles, centenares de miles, un millón, y en ocasiones hasta tú, aficionado a los libros como el que más, te quedas anonadado, angustiado, incluso asqueado al considerar cuántos miles de millones, cuántos billones de palabras contienen esos libros. Todos los días te quedas aislado del mundo durante horas, habitando lo que has dado en denominar una burbuja sin aire, aunque debe haberlo porque estás respirando, pero es aire muerto, aire quieto durante siglos, y en ese ambiente sofocante muchas veces te sientes soñoliento, narcotizado hasta el letargo, y tratas de que no te venza el deseo de echarte a dormir en el suelo.

Sin embargo, en tus tareas de archivar libros a veces te encuentras con hallazgos inesperados, y la nube de aburrimiento que te envuelve se levanta momentáneamente. Descubrir una edición de 1670 de El Paraíso perdido, por ejemplo. No se trata de la impresión original de 1667, pero se acerca mucho, un ejemplar que salió de las prensas en vida de Milton, un libro que posiblemente tuvo el poeta en sus manos, y te maravillas de que ese precioso volumen no esté guardado en una cámara a temperatura controlada para libros raros sino a la intemperie, en las mohosas estanterías. ¿Por qué es tan importante para ti ese descubrimiento, por qué te tiemblan las manos al abrir el libro y empezar a examinar sus páginas? Porque te has pasado los últimos meses inmerso en John Milton, estudiándolo con más detenimiento que a ningún otro poeta que hayas leído jamás. Durante la angustiosa primavera de Rudolf Born, eras uno de los diversos estudiantes apuntados a la clase de Edward Tayler, el famoso curso sobre Milton impartido por el mejor profesor que tuviste en todo el año, y asistías tanto a conferencias como a seminarios, abriéndote camino laboriosamente a través de Areopagítica, El Paraíso perdido, El Paraíso recobrado, Sansón agonista, además de toda una serie de obras breves, y ahora que Milton te ha llegado a encantar y lo consideras superior a todos los poetas de su tiempo, sientes una instantánea oleada de felicidad cuando encuentras ese tomo, ese antiguo volumen de trescientos años atrás, mientras llevas a cabo tus lúgubres rondas colocando libros en las estanterías de la Biblioteca Butler.

Lamentablemente, tales momentos de felicidad no se producen a menudo. No es que estés especialmente a disgusto con tu trabajo en la biblioteca, pero a medida que pasa el tiempo y se van acumulando las horas, te resulta cada vez más difícil mantener la concentración en lo que estás haciendo, por mecánicas que puedan ser tus tareas. Lina sensación de irrealidad te invade cada vez que pones el pie en ese recinto de silenciosas estanterías, la impresión de que no te encuentras realmente allí, de que estás atrapado en un cuerpo que ha dejado de pertenecerte. Y así sucede que una tarde, sólo dos semanas después de haber merecido el trabajo de ayudante con la única prueba perfecta en los anales de la biblioteca, al encontrarte en un pasillo de historia medieval alemana realizando otra incursión en las estanterías, te llevas un susto de muerte cuando alguien te da unos golpecitos en el hombro por detrás. Te vuelves instintivamente para encararte con la persona que te ha tocado -sin duda alguien que se ha colado de forma inadvertida en esa zona restringida para asaltar o robar a la primera víctima que pueda encontrar- y entonces, con gran alivio, ves al señor Goines, que te está mirando con una compungida expresión en el rostro. Sin decir palabra, alza la mano derecha, dobla el dedo índice en tu dirección, y con gesto impaciente, moviéndolo repetidas veces, te indica que vayas tras él. El hombrecillo echa a andar como un pato por el pasillo, tuerce a la derecha al llegar al corredor, pasa por una fila de estanterías, luego por otra, y vuelve a desviarse a la derecha por un pasillo de historia medieval francesa. Has estado allí con el carro no hace ni veinte minutos, colocando varios libros sobre la vida cotidiana en la Normandía del siglo X, y efectivamente el señor Goines va derecho al sitio en que has estado trabajando. Señala el estante y dice: Fíjate en esto, de modo que te agachas y miras. Al principio no observas nada fuera de lo corriente, pero entonces el señor Goines saca dos libros de la estantería, dos volúmenes separados por una distancia de unos treinta centímetros, con otros tres o cuatro libros entre medias. Tu jefe te pone los dos libros cerca de la cara, indicándote claramente que quiere que leas el número decimal Dewey pegado en el lomo, y sólo entonces:e das cuenta de tu error. Has invertido la colocación de los volúmenes, poniendo el primero en el lugar del segundo y dejando el segundo en donde debía estar el primero. Por favor, dice el señor Goines, con voz un tanto desdeñosa, no lo vuelvas a hacer. Si un libro se coloca donde no le corresponde, puede estar perdido durante veinte años o más, quizá para siempre.

Es un asunto de poca importancia, quizás, pero te sientes humillado por tu negligencia. No es que los dos libros en cuestión fueran a perderse (se encontraban en el mismo estante, al fin y al cabo, a sólo unos centímetros uno de otro), pero entiendes lo que el señor Goines trata de decir, y aunque te irrita el tono condescendiente que adopta contigo, te disculpas y prometes prestar más atención en el futuro. Piensas: ¡Veinte años! ¡Para siempre! Esa idea te deja pasmado. Pon algo donde no le corresponde, y aunque siga estando ahí -prácticamente delante de tus narices- puede desaparecer hasta el fin de los tiempos.

Vuelves al carro y sigues colocando libros de historia medieval alemana. Hasta ahora no has sabido que te estaban espiando. Eso te deja mal sabor de boca, y te dices que debes tener cuidado, mantenerte alerta, no dar nunca nada por sentado, ni siquiera en el afable y soporífero recinto de una biblioteca universitaria.

Las expediciones a las estanterías consumen aproximadamente media jornada. Pasas la otra mitad sentado detrás de un pequeño escritorio en los pisos superiores, esperando que de las entrañas del edificio surja un tubo neumático con una papeleta de préstamo que te ordena buscar este o aquel libro para el estudiante o profesor que acaba de pedirlo abajo. El tubo neumático hace un ruido característico, vibrante, mientras se precipita velozmente a su destino, y puedes oírlo desde el momento en que inicia su ascensión. Las estanterías están distribuidas entre varias plantas, y como eres uno de los diversos ayudantes sentados frente a su mesa en cada uno de esos pisos, no sabes si el tubo neumático con la papeleta de préstamo enrollada en su interior viene dirigida a ti o a uno de tus colegas. No lo averiguas hasta el último segundo, pero si efectivamente es para ti, el cilindro metálico irrumpe con fuerza a tu espalda por una abertura en la pared y aterriza en la caja con un sordo batacazo, activando instantáneamente un mecanismo que enciende las cuarenta o cincuenta bombillas rojas dispuestas por el techo de un extremo a otro de la estancia. Esas luces son algo fundamental, pues puede darse que te vayas levantado de la mesa cuando llega el tubo, y estés buscando otro libro, de modo que al ver las bombillas ya sabes que acaba de llegar otro pedido. Si no te has alejado del escritorio, sacas la papeleta del tubo, vas a buscar el libro o los libros que hayan pedido, vuelves a la mesa, metes.a papeleta de pedido en cada libro (asegurándote de que la parte de arriba sobresale unos cinco centímetros), pones los volúmenes en el montacargas, que está en la pared de detrás de la mesa, y pulsas el botón de la segunda planta. Para concluir la operación, devuelves el tubo introduciéndolo por una pequeña cavidad en la pared. Oyes un agradable silbido cuando el cilindro es absorbido en el vacío, v las más de las veces te quedas un momento allí de pie, siguiendo el rumor del vibrante proyectil mientras se precipita por el conducto en su trayectoria descendente. Luego vuelves a la mesa. Te sientas en la silla. Y esperas al siguiente pedido.

A primera vista, no tiene nada de particular. ¿Qué podría ser más sencillo o menos laborioso que poner libros en un montacargas y pulsar un botón? Tras el arduo trabajo de colocar volúmenes en los estantes, se pensaría que tu tarea de estar frente a la mesa constituye un descanso bien merecido. Siempre que no haya libros que buscar (y muchos días sólo te envían el tubo neumático tres o cuatro veces en otras tantas horas), puedes hacer lo que te venga en gana. Leer o escribir, por ejemplo, deambular por la planta y meter la nariz en textos arcanos, hacer dibujos, echarte alguna que otra siesta a escondidas. En uno u otro momento, logras hacer todas esas cosas, o lo intentas, pero el ambiente en las estanterías es tan opresivo, que te resulta difícil centrar la atención mucho tiempo seguido en el libro que estás leyendo o el poema que tratas de componer. Te sientes como atrapado en una incubadora, y poco a poco llegas a entender que la biblioteca sirve única y exclusivamente para una cosa: entregarse a fantasías sexuales. No sabes por qué te ocurre eso, pero cuanto más tiempo pasas entre ese aire irrespirable, más se te llena la cabeza de imágenes de hermosas mujeres, de mujeres desnudas, y en lo único que puedes pensar (si pensar es la palabra adecuada en este contexto) es en follar con hermosas mujeres desnudas. No en alguna alcoba femenina, sensualmente decorada, ni tampoco en un tranquilo y placentero prado, sino ahí mismo, en el suelo de la biblioteca, revoleándote en sudoroso abandono mientras el polvoriento espíritu de millones de libros revolotea en el aire a tu alrededor. Te follas a Hedy Lamarr. Te follas a Ingrid Bergman. Te follas a Gene Tierney. Copulas con rubias y morenas, con negras y chinas, con todas las mujeres a quienes has deseado, una por una, a pares, tres a la vez. Las horas se suceden despacio, y allí sentado, en la cuarta planta de la Biblioteca Butler, notas que la polla se te pone tiesa. Ahora siempre la tienes dura, continuamente, con la más firme de las erecciones, y a veces la tensión es tan grande que te levantas de la mesa, te precipitas por el pasillo hacia el servicio de caballeros, y te la machacas en el retrete. Te das asco a ti mismo. Te sorprendes de lo rápidamente que cedes a tus deseos. Cuando te subes la cremallera juras que nunca volverá a suceder, que es exactamente lo que te dijiste hace veinticuatro horas. La vergüenza te persigue cuando vuelves a la mesa, y te sientas preguntándote si no te pasará algo grave. Concluyes que nunca te has sentido más solo, que eres la persona más triste y sola del mundo. Piensas que vas camino de una depresión nerviosa.

Te dice tu hermana: ¿Qué te parece, Adam? ¿Nos vamos a casa el fin de semana o nos quedamos aquí, pasando calor en Nueva York?

Nos quedamos, contestas tú, mientras piensas en el viaje en autobús a Nueva Jersey y las largas horas que habrás de estar hablando con tus padres. Si hace demasiado calor en el apartamento, añades, siempre podemos ir al cine. El sábado y el domingo ponen buenas cosas en el New Yorker y el Thalia, y nos refrescaremos con el aire acondicionado.

Estamos a primeros de julio, y tu hermana y tú ya lleváis dos semanas viviendo juntos. Como todos tus amigos han desaparecido hasta que acabe el verano, Gwyn es la única persona que ves a menudo; prescindiendo de la gente que trabaja en la biblioteca, aunque ésa no cuenta mucho. No tienes novia por el momento (Margot ha sido la última mujer con la que te has acostado), y tu hermana ha roto hace poco con el joven profesor con quien salía desde hace año y medio. Por tanto, sólo os tenéis el uno al otro para haceros compañía, pero no hay nada malo en eso por.o que a vosotros respecta, y en definitiva estás más que satisfecho con la forma en que están yendo las cosas desde que ella se ha venido a vivir contigo. Estás muy a gusto a su lado, con ella puedes hablar con mayor franqueza que con nadie que conozcas, y es increíble lo libre de conflictos que están vuestras relaciones. De vez en cuando, Gwyn se molesta contigo porque se te olvida fregar los platos o dejas el baño hecho una pena, pero cada vez que fracasas en el ámbito doméstico prometes enmendar tus indolentes hábitos, y poco a poco has ido mejorando.

Es una solución perfecta, entonces, tal como te habías rgurado cuando le propusiste la idea por primera vez, y ¿ñora que poco a poco te vas desmoronando en tu trabajo en el Castillo de los Bostezos, comprendes que vivir con tu hermana en el apartamento es indudablemente una ayuda para mantener la cordura, que más que cualquier otra persona Gwyn tiene el don de aliviar la carga de desesperación que llevas en tu interior. Por otro lado, el hecho de que estéis juntos de nuevo ha producido ciertos efectos curiosos, consecuencias que no habías previsto cuando ambos discutisteis en primavera la posibilidad de volver a aliaros. Ahora te preguntas cómo puedes haber estado tan ciego. Gwyn y tú sois hermanos, pertenecéis a la misma familia, y por tanto es muy natural que, en el curso de las largas conversaciones que mantenéis, salga a relucir de vez en cuando algún asunto familiar -comentarios sobre vuestros padres, referencias al pasado, recuerdos de pequeños detalles de la vida que compartisteis de pequeños-, y como esos temas se han tocado tan a menudo durante las semanas que habéis pasado juntos, te pones a pensar en ellos incluso cuando estás solo. No quieres recordarlos, pero lo haces. Te has pasado los dos últimos años tratando conscientemente de evitar a tus padres, haciendo todo lo posible para mantenerlos a distancia, y sólo has vuelto a Westfield cuando estabas seguro de que Gwyn también iba a estar en casa. Sigues queriendo a tus padres, pero ya no te caen especialmente bien. Llegaste a esa conclusión después de que tu hermana se fuera a la universidad, dejándote solo con ellos durante los dos últimos años de instituto, y cuando finalmente te tocó a ti el turno de marcharte, te sentiste como si te hubieras escapado de la cárcel. No es que te enorgullezcas de esos sentimientos -en realidad, te repelen, te asusta tu frialdad y falta de humanidad-, y te recriminas continuamente el hecho de aceptar dinero de tu padre, que te mantiene y paga la matrícula, pero necesitas seguir en la universidad para estar lejos de él y de tu madre, y como careces de recursos propios, y tu padre gana demasiado para que tengas derecho a una beca, ¿qué remedio te queda sino tragarte la ignominia de tu falsa posición? Así que sales corriendo, y al hacerlo sabes que te va la vida en ello, y a menos que mantengas la distancia entre tus padres y tú, empezarás a languidecer y morirás, igual que tu hermano Andy murió ahogado en el.ago Eco el 10 de agosto de 1957, esa laguna de Nueva Jersey de nombre tan extrañamente apropiado, porque Eco también languideció y murió, y cuando su amado Narciso se ahogó, nada quedó de ella sino un montón de huesos y el lamento de su incorpórea e inextinguible voz.

No quieres pensar en esas cosas. No te apetece acordarte de tus padres ni de los ocho años que pasaste encerrado en la casa del dolor. Tenías diez años en el momento que Andy murió, y a Gwyn y a ti os habían enviado a un campamento de verano en el estado de Nueva York, lo que significa que ninguno de los dos estabais allí cuando ocurrió el accidente. Tu madre estaba sola con el pequeño Andy, de siete años, pensando en pasar una semana en el chalet a orillas del lago que tu padre había comprado en 1949, cuando tu hermana y tú no erais más que unos mocosos, el lugar de veraneo de la familia, el sitio de humeantes barbacoas y crepúsculos infestados de mosquitos, v la ironía radicaba en que estaban vendiendo la casa, aquél iba a ser el último verano en el lago Eco, a sólo una hora en coche de casa pero sin ser ya el tranquilo retiro que había sido, ahora que estaban construyendo todas aquellas casas, y así, con sus dos hijos mayores ausentes, tu madre sucumbió a un acceso de nostalgia y decidió llevar a Andy al lago, aun cuando tu padre se encontraba demasiado ocupado para acompañarlos. Andy no sabía nadar bien todavía, seguía esforzándose para no perder la práctica, pero había en él algo temerario que lo incitaba a la travesura con una impulsiva exuberancia que todo el mundo lo consideraba destinado a conseguir un título superior en Trastadas. El tercer día de su estancia, a eso de las seis de la mañana, con tu madre aún durmiendo en su cuarto, a Andy se le metió en la cabeza ir a bañarse sin nadie que lo acompañara. Antes de marcharse, el aventurero de siete años se sentó a redactar un mensaje breve y mal escrito -Qerida mam estol nel lago Vesos Andy-, salió luego de puntillas de la casa, se tiró al agua, y se ahogó. Estol nel lago.

No quieres pensar en eso. Ya te has largado, y no tienes valor para volver a esa casa de gritos y silencios, escuchar a tu madre dando alaridos en el piso de arriba, abrir de nuevo el botiquín y contar los frascos de tranquilizantes y antidepresivos, pensar en los médicos y las crisis nerviosas y el intento de suicidio y la prolongada estancia en el hospital cuando tenías doce años. No quieres recordar los ojos de tu padre ni cómo durante años te miraban sin verte, ni su rutina de autómata de levantarse a las seis en punto de la mañana y no volver a casa del trabajo hasta las nueve de la noche, ni su negativa a mencionar el nombre de su hijo muerto delante de ti y de tu hermana. Ya no lo veías sino en contadas ocasiones, y con tu madre casi incapaz de atender la casa y preparar la comida, el ritual de la cena familiar llegó a su fin. Las tareas domésticas de la limpieza y la cocina eran cosa de una sucesión de presuntas doncellas, por lo general decrépitas mujeres negras de sesenta y tantos años, y como la mayoría de las veces tu madre prefería cenar sola en su habitación, normalmente sólo estabais tu hermana y tú, sentados frente a frente a la mesa de fórmica rosa de la cocina. Dónde cenaba tu padre era un misterio para ti. Te figurabas que iría a restaurantes, quizás al mismo todas las noches, pero él nunca decía una palabra sobre eso.

Te resulta doloroso pensar en esas cosas, pero ahora que tu hermana vuelve a estar contigo, no lo puedes evitar,

.os recuerdos afloran a tu memoria contra tu voluntad, y cuando te sientas a trabajar en el largo poema que empezaste en junio, a menudo te detienes a mitad de una frase,:e quedas mirando por la ventana, y te pones a recordar tu infancia.

Ahora comprendes que empezaste a huir de ellos mucho antes de lo que sospechabas. De no haber sido por la muerte de Andy, probablemente habrías sido un hijo bueno y obediente hasta el momento de marcharte de casa, pero una vez que el equilibrio de la casa se vino abajo -con tu madre retrayéndose a un perpetuo estado de luto, agobiada por la culpa, y tu padre ya apenas presente-, no tuviste más remedio que mirar a otra parte en busca de una especie de existencia sostenible. En el restringido mundo de la infancia, eso significaba el colegio y el campo de béisbol en donde jugabas con tus amigos. Querías destacar en todo, y como tenías la suerte de estar dotado de una inteligencia razonable y un físico vigoroso, casi siempre sacabas las mejores notas de la clase y te lucías en toda una serie de deportes. Nunca te pusiste a pensar en nada de esto (eras demasiado joven para ello), pero aquellos éxitos te ayudaban a contrarrestar en buena medida el lúgubre ambiente que se respiraba en tu casa, y cuantos más triunfos cosechabas, más afirmabas tu independencia de tus padres. Ellos te deseaban lo mejor, desde luego, no se ponían en tu contra, pero llegó un momento (podrías tener once años) en que empezaste a anhelar la admiración de tus amigos tanto como ansiabas el cariño de tus padres.

Horas después de que se llevaran a tu madre al manicomio, hiciste el juramento, por la memoria de tu hermano, de ser una buena persona durante el resto de tu vida. Estabas en el cuarto de baño, según recuerdas, solo en el cuarto de baño, procurando contener las lágrimas, y por buena persona entendías ser honrado, amable y generoso, no burlarte jamás de nadie, nunca sentirte superior a nadie, y tampoco buscar pelea por nada. Tenías doce años. Al cumplir los trece, dejaste de creer en Dios. A los catorce, te pasaste el primero de tres veranos consecutivos trabajando en el supermercado de tu padre (metiendo la compra en bolsas, colocando artículos, llevando la caja, firmando albaranes de entrega, sacando la basura: perfeccionando así las aptitudes que te llevarían a tu encumbrada posición de ayudante en la biblioteca de Columbia). A los quince años, te enamoraste de una chica llamada Patty French. Ese mismo año dijiste a tu hermana que ibas a ser poeta. Cuando ya tenías dieciséis, Gwyn se marchó de casa y tú caíste en el exilio interior.

Sin tu hermana nunca habrías recorrido ni la mitad de ese trayecto. Por mucho que ansiaras labrarte una vida por ti mismo fuera del ámbito familiar, era en casa en donde vivías, y sin Gwyn para protegerte dentro de aquellos muros, te habrías visto asfixiado, anulado, empujado a la locura. No hay recuerdos precoces, aunque el primero es a los cinco años con los dos desnudos en la bañera, tu madre lavando el pelo a Gwyn, el champú espumeando en blancas puntas y extrañas ondulaciones cuando tu hermana echa la cabeza atrás, riendo, y tú te la quedas mirando en extasiada admiración. Ya la querías más que a nadie en el mundo, y hasta que tuviste seis o siete años suponías que siempre vivirías con ella, que acabaríais siendo marido y mujer. No es preciso añadir que a veces os peleabais y os jugabais malas pasadas el uno al otro, pero no habitual-mente, ni la mitad de las veces que suelen hacerlo los hermanos. Os parecíais tanto, los dos con el pelo negro y los ojos verdes, el cuerpo alargado y la boca pequeña, tan semejantes que podríais haber pasado por las versiones masculina y femenina de la misma persona, y entonces irrumpió el Andy de piel blanca, bucles rubios y rolliza constitución, v desde el principio os pareció un personaje cómico, un enano avispado con pañales húmedos que se había incorporado a la familia con el único objeto de entreteneros. Durante su primer año de vida, lo tratasteis como un juguete o un perrito de compañía, pero luego empezó a hablar, y resolvisteis de mala gana que debía de ser una criatura humana. Una persona de verdad, entonces, pero al contrario que tu hermana y tú, que tendíais a ser comedidos y educados, vuestro hermanito era un demonio de humor cambiante, unas veces bullicioso y otras mohíno, propenso a súbitos e incontrolables accesos de llanto y a largas rachas de bárbaras y enloquecidas carcajadas. No podía ser fácil para él -tratando de abrir brecha en el círculo interior, intentando ponerse a la altura de sus hermanos mayores-, pero el desfase se difuminaba a medida que crecía, las frustraciones disminuían poco a poco, y cerca del final el llorica se iba convirtiendo en un buen chaval; más que un poco chiflado a veces (Estoi nel lago), pero buen chico a pesar de todo.

Justo antes de que Andy naciera, tus padres os cambiaron a tu hermana y a ti a habitaciones contiguas en la tercera planta. Allá arriba, bajo las tejas, era un reino aparte, un pequeño principado separado del resto de la casa, y después del cataclismo del lago Eco, sobrevenido en agosto de 1957, se convirtió en tu refugio, el único sitio de aquella fortaleza de amargura en donde tu hermana y tú podíais escapar de vuestros dolientes padres. Tú también sentías dolor, pero al modo de los niños, más egoísta, más solemne, quizás, y durante muchos meses tu hermana y tú os atormentasteis contando una y otra vez las perrerías que alguna vez habíais hecho a Andy -las befas, los comentarios hirientes, los insultos en broma, las bofetadas, los empujones y puñetazos un poco fuertes-, como si algún oscuro sentimiento de culpa os impulsara a mortificaros, a degradaros en vuestra maldad repitiendo interminablemente la serie de fechorías que habíais cometido a lo largo de los años. Siempre soltabais esas retahilas por la noche, a oscuras, después de acostaros, los dos hablando por la puerta abierta que comunicaba vuestros cuartos, o si no uno en la cama del otro, tumbados de espaldas, mirando al techo invisible. Os sentíais como huérfanos entonces, con el espíritu de vuestros padres rondando por la planta de abajo, y dormir juntos se convirtió en un reflejo natural, un consuelo perdurable, un remedio para evitar las lágrimas y estremecimientos que con tanta frecuencia sobrevenían en los meses siguientes a la muerte de Andy.

Intimidades de ese género constituían el incuestionable terreno de tus relaciones con Gwyn. Se remontaban al principio, al límite mismo de la memoria consciente, y no puedes recordar un solo momento en que te sintieras a disgusto o cohibido en su presencia. Te bañabas con ella cuando erais pequeños, explorabais ansiosamente vuestros cuerpos jugando "a los médicos", y en las tardes de lluvia que pasabais encerrados en casa la actividad preferida de Gwyn era que saltarais desnudos sobre la cama. No por el placer de saltar, sino porque, tal como ella decía, le gustaba ver tu pene agitándose hacia arriba y hacia abajo, y por minúsculo que ese órgano fuese en aquel momento de tu vida, la complacías de buena gana, porque eso siempre le divertía, y nada te hacía tan feliz como ver reír a tu hermana. ¿Cuántos años tenías entonces? ¿Cuatro? ¿Cinco? Con el tiempo, los niños empiezan a rehuir el nudismo salvaje y bullanguero de los primeros años y a los seis o siete años ya se han alzado las barreras del pudor. Por la razón que fuese, eso no ocurrió con vosotros dos. Nada de chapoteos en.a bañera quizás, se acabó el jugar a los médicos, y también el saltar sobre la cama, pero no aquello, la despreocupación nada norteamericana en lo que se refería a vuestros cuerpos. La puerta del baño que compartíais se quedaba abierta con frecuencia, ¿y cuántas veces pasaste por delante y viste a Gwyn meando en el retrete, en cuántas ocasiones te vio ella salir de la ducha sin nada de ropa encima? Veros desnudos era algo completamente natural, y ahora, en el verano de 1967, cuando dejas la pluma y miras por la ven-rana pensando en tu infancia, reflexionas sobre esa falta de inhibición y concluyes que se debía a la creencia de que tu cuerpo era de ella, de que os pertenecíais el uno al otro, y por tanto habría sido impensable obrar de otra manera. Es cierto que con el paso del tiempo os hicisteis algo más reservados, pero ni siquiera cuando vuestros cuerpos empezaron a cambiar llegasteis a marcar del todo las distancias. Recuerdas el día en que Gwyn entró en tu cuarto, se sentó en tu cama, y se levantó la blusa para enseñarte el primer y diminuto abultamiento de sus pezones, el primer signo de crecimiento de sus incipientes pechos. Recuerdas cuando le mostraste el principio de tu vello púbico y una de tus primeras erecciones adolescentes, y te acuerdas asimismo de estar con ella en el baño y ver cómo le corría la sangre por las piernas cuando tuvo su primer periodo. Ninguno de los dos lo pensasteis dos veces para ir al encuentro del otro cuando ocurrieron tales milagros. Los acontecimientos que cambian la vida exigen un testigo, ¿y quién podía desempeñar mejor ese papel que uno de vosotros?

Entonces llegó la noche del gran experimento. Vuestros padres iban a pasar fuera el fin de semana, y habían decidido que tu hermana y tú ya erais lo bastante mayores para cuidaros solos sin nadie que os vigilara. Gwyn tenía quince años y tú catorce. Ella era casi una mujer, y tú apenas acababas de salir de la infancia, pero ambos estabais atrapados en la desesperación de la primera adolescencia, pensando de la mañana a la noche en las relaciones sexuales, masturbándoos de manera incesante, locos de deseo, vuestros cuerpos ardiendo de lascivas fantasías, ansiando que os tocaran, que os besaran, voraces e insatisfechos, excitados y solos, condenados. La semana anterior a la marcha de vuestros padres, ambos discutisteis abiertamente el dilema, la gran contradicción de ser lo bastante mayores para desearlas pero demasiado jóvenes para tenerlas. El mundo os había jugado una mala pasada obligándoos a vivir en la mitad del siglo XX, haciéndoos nada menos que ciudadanos de un país industrial avanzado, mientras que si hubieseis nacido en una tribu primitiva del Amazonas o los Mares del Sur, ya no seríais vírgenes. Entonces fue cuando tramasteis el plan -inmediatamente después de esa conversación-, pero esperasteis a que vuestros padres se marcharan antes de ponerlo en práctica.

Ibais a hacerlo una vez, sólo una. Tenía que ser un experimento, no una nueva forma de vivir, y por mucho que os gustara, debíais dejarlo después de aquella noche, porque si seguíais con ello llegaríais a entusiasmaros fácilmente, y las cosas se os podrían escapar de las manos, sin contar con que habría que ocuparse del problema de las sábanas manchadas de sangre, ni con la grotesca posibilidad, la inconcebible probabilidad que ninguno de vosotros se atrevía a mencionar en voz alta. Cualquier cosa y hasta el final, decidisteis, pero nada de penetración, toda la gama de combinaciones y posturas, tantas como quisierais y durante el tiempo que os apeteciera, pero sería una noche de contactos sexuales sin cópula. Como ninguno de vosotros había tenido experiencias con nadie, la perspectiva era muy emocionante, y pasasteis los días anteriores a la marcha de vuestros padres en un delirio de expectación: con un susto de muerte, conmocionados por la audacia del plan, enloquecidos.

Era la primera oportunidad que tenías de manifestar a Gwyn cuánto la querías, de decirle lo bella que te parecía, de introducirle la lengua en la boca y besarla de la forma en que durante meses habías soñado. Temblabas al quitarte la ropa, te estremecías de la cabeza a los pies cuando te metiste en la cama y sentiste cómo se cerraban sus brazos en torno a ti. La habitación estaba a oscuras, pero distinguías vagamente el destello en los ojos de tu hermana, el contorno de su rostro, la silueta de su cuerpo, y cuando te introdujiste bajo las sábanas y sentiste su desnudez, el cuerpo desnudo de tu hermana de quince años apretándose contra tu carne desnuda, tuviste un escalofrío, te quedaste casi sin respiración por la avalancha de sensaciones que te invadía. Permanecisteis varios momentos uno en brazos del otro, las piernas entrelazadas, las mejillas juntas, demasiado sobrecogidos para hacer otra cosa que aferraras el uno al otro y confiar en que no estallaríais de puro terror. Finalmente, Gwyn empezó a pasarte las manos por la espalda, te rozó la cara con los labios y luego te besó, con fuerza, con una agresividad que no te esperabas, y cuando su lengua entró en tu boca como un relámpago, comprendiste que no había nada mejor en el mundo que te besaran de.1 forma en que ella lo estaba haciendo, que aquello era sin discusión la única y más importante justificación de estar vivo. Os seguisteis besando durante largo rato, ronroneando los dos y manoseándoos mientras vuestras lenguas se agitaban y la saliva se escapaba de vuestros labios. Por fin te armaste de valor y colocaste la palma de las manos en sus pechos, en sus pequeños senos, aún no plenamente desarrollados, y por primera vez en tu vida te dijiste a ti mismo: estoy tocando los pechos desnudos de una chica. Después de acariciarlos durante un tiempo, te pusiste a besar los sitios que habías tocado, a pasarle la lengua por la aureola, a chuparle los pezones, y te sorprendiste cuando se hicieron más firmes y erectos, tanto como lo estaba tu pene desde el momento en que te pusiste encima de tu hermana desnuda. Era demasiado para que lo asimilaras, con aquella iniciación en el esplendor de la anatomía femenina empujándote más allá de tus límites, y sin iniciativa alguna por parte de Gwyn tuviste de pronto tu primera eyaculación de la noche, un violento espasmo que acabó esparcido por todo su vientre. Afortunadamente, el sonrojo que pudieras haber tenido fue de corta duración, pues incluso en el momento en que el fluido emanaba de ti, Gwyn se había echado a reír, y a modo de brindis por tu hazaña, se restregó alegremente la mano por el estómago.

Aquello prosiguió durante horas. Ambos erais muy jóvenes, inexpertos e infatigables, estabais llenos de emoción, enloquecidos por vuestras mutuas ansias, y como habíais prometido que aquélla sería la única vez, ninguno de los dos queríais que terminara nunca. Así que seguisteis sin parar. Con la fuerza y energía de tus catorce años, pronto te recuperaste de tu descarga accidental, y cuando tu hermana te cogió tiernamente el rejuvenecido pene (sublime arrobamiento, júbilo indecible), seguiste adelante con tu lección de anatomía transitando con las manos y la boca por otras zonas de su cuerpo. Descubriste las tersas y deliciosas regiones de la nuca y de la cara interna del muslo, las indelebles satisfacciones de los hoyuelos de la espalda y las nalgas, la delicia casi insoportable de la lengua lamiendo la oreja. Éxtasis táctil, pero también el aroma del perfume que Gwyn se había puesto para la ocasión, la superficie cada vez más resbaladiza de vuestros cuerpos, y la pequeña sinfonía de ruidos que ambos ejecutasteis a lo largo de la noche, juntos y cada uno por su lado: las quejas y gemidos, los suspiros y aullidos, y luego, cuando Gwyn se corrió por primera vez (frotándose el clítoris con el dedo medio de la mano izquierda), el sonido del aire entrando y saliendo por sus fosas nasales, el ritmo creciente de su respiración, el victorioso jadeo del final. Aquella primera vez, seguida de otras dos, de tres veces quizá. En tu caso, aparte de la solitaria chapuza del principio, estaba la mano de tu hermana cerrándose en torno a tu pene, moviéndose hacia arriba y hacia abajo mientras tú permanecías tumbado, envuelto en una niebla de ascendente excitación, y luego estaba su boca, moviéndose de igual manera, sus labios en torno a tu pene de nuevo firme, y la honda intimidad que ambos sentisteis cuando te corriste en su boca: el fluido de uno pasando al cuerpo del otro, la mezcla de una persona con otra, espíritus conjugados. Luego tu hermana se dejó caer de espaldas, abrió las piernas y te dijo que la tocaras. Ahí no, te decía, aquí, y te cogió la mano y te guió al sitio donde quería que estuvieras, al lugar en donde nunca habías estado, y tú, que hasta aquella noche no habías sabido nada, empezaste poco a poco a formarte como ser humano.

Seis años después, estás sentado en la cocina del apartamento que compartes con tu hermana en la calle Ciento siete Oeste. Es a primeros de julio de 1967, y acabas de decirle que preferirías pasar el fin de semana en Nueva York, que no tienes interés alguno en hacer un incómodo viaje en autobús a la casa paterna. Gwyn está sentada a la mesa, frente a ti, vestida con unos pantalones cortos de color azul y una camiseta blanca, su largo pelo negro recogido sobre la cabeza a causa del calor, y observas que tiene los brazos morenos, que a pesar del trabajo de oficina que la mantiene entre cuatro paredes durante la mayor parte del día, ha estado al sol lo suficiente para que su piel adquiera un atractivo matiz pardo rojizo, que en cierto modo te recuerda el color de las tortitas. Son las seis y media de la tarde de un jueves, y ambos acabáis de volver del trabajo, estáis bebiendo una cerveza directamente de la lata y fumando Chesterfield sin filtro. Dentro de una hora o así, saldréis a cenar a un restaurante chino de precios razonables -más por el aire acondicionado que por la comida-, pero de momento estás a gusto sin hacer nada, reanimándote de nuevo tras otra tediosa jornada en la biblioteca, a la que has empezado a denominar el Castillo de los Bostezos. Tras contestar que no quieres ir a Nueva Jersey, no te cabe duda de que Gwyn se va a poner a hablar de vuestros padres. Estás preparado para eso, y a decir lo que piensas llegado el caso, aunque esperas que la conversación no dure demasiado. El millonésimo nono capítulo de la historia de Marge y Bud. ¿Cuándo empezasteis Gwyn y tú a llamar a vuestros padres por sus nombres de pila? No recuerdas exactamente, pero fue más o menos en la época en que Gwyn se fue a la universidad. Siguen siendo mamá y papá cuando estáis con ellos, pero Marge y Bud cuando os encontráis a solas tu hermana y tú. Una actitud ligeramente afectada, quizás, pero que te ayuda a apartarlos mentalmente de ti, a crear cierta distancia ilusoria, y eso es lo que necesitas, te dices a ti mismo, lo que más falta te hace.

No lo entiendo, observa tu hermana. Nunca quieres ir.

Ojalá quisiera, contestas, encogiéndote de hombros, a la defensiva, pero cada vez que pongo el pie en esa casa, me siento arrastrado al pasado.

¿Es tan horrible? No irás a decirme que todos tus recuerdos son malos. Sería ridículo. Absurdo y falso.

No, no; todos malos, no. Buenos y malos a la vez. Pero lo curioso es que, siempre que estoy allí, sólo me vienen los malos. Cuando no estoy en casa, en general pienso en los Dueños.

¿Por qué no me pasa a mí lo mismo?

No sé. A lo mejor porque no eres un chico.

¿Y qué más da eso?

Andy era un chico. En un momento dado éramos dos, v ahora soy sólo yo: el único superviviente del naufragio.

¿Y qué? Mejor uno que ninguno, por amor de Dios.

Son sus ojos, Gwyn, la expresión de su rostro cuando me miran. De pronto, me siento como si me reprocharan algo. ¿Por qué tú?, parecen preguntarme. ¿Por qué vives tú Y tu hermano no? Y al poco rato sus ojos me inundan de ternura, de un cariño angustiado, nauseabundo, excesivamente protector. Me da un miedo tremendo.

No exageres. No te reprochan nada, Adam. Están muy orgullosos de ti, deberías oírlos cuando no estás. Interminables alabanzas al chico prodigio que han creado, el príncipe de la corona de la dinastía Walker.

Ahora eres tú quien exagera.

De verdad que no. Si no te quisiera tanto, me sentiría celosa.

No sé cómo puedes soportarlo. Verlos juntos, quiero decir. Cada vez que los miro, me pregunto por qué siguen casados.

Pues porque quieren estar casados.

No tiene sentido. Ya ni siquiera se dirigen la palabra.

Han pasado juntos por un infierno, y no tienen necesidad de hablar si no les apetece. Mientras quieran permanecer unidos, no es asunto nuestro cómo lleven su vida.

Ella era tan guapa… Y lo sigue siendo.

Está demasiado triste. Con esa melancolía ninguna persona puede ser atractiva.

Te detienes un momento para asimilar lo que acabas de decir. Entonces, desviando la vista de tu hermana, incapaz de mirarla mientras formulas la siguiente frase, añades:

Me da tanta pena de ella, Gwyn. No sabes cuántas veces he estado a punto de llamar a casa y decirle que ya está bien, que ya puede dejar de odiarse, que ya se ha castigado bastante.

Deberías hacerlo.

No quiero ofenderla. La compasión es un sentimiento abominable, sin valor; habría que embotellarlo y reservarlo para uno mismo. Cuando tratas de expresarla, sólo consigues empeorar las cosas.

Tu hermana te sonríe, de manera poco apropiada, te parece, pero cuando examinas su rostro y observas la expresión grave y pensativa de sus ojos, comprendes que estaba esperando que dijeras algo así, que siente alivio al ver que no estás tan amurallado ni eres tan frío como pretendes ser, que hay cierta humanidad en ti, después de todo. Te dice: Muy bien, hermanito. Quédate sudando en Nueva York, si te apetece. Pero, sólo para tu información, un viaje a casa de vez en cuando puede conducir a descubrimientos bastante interesantes.

¿Como cuáles?

Como la cajita que encontré debajo de mi cama la última vez que estuve allí. ¿Qué había dentro?

Un montón de cosas, en realidad. Por ejemplo, la obra de teatro que escribimos juntos en el instituto. Me estremezco al pensar en…

Ubu II, Rey.

¿Le echaste una mirada? No pude contenerme. ¿Y?

No es una maravilla, desde luego. Pero hay algunos diálogos divertidos, y dos de las escenas casi me hacen reír. Cuando Ubu manda detener a su mujer por eructar en la mesa, y eso de cuando Ubu declara la guerra a Estados Unidos para devolver luego el territorio a los indios.

Tonterías de adolescentes. Pero nos lo pasamos bien,;verdad? Me acuerdo de que nos revolcábamos de risa por el suelo y que después me dolía el estómago de tanto reír.

Nos turnábamos escribiendo frases, me parece. ¿O eran monólogos enteros?

Monólogos. Pero no me obligues a jurarlo ante un tribunal. Podría estar equivocado.

Estábamos locos entonces, ¿verdad? Los dos; a cual más. Y nadie se enteraba. Todos pensaban que éramos crios equilibrados, sensatos. La gente nos respetaba, nos tenía envidia, v en el fondo estábamos chalados.

De nuevo miras a tu hermana a los ojos, y notas que quiere hablar del gran experimento, una cuestión que ninguno de vosotros ha mencionado durante años. ¿Vale la pena entrar en ello ahora, te preguntas, o debes cambiar de tema y desviar la conversación? Antes de que llegues a decidirte, ella dice:

Y es que lo que hicimos aquella noche fue algo absolutamente demencial.

¿Eso crees?

¿Tú no?

En realidad, no. Tuve la picha escocida durante una semana, pero sigo recordándola como la mejor noche de mi

Gwyn sonríe, desarmada por tu despreocupada actitud hacia lo que la mayoría de la gente consideraría un crimen contra las leyes de la naturaleza, un pecado mortal. Y pregunta: ¿No te sientes culpable?

No. Me sentí libre de culpa entonces, y así me siento ahora. Siempre he supuesto que tú te sentirías igual.

Quiero sentirme culpable. Me digo a mí misma que debo sentirme culpable, pero lo cierto es que no. Por eso creo que estábamos locos. Porque aquello no nos dejó cicatrices.

No puedes sentirte culpable a menos que hayas hecho algo malo. Lo que hicimos aquella noche no era malo. No hicimos daño a nadie, ¿verdad? No obligamos al otro a hacer nada que no quisiera. Ni siquiera llegamos hasta el final. Lo que hicimos fue un experimento juvenil, nada más. Y me alegro de que lo hiciéramos. A decir verdad, lo único que lamento es que no lo repitiéramos.

Ah. Así que pensabas lo mismo que yo.

¿Por qué no me lo dijiste?

Estaba muy asustada, supongo. Tenía miedo de que si seguíamos haciéndolo, acabáramos metiéndonos en un verdadero lío.

Así que, en lugar de eso, te echaste novio. Dave Cryer, el rey de los animales.

Y tú te enamoraste de Patty French.

Agua pasada, camarada.

Sí, ya todo es agua pasada, ¿verdad?

Tu hermana y tú habláis del pasado, entonces, y del silencioso matrimonio de vuestros padres, de vuestro hermano muerto y de la farsa infantil que escribisteis hace años en unas vacaciones de primavera, pero esos asuntos no ocupan más que una pequeña fracción del tiempo que pasáis juntos. Consumís otra parte en breves conversaciones relativas al mantenimiento doméstico (compras, limpieza, cocina, pago del alquiler y recibos de la casa), pero la mayoría de las palabras que intercambiáis este verano se refieren al presente y al futuro, a la guerra de Vietnam, a libros y escritores, poetas, músicos y cineastas, así como a las historias que traéis a casa de vuestros trabajos respectivos. Tu hermana y tú siempre habéis hablado, siempre habéis mantenido un continuo y complejo diálogo desde vuestra primera infancia, y esa disposición a compartir pensamientos e ideas es probablemente lo que mejor define vuestra amistad. Resulta que estáis de acuerdo en la mayoría de las cosas, pero de ninguna manera en todas, y disfrutáis peleándoos por vuestras diferencias. Vuestras discusiones sobre los respectivos méritos de diversos escritores y artistas poseen, sin embargo, cierto aspecto cómico, pues rara vez ocurre que alguno de los dos convenza al otro para que cambie de opinión. Un buen ejemplo: los dos consideráis a Emily Dickinson la suprema poeta norteamericana del siglo XIX, pero mientras tú sientes debilidad por Whitman, Gwyn lo desprecia calificándolo de grandilocuente y vulgar, un falso profeta. Lees en voz alta uno de sus breves poemas líricos (El galanteo de las águilas) y ella sigue sin convencerse, diciéndote que lo siente, pero que un poema de águilas que folian en el aire la deja fría. Otra muestra: ella admira Middlemarcb más que ninguna otra novela, y cuando confiesas que nunca has pasado de la página 50, insiste en que lo intentes otra vez, cosa que haces, y vuelves a rendirte antes de llegar a esa página. Más ejemplos: vuestras posturas sobre la guerra y la política estadounidense es casi idéntica, pero con la perspectiva del reclutamiento esperándote en cuanto termines la universidad, te muestras más exaltado y vociferante que ella, y siempre que te lanzas a una de tus furiosas peroratas contra la administración Johnson, Gwyn te sonríe, se tapa los oídos con los dedos, y espera a que acabes.

A los dos os encantan Tolstói y Dostoievski, Hawthorne y Melville, Flaubert y Stendhal, pero en esa etapa de tu vida no puedes soportar a Henry James, mientras que Gwyn sostiene que es el mayor de los gigantes, el coloso a cuyo lado todos los demás novelistas parecen pigmeos. Estáis en completa armonía en lo que se refiere a la grandeza de Kafka y Beckett, pero cuando le dices que Céline pertenece a ese grupo, se ríe de ti y lo tilda de maníaco fascista. Wallace Stevens sí, pero en el puesto siguiente tú colocas a William Carlos Williams, no a T. S. Eliot, cuya obra recita Gwyn de memoria. Defiendes a Keaton, ella a Chaplin, y mientras los dos os retorcéis de risa nada más ver a los Hermanos Marx, tu muy adorado W. C. Fields no le arranca a ella una sola sonrisa. En sus mejores momentos Truffaut os emociona a los dos, pero Gwyn encuentra pretencioso a Godard y tú no, y mientras ella canta las alabanzas de Bergman y Antonioni como idénticos maestros universales, tú le contestas de mala gana que sus películas te aburren. Ningún conflicto en lo que se refiere a la música clásica, con J. S. Bach en la cabecera de la lista, pero a ti te interesa el jazz cada vez más, mientras que Gwyn sigue aferrada al frenesí del rock and roll, que a ti apenas te dice ya nada. A ella le gusta bailar, y a ti no. Se ríe más que tú y fuma menos. Es una persona más libre y feliz que tú, y siempre que estás con ella, el mundo parece más luminoso y acogedor, un lugar en donde tu hosca e introvertida personalidad casi puede sentirse a gusto.

La conversación continúa a todo lo largo del verano. Habláis de libros y películas, de la guerra y el trabajo, de los planes para el futuro, del pasado y el presente, y también de Born. Gwyn sabe que estás sufriendo. Es consciente de que esa experiencia sigue siendo una pesada carga para ti, y una y otra vez te escucha pacientemente mientras cuentas la historia, la misma de siempre, la obsesión que se ha introducido en tu alma como un gusano para convertirse en parte integrante de tu existencia. Ella intenta tranquilizarte asegurándote que obraste como debías, que no podías haber hecho otra cosa, y mientras convienes en que no podrías haber evitado la muerte de Cedric Williams, sabes que tu cobarde vacilación en ir a la policía permitió a Born escapar sin castigo, y eso no te lo puedes perdonar. Hoy es viernes, el atardecer del primer fin de semana de julio, que has decidido pasar en Nueva York, y mientras tu hermana y tú estáis sentados a la mesa de la cocina, tomando las cervezas de después del trabajo y fumando, la conversación vuelve una vez más a Born.

Lo he estado pensando, dice Gwyn, y estoy prácticamente segura de que todo el asunto empezó porque Born se sentía sexualmente atraído hacia ti. No era sólo Margot. Sino los dos juntos.

Sorprendido por la teoría de tu hermana, te detienes un momento a considerar si tiene algún sentido, repasas dolorosamente tus intrincadas relaciones con Born desde esa nueva perspectiva, y al final dices que no, no estás de acuerdo.

Piénsalo, insiste Gwyn.

Lo estoy pensando, contestas. Si fuera cierto, se me habría insinuado. Pero no lo hizo. Nunca intentó tocarme.

No importa. Lo más probable es que ni siquiera él mismo fuera consciente de ello. Pero ningún hombre suelta miles de dólares a un veinteañero desconocido porque le preocupa su futuro. Lo hace movido por una atracción homoerótica. Born se enamoró de ti, Adam. Que lo supiera o no, no viene al caso.

Sigo sin estar convencido, pero ahora que lo mencionas, ojalá me hubiera hecho insinuaciones. Le habría sacudido un puñetazo en la boca y lo habría mandado a tomar por culo, y entonces nunca habríamos dado el paseo por Riverside Drive, y aquel muchacho, Williams, no habría sido asesinado.

¿Ha intentado eso alguien contigo?

¿El qué?

Otro hombre. ¿Te ha hecho proposiciones un hombre alguna vez?

Me han mirado de forma rara, pero nadie me ha dicho nunca nada.

Así que nunca lo has hecho.

¿Que no he hecho qué?

Tener relaciones sexuales con otro tío.

Cono, no.

¿Ni siquiera cuando eras pequeño?

¿De qué estás hablando? Los niños no pueden mantener relaciones sexuales. Es imposible; por la sencilla razón de que son pequeños.

No me refiero a que fueras un niño pequeño. Hablo de justo después de la pubertad. Trece, catorce años. Yo creía que a esa edad a todos los chicos les gusta masturbarse mutuamente.

A mí no.

¿Qué me dices de la famosa paja en círculo? Debes haber participado en una de esas sesiones.

¿Cuántos años tenía la última vez que fui a un campamento de verano?

No me acuerdo.

Trece… Debía tener trece, porque empecé a trabajar en el Shop-Rite a los catorce. En cualquier caso, el último año que fui al campamento unos chicos de mi cabaña hacían eso. Eran seis o siete, pero a mí me daba mucha vergüenza ir con ellos.

¿Vergüenza o asco?

Un poco de las dos cosas, supongo. El cuerpo masculino siempre me ha resultado un tanto repelente. No el tuyo, espero.

Me refiero al cuerpo de otros hombres. No siento deseo de tocarlos, ni de verlos desnudos. A decir verdad, a veces me he preguntado por qué las mujeres se sienten atraídas hacia los hombres. Si yo fuera mujer, probablemente sería lesbiana.

Gwyn sonríe ante lo absurdo de tu observación. Eso es porque eres hombre, te dice.

Y tú, ¿qué? ¿Has sentido atracción por otra chica?

Pues claro. Las chicas siempre andan enamoriscándose unas de otras. Va con el ambiente.

Hablo de atracción sexual. ¿Has deseado alguna vez acostarte con una chica?

Acabo de pasar cuatro años en una universidad de chicas, ¿recuerdas? En un círculo tan claustrofóbico como ése suceden cosas.

¿En serio?

Sí, en serio.

Nunca me lo has contado. No me lo has preguntado.

¿Tenía que hacerlo? ¿Qué hay del pacto de no tener secretos del sesenta y uno?

No es un secreto. No tiene suficiente importancia para que pueda calificarse de secreto. Para que conste, sólo para que no te lleves una falsa impresión, ocurrió exactamente dos veces. La primera, estaba colocada de hierba. La secunda, tenía una buena borrachera.

¿Y?

Las relaciones sexuales son lo que son, Adam, y no tienen nada de malo con tal de que ambas personas deseen mantenerlas. El cuerpo está para acariciarlo y besarlo, y si cierras los ojos, no importa mucho quién te está tocando y besando.

Como declaración de principios, no podría estar más de acuerdo contigo. Sólo quiero saber si disfrutaste, y si te gustó, por qué no lo has hecho más a menudo.

Sí, me gustó. Pero no enormemente, no tanto como me gusta acostarme con hombres. Al revés que tu impresión sobre el tema, adoro el cuerpo de los hombres, y siento un cariño especial por esa parte que poseen y que está ausente en el cuerpo femenino. Estar con una chica es bastante agradable, pero no tiene la fuerza de un buen revolcón clásico con alguien del sexo opuesto.

Disfrutas menos con el mismo esfuerzo.

Eso es. Segunda división.

La liga del chochete, para más exactitud.

Conteniendo una carcajada, Gwyn te lanza el paquete de tabaco y grita con falsa rabia: ¡Eres imposible!

Eso es precisamente lo que eres: imposible. En cuanto la palabra se escapa de labios de tu hermana, lamentas tu chiste sin gracia, y durante lo que queda de la velada y el día siguiente, ese término te golpea como una maldición, como una repulsa de lo que eres, de quién eres. Sí, imposible. Tu vida y tú sois imposibles, y te preguntas cómo demonios te las has arreglado para encontrarte en ese callejón sin salida de desesperación y odio hacia ti mismo. ¿Es Born el único responsable de lo que te ha sucedido? ¿Puede una sola y momentánea falta de valor haber erosionado tu confianza en ti mismo de manera tan profunda como para arrebatarte la fe en el futuro? Sólo hace unos meses ibas a prender fuego al mundo con tu brillantez, y ahora te consideras un inepto y un deficiente, una estúpida máquina masturbatoria atrapada en el aire viciado de un trabajo odioso, un don nadie. Si no fuera por Gwyn, pensarías en ingresar en algún hospital. Es la única persona con quien puedes hablar, la única con quien te sientes vivo. Y sin embargo, por feliz que seas al estar otra vez con ella, sabes que no puedes sobrecargarla con tus problemas, no puedes esperar que se transforme en el divino cirujano que te abra el pecho y te cure el corazón enfermo. Si tienes algo roto por dentro, tendrás que arreglártelo con tus propias manos.

Tras veinticuatro horas de sombría introspección, el tormento va cediendo poco a poco. El cambio empieza a producirse el sábado, la segunda tarde del primer fin de semana de junio, que has decidido pasar en Manhattan. Después de cenar, tu hermana y tú cogéis el autobús 104 hacia Broadway para ir al cine New Yorker y entráis en la frescura de aquel espacio oscuro a ver Ordet (La palabra), la película de Cari Dreyer de 1955. Normalmente, no te interesaría un film sobre cristianismo y cuestiones de fe religiosa, pero la dirección de Dreyer es tan precisa y penetrante que enseguida te sientes atrapado en la historia, cuyo comienzo te recuerda una obra musical, como si el film fuese una traducción visual de una invención a dos partes de Bach. La estética del luteranismo, musitas al oído de Gwyn en un momento dado, pero como ella no tiene conocimiento de lo que estás pensando, se queda sin saber lo que quieres decir y te devuelve la observación frunciendo perpleja el ceño.

No hay necesidad de reorganizar las complejidades de la narración. Por absorbentes que sean sus precipitados giros, no dejan de constituir una sola historia entre una infinidad de historias, una película entre una multitud de películas, y de no ser por el final, Ordet no te afectaría más que cualquier otro buen film que hayas visto a lo largo de los años. Lo que cuenta es el final, porque el desenlace te impresiona de una forma enteramente inesperada, y se te echa encima con la fuerza de un hacha derribando un roble.

Depositan a la campesina que ha muerto al dar a luz en un féretro junto al cual se sienta su lloroso marido. El hermano demente que cree ser el segundo advenimiento de Cristo entra en la habitación con la hija del matrimonio cogida de la mano. Mientras el pequeño grupo de acongojados parientes se le quedan mirando, preguntándose qué locura o sacrilegio está a punto de cometerse en ese momento solemne, la presunta encarnación de Jesús de Nazaret dirige la palabra a la muerta en voz baja y tono sosegado. Levántate, le ordena, yérguete del ataúd y regresa al mundo de los vivos. Segundos después, la mujer empieza a moverse. Piensas que debe tratarse de una alucinación, que el punto de vista se ha desplazado de la realidad objetiva a la mente del hermano trastornado. Pero no. La mujer abre los ojos, y, sólo unos segundos después de incorporarse, recobra plenamente la vida.

Hay multitud de espectadores en el cine, y la mitad del auditorio estalla en carcajadas al ver esa resurrección milagrosa. No te molesta su escepticismo, aunque para ti es un momento trascendente, y te agarras al brazo de tu hermana mientras te corren lágrimas por las mejillas. Lo que no puede suceder ha ocurrido, y lo que acabas de ver te deja pasmado.

Después de eso algo pasa en ti. No sabes lo que es, pero las lágrimas que has derramado al ver cómo la mujer volvía a la vida parecen haber lavado parte del veneno que se estaba incubando en tu interior. Pasan los días. En diversos momentos, piensas que tu pequeña crisis nerviosa en el anfiteatro del cine New Yorker podría estar relacionada con tu hermano, Andy, o, si no con Andy, con Cedric Williams, o tal vez con los dos juntos. En otras ocasiones estás convencido de que por alguna extraña identificación afectiva entre sujeto y objeto, te dio la impresión de que te estabas viendo levantarte de la tumba a ti mismo. A lo largo de las dos semanas siguientes, tu manera de pensar se va haciendo menos sombría. Sigues creyendo que estás condenado, pero tienes la sensación de que cuando llegue el día en que te conduzcan al cadalso, tendrás la fuerza de ánimo de despedirte contando un chiste o intercambiando bromas con el encapuchado verdugo.

Desde que murió vuestro hermano, Gwyn y tú habéis celebrado su aniversario todos los años. Sólo vosotros dos, sin padres, ni parientes ni otros invitados. Durante los tres primeros años, cuando ambos aún erais lo bastante pequeños para pasar las vacaciones en un campamento de verano, hacíais la fiesta al aire libre, los dos saliendo de puntillas de vuestras respectivas cabañas en plena noche y echando a correr por los oscuros campos de juego hasta llegar al prado en el extremo meridional del campamento para luego adentraros en el bosque alumbrando con linternas el camino entre árboles y matorrales, cada uno con una magdalena o una galleta en la mano, robada aquella misma noche en el comedor después de cenar. Al término de vuestra época de campamentos, durante tres veranos consecutivos trabajasteis los dos en el supermercado de vuestro padre, y por tanto estabais en casa el veintiséis de julio y podíais celebrar el nacimiento de vuestro hermano en la habitación de Gwyn, en la tercera planta de la casa. Los dos años siguientes fueron los más difíciles, porque en esos veranos ambos estabais de viaje, muy lejos el uno del otro el día señalado, pero lograsteis realizar versiones truncadas del ritual a través del teléfono. El año pasado acudiste en autobús a Boston, en donde Gwyn estaba viviendo con su novio de entonces, y juntos fuisteis a un restaurante a alzar una copa en honor del desaparecido Andy. Ahora se acerca otro veintiséis de julio, y por primera vez desde hace mucho tiempo, este verano estáis juntos de nuevo, a punto de celebrar vuestro pequeño festejo en la cocina del apartamento que compartís en la calle Ciento siete Oeste.

No es una fiesta en el sentido tradicional del término. A lo largo de los años, tu hermana y tú habéis creado una serie de estrictos protocolos relativos al acontecimiento, y con ligeras variaciones, en función de lo mayores que seáis en cada momento, cada aniversario es una reconstrucción de todos los veintiséis de julio de los últimos diez años. En esencia, la cena de cumpleaños es una conversación dividida en tres partes. Servís la comida en la mesa y cenáis, y una vez concluida la charla en tres partes, sacáis una pequeña tarta de chocolate, adornada con una sola vela encendida en el centro. No cantáis la canción. Articuláis las palabras al unísono, en voz baja, apenas levantándola por encima de un murmullo, pero no cantáis entonces. Ni sopláis la vela. Dejáis que se consuma hasta el final, y luego escucháis el chisporroteo cuando la llama se extingue en el baño de chocolate. Después de un trozo de tarta, abrís una botella de whisky escocés. El alcohol es un elemento nuevo, no introducido hasta 1963 (el último de los veranos del supermercado, cuando tú tenías dieciséis años y Gwyn diecisiete), pero los dos años siguientes estuvisteis separados y no bebisteis, y el verano pasado os encontrasteis en un sitio público, lo que significaba que tuvisteis que vigilar el consumo. Este año, solos en el apartamento de Nueva York, los dos tenéis intención de coger una buena cogorza.

Gwyn se ha puesto carmín y maquillaje para la cena, y viene a la mesa con unos aretes de oro y un vestido recto de verano de color pálido, lo que hace aún más vivo el gris verdoso de sus ojos. Tú llevas una camisa blanca de manga corta con botones en el cuello, y la única corbata que tienes, la misma por la que Born se burló de ti la primavera pasada. Gwyn se ríe al verte con esa vestimenta y te dice que pareces un mormón: uno de esos jóvenes serios que van de puerta en puerta en santa misión repartiendo folletos y haciendo prosélitos. Tonterías, contestas. No llevas el pelo al cepillo, y no eres rubio, de manera que nadie podría tomarte por un mormón. A pesar de todo, insiste Gwyn, tienes una pinta muy tara. Si no de mormón, continúa, puede que de contable en ciernes. O estudiante de matemáticas. O aspirante a astronauta. No, no, le replicas: un defensor sureño de los derechos civiles. Vale, concluye ella, tú ganas, y un momento después te quitas la corbata v la camisa, sales de la cocina y te pones otra cosa. Cuando vuelves, Gwyn sonríe pero no dice una palabra más sobre tu ropa.

Como de costumbre, hace calor, y no habéis utilizado el horno para que no subiera aún más la temperatura en la cocina, con lo que habéis preparado una cena ligera de verano que consiste en sopa fría, una bandeja de fiambres (jamón, salami, rosbif), y una ensalada de lechuga y tomate. Hay también una hogaza de pan italiano, junto con una botella de Chianti frío metida en una funda de paja (el vino barato preferido por los estudiantes de la época). Tras tomar los primeros sorbos de la sopa de berros fría, iniciáis la conversación en tres partes. Ese es para ti el núcleo de la experiencia, la razón más importante para escenificar ese acontecimiento anual. Todo lo demás -la cena, la tarta, la vela, la letra de la canción de cumpleaños feliz, el alcoholes puro adorno.

Primera parte: Habláis de Andy en tiempo pretérito, sacando a relucir todo lo que recordáis de él mientras estaba vivo. Invariablemente, ésa es la parte más larga del ritual. Repetís los recuerdos de los años pasados, pero también acaban surgiendo otros nuevos del inconsciente. Intentáis mantener un tono ligero y alegre. No se trata de un ejercicio de morbosidad, es una celebración, y está permitido reír en cualquier momento. Recitáis las palabras que pronunciaba mal en un principio: mi burguesa por hamburguesa, ser un malo por ser humano, nolotro por el uno al otro -como en: Se besaron el nolotro- y la absolutamente lógica pero enloquecida Ami Mami, a raíz de que vuestra madre mencionara la ciudad de Miami. Habláis de su colección de insectos, de su capa de Supermán y de su acceso de varicela. Recuerdas cuando le enseñaste a montar en bicicleta. Su aversión a los guisantes. Os acordáis de su primer día de colegio (lágrimas y angustia), sus codos despellejados, sus ataques de hipo. Sólo siete años en este mundo, pero todos los veranos Gwyn y tú llegáis a la misma conclusión: la lista es inacabable. Y sin embargo, cada año, no podéis evitar la sensación de que se ha perdido algo más de él, de que a pesar de vuestros esfuerzos, cada vez rememoráis menos cosas de él, que no podéis hacer nada para que no vaya apagándose del todo.

Segunda parte: Habláis de él en presente. Imagináis la clase de persona que habría sido si hoy estuviera vivo. Ya hace diez años que lleva viviendo esa oscura existencia dentro de vosotros, un fantasma que ha crecido en otra dimensión, invisible pero respirando, respirando y pensando, pensando y sintiendo, y lo habéis estado siguiendo desde su muerte a los ocho años, durante más tiempo del que llegó a vivir, y ahora que ha cumplido diecisiete, la brecha entre vosotros se va estrechando, haciéndose cada vez menos significativa y, tanto a tu hermana como a ti, os inquieta, os asusta comprender que a esa edad probablemente ya no es virgen, que ha fumado hierba y se ha emborrachado, se afeita y se masturba, conduce un coche, lee libros difíciles, considera a qué universidad ir, y está a punto de convertirse en vuestro igual. Gwyn empieza a llorar, confiesa que ya no puede soportarlo, que quiere parar, pero tú le dices que aguante unos minutos más, que nunca tendréis que volverlo a hacer, que ésta será la última fiesta de cumpleaños de vuestra vida, pero que en nombre de Andy tenéis que llegar al final de la celebración.

Tercera parte: Habláis del futuro, de lo que le pasará a Andy entre éste y el próximo aniversario. Eso siempre ha sido lo más fácil, lo más agradable, y en años pasados Gwyn ha llevado el juego de las predicciones con inmenso brío y entusiasmo. Pero este año no. Antes de que podáis iniciar la tercera y última conversación, tu alterada hermana se lleva con fuerza la mano a la boca, se levanta de la silla y sale precipitadamente de la cocina.

La encuentras en el salón, sollozando en el sofá. Te sientas a su lado, le pasas el brazo por el hombro y le hablas en tono tranquilizador. Cálmate, le dices. No pasa nada, Gwyn. Lo siento…, lamento haber insistido tanto. Es culpa mía.

Sientes la delgadez de sus trémulos hombros, los delicados huesos bajo la piel, la agitación de la caja torácica contra tus costillas, su cadera contra la tuya, su pierna pegada a la tuya. En todos los años que la has tratado, dudas de que la hayas visto tan desdichada, tan machacada por la tristeza.

No puede ser, dice al fin, los ojos bajos, hablando al suelo. He perdido el contacto con él. Se ha perdido, y nunca más lo encontraremos. Dentro de dos semanas, se habrán cumplido diez años. Es la mitad de tu vida, Adam. El año que viene, será la mitad de la mía. Es demasiado tiempo. El espacio sigue ensanchándose. El tiempo continúa abriéndose, y a cada momento se va alejando un poco más de nosotros. Adiós, Andy. Mándanos una postal algún día, ¿vale?

No dices nada. Te quedas sentado con el brazo en torno a los hombros de tu hermana y dejas que llore, consciente de que sería inútil intervenir, de que debes permitir que ese estallido siga su curso. ¿Cuánto dura? No tienes la menor idea, pero al fin llega un momento en que te das cuenta de que han cesado las lágrimas. Con la mano izquierda, la que no tienes sobre su hombro, la coges de la barbilla y le vuelves la cara hacia ti. Tiene los ojos enrojecidos e hinchados. Regueros de rimel han corrido por sus mejillas. Le caen mocos de la nariz. Retiras la mano izquierda, y del bolsillo trasero de los pantalones te sacas un pañuelo. Empiezas a limpiarle la cara con él. Poco a poco, le vas quitando las lágrimas, los mocos y el negro rimel, y durante todo el lento y meticuloso procedimiento, tu hermana no se mueve. Mirándote fijamente, los ojos enteramente desprovistos de toda emoción discernible, permanece en absoluta quietud mientras reparas los desperfectos causados por la tormenta. Cuando terminas la tarea, te pones en pie y le dices: Hora de tomar una copa, señorita Walker. Voy por el whisky.

Te vas a la cocina. Un momento después, cuando vuelves al salón con la botella de Cutty Sark, dos vasos y una jarra con cubitos de hielo, ella sigue exactamente como la has dejado: sentada en el sofá, la cabeza apoyada en el respaldo, los ojos cerrados, respirando normalmente otra vez, tranquila. Dejas los avíos de beber sobre una de las tres cajas de leche agrupadas frente al sofá, las baqueteadas cajas de madera puestas del revés que tu antiguo compañero de piso y tú subisteis un día de la calle y que ahora sirven de improvisada mesita auxiliar. Gwyn abre los ojos y te dirige una desvaída y agotada sonrisa, como pidiéndote que la perdones por su arrebato, pero no hay nada que perdonar, nada que hablar, nada que le puedas reprochar, y mientras te pones a echar hielo en los vasos y servir las bebidas, sientes alivio de que se haya acabado lo de Andy, de que no haya más celebraciones de cumpleaños por tu hermano ausente, de que tu hermana y tú hayáis dejado atrás ese asunto infantil.

Pasas a Gwyn su copa y luego te sientas a su lado en el sofá. Durante varios minutos ninguno de vosotros dice ana palabra. Dando sorbos al whisky con la mirada fija en la pared de enfrente, ambos sabéis lo que va a pasar esta noche, lo sentís con certeza en la sangre, pero también sois conscientes de que debéis tener paciencia y dejar que el alcohol cumpla con su misión. Cuando te inclinas hacia delante para preparar la segunda ronda de copas, Gwyn te empieza a hablar de la ruptura de su noviazgo con Timothy xrale, el treintañero profesor adjunto que hace dieciocho meses apareció en su vida y en abril pasado desapareció de ella, aproximadamente en el mismo momento en que tú estrechabas por primera vez la mano de Born. El profesor de su curso de poesía modernista, nada menos, que arriesgaba su puesto por andar tras ella, y del que Gwyn estaba verdaderamente enamorada, sobre todo al principio, durante el frenesí de los tres primeros meses de citas furtivas y excursiones de fin de semana a moteles lejanos de ciudades perdidas al norte del estado de Nueva York. Tú te lo has encontrado unas cuantas veces, y entiendes lo que Gwyn vio en él, coincidías en que Krale era un tío atractivo e inteligente, pero percibías en él cierta apatía, un desapego hacia los demás que hacía difícil que te resultara simpático. No te sorprendió que Gwyn rechazara su proposición de matrimonio y pusiera fin a aquella relación. Le contestó que era demasiado joven, que no estaba preparada para asumir un compromiso a largo plazo, pero aquélla no era la verdadera razón, te explica ahora, lo abandonó porque no era un amante lo bastante tierno. Sí, sí, prosigue, sabe que la quería, que la amaba tanto como era capaz de querer a alguien, pero en la cama lo encontraba egoísta, distraído, demasiado volcado en sus propias necesidades, y no podía imaginarse aguantando a un hombre así durante el resto de su vida. Se vuelve hacia ti ahora, y con una expresión de absoluta seriedad y convicción en la mirada, expone su definición del amor, queriendo saber si compartes su opinión o no. El verdadero amor, afirma, es cuando sientes tanto placer al darlo como al recibirlo. ¿Qué te parece, Adam? ¿Tengo razón o estoy equivocada? Le contestas que está en lo cierto. Le aseguras que es una de las cosas más perspicaces que ha dicho nunca.

¿Cuándo empieza todo? ¿Cuándo se traslada a la acción en el mundo físico esa idea que os da vueltas en la cabeza? A la mitad de la tercera copa, cuando Gwyn se inclina hacia delante y deja el vaso sobre la improvisada mesa. Te has prometido a ti mismo que no darás el primer paso, que te abstendrás de tocarla hasta que ella te toque a ti, porque sólo entonces sabrás más allá de toda duda que quiere lo mismo que tú y que no has interpretado mal su deseo. Estás un poco borracho, por supuesto, pero no más de la cuenta, no de manera tan atroz como para perder el juicio, y tienes pleno conocimiento de la importancia de lo que estás a punto de hacer. Tu hermana y tú ya no sois los torpes e ignorantes mocosos que erais en la noche del gran experimento, y lo que ahora te planteas es una transgresión de tamaño monumental, algo inicuo y siniestro según la ley humana y divina. Pero no te importa. Ésa es la simple realidad del asunto: no te avergüenzas de lo que sientes. Amas a tu hermana. La quieres más que a ninguna persona que hayas conocido o vayas a conocer en la faz de esta miserable tierra, y como te marcharás del país aproximadamente dentro de un mes, para no volver en todo un año, ésta es tu única oportunidad, la única posibilidad que os queda a los dos, ya que es casi inevitable que otro Timothy (Érale aparezca en la vida de Gwyn mientras tú estás fuera. No, no has olvidado el voto que formulaste a los doce años, la promesa que hiciste de ajustar tu vida como ser humano a unas normas éticas de conducta. Quieres ser buena persona, y todos los días procuras cumplir el juramento que hiciste por la memoria de tu hermano muerto, pero mientras estás sentado en el sofá viendo cómo tu hermana deposita el vaso en la mesa, te dices que el amor no es una cuestión moral, como tampoco lo es el deseo, y mientras no os perjudiquéis el uno al otro ni a nadie más, no incumplirás tu palabra.

Un momento después, dejas también tu vaso. Os recostáis los dos en el sofá, y Gwyn te coge de la mano, entrelazando sus dedos con los tuyos. Te pregunta: ¿Tienes miedo? Le contestas que no, no tienes miedo, eres sumamente feliz. Yo también, afirma ella, y entonces te besa en a mejilla, con mucha delicadeza, no más que una leve caricia, el simple roce de sus labios sobre tu piel. Comprendes que todo debe ir muy despacio, intensificándose poco a poco, que durante largo rato será una danza del sí y el no, indecisa y vacilante, y lo prefieres así, porque si alguno se arrepintiera, habrá tiempo de dar marcha atrás y suspenderlo. La mayoría de las veces, lo que estimula la imaginación es mejor que no pase de ahí, y Gwyn es consciente de eso, es lo bastante sabia para comprender que la distancia entre el pensamiento y la acción puede ser enorme, un abismo tan grande como el mundo mismo. De modo que tanteáis el terreno cautelosamente, pasito a paso, recorriéndoos la nuca con la boca, rozándoos mutuamente los labios, pero durante muchos minutos no los abrís, y aunque estáis enlazados en estrecho abrazo, no movéis las manos. Pasa más de media hora, y ninguno de los dos muestra inclinación por dejarlo. Y luego tu hermana entreabre la boca. Entonces es cuando tú separas los labios, y juntos os precipitáis de cabeza hacia la noche.

Ya no hay reglas. El gran experimento fue un suceso único, pero ahora que tenéis más de veinte años, las limitaciones de vuestro retozo adolescente ya no rigen, y seguís haciendo el amor durante los treinta y cuatro días siguientes, hasta el mismo momento en que te marchas a París. Tu hermana toma la píldora, hay cremas y gelatinas en el cajón de su escritorio, condones a tu disposición, y sabéis que estáis protegidos, que lo innombrable nunca pasará, y por tanto podéis hacer de todo y cualquier cosa sin miedo a destrozaros la vida. Ni lo discutís. Aparte del breve intercambio de palabras en la noche del cumpleaños de vuestro hermano (¿ Tienes miedo? No, no tengo miedo), no volvéis a mencionar lo que está pasando, os negáis a explorar las ramificaciones de vuestra aventura amorosa, que ya dura un mes, de vuestro matrimonio, pues eso es en definitiva, ahora sois una pareja de recién casados consumidos por un deseo continuo, avasallador: bestias sexuales, amantes, íntimos amigos. Las dos últimas personas que quedan en el universo.

Externamente, lleváis la misma vida de antes. Cinco días a la semana, os levantáis temprano al oír el despertador, y tras un mínimo desayuno de zumo de naranja, café y una tostada con mantequilla, salís a toda prisa del apartamento y os dirigís al trabajo, Gwyn a su oficina en el duodécimo piso de una torre de cristal en el corazón de Manhattan y tú al monótono puesto de ayudante en el Palacio del Vacío. Te habría gustado tenerla al alcance de la vista en todo momento, serías perfectamente dichoso si ella no estuviera un solo instante lejos de ti, pero si esas inevitables separaciones te causan cierto dolor, también incrementan tu deseo por ella, y quizá no sea tan malo, concluyes, pasar el día en ávida expectación, inquieto y alerta, contando las horas que faltan para verla y tenerla otra vez en tus brazos. Apasionado. Ésa es la palabra que utilizas para describirte a ti mismo ahora. Eres apasionado. Tus sentimientos son apasionados. Tu vida se está haciendo cada vez más apasionada.

En el trabajo, ya no te sientas frente a la mesa soñando con Ingrid Bergman y Hedy Lamarr. De cuando en cuando, una erección sigue amenazando con salírsete de los pantalones, pero ya no necesitas tocarla, y has dejado de correr al servicio al final del pasillo. Ésa es la biblioteca, al fin y al cabo, y pensar en mujeres desnudas es una parte ineludible del trabajo, pero el único cuerpo desnudo en que ahora piensas es en el de tu hermana, el cuerpo real de la mujer de carne y hueso con la que ahora pasas la noche, y no una fantasía que sólo existe en tu imaginación. No hay duda de que Gwyn es tan bella como Hedy Lamarr, aún más, quizá: indiscutiblemente más. Eso es un hecho objetivo, y te has pasado los últimos siete años viendo cómo los hombres se detenían en seco para mirarla cuando pasaba a su lado por la calle, has presenciado incontables giros de cabeza, rápidos y asombrados, cuántas miradas subrepticias en el metro, en el restaurante, en el cine: cientos y cientos de hombres, y cada uno de ellos con la misma expresión aturdida, empañada, lasciva, en los ojos. Sí, es el rostro que disparaba mil esperanzas, la cara que suscitaba mil ensoñaciones impuras, y mientras aguardas frente a la mesa la sonora aparición del siguiente tubo neumático procedente de la segunda planta, ves ese rostro en tu cabeza, miras a los grandes y animados ojos verdigrises de Gwyn, y cuando ella fija la mirada en los tuyos, observas cómo se desabrocha por la espalda su blanco vestido de verano y lo deja caer a lo largo de su alto y espigado cuerpo.

Os metéis juntos en la bañera. Ese es el nuevo hábito de después del trabajo, y en vez de pasar esa hora en la cocina como hacíais antes de la fiesta de cumpleaños de vuestro hermano, ahora os trasegáis las cervezas y dais caladas a los cigarrillos mientras os remojáis en un baño tibio. No sólo os brinda eso un respiro del calor de perros, sino que os ofrece otra ocasión de contemplar vuestros cuerpos desnudos, cosa de la que nunca parecéis cansaros. Una y otra vez, repites a tu hermana cuánto te gusta mirarla, que adoras cada centímetro de su piel vibrante y luminosa, y que además de los sitios manifiestamente femeninos en que todos los hombres piensan, veneras sus codos y rodillas, sus muñecas y tobillos, el dorso de sus manos y sus largos y delgados dedos (jamás podría atraerte una mujer con pulgares cortos, le dices un día: un pronunciamiento absurdo pero totalmente sincero), y que te sorprende y encanta a la vez el hecho de que un cuerpo tan delicado como el suyo pueda ser tan fuerte, que ella es a la vez un cisne y un tigre, una criatura mitológica. A ella la fascina el vello que te ha crecido en el pecho (reciente acontecimiento de los últimos doce meses) y muestra un infatigable interés por la mutabilidad de tu pene: del fláccido y colgante miembro que ilustran los manuales de biología, pasando por el fálico titán en el apogeo de la excitación, hasta el agotado monigote en retirada poscoital. Espectáculo de variedades, así te califica la picha. Dice que tiene múltiples personalidades. Afirma que quiere adoptarla.

Ahora que vives en situación tan íntima con ella, Gwyn se ha revelado como una persona ligeramente distinta a la que conoces de toda la vida. Es a la vez más divertida y más lasciva de lo que imaginabas, más vulgar y excéntrica, más apasionada, más festiva, y te asusta descubrir el profundo regocijo que le produce el lenguaje indecente y la extravagante jerga de la sexualidad. Gwyn rara vez dice un taco en tu presencia. Es una chica culta, bien educada que habla con frases acabadas, gramaticalmente correctas, pero salvo por la lejana noche del gran experimento, no has sabido nada de su sexualidad, y por tanto no podías adivinar que se ha convertido en una mujer a la que le gusta hablar de las relaciones tanto como tenerlas. No le interesan las palabras corrientes del siglo XX. Rehúye la expresión hacer el amor, por ejemplo, en favor de locuciones más antiguas y divertidas, como pasar por las armas, chingar y echar un caliqueño. Un buen orgasmo pasa a ser la gran corrida. Su culo es un polisón. Su entrepierna es un chochín, una almeja, un guardapolvos, el conejo. Sus pechos son tetas y espetera, pitones y pulmones, su delantera. En uno u otro momento, tu pene es el zupo, el cimbel, la longaniza, el chuzo, el pirindolo, el troncho, el trabuco, el cingamocho, Don Cipote, Doña Polla y Adam Júnior. Esos términos la excitan y divierten, y una vez que te recobras de tu conmoción inicial, también a ti te excitan y divierten. Presa del inminente orgasmo, sin embargo, tiende a recurrir a sustitutos contemporáneos, volviendo a los términos más crudos y simples del diccionario para manifestar sus sentimientos. Cono, chocho, follar. Fóllame, Adam. Una y otra vez. Fóllame, Adam. Durante todo un mes eres cautivo de esa expresión, el servicial prisionero de ese término, la personificación de esa palabra. Habitas en el reino de la carne, y tu copa está rebosando. Ciertamente el bien y la misericordia te seguirán todos los días de tu vida.1

Sin embargo, tu hermana y tú nunca habláis de lo que estáis haciendo. Ni siquiera mantenéis una conversación para discutir el motivo por el que no lo mencionáis. Vivís en los confines de un secreto compartido, y los muros de ese espacio están construidos de silencio, un silencio desquiciado que sólo puede romperse a riesgo de que esas paredes se derrumben sobre vuestras cabezas. De modo que os metéis en la bañera tibia, os enjabonáis profusamente el uno al otro, hacéis el amor en el suelo antes de la cena, hacéis el amor en la cama de Gwyn después de cenar, dormís como un tronco, y por la mañana temprano el despertador os devuelve a la vida diurna. Los fines de semana dais largos paseos por Central Park, resistiendo la tentación de cogeros de la mano, de besaros en público. Vais al cine. Al teatro. El poema que empezaste en junio no ha avanzado un solo verso desde la noche del cumpleaños de Andy, pero no

1. Paráfrasis bíblica: Salmos 23: 5-6. (TV. del T.)

te importa, ahora hay otras cosas que recaban tu atención, y el tiempo pasa deprisa, cada vez faltan menos días para tu marcha, y quieres estar con ella todos los momentos que puedas, vivir plenamente esa locura que habéis emprendido juntos hasta apurar del todo el tiempo que os queda.

Llega el último día. Durante setenta y dos horas, habéis estado viviendo en un estado de constante agitación, de temor creciente. No quieres irte. Quieres cancelar el viaje y quedarte en Nueva York con tu hermana, pero al mismo tiempo comprendes que eso está fuera de lugar, que el mes que has vivido con ella en impuro matrimonio lo ha posibilitado el hecho de que era sólo por ese tiempo, de que había un límite más allá del cual no podía proseguir el incestuoso frenesí, y como eres incapaz de afrontar la verdad de que ya se ha terminado, estás roto y deshecho, estupefacto de dolor.

Para empeorar las cosas, tienes que pasar tu último día en Nueva York con tus padres. Bud y Marge vienen a la ciudad en su enorme coche para invitaros a tu hermana y a ti a un almuerzo familiar de despedida en un restaurante caro del centro; y llevarte luego al aeropuerto para los últimos besos, los últimos abrazos, los últimos adioses. Tu madre, nerviosa y excesivamente medicada, no habla mucho durante la comida, pero tu padre está de un insólito buen humor. No deja de llamarte hijo en vez de por tu nombre, y aunque sabes que no tiene mala intención, ese tic verbal te molesta, porque parece privarte de tu personalidad y transformarte en un objeto, en una cosa. No Adam, sino Hijo, como si dijera mi hijo, mi obra, mi heredero. Bud dice que te envidia por la aventura que te espera en París, refiriéndose a la capital de las mujeres fáciles y las picardías nocturnas (ja, ja, guiño, guiño), y aunque él personalmente nunca tuvo tal oportunidad, no podía permitirse ir a la universidad ni pasar un año estudiando en el extranjero, se siente claramente orgulloso de sí mismo por andar tan bien de dinero que hasta puede pagar a su vástago un viaje a Europa, símbolo de la buena vida, la de los ricos, un emblema del éxito para la clase media estadounidense, de la que él mismo es un destacado exponente en Westfield, en Nueva Jersey. Tú te avergüenzas y aguantas, procurando no perder la paciencia, deseando estar a solas con Gwyn. Como de costumbre, tu hermana está tranquila y serena, atenta a las tensiones subyacentes a la situación pero fingiendo tercamente que no las observa. Camino del aeropuerto, os sentáis juntos en el asiento trasero. Te coge la mano y te la aprieta con fuerza, sin soltártela durante los cuarenta y cinco minutos de trayecto, pero ése es el único indicio que ofrece de lo que está sintiendo en ese horrible día, ese día de los días, y en cierto modo no basta, el apretarte la mano es insuficiente, y desde ese momento en adelante sabrás que nada volverá a ser suficiente.

En la puerta de embarque, tu madre te rodea con los brazos y rompe a llorar. No puede soportar la idea de no verte durante todo un año, te dice, te echará de menos, estará preocupada día y noche por ti, y por favor recuerda comer lo bastante, escribir a casa, llamar por teléfono si extrañas a la familia, siempre me tendrás a mí. La abrazas fuertemente, pensando: Mi pobre madre, mi pobre y desgraciada madre, y le dices que todo va a ir bien, pero tú no estás en absoluto seguro de eso, y les falta convicción a tus palabras, oyes el temblor de tu voz al decirlas. Por encima del hombro de tu madre, ves que tu padre te observa con esa mirada distante y apagada, y comprendes que no tiene la menor idea de cómo eres, que siempre has sido un misterio para él, una persona más allá de toda comprensión, pero ahora, por una vez en tu vida, sientes que estás de acuerdo con él, porque lo cierto es que tú tampoco tienes la mínima idea de quién eres, y desde luego, incluso para ti mismo, eres una persona imposible de entender.

Una última mirada a Gwyn. Hay lágrimas en los ojos de tu hermana, pero no sabes si son por ti o por tu madre, si expresan su particular angustia o compasión por la nerviosa mujer que ha estado sollozando en brazos de su hijo. Ahora que ha llegado el final, quieres que Gwyn sufra tanto como estás sufriendo tú. El dolor es lo único que ahora os mantiene unidos, y a menos que su pena sea tan grande como la tuya, no quedará nada del pequeño y perfecto universo en que habéis vivido el mes pasado. Es imposible saber lo que está pensando, y como tus padres se encuentran a menos de un metro de distancia, no se lo puedes preguntar. La tomas en tus brazos y musitas: No me quiero ir. Lo repites: No me quiero ir. Y entonces te apartas de ella, agachas la cabeza, y te vas.

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