Ernest Hemingway
¿Por quién doblan las Campanas?
Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti.
John Donne
Capítulo primero
Estaba tumbado boca abajo, sobre una capa de agujas de pino de color castaño, con la barbilla apoyada en los brazos cruzados, mientras el viento, en lo alto, zumbaba entre las copas. El flanco de la montaña hacía un suave declive por aquella parte; pero, más abajo, se convertía en una pendiente escarpada, de modo que desde donde se hallaba tumbado podía ver la cinta oscura, bien embreada, de la carretera, zigzagueando en torno al puerto. Había un torrente que corría junto a la carretera y, más abajo, a orillas del torrente, se veía un aserradero y la blanca cabellera de la cascada que se derramaba de la represa, cabrilleando a la luz del sol.
- ¿Es ése el aserradero? -preguntó.
- Ese es.
- No lo recuerdo.
- Se hizo después de marcharse usted. El aserradero viejo está abajo, mucho más abajo del puerto.
Sobre las agujas de pino desplegó la copia fotográfica de un mapa militar y lo estudió cuidadosamente. El viejo observaba por encima de su hombro. Era un tipo pequeño y recio que llevaba una blusa negra al estilo de los aldeanos, pantalones grises de pana y alpargatas con suela de cáñamo. Resollaba con fuerza a causa de la escalada y tenía la mano apoyada en uno de los pesados bultos que habían subido hasta allí.
- Desde aquí no puede verse el puente.
- No -dijo el viejo-, Esta es la parte más abierta del puerto, donde el río corre más despacio. Más abajo, por donde la carretera se pierde entre los árboles, se hace más pendiente y forma una estrecha garganta…
- Ya me acuerdo.
- El puente atraviesa esa garganta.
- ¿Y dónde están los puestos de guardia?
- Hay un puesto en el aserradero que ve usted ahí.
El joven sacó unos gemelos del bolsillo de su camisa, una camisa de lanilla de color indeciso, limpió los cristales con el pañuelo y ajustó las roscas hasta que las paredes del aserradero aparecieron netamente dibujadas, hasta el punto que pudo distinguir el banco de madera que había junto a la puerta, la pila de serrín junto al cobertizo, en donde estaba la sierra circular, y la pista por donde los troncos bajaban deslizándose por la pendiente de la montaña, al otro lado del río. El río aparecía claro y límpido en los gemelos y, bajo la cabellera de agua de la presa, el viento hacía volar la espuma.
- No hay centinela.
- Se ve humo que sale del aserradero -dijo el viejo-. Hay ropa tendida en una cuerda.
- Lo veo, pero no veo ningún centinela.
- Quizá quede en la sombra -observó el viejo-. Hace calor a estas horas. Debe de estar a la sombra, al otro lado, donde no alcanzamos a ver.
- ¿Dónde está el otro puesto?
- Más allá del puente. Está en la casilla del peón caminero, a cinco kilómetros de la cumbre del puerto.
- ¿Cuántos hombres habrá allí? -preguntó el joven, señalando hacia el aserradero.
- Quizás haya cuatro y un cabo.
- ¿Y más abajo?
- Más. Ya me enteraré.
- ¿Y en el puente?
- Hay siempre dos, uno a cada extremo.
- Necesitaremos cierto número de hombres -dijo el joven-. ¿Cuántos podría conseguirme?
- Puedo proporcionarle los que quiera -dijo el viejo-. Hay ahora muchos en estas montañas.
- ¿Cuántos exactamente?
- Más de un centenar, aunque están desperdigados en pequeñas bandas. ¿Cuántos hombres necesitará?
- Se lo diré cuando haya estudiado el puente.
- ¿Quiere usted estudiarlo ahora?
- No. Ahora quisiera ir a donde pudiéramos esconder estos explosivos hasta que llegue el momento. Querría esconderlos en un lugar muy seguro y a una distancia no mayor de una media hora del puente, si fuera posible.
- Es posible -contestó el viejo-. Desde el sitio hacia donde vamos, será todo camino llano hasta el puente. Pero tenemos que trepar un poco para llegar allí. ¿Tiene usted hambre?
- Sí -dijo el joven-; pero comeremos luego. ¿Cómo se llama usted? Lo he olvidado.
Era una mala señal, a su juicio, el haberlo olvidado.
- Anselmo -contestó el viejo-. Me llamo Anselmo y soy de El Barco de Avila. Déjeme que le ayude a llevar ese bulto.
El joven, que era alto y esbelto, con mechones de pelo rubio, descoloridos por el sol, y una cara curtida por la intemperie, llevaba, además de la camisa de lana descolorida, pantalones de pana y alpargatas. Se inclinó hacia el suelo, pasó el brazo bajo una de las correas que sujetaban el fardo y lo levantó sobre su espalda. Pasó luego el brazo bajo la otra correa y colocó el fardo a la altura de sus hombros. Llevaba la camisa mojada por la parte donde el fardo había estadopocoantes.
- Ya está -dijo-. ¿Nos vamos?
- Tenemos que trepar -dijo Anselmo.
Inclinados bajo el peso de los bultos, sudando y resollando, treparon por el pinar que cubría el flanco de la montaña. No había ningún camino que el joven pudiera distinguir, pero se abrieron paso zigzagueando. Atravesaron un pequeño torrente y el viejo siguió montaña arriba, bordeando el lecho rocoso del arroyuelo. El camino era cada vez más escarpado y dificultoso, hasta que llegaron finalmente a un lugar, en donde de una arista de granito limpia se veía brotar el torrente. El viejo se detuvo al pie de la arista, para dar tiempo al joven a que llegase hasta allí.
- ¿Qué tal va la cosa?
- Muy bien -contestó el joven. Sudaba por todos sus poros y le dolían los músculos por lo empinado de la subida.
- Espere aquí un momento hasta que yo vuelva. Voy a adelantarme para avisarles. No querrá usted que le peguen un tiro llevando encima esa mercancía.
- Ni en broma -contestó el joven-. ¿Está muy lejos?
- Está muy cerca. Dígame cómo se llama.
- Roberto -contestó el joven.
Había dejado escurrir el bulto, depositándolo suavemente entre dos grandes guijarros, junto al lecho del arroyuelo.
- Espere aquí, Roberto; en seguida vuelvo a buscarle.
- Está bien -dijo el joven-. Pero ¿tiene la intención de bajar al puente por este camino?
- No, cuando vayamos al puente será por otro camino. Mucho más corto y más fácil.
- No quisiera guardar todo este material lejos del puente.
- No lo guardará. Si no le gusta el sitio elegido, buscaremos otro.
- Ya veremos -respondió el joven.
Sentóse junto a los bultos y miró al viejo trepando por las rocas. Lo hacía con facilidad, y por la manera de encontrar los puntos de apoyo, sin vacilaciones, dedujo el joven que lo habría hecho otras muchas veces. No obstante, cualquiera que fuese el que estuviera arriba, había tenido mucho cuidado para no dejar ninguna huella.
El joven, cuyo nombre era Robert Jordan, se sentía extremadamente hambriento e inquieto. Tenía hambre con frecuencia, pero a menudo no se notaba preocupado, porque no le daba importancia a lo que pudiera ocurrirle a él mismo y conocía por experiencia lo fácil que era moverse detrás de las líneas del enemigo en toda aquella región. Era tan fácil moverse detrás de las líneas del enemigo como cruzarlas si se contaba con un buen guía. Sólo el dar importancia a lo que pudiera sucederle a uno, si era atrapado, era lo que hacía la cosa arriesgada; eso y el saber en quién confiar. Había que confiar enteramente en la gente con la cual se trabajaba o no confiar para nada, y era preciso saber por uno mismo en quién se podía confiar. No le preocupaba nada de eso. Pero había otras cosas que sí le preocupaban.
Aquel Anselmo había sido un buen guía y era un montañero considerable. Robert Jordan era un buen andarín, pero se había dado cuenta desde que salieron aquella mañana, antes del alba, de que el viejo le aventajaba. Robert Jordan confiaba mucho en el viejo, salvo en su juicio. No había tenido ocasión de saber lo que pensaba, y, en todo caso, el averiguar si se podía o no tener confianza en él era incumbencia suya. No, no se sentía inquieto por Anselmo, y el asunto del puente no era más difícil que cualquier otro. Sabía cómo hacer volar cualquier clase de puente que hubiera sobre la faz de la tierra, y había volado puentes de todos los tipos y de todos los tamaños. Tenía suficientes explosivos y equipo repartidos entre las dos mochilas como para volar el puente de manera apropiada, incluso aunque fuera dos veces mayor de lo que Anselmo le había dicho; tan grande como él recordaba que era cuando lo cruzó yendo a La Granja en una excursión a pie el año de 1933, tan grande como Golz se lo había descrito aquella noche, dos días antes, en el cuarto de arriba de la casa de los alrededores de El Escorial.
- Volar el puente no tiene importancia -había dicho Golz, señalando con un lápiz sobre el gran mapa, con la cabeza inclinada; su calva cabeza, señalada de cicatrices, brillando bajo la lámpara-. ¿Comprende usted?
- Sí, lo comprendo.
- Absolutamente ninguna. Limitarse a hacerlo saltar sería un fracaso.
- Sí, camarada general.
- Lo que importa es volar el puente a una hora determinada, señalada, cuando se desencadene la ofensiva. Eso es lo importante. Y eso es lo que tiene usted que hacer con absoluta limpieza y en el momento justo. ¿Se da usted cuenta?
Golz contempló pensativo la punta del lápiz y luego se golpeó con él, suavemente, en los dientes.
Robert Jordan no dijo nada.
- Es usted el que tiene que saber cuándo ha llegado el momento de hacerlo -insistió Golz, levantando la vista hacia él y haciéndole una indicación con la cabeza. Golpeó en el mapa con el lápiz-. Es usted quien tiene que decidirlo. Nosotros no podemos hacerlo.
- ¿Por qué, camarada general?
- ¿Por qué? -preguntó Golz iracundo-. ¿Cuántos ataques ha visto usted? ¿Y todavía me pregunta por qué?¿Quién me garantiza que mis órdenes no serán trastocadas? ¿Quién me garantiza que no será anulada la ofensiva? ¿Quién me garantiza que la ofensiva no va a ser retrasada? ¿Quién me garantiza que la ofensiva no empezará seis horas después del momento fijado? ¿Se ha hecho alguna vez alguna ofensiva como estaba previsto?
- Empezará en el momento previsto si la ofensiva es su ofensiva -dijo Jordan.
- Nunca son mis- ofensivas -dijo Golz-. Yo las preparo. Pero nunca son mías. La artillería no es mía. Tengo que contentarme con lo que me dan. Nunca me dan lo que pido, aunque pudieran dármelo. Y eso no es todo. Hay otras cosas. Usted sabe cómo es esta gente. No hace falta que se lo diga. Siempre hay enredos. Siempre hay alguien que viene a enredar. Trate, pues, de comprenderlo
- ¿Cuándo será menester que vuele el puente? -preguntó Jordan.
- En cuanto empiece la ofensiva. Tan pronto como la of ensiva haya comenzado, pero no antes. Es preciso que no les lleguen refuerzos por la carretera. -Señaló un punto con su lápiz-. Tengo que estar seguro de que no puede llegar nada por esta carretera.
- ¿Y cuándo es la ofensiva?
- Se lo diré. Pero utilice usted la fecha y la hora sólo como una indicación de probabilidad. Tiene usted que estar listo para ese momento. Volará usted el puente después que la ofensiva haya empezado. ¿Se da usted cuenta? -Y volvió a señalar con el lápiz-. Esta es la única carretera por la que pueden llegarles refuerzos. Esta es la única carretera por la que pueden llegarles tanques o artillería, o sencillamente un simple camión hasta el puerto que yo ataco. Tengo que saber que el puente ha volado. Pero no antes, porque podrían repararlo si la ofensiva se retrasa. No. Tiene que volar cuando haya empezado la ofensiva, y tengo que saber que ha volado. Hay sólo dos centinelas. El hombre que va a acompañarle, acaba de llegar de allí. Es hombre de confianza, según dicen ellos. Usted verá si lo es. Tienen gente en las montañas. Hágase con todos los hombres que necesite. Utilice los menos que pueda, pero utilícelos. No tengo necesidad de explicarle estas cosas.
- ¿Y cómo puedo yo saber cuándo ha comenzado la ofensiva?
- La ofensiva se hará con una división completa. Habrá un bombardeo como medida de preparación. No es usted sordo, ¿no?
- Entonces tendré que deducir, cuando los aviones comiencen a descargar bombas, que el ataque ha comenzado.
- No puede decirse siempre eso -comentó Golz, negando con la cabeza-; pero en este caso tendrá que hacerlo. Es mi ofensiva.
- Comprendo -dijo Jordan-; pero no puedo decir que la cosa me guste demasiado.
- Tampoco me gusta a mí. Si no quiere encargarse de este cometido, dígalo ahora. Si cree que no puede hacerlo, dígalo ahora mismo.
- Lo haré -contestó Jordan-. Lo haré como es debido.
- Eso es todo lo que quiero saber -concluyó Golz-. Quiero saber que nada puede pasar por ese puente. Absolutamente nada.
- Entendido.
- No me gusta pedir a la gente que haga estas cosas en semejantes condiciones -prosiguió Golz-. No puedo ordenárselo a usted. Comprendo que puede usted verse obligado a ciertas cosas dadas estas condiciones. Por eso tengo interés en explicárselo todo en detalle, para que se haga cargo de todas las dificultades y de la importancia del trabajo.
- ¿Y cómo avanzará usted hacia La Granja cuando el puente haya volado?
- Estamos preparados para repararlo en cuanto hayamos ocupado el puerto. Es una operación complicada y bonita. Tan complicada y tan bonita como siempre. El plan ha sido preparado en Madrid. Es otro de los planes de Vicente Rojo, el profesor bonito que no tiene suerte con sus obras maestras. Soy yo quien tiene que llevar a cabo la ofensiva y quien tiene que llevarla a cabo, como siempre, con fuerzas insuficientes. A pesar de todo, es una operación con muchas probabilidades. Me siento más optimista de lo que suelo sentirme. Puede tener éxito si se elimina el puente. Podemos ocupar Segovia. Mire, le explicaré cómo se han preparado las cosas. ¿Ve usted este punto? No es por la parte más alta del puerto por donde atacaremos. Ya está dominado. Mucho más abajo. Mire. Por aquí…
- Prefiero no saberlo -repuso Jordan.
- Como quiera -accedió Golz-. Así tiene usted menos equipaje que llevar al otro lado.
- Prefiero no enterarme. De ese modo, ocurra lo que ocurra, no fui yo quien habló.
- Es mejor no saber nada -asintió Golz, acariciándose la frente con el lápiz-. A veces querría no saberlo yo mismo. Pero ¿se ha enterado usted de lo que tiene que enterarse respecto al puente?
- Sí, estoy enterado.
- Lo creo -dijo Golz-. Y no quiero soltarle un discurso. Vamos a tomar una copa. El hablar tanto me deja la boca seca, camarada Jordan. ¿Sabe que su nombre es muy cómico en español, camarada Jordan?
- ¿Cómo se dice Golz en español, camarada general?
- Hotze -dijo Golz, riendo y pronunciando el sonido con una voz gutural, como si tuviese enfriamiento-. Hotze -aulló-, camarada general Hotze. De haber sabido cómo pronunciaban Golz en español, me hubiera buscado otro nombre antes de venir a hacer la guerra aquí. Cuando pienso que vine a mandar una división y que pude haber elegido el nombre que me hubiese gustado y que elegí Hotze… General Hotze. Ahora es demasiado tarde para cambiarlo. ¿Le gusta a usted la palabra partizan?
Era la palabra rusa para designar las guerrillas que actúaban al otro lado de las líneas.
- Me gusta mucho -dijo Jordan. Y se echó a reír-. Suena agradablemente. Suena a aire libre.
- A mí también me gustaba cuando tenía su edad -dijo Golz-. Me enseñaron a volar puentes a la perfección. De una manera muy científica. De oído. Pero nunca le he visto hacerlo a usted. Quizás, en el fondo, no ocurra nada. ¿Consigue volarlos realmente? -Se veía que bromeaba-. Beba esto -añadió, tendiéndole una copa de coñac-. ¿Consigue volarlos realmente?
- Algunas veces.
- Es mejor que no me diga «algunas veces» ahora. Bueno, no hablemos más de ese maldito puente. Ya sabe usted todo lo que tiene que saber. Nosotros somos gente seria, y por eso tenemos ganas de bromear. ¿Qué, tiene usted muchas chicas al otro lado de las líneas?
- No, no tengo tiempo para chicas.
- No lo creo; cuanto más irregular es el servicio, más irregular es la vida. Tiene usted un servicio muy irregular. También necesita usted un corte de pelo.
- Voy a la peluquería cuando me hace falta -contestó Jordan. «Estaría bonito que me dejase pelar como Golz», pensó-. No tengo tiempo para ocuparme de chicas -dijo con acento duro, como si quisiera cortar la conversación-. ¿Qué clase de uniforme tengo que llevar? -preguntó.
- Ninguno -dijo Golz-. Su corte de pelo es perfecto. Sólo quería gastarle una broma. Es usted muy diferente de nosotros -dijo Golz, y volvió a llenarle la copa-. Usted no piensa en las chicas. Yo tampoco. Nunca pienso en nada de nada. ¿Cree usted que podría? Soy un general soviétique. Nunca pienso. No intente hacerme pensar.
Alguien de su equipo, que se encontraba sentado en una silla próxima, trabajando sobre un mapa en un tablero, m'urmuró algo que Jordan no logró entender.
- Cierra el pico -dijo Golz en inglés-. Bromeo cuando quiero. Soy tan serio, que puedo bromear. Vamos, bébase esto y lárguese. ¿Ha comprendido, no?
- Sí -dijo Jordan-; lo he comprendido. Se estrecharon las manos, se saludaron y Jordan salió hacia el coche, en donde le aguardaba el viejo dormido. En aquel mismo coche llegaron a Guadarrama, con el viejo siempre dormido, y subieron por la carretera de Navacerrada hasta el Club Alpino, en donde Jordan descansó tres horas antes de proseguir la marcha.
Esa era la última vez que había visto a Golz, con su extraña cara blanquecina, que nunca se bronceaba, con sus ojos de lechuza, con su enorme nariz y sus finos labios, con su cabeza calva, surcada de cicatrices y arrugas. Al día siguiente por la noche, estarían todos preparados, en los alrededores de El Escorial, a lo largo de la oscura carretera: las largas líneas de camiones cargando a los soldados en la oscuridad; los hombres, pesadamente cargados, subiendo a los camiones; las secciones de ametralladoras izando sus máquinas hasta los camiones; los tanques remolcando por las rampas a los alargados camiones; toda una división se lanzaría aquella noche al frente para atacar el puerto. Pero no quería pensar en eso. No era asunto suyo. Era de la incumbencia de Golz. El sólo tenía una cosa que hacer, y en eso tenía que pensar. Y tenía que pensar en ello claramente, aceptar las cosas según venían y no inquietarse. Inquietarse era tan malo como tener miedo. Hacía las cosas más difíciles.
Se sentó junto al arroyo, contemplando el agua clara que se deslizaba entre las rocas, y descubrió al otro lado del riachuelo una mata espesa de berros. Saltó sobre el agua, cogió todo lo que podía coger con las manos, lavó en la corriente las enlodadas raíces y volvió a sentarse junto a su mochila, para devorar las frescas y limpias hojas y los pequeños tallos enhiestos y ligeramente picantes. Luego se arrodilló junto al agua, y haciendo correr el cinturón al que estaba sujeta la pistola, de modo que no se mojase, se inclinó, sujetándose con una y otra mano sobre los pedruscos del borde y bebió a morro. El agua estaba tan fría, que hacía daño.
Se irguió, volvió la cabeza, al oír pasos, y vio al viejo que bajaba por los peñascos. Con él iba otro hombre, vestido también con la blusa negra de aldeano, y con los pantalones grises de pana, que eran casi un uniforme en aquella provincia; iba calzado con alpargatas y con una carabina cargada al hombro. En la cabeza no llevaba nada. Los dos hombres bajaban saltando por las rocas como cabras.
Cuando llegaron hasta él, Robert Jordan se puso de pie.
- ¡Salud, camarada! -dijo al hombre de la carabina, sonriendo.
- ¡Salud! -dijo el otro, de mala gana. Robert Jordan estudió el rostro burdo, cubierto por un principio de barba, del recién llegado. Era una faz casi redonda; la cabeza era también redonda, y parecía salir directamente de los hombros. Tenía ojos pequeños y muy separados y las orejas eran también pequeñas y muy pegadas a la cabeza. Era un hombre recio, de un metro ochenta de estatura, aproximadamente, con las manos y los pies muy grandes. Tenía la nariz rota y los labios hendidos en una de las comisuras; una cicatriz le cruzaba el labio de arriba, abriéndose paso entre las barbas mal rasuradas.
El viejo señaló con la cabeza a su acompañante y sonrió.
- Es el jefe aquí -dijo, satisfecho, y con un ademán imitó a un atleta, mientras miraba al hombre de la carabina con admiración un tanto irrespetuosa-. Es un hombre muy fuerte.
- Ya lo veo -dijo Robert Jordan, sonriendo otra vez.
No le gustó la manera que tenía el hombre de mirar, y por dentro no sonreía.
- ¿Qué tiene usted para justificar su identidad? -preguntó el hombre de la carabina.
Robert Jordan abrió el imperdible que cerraba el bolsillo de su camisa y sacó un papel doblado que entregó al hombre; éste lo abrió, lo miró con aire de duda y le dio varias vueltas entre las manos.
«De manera que no sabe leer», advirtió Jordan.
- Mire el sello -dijo en voz alta.
El viejo señaló el sello y el hombre de la carabina lo estudió, dando vueltas de nuevo al papel entre sus manos.
- ¿Qué sello es éste?
- ¿No lo ha visto usted nunca?
- No.
- Hay dos sellos -dijo Robert Jordan-: Uno es del S.I.M, el Servicio de Información Militar. El otro es del Estado Mayor.
- He visto ese sello otras veces. Pero aquí no manda nadie más que yo -dijo el hombre de la carabina, muy hosco-. ¿Qué es lo que lleva en esos bultos?
- Dinamita -dijo el viejo orgullosamente-. Esta noche hemos cruzado las líneas en medio de la oscuridad y hemos subido esos bultos montaña arriba.
- Dinamita -dijo el hombre de la carabina-. Está bien. Me sirve. -Tendió el papel a Robert Jordan y le miró a la cara-. Me sirve; ¿cuánta me ha traído?
- Yo no le he traído a usted dinamita -dijo Robert Jordan, hablando tranquilamente-. La dinamita es para otro objetivo. ¿Cómo se llama usted?
- ¿Y a usted qué le importa?
- Se llama Pablo -dijo el viejo. El hombre de la carabina miró a los dos ceñudamente.
- Bueno, he oído hablar mucho de usted -dijo Robert Jordan.
- ¿Qué es lo que ha oído usted de mí? -preguntó Pablo.
- He oído decir que es usted un guerrillero excelente, que es usted leal a la República y que prueba su lealtad con sus actos. He oído decir que es usted un hombre serio y valiente. Le traigo saludos del Estado Mayor.
- ¿Dónde ha oído usted todo eso? -preguntó Pablo.
Jordan se percató de que no se había tragado ni una sola palabra de sus lisonjas.
- Lo he oído decir desde Buitrago hasta El Escorial -respondió, nombrando todos los lugares de una región al otro lado de las líneas.
- No conozco a nadie en Buitrago ni en El Escorial -dijo Pablo.
- Hay muchas gentes al otro lado de los montes que no estaban antes allí. ¿De dónde es usted?
- De Avila. ¿Qué es lo que va a hacer con la dinamita?
- Volar un puente.
- ¿Qué puente?
- Eso es asunto mío.
- Si es en esta región, es asunto mío. No se permite volar puentes cerca de donde uno vive. Hay que vivir en un sitio y operar en otro. Conozco el trabajo. Uno que sigue vivo, como yo, después de un año de trabajo, es porque conoce su trabajo.
- Eso es asunto mío -insistió Jordan-. Pero podemos discutirlo más tarde. ¿Quiere ayudarnos a llevar los bultos?
- No -dijo Pablo, negando con la cabeza.
El viejo se volvió hacia él, de repente, y empezó a hablarle con gran rapidez y en tono furioso, de manera que Jordan apenas si podía seguirle. Le parecía que era como si leyese a Quevedo. Anselmo hablaba un castellano viejo, y le decía algo como esto: «Eres un bruto, ¿no? Eres una bestia, ¿no? No tienes seso. Ni pizca. Venimos nosotros para un asunto de mucha importancia, y tú, con el cuento de que te dejen tranquilo, pones tu zorrería por encima de los intereses de la humanidad. Por encima de los intereses del pueblo. Me c… en esto y en lo otro y en tu padre y en toda tu familia. Coge ese bulto.»
Pablo miraba al suelo.
- Cada cual tiene que hacer lo que puede -dijo-. Yo vivo aquí y opero más allá de Segovia. Si busca uno jaleo aquí, nos echarán de estas montañas. Sólo quedándonos aquí quietos podremos vivir en estas montañas. Es lo que hacen los zorros.
- Sí -dijo Anselmo con acritud-, es lo que hacen los zorros; pero nosotros necesitamos lobos.
- Tengo más de lobo que tú -dijo Pablo. Pero Jordan se dio cuenta de que acabaría por coger el bulto.
- ¡Ja, ja! -dijo Anselmo, mirándole-; eres más lobo que yo. Eres más lobo que yo, pero yo tengo sesenta y ocho años.
Escupió en el suelo, moviendo la cabeza.
- ¿Tiene usted tantos años? -preguntó Jordan, dándose cuenta de que, por el momento, las cosas volverían a ir bien y tratando de facilitarlas.
- Sesenta y ocho, en el mes de julio.
- Si vemos el mes de julio -dijo Pablo-. Deje que le ayude con el bulto -dijo, dirigiéndose a Jordan-. Deje el otro al viejo. -Hablaba sin hostilidad, pero con tristeza.- Es un viejo con mucha fuerza.
- Yo llevaré el bulto -dijo Jordan.
- No -contestó el viejo-. Deje eso al hombretón.
- Yo lo llevaré -dijo Pablo, y su hostilidad se había convertido en una tristeza que conturbó a Jordan. Sabía lo que era esa tristeza y el descubrirla le preocupaba.
- Déme entonces la carabina -dijo.
Y cuando Pablo se la alargó se la colgó del hombro y se unió a los dos hombres que trepaban delante de él, y agarrándose y trepando dificultosamente por la pared de granito, llegaron hasta el borde superior, donde había un claro de yerba en medio del bosque.
Bordearon un pequeño prado y Jordan, que se movía con agilidad sin ningún lastre, llevando con gusto la carabina enhiesta sobre su hombro, después del pesado fardo que le había hecho sudar, vio que la yerba estaba segada en varios lugares y que en otros había huellas de que se habían clavado estacas en el suelo. Vio un sendero por el que se había llevado a los caballos a beber al torrente, ya que había excrementos frescos. Sin duda los llevaban allí de noche a que pastasen y durante el día los ocultaban entre los árboles. ¿Cuántos caballos tendría Pablo?
Se acordaba de haberse fijado, sin reparar mucho, en que los pantalones de Pablo estaban gastados y lustrosos entre las rodillas y los muslos. Se preguntó si tendría botas de montar o montaría con alpargatas. «Debe de tener todo un equipo -se dijo-; pero no me gusta esa resignación. Es un sentímiento malo que se adueña de los hombres cuando están a punto de alejarse o de traicionar; es el sentimiento que precede a la liquidación.»
Un caballo relinchó detrás de los árboles y un poco de sol que se filtraba por entre las altas copas que casi se unían en la cima permitió a Jordan distinguir entre los oscuros troncos de los pinos el cercado hecho con cuerdas atadas a los árboles. Los caballos levantaron la cabeza al acercarse los hombres. Fuera del cercado, al pie de un árbol, había varias sillas de montar apiladas bajo una lona encerada.
Los dos hombres que llevaban los fardos se detuvieron y Robert Jordan comprendió que lo habían hecho a propósito, para que admirase los caballos.
- Sí -dijo-, son muy hermosos. -Y se volvió hacia Pablo-. Tiene usted hasta caballería propia.
Había cinco caballos en el cercado: tres bayos, una yegua alazana y un caballo castaño. Después de haberlos observado en conjunto, Robert Jordan los examinó uno a uno. Pablo y Anselmo conocían sus cualidades, y mientras Pablo se erguía, satisfecho y menos triste, mirando a los caballos con amor, el viejo se comportaba como si se tratara de una sorpresa que acabase él mismo de inventar.
- ¿Qué le parecen? -preguntó a Jordan.
- Todos ésos los he cogido yo -dijo Pablo, y Robert Jordan experimentó cierto placer oyéndole hablar de esa manera.
- Ese -dijo Jordan, señalando a uno de los bayos, un gran semental con una mancha blanca en la frente y otra en una mano, es mucho caballo.
Era en efecto un caballo magnífico, que parecía surgido de un cuadro de Velázquez.
- Todos son buenos -dijo Pablo-. ¿Entiende de caballos?
- Entiendo.
- Tanto mejor -dijo Pablo-. ¿Ve algún defecto en alguno de ellos?
Robert Jordan comprendió que en aquellos momentos el hombre que no sabía leer estaba examinando sus credenciales.
Los caballos estaban tranquilos, y habían levantado la cabeza para mirarlos. Robert Jordan se deslizó entre las dobles cuerdas del cercado y golpeó en el anca al caballo castaño. Se apoyó luego en las cuerdas y vio dar vueltas a los caballos en el cercado; siguió estudiándolos al quedarse quietos y luego se agachó, volviendo a salirse del cercado.
- La yegua alazana cojea de la pata trasera -dijo a Pablo, sin mirarle-. La herradura está rota. Eso no tiene importancia, si se la hierra convenientemente; pero puede caerse si se la hace andar mucho por un suelo duro.
- La herradura estaba así cuando la cogimos -dijo Pablo -El mejor de esos caballos, el semental de la mancha blanca, tiene en lo alto del garrón una inflamación que no me gusta nada.
- No es nada -dijo Pablo-; se dio un golpe hace tres días. Si fuese grave, ya se habría visto.
Tiró de la lona y le enseñó las sillas de montar. Había tres sillas de estilo vaquero, dos sencillas y una muy lujosa, de cuero trabajado a mano, y estribos gruesos; también había dos sillas militares de cuero negro.
- Matamos un par de guardias civiles -dijo Pablo, señalándolas.
- Vaya, eso es caza mayor.
- Se habían bajado de los caballos en la carretera, entre Segovia y Santa María del Real. Habían descendido de las cabalgaduras para pedir los papeles a un carretero. Tuvimos la suerte de poder matarlos sin lastimar a los caballos.
- ¿Ha matado usted a muchos guardias civiles? -preguntó Jordan.
- A varios -contestó Pablo-; pero sólo a esos dos sin herir a los caballos.
- Fue Pablo quien voló el tren de Arévalo -explicó Anselmo-. Fue Pablo el que lo hizo.
- Había un forastero con nosotros, que fue quien preparó la explosión -dijo Pablo-. ¿Le conoce usted?
- ¿Cómo se llamaba?
- No me acuerdo. Era un nombre muy raro.
- ¿Cómo era?
- Era rubio, como usted; pero no tan alto, con las manos grandes y la nariz rota.
- Kashkin -dijo Jordan-. Debía de ser Kashkin.
- Sí -respondió Pablo-; era un nombre muy raro. Algo parecido. ¿Qué fue de él?
- Murió en abril.
- Eso es lo que le sucede a todo el mundo -sentenció Pablo sombríamente-. Así acabaremos todos.
- Así acaban todos los hombres -insistió Anselmo-. Así han acabado siempre todos los hombres de este mundo. ¿Qué es lo que te pasa, hombre? ¿Qué le pasa a tus tripas?
- Son muy fuertes -dijo Pablo. Hablaba como si se hablara a sí mismo. Miró a los caballos tristemente-. Usted no sabe lo fuertes que son. Son cada vez más fuertes, y están cada vez mejor armados. Tienen cada vez más material. Y yo, aquí, con caballos como ésos. ¿Y qué es lo que me espera? Que me cacen y me maten. Nada más.
- Tú también cazas -le dijo Anselmo.
- No -contestó Pablo-. Ya no cazo. Y si nos vamos de estas montañas, ¿adonde podemos ir? Contéstame: ¿adónde iremos?
- En España hay muchas montañas. Está la Sierra de Gredos, si tenemos que irnos de aquí.
- No se ha hecho para mí -respondió Pablo-. Estoy harto de que me den caza. Aquí estamos bien. Pero si usted hace volar el puente, nos darán caza. Si saben que estamos aquí, nos darán caza con aviones, y nos encontrarán. Nos enviarán a los moros para darnos caza, y nos encontrarán y tendremos que irnos. Estoy cansado de todo eso, ¿me has oído? -Y se volvió hacia Jordan: ¿Qué derecho tiene usted, que es forastero, para venir a mí a decirme lo que tengo que hacer?
- Yo no le he dicho a usted lo que tiene que hacer -le respondió Jordan.
- Ya me lo dirá -concluyó Pablo-. Eso, eso es lo malo.
Señaló hacia los dos pesados fardos que habían dejado en el suelo mientras miraban los caballos. La vista de los caballos parecía que hubiese traído todo aquello a su imaginación, y al comprender que Robert Jordan entendía de caballos se le había soltado la lengua. Los tres hombres se quedaron pegados a las cuerdas mirando cómo el resplandor del sol ponía manchas en la piel del semental bayo. Pablo miró a Jordan, y, golpeando con el pie contra el pesado bulto, insistió:
- Eso es lo malo.
- He venido solamente a cumplir con mi deber -insistió *Jordan-. He venido con órdenes de los que dirigen esta guerra. Si le pido a usted que me ayude y usted se niega, puedo encontrar a otros que me ayudarán. Pero ni siquiera le he pedido ayuda. Haré lo que se me ha mandado y puedo asegurarle que es asunto de importancia. El que yo sea extranjero no es culpa mía. Hubiera preferido nacer aquí.
- Para mí, lo más importante es que no se nos moleste -aclaró Pablo-. Para mí, la obligación consiste en conservar a los que están conmigo y a mí mismo.
- A ti mismo, sí -terció Anselmo-. Te preocupas mucho de ti mismo desde hace algún tiempo. De ti y de tus caballos. Mientras no tuviste caballos, estabas con nosotros. Pero ahora eres un capitalista, como los demás.
- No es verdad -contestó Pablo-. Me ocupo de los caballos por la causa.
- Muy pocas veces -respondió Anselmo secamente-. Muy pocas veces, a mi juicio. Robar te gusta. Comer bien te gusta. Asesinar te gusta. Pelear, no.
- Eres un viejo que vas a buscarte un disgusto por hablar demasiado.
- Soy un viejo que no tiene miedo a nadie -replicó Anselmo-. Soy un viejo que no tiene caballos.
- Eres un viejo que no va a vivir mucho tiempo.
- Soy un viejo que vivirá hasta que se muera -concluyó Anselmo-. Y no me dan miedo los zorros.
Pablo no añadió nada, pero cogió otra vez el bulto.
- Ni los lobos tampoco -siguió Anselmo, cogiendo su fardo-, en el caso de que fueras un lobo.
- Cierra el pico -ordenó Pablo-. Eres un viejo que habla demasiado.
- Y que hará lo que dice que va a hacer -repuso Anselmo, inclinado bajo el peso-. Y que está muerto de hambre. Y de sed. Vamos, jefe de cara triste, llévanos a algún sitio en donde nos den de comer.
«La cosa ha empezado bastante mal -pensó Robert Jordan-. Pero Anselmo es un hombre. Esta gente es maravillosa cuando es buena. No hay gente como ésta cuando es *buena, y cuando es mala no hay gente peor en el mundo. Anselmo debía de saber lo que hacía cuando le trajo aquí.» Pero no le gustaba nada cómo se ponía el asunto. No le gustaba nada. El único aspecto bueno de la cosa era que Pablo seguía llevando el bulto y que le había dado a él la carabina. «Quizá se comporte siempre así -siguió pensando Robert Jordan-. Quizá sea simplemente uno de esos tipos hoscos como hay muchos.»
«No, -se dijo en seguida-. No te engañes. No sabes cómo es ni cómo era antes; pero sabes que este hombre está echándose a perder rápidamente y que no se molesta en disimularlo. Cuando empiece a disimularlo será porque haya tomado una decisión. Acuérdate de esto. El primer gesto amistoso que tenga contigo querrá decir que ya ha tomado una decisión. Los caballos son estupendos; son caballos preciosos. Me pregunto si esos caballos podrían hacerme sentir a mí lo que hacen sentir a Pablo. El viejo tiene razón. Los caballos le hacen sentirse rico, y en cuanto uno se siente rico quiere disfrutar de la vida. Pronto se sentirá desgraciado por no poder inscribirse en el Jockey Club. Pauvre Pablo. II a manqué son Jockey.
Esta idea le hizo sentirse mejor. Sonrió viendo las dos figuras inclinadas y los grandes bultos que se movían delante de él entre los árboles. No se había gastado a sí mismo ninguna broma en todo el día, y ahora que bromeaba se sentía aliviado. «Estás empezando a ser como los demás -se dijo-. Estás empezando a ponerte sombrío, muchacho.» Se había mostrado sombrío y protocolario con Golz. La misión le había abrumado un poco. Un poco, pensó; le había abrumado un poco. O, más bien, le había abrumado mucho. Golz se mostró alegre y quiso que él se mostrase también alegre antes de despedirse, pero no lo había conseguido.
La gente buena, si se piensa un poco en ello, ha sido siempre gente alegre. Era mejor mostrarse alegre, y ello era una buena señal. Algo así como hacerse inmortal mientras uno está vivo todavía. Era una idea un poco complicada. Lo malo era que ya no quedaban con vida muchos de buen humor. Quedaban condenadamente pocos. «Y si sigues pensando así, muchacho, acabarás por largarte tú también. Cambia de disco, muchacho; cambia de disco, camarada. Ahora eres tú el que va a volar el puente. Un dinamitero, no un pensador. Muchacho, tengo hambre. Espero que Pablo nos dé bien de comer.»
Capítulo segundo
Habían llegado a través de la espesa arboleda hasta la parte alta en que acababa el valle, un valle en forma de cubeta, y Jordan sospechó que el campamento tenía que estar al otro lado de la pared rocosa que se levantaba detrás de los árboles.
Allí estaba efectivamente el campamento, y era de primera. No se le podía ver hasta que no estaba uno encima, y desde el aire no podía ser localizado. Nada podía descubrirse desde arriba. Estaba tan bien escondido como una cueva de osos. Y, más o menos, tan mal guardado. Jordan lo observó cuidadosamente a medida que se iban acercando.
Había una gran cueva en la pared rocosa y al pie de la entrada de la cueva vio a un hombre sentado con la espalda apoyada contra la roca y las piernas extendidas en el suelo. El hombre había dejado la carabina apoyada en la pared y estaba tallando un palo con un cuchillo. Al verlos llegar se quedó mirándolos un momento y luego prosiguió con su trabajo.
- ¡Hola! -dijo-. ¿Quién viene?
- El viejo y un dinamitero -dijo Pablo, depositando su bulto junto a la entrada de la cueva.
Anselmo se quitó el peso de las espaldas y Jordan se descolgó la carabina y la dejó apoyada contra la roca.
- No dejen eso tan cerca de la cueva -dijo el hombre que estaba tallando el palo. Era un gitano de buena presencia, de rostro aceitunado y ojos azules que formaban vivo contraste en aquella cara oscura-. Hay fuego dentro.
- Levántate y colócalos tú mismo -dijo Pablo-. Ponlos ahí, al pie de ese árbol.
El gitano no se movió; pero dijo algo que no puede escribirse, añadiendo:
- Déjalos donde están, y así revientes; con eso se curarán todos tus males.
- ¿Qué está usted haciendo? -preguntó Jordan, sentándose al lado del gitano, que se lo mostró. Era una trampa en forma de rectángulo y estaba tallando el travesaño.
- Es para los zorros -dijo-. Este palo los mata. Les rompe el espinazo. -Hizo un guiño a Jordan-. Mire usted; así.
Hizo funcionar la trampa de manera que el palo se hundiera; luego movió la cabeza y abrió los brazos para advertir cómo quedaba el zorro con el espinazo roto. Muy práctico -aseguró.
- Lo único que caza son conejos -dijo Anselmo-. Es gitano. Si caza conejos, dice que son zorros. Si cazara un zorro por casualidad, diría que era un elefante.
- ¿Y si cazara un elefante? -preguntó el gitano y, enseñando otra vez su blanca dentadura, hizo un guiño a Jordan.
- Dirías que era un tanque -dijo Anselmo.
- Ya me haré con el tanque -replicó el gitano-; me haré con el tanque, y podrá usted darle el nombre que le guste.
- Los gitanos hablan mucho y hacen poco -dijo Anselmo. El gitano guiñó a Jordan y siguió tallando su palo.
Pablo había desaparecido dentro de la cueva y Jordan confió en que habría ido por comida. Sentado en el suelo, junto al gitano, dejaba que el sol de la tarde, colándose a través de las copas de los árboles, le calentara las piernas, que tenía extendidas. De la cueva llegaba olor a comida, olor a cebolla y a aceite y a carne frita, y su estómago se estremecía de necesidad.
- Podemos atrapar un tanque -dijo Jordan al gitano-. No es muy difícil.
- ¿Con eso? -preguntó el gitano, señalando los dos bultos.
- Sí -contestó Jordan-. Yo se lo enseñaré. Hay que hacer una trampa, pero no es muy difícil.
- ¿Usted y yo?
- Claro -dijo Jordan-. ¿Por qué no?
- ¡Eh! -dijo el gitano a Anselmo-. Pon esos dos sacos donde estén a buen recaudo; haz el favor. Tienen mucho valor.
Anselmo rezongó:
- Voy a buscar vino.
Jordan se levantó, apartó los bultos de la entrada de la *cueva, dejándolos uno a cada lado del tronco de un árbol. Sabía lo que había en ellos y no le gustaba que estuvieran demasiado juntos.
- Trae un jarro para mí -dijo el gitano.
- ¿Hay vino ahí? -preguntó Jordan, sentándose otra vez al lado del gitano.
- ¿Vino? Que si hay. Un pellejo lleno. Medio pellejo por lo menos.
- ¿Y hay algo de comer?
- Todo lo que quieras, hombre -contestó el gitano-. Aquí vivimos como generales.
- ¿Y qué hacen los gitanos en tiempo de guerra? -le preguntó Jordan.
- Siguen siendo gitanos.
- No es mal trabajo.
- El mejor de todos -dijo el gitano-. ¿Cómo te llamas?
- Roberto. ¿Y tú?
- Rafael. ¿Eso que dices del tanque, es en serio?
- Naturalmente que es en serio. ¿Por qué no iba a serlo?
Anselmo salió de la cueva con un recipiente de piedra lleno hasta arriba de vino tinto, llevando con una sola mano tres tazas sujetas por las asas.
- Aquí está -dijo-; tienen tazas y todo.
Pablo salió detrás de él.
- En seguida viene la comida -anunció-. ¿Tiene usted tabaco?
Jordan se levantó, se fue hacia los sacos y, abriendo uno de ellos, palpó con la mano hasta llegar a un bolsillo interior, de donde sacó una de las cajas metálicas de cigarrillos que los rusos le habían regalado en el Cuartel General de Golz. Hizo correr la uña del pulgar por el borde de la tapa y, abriendo la caja, le ofreció a Pablo, que cogió media docena de cigarrillos. Sosteniendo los cigarrillos en la palma de una de sus enormes manos, Pablo levantó uno al aire y lo miró a contraluz. Eran cigarrillos largos y delgados, con boquilla de cartón.
- Mucho aire y poco tabaco -dijo-. Los conozco. El otro, el del nombre raro, también los tenía.
- Kashkin -precisó Jordan y ofreció cigarrillos al gitano y a Anselmo, que tomaron uno cada uno.
- Cojan más -les dijo, y cogieron otro. Jordan dio cuatro más a cada uno y entonces ellos, con los cigarrillos en la mano, hicieron un saludo, dando las gracias como si esgrimieran un sable.
- Sí -dijo Pablo-, era un nombre muy raro.
- Aquí está el vino -recordó Anselmo.
Metió una de las tazas en el recipiente y se la tendió a Jordan. Luego llenó otra para el gitano y otra más para sí.
- ¿No hay vino para mí? -preguntó Pablo. Estaban sentados uno junto a otro, a la entrada de la cueva.
Anselmo le ofreció su taza y fue a la cueva a buscar otra para él. Al volver se inclinó sobre el recipiente, llenó su taza y brindaron todos entonces entrechocando los bordes.
El vino era bueno; sabía ligeramente a resina, a causa de la piel del odre, pero era fresco y excelente al paladar. Jordan bebió despacio, paladeándolo y notando cómo corría por todo su cuerpo, aligerando su cansancio.
- La comida viene en seguida -insistió Pablo-. Y aquel extranjero de nombre tan raro, ¿cómo murió?
- Le atraparon y se suicidó.
- ¿Cómo ocurrió eso?
- Fue herido y no quiso que le hicieran prisionero.
- Pero ¿cómo fueron los detalles?
- No lo sé -dijo Jordan, mintiendo. Conocía muy bien los detalles, pero no quería alargar la charla en torno al asunto.
- Nos pidió que le prometiéramos matarle en caso de que fuera herido, cuando lo del tren, y no pudiese escapar -dijo Pablo-. Hablaba de una manera muy extraña.
«Debía de estar por entonces muy agitado -pensó Jordan-. ¡PobreKashkin!»
- Tenía no sé qué escrúpulo de suicidarse -explicó Pablo-. Me lo dijo así. Tenía también mucho miedo de que le torturasen.
- ¿Le dijo a usted eso? -preguntó Jordan.
- Sí -confirmó el gitano-. Hablaba de eso con todos nosotros.
- Estuvo usted también en lo del tren, ¿no?
- Sí, todos nosotros estuvimos en lo del tren.
- Hablaba de una manera muy rara -insistió Pablo-.Pero era muy valiente.
«¡Pobre Kashkin! -pensó Jordan-. Debió de hacer más daño que otra cosa por aquí.» Le hubiera gustado saber si se hallaba ya por entonces tan inquieto. «Debieron haberle sacado de aquí. No se puede consentir a la gente que hace esta clase de trabajos que hable así. No se debe hablar así. Aunque lleve a cabo su misión, la gente de esta clase hace más daño que otra cosa hablando de ese modo.»
- Era un poco extraño -confesó Jordan-. Creo que estaba algo chiflado.
- Pero era muy listo para armar explosiones -dijo el gitano-. Y muy valiente.
- Pero algo chiflado -dijo Jordan-. En este asunto hay que tener mucha cabeza y nervios de acero. No se debe hablar así, como lo hacía él.
- Y usted -dijo Pablo- si cayera usted herido en lo del puente, ¿le gustaría que le dejásemos atrás?
- Oiga -dijo Jordan, inclinándose hacia él, mientras metía la taza en el recipiente para servirse otra vez vino-. Oiga, si tengo que pedir alguna vez un favor a alguien, se lo pediré cuando llegue el momento.
- ¡Ole! -dijo el gitano-. Así es como hablan los buenos. ¡Ah! Aquí está la comida.
- Tú ya has comido -dijo Pablo.
- Pero puedo comer otra vez -dijo el gitano-. Mira quién la trae.
La muchacha se inclinó para salir de la cueva. Llevaba en la mano una cazuela plana de hierro con dos asas y Robert Jordan vio que volvía la cara, como si se avergonzase de algo, y en seguida comprendió lo que le ocurría. La chica sonrió y dijo: «Hola, camarada», y Jordan contestó: «Salud», y procuró no mirarla con fijeza ni tampoco apartar de ella su vista. La muchacha puso en el suelo la paellera de hierro, frente a él, y Jordan vio que tenía bonitas manos de piel bronceada. Entonces ella le miró descaradamente y sonrió.
Tenía los dientes blancos, que contrastaban con su tez oscura, y la piel y los ojos eran del mismo color castaño dorado. Tenía lindas mejillas, ojos alegres y una boca llena, no muy dibujada. Su pelo era del mismo castaño dorado que un campo de trigo quemado por el sol del verano, pero lo llevaba tan corto, que hacía pensar en el pelaje de un castor. La muchacha sonrió, mirando a Jordan, y levantó su morena mano para pasársela por la cabeza, intentando alisar los cabellos, que se volvieron a erguir en seguida. «Tiene una cara bonita -pensó Jordan- y sería muy guapa si no la hubieran rapado.»
- Así es como me peino -dijo la chica a Jordan, y se echó a reír-. Bueno, coman ustedes. No se queden mirando. Me cortaron el pelo en Valladolid. Ahora ya me ha crecido. Se sentó junto a él y se quedó mirándole. El la miró también. Ella sonrió y cruzó sus manos sobre las rodillas. Sus piernas aparecían largas y limpias, sobresaliendo del pantalón de hombre que llevaba, y, mientras ella permanecía así, con las manos cruzadas sobre las rodillas, Jordan vio la forma de sus pequeños senos torneados, bajo su camisa gris. Cada vez que Jordan la miraba sentía que una especie de bola se le formaba en la garganta.
- No tenemos platos -dijo Anselmo-; emplee el cuchillo. -La muchacha había dejado cuatro tenedores, con las púas hacia abajo, en el reborde de la paellera de hierro.
Comieron todos del mismo plato, sin hablar, según es costumbre en España. La comida consistía en conejo, aderezado con mucha cebolla y pimientos verdes, y había garbanzos en la salsa, oscura, hecha con vino tinto. Estaba muy bien guisado; la carne se desprendía sola de los huesos y la salsa era deliciosa. Jordan se bebió otra taza de vino con la comida. La muchacha no le quitaba la vista de encima. Todos los demás estaban atentos a su comida.
Jordan rebañó con un trozo de pan la salsa restante, amontonó cuidadosamente a un lado los huesos del conejo, aprovechó el jugo que quedaba en ese espacio, limpió el tenedor con otro pedazo de pan, limpió también su cuchillo y lo guardó, y se comió luego el pan que le había servido para limpiarlo todo. Echándose hacia delante, se llenó una nueva taza mientras la muchacha seguía observándole.
Jordan se irguió, bebió la mitad de la taza y vio que seguía teniendo la bola en la garganta cuando quería hablar a la muchacha.
- ¿Cómo te llamas? -preguntó. Pablo volvió inmediatamente la cara hacia él al oír aquel tono de voz. En seguida se levantó y se fue.
- María, ¿y tú?
- Roberto. ¿Hace mucho tiempo que estás por aquí?
- Tres meses.
- ¿Tres meses? -preguntó Jordan, mirando su cabeza, el cabello espeso y corto que ella trataba de aplastar, pasando y repasando su mano, cosa que hacía ahora con cierta dificultad, sin conseguirlo, porque inmediatamente volvía a erguirse el cabello como un campo de trigo azotado por el viento en el flanco de una colina.
- Me lo afeitaron -explicó-; me afeitaban la cabeza de cuando en cuando en la cárcel de Valladolid. Me ha costado tres meses que me creciera como ahora. Yo estaba en el tren. Me llevaban para el Sur. Muchos de los detenidos que íbamos en el tren que voló, fueron atrapados después de la explosión; pero yo no. Yo me vine con éstos.
- Me la encontré escondida entre las rocas -explicó el gitano-. Estaba allí cuando íbamos a marcharnos. Chico, ¡qué fea era! Nos la trajimos con nosotros, pero en el camino pensé varias veces que íbamos a abandonarla.
- ¿Y el otro que estuvo en lo del tren con ellos? -preguntó María-. El otro, el rubio, el extranjero. ¿Dónde está?
- Murió -dijo Jordan-. Murió en abril.
- ¿En abril? Lo del tren fue en abril.
- Sí -dijo Jordan-; murió diez días después de lo del tren.
- Pobre -dijo la muchacha-; era muy valiente. ¿Y tú haces el mismo trabajo?
- Sí.
- ¿Has volado trenes también?
- Sí, tres trenes.
- ¿Aquí?
- En Extremadura -dijo Jordan-. He estado en Extremadura antes de venir aquí. Hemos hecho mucho en Extremadura. Tenemos mucha gente trabajando en Extremadura.
- ¿Y por qué has venido ahora a estas sierras?
- Vengo a sustituir al otro, al rubio. Además, conozco esta región de antes del Movimiento.
- ¿La conoces bien?
- No, no muy bien. Pero aprendo en seguida. Tengo un mapa muy bueno y un buen guía.
- Ah, el viejo -aseveró ella, con la cabeza-; el viejo es muy bueno.
- Gracias -dijo Anselmo, y Jordan se dio cuenta de repente de que la muchacha y él no estaban solos, y se dio también cuenta de que le resultaba difícil mirarla, porque en seguida cambiaba el tono de su voz. Estaba violando el segundo mandamiento de los dos que rigen cuando se trata con españoles: hay que dar tabaco a los hombres y dejar tranquilas a las mujeres. Pero vio también que no le importaba nada. Había muchas cosas que le tenían sin cuidado; ¿por qué iba a preocuparse de aquélla?
- Eres muy bonita -dijo a María-. Me hubiera gustado ver cómo eras antes de que te cortasen el pelo.
- El pelo crecerá -dijo ella-. Dentro de seis meses ya lo tendré largo.
- Tenía usted que haberla visto cuando la trajimos. Era tan fea, que revolvía las tripas.
- ¿De quién eres mujer? -preguntó Jordan, queriendo dar a su voz un tono normal-. ¿De Pablo?
La muchacha le miró a los ojos y se echó a reír. Luego le dio un golpe en la rodilla.
- ¿De Pablo? ¿Has visto a Pablo?
- Bueno, entonces quizá seas mujer de Rafael. He visto a Rafael.
- No soy de Rafael.
- No es de nadie -aclaró el gitano-. Es una mujer muy extraña. No es de nadie. Pero guisa bien.
- ¿De nadie? -preguntó Jordan.
- De nadie. De nadie. Ni en broma ni en serio. Ni de ti tampoco.
- ¿No? -preguntó Jordan y vio que la bola se le hacía de nuevo en la garganta-. Bueno, yo no tengo tiempo para mujeres. Esa es la verdad.
- ¿Ni siquiera quince minutos? -le preguntó el gitano irónicamente-. ¿Ni siquiera un cuarto de hora?
Jordan no contestó. Miró a la muchacha, a María, y notó que tenía la garganta demasiado oprimida, para tratar de aventurarse a hablar.
María le miró y rompió a reír. Luego enrojeció de repente, pero siguió mirándole.
- Te has puesto colorada -dijo Jordan-. ¿Te pones colorada con frecuencia?
- Nunca.
- Te has vuelto a poner colorada ahora mismo.
- Bueno, me iré a la cueva.
- Quédate aquí, María.
- No -dijo ella, y no volvió a sonreírle-. Me voy ahora mismo a la cueva.
Cogió la paellera de hierro en que habían comido, y los cuatro tenedores. Se movía con torpeza, como un potro recien nacido, pero con toda la gracia de un animal joven.
- ¿Os quedáis con las tazas? -preguntó. Jordan seguía mirándola y ella enrojeció otra vez.
- No me mires -dijo ella-; no me gusta que me mires así.
- Deja las tazas -dijo el gitano-, Déjalas aquí.
Metió en el barreño una taza y se la ofreció a Jordan, que vio cómo la muchacha bajaba la cabeza para entrar en la cueva, llevando en las manos la paellera de hierro.
- Gracias -dijo Jordan. Su voz había recuperado el tono normal desde el momento en que ella había desaparecido-. Es el último. Ya hemos bebido bastante.
- Vamos a acabar con el barreño -dijo el gitano-; hay más de medio pellejo. Lo trajimos en uno de los caballos.
- Fue el último trabajo de Pablo -dijo Anselmo-. Desde entonces no ha hecho nada.
- ¿Cuántos son ustedes? -preguntó Jordan.
- Somos siete y dos mujeres.
- ¿Dos?
- Sí, la muchacha y la mujer de Pablo.
- ¿Dónde está la mujer de Pablo?
- En la cueva. La muchacha sabe guisar un poco. Dije que guisaba bien para halagarla. Pero lo único que hace es ayudar a la mujer de Pablo.
- ¿Y cómo es esa mujer, la mujer de Pablo?
- Una bestia -dijo el gitano sonriendo-. Una verdadera bestia. Si crees que Pablo es feo, tendrías que ver a su mujer. Pero muy valiente. Mucho más valiente que Pablo. Una bestia.
- Pablo era valiente al principio -dijo Anselmo-. Pablo antes era muy valiente.
- Ha matado más gente que el cólera -dijo el gitano-. Al principio del Movimiento, Pablo mató más gente que el tifus.
- Pero desde hace tiempo está muy flojo -explicó Anselmo-. Muy flojo. Tiene mucho miedo a morir.
- Será porque ha matado tanta gente al principio -dijo el gitano filosóficamente-. Pablo ha matado más que la peste.
- Por eso y porque es rico -dijo Anselmo-. Además, bebe mucho. Ahora querría retirarse como un matador de toros. Pero no se puede retirar.
- Si se va al otro lado de las líneas, le quitarán los caballos y le harán entrar en el ejército -dijo el gitano-. A mí no me gustaría entrar en el ejército.
- A ningún gitano le gusta -dijo Anselmo.
- ¿Y para qué iba a gustarnos? -preguntó el gitano-. ¿Quién es el que quiere estar en el ejército? ¿Hacemos la revolución para entrar en filas? Me gusta hacer la guerra, pero no en el ejército.
- ¿Dónde están los demás? -preguntó Jordan. Se sentía a gusto y con ganas de dormir gracias al vino. Se había tumbado boca arriba, en el suelo, y contemplaba a través de las copas de los árboles las nubes de la tarde moviéndose lentamente en el alto cielo de España.
- Hay dos que están durmiendo en la cueva -dijo el gitano-. Otros dos están de guardia arriba, donde tenemos la máquina. Uno está de guardia abajo; probablemente están todos dormidos.
Jordan se tumbó de lado.
- ¿Qué clase de máquina es ésa?
- Tiene un nombre muy raro -dijo el gitano-; se me ha ido de la memoria hace un ratito. Es como una ametralladora.
«Debe de ser un fusil ametrallador», pensó Jordan.
- ¿Cuánto pesa? -preguntó.
- Un hombre puede llevarla, pero es pesada. Tiene tres pies que se pliegan. La cogimos en la última expedición seria; la última, antes de la del vino.
- ¿Cuántos cartuchos tenéis?
- Una infinidad -contestó el gitano-. Una caja entera, que pesa lo suyo.
«Deben de ser unos quinientos», pensó Jordan.
- ¿Cómo la cargáis, con cinta o con platos?
- Con unos tachos redondos de hierro que se meten por la boca de la máquina.
«Diablo, es una Lewis», pensó Jordan.
- ¿Sabe usted mucho de ametralladoras? -preguntó al viejo.
- Nada -contestó Anselmo-. Nada.
- ¿Y tú? -preguntó al gitano.
- Sé que disparan con mucha rapidez y que se ponen tan calientes que el cañón quema las manos si se toca -respondió el gitano orgullosamente.
- Eso lo sabe todo el mundo -dijo Anselmo con desprecio.
- Quizá lo sepa -dijo el gitano-. Pero me preguntó si sabía algo de la máquina y se lo he dicho. -Luego añadió-: Además, en contra de lo que hacen los fusiles corrientes, siguen disparando mientras se aprieta el gatillo.
- A menos que se encasquillen, que les falten municiones o que se pongan tan calientes que se fundan -dijo Jordan, en inglés.
- ¿Qué es lo que dice usted? -preguntó Anselmo.
- Nada -contestó Jordan-. Estaba mirando al futuro en inglés.
- Eso sí que es raro -dijo el gitano-. Mirando el futuro en inglés. ¿Sabe usted leer en la palma de la mano?
- No -dijo Robert, y se sirvió otra taza de vino-. Pero si tú sabes, me gustaría que me leyeras la palma de mi mano y me dijeses lo que va a pasar dentro de tres días.
- La mujer de Pablo sabe leer la palma de la mano -dijo el gitano-. Pero tiene un genio tan malo y es tan salvaje, que no sé si querrá hacerlo.
Robert Jordan se sentó y tomó un sorbo de vino.
- Vamos a ver cómo es esa mujer de Pablo -dijo-; si es tan mala como dices, vale más que la conozca cuanto antes.
- Yo no me atrevo a molestarla -dijo Rafael-; me odia a muerte.
- ¿Porqué?
- Dice que soy un holgazán.
- ¡Qué injusticia! -comentó Anselmo irónicamente.
- No le gustan los gitanos.
- Es un error -dijo Anselmo.
- Tiene sangre gitana -dijo Rafael-; sabe bien de lo que habla -añadió sonriendo-. Pero tiene una lengua que escuece como un látigo. Con la lengua es capaz de sacarte la piel a tiras. Es una salvaje increíble.
- ¿Cómo se lleva con la chica, con María? -preguntó Jordan.
- Bien. Quiere a la chica. Pero no deja que nadie se le acerque en serio. -Movió la cabeza y su lengua chascó.
- Es muy buena con la muchacha -medió Anselmo-. Se cuida mucho de ella.
- Cuando cogimos a la chica, cuando lo del tren, era muy extraña -dijo Rafael-; no quería hablar; estaba llorando siempre, y si se la tocaba, se ponía a temblar como un perro mojado. Solamente más tarde empezó a marchar mejor. Ahora marcha muy bien. Hace un rato, cuando hablaba contigo, se ha portado muy bien. Por nosotros, la hubiéramos dejado cuando lo del tren. No valía la pena perder tiempo por una cosa tan fea y tan triste que no valía nada. Pero la vieja le ató una cuerda alrededor del cuerpo, y cuando la chica decía que no, que no podía andar, la vieja le golpeaba con un extremo de la cuerda para obligarla a seguir adelante. Luego, cuando la muchacha no pudo de veras andar por su pie, la vieja se la cargó a la espalda. Cuando la vieja no pudo seguir llevándola, fui yo quien tuvo que cargar con ella. Trepábamos por esta montaña entre zarzas y malezas hasta el pecho. Y cuando yo no pude llevarla más, Pablo me reemplazó. ¡Pero las cosas que tuvo que llamarnos la vieja para que hiciéramos eso! -movió la cabeza, acordándose-. Es verdad que la muchacha no pesa, no tiene más que piernas. Es muy ligera de huesos y no pesa gran cosa. Pero pesaba lo suyo cuando había que llevarla sobre las espaldas, detenerse para disparar y volvérsela luego a cargar, y la vieja que golpeaba a Pablo con la cuerda y le llevaba su fusil, y se lo ponía en la mano cuando quería dejar caer a la muchacha, y le obligaba a cogerla otra vez, y le cargaba el fusil y le daba unas voces que le volvían loco… Ella le sacaba los cartuchos de los bolsillos y cargaba el fusil y seguía gritándole. Se hizo de noche, y con la oscuridad todo se arregló. Pero fue una suerte que no tuvieran caballería.
- Debió de ser muy duro lo del tren -dijo Anselmo-. Yo no estuve en el tren -explicó a Jordan-. Estaban la banda de Pablo, la del Sordo, al que veremos esta noche, y dos bandas más de estas montañas. Yo me encontraba al otro lado de las líneas.
- Y además estaba el rubio del nombre raro -dijo el gitano.
- Kashkin.
- Sí, es un nombre que no logro recordar nunca. Nosotros teníamos dos que llevaban ametralladora. Dos que nos había enviado el ejército. No pudieron cargar con la ametralladora al final y se perdió. Seguramente no pesaba más que la muchacha, y si la vieja se hubiera ocupado de ellos, hubieran traído la ametralladora. -Movió la cabeza al recordarlo, y prosiguió-: En mi vida vi semejante explosión. El tren venía despacio. Se le veía llegar de lejos. Yo estaba tan exaltado, que no podría explicarlo. Se vio la humareda y después se oyó el pitido del silbato. Luego se acercó el tren haciendo chu-chu chu-chu, cada vez más fuerte, y después, en el momento de la explosión, las ruedas delanteras de la máquina se levantaron por los aires y la tierra rugió, y pareció como si se levantase todo en una nube negra, y la locomotora saltó al aire entre la nube negra; las traviesas de madera saltaron a los aires como por encanto, y luego la máquina quedó tumbada de costado, como un gran animal herido. Y luego una explosión de vapor blanco antes que el barro de la otra explosión hubiese acabado de caer. Entonces la máquina empezó a hacer ta ta ta ta -dijo exaltado, el gitano, agitando los puños cerrados, levantándolos y bajándolos, con los pulgares apoyados en una imaginaria ametralladora-. Ta ta ta ta -gritó, entusiasmado-. Nunca había visto nada semejante, con los soldados que saltaban del tren y la máquina que les disparaba a bocajarro, y los hombres cayendo; y fue entonces cuando puse la mano en la máquina, y estaba tan excitado, que no me di cuenta de que quemaba. Y entonces la vieja me dio un bofetón y me dijo: «Dispara, idiota; dispara, o te aplasto los sesos.» Entonces yo empecé a disparar, pero me costaba trabajo tener la máquina derecha, y los soldados huían a las montañas. Más tarde, cuando bajamos hasta el tren a ver lo que podíamos coger, un oficial, con la pistola en la mano, reunió a la fuerza a sus soldados contra nosotros. El oficial agitaba la pistola y les gritaba que vinieran tras de nosotros, y nosotros disparamos contra él, pero no le alcanzamos. Entonces los soldados se echaron a tierra y empezaron a disparar, y el oficial iba de acá para allá, pero no llegamos a alcanzarle, y la máquina no podía dispararle a causa de la posición del tren. Ese oficial mató a dos de sus hombres, que estaban tumbados en el suelo, y, a pesar de ello, los otros no querían levantarse, y él gritaba y acabó por hacerlos levantarse, y vinieron corriendo hacia nosotros y hacia el tren. Luego volvieron a tumbarse y dispararon. Después escapamos con la máquina, que continuaba disparando por encima de nuestras cabezas. Fue entonces cuando me encontré a la chica, que se había escapado del tren y se había escondido en las rocas, y se vino con nosotros. Y fueron esos mismos soldados quienes nos persiguieron hasta la noche.
- Debió de ser un golpe muy duro -dijo Anselmo-. Pero de mucha emoción.
- Es la única cosa buena que se ha hecho hasta ahora -dijo una voz grave-. ¿Qué estás haciendo, borracho repugnante, hijo de puta gitana? ¿Qué estás haciendo?
Robert Jordan vio a una mujer, como de unos cincuenta años, tan grande como Pablo, casi tan ancha como alta; vestía una falda negra de campesina y una blusa del mismo color, con medias negras de lana sobre sus gruesas piernas; llevaba alpargatas y tenía un rostro bronceado que podía servir de modelo para un monumento de granito. La mujer tenía manos grandes, aunque bien formadas, y un cabello negro y espeso, muy rizado, que se sujetaba sobre la nuca con un moño.
- Vamos, contesta -dijo al gitano, sin darse por enterada de la presencia de los demás-. ¿Qué estabas haciendo?
- Estaba hablando con estos camaradas. Este que ves aquí es un dinamitero.
- Ya lo sé -repuso la mujer de Pablo-. Lárgate de aquí y ve a reemplazar a Andrés, que está de guardia arriba.
- Me voy -dijo el gitano-. Me voy. -Se volvió hacia Robert Jordan-. Te veré a la hora de la comida.
- Ni lo pienses -dijo la mujer-. Has comido ya tres veces, por la cuenta que llevo. Vete y envíame a Andrés en seguida.
- ¡Hola! -dijo a Robert Jordan, y le tendió la mano, sonriendo-. ¿Cómo van las cosas de la República?
- Bien -contestó Jordan, y devolvió el estrecho apretón-. La República y yo vamos bien.
- Me alegro -dijo ella. Le miraba sin rebozo y Jordan observó que la mujer tenía bonitos ojos grises-. ¿Ha venido para hacer volar otro tren?
- No -contestó Jordan, y al momento vio que podría confiar en ella-. He venido para volar un puente.
- No es nada -dijo ella-; un puente no es nada. ¿Cuando haremos volar otro tren, ahora que tenemos caballos?
- Más tarde. El puente es de gran importancia.
- La chica me dijo que su amigo, el que estuvo en el tren con nosotros, ha muerto.
- Así es.
- ¡Qué pena! Nunca vi una explosión semejante. Era un hombre de mucho talento. Me gustaba mucho. ¿No sería posible volar ahora otro tren? Tenemos muchos hombres en las montañas, demasiados. Ya resulta difícil encontrar comída para todos. Sería mejor que nos fuéramos. Además tenemos caballos.
- Hay que volar un puente.
- ¿Dónde está ese puente?
- Muy cerca de aquí.
- Mejor que mejor -dijo la mujer de Pablo-. Vamos a volar todos los puentes que haya por aquí y nos largamos. Estoy harta de este lugar. Hay aquí demasiada gente. No puede salir de aquí nada bueno. Estamos aquí parados, sin hacer nada, y eso es repugnante.
Vio pasar a Pablo por entre los árboles.
- Borracho -gritó-. Borracho, condenado borracho. -Se volvió hacia Jordan jovialmente:- Se ha llevado una bota de vino para beber solo en el bosque -explicó-. Está todo el tiempo bebiendo. Esta vida acaba con él. Joven, me alegro mucho que haya venido -le dio un golpe en el hombro-. Vamos -dijo-, es usted más fuerte de lo que aparenta. -Y le pasó la mano por la espalda, palpándole los músculos bajo la camisa de franela.- Bien, me alegro mucho de que haya venido.
- Lo mismo le digo.
- Vamos a entendernos bien -aseguró ella-. Beba un trago.
- Hemos bebido varios -repuso Jordan-. ¿Quiere usted beber? -preguntó Jordan.
- No -contestó ella-, hasta la hora de la cena. Me da ardor de estómago. -Luego volvió la cabeza y vio otra vez a Pablo.- Borracho -gritó-. Borracho. -Se volvió a Jordan y movió la cabeza.- Era un hombre muy bueno -dijo-; pero ahora está acabado. Y escuche, quiero decirle otra cosa. Sea usted bueno y muy cariñoso con la chica. Con la María. Ha pasado una mala racha. ¿Comprendes? -dijo tuteándole súbitamente.
- Sí, ¿por qué me dice usted eso?
- Porque vi cómo estaba cuando entró en la cueva, después de haberte visto. Vi que te observaba antes de salir.
- Hemos bromeado un poco.
- Lo ha pasado muy mal -dijo la mujer de Pablo-. Ahora está mejor, y sería conveniente llevársela de aquí.
- Desde luego; podemos enviarla al otro lado de las líneas con Anselmo.
- Anselmo y usted pueden llevársela cuando acabe esto -dijo dejando momentáneamente el tuteo.
Robert Jordan volvió a sentir la opresión en la garganta y su voz se enronqueció.
- Podríamos hacerlo -dijo.
La mujer de Pablo le miró y movió la cabeza.
- ¡Ay, ay! -dijo-. ¿Son todos los hombres como usted?
- No he dicho nada -contestó él-; y es muy bonita, como usted sabe.
- No, no es guapa. Pero empieza a serlo; ¿no es eso lo que quiere decir? -preguntó la mujer de Pablo-. Hombres. Es una vergüenza que nosotras, las mujeres, tengamos que hacerlos. No. En serio. ¿No hay casas sostenidas por la República para cuidar de estas chicas?
- Sí -contestó Jordan-. Hay casas muy buenas. En la costa, cerca de Valencia. Y en otros lugares. Cuidarán de ella y la enseñarán a cuidar de los niños. En esas casas hay niños de los pueblos evacuados. Y le enseñarán a ella cómo tiene que cuidarlos.
- Eso es lo que quiero para ella -dijo la mujer de Pablo-. Pablo se pone malo sólo de verla. Es otra cosa que está acabando con él. Se pone malo en cuanto la ve. Lo mejor será que se vaya.
- Podemos ocuparnos de eso cuando acabemos con lo jttto.
- ¿Y tendrá usted cuidado de ella si yo se la confío a usted? Le hablo como si le conociera hace mucho tiempo.
- Y es como si fuera así -dijo Jordan-. Cuando la gente se entiende, es como si fuera así.
- Siéntese -dijo la mujer de Pablo-. No le he pedido que me prometa nada, porque lo que tenga que suceder, sucederá. Pero si usted no quiere ocuparse de ella, entonces voy a pedirle que me prometa una cosa.
- ¿Por qué no voy a ocuparme de ella?
- No quiero que se vuelva loca cuando usted se marche. La he tenido loca antes y ya he pasado bastante con ella.
- Me la llevaré conmigo después de lo del puente -dijo Jordan-. Si estamos vivos después de lo del puente, me la llevaré conmigo.
- No me gusta oírle hablar de esa manera. Esa manera de hablar no trae suerte.
- Le he hablado así solamente para hacerle una promesa -dijo Jordan-. No soy pesimista.
- Déjame ver tu mano -dijo la mujer, volviendo otra vez al tuteo.
Jordan extendió su mano y la mujer se la abrió, la retuvo, le pasó el pulgar por la palma con cuidado y se la volvió a cerrar. Se levantó. Jordan se puso también en pie y vio que ella le miraba sin sonreír.
- ¿Qué es lo que ha visto? -preguntó Jordan-. No creo en esas cosas; no va usted a asustarme.
- Nada -dijo ella-; no he visto nada.
- Sí, ha visto usted algo, y tengo curiosidad por saberlo. Aunque no creo en esas cosas.
- ¿En qué es en lo que usted cree?
- En muchas cosas, pero no en eso.
- ¿En qué?
- En mi trabajo.
- Ya lo he visto.
- Dígame qué es lo que ha visto.
- No he visto nada -dijo ella agriamente-. El puente es muy difícil, ¿no es así?
- No, yo dije solamente que es muy importante.
- Pero puede resultar difícil.
- Sí. Y ahora voy a tener que ir abajo a estudiarlo. ¿Cuantos hombres tienen aquí?
- Hay cinco que valgan la pena. El gitano no vale para nada, aunque sus intenciones son buenas. Tiene buen corazón. En Pablo no confío.
- ¿Cuántos hombres tiene el Sordo que valgan la pena?
- Quizá tenga ocho. Veremos esta noche al Sordo. Vendrá por aquí. Es un hombre muy listo. Tiene también algo de dinamita. No mucha. Hablará usted con él.
- ¿Ha enviado a buscarle?
- Viene todas las noches. Es vecino nuestro. Es un buen amigo y camarada.
- ¿Qué piensa usted de él?
- Es un hombre bueno. Muy listo. En el asunto del tren estuvo enorme.
- ¿Y los de las otras bandas?
- Avisándolos con tiempo, podríamos reunir cincuenta fusiles de cierta confianza.
- ¿De qué confianza?
- Depende de la gravedad de la situación.
- ¿Cuántos cartuchos por cada fusil?
- Unos veinte. Depende de los que quieran traer para el trabajo. Si es que quieren venir para ese trabajo. Acuérdese de que en el puente no hay dinero ni botín y que, por la manera como habla usted, es un asunto peligroso, y de que después tendremos que irnos de estas montañas. Muchos van a oponerse a lo del puente.
- Lo creo.
- Así es que lo mejor será no hablar de eso más que cuando sea menester.
- Estoy enteramente de acuerdo.
- Cuando hayas estudiado lo del puente -dijo ella rozando de nuevo el tuteo-, hablaremos esta noche con el Sordo.
- Voy a ver el puente con Anselmo.
- Despiértele -dijo-. ¿Quiere una carabina?
- Gracias -contestó Jordan-. No es malo llevarla; pero, de todas maneras, no la usaría. Voy solamente a ver; no a perturbar. Gracias por haberme dicho lo que me ha dicho. Me gusta mucho su manera de hablar.
- He querido hablarle francamente.
- Entonces dígame lo que vio en mi mano.
- No -dijo ella, y movió la cabeza-. No he visto nada. Vete ahora a tu puente. Yo cuidaré de tu equipo.
- Tápelo con algo y procure que nadie lo toque. Está mejor ahí que dentro de la cueva.
- Lo taparé, y nadie se atreverá a tocarlo -dijo la mujer de Pablo-. Vete ahora a tu puente.
- Anselmo -dijo Jordan, apoyando una mano en el hombro del viejo, que estaba tumbado, durmiendo, con la cabeza oculta entre los brazos.
El viejo abrió los ojos.
- Sí -dijo-; desde luego. Vamos.
Capítulo tercero
Bajaron los últimos doscientos metros moviéndose cuidadosamente de árbol en árbol, entre las sombras, para encontrarse con los últimos pinos de la pendiente, a una distancia muy corta del puente. El sol de la tarde, que alumbraba aún la oscura mole de la montaña, dibujaba el puente a contraluz, sombrío, contra el vacío abrupto de la garganta. Era un puente de hierro de un solo arco y había una garita de centinela a cada extremo. El puente era lo suficientemente amplio como para que pasaran dos coches a la vez, y su único arco de metal saltaba con gracia de un lado a otro de la hondonada. Abajo un arroyo, cuya agua blanquecina se escurría entre guijarros y rocas, corría a unirse con la corriente principal que bajaba del puerto.
El sol le daba en los ojos a Robert Jordan y no distinguía el puente más que en silueta. Por fin, el astro palideció y desapareció, y, al mirar entre los árboles, hacia la cima oscura y redonda, tras la que se había escondido, Jordan vio que no tenía ya los ojos deslumhrados, que la montaña contigua era de un verde delicado y nuevo y que tenía manchas de nieves perpetuas en la cima.
En seguida se puso a estudiar el puente y a examinar su construcción aprovechando la escasa luz que le quedaba a la tarde. La tarea de su demolición no era difícil. Sin dejar de mirarlo, sacó de su bolsillo un cuaderno y tomó rápidamente algunos apuntes. Dibujaba sin calcular el peso de la carga de los explosivos. Lo haría más tarde. Por el momento, Jordan anotaba solamente los puntos en que las cargas tendrían que ser colocadas, a fin de cortar el soporte del arco y precipitar una de sus secciones en el vacío. La cosa podía conseguirse tranquila, científica y correctamente con media docena de cargas situadas de manera que estallaran simultáneamente, o bien, de forma más brutal, con dos grandes cargas tan sólo. Sería menester que esas cargas fueran muy gruesas, colocadas en los dos extremos y puestas de modo que estallaran al mismo tiempo. Jordan dibujaba rápidamente y con gusto; se sentía satisfecho al tener por fin el problema al alcance de su mano y satisfecho de poder entregarse a él. Luego cerró su cuaderno, metió el lápiz en su estuche de cuero al borde de la tapa, metió el cuaderno en su bolsillo y se lo abrochó.
Mientras él estaba dibujando, Anselmo miraba la carretera, el puente y las garitas de los centinelas. El viejo creía que se habían acercado demasiado al puente y cuando vio que Jordan terminaba el dibujo, se sintió aliviado.
Cuando Jordan acabó de abrochar la cartera que cerraba el bolsillo de pecho se tumbó boca abajo, al pie del tronco de un pino. Anselmo, que estaba situado detrás de él, le dio con la mano en el codo y señaló con el índice hacia un punto determinado.
En la garita que estaba frente a ellos, más arriba de la carretera, se hallaba sentado el centinela, manteniendo el fusil con la bayoneta calada en las rodillas. Estaba fumando un cigarrillo; llevaba un gorro de punto y un capote hecho simplemente de una manta. A cincuenta metros no se podían distinguir sus rasgos, pero Robert Jordan cogió los gemelos, hizo visera con la palma de la mano, aunque ya no había sol que pudiera arrancar ningún reflejo, y he aquí que apareció el parapeto del puente, con tanta claridad que parecía que se pudiera tocar alargando el brazo. Y la cara del centinela, con sus mejillas hundidas, la ceniza del cigarrillo y el brillo grasicnto de la bayoneta. El centinela tenía cara de campesino, mejillas flacas bajo pómulos altos, barba mal afeitada, ojos sombreados por espesas cejas, grandes manos que sostenían el fusil y pesadas botas que asomaban por debajo de los pliegues de la capa. Una vieja bota de vino, de cuero oscurecido por el uso, pendía de la pared de la garita. Se distinguían algunos periódicos, pero no se veía teléfono. Podía ocurrir que el teléfono estuviese en el lado oculto, pero ningún hilo visible salía de la garita. Una línea telefónica corría a lo largo de la carretera y los hilos atravesaban el puente. A la entrada de la garita había un brasero, hecho de una vieja lata de gasolina sin tapa con algunos agujeros; el brasero estaba apoyado en dos piedras, pero no tenía lumbre.
Había algunas viejas latas, ennegrecidas por el fuego, entre las cenizas sembradas alrededor.
Jordan tendió los gemelos a Anselmo, que estaba tendido junto a él. El viejo sonrió y movió la cabeza. Luego se señaló los ojos con el dedo.
- Ya lo veo -dijo, hablando con mucho cuidado, sin mover los labios, de modo que, más que hablar, era tan sólo un murmullo. Miró al centinela mientras Jordan le sonreía y, señalando con una mano hacia delante, hizo un ademán con la otra como si se cortara el gaznate. Robert Jordan asintió, pero dejó de sonreír.
La garita, situada en el extremo opuesto del puente, daba al otro lado, hacia la carretera de bajada, y no podía verse el interior. La carretera, amplia, bien asfaltada, giraba bruscamente hacia la izquierda, al otro lado del puente, y desaparecía luego en una curva hacia la derecha. En este punto la carretera se ensanchaba, añadiendo a sus dimensiones ñormales una banda abierta en el sólido paredón de roca del otro lado de la garganta; su margen izquierda u occidental, mirando hacia abajo desde el puerto y el puente, estaba marcada y protegida por una serie de bloques de piedra que caían a pico sobre el precipicio. Esta garganta era casi un cañón en el sitio en que el río cruzaba bajo el puente y se lanzaba sobre el torrente que descendía del puerto.
- ¿Y el otro puesto? -preguntó Jordan a Anselmo.
- Está a quinientos metros más abajo de esa revuelta. En la casilla de peón camionero que hay en el lado de la pared rocosa.
- ¿Cuántos hombres hay en ella? -preguntó Jordan.
Observó de nuevo al centinela con sus gemelos. El centinela aplastó el cigarrillo contra los tablones de madera de la garita, sacó de su bolsillo una tabaquera de cuero, rasgó el papel de la colilla y vació en la petaca el tabaco que le quedaba, se levantó, apoyó el fusil contra la pared y se desperezó. Luego volvió a coger el fusil, se lo puso en bandolera y se encaminó hacia el puente. Anselmo se aplastó contra el suelo. Jordan metió los gemelos en el bolsillo de su camisa y escondió la cabeza detrás del tronco del pino.
- Siete hombres y un cabo -dijo Anselmo, hablándole al oído-. Me lo ha dicho el gitano.
- Nos iremos en cuanto se detenga -dijo Jordan-. Estamos demasiado cerca.
- ¿Ha visto lo que quería?
- Sí. Todo lo que me hacía falta.
Comenzaba a hacer frío, ya que el sol se había puesto y la luz se esfumaba al tiempo que se extinguía el resplandor del último destello en las montañas situadas detrás de ellos.
- ¿Qué le parece? -preguntó en voz baja Anselmo, mientras miraban al centinela pasearse por el puente en dirección a la otra garita; la bayoneta brillaba con el último resplandor; su silueta aparecía informe debajo del capotón.
- Muy bien -contestó Jordan-. Muy bien.
- Me alegro -dijo Anselmo-. ¿Nos vamos? Ahora no es fácil que nos vea.
El centinela estaba de pie, vuelto de espaldas a ellos en el otro extremo del puente. De la hondonada subía el ruido del torrente golpeando contra las rocas. De pronto, por encima de ese ruido, se abrió paso una trepidación considerable y vieron que el centinela miraba hacia arriba, con su gorro de punto echado hacia atrás. Volvieron la cabeza y, levantandola, vieron en lo alto del cielo de la tarde tres monoplanos en formación de V; los aparatos parecían delicados objetos de plata en aquellas alturas, donde aún había luz solar, y pasaban a una velocidad increíblemente rápida, acompañados del runrún regular de sus motores.
- ¿Serán nuestros? -preguntó Anselmo.
- Parece que lo son -dijo Jordan, aunque sabía que a esa altura no es posible asegurarlo. Podía ser una patrulla de tarde de uno u otro bando. Pero era mejor decir que los cazas eran «nuestros», porque ello complacía a la gente. Si se trataba de bombarderos, ya era otra cosa.
Anselmo, evidentemente, era de la misma opinión.
- Son nuestros -afirmó-; los conozco. Son Moscas.
- Sí -contestó Jordan-; también a mí me parece que son Moscas.
- Son Moscas -insistió Anselmo.
Jordan pudo haber usado los gemelos y haberse asegurado al punto de que lo eran; pero prefirió no usarlos. No tenía importancia el saber aquella noche de quiénes eran los aviones, y si al viejo le agradaba pensar que eran de ellos, no quería quitarle la ilusión. Sin embargo, ahora que se alejaban camino de Segovia, no le parecía que los aviones se asemejaran a los «Boeing P 32» verdes, de alas bajas pintadas de rojo, que eran una versión rusa de los aviones americanos que los españoles llamaban Moscas. No podía distinguir bien los colores, pero la silueta no era la de los Moscas. No; era una patrulla fascista que volvía a sus bases.
El centinela seguía de espaldas al lado de la garita más alejada.
- Vámonos -dijo Jordan.
Y empezó a subir colina arriba, moviéndose con cuidado y procurando siempre quedar cubierto por la arboleda. Anselmo le seguía a la distancia de unos metros. Cuando estuvieron fuera de la vista del puente, Jordan se detuvo y el viejo llegó hasta él, y empezaron a trepar despacio, montaña arriba, entre la oscuridad.
- Tenemos una aviación formidable -dijo el viejo, feliz.
- Sí.
- Y vamos a ganar.
- Tenemos que ganar.
- Sí, y cuando hayamos ganado, tiene usted que venir conmigo de caza.
- ¿Qué clase de caza?
- Osos, ciervos, lobos, jabalíes…
- ¿Le gusta cazar?
- Sí, hombre, me gusta más que nada. Todos cazamos en mi pueblo. ¿No le gusta a usted la caza?
- No -contestó Jordan-. No me gusta matar animales.
- A mí me pasa lo contrario -dijo el viejo-; no me gusta matar hombres.
- A nadie le gusta, salvo a los que están mal de la cabeza -comentó Jordan-: pero no tengo nada en contra cuando es necesario. Cuando es por la causa.
- Eso es diferente -dijo Anselmo-. En mi casa, cuando yo tenía casa, porque ahora no tengo casa, había colmillos de jabalíes que yo había matado en el monte. Había pieles de lobo que había matado yo. Los había matado en el invierno, dándoles caza entre la nieve. Una vez maté uno muy grande en las afueras del pueblo, cuando volvía a mi casa, una noche del mes de noviembre. Había cuatro pieles de lobo en el suelo de mi casa. Estaban muy gastadas de tanto pisarlas, pero eran pieles de lobo. Había cornamentas de ciervo que había cazado yo en los altos de la sierra y había un águila disecada por un disecador de Avila, con las alas extendidas y los ojos amarillentos, tan verdaderos como si fueran los ojos de un águila viva. Era una cosa muy hermosa de ver, y me gustaba mucho mirarla.
- Lo creo -dijo Jordan.
- En la puerta de la iglesia de mi pueblo había una pata de oso que maté yo en primavera -prosiguió Anselmo-. Le encontré en un monte, entre la nieve, dando vueltas a un leño con esa misma pata.
- ¿Cuándo fue eso?
- Hace seis años. Y cada vez que yo veía la pata, que era como la mano de un hombre, aunque con aquellas uñas largas, disecada y clavada en la puerta de la iglesia, me gustaba mucho verla.
- Te sentías orgulloso.
- Me sentía orgulloso acordándome del encuentro con el oso en aquel monte a comienzos de la primavera. Pero cuando se mata a un hombre, a un hombre que es como nosotros, no queda nada bueno.
- No puedes clavar su pata en la puerta de la iglesia -dijo Jordan.
- No, sería una barbaridad. Y sin embargo, la mano de un hombre es muy parecida a la pata de un oso.
- Y el tórax de un hombre se parece mucho al tórax de un oso -comentó Jordan-. Debajo de la piel, el oso se parece mucho al hombre.
- Sí -agregó Anselmo-. Los gitanos creen que el oso es hermano del hombre.
- Los indios de América también lo creen. Y cuando matan a un oso le explican por qué lo han hecho y le piden perdón. Luego ponen su cabeza en un árbol y le ruegan que los perdone antes de marcharse.
- Los gitanos piensan que el oso es hermano del hombre porque tiene el mismo cuerpo debajo de su piel, porque le gusta beber cerveza, porque le gusta la música y porque le gusta el baile.
- Los indios también lo creen -dijo Jordan.
- ¿Son gitanos los indios?
- No, pero piensan las mismas cosas sobre los osos.
- Ya. Los gitanos creen también que el oso es hermano del hombre porque roba por divertirse.
- ¿Eres tú gitano?
- No, pero conozco a muchos, y, desde el Movimiento, a muchos más. Hay muchos en las montañas. Para ellos no es pecado el matar fuera de la tribu. No lo confiesan, pero es así.
- Igual que los moros.
- Sí. Pero los gitanos tienen muchas leyes que no dicen que las tienen. En la guerra, muchos gitanos se han vuelto malos otra vez, como en los viejos tiempos.
- No entienden por qué hacemos la guerra; no saben por qué luchamos.
- No -dijo Anselmo-; sólo saben que hay guerra y que la gente puede matar otra vez, como antes, sin que se le castigue.
- ¿Has matado alguna vez? -preguntó Jordan, llevado de la intimidad que creaban las sombras de la noche y el día que habían pasado juntos.
- Sí, muchas veces. Pero no por gusto. Para mí, matar a un hombre es un pecado. Aunque sean fascistas los que mate. Para mí hay una gran diferencia entre el oso y el hombre, y no creo en los hechizos de los gitanos sobre la fraternidad con los animales. No. A mí no me gusta matar hombres.
- Pero los has matado.
- Sí, y lo haría otra vez. Pero, si después de eso sigo viviendo, trataré de vivir de tal manera, sin hacer mal a nadie, que se me pueda perdonar.
- ¿Por quién?
- No lo sé. Desde que no tenemos Dios, ni su Hijo ni Espíritu Santo, ¿quién es el que perdona? No lo sé.
- ¿Ya no tenéis Dios?
- No, hombre; claro que no. Si hubiese Dios, no hubiera permitido lo que yo he visto con mis propios ojos. Déjales a ellos que tengan Dios.
- Ellos dicen que es suyo.
- Bueno, yo le echo de menos, porque he sido educado en la religión. Pero ahora un hombre tiene que ser responsable ante sí mismo.
- Entonces eres tú mismo quien tienes que perdonarte por haber matado.
- Creo que es así -asintió Anselmo-. Lo ha dicho usted de una forma tan clara, que creo que tiene que ser así. Pero, con Dios o sin Dios, creo que matar es un pecado. Quitar la vida a alguien es un pecado muy grave, a mi parecer. Lo haré, si es necesario, pero no soy de la clase de Pablo.
- Para ganar la guerra tenemos que matar a nuestros enemigos. Ha sido siempre así.
- Ya. En la guerra tenemos que matar. Pero yo tengo ideas muy raras -dijo Anselmo.
Iban ahora el uno junto al otro, entre las sombras, y el viejo hablaba en voz baja, volviendo algunas veces la cabeza hacia Jordan, según trepaba.
- No quisiera matar ni a un obispo. No quisiera matar a un propietario, por grande que fuese. Me gustaría ponerlos a trabajar, día tras día, como hemos trabajado nosotros en el campo, como hemos trabajado nosotros en las montañas, haciendo leña, todo el resto de la vida. Así sabrían lo que es bueno. Les haría que durmieran donde hemos dormido nosotros, que comieran lo que hemos comido nosotros. Pero, sobre todo, haría que trabajasen. Así aprenderían.
- Y vivirían para volver a esclavizarte.
- Matar no sirve para nada -insistió Anselmo-. No puedes acabar con ellos, porque su simiente vuelve a crecer con más vigor. Tampoco sirve para nada meterlos en la cárcel. Sólo sirve para crear más odios. Es mejor enseñarlos.
- Pero tú has matado.
- Sí -dijo Anselmo-; he matado varias veces y volveré a hacerlo. Pero no por gusto, y siempre me parecerá un pecado.
- ¿Y el centinela? Te sentías contento con la idea de matarle.
- Era una broma. Mataría al centinela, sí. Lo mataría, con la conciencia tranquila si era ése mi deber. Pero no a gusto.
- Dejaremos eso para aquellos a quienes les divierta -concluyó Jordan-. Hay ocho y cinco, que suman en total trece. Son bastantes para aquellos a quienes divierte.
- Hay muchos a quienes les gusta -dijo Anselmo en la oscuridad-. Hay muchos de ésos. Tenemos más de ésos que de los que sirven para una batalla.
- ¿Has estado tú alguna vez en una batalla?
- Bueno -contestó el viejo-, peleamos en Segovia, al principio del Movimiento; pero fuimos vencidos y nos escapamos. Yo huí con los otros. No sabíamos ni lo que estábamos haciendo ni cómo tenía que hacerse. Además, yo no tenía más que una pistola con perdigones, y la Guardia Civil tenía máuser. No podía disparar contra ellos a cien metros con perdigones, y ellos nos mataban como si fuéramos conejos. Mataron a todos los que quisieron y tuvimos que huir como ovejas. -Se quedó en silencio y luego preguntó-: ¿Crees que habrá pelea en el puente? -Desde hacía un rato se había puesto a tutear al extranjero.
- Es posible que sí.
- Nunca he estado en una batalla sin huir -dijo Anselmo-; no sé cómo me comportaré. Soy viejo y no puedo responder de mí.
- Yo respondo de ti -dijo Jordan.
- ¿Has estado en muchos combates?
- En varios.
- ¿Y qué piensas de lo del puente?
- Primero pienso en volar el puente. Es mi trabajo. No es difícil destruir el puente. Luego tomaremos las disposiciones para los demás. Haremos los preparativos. Todo se dará por fescrito.
- Pero hay muy pocos que sepan leer -dijo Anselmo.
- Lo escribiremos, para que todo el mundo pueda entenderlo; pero también lo explicaremos de palabra.
- Haré lo que me manden -dijo Anselmo-; pero cuando me acuerdo del tiroteo de Segovia, si hay una batalla o mucho tiroteo, me gustaría saber qué es lo que tengo que hacer en todo caso para evitar la huida. Me acuerdo de que tenía una gran inclinación a huir en Segovia.
- Estaremos juntos -dijo Jordan-. Yo te diré lo que tienes que hacer en cualquier momento.
- Entonces no hay cuestión -aseguró Anselmo-. Haré lo que sea, con tal que me lo manden.
- Adelante con el puente y la batalla, si es que ha de haber batalla -dijo Jordan, y al decir esto en la oscuridad se sintió un poco ridículo, aunque, después de todo, sonaba bien en español.
- Será una cosa muy interesante -afirmó Anselmo, y oyendo hablar al viejo con tal honradez y franqueza, sin la menor afectación, sin la fingida elegancia del anglosajón ni la bravuconería del mediterráneo, Jordan pensó que había tenido mucha suerte por haber dado con el viejo, por haber visto el puente, por haber podido estudiar y simplificar el problema, que consistía en sorprender a los centinelas y volar el puente de una forma normal, y sintió irritación por las órdenes de Golz y la necesidad de obedecerlas. Sintió irritación por las consecuencias que tendrían para él y las consecuencias que tendrían para el viejo. Era una tarea muy mala para todos los que tuvieran que participar en ella.
«Este no es un modo decente de pensar -se dijo a sí mismo-; pensar en lo que puede sucederte a ti y a los otros. Ni tú ni el viejo sois nada. Sois instrumentos de vuestro deber. Las órdenes no son cosa vuestra. Ahí tienes el puente, y el puente puede ser el lugar en donde el porvenir de la humanidad dé un giro. Cualquier cosa de las que sucedan en esta guerra puede cambiar el porvenir del género humano. Tú sólo tienes que pensar en una cosa, en lo que tienes que hacer. Diablo, ¿en una sola cosa? Si fuera en una sola cosa sería fácil. Está bien, estúpido. Basta de pensar en ti mismo. Piensa en algo diferente.»
Así es que se puso a pensar en María, en la muchacha, en su piel, su pelo y sus ojos, todo del mismo color dorado; en sus cabellos, un poco más oscuros que lo demás, aunque cada vez serían más rubios, a medida que su piel fuera haciéndose más oscura; en su suave epidermis, de un dorado pálido en la superficie, recubriendo un ardor profundo. Su piel debía de ser suave, como todo su cuerpo; se movía con torpeza, como si viese algo que le estorbase, algo que fuera visible aunque no lo era, porque estaba sólo en su mente. Y se ruborizaba cuando la miraba, y la recordaba sentada, con las manos sobre las rodillas y la camisa abierta, dejando ver el cuello, y el bulto de sus pequeños senos torneados debajo de la camisa, y al pensar en ella se le resecaba la garganta, y le costaba esfuerzo seguir andando. Y Anselmo y él no hablaron más hasta que el viejo dijo:
- Ahora no tenemos más que bajar por estas rocas y estaremos en el campamento.
Cuando se deslizaban por las rocas, en la oscuridad oyeron gritar a un hombre: «¡Alto! ¿Quién vive?» Oyeron el ruido del cerrojo de un fusil que era echado hacia atrás y luego el golpeteo contra la madera, al impulsarlo hacia adelante.
- Somos camaradas -dijo Anselmo.
- ¿Qué camaradas?
- Camaradas de Pablo -contestó el viejo-. ¿No nos conoces?
- Sí -dijo la voz-. Pero es una orden. ¿Sabéis el santo y seña?
- No, venimos de abajo.
- Ya lo sé -dijo el hombre de la oscuridad-; venís del puente. Lo sé. Pero la orden no es mía. Tenéis que conocer la segunda parte del santo y seña.
- ¿Cuál es la primera? -preguntó Jordan.
- La he olvidado -dijo el hombre en la oscuridad, y rompió a reír-. Vete a la puñeta con tu mierda de dinamita.
- Eso es lo que se llama disciplina de guerrilla -dijo Anselmo-. Quítale el cerrojo a tu fusil.
- Ya está quitado -contestó el hombre de la oscuridad-. Lo dejé caer con el pulgar y el índice.
- Como hicieras eso con un máuser, se te dispararía.
- Es un máuser -explicó el hombre-; pero tengo un pulgar y un índice como un elefante. Siempre lo sujeto así.
- ¿Hacia dónde apunta el fusil? -preguntó Anselmo en la oscuridad.
- Hacia ti -respondió el hombre-. Lo tengo apuntado hacia ti todo el tiempo. Y cuando vayas al campamento di a alguien que venga a relevarme, porque tengo un hambre que me j… el estómago y he olvidado el santo y seña.
- ¿Cómo te llamas? -preguntó Jordan.
- Agustín -dijo el hombre-. Me llamo Agustín y me muero de aburrimiento en este lugar.
- Daremos tu mensaje -dijo Jordan, y pensó que aburrimiento era una palabra que ningún campesino del mundo usaría en ninguna otra lengua. Y sin embargo, es la palabra más corriente en boca de un español de cualquier clase.
- Escucha -dijo Agustín, y acercándose puso la mano en el hombro de Robert. Luego encendió un yesquero y sopiando en la mecha, para alumbrarse mejor, miró a la cara al extranjero.
- Te pareces al otro -dijo-; pero un poco distinto. Escucha -agregó apagando el yesquero y volviendo a coger el fusil-. Dime, ¿es verdad lo del puente?
- ¿El qué del puente?
- Que vas a volar esa mierda de puente y que vamos a tener que irnos de estas puñeteras montañas.
- No lo sé.
- No lo sabes -dijo Agustín-; ¡qué barbaridad! ¿Para qué es entonces esa dinamita?
- Es mía.
- ¿Y no sabes para qué es? No me cuentes cuentos.
- Sé para qué es y lo sabrás tú cuando llegue el momento -prometió Jordan-; pero ahora vamos al campamento.
- Vete a la mierda -dijo Agustín-. J… con el tío. ¿Quieres que te diga algo que te interesa?
- Sí, si no es una mierda -repuso Jordan, empleando la palabra grosera que había salpicado la conversación.
Aquel hombre hablaba de un modo tan grosero, añadiendo una indecencia a cada nombre y adjetivo, utilizando la misma indecencia en forma de verbo, que Jordan se preguntaba si podría decir una sola palabra sin adornarla. Agustín se rió en la oscuridad al oírle decir mierda.
- Es una manera de hablar que yo tengo. A lo mejor es fea. ¿Quién sabe? Cada cual habla a su estilo. Escucha, no me importa nada el puente. Se me da tanto del puente como de cualquier otra cosa. Además, me aburro a muerte en estas montañas. Ojalá tengamos que marcharnos. Estas montañas no me dicen nada a mí. Ojalá tengamos que abandonarlas. Pero quiero decirte una cosa. Guarda bien tus explosivos.
- Gracias -dijo Jordan-. Pero ¿de quién tengo que guardarlos? ¿De ti?
- No -dijo Agustín-. De gente menos j… que yo.
- ¿Y por qué? -preguntó Jordan.
- ¿Tú comprendes el español? -preguntó Agustín, hablando menos seriamente-. Bueno, pues ten cuidado de esa mierda de explosivos.
- Gracias.
- No, no me des las gracias. Cuida bien de ellos.
- ¿Ha sucedido algo?
- No, o no perdería el tiempo hablándote de esta forma.
- Gracias de todas maneras. Vamos al campamento.
- Bueno -dijo Agustín-. Decidles que envíen aquí alguien que sepa el santo y seña.
- ¿Te veremos en el campamento?
- Sí, hombre, en seguida.
- Vamos -dijo Jordan a Anselmo.
Empezaron a bordear la pradera, que estaba envuelta en una niebla gris. La hierba formaba una espesa alfombra debajo de sus pies, con las agujas de pino, y el rocío de la noche mojaba la suela de sus alpargatas. Más allá, por entre los árboles, Jordan vio una luz que imaginó que señalaba la boca de la cueva.
- Agustín es un hombre muy bueno -advirtió Anselmo-. Habla de una manera muy cochina y siempre está de broma, pero es un hombre de mucha confianza.
- ¿Le conoces bien?
- Sí, desde hace tiempo. Y es un hombre de mucha confianza.
- ¿Y es cierto lo que dice?
- Sí, ese Pablo es cosa mala; ya verás.
- ¿Y qué podríamos hacer?
- Hay que estar en guardia constantemente.
- ¿Quién?
- Tú, yo, la mujer, Agustín. Porque Agustín ha visto el peligro.
- ¿Pensabas que las cosas iban a ir tan mal como van?
- No -dijo Anselmo-. Se han puesto mal de repente. Pero era necesario venir aquí. Esta es la región de Pablo y del Sordo. En estos lugares tenemos que entendérnoslas con ellos, a menos que se haga algo para lo que no se necesite la ayuda de nadie.
- ¿Y el Sordo?
- Bueno -dijo Anselmo-. Es tan bueno como malo el otro.
- ¿Crees que es realmente malo?
- He estado pensando en ello toda la tarde, y después de oír lo que hemos oído, creo que es así. Es así.
- ¿No sería mejor que nos fuéramos, diciendo que se trata de otro puente y buscáramos otras bandas?
- No -dijo Anselmo-. En esta parte mandan ellos. No puedes moverte sin que lo sepan. Así es que hay que andarse con muchas precauciones.
Capítulo cuarto
Descendieron hasta la entrada de la cueva en la que se veía brillar una luz colándose por las rendijas de la manta que cubría la abertura. Las dos mochilas estaban al pie de un árbol y Jordan se arrodilló junto a ellas y palpó la lona húmeda y tiesa que las cubría. En la oscuridad tanteó bajo la lona hasta encontrar el bolsillo exterior de uno de los fardos, de donde sacó una cantimplora que se guardó en el bolsillo. Abrió el candado que cerraba las cadenas que pasaban por los agujeros de la boca de la mochila y desatando las cuerdas del forro interior palpó con sus manos para comprobar el contenido. Dentro de una de las mochilas estaban los bloques envueltos en sus talegos y los talegos envueltos a su vez en el saco de dormir. Volvió a atar las cuerdas y pasó la cadena con su candado; palpó el otro fardo y tocó el contorno duro de la caja de madera del viejo detonador y la caja de habanos que contenía las cargas. Cada uno de los pequeños cilindros había sido enrollado cuidadosamente con el mismo cuidado con que, de niño, empaquetaba su colección de huevos de pájaros salvajes. Palpó el bulto de la ametralladora, separada del cañón y envuelta en un estuche de cuero, los dos detonadores y los cinco cargadores en uno de los bolsillos interiores del fardo más grande y las pequeñas bobinas de hilo de cobre y el gran rollo de cable aislante en el otro. En el bolsillo interior donde estaba el cable, palpó las pinzas y los dos punzones de madera destinados a horadar los extremos de los bloques. Del último bolsillo interior sacó una gran caja de cigarrillos rusos, una de las cajas procedentes del cuartel general de Golz, y cerrando la boca del fardo con el candado, dejó caer las carteras de los bolsillos y cubrió las dos mochilas con la lona. Anselmo entraba en la cueva en esos momentos.
Jordan se puso en pie para seguirle, pero luego lo pensó mejor y, levantando la tela que cubría las mochilas, las cogió con la mano y las llevó arrastrando hasta la entrada de la cueva. Dejó una de ellas en el suelo, para levantar la manta, y luego, con la cabeza inclinada y un fardo en cada mano, entró en la cueva, tirando de las correas.
Dentro hacía calor y el aire estaba cargado de humo. Había una mesa a lo largo del muro y sobre ella una vela de sebo en una botella. En la mesa estaban sentados Pablo, tres hombres que Jordan no conocía y Rafael, el gitano. La vela hacía sombras en la pared detrás de ellos. Anselmo permanecía de pie, según había llegado, a la derecha de la mesa. La mujer de Pablo estaba inclinada sobre un fuego de carbón que había en el hogar abierto en un rincón de la cueva. La muchacha, de rodillas a su lado, removía algo en una marmita de hierro. Con la cuchara de madera en el aire, se quedó parada, mirando a Jordan, también de pie a la entrada. Al resplandor del fuego que la mujer atizaba con un soplillo, Jordan vio el rostro de la muchacha, su brazo inmóvil y las gotas que se escurrían de la cuchara y caían en la tartera de hierro.
- ¿Qué es eso que traes? -preguntó Pablo.
- Mis cosas -dijo Jordan y dejó los dos fardos un poco separados uno del otro a la entrada de la cueva, en el lado opuesto al de la mesa, que era también el más amplio.
- ¿No puedes dejarlo fuera? -preguntó Pablo.
- Alguien podría tropezar con ellos en la oscuridad -dijo Jordan, y, acercándose a la mesa dejó sobre ella la caja de cigarrillos.
- No me gusta tener dinamita en la cueva -dijo Pablo.
- Está lejos del fuego -dijo Jordan-. Coged cigarrillos. -Pasó el dedo pulgar por el borde de la caja de cartón, en la que había pintado un gran acorazado en colores, y ofreció la caja a Pablo.
Anselmo acercó un taburete de cuero sin curtir y Jordan se sentó junto a la mesa. Pablo se quedó mirándole, como si fuera a hablar de nuevo, pero no dijo nada, limitándose a coger algunos cigarrillos.
Jordan pasó la caja a los demás. No se atrevía aún a mirarlos de frente, pero observó que uno de los hombres cogía cigarrillos y los otros dos no. Toda su atención estaba puesta en Pablo.
- ¿Cómo va eso, gitano? -preguntó a Rafael.
- Bien -contestó el interrogado. Jordan habría asegurado que estaban hablando de él cuando entró en la cueva. Hasta el gitano se encontraba molesto.
- ¿Te dejará que comas otra vez? -insistió Jordan refiriéndose a la mujer.
- Sí, ¿por qué no? -dijo el gitano. El ambiente amistoso y jovial de la tarde se había disipado.
La mujer de Pablo, sin decir nada, seguía soplando las brasas del fogón.
- Uno que se llama Agustín dice que se aburre por ahí arriba -explicó Jordan.
- El aburrimiento no mata -dijo Pablo-. Dejadle.
- ¿Hay vino? -preguntó Jordan, sin dirigirse a ninguno en particular, e inclinándose apoyó las manos en la mesa.
- Ha quedado un poco -dijo Pablo de mala gana.
Jordan decidió que sería conveniente observar a los otros y tratar de averiguar cómo iban las cosas.
- Entonces querría un jarro de agua. Tú -dijo, llamando a la muchacha y acentuando el tú con desenvoltura-, tráeme una taza de agua.
La muchacha miró a la mujer, que no dijo nada ni dio señales de haber oído. Luego fue a un barreño que tenía agua y llenó una taza. Volvió a la mesa y la puso delante de Jordan, que le sonrió. Al mismo tiempo contrajo los músculos del vientre y volviéndose un poco hacia la izquierda, en su taburete, hizo que se deslizara la pistola a lo largo de su cintura hasta el lugar que deseaba. Bajó la mano hacia el bolsillo del pantalón. Pablo no le quitaba ojo de encima. Jordan sabía que todos le miraban, pero él no miraba más que a Pablo. Su mano salió del bolsillo con la cantimplora. Desenroscó y luego alzó la tapa, bebió la mitad de su contenido y dejó caer lentamente en el interior unas gotas del líquido de la cantimplora.
- Es demasiado fuerte para ti; si no, te daría para que lo probases -dijo Jordan a la muchacha, volviendo a sonreírle-. Queda poco; si no, te ofrecería -dijo a Pablo.
- No me gusta el anís -dijo Pablo.
El olor acre procedente de la taza había llegado al otro extremo de la mesa y Pablo había reconocido el único componente que le era familiar.
- Me alegro -dijo Jordan-, porque queda muy poco.
- ¿Qué bebida es ésa? -preguntó el gitano.
- Es una medicina -dijo Jordan-. ¿Quieres probarla?
- ¿Para qué sirve?
- Para nada -contestó Jordan-, pero lo cura todo. Si tienes algo que te duela, esto te lo curará.
- Déjame probarlo -pidió el gitano.
Jordan empujó la taza hacia él. Era un líquido amarillento mezclado con el agua y Jordan confió en que el gitano no tomaría más que un trago. Quedaba realmente muy poco y un trago de esta bebida reemplazaba para él todos los periódicos de la tarde, todas las veladas pasadas en los cafés, todos los castaños, que debían de estar en flor en aquella época del año; los grandes y lentos caballos de los bulevares, las librerías, los quioscos y las salas de exposiciones, el Parque Montsouris, al Estadio Buffalo, la Butte Chaumont, la Guaranty Trust Company, la lie de la Cité, el viejo hotel Foyot y el placer de leer y descansar por la noche; todas las cosas, en fin, que él había amado y olvidado y que retornaban con aquel brebaje opaco, amargo, que entorpecía la lengua, que calentaba el cerebro, que acariciaba el estómago; con aquel brebaje que, en suma, hacía cambiar las ideas.
El gitano hizo una mueca y le devolvió la taza.
- Huele a anís, pero es más amargo que la hiél -dijo-; es mejor estar malo que tener que tomar esa medicina.
- Es ajenjo -explicó Jordan-. Es un verdadero matarratas. Se supone que destruye el cerebro, pero yo no lo creo. Solamente cambia las ideas. Hay que mezclar el agua muy despacio, gota a gota. Pero yo lo he hecho al revés: lo he echado al agua.
- ¿Qué es lo que está usted diciendo? -preguntó Pablo, malhumorado, dándose cuenta de la burla.
- Estaba explicándole cómo se hace esta medicina -repuso Jordan, sonriendo-. La compré en Madrid. Era la última botella y me ha durado tres semanas. -Tomó un buen sorbo y notó que por su lengua se extendía una sensación de delicada anestesia. Miró a Pablo y volvió a sonreír.
- ¿Cómo van las cosas? -preguntó.
Pablo no contestó y Jordan observó detenidamente a los otros tres hombres sentados a la mesa. Uno de ellos tenía una cara grande, chata y morena como un jamón serrano, con la nariz aplastada y rota; el largo y delgado cigarrillo ruso que sostenía en la comisura de los labios hacía que el rostro pareciese aún más aplastado. Tenía un pelo gris, como erizado, y un rastrojo de barbas igualmente gris, y llevaba la habitual blusa negra de los campesinos, abrochada hasta el cuello. Bajó los ojos hacia la mesa cuando Jordan le miró, pero lo hizo de una forma tranquila; sin parpadear. Los otros dos eran, evidentemente, hermanos; se parecían mucho: los dos eran bajos, achaparrados, de pelo negro, que les crecía a dos dedos de la frente, ojos oscuros y piel cetrina. Uno de ellos tenía una cicatriz que le cruzaba la frente sobre el ojo izquierdo. Mientras Jordan los observaba, ellos le devolvieron la mirada con tranquilidad. Uno de ellos podría tener veintiséis o veintiocho años; el otro era posiblemente algo mayor.
- ¿Qué es lo que miras? -preguntó uno de los hermanos, el de la cicatriz.
- Te estoy mirando a ti -dijo Jordan.
- ¿Tengo algo raro en la cara?
- No -dijo Jordan-; ¿quieres un cigarrillo?
- Venga -dijo el hermano. No lo había querido antes-. Son como los que llevaba el otro, el del tren.
- ¿Estuvo usted en el tren?
- Estuvimos todos en el tren -contestó el hermano calmosamente-. Todos, menos el viejo.
- Eso es lo que deberíamos hacer ahora -dijo Pablo-. Otro tren.
- Podemos hacerlo -dijo Jordan-. Después del puente.
Vio que la mujer de Pablo se había vuelto de frente y estaba escuchando. Cuando pronunció la palabra puente, todos guardaron silencio.
- Después del puente -volvió a decir Jordan con intención. Y tomó un trago de ajenjo. «Será mejor poner las cartas sobre la mesa -pensó-. De todas formas, me veré obligado a hacerlo.»
- No estoy por lo del puente -dijo Pablo, mirando hacia la mesa-. Ni yo ni mi gente.
Jordan no le discutió. Miró a Anselmo y levantó el jarro.
- Entonces tendremos que hacerlo solos, viejo-y sonrió.
- Sin ese cobarde -dijo Anselmo.
- ¿Qué es lo que has dicho? -preguntó Pablo al viejo.
- No he dicho nada para ti; no hablaba para ti -contestó Anselmo.
Robert Jordan miró al otro lado de la mesa, hacia donde la mujer de Pablo estaba de pie, junto al fuego. No había dicho nada ni había hecho ningún gesto. Pero entonces empezó a decir algo a la muchacha, algo que él no podía oír, y la chica se levantó del rincón que ocupaba junto al fuego, se deslizó al amparo del muro, levantó la manta que tapaba la entrada de la cueva y salió. «Creo que lo feo va a plantearse ahora -pensó Robert Jordan-. Creo que ya se ha planteado. No hubiera querido que las cosas ocurrieran de este modo, pero parece que suceden así.»
- Bueno, haremos lo del puente sin tu ayuda -dijo Jordan a Pablo tuteándole de repente.
- No -replicó Pablo, y Jordan vio que su rostro se había cubierto de sudor-. Tú no harás volar aquí ningún puente.
- ¿No?
- Tú no harás volar aquí ningún puente -insistió Pablo.
- ¿Y tú? -preguntó Jordan, dirigiéndose a la mujer de Pablo, que estaba de pie, tranquila y arrogante junto al fuego. La mujer se volvió hacia ellos y dijo:
- Yo estoy por lo del puente. -Su rostro, iluminado por el resplandor del fogón, aparecía oscuro, bronceado y hermoso, como el de una estatua -¿Qué dices tú? -preguntó Pablo, y Jordan vio que se sentía traicionado y que el sudor le caía de la frente al volver hacia ella la cabeza.
- Yo estoy por lo del puente y contra ti -dijo la mujer de Pablo-. Nada más que eso.
- Yo también estoy por lo del puente -dijo el hombre de la cara aplastada y la nariz rota, estrujando la colilla del cigarrillo sobre la mesa.
- A mí el puente no me dice nada -opinó uno de los hermanos-; pero estoy con la mujer de Pablo.
- Lo mismo digo -comentó el otro hermano.
- Y yo -dijo el gitano.
Jordan observaba a Pablo y, mientras le observaba, iba dejando caer su mano derecha cada vez más abajo, dispuesta, si fuera necesario, y esperando casi que lo fuera, sintiendo que acaso lo más sencillo y fácil fuera que se produjesen las cosas así, pero sin querer estropear lo que marchaba tan bien, sabiendo que toda una familia, una banda o un clan puede revolverse en una disputa contra un extraño; pero pensando, sin embargo, que lo que podía hacerse con la mano era lo más simple y lo mejor, y quirúrgicamente lo más sano, una vez que las cosas se habían planteado como se habían planteado; Jordan veía al mismo tiempo a la mujer de Pablo, parada allí, como una estatua, sonrojarse orgullosamente ante aquellos cumplidos.
- Yo estoy con la República -dijo la mujer de Pablo impetuosamente-. Y la República es el puente. Después tendremos tiempo de hacer otros planes.
- ¡Y tú! -dijo Pablo amargamente-, con tu cabeza de toro y tu corazón de puta, ¿crees que habrá un después? ¿Tienes la más mínima idea de lo que va a pasar?
- Pasará lo que tenga que pasar -repuso la mujer de Pablo-. Pasará lo que tenga que pasar.
- ¿Y no quiere decir nada para ti el verte arrojada como una bestia después de ese asunto, del que no vamos a sacar ningún provecho? ¿No te importa morir?
- No -contestó la mujer de Pablo-. Y no trates de meterme miedo, cobarde.
- Cobarde -repitió Pablo amargamente-. Tratas a un hombre de cobarde porque tiene sentido táctico. Porque es capaz de ver de antemano las consecuencias de una locura. No es cobardía saber lo que es locura.
- Ni es locura saber lo que es cobardía -dijo Anselmo, incapaz de resistir la tentación de hacer una frase.
- ¿Tienes ganas de morirte? -preguntó Pablo, y Jordan vio que la pregunta iba en serio.
- No.
- Entonces, cierra el pico; hablas demasiado de cosas que no entiendes. ¿No te das cuenta de que estamos jugando en serio? -dijo de una forma casi afectuosa-. Yo soy el único que ve lo grave de la situación «Lo creo -pensó Jordan-. Lo creo, Pablito, amigo; yo también lo creo. Nadie se da cuenta. Excepto yo. Tú eres capaz de darte cuenta y de verlo, y la mujer lo ha leído en mi mano, pero no ha sido capaz de verlo todavía. No, todavía no ha sido capaz de comprenderlo.»
- ¿Es que no soy el jefe aquí? -preguntó Pablo-. Yo sé de lo que hablo. Vosotros no lo sabéis. El viejo no tiene cabeza. Es un viejo que no sirve más que para dar recados y para hacer de guía en las montañas. Este extranjero ha venido aquí a hacer una cosa que es buena para los extranjeros. Y por su culpa tenemos que ser sacrificados. Yo estoy aquí para defender la seguridad y el bienestar de todos.
- Seguridad -comentó la mujer de Pablo-. No hay nada que pueda llamarse así. Hay ahora tanta gente aquí, buscando la seguridad, que todos corremos peligro. Buscando la seguridad tú nos pierdes ahora a todos.
Estaba junto a la mesa con el gran cucharón en la mano.
- Podemos sentirnos seguros -dijo Pablo-; en medio del peligro podemos sentirnos seguros si sabemos dónde está el peligro. Es como el torero que sabe lo que hace, que no se arriesga sin necesidad y se siente seguro.
- Hasta que es cogido -dijo la mujer agriamente-. ¡Cuántas veces he oído yo a los toreros decir eso antes que les dieran una cornada! ¡Cuántas veces he oído a Finito decir que todo consiste en saber o no saber cómo se hacen las cosas y que el toro no atrapa nunca al hombre, sino que es el hombre quien se deja atrapar entre los cuernos del toro! Siempre hablan así, con mucho orgullo, antes de ser cogidos. Luego, cuando vamos a verlos a la clínica -y se puso a hacer gestos, como si estuviera junto al lecho del herido-: «¡Hola, cariño, hola!» -dijo con voz sonora. Y luego, imitando una voz casi afeminada, la del torero herido-: «Bueñas, compadre. ¿Cómo va eso, Pilar?» «¿Qué te ha pasado, Finito, chico, cómo te ha ocurrido este cochino accidente?» -volvió a decir, con su poderosa voz. Luego, con voz débil, delgada-: «No es nada, Pilar; no es nada. No debiera haberme ocurrido. Le maté estupendamente, ya sabes. No hubiera podido matarle mejor. Luego, después de matarle como debía y de dejarle enteramente muerto, cayéndose por su propio peso y temblándole las patas, me aparté con cierto orgullo y mucho estilo, y por detrás me metió el cuerno entre las nalgas y me lo sacó por el hígado.» -Rompió a reír, dejando de imitar el habla casi afeminada del torero y recobrando su propio tono de voz.- Tú y tu seguridad. Y me lo dices a mí, que he vivido nueve años con tres de los toreros peor pagados del mundo. Y me lo dices a mí, que sé un rato de lo que es el miedo y de lo que es la seguridad. Háblame a mí de seguridad. Y tú. ¡Qué ilusiones puse yo en ti y cómo me has chasqueado! En un año de guerra te has convertido en un holgazán, en un borracho y en un cobarde.
- No tienes derecho a hablar así -dijo Pablo-. Y mucho menos delante de gente extraña y de un extranjero.
- Hablo como me da la gana -dijo la mujer de Pablo-. ¿Habéis oído? ¿Todavía crees que eres tú quien manda aquí?
- Sí -dijo Pablo-. Soy yo quien manda aquí.
- Ni en broma -dijo la mujer-. Aquí mando yo. ¿Lo habéis oído vosotros también? Aquí no manda nadie más que yo. Tú puedes quedarte, si quieres, y comer de lo que yo guiso y beber el vino que guardo; pero sin abusar mucho. Puedes trabajar con los demás, si quieres, pero la que manda aquí soy yo.
- Debiera matarte a ti y al extranjero -dijo Pablo, sombrío.
- Inténtalo -dijo la mujer de Pablo-; ya veremos lo que pasa.
- Una taza de agua para mí -dijo Jordan, sin dejar de mirar al hombre de la cabezota siniestra y a la mujer, que seguía de pie, llena de arrogancia y sosteniendo el cucharón con tanta autoridad como si fuese un cetro.
- María -llamó la mujer de Pablo, y cuando la muchacha apareció en la puerta, dijo-: Agua para este camarada.
Jordan sacó del bolsillo su cantimplora y al cogerla aflojó ligeramente la pistola del estuche y la deslizó junto a su cadera. Echó por segunda vez un poco de ajenjo en su taza de agua, cogió la que la muchacha acababa de traerle y empezó a echar el agua al ajenjo gota a gota. La muchacha se quedó en pie, a su lado, observándole.
- Vete fuera -dijo la mujer de Pablo, haciéndole un ademán con la cuchara.
- Afuera hace frío -contestó la chica, apoyando el codo en la mesa y acercando la mejilla a Jordan, para observar mejor lo que sucedía en la taza, donde el licor estaba empezando a formar nubéculas.
- Puede que lo haga -dijo la mujer de Pablo-, pero aquí hace demasiado calor. -Y luego añadió amablemente:- En seguida te llamo.
La muchacha movió la cabeza y salió.
«No creo que vaya a aguantar mucho», se dijo Jordan. Levantó la taza con una mano y apoyó la otra de manera abierta en la pistola. Había corrido el seguro y sentía ahora el contacto tranquilizador y familiar de la culata, de labrado gastado, casi liso por el uso, y la fresca compañía del gatillo. Pablo había dejado de mirarle y miraba a la mujer, que prosiguió:
- Escucha, borracho, ¿sabes ya quién manda aquí?
- Mando yo.
- No, oye. Abre bien los oídos y quítate la cera de las orejas peludas. La que manda soy yo.
Pablo la miró y por la expresión de su rostro no podía averiguarse lo que pensaba. La miró resueltamente unos segundos y luego miró al otro lado de la mesa, a donde estaba Jordan. Luego volvió a mirar a la mujer.
- Está bien; tú mandas -asintió-. Y si así lo quieres, él manda también. Y podéis iros los dos al diablo. -Miraba ahora cara a cara a la mujer y no parecía dejarse dominar por ella ni haberse turbado por lo que le había dicho.- Es posible que sea un holgazán y que beba demasiado. Y puedes pensar que soy un cobarde, aunque te engañas. Pero, sobre todo, no soy un estúpido -hizo una pausa-. Puedes mandar si quieres, y que te aproveche. Y ahora, si eres una mujer, además de ser comandante, danos algo de comer.
- María -gritó la mujer de Pablo. La muchacha metió la cabeza por la manta que tapaba la entrada de la cueva-. Entra y sirve la sopa.
La chica entró, como se le decía, y acercándose a la mesa baja que había junto al fogón, cogió unas escudillas de hierro esmaltado y las acercó a la mesa.
- Hay vino para todos -dijo la mujer de Pablo a Jordan-; y no hagas caso de lo que dice ese borracho. Cuando se acabe, conseguiremos más. Acaba esa cosa tan rara que estás bebiendo y toma un trago de vino.
Jordan apuró de un trago el ajenjo que le quedaba y sintió que un calor suave, agradable, vaporoso, húmedo, toda una serie de reacciones químicas, se producían en él. Tendió su taza para que le sirvieran vino. La chica se la llenó y se la devolvió sonriendo.
- ¿Has visto el puente? -preguntó el gitano.
Los otros, que no habían abierto la boca después del homenaje rendido a Pilar, mostraban ahora mucho interés en escuchar.
- Sí -contestó Jordan-; es fácil de volar. ¿Queréis que os lo explique?
- Sí, hombre, explícalo.
Jordan sacó de su bolsillo el cuaderno de notas y les enseñó los dibujos.
- Mira -dijo el hombre de la cara aplastada, al que llamaban Primitivo-; ¡si es mismamente el puente!
Jordan, ayudándose con el lápiz, a guisa de puntero, explicó cómo tenían que volar el puente y dónde tenían que ser colocadas las cargas.
- ¡Qué cosa más sencilla! -dijo el hermano de la cicatriz, al cual llamaban Andrés-. ¿Y cómo haces que exploten?
Jordan lo explicó también y mientras daba la explicación notó que la muchacha había apoyado el brazo en su hombro para mirar más cómodamente. La mujer de Pablo estaba mirando igualmente. Sólo Pablo parecía no tener interés y se había sentado aparte con su taza de vino, que de vez en cuando volvía a llenar en el barreño que había colmado antes María con el vino del pellejo colgado a la entrada de la cueva.
- ¿Has hecho ya otras veces este trabajo? -preguntó la chica en voz baja a Jordan.
- Sí.
- ¿Y podremos verte cómo lo haces?
- Sí, ¿por qué no?
- Lo verás -dijo Pablo desde el otro lado de la mesa-. Estoy seguro de que lo verás.
- Cállate -dijo la mujer de Pablo. Y de repente, acordándose de la escena de aquella tarde, se puso furiosa-. Cállate, cobarde; cállate, asesino; cállate, mochuelo.
- Bueno -dijo Pablo-, me callaré. Eres tú quien manda ahora y no quiero impedir que mires esos dibujos tan bonitos. Pero acuérdate de que no soy un idiota.
La mujer de Pablo sintió que su rabia se iba cambiando en tristeza y en un sentimiento que helaba toda esperanza y confianza. Conocía ese sentimiento desde que era niña y sabía el motivo, como conocía las cosas que lo habían creado durante toda su vida. Se había presentado de repente y trató de ahuyentarlo. No quería dejarse tocar por él, no quería que tocara a la República. Así es que dijo:
- Vamos a comer. María, llena las escudillas.
Capítulo quinto
Robert Jordan levantó la manta que tapaba la entrada de la cueva y al salir respiró a fondo el fresco aire de la noche. La niebla se había disipado y brillaban las estrellas. No hacía viento y, lejos del aire viciado de la cueva, cargado del humo del tabaco y del fogón; liberado del olor a arroz, a carne, a azafrán, a pimientos y a aceite frito; del olor a vino del gran pellejo colgado del cuello junto a la entrada, con las cuatro patas extendidas, por una de las cuales se sacaba el líquido que quedaba goteando cada vez que se hacía y levantaba el olor a polvo del suelo; liberado del olor de las distintas hierbas cuyos nombres ni siquiera conocía, que colgaban en manojos del techo, al lado de largas ristras de ajos; libre del olor a perra gorda, vino tinto y ajos, mezclado con el sudor equino y el sudor de hombre secado bajo la ropa (acre y cansado el olor del hombre, dulce y enfermizo el olor del caballo, olor de piel recién cepillada); libre de todos esos olores, Jordan respiró profundamente el aire limpio de la noche, el aire de las montañas que olía a pinos y a rocío, al rocío depositado sobre la hierba de la pradera al pie del arroyo. El rocío había ido cayendo con abundancia desde que se había calmado el viento; pero al día siguiente, pensó Jordan, respirando con delicia, sería escarcha.
Mientras permanecía allí, respirando a pleno pulmón y escuchando el pulso de la noche, oyó primero disparos en la lejanía y luego el grito de una lechuza en el bosque, más abajo, hacia donde se había montado el corral de los caballos. Después oyó en el interior de la cueva al gitano que había empezado a cantar y el rasgueo suave de una guitarra:
Me dejaron de herencia mis padres…
La voz, artificialmente quebrada, se elevó bruscamente y quedó colgada en una nota. Luego prosiguió:
Me dejaron de herencia mis padres, además de la luna y el sol…
Al sonido de la guitarra hizo eco un aplauso coreado.
- Bueno -oyó decir Jordan a alguien-. Cántanos ahora lo del catalán, gitano.
- No.
- Sí, hombre, sí; lo del catalán.
- Bueno -dijo el gitano, y empezó a cantar con voz lamen tosa:
Tengo nariz aplasta, tengo cara charola, pero soy un hombre como los demás.
- Ole -dijo alguien-. Adelante, gitano. La voz del gitano se elevó, trágica y burlona:
Gracias a Dios que soy negro y que no soy catalán.
- Eso es mucho ruido -dijo Pablo-. Cállate, gitano.
- Sí -se oyó decir a una voz de mujer-. Eso no es más que ruido. Podrías despertar a la guardia civil con ese vozarrón. Pero no tienes clase.
- Cantaré otra cosa -dijo el gitano, y empezó a rasguear la guitarra.
- Guárdatela para otra ocasión -dijo la mujer.
La guitarra calló.
- No estoy en vena esta noche. Así es que no se ha perdido nada -dijo el gitano, y, levantando la manta, salió.
Jordan vio que se dirigía a un árbol; luego se acercó a él.
- Roberto -dijo el gitano en voz baja.
- ¿Qué hay, Rafael? -preguntó Jordan. Veía por la voz ' que le había hecho efecto el vino. También él había bebido dos ajenjos y algo de vino, pero su cabeza estaba clara y despejada por el esfuerzo de la pelea con Pablo.
- ¿Por qué no has matado a Pablo? -preguntó el gitano, siempre en voz baja.
- ¿Para qué iba a matarle?
- Tendrás que matarle más pronto o más tarde. ¿Por qué no aprovechaste la ocasión?
- ¿Estás hablando en serio?
- Pero ¿qué te figuras que estábamos esperando todos? ¿Por qué crees, si no, que la mujer mandó a la chica fuera? ¿Crees que es posible continuar, después de lo que se ha dicho?
- Teníais que matarle vosotros.
- ¡Qué va! -dijo el gitano tranquilamente-. Eso es asunto tuyo. Hemos esperado tres o cuatro veces que le matases. Pablo no tiene amigos.
- Se me ocurrió la idea -dijo Jordan-; pero la deseché.
- Todos se han dado cuenta. Todos han visto los preparativos que hacías. ¿Por qué no le mataste?
- Pensé que podría molestar a los otros o a la mujer.
- ¡Qué va! La mujer estaba esperando como una puta que caiga un pájaro de cuenta. Eres más joven de lo que aparentas.
- Es posible.
- Mátale ahora -acució el gitano.
- Eso sería asesinar.
- Mejor que mejor -dijo el gitano, bajando la voz-. Correrías menos peligro. Vamos, mátale ahora mismo.
- No puedo hacerlo; sería repugnante y no es así como tenemos que trabajar por la causa.
- Provócale entonces -dijo el gitano-; pero tienes que matarle. No hay más remedio.
Mientras hablaban, una lechuza revoloteó entre los árboles, sin romper la dulzura de la noche, descendió más allá, y se elevó de nuevo batiendo las alas con rapidez, pero sin hacer el ruido de plumas que hace un pájaro cuando caza.
- Mira ese bicho -dijo el gitano en la oscuridad-. Así debieran moverse los hombres.
- Y de día estar ciega en un árbol, con los cuervos alrededor -dijo Jordan.
- Eso ocurre rara vez -dijo el gitano-. Y por casualidad. Mátale -insistió-. No le dejes que acarree más dificultades.
- Ha pasado el momento.
- Provócale -insistió el gitano-. O aprovéchate de la calma.
La manta que tapaba la puerta de la cueva se levantó y un rayo de luz salió del interior. Alguien se adelantaba hacia ellos en la oscuridad.
- Es una hermosa noche -dijo el hombre, con voz gruesa y tranquila-. Vamos a tener buen tiempo.
Era Pablo.
Estaba fumando uno de los cigarrillos rusos, y al resplandor del cigarrillo en los momentos en que aspiraba, aparecía dibujada su cara redonda. Podía distinguirse a la luz de las estrellas su cuerpo pesado de largos brazos.
- No hagas caso de la mujer -dijo, dirigiéndose a Jordan.
En la oscuridad, el cigarrillo era un punto brillante que descendía según bajaba la mano.
- A veces nos da que hacer. Pero es una buena mujer; muy leal a la República.
La punta del cigarrillo brillaba con más fuerza al hablar. Debía de estar hablando ahora con el cigarrillo en la comisura de los labios, pensó Jordan.
- No debemos tener diferencias; tenemos que estar de acuerdo. Me alegro de que hayas venido. -El cigarrillo volvió a brillar con más fuerza.- No hagas caso de las disputas -dijo-; te doy la bienvenida. Perdóname ahora -añadió-; tengo que ir a ver si están atados los caballos.
Y cruzó entre los árboles, bordeando el prado. Oyeron a un caballo relinchar más abajo.
- ¿Has visto? -preguntó el gitano-. ¿Has visto? Ha conseguido escaparse otra vez.
Robert Jordan no contestó.
- Me voy abajo -dijo el gitano, irritado.
- ¿Vas a hacer algo?
- ¡Qué va! Pero al menos puedo impedirle que se escape.
- ¿Puede escaparse con un caballo desde ahí abajo?
- No.
- Entonces, ve al lugar desde donde puedas impedírselo.
- Agustín está allí.
- Ve, entonces, y habla con Agustín. Cuéntale lo que ha sucedido.
- Agustín le mataría de buena gana.
- Menos mal -dijo Jordan-. Ve y dile lo que ha pasado.
- ¿Y después?
- Yo voy ahora mismo al prado.
- Bueno, hombre, bueno. -No podía ver la cara de Rafael en la oscuridad, pero se dio cuenta de que sonreía.- Ahora te has ajustado los machos -dijo el gitano, satisfecho.
- Ve a ver a Agustín -dijo Jordan.
- Sí, hombre, sí -dijo el gitano.
Robert Jordan cruzó a tientas entre los pinos, yendo de un árbol en otro, hasta llegar a la linde de la pradera, en donde el fulgor de las estrellas hacía la sombra menos densa. Recorrió la pradera con la mirada y vio entre el torrente y él la masa sombría de los caballos atados a las estacas. Los contó. Había cinco. Jordan se sentó al pie de un pino, con los ojos fijos en la pradera.
«Estoy cansado -pensó-, y quizá no tenga la cabeza despejada; pero mi misión es el puente, y para llevar a cabo esta misión no debo correr riesgos inútiles. Desde luego, a veces se corre un grave riesgo por no aprovechar el momento. Hasta ahora he intentado dejar que las cosas sigan su curso. Si es verdad, como dice el gitano, que esperaban que matase a Pablo, hubiera debido matarle. Pero nunca he creído que debía hacerlo. Para un extranjero, matar en donde tiene que asegurarse luego la colaboración de las gentes es mal asunto.
»Puede uno permitirse hacerlo en plena acción, cuando se apoya en una sólida disciplina. En este caso pienso que me hubiera equivocado. Sin embargo, la cosa era tentadora y parecía lo más sencillo y rápido. Pero no creo que nada sea rápido ni sencillo en este país, y, por mucha confianza que tenga en la mujer, no se puede averiguar cómo hubiera reaccionado ella ante un acto tan brutal. Ver morir a alguien en un lugar como éste puede ser algo feo, sucio y repugnante. Es imposible prever la reacción de esa mujer. Y sin ella aquí, no hay ni organización ni disciplina; y con ella todo puede marchar bien. Lo ideal sería que le matase ella, o el gitano pero no lo harán, o el centinela, Agustín. Anselmo le matará si se lo pido; pero dice que no le gusta. Anselmo detesta a Pablo, estoy convencido, y confía en mí; cree en mí como representante de las cosas en que cree. Sólo él y la mujer creen verdaderamente en la República, por lo que se me alcanza; pero es todavía demasiado pronto para estar seguro de ello.»
Como sus ojos empezaban a acostumbrarse a la luz de las estrellas, vio a Pablo de pie, junto a uno de los caballos. El caballo dejó de pastar, levantó la cabeza y la bajó luego, iracundo. Pablo estaba de pie junto al caballo, apoyado contra él, desplazándose con él todo lo que la cuerda permitía desplazarse al caballo y acariciándole el cuello. Al caballo le molestaban sus caricias mientras estaba pastando. Jordan no podía ver lo que hacía Pablo ni oír lo que decía al caballo; pero se daba cuenta de que no le había desatado ni ensillado. Así es que permaneció allí observando, con la intención de ver claramente el asunto.
«Mi caballo bonito», decía Pablo al animal en la oscuridad. Era a un gran semental al que hablaba. «Mi caballo bonito, mi caballito blanco, con el cuello arqueado, como el viaducto de mi pueblo.» Hizo una pausa. «Pero más arqueado y más hermoso.» El caballo juntaba el pasto inclinando la cabeza de un lado a otro para arrancar las matas, importunado por el hombre y por su charla. «Tú no eres una mujer ni un loco», decía Pablo al caballo bayo.
«Mi caballo bonito, mi caballo, tú no eres una mujer como un volcán ni una potra de chiquilla con la cabeza rapada; una potranca mamona. Tú no insultas ni mientes ni te niegas a comprender. Mi caballo, mi caballo bonito.»
Hubiera sido muy interesante para Robert Jordan poder oír lo que Pablo hablaba al caballo bayo; pero no le oía, y convencido de que Pablo no hacía más que cuidar de sus caballos y habiendo decidido que no era oportuno matarle, se levantó y se fue a la cueva. Pablo estuvo mucho tiempo en la pradera hablando a su caballo. El caballo no comprendía nada de lo que su amo le decía. Por el tono de la voz, barruntaba que eran cosas cariñosas. Había pasado todo el día en el cercado y tenía hambre. Pastaba impaciente dentro de los límites de la cuerda y el hombre le aburría. Pablo acabó por cambiar el piquete de sitio y estarse cerca del caballo sin hablar más. El caballo siguió paciendo, satisfecho de que el hombre no le molestara ya.
Capítulo sexto
Una vez dentro de la cueva, Robert Jordan se acomodó en uno de los asientos de piel sin curtir que había en un rincón, cerca del fuego, y se puso a conversar con la mujer, que estaba fregando los platos, mientras María, la chica, los secaba y los iba colocando, arrodillándose para hacerlo ante una hendidura del muro, la cual se usaba como alacena.
- Es extraño -dijo la mujer- que el Sordo no haya venido. Debería haber llegado hace una hora.
- ¿Le avisó usted para que viniese?
- No; viene todas las noches.
- Quizás esté haciendo algo, algún trabajo.
- Es posible -dijo la mujer-; pero si no viene, tendrémos que ir a verle mañana.
- Ya. ¿Está muy lejos de aquí?
- No, pero será un buen paseo. Me hace falta ejercicio.
- ¿Puedo ir yo? -preguntó María-. ¿Podría ir yo también, Pilar?
- Sí, hermosa -contestó la mujer, volviendo hacia ella su cara maciza-. ¿Verdad que es guapa? -preguntó a Robert Jordan-. ¿Qué te parece? ¿Un poco delgada?
- A mí me parece muy bien -contestó Robert Jordan.
María le sirvió una taza de vino.
- Beba esto -le dijo-; le hará verme más guapa. Hay que beber mucho para verme guapa.
- Entonces vale más que no beba -dijo Jordan-. Me pareces ya guapa, y más que guapa -dijo tuteándola abiertamente.
- Así se habla -dijo la mujer-. Tú hablas como los buenos de verdad. ¿Qué más tienes que decir de ella?
- Que es inteligente -respondió Jordan, de una manera vacilante. María dejó escapar una risita y la mujer movió la cabeza lúgubremente.
- ¡Qué bien había usted empezado y qué mal acaba, don Roberto!
- No me llames don Roberto.
- Es una broma. Aquí decimos en broma don Pablo y decimos en broma señorita María.
- No me gusta esa clase de bromas -dijo Jordan-. Camarada es el modo como debiéramos llamarnos todos en esta guerra. Cuando se bromea tanto, las cosas comienzan a estropearse.
- Eres muy místico tú con tu política -dijo la mujer, burlándose de él-. ¿No te gustan las bromas?
- Sí, me gustan mucho, pero no con los nombres. El nombre es como una bandera.
- A mí me gusta reírme de las banderas. De cualquier bandera -dijo la mujer, echándose a reír-. Para mí, cualquiera puede bromear sobre cualquier cosa. A la vieja bandera roja y gualda la llamábamos pus y sangre. A la bandera de la República, con su franja morada, la llamábamos sangre, pus y permanganato. Y era una broma.
- El es comunista -aseguró María-, y los comunistas son gente muy seria.
- ¿Eres comunista?
- No. Yo soy antifascista.
- ¿Desde hace mucho tiempo?
- Desde que comprendí lo que era ser fascista.
- ¿Cuánto tiempo hace de eso?
- Cerca de diez años.
- Eso no es mucho tiempo -dijo la mujer-. Yo hace veinte años que soy republicana.
- Mi padre fue republicano de toda la vida -dijo María-. Por eso le mataron.
- Mi padre fue republicano toda la vida también. Y también lo fue mi abuelo -dijo Robert Jordan.
- ¿En dónde fue eso?
- En los Estados Unidos.
- ¿Mataron a tu padre? -preguntó la mujer.
- ¡Qué va! -dijo María-. Los Estados Unidos es un país de republicanos. Allí no matan a nadie por ser republicano.
- De todos modos, es una cosa buena tener un abuelo republicano -dijo la mujer-. Es señal de buena casta.
- Mi abuelo formó parte del Comité Nacional Republicano -dijo Jordan. Su declaración impresionó hasta a María.
- ¿Y tu padre hace todavía algo por la República? -preguntó Pilar.
- No, mi padre murió.
- ¿Puede preguntarse cómo murió?
- Se pegó un tiro.
- ¿Para que no le torturasen? -preguntó la mujer.
- Sí -replicó Jordan-; para que no le torturasen.
María le miró con lágrimas en los ojos:
- Mi padre -dijo- no pudo conseguir ninguna arma. Pero me alegro mucho de que su padre tuviera la suerte de conseguir un arma.
- Sí, tuvo mucha suerte -dijo Jordan-. ¿Podríamos ahora hablar de otra cosa?
- Entonces, usted y yo somos iguales -dijo María. Puso una mano en su brazo y le miró a la cara. Jordan contempló la morena cara de la muchacha y vio que los ojos de ella eran por primera vez tan jóvenes como el resto de sus facciones, sólo que, además, se habían vuelto de repente ávidos, juveniles y ansiosos.
- Podríais ser hermano y hermana por la traza -opinó la mujer-. Pero creo que es una suerte que no lo seáis.
- Ahora ya sé por qué he sentido lo que he sentido -dijo María-. Ahora lo veo todo muy claro.
- ¡Qué va! -se opuso Robert Jordan e, inclinándose, le pasó la mano por la cabeza. Había estado deseando hacer eso todo el día, y haciéndolo, notaba que se le volvía a formar un nudo en su garganta. La chica movió la cabeza bajo su mano y sonrió. Y él sintió el cabello espeso, duro y sedoso doblarse bajo sus dedos. Luego, la mano se deslizó sola hasta su garganta, pero la dejó caer.
- Hazlo otra vez -dijo ella-. Quiero que lo hagas muchas veces.
- Luego -contestó Jordan, con voz ahogada.
- Muy bonito -saltó la mujer de Pablo, con voz atronadora-, ¿Y soy yo la que tiene que ver todo esto? ¿Tengo yo que ver todo esto sin que me importe un pimiento? No hay quien pueda soportarlo. A falta de alguna cosa mejor, tendré que agarrarme a Pablo.
María no le hizo caso, como no había hecho caso de los otros que jugaban a las cartas en la mesa, a la luz de una vela.
- ¿Quiere usted otra taza de vino, Roberto? -preguntó María.
- Sí-di jo él-; venga.
- Vas a tener un borracho como yo -dijo la mujer de Pablo-. Con esa cosa rara que ha bebido y todo lo demás. Escúchame, inglés.
- No soy inglés: soy americano.
- Escucha, entonces, americano. ¿Dónde piensas dormir?
- Afuera; tengo un saco de noche.
- Está bien -aprobó ella-. ¿Está la noche despejada?
- Sí, y muy fría.
- Afuera, entonces -dijo ella-; duerme afuera. Y tus cosas pueden dormir conmigo.
- Está bien -contestó Jordan.
- Déjanos un momento -dijo Jordan a la muchacha. Y le puso una mano en el hombro.
- ¿Por qué?
- Quiero hablar con Pilar.
- ¿Tengo que marcharme?
- Sí.
- ¿De qué se trata? -preguntó la mujer de Pablo cuando la muchacha se hubo alejado hacia la entrada de la cueva donde se quedó de pie, junto al pellejo de vino, mirando a los hombres que jugaban a las cartas.
- El gitano dijo que yo debería… -empezó a decir Jordan.
- No -le dijo la mujer-; está equivocado.
- Si fuera necesario que yo… -insinuó Jordan de manera tranquila, aunque premiosa.
- Eres muy capaz de hacerlo -dijo la mujer-. Lo creo. Pero no es necesario. He estado observándote. Tu comportamiento ha sido acertado.
- Pero si fuese necesario…
- No -insistió ella-. Ya te lo diré cuando sea necesario. El gitano tiene la cabeza a pájaros.
- Un hombre que se siente débil puede ser un gran peligro.
- No. No entiendes nada de esto. Ese está ya más allá del peligro.
- No lo entiendo.
- Eres muy joven todavía -afirmó ella-. Ya lo entenderás. -Luego llamó a la muchacha.- Ven, María. Ya hemos acabado de hablar.
La chica se acercó y Jordan extendió la mano y se la pasó por la cabeza. Ella se restregó bajo su mano como un gatito. Hubo un momento en que él creyó que incluso iba a llorar. Pero los labios de María volvieron a recuperar su gesto habitual, le miró a los ojos y sonrió.
- Harías bien yéndote a la cama -dijo la mujer a Robert Jordan-. Has trabajado demasiado.
- Bueno -dijo Jordan-; voy a buscar mis cosas.
Capítulo séptimo
Se quedó dormido en el saco de noche y al despertar creyó que había dormido mucho tiempo. El saco estaba extendido en el suelo, al socaire de los roquedales, más allá de la entrada de la cueva. Durmiendo, se había vuelto de lado y había ido a recostarse sobre la pistola, que tuvo buen cuidado de sujetar con una correa en torno a su muñeca y colocarla junto a él bajo el saco, cuando se puso a dormir; estaba tan cansado -le dolían los hombros y la espalda, le dolían las piernas, y los músculos se le habían quedado tan entumecidos que el suelo se le antojó blando-, que el mero estirarse bajo el saco, y el roce con el forro de lanilla le había producido una especie de voluptuosidad, esa voluptuosidad que sólo proporciona la fatiga. Al despertar se preguntó dónde estaba; recordó y buscó la pistola que había quedado debajo de su cuerpo y se estiró placenteramente, dispuesto a dormir de nuevo, con una mano apoyada en el lío de ropas enrolladas en torno de sus alpargatas que le servía de almohada, y el otro rodeando la improvisada almohada.
Entonces sintió que algo se apoyaba en su hombro y se volvió rápidamente, con la mano derecha crispada sobre la pistola dentro del saco de noche.
- ¡Ah!, ¿eres tú? -dijo, y, soltando el arma, tendió los brazos hacia ella y la atrajo hacia sí. Al estrecharla entre sus brazos sintió que temblaba-. Métete dentro -dijo dulcemente-; fuera hace frío.
- No, no debo.
- Ven -dijo él-; luego lo discutiremos.
La muchacha temblaba. El la tenía sujeta por la muñeca, sosteniéndola dulcemente con el otro brazo. Ella había vuelto la cabeza para no encontrarse con él.
- Vamos, conejito -dijo Robert Jordan, y la besó en la nuca.
- Tengo miedo..'
- No tengas miedo. Métete.
- ¿Cómo?
- Deslízate en el interior. Hay mucho sitio; ¿quieres que te ayude?
- No -dijo ella y se metió en el saco y un momento después, él, manteniéndola bien sujeta, trataba de besarla en los labios y ella le esquivaba apoyando la cara en el lío de ropas que hacía de almohada; pero había tendido un brazo alrededor del cuello de él y lo mantenía en esa postura. Luego sintió que sus brazos se aflojaban y al tratar de atraerla vio que volvía a temblar.
- No -dijo, echándose a reír-; no te asustes. Es la pistola.
Cogió el arma y la puso detrás de él.
- Me da vergüenza -dijo ella, con la cara siempre alejada de la suya.
- No tienes por qué. Vamos, vamos.
- No, no debo hacerlo. Me da vergüenza y estoy asustada.
- No, conejito, por favor.
- No debería hacerlo; quizá tú no me quieras.
- Te quiero.
- Yo te quiero también. Sí, te quiero. Ponme la mano en la cabeza -dijo ella, con la cara siempre hundida en la almohada. Jordan le puso la mano en la cabeza y la acarició, y de repente ella apartó el rostro de la almohada y se encontró en sus brazos, apretada estrechamente contra él, mejilla contra mejilla, y rompió a llorar.
El la mantenía inmóvil contra sí, sintiendo toda la esbeltez de su cuerpo joven, le acariciaba la cabeza y besaba la sal húmeda de sus ojos, y mientras ella lloraba, sus redondos senos de recios botoncitos le rozaban a través de la camisa que llevaba puesta.
- No sé besar -dijo ella-; no sé cómo se hace.
- No hay necesidad de besarse.
- Sí, tengo que besarte. Tengo que hacerlo todo.
- No hay necesidad de hacer nada. Estamos muy bien así; pero llevas demasiada ropa.
- ¿Qué tengo que hacer?
- Yo te ayudaré.
- ¿Está mejor ahora?
- Sí, mucho mejor. ¿No te encuentras mejor?
- Sí, claro que sí. ¿Y podré irme contigo, como ha dicho Pilar?
- Sí.
- Pero no a un asilo. Contigo.
- Conmigo; no a un asilo.
- Contigo, contigo, contigo. Contigo, y seré tu mujer.
Seguían en la misma posición, pero todo lo que antes estaba cubierto había quedado ahora descubierto. En donde había estado la rugosidad de las bastas telas era ahora todo suavidad, dulzura, suave presión de un bulto suave, firme y redondo, sensación continuada de delicada frescura y un mantenerse unidos sin fin y una especie de dolor en el pecho, y una tristeza terrible y profunda que quitaba la respiración. Robert Jordan no pudo aguantar más, y preguntó:
- ¿Has querido a otros?
- No, nunca.
Pero de repente quedó como desmayada entre sus brazos.
- Pero me han hecho cosas.
- ¿Quiénes?
- Varios.
Se había quedado inmóvil, como si su cuerpo estuviera muerto; apartó la cabeza de él.
- Ahora no me querrás.
- Te quiero -dijo Jordan.
Pero algo había sucedido y ella se dio cuenta.
- No -dijo ella, y su voz salía como apagada; no tenía color-. No me vas a querer y quizá me lleves al asilo. Y yo iré al asilo y no seré la mujer de nadie.
- Te quiero, María.
- No, no es verdad -dijo ella. Luego, como si pidiera perdón, con un poco de esperanza en la voz-: Pero no he besado nunca a ningún hombre.
- Entonces, bésame a mí.
- Quisiera besarte -dijo ella-; pero no sé cómo. Cuando me hicieron cosas luché hasta que me quedé sin ver. Luché hasta que uno se-sentó sobre mi cabeza y yo le mordí, y entonces me amordazaron y me tuvieron sujetos los brazos detrás de la cabeza, y otros me hicieron cosas.
- Te quiero, María -dijo él-; y nadie te ha hecho nada. Nadie puede tocarte a ti. Nadie te ha tocado, conejito mío.
- ¿Crees lo que te digo?
- Lo creo.
- ¿Y podrías quererme? -preguntó, apretándose cálidamente contra él.
- Te quiero todavía más.
- Procuraré besarte como pueda.
- Bésame ahora.
- No sé cómo besarte.
- Bésame; no hace falta más.
María le besó en la mejilla.
- No, así, no.
- ¿Qué se hace con la nariz? Siempre me he preguntado qué se hacía con la nariz.
- Muy fácil; vuelve la cabeza -dijo él, y sus bocas se unieron y ella se mantuvo apretada contra él, y su boca se abrió un poco y él, manteniéndola apretada contra sí se sintió de repente más feliz que lo había sido nunca, más ligero, con una felicidad exultante, íntima, impensable. Y sintió que todo su cansancio y toda su preocupación se desvanecían y sólo sintió un gran deleite y dijo-: Conejito mío, cariño mío, amor mío; hace mucho tiempo que yo te quiero.
- ¿Qué es lo que dices? -preguntó ella, como si hablara desde algún sitio muy lejano.
- Amor mío -dijo él.
Estaban abrazados y él sintió que el corazón de ella latía contra el suyo, y con la punta del pie, acarició ligeramente sus pies.
- Has venido descalza -dijo.
- Sí.
- Entonces, sabías que ibas a acostarte conmigo.
- Sí.
- Y no has tenido miedo.
- Sí, mucho miedo. Pero me daba vergüenza no saber cómo tendría que quitarme los zapatos.
- ¿Qué hora es ahora? ¿Lo sabes?
- No, ¿tienes tu reloj?
- Sí, pero lo tengo detrás de ti.
- Entonces, sácalo de ahí.
- No.
- Pues mira por encima de mi hombro.
Era la una de la madrugada. La esfera del reloj brillaba en la oscuridad creada por la manta.
- Me pinchas con tu barba en el hombro.
- Perdóname, no tengo nada con que afeitarme.
- No importa; me gusta. ¿Tienes la barba rubia?
- Sí.
- ¿Y vas a dejártela crecer?
- No crecerá mucho; antes tenemos que terminar el asunto del puente. María, escúchame: ¿estás dispuesta?
- ¿Dispuesta a qué?
- ¿Quieres que lo hagamos?
- Sí, quiero. Quiero lo que tú quieras. Quiero hacerlo todo, y si lo hacemos todo, quizá sea como si lo otro no hubiese ocurrido.
- ¿Cómo se te ha ocurrido eso? ¿Lo has pensado sola?
- No. Lo había pensado sola, pero fue Pilar la que me lo dijo.
- Es muy lista esa mujer.
- Y otra cosa -dijo María suavemente-; Pilar me ha mandado que te diga que no estoy enferma. Ella sabe estas cosas y me dijo que te lo dijese.
- ¿Te dijo ella que me lo dijeras?
- Sí. Hablé con ella y le dije que te quería. Te quise en cuanto te vi llegar y te había querido siempre, antes de verte, y se lo dije a Pilar, y Pilar dijo que si alguna vez te contaba lo que me había pasado, que te dijera que no estaba enferma. Lo otro me lo dijo hace mucho tiempo; poco después de lo del tren.
- ¿Qué fue lo que te dijo?
- Me dijo que a una no le hacen nada si una no lo consiente y que si yo quería a alguien de veras, todo eso desaparecería. Quería morirme, ¿sabes?
- Pilar te dijo la verdad.
- Y ahora soy feliz por no haberme muerto. Me siento tan dichosa de no haber muerto… ¿Crees que podrás quererme?
- Claro, ya te quiero.
- ¿Y podría ser tu mujer?
- No puedo tener mujer mientras haga este trabajo. Pero tú eres mi mujer desde ahora.
- Si algún día lo soy, lo seré para siempre. ¿Soy tu mujer ahora?
- Sí, María. Sí, conejito mío.
Ella se apretó más contra él y él buscó sus labios, los encontró y se besaron, y él la sintió fresca, nueva, suave, joven y adorable, con aquella frescura cálida, devoradora e increíble; porque era increíble encontrársela allí, en su saco de noche, que era tan familiar para él como sus propias ropas, sus zapatos o su trabajo, y, por último, ella dijo, asustada:
- Y ahora hagamos en seguida todo lo que tenemos que hacer, para que desaparezca todo lo demás.
- ¿Lo deseas de verdad?
- Sí -dijo ella casi con fiereza-. Sí. Sí. Sí.
Capítulo octavo
La noche estaba fría. Robert Jordan dormía profundamente. Se despertó una vez y, al estirarse, notó la presencia de la muchacha, acurrucada, dentro del saco, respirando ligera y regularmente. El cielo estaba duro, esmaltado de estrellas, el aire frío le empapaba las narices; metió la cabeza en la tibieza del saco y besó la suave espalda de la muchacha. La chica no se despertó y Jordan se volvió de lado, despegándose suavemente y, sacando otra vez la cabeza del saco, se quedó en vela un instante, paladeando la voluptuosidad que le originaba su fatiga; luego, el deleite suave, táctil, de los dos cuerpos rozándose; por último, estiró las piernas hasta el fondo del saco y se dejó caer a plomo en el más profundo sueño.
Se despertó al rayar el día. La muchacha se había marchado. Lo supo al despertarse, extender el brazo y notar el saco todavía tibio en el lugar donde ella había reposado. Miró hacia la entrada de la cueva, donde se hallaba la manta, bordeada de escarcha, y vio una débil columna gris de humo, que se escapaba de una hendidura entre las rocas, cosa que quería decir que el fuego de la cocina había sido encendido.
Un hombre salió de entre los árboles con una manta sobre la cabeza a la manera de poncho; era Pablo. Iba fumando un cigarrillo. «Ha debido de ir a llevar los caballos al cercado», pensó.
Pablo levantó la manta y entró en la cueva sin mirar hacia donde se hallaba Jordan.
Robert Jordan palpó con la mano la ligera escarcha que se había depositado sobre la seda, delgada, ajada y manchada, de la funda que, desde hacía cinco años, le servía para guardar su saco de noche; luego volvió a deslizarse dentro. «Bueno -dijo, sintiendo la caricia familiar del forro de franela sobre sus piernas extendidas; las encogió y se volvió de lado, de forma que su cabeza no quedara en la dirección de donde; él sabía que saldría el sol-. ¿Qué más da? Puedo dormir todavía un rato.»
Y durmió hasta que un ruido de motores de aviones le despertó.
Tumbado boca arriba, vio los aviones que pasaban, una patrulla enemiga de tres «Fiat», minúsculos y brillantes, moviéndose rápidamente a través del alto cielo de la sierra, volando en la dirección por donde Anselmo y él habían llegado la víspera. No habían hecho más que desaparecer cuando, tras ellos, pasaron nueve más volando a más altura, en formaciones precisas de tres en tres.
Pablo y el gitano estaban parados a la entrada de la cueva en la sombra, mirando al cielo, mientras Robert Jordan seguía tumbado sin moverse. El cielo se había llenado del mugido martilleante de los motores. Hubo un nuevo zumbido y tres nuevos aviones aparecieron, esta vez a menos de trescientos metros por encima de la pradera. Eran «Heinkel 111», bimotores de bombardeo.
Robert Jordan, con la cabeza a la sombra de las rocas, sabía que no le veían y que, aunque le viesen, no tenía tampoco mucha importancia. Sabía que podrían ver los caballos en el cercado si iban a la busca de alguna señal en aquellas montañas; pero, aunque los vieran, a menos de estar advertidos, los tomarían seguramente por caballería propia. Luego se oyó un zumbido más fuerte. Tres «Heinkel 111» aparecieron, se acercaron rápidamente volando todavía más bajo, en formación rígida con el sonoro zumbido aumentando, hasta hacerse algo ensordecedor y luego decreciendo, a medida que dejaban atrás la pradera.
Robert Jordan deshizo el lío de ropas que le servía de almohada y sacó su camisa; y estaba pasándosela ya por la cabeza cuando oyó llegar los aviones siguientes. Se puso el pantalón sin salir del saco y se tumbó, quedándose inmóvil al tiempo que aparecían tres nuevos bombarderos bimotores «Heinkel». Antes de que hubieran podido desaparecer tras la cresta de las montañas, Jordan se había ajustado la pistola, había enrollado el saco, disponiéndolo al pie de un muro, y estaba sentado en el suelo, atándose las alpargatas, cuando el zumbido de los aviones se convirtió en un estruendo más fuerte que nunca, y nueve bombarderos ligeros «Heinkel» llegaron en oleadas rasgando el cielo con su vibración.
Robert Jordan se deslizó a lo largo de las rocas hasta la entrada de la cueva, donde uno de los hermanos, Pablo, el gitano, Anselmo, Agustín y la mujer, estaban parados mirando a lo alto.
- ¿Han pasado otras veces aviones como éstos? -preguntó Jordan.
- Nunca -dijo Pablo-; entra, van a verte.
El sol no alumbraba aún la entrada de la cueva. Solamente iluminaba la pradera cercana al torrente. Jordan sabía que los aviones no podían verle en la oscuridad de la sombra matinal de la arboleda y que la sombra espesa proyectada por las rocas le ocultaba también. Sin embargo, entró en la cueva para no inquietar a sus compañeros.
- Son muchos -dijo la mujer.
- Y serán más -dijo Jordan.
- ¿Cómo lo sabes? -preguntó Pablo recelosamente.
- Estos que han pasado ahora, llevarán cazas detrás.
Justamente en aquel momento oyeron los cazas, con un zumbido más agudo, más alto, como un lamento, y, según pasaban, a unos mil doscientos metros de altura, Robert Jordan contó quince «Fiat», dispuestos como una bandada de ocas salvajes, en grupos de tres, en forma de V.
A la entrada de la cueva, todos tenían la cara larga, y Jordan preguntó:
- ¿No se habían visto nunca tantos aviones?
- Jamás -dijo Pablo.
- ¿No hay tantos en Segovia?
- Nunca ha habido tantos. Por lo general, se ven tres; algunas veces, seis cazas. A veces, tres «Junkers», de los grandes, de los de tres motores, acompañados de los cazas. Pero jamás habíamos visto tantos como ahora.
«Malo -se dijo Robert Jordan-. Malo, malo. Esta concentración de aviones es de mal augurio. Tengo que fijarme en dónde descargan. Pero no, todavía no han llevado las tropas para el ataque. Seguramente no las llevarán antes de esta noche o mañana por la noche. No las llevarán antes. Ninguna unidad puede estar en movimiento a estas horas.»
Podía oír todavía el zumbido de los aviones que se aminoraba. Miró su reloj. Debían de estar en esos momentos por encima de las líneas, al menos, los primeros. Apretó el resorte que ponía en su sitio la aguja del minutero y la vio girar. No, todavía no. Ahora. Sí. Ya debían de haber cruzado. Cuatrocientos kilómetros por hora deben de hacer los «111» en todo caso. Harían falta cinco minutos para llegar hasta allí. En aquellos momentos se hallarían al otro lado del puerto, volando sobre Castilla, amarilla y parda, bajo ellos, al sol de la mañana; con el amarillo surcado de las vetas blancas de la carretera y sembrado de pequeñas aldeas, las sombras de los «Heinkel» deslizándose sobre el campo como las sombras de los tiburones sobre un banco de arena en el fondo del océano…
No se oyó ningún bang, bang, bang, ningún estallido de bombas. Su reloj seguía haciendo tictac.
Deben de ir a Colmenar, a El Escorial o al aeródromo de Manzanares el Real, pensó, con el viejo castillo sobre el lago y los patos, que nadan entre los juncos, y el falso aeródromo, detrás del verdadero, con falsos aviones camuflados a medias y las hélices girando al viento. Tiene que ser allí adonde van. No pueden estar prevenidos para el ataque, se dijo; pero algo respondió en él: ¿Por qué no? Han sido advertidos en todas las ocasiones.
- ¿Crees que habrán visto los caballos? -preguntó Pablo.
- Esos no van en busca de caballos -dijo Robert Jordan.
- Pero ¿crees que los habrán visto?
- No -contestó Jordan-, a menos que el sol estuviese por encima de los árboles.
- Es muy temprano -dijo Pablo apesadumbrado.
- Creo que llevan otra idea que la de buscar tus caballos -dijo Jordan.
Habían pasado ocho minutos desde que puso en marcha el resorte del reloj. No se oía ningún ruido de bombardeo.
- ¿Qué es lo que haces con el reloj? -preguntó la mujer.
- Escucho, para averiguar adonde han ido.
- ¡Oh!-dijo ella.
Al cabo de diez minutos Jordan dejó de mirar el reloj, sabiendo que estarían demasiado lejos para oírlos descargar, incluso descontando un minuto para el viaje del sonido, y dijo a Anselmo:
- Quisiera hablarle.
Anselmo salió de la cueva. Los dos hombres dieron algunos pasos, alejándose, y se detuvieron bajo un pino.
- ¿Qué tal? -preguntó Robert Jordan-. ¿Cómo van las cosas?
- Muy bien.
- ¿Ha comido usted?
- No, nadie ha comido todavía.
- Entonces, coma y llévese algo para el mediodía. Quiero que vaya a vigilar la carretera. Anote todo lo que pase, arriba y abajo, en los dos sentidos.
- No sé escribir.
- Tampoco hace falta -dijo Jordan, y, arrancando dos páginas de su cuaderno, cortó un pedazo de su propio lápiz con el cuchillo-. Tome esto y por cada tanque que pase, haga una señal aquí -y dibujó el contorno de un tanque-. Una raya para cada uno, y cuando tenga usted cuatro, al pasar el quinto, la tacha con una raya atravesada.
- Nosotros también contamos así.
- Bien. Haremos otro dibujo. Así; una caja y cuatro ruédas, para los camiones, que marcará con un círculo si van vacíos y con una raya si van llenos de tropas. Los cañones grandes, de esta forma; los chicos, de esta otra. Los automóviles, de esta manera; las ambulancias, así, dos ruedas con una caja que lleva una cruz. Las tropas que pasen en formación de compañías, a pie, las marcamos de este modo: un cuadradito y una raya al lado. La caballería la marcamos así, ¿ve usted?, como si fuera un caballo. Una caja con cuatro patas. Esto es un escuadrón de veinte caballos, ¿comprende? Cada escuadrón, una señal.
- Sí, es muy sencillo.
- Ahora -y Robert Jordan dibujó dos grandes ruedas metidas en un círculo, con una línea corta, indicando un cañón-, éstos son antitanques. Tienen neumáticos. Una señal también para ellos, ¿comprende? ¿Ha visto cañones como éstos?
- Sí -contestó Anselmo-; naturalmente. Está muy claro.
- Llévese al gitano con usted, para que sepa dónde está usted situado y pueda relevarle. Escoja un lugar seguro, no demasiado cerca, desde donde pueda ver bien y cómodamente. Quédese allí hasta que le releven.
- Entendido.
- Bien, y que sepa yo, cuando usted vuelva, todo lo que ha pasado por la carretera. Hay una hoja para todo lo que va carretera arriba y otra para lo que vaya carretera abajo.
Volvieron a la cueva.
- Envíeme a Rafael -dijo Robert Jordan, y esperó cerca de un árbol. Vio a Anselmo entrar en la cueva y caer la manta tras de él. El gitano salió indolentemente, limpiándose la boca con el dorso de la mano.
- ¿Qué tal? -preguntó el gitano-. ¿Te has divertido esta noche?
- He dormido.
- Bueno -dijo el gitano, y sonrió haciendo un guiño-. ¿Tienes un cigarrillo?
- Escucha -dijo Robert Jordan, palpando su bolsillo en busca de cigarrillos-, quisiera que fueses con Anselmo hasta el lugar desde donde vigilará la carretera. Le dejas allí, tomando nota del lugar, para que puedas guiarme a mí o al que le releve más tarde. Después irás a observar el aserradero y te fijarás si ha habido cambios en la guardia.
- ¿Qué cambios?
- ¿Cuántos hombres hay ahora por allí?
- Ocho, según las últimas noticias.
- Fíjate en cuántos hay ahora. Mira a qué intervalos se cambia la guardia del puente.
- ¿Intervalos?
- Cuántas horas está la guardia y a qué hora se hace el cambio.
- No tengo reloj.
- Toma el mío -y se lo soltó de la muñeca.
- ¡Vaya un reloj! -dijo Rafael, admirado-. Mira qué complicaciones tiene. Un reloj como éste debería saber leer y escribir solo. Mira qué enredo de números. Es un reloj que deja tamañitos a todos los demás.
- No juegues con él -dijo Robert Jordan-. ¿Sabes leer la hora?
- ¿Y cómo no? Ahora verás: a las doce del mediodía: hambre. A las doce de la noche: sueño. A las seis de la mañana: hambre. A las seis de la tarde: borrachera. Con un poco de suerte, al menos. A las diez de la noche…
- Basta -dijo Jordan-. No tienes ninguna necesidad de hacer el indio ahora. Quiero que vigiles la guardia del puente grande y el puesto de la carretera, más abajo, de la misma manera que el puesto y la guardia del aserradero y del puente pequeño.
- Eso es mucho trabajo -dijo el gitano, sonriendo-. ¿No sería mejor que enviaras a otro?
- No, Rafael, es importante que ese trabajo lo hagas tú. Tienes que hacerlo con mucho cuidado y andar listo para que no te descubran.
- De eso ya tendré buen cuidado -dijo el gitano-. ¿Crees que hace falta advertirme que me esconda bien? ¿Crees que tengo ganas de que me peguen un tiro?
- Toma las cosas más en serio -dijo Robert Jordan-. Este es un trabajo serio.
- ¿Y eres tú quien me dice que tome las cosas en serio después de lo que has hecho esta noche? Tenías que haber matado a un hombre y, en lugar de eso, ¿qué has hecho? Tenías que haber matado a un hombre y no hacer uno. Cuando estamos viendo llegar por el aire tantos aviones como para matarnos a todos juntos, contando a nuestros abuelos por arriba y a nuestros nietos, que no han nacido todavía, por abajo, e incluyendo gatos, cabras y chinches, aviones que hacen un ruido como para cuajar la leche en los pechos de tu madre, que oscurecen el cielo y que rugen como leones, me pides que tome las cosas en serio. Ya las tomo demasiado en serio.
- Como quieras -dijo Robert Jordan, y, riendo, apoyó una mano en el hombro del gitano-. No las tomes, entonces, demasiado en serio. Hazme ese favor. Y ahora, acaba de comer y márchate.
- ¿Y tú? -preguntó el gitano-. ¿Qué es lo que haces tú, a todo esto?
- Voy a ver al Sordo.
- Después de esos aviones, es fácil que no encuentres a nadie en todas estas montañas -dijo el gitano-. Debe de haber mucha gente que ha sudado la gota gorda esta mañana cuando pasaron.
- Esos aviones tenían otra cosa que hacer que buscar guerrilleros.
- Ya -contestó el gitano, y movió la cabeza-; pero cuando se les meta en la cabeza hacer ese trabajo…
- ¡Qué va! -dijo Robert Jordan-. Son bombarderos ligeros alemanes, lo mejor que tienen. No se envían esos aparatos a buscar gitanos.
- ¿Sabes lo que te digo? -preguntó Rafael-. Que me ponen los pelos de punta. Sí, esos bichos me ponen los pelos de punta, como te lo digo.
- Van a bombardear un aeródromo -dijo Robert Jordan, entrando en la cueva-; estoy seguro de que iban con esa misión.
- ¿Qué es lo que dices? -preguntó la mujer de Pablo. Llenó una taza de café y le tendió un bote de leche condensada.
- ¿También hay leche? ¡Qué lujos!
- Tenemos de todo -dijo ella-, y desde que han pasado los aviones, tenemos mucho miedo. ¿Adonde dices que iban?
Robert Jordan derramó un poco de aquella leche espesa en su taza, a través de la hendidura del bote; limpió el bote con el borde de la taza y dio vueltas al líquido hasta que se puso claro.
- Van a bombardear un aeródromo, eso es lo que yo creo. Pero pueden ir también a El Escorial o a Colmenar. Quizá vayan a los tres lugares.
- Que se vayan muy lejos y que no vuelvan por aquí -dijo Pablo.
- ¿Y por qué aparecen ahora por aquí? -preguntó la mujer-. ¿Qué es lo que los trae en estos momentos? Nunca se han visto tantos aviones como hoy. Nunca pasaron en tal cantidad. ¿Es que preparan un ataque?
- ¿Qué movimiento ha habido esta noche en el camino? -inquirió Robert Jordan. María estaba a su lado, pero él no le prestaba atención.
- Tú -dijo la mujer de Pablo-, Fernando, tú has estado en La Granja esta noche. ¿Qué movimiento había por allí?
- Ninguno -replicó un hombre bajo de estatura, de rostro abierto, de unos treinta y cinco años, con una nube en un ojo, y al que Robert Jordan no había visto antes-. Algunos camiones, como de costumbre. Algunos coches. No ha habido movimiento de tropas mientras yo he estado por allí.
- ¿Va usted a La Granja todas las noches? -preguntó Robert Jordan.
- Yo u otro cualquiera -dijo Fernando-. Siempre hay alguien que va.
- Van por noticias, por tabaco y por cosas pequeñas -dijo la mujer.
- ¿Tenemos gente nuestra por allí?
- Sí, los que trabajan en la central eléctrica. Y otros.
- ¿Y qué noticias ha habido?
- Pues nada. No ha habido noticias. Las cosas siguen yendo mal en el Norte. Como de costumbre. En el Norte van mal las cosas desde el comienzo.
- ¿No ha oído decir nada de Segovia?
- No, hombre; no he preguntado.
- ¿Va usted mucho por Segovia?
- Algunas veces -contestó Fernando-; pero es peligroso. Hay controles y piden los papeles.
- ¿Conoce usted el aeródromo?
- No, hombre. Sé dónde está, pero no lo he visto nunca. Piden muchos papeles por aquella parte.
- ¿No le habló nadie de esos aviones ayer por la noche?
- ¿En La Granja? Nadie. Nadie hablará seguramente esta noche. Anoche hablaban del discurso de Queipo de Llano por la radio. Y de nada más. Bueno, sí… Parece que la República prepara una ofensiva.
- ¿Una qué?
- Que la República prepara una ofensiva.
- ¿Dónde?
- No es seguro. Puede ser por aquí o por otra parte de la Sierra. ¿Ha oído usted algo de eso?
- ¿Dicen eso en La Granja?
- Sí, hombre, lo había olvidado. Pero siempre hay mucha parla sobre las ofensivas.
- ¿De dónde proviene el rumor?
- ¿De dónde? Lo dice mucha gente. Los oficiales hablan en los cafés, tanto en Segovia como en Avila, y los camareros escuchan. Los rumores se extienden. Desde hace algún tiempo se habla de una ofensiva de la República por aquí.
- ¿De la República o de los fascistas?
- De la República. Si fuera de los fascistas lo sabría todo el mundo. No, es una ofensiva importante. Algunos dicen que son dos. Una, aquí, y la otra, por el Alto del León, cerca de El Escorial. ¿Ha oído usted hablar de eso?
- ¿Qué más ha oído usted decir?
- Nada, hombre. ¡Ah, sí!, se decía también que los republicanos intentarían hacer saltar los puentes si hay una ofensiva. Pero los puentes están bien custodiados.
- ¿Está usted bromeando? -preguntó Robert Jordan, bebiendo lentamente su café.
- No, hombre -dijo Fernando.
- Ese no bromea por nada del mundo -dijo la mujer-; es un mal ángel.
- Entonces -dijo Robert Jordan-, gracias por sus noticias. ¿No sabe usted nada más?
- No. Se habla, como siempre, de tropas que mandarían para limpiar estas montañas; se dice que ya están en camino y que han salido de Valladolid. Pero siempre se dice eso. No hay que hacer caso.
- Y tú -rezongó la mujer de Pablo a éste, casi con malignidad- con tus palabras de seguridad.
Pablo la miró meditabundo y se rascó la barba.
- Y tú -insistió- con tus puentes.
- ¿Qué puentes? -preguntó Fernando, sin saber a qué se referían.
- Idiota -le dijo la mujer-. Cabeza dura. Tonto. Toma un poco de café y trata de recordar otras noticias.
- No te enfades, Pilar -dijo Fernando, sin perder la calma y el buen humor-; no hay que inquietarse por esos rumores. Te he contado a ti y a ese camarada todo lo que puedo recordar.
- ¿No recuerda usted nada más? -preguntó Robert Jordan.
- No -contestó Fernando, con actitud de dignidad ofendida-. Y es una suerte que me haya acordado de eso, porque, como se trata de rumores, no hago mucho caso.
- Luego es posible que haya habido algo más.
- Sí, es posible; pero yo no he prestado atención. Desde hace un año no oigo más que rumores.
Robert Jordan oyó una carcajada contenida. Era la muchacha, María, que estaba de pie, detrás de él.
- Cuéntanos algo más, Fernando -dijo la muchacha, y empezó otra vez a estremecerse de risa.
- Si me acordara, no lo contaría -dijo Fernando-; no es cosa de hombres andarse con cuentos y darles importancia.
- ¿Y es así como salvaremos la República? -dijo la mujer de Pablo.
- No, la salvaréis haciendo saltar los puentes -contestó Pablo.
- Iros -dijo Robert Jordan a Anselmo y a Rafael-. Iros, si habéis acabado de comer.
- Vámonos -dijo el viejo, y se levantaron los dos. Robert Jordan sintió una mano sobre su hombro. Era María.
- Debieras comer -dijo la muchacha, manteniendo la mano apoyada sobre su hombro-; come, para que tu estómago pueda soportar otros rumores.
- Los rumores me han cortado el apetito.
- No deben quitártelo. Come antes de que vengan otros -y puso una escudilla ante él.
- No te burles de mí -le dijo Fernando-; soy amigo tuyo, María.
- No me burlo de ti, Fernando. Me burlo de él. Si no come, tendrá hambre.