¿Resistiría la premisa un examen? Esa era la razón por la que los comunistas perseguían tanto a los bohemios. Cuando uno se emborracha o comete pecado de fornicación o de adulterio, descubre uno su propia falibilidad hasta en ese sustitulo tan mudable del credo de los apóstoles: la línea del partido. Abajo con la bohemia, el pecado de Mayakovski.
Pero Mayakovski era ya un santo. Porque había muerto y estaba enterrado convenientemente. «Tú también vas a estar apañado uno de estos días. Bueno, basta, basta de pensar en esto. Piensa en María.»
María hacía mucho daño a su fanatismo. Hasta ahora no había ella dañado a su capacidad de resolución, pero notaba que prefería por el momento no morir. Renunciaría con gusto o un final de héroe o de mártir. No aspiraba a las Termópilas ni deseaba ser el Horacio de ningún puente ni el muchachito holandés con el dedo en el agujero del dique. No. Le hubiera gustado pasar algún tiempo con María. Y ésa era la expresión más sencilla de todos sus deseos. Le hubiera gustado pasar algún tiempo, mucho tiempo con María.
No creía nunca que hubiera una cosa como mucho tiempo, pero, si por casualidad la había, le gustaría pasarlo con ella.
«Podríamos ir a un hotel y registrarnos como el doctor Livingstone y su mujer. ¿Por qué no?
Pero ¿por qué no casarse con ella? Naturalmente, se casaría. «Entonces seríamos el señor y la señora Jordan de Sun Valley (Idaho). O de Corpus Christi (Texas), o de Butte (Montana).
Las españolas son estupendas esposas. Lo sé porque no he tenido nunca ninguna. Y cuando vuelva a mi puesto de la Universidad hará una mujer de profesor excelente, y cuando los estudiantes de cuarto curso de castellano vengan por la noche a fumar una pipa y a discutir de manera libre e instructiva sobre Quevedo, Lope de Vega, Galdós y otros muertos admirables, María podrá contarles cómo algunos cruzados de la verdadera fe, vestidos de camisa azul, se sentaron sobre su cabeza, mientras otros le retorcían los brazos, y le levantaban la falda para así amordazarla.
Me pregunto cómo caerá María en Missoula (Montana). Suponiendo que encuentre algún trabajo en Missoula. Calculo que a estas alturas estoy fichado como rojo y que van a ponerme en la lista negra. Aunque, a decir verdad, tampoco puedo asegurarlo. No puede asegurarse nada. No tienen pruebas de lo que he hecho aquí y, por lo demás, sí lo contase, no lo creerían nunca. Mi pasaporte era válido para España antes de que entraran en vigor las nuevas restricciones. En todo caso, no podría volver antes del otoño del 37. Salí en el verano del 36 y los permisos, aunque son oficialmente de un año, no hacen necesaria la presentación antes del comienzo del curso siguiente. Queda aún mucho tiempo hasta el comienzo del curso de otoño. Queda todavía mucho tiempo de aquí a mañana, mirándolo bien. No. No creo que haya que preocuparse por lo de la Universidad. Será bastante con que llegue para el otoño, y todo irá bien. Trataré sencillamente de presentarme en ese momento.»
Pero ¡qué vida tan rara era la que llevaba desde hacía algún tiempo! Vaya si lo era. España había sido su diversión y su tema de trabajo desde hacía mucho. Luego era natural y lógico que se encontrara en España. «Has trabajado varios veranos en el servicio forestal y haciendo carreteras. Allí aprendiste a manejar la pólvora de manera que las demoliciones son también un trabajo natural y lógico para ti. Aunque siempre hayas tenido que llevarlo a cabo con un poco de precipitación. Pero ha sido un buen trabajo.» Una vez que se ha aceptado la idea de la destrucción como un problema que hay que resolver, ya no hay más que el problema. Las destrucciones, eso sí, aparecen acompañadas de detalles que las hacen poco gratas, aunque Dios sabe que se toman estos detalles a la ligera. Siempre había un esfuerzo constante por provocar las condiciones mejores con la mira en los asesinatos que deben acompañar a las destrucciones. Pero ¿acaso las palabras ampulosas hacían posible la defensa de tales asesinatos? ¿Hacían más agradable la matanza? «Te has acostumbrado con facilidad a todo ello, si quieres que te dé mi opinión -se dijo-. Y para lo que vas a servir cuando dejes el servicio de la República, se me antoja extremadamente problemático. Pero me imagino que te desembarazarás de todos estos recuerdos, poniéndolos sobre el papel. Puedes escribir un hermoso libro, si eres capaz de hacerlo. Mucho mejor que el anterior. Pero, entretanto, la vida se reduce a hoy, esta noche, mañana, y así indefinidamente. Esperémoslo. Harías mejor aceptando lo que el tiempo te depara y dando las gracias. ¿Y si lo del puente sale mal? Por ahora no parece marchar demasiado bien. Pero María te ha convenido. ¿No es así? Oh, claro que sí. Quizá sea esto todo lo que pueda pedirle a la vida. Puede que sea eso mi vida, y que en vez de durar setenta años no dure más que setenta horas. O quizá setenta y dos, si contamos los tres días. Me parece que tiene que haber la posibilidad de vivir toda una vida en setenta horas lo mismo que en setenta años, con la condición de que sea una vida plena hasta el instante en que comiencen las setenta horas y que se haya llegado ya a cierta edad.
»¡Qué tontería! -se dijo-, ¡qué tonterías se te ocurren! Es realmente estúpido. Aunque quizá no sea tan estúpido, después de todo. Bueno, ya veremos. La última vez que dormí con una chica fue en Madrid. No, en El Escorial. Me desperté a medianoche creyendo que la persona en cuestión era otra, y me sentí loco de alegría hasta el momento en que reconocí mi error. En suma, en aquella ocasión no hice más que reavivar las cenizas. Pero, aparte de eso, aquella noche no tuve nada de desagradable. La vez anterior fue en Madrid. Y aparte ciertas mentiras y pretensiones, mientras la cosa estuvo en marcha, el asunto fue, más o menos, el mismo. Por lo tanto, no soy un campeón romántico de la mujer española y, por lo demás, cualquiera que sea el país en que me encuentre, una aventura amorosa, la he considerado siempre como una aventura. Pero quiero de tal forma a María que cuando estoy con ella me siento literalmente morir. Y no creí nunca que me pudiera pasar tal cosa. Así es que puedes cambiar tu vida de setenta años por setenta horas, y me queda al menos el consuelo de saber que es así. Si no hay nada por mucho tiempo ni por el resto de nuestra vida ni de ahora en adelante, sino que sólo existe el ahora, entonces, bendigamos el momento presente porque me siento muy feliz en él.»
Ahora, maintenant, now, heute. Ahora es una palabra curiosa para expresar todo un mundo y toda una vida. Esta noche, ce soir, to-night, heute abend. Lije y wife, vie y Marie. No, eso no rimaba. Había también now y frau, pero eso tampoco probaba nada. Por ejemplo se podía tomar dead, mart, muerto, y todt. Todt era, de las cuatro palabras, la que mejor expresaba la idea de la muerte. War, guerre, guerra, y krieg. Krieg era la que más se parecía a guerra. ¿No era así? ¿O era solamente que conocía peor el alemán que las otras lenguas? Chérie, sweet-heart, prenda y schatz. Todas esas palabras podía cambiarlas por María. María, ¡qué hermoso nombre!
Bueno, pronto iban a verse todos metidos hasta el cuello y no iba a pasar mucho tiempo. Lo del puente, en realidad, se presentaba cada vez peor. Era una operación que no podía salir inmune con luz del día. Las posiciones peligrosas tienen que ser abandonadas por la noche. Al menos se intenta aguantar hasta la noche. Todo marcha bien si se puede aguardar hasta la noche para replegarse. Pero si la cosa empezaba a ponerse mal con luz del día… Sería absolutamente imposible resistir.
Y aquel condenado del Sordo, que había abandonado su español zarrapastroso para explicarle aquello con todos los pormenores, como si él no hubiese estado pensando en todo sin cesar desde que Golz le habló del asunto. Como si no bubiese vivido con la sensación de tener una bola a medio digerir en el estómago desde la noche anterior a la antevíspera. «Vaya un asunto. Está uno toda su vida creyendo que semejantes aventuras significan algo y a la postre resulta que no significan nada. No había tenido nunca nada de lo que tenía ahora. Uno cree que es algo que no va a comenzar jamás. Y de repente, en medio de un asunto piojoso como esa coordinación de dos bandas de guerrillas de mala muerte, para volar un puente en condiciones imposibles, con objeto de hacer abortar una contraofensiva que probablemente había empezado ya, se encuentra uno con una mujer como María. Claro, siempre ocurre así. Acabas por dar con ello demasiado tarde; eso es todo. Y luego, una mujer como aquella Pilar te mete literalmente a la muchacha en tu cama, y ¿qué es lo que pasa? Sí, ¿qué es lo que pasa? ¿Qué pasa? Dime qué pasa, haz el favor. Sí, dímelo. Pues eso es lo que pasa. Eso es justamente lo que pasa. No te engañes a ti mismo cuando piensas que Pilar ha empujado a esta muchacha a tu saco de dormir, y trates de negarlo todo y de estropearlo todo. Estabas perdido desde el momento en que viste a María, En cuanto ella abrió la boca y te habló, quedaste flechado, y lo sabes. Y ya que te ha llegado lo que nunca creíste que te podría llegar, porque no creías que existiera, no hay motivos para que trates de negarlo, ya que sabes que es una cosa real y que está contigo desde el instante en que ella salió de la cueva, llevando la cacerola de hierro. Te flechó entonces, y lo sabes, de manera que ¿por qué mentir? Te sentiste extraño interiormente cada vez que la mirabas y cada vez que ella te miraba a ti. Entonces ¿por qué no reconocerlo? Bueno, está bien; lo reconozco. En cuanto a Pilar, que te la ha puesto en los brazos, todo lo que ha hecho ha sido conducirse como una mujer inteligente. Hasta entonces había cuidado muy bien de la muchacha, y por eso vio rápidamente, en el momento en que la chica volvió a entrar en la cueva con la comida, lo que había sucedido.
»Lo único que hizo ella fue facilitar las cosas. Hizo las cosas más fáciles para que sucediera lo que sucedió anoche y esta tarde. La condenada es mucho más civilizada que tú, conoce el valor del tiempo. Sí -se dijo-, creo que debimos admitir que tiene una idea muy clara del valor del tiempo. Aceptó la derrota porque no quería que otros perdiesen lo que ella tuvo que perder. Después de eso, la idea de reconocer que lo había perdido todo resultó demasiado dura de encajar. Y sabiendo todo eso, afrontó la situación allá arriba, en el monte, y sospecho que nosotros no hemos hecho nada porque las cosas fueran más fáciles para ella. Bueno eso es lo que pasa y lo que te ha pasado, y harías muy bien en reconocerlo, y ya no tendrás dos noches enteras para pasarlas con ella. No tendrás una vida por delante ni una vida en común ni todo eso que la gente considera normal que se tenga; no tendrás nada de eso. Una noche, que ya ha pasado un momento, esta tarde, y una noche que está por venir; que quizá llegue. Eso es todo, señor.
»No tendrás nada de eso, ni felicidad, ni placer, ni niños, ni casa, ni cuarto de baño, ni pijama limpio, ni periódico por la mañana, ni despertarse juntos, ni despertar y saber que ella está allí y que uno no está solo. No. Nada de eso. Pero ya que es eso todo lo que la vida nos concede, entre todas las cosas que uno hubiese querido tener, ¿por qué no había de ser posible pasar siquiera una noche en una buena cama, con sábanas limpias?
»Pero pides lo imposible. Pides la misma imposibilidad. Por lo tanto, si quieres a esa muchacha, como dices, lo mejor que puedes hacer es quererla mucho y ganar en intensidad lo que pierdes en duración y continuidad. ¿Lo comprendes? En otros tiempos, la gente consagraba a esto toda una vida. Y ahora que tú lo has encontrado, si tienes dos noches para ello, te pones a preguntarte de dónde te viene tanta suerte. Dos noches. Dos noches para querer, honrar y estimar. Para lo mejor y para lo peor. En la enfermedad y en la muerte. No, no es así: en la enfermedad y en la salud. Hasta que la muerte nos separe. Dos noches. Es más de lo que podía esperarse. Más de lo que podía esperarse, y deja ahora de pensar en esas cosas. Deja de pensar ahora mismo. No es bueno.
No hagas nada que no sea bueno para ti. Y esto no es bueno, con seguridad.»
Era de eso de lo que Golz hablaba. Cuanto más tiempo pasaba, más inteligente le parecía Golz. De modo que era a eso a lo que se refería cuando hablaba de la compensación de un servicio irregular. Golz había conocido todo aquello. ¿Y era la precipitación, la falta de tiempo y las circunstancias especialísimas lo que provocaba todo aquello? ¿Era algo que le sucedía a todo el mundo en circunstancias parecidas? ¿Y creía él que era algo especial porque le sucedía a él? Golz había dormido acá y allá, precipitadamente, cuando mandaba la caballería irregular del Ejército Rojo, y la combinación de aquellas circunstancias y todo lo demás, ¿le hizo encontrar en las mujeres todo lo que encontraba él en María?
Probablemente Golz conocía todo aquello también y deseaba hacerle notar que era preciso vivir toda una vida en las dos noches que a uno se le dan para vivir; cuando se vive como vivimos ahora hay que concentrar todas las cosas que tenían que haber sido en el corto espacio de tiempo de que uno puede disponer.
Como teoría, era buena. Pero no pensaba que María hubiera sido hecha por las circunstancias. A menos, claro, que no fuera una reacción de las condiciones de vida en que ella tuvo que vivir como le estaba sucediendo a él. Y ciertamente, las circunstancias en que él había tenido que vivir no fueron buenas. No, nada buenas.
Pues bien, si las cosas eran así, sencillamente, eran así como eran. Pero no había ley que le obligase a decir que le gustaba la cosa.
«Nunca hubiera creído que podía sentir lo que he sentido -pensó-. Ni que pudiera ocurrirme esto. Querría que me durase toda la vida. Ya lo tendrás, dijo su otro yo. Ya lo tendrás. Lo tienes ahora, y ese ahora es toda tu vida. No existe nada más que el momento presente. No existen ni el ayer ni el mañana. ¿A qué edad tienes que llegar para poder comprenderlo? No cuentas más que con dos días. Bueno, dos días es toda tu vida, y todo lo que pase estará en proporción. Esa es la manera de vivir toda una vida en dos días. Y si dejas de lamentarte y de pedir lo imposible, será una vida buena. Una vida buena no se mide con edades bíblicas. De manera que no te inquietes; acepta lo que se te da, haz tu trabajo y tendrás una larga vida muy dichosa. ¿Acaso no ha sido dichosa tu vida en estos últimos tiempos? Entonces, ¿de qué te quejas? Eso es lo que ocurre en esta clase de trabajos.»
Y la idea le gustó mucho. No es tanto por lo que se aprende sino por la gente que uno se encuentra. Y al llegar a este punto se sintió contento porque era otra vez capaz de bromear, y volvió a acordarse de la muchacha.
- Te quiero, conejito -dijo a la chica-. ¿Qué era lo que decías?
- Decía -contestó ella- que no tienes que preocuparte de tu trabajo, porque yo no quiero molestarte ni estorbarte. Si puedo hacer algo, me lo dices.
- No hay nada que hacer. Es una cosa muy sencilla.
- Pilar me enseñará todo lo que tengo que hacer para cuidar a un hombre, y eso será lo que yo haga -dijo María-; y mientras vaya aprendiendo, encontraré otras cosas yo sola que pueda hacer y tú me dirás lo demás.
- No hay nada que hacer.
- ¡Sí, hombre! Claro que hay cosas que hacer. Tu saco de dormir por ejemplo hubiera debido sacudirlo esta mañana y airearlo, colgándolo al sol en alguna parte, y luego, antes que caiga el rocío, ponerlo a resguardo.
- Sigue, conejito.
- Tus calcetines habría que lavarlos y tenderlos a secar. Me ocuparé de que tengas siempre dos pares.
- ¿Quemas?
- Si me enseñas cómo tengo que hacerlo, limpiaré y engrasaré tu pistola.
- Dame un beso -dijo Robert Jordan.
- No, estoy hablando en serio. ¿Me enseñarás a limpiar tu pistola? Pilar tiene trapos y aceite. Y hay una baqueta en la cueva que creo que irá bien.
- Desde luego que te enseñaré.
- Y además, puedes enseñarme a disparar, y así cualquiera de los dos puede matar al otro y suicidarse después, si uno de los dos cae herido y no queremos que nos hagan prisioneros.
- Muy interesante -dijo Robert Jordan-; ¿tienes muchas ideas de ese estilo?
- No muchas -dijo María-, pero ésta es una buena idea. Pilar me ha dado esto y me ha dicho cómo utilizarlo. -Abrió el bolsillo de pecho de la camisa y sacó un estuche de cuero como los de los peines de bolsillo; luego quitó una goma que lo cerraba por ambos lados y sacó una cuchilla de afeitar-. Llevo siempre esto conmigo. Pilar dice que hay que cortar por aquí, debajo de la oreja y seguir hasta aquí -dijo. Mostró la trayectoria con el dedo-. Dice que aquí hay una gran arteria y que, apoyando bien la hoja, no se puede fallar. Dice también que no hace daño y que basta con apretar fuerte detrás de la oreja y tirar para abajo. Dice que no es nada, pero que no hay nada que hacer una vez que se corta.
- Es verdad -dijo Robert Jordan-. Esa es la carótida. «De manera -pensó- que lleva eso siempre encima como una contingencia prevista y aceptada.»
- A mí me gustaría más que me matases tú -dijo María-. Prométeme que si llega la ocasión me matarás.
- Claro que sí -dijo Robert Jordan-; te lo prometo.
- Muchas gracias -dijo María-. Ya sé que no es fácil.
- No importa -dijo Robert Jordan.
«Te olvidas de todas esas cosas; te olvidas de las bellezas de la guerra civil cuando te pones a pensar demasiado en tu trabajo. Te habías olvidado de esto. Bueno, es natural. Kashkin no pudo olvidarlo y fue lo que estropeó su trabajo. ¿O crees que el chico tuvo algún presentimiento? Es curioso, pero no experimenté ninguna emoción al matar a Kashkin. Pensaba que algún día acabaría sintiéndola. Pero hasta ahora no había sentido nada.»
- Hay otras cosas que puedo hacer por ti -dijo María, que andaba muy cerca de él, hablando de una manera muy seria y femenina.
- ¿Aparte de matarme?
- Sí, podría liarte los cigarrillos cuando no tengas paquetes. Pilar me ha enseñado a liarlos muy bien, apretados y sin desperdiciar tabaco.
- Estupendo -dijo Robert Jordan-. ¿Les pasas, además, la lengua?
- Sí -dijo la muchacha-, y cuando estés herido podré cuidarte, vendar tu herida, lavarte y darte de comer.
- Quizá no llegue a estar herido -dijo Robert Jordan.
- Entonces, cuando estés enfermo podré cuidar de ti y hacerte sopitas y limpiarte y hacer todo lo que te haga falta. Y puedo leerte también.
- Quizá no llegue a ponerme enfermo.
- Entonces te llevaré el café por la mañana, cuando te despiertes.
- A lo mejor no me gusta el café -dijo Robert Jordan.
- Pues claro que te gusta -dijo la muchacha alegremente-. Esta mañana has tomado dos tazas.
- Suponte que me canso del café, que no hay necesidad de matarme ni de vendarme, que no me pongo enfermo, que dejo de fumar, que tengo sólo un par de calcetines y que cuelgo yo mismo mi saco para que se airee. ¿Qué harás entonces, conejito? -preguntó dándole golpecitos cariñosos en la espalda-. ¿Qué harás?
- Entonces puedo pedirle las tijeras a Pilar y cortarte el pelo.
- No me gusta que me corten el pelo.
- Tampoco a mí -dijo María-. Y me gusta el pelo como lo llevas. Bueno, pues si no hay nada que hacer por ti, me sentaré a tu lado, te miraré y por la noche haremos el amor.
- Bueno -dijo Robert Jordan-; ese último proyecto es muy sensato.
- A mí también me lo parece -dijo María, sonriendo-, inglés.
- No me llamo inglés; mi nombre es Roberto.
- Bueno, pero yo te llamo inglés como te llama Pilar.
- Pero me llamo Roberto.
- No -insistió firmemente ella-. Te llamas inglés; hoy, te llamas inglés. Y dime, inglés, ¿puedo ayudarte en tu trabajo?
- No, lo que tengo que hacer tengo que hacerlo yo solo y con la cabeza muy despejada.
- Bueno -preguntó ella-. ¿Y cuándo terminas?
- Esta noche, si tengo suerte.
- Bien.
Delante de ellos se extendía la enorme porción boscosa que los separaba del campamento.
- ¿Qué es eso? -preguntó Robert Jordan, señalando con la mano.
- Es Pilar -contestó la muchacha, mirando hacia donde él señalaba-. Seguro que es Pilar.
En el extremo inferior del prado, donde comenzaban a crecer los primeros árboles, había una mujer sentada, con la cabeza apoyada en los brazos. Parecía un bulto entre los árboles, un bulto negro entre los árboles de un gris más claro.
- Vamos -dijo Jordan; y empezó a correr hacia ella entre la maleza, que le llegaba a la altura de la rodilla. Era difícil avanzar, y después de haber recorrido un trecho, retrasó el paso y se fue acercando más despacio. Vio que la mujer tenía apoyada la cabeza en los brazos y los brazos sobre el regazo y parecía un bulto inmenso y oscuro, apoyado junto al tronco del árbol. Se acercó a ella y dijo: «Pilar» en voz alta.
La mujer levantó la cabeza y se quedó mirándole.
- ¡Oh! -dijo-. ¿Habéis terminado?
- ¿Estás mala? -preguntó Jordan, tuteándola de repente e inclinándose hacia ella.
- ¡Qué va! -contestó-. Me quedé dormida.
- Pilar -dijo María, que llegaba corriendo, arrodillándose junto a ella-. ¿Cómo estás? ¿Te encuentras bien?
- Me encuentro estupendamente -dijo Pilar, sin moverse. Los miró con fijeza a los dos-. Bueno, inglés -añadió-, ¿has hecho cosas que merezcan la pena?
- ¿Se encuentra usted bien? -insistió Robert Jordan, haciendo caso omiso de su pregunta.
- ¿Cómo no? Me quedé dormida. ¿Habéis dormido vosotros?
- No.
- Bueno -dijo Pilar a la muchacha-. Parece que la cosa te sienta bien.
María se sonrojó y no dijo nada.
- Déjala en paz -dijo Robert Jordan.
- Nadie te ha hablado a ti -contestó Pilar-. María -insistió, y su voz se había hecho dura. La muchacha no se atrevió a mirarla-. María -insistió la mujer-, parece que te sienta bien.
- Déjela en paz -dijo Jordan.
- Cállate tú -dijo Pilar, sin molestarse en mirarle-. Escucha, María, dime solamente una cosa.
- No -dijo María, y negó con la cabeza.
- María -dijo Pilar, y su voz se había hecho tan dura como su rostro y su rostro se había vuelto enormemente duro-. Dime una cosa por tu propia voluntad.
La muchacha volvió a negarse con la cabeza.
«Si no tuviese que trabajar con esta mujer -pensó Robert Jordan- y con el borracho de su marido y su condenada banda, acabaría con ella a bofetadas.»
- Vamos, dímelo -rogó Pilar a la muchacha.
- No -dijo María-. No.
- Déjela en paz -volvió a decir Robert, con una voz que no parecía la suya. «De todas maneras voy a abofetearla, y al diablo con todo.»
Pilar no se molestó siquiera en contestarle. No era como la serpiente hipnotizando al pajarillo o como el gato. No había nada en ella de afán de rapiña. Ni tampoco nada de perversión. Era como un desplegarse de algo que ha estado enroscado demasiado tiempo, como cuando se despliega una cobra. Robert Jordan podía ver cómo se producía; podía sentir la amenaza de aquel despliegue. De un despliegue que no era, sin embargo, un deseo de dominio, que no era maldad; sino sencillamente curiosidad. «Preferiría no presenciar esto -pensó Robert Jordan-; pero, de todas formas, no es asunto como para acabar con él a bofetadas.»
- María -dijo Pilar-, no voy a obligarte por la fuerza. Dímelo por tu propia voluntad.
La chica negó con la cabeza.
.-María -insistió Pilar-, dímelo por tu propia voluntad. ¿Me has oído? Dime algo, cualquier cosa.
- No -dijo la chica con voz ahogada-. No, y no.
- Vamos, cuéntamelo. Cuéntame algo, lo que sea. Vamos, habla. Ya verás. Ahora vas a contármelo.
- La tierra se movió -dijo María, sin mirarla-. De verdad; es algo que no te puedo explicar.
- ¡Ah! -exclamó Pilar, y su voz era ahora cálida y afectuosa, y no había nada forzado en ella.
Pero Robert Jordan vio que en la frente y en los labios había pequeñas gotas de sudor-. De manera que fue eso. Fue eso.
- Es verdad -dijo María, mordiéndose los labios.
- Pues claro que es verdad -dijo Pilar cariñosamente-. Pero no se lo digas ni a tu propia familia; nunca te creerán. ¿No tienes sangre calé, inglés?
Se puso en pie, ayudada por Robert Jordan.
- No -contestó Jordan-; al menos, que yo sepa.
- Ni María tampoco, al menos que ella sepa -dijo Pilar-. Pues es muy raro; muy raro.
- Pero sucedió -dijo María.
- ¿Cómo que no, hija? -preguntó Pilar-. Claro que ocurrió. Cuando yo era joven, la tierra se movía tanto que podía sentir hasta cómo se escurría por el espacio y temía que se me escapara de debajo. Ocurría todas las noches.
- Mientes -dijo María.
- Sí, miento -dijo Pilar-; nunca se mueve más de tres veces en la vida. Pero ¿de veras se movió?
- Sí -repuso la muchacha-; de veras.
- ¿Y para ti también, inglés? -preguntó Pilar, mirando a Robert Jordan-. No mientas.
- Sí -contestó él-. De veras.
- Bueno -dijo Pilar-. Bueno. Esto es algo.
- ¿Qué quieres decir con eso de las tres veces? -preguntó María-. ¿Por qué has dicho eso?
- Tres veces -repitió Pilar-; y ahora ya has tenido una.
- ¿Sólo tres veces?
- Para la mayoría de la gente, ni una -dijo Pilar-. ¿Estás segura de que se movió?
- Tanto, que una podía haberse caído -contestó María.
- Entonces debe de haberse movido -dijo Pilar-. Vamos al campamento.
- Pero ¿qué es esa tontería de las tres veces? -preguntó Robert Jordan a la mujerona, mientras iban andando juntos por entre los pinos.
- ¿Tonterías? -preguntó ella, mirándole de reojo-. No me hables de tonterías, inglesito.
- ¿Es una brujería como lo de las palmas de las manos?
- No, es algo muy conocido y comprobado entre los gitanos.
- Pero nosotros no somos gitanos.
- No, pero habéis tenido suerte. Los que no son gitanos a veces tienen suerte.
- ¿Crees de veras en eso de las tres veces?
Ella le miró con expresión rara y le dijo:
- Déjame en paz, inglés. No me des la lata. Eres demasiado joven para que yo te haga caso.
- Pero, Pilar… -dijo María.
- Cierra el pico -dijo ella-. Ya has disfrutado una vez y el mundo te guarda dos veces más.
- ¿Y usted? -preguntó Robert Jordan.
- Dos -contestó Pilar, y enseñó dos dedos de la mano-. Dos. Y no tendré nunca la tercera.
- ¿Por qué? -preguntó María.
- Calla la boca -dijo Pilar-; cállate. Las chicas de tu edad me aburren.
- ¿Por qué no una tercera vez? -insistió Robert Jordan.
- Calla la boca, ¿quieres? -replicó Pilar-. Cállate ya.
«Bueno -se dijo Robert Jordan-, lo único que sé es que ya no voy a tener ninguna más. He conocido montones de gitanos y son todos la mar de extraños. Pero también nosotros somos extraños. La diferencia consiste en que tenemos que ganarnos la vida honradamente. Nadie sabe de qué tribus descendemos ni cuáles son nuestras herencias ni qué misterios poblaban los bosques de las gentes de quienes descendemos. Todo lo que sabemos es que no sabemos nada. No sabemos nada de lo que nos sucede durante la noche, pero cuando sucede durante el día, entonces es como para asombrarse. Sea lo que sea, el hecho es que ha ocurrido, y ahora, no solamente ha hecho esta mujer a la muchacha decirle lo que no quería decirle, sino que, además, se ha apoderado de ello y lo ha hecho suyo. Ha hecho de ello asunto de gitanos. Creí que había recibido lo suyo cuando estábamos en el monte, pero ya está de nuevo haciéndose la dueña de todo. Si hubiera sido por maldad, era como para haberla matado a tiros. Pero no es maldad. Es sólo un deseo de mantener su dominio sobre la vida. Y de mantenerlo a través de María. Cuando salgas de esta guerra puedes ponerte a estudiar a las mujeres. Podrías empezar por Pilar. Nos ha fabricado un día bastante complicado, si quieres que te dé mi opinión. Hasta ahora no había traído a cuento sus historias gitanas. Salvo lo de la mano, quizá. Sí, naturalmente, salvo lo de la mano. Y no creo que en lo que se refiere a la mano, estuviera fingiendo. No quiso decirme lo que vio en mi mano. Viera lo que viese, creyó en ello. Pero eso no prueba nada.»
- Oye, Pilar -dijo a la mujerona.
Pilar le miró y sonrió.
- ¿Qué te pasa? -preguntó.
- No seas misteriosa. Los misterios me aburren mucho.
- ¿Seguro? -preguntó Pilar.
- No creo en ogros, en los que dicen la buenaventura ni en toda esa brujería gitana de tres al cuarto.
- ¡Vaya! -dijo Pilar.
- Así es, y haga usted el favor de dejar a la chica tranquila.
- Dejaré a tu chica tranquila.
- Y haga el favor de acabar con esos misterios -dijo Robert Jordan-; ya tenemos bastantes complicaciones para estar hasta satisfechos, sin complicarnos más con tonterías. Menos misterios y más mano a la obra.
- De acuerdo -dijo Pilar, asintiendo con la cabeza-. Pero escucha, inglés -prosiguió, sonriendo-. ¿Se movió la tierra, sí o no?
- Se movió. Maldita seas. Se movió.
Pilar rompió a reír; se detuvo, se quedó mirando a Robert Jordan y volvió a reír con todas sus ganas.
- ¡Ay, inglés, inglés! -dijo, riendo-. Eres muy cómico. Tendrás que trabajar mucho en adelante para recuperar tu dignidad.
«Vete al diablo», pensó Robert Jordan. Pero no dijo nada. Mientras hablaban, el sol se había nublado y al mirar atrás, hacia las montañas, vio que el cielo se había puesto sucio y gris.
- Sí -dijo Pilar, mirando también al cielo-. Va a nevar.
- ¿Nevar? -preguntó él-. Si estamos en junio.
- ¿Por qué no? Los montes no saben los nombres de los meses. Estamos en la luna de mayo.
- No puede nevar -dijo Jordan-. No puede nevar.
- Pues, quieras o no quieras, inglés -dijo ella-, nevará.
Robert Jordan miró al cielo plomizo y al sol que desaparecía, de un color amarillo pálido. Según miraba, el sol se ocultó por completo y el cielo se volvió de un gris uniforme, plomizo y dulce que perfilaba las cimas de las montañas.
- Así es -dijo-; creo que tiene usted razón.
Capítulo catorce
Al tiempo en que llegaban al campamento empezó a nevar, y los copos caían diagonalmente entre los pinos. Descendían sesgados entre los árboles, escasos al principio, más abundantes luego y describiendo círculos, cuando el viento frío empezó a soplar de las montañas, a torbellinos y espesos. Robert Jordan, furioso, se detuvo ante la boca de la cueva, para contemplarlos.
- Vamos a tener mucha nieve -dijo Pablo. Tenía la voz ronca y los ojos encarnados y turbios. -¿Ha vuelto el gitano? -preguntó Robert Jordan. -No -contestó Pablo-; no han vuelto ni él ni el viejo. -¿Quieres venir conmigo al puesto de arriba, al que está en la carretera?
- No -dijo Pablo-; no quiero tomar parte en nada de esto.
- Bueno, entonces iré solo.
- Con esta tormenta puede que no lo encuentres -dijo Pablo-; yo, en tu lugar, no iría.
- No hay más que bajar por la carretera y luego seguirla cuesta arriba.
- Puede que lo encuentres; pero tus dos centinelas van a subir con esta nieve y te cruzarás con ellos sin verlos. -El viejo me aguardará.
- ¡Qué va! Volverá a casa con esta nieve. -Pablo miró la que caía rápidamente frente a la entrada de la cueva, y dijo:- No te gusta la nieve, ¿eh, inglés?
Robert Jordan soltó un juramento; Pablo le miró con sus turbios ojos y se echó a reír.
- Con esto, tu ofensiva se va a pique, inglés -dijo-. Vamos, entra en la cueva, que tu gente volverá en seguida.
En la cueva, María se ocupaba del fuego y Pilar de la cocina. El fuego humeaba y la muchacha lo iba atizando con un palo, soplando luego con un papel doblado; hubo de repente una llamarada intensa y después el viento tiró del humo hacia arriba, por el agujero del techo.
- ¡Qué manera de nevar! -exclamó Robert Jordan-. ¿Crees que va a caer mucha?
- Mucha -dijo Pablo, con satisfacción. Luego se dirigió a Pilar-: Tú, mujer, ¿no te gusta la nieve? Ahora que mandas tú, ¿no te gusta esta nieve?
- ¿Y a mí qué? -dijo Pilar, sin volverse-. Si nieva, que nieve.
- Echa un trago, inglés -dijo Pablo-. Yo he estado bebiendo todo el día esperando que nevara.
- Dame un jarro -dijo Robert Jordan.
- Por la nieve -dijo Pablo, brindando con él.
Robert Jordan le miró fijamente y chocó los jarros. «Tú, asesino legañoso -pensó-, quisiera romperte el jarro entre los dientes. Vamos, cálmate, tómalo con calma.»
- Es muy bonita la nieve -dijo Pablo-; pero no vas a poder dormir fuera con tanta como cae.
«Ah, eso es lo que piensas -se dijo Robert Jordan-. Eso es lo que te tiene preocupado, ¿no, Pablo?»
- ¿No? -dijo cortésmente en voz alta.
- No; hace mucho frío -dijo Pablo- y mucha humedad.
«Lo que tú no sabes -pensó Robert Jordan- es por qué esos viejos edredones, lo que se llama un saco de noche, cuestan sesenta y cinco dólares. Quisiera que me dieses un dólar por cada vez que he dormido en la nieve, guapo.»
- Entonces -volvió a preguntar en voz alta, cortésmente- ¿tendré que dormir aquí?
- Claro.
- Gracias -dijo Robert Jordan-; pero prefiero dormir fuera.
- ¿En la nieve?
- Claro. -«Al diablo tus ojos sanguinolentos de puerco y tu cara de puerco con pelos de puerco», pensó y luego dijo en voz alta:- En la nieve. -«En esa condenada desastrosa y destructora nieve.»
Se acercó a María que acababa de echar al fuego otra brazada de pino.
- Es muy bonita la nieve -dijo a la muchacha.
- Pero es mala para tu trabajo, ¿no es así? -preguntó ella-. ¿Estás preocupado?
- ¡Qué va! -dijo él-. No vale de nada el preocuparse. ¿Cuándo estará lista la cena?
- Supongo que tienes apetito -dijo Pilar-. ¿Quieres un trozo de queso, mientras aguardas?
- Gracias -dijo Jordan. Y Pilar le cortó un trozo de queso de la enorme pieza que colgaba de un cordel, del techo. Se quedó parado allí comiéndoselo. El queso sabía demasiado a cabra, para su gusto.
- María -dijo Pablo, sin moverse de la mesa.
- ¿Qué? -preguntó la chica.
- Limpia la mesa, María -dijo Pablo, con una sonrisa maliciosa.
- Límpiate las babas antes -dijo Pilar-. Límpiate antes la barbilla y la camisa y después se limpiará la mesa.
- María -llamó Pablo.
- No le hagas caso; está borracho -dijo Pilar.
- María -llamó Pablo-, sigue nevando y es muy bonita la nieve.
«No saben lo que es ese saco de dormir -pensó Robert Jordan-. Este ojos de puerco no sabe que he pagado sesenta y cinco dólares por ese saco en Woods. En cuanto vuelva el gitano iré a buscar al viejo. Debería ir ahora, pero es posible que me cruce con ellos. No sé dónde está de guardia el gitano.»
- ¿Quieres que hagamos bolas de nieve? -dijo a Pablo-. ¿Quieres que organicemos una batalla con bolas de nieve?
- ¿Qué dices? -preguntó Pablo-, ¿qué me propones?
- Nada -contestó Robert Jordan-. ¿Están los caballos bien guarecidos?
- Sí.
- Entonces -preguntó en inglés-, ¿vas a dejar a los caballos que echen raíces? ¿O vas a soltarlos para que se busquen ellos mismos el alimento, escarbando?
- ¿Qué dices? -preguntó Pablo.
- Nada. Es asunto tuyo, hombre. Yo voy a salir de aquí a pie de todas maneras.
- ¿Por qué hablas en inglés? -preguntó Pablo.
- No lo sé -contestó Robert Jordan-; algunas veces, cuando estoy cansado, hablo en inglés. O cuando estoy disgustado. O aburrido, digamos. Defraudado. Cuando me encuentro muy defraudado hablo en inglés para oír cómo suena. Es un sonido tranquilizador. Debieras intentarlo uno de estos días.
- ¿Qué es lo que dices, inglés? -preguntó Pilar-. Eso tiene que ser muy interesante, pero no lo entiendo.
- Nothing -dijo Robert-; he dicho nada en inglés.
- Bueno, pues ahora, habla en español -dijo Pilar-; es más fácil y más claro.
- Por supuesto -dijo Robert Jordan. «Pero -pensó-: ¡Oh, Pablo! ¡Oh, Pilar! ¡Oh, María! ¡Oh, vosotros, los dos hermanos que estáis en el rincón y cuyo nombre he olvidado; pero de cuya presencia tengo que acordarme! En algunos momentos me encuentro realmente harto. De todo esto, de vosotros, de mí, de la guerra; y ¿por qué, por si fuera poco, tenía que nevar ahora? Todo esto es demasiada porquería. Bueno, no; no lo es. Nada es demasiado. Hay que tomar las cosas como son y salir como se pueda; y ahora deja de hacer la prima donna y acepta el hecho de que está nevando, como lo has hecho hace un momento y vete a saber qué pasa con el gitano y vete a recoger a tu viejo. ¡Mira que nevar! En este mes. Bueno, basta; deja eso. Deja eso y toma las cosas como vienen. Lo de la copa. Eso de la copa. ¿Qué era aquello de la copa? Haría mejor en ejercitar la memoria o no tratar de citar ninguna cosa, porque cuando hay algo que se escapa queda en la memoria como un colgajo y no hay manera de quitárselo de encima. ¿Cómo era aquello de la copa?»
- Dame un trago de vino, por favor -dijo en español. Y luego: No deja de nevar, ¿eh? -dirigiéndose a Pablo-. Mucha nieve.
El borracho levantó la vista hacia él y sonrió. Movió la cabeza a uno y otro lado y volvió a sonreír.
- Ni ofensiva, ni aviones, ni puente. Nada más que nieve -dijo.
- ¿Crees que durará mucho? -preguntó Robert Jordan, sentándose a su lado-. ¿Crees que va a estar nevando todo el verano, Pablo?
- Todo el verano, no -dijo Pablo-; esta noche y mañana, sí.
- ¿Por qué lo supones así?
- Hay dos clases de tormentas -dijo Pablo, sentenciosamente-; unas vienen de los Pirineos. Esas traen mucho frío. Pero ahora la estación está demasiado adelantada.
- Bueno -dijo Robert Jordan-; algo es algo.
- Esta tormenta viene del Cantábrico -dijo Pablo-; viene del mar. Con el viento en esa dirección, será una gran tormenta con mucha nieve.
- ¿En dónde has aprendido todo eso, veterano? -preguntó Robert Jordan.
Ya que su rabia se había disipado se encontraba excitado placenteramente con la tormenta, como le sucedía siempre con las tormentas. En una nevada, un temporal, un aguacero tropical o una tormenta de verano con muchos truenos en las montañas hallaba siempre una excitación que no se parecía a nada. Era como la excitación de la batalla, pero más limpia. En las batallas sopla un viento que es un viento caliente que reseca la boca, un viento que sopla de manera angustiosa, un viento caliente y sucio, un viento que se levanta o amaina según la suerte del día. Conocía muy bien esa clase de viento.
Pero una tormenta de nieve era justamente todo lo contrario. En las tormentas de nieve es posible acercarse a los animales salvajes sin que os teman. Los animales vagan por el campo sin saber dónde están y a veces le había ocurrido encontrarse un ciervo en el mismo umbral de su casa. En una tempestad de nieve se puede llegar galopando hasta un gamo, y el gamo toma a vuestro caballo por otro gamo y se pone a trotar a su encuentro. En una tempestad de nieve puede el viento soplar en ráfagas, pero sopla una pureza blanca y el aire está lleno de corrientes de blancura, todo queda transfigurado, y cuando el viento cesa, entonces es la paz.
Aquella tormenta era una gran tormenta y convenía gozar de ella. La tormenta deshacía todos sus planes; pero, al menos, podía disfrutarla.
- He sido arriero durante muchos años -dijo Pablo-• llevábamos las mercancías a través de las montañas en grandes carros, antes que hubiese camiones. En ese trabajo se aprende a conocer el tiempo.
- ¿Y cómo entraste en el Movimiento? -He sido siempre de izquierdas -dijo Pablo-; teníamos muchas relaciones con las gentes de Asturias, que son muy avanzadas en política. Yo he sido siempre republicano. -¿Pero ¿qué hacías antes del Movimiento? -Por entonces trabajaba con un tratante de caballos en Zaragoza. Ese tratante proporcionaba los caballos para las corridas de toros y para las remontas del ejército. Fue entonces cuando conocí a Pilar que, como te he dicho, estaba entonces con el torero Finito, de Valencia.
Estas últimas palabras las dijo con evidente complacencia.
- No era gran cosa como torero -comentó uno de los dos hermanos que estaban sentados a la mesa, mirando de reojo a Pilar, que estaba de espaldas a ellos delante del fogón.
- ¿No? -dijo Pilar, volviéndose y mirándole retadoramente-. ¿No valía gran cosa como torero?
Parada allí, en aquella cueva, junto al fogón, volvía a verlo moreno y chico, con el rostro bien dibujado, los ojos tristes, las mejillas flacas y los cabellos negros y rizados pegados a la frente por el sudor, en la parte en que la apretada montera le marcaba una raya roja, que nadie advertía. Le veía enfrentándose con un toro de cinco años, encarándose con los cuernos que habían lanzado al aire a los caballos -el poderoso cuello manteniendo al caballo en vilo, mientras el picador hundía la pica en aquel cuello, que levantaba en alto al caballo, cada vez más alto, hasta que el animal caía para atrás con estrépito y el jinete iba a darse contra la barrera, y el toro, con las patas delanteras hincadas en el suelo, clavaba con toda la fuerza de su cabeza los cuernos más y más en las entrañas del caballo, buscando el último aliento de vida que quedase en él. Veía a Finito, aquel torero que no valía gran cosa, parado frente al toro o girando suavemente para acercársele de costado. Le veía nítidamente, mientras arrollaba el pesado paño de franela en torno al estoque. Y veía el paño, que colgaba pesadamente, por la sangre que lo había ido empapando en los pases, cuando pasaba de la cabeza al rabo, y veía el brillo húmedo, titilante de la cruz y el lomo, mientras el toro levantaba a lo alto la cabeza, haciendo entrechocar las banderillas. Veía a Finito colocarse de perfil, a cinco pasos de la cabeza del toro, inmóvil y macizo, levantar lentamente la espada, hasta que la punta se hallaba al nivel de su hombro, y luego inclinar la espada, apuntando hacia un lugar que no podía ver, porque la cabeza del toro quedaba más alta que su mirada. Hacía bajar la cabeza del toro con las ligeras sacudidas que su brazo izquierdo imprimía al paño húmedo y pesado, y retrocedía ligeramente sobre los talones y miraba a lo largo del filo, perfilándose delante de los quebrados cuernos; el pecho del toro se movía agitadamente y sus ojos estaban fijos en la muleta.
Le veía claramente e incluso oía su voz clara y un poco infantil cuando Finito volvía la cabeza, miraba hacia la gente colocada en la primera fila, encima de la barrera pintada de rojo y decía: «Vamos a ver si podemos matarle así.»
Oía su voz y veía al torero adelantarse, después de haber hecho un ligero movimiento con las rodillas, y le veía meterse entre los cuernos, que se agachaban ahora mágicamente al seguir el hocico del animal el paño que barría el suelo, y veía la flaca muñeca morena, que yendo firmemente más allá de los cuernos, enterraba la espada en la polvorienta cruz.
Veía ahora la hoja brillante penetrar lenta y regularmente como si el impulso del bicho tuviera como fin el hundirse el arma más y más, arrancándola de la mano del hombre, y veía el acero deslizarse hacia delante, hasta que los morenos nudillos quedaban sobre el cuero reluciente y el hombre pequeño y atezado, cuyos ojos no se habían apartado nunca del lugar de la estocada, encogía el vientre y se retiraba de los cuernos del toro, echándose a un lado y con la muleta todavía tendida en su mano izquierda levantando la otra mano mientras veía morir al animal.
Le veía parado, con los ojos fijos en el toro, que trataba de aferrarse al suelo, contemplando cómo el toro se tambaleaba como un árbol antes de caer, intentando aferrarse a la tierra con sus pezuñas; y veía la mano del hombrecillo alzándose en una expresión de triunfo. Le veía allí, de pie, sudoroso, profundamente aliviado de que la faena hubiese concluido, aliviado por la muerte del animal y porque no hubiese habido golpe ni varetazo, aliviado de que el toro no le hubiese embestido en el momento en que se apartaba de él; y mientras seguía allí parado, inmóvil, el toro perdía las fuerzas por completo y caía por tierra, muerto, con las cuatro patas al aire, y el hombrecillo moreno se encaminaba hacia la barrera, tan cansado que no podía siquiera sonreír.
Sabía ella perfectamente que a Finito no le hubiera sido posible atravesar la plaza corriendo, aunque su vida hubiese dependido de ello, y le veía encaminarse ahora lentamente hacia la barrera, secarse la boca con una toalla, mirarla y sacudir la cabeza; luego, secarse el rostro y comenzar su paseo triunfal alrededor del ruedo.
Le veía andando lentamente, con esfuerzo y paso cansino alrededor del anillo, sonriendo, saludando con una inclinación y volviendo a sonreír, seguido de su cuadrilla, bajándose, recogiendo los habanos, devolviendo los sombreros; daba vueltas al ruedo sonriendo, con los ojos tristes siempre, para acabar la vuelta delante de Pilar. Ella le miraba entonces con más cuidado y le veía sentado en el estribo de madera de la barrera, con la boca apoyada en una toalla.
Y ahora Pilar veía todo eso mientras estaba allí, junto al fuego:
- Así es que no era un gran torero -dijo-. ¡Con qué clase de gente tengo que pasar la vida!
- Era un torero bueno -dijo Pablo-; pero se veía dificultado por su escasa estatura.
- Y, desde luego, estaba tuberculoso -dijo Primitivo.
- ¿Tuberculoso? -preguntó Pilar-. ¿Quién no hubiera estado tuberculoso después de lo que había pasado él? En este país, en que un pobre no puede esperar ganar nunca dinero, a menos que sea un delincuente, como Juan March.
un torero o un tenor de ópera. ¿Cómo no iba a estar tuberculoso? En un país en que la burguesía come hasta que se hace polvo el estómago y no puede vivir sin bicarbonato y los pobres tienen hambre desde que nacen hasta el día de su muerte, ¿cómo no iba a estar tuberculoso? Si hubieras tenido que viajar de niño debajo de los asientos, en los coches de tercera, para no pagar billete, yendo de una feria a otra para aprender a torear ahí en el suelo, entre el polvo y la suciedad, entre escupitajos frescos y escupitajos secos, ¿no te habrías vuelto tuberculoso cuando las cornadas te hubieran deshojado el pecho? -Claro -dijo Primitivo-; pero yo solamente he dicho que estaba tuberculoso.
- Claro que estaba tuberculoso -dijo Pilar, irguiéndose con el gran cucharón de madera en la mano-. Era pequeñito, tenía voz de niño y mucho miedo a los toros. Nunca he visto un hombre que tuviese más miedo antes de la corrida ni menos miedo cuando estaba en el ruedo. Tú -dijo a Pablo- tienes miedo de morir ahora. Crees que eso tiene importancia. Pues Finito tenía miedo siempre, pero en el ruedo era un león.
- Tenía fama de ser muy valiente -dijo el otro hermano.
- Nunca he conocido un hombre que tuviera tanto miedo -siguió Pilar-. No quería ver en su casa una cabeza de toro. Una vez, en la feria de Valladolid, mató muy bien un toro de Pablo Romero.
- Me acuerdo -dijo el primer hermano-. Estaba yo allí. Era un toro jabonero, con la frente rizada y unos cuernos enormes. Era un toro de más de treinta arrobas. Fue el último toro que mató en Valladolid.
- Justo -dijo Pilar-. Y después, la peña de aficionados que se reunía en el café Colón y que había dado su nombre a la peña, hizo disecar la cabeza del toro y se la ofreció en un banquete íntimo, en el mismo café Colón. Durante la comida, la cabeza del toro estuvo colgada en la pared, cubierta con una tela. Yo asistí al banquete y también algunas mujeres; Pastora, que es más fea que yo; la Niña de los Peines con otras gitanas, y algunas putas de postín. Fue un banquete de poca gente, pero muy animado, y casi se armó una gresca regular al originarse una disputa entre Pastora y una de las putas de más categoría por una cuestión de buenos modales. Yo estaba muy satisfecha, sentada junto a Finito, pero me di cuenta de que Finito no quería mirar a la cabeza del toro, que estaba envuelta en un paño violeta, como las imágenes de los santos en las iglesias durante la Semana Santa del que fue Nuestro Señor.
»Finito no comía mucho, porque, en el momento de entrar a matar en la última corrida del año en Zaragoza, había recibido un varetazo de costado que le tuvo sin conocimiento algún tiempo y desde entonces no podía soportar nada en el estómago; y de cuando en cuando se llevaba el pañuelo a la boca, para escupir un poco de sangre. ¿Qué es lo que estaba diciendo?
- La cabeza del toro -dijo Primitivo-; hablabas de la cabeza del toro disecada.
- Eso es -dijo Pilar-; eso es. Pero tengo que daros algunos detalles, para que os deis cuenta. Finito no era muy alegre, como sabéis. Era más bien triste y jamás le vi reír de nada cuando estábamos solos. Ni siquiera de cosas que eran muy divertidas. Lo tomaba todo muy en serio. Era casi tan serio como Fernando. Pero aquel banquete se lo ofreció un grupo de aficionados que había fundado la Peña Finito y era preciso que se mostrase amable y contento. Así es que durante toda la comida estuvo sonriendo y diciendo cosas amables, y sólo yo veía lo que estaba haciendo con el pañuelo. Llevaba tres pañuelos encima y los llenó los tres antes de decirme en voz baja:
»-Pilar, no puedo aguantar más; creo que tendré que marcharme.
- Como quieras, marchémonos -le dije; porque me daba cuenta de que estaba sufriendo mucho. En aquel momento había muchas risas y bullanga, y el ruido era terrible.
»-No, no podemos irnos -dijo Finito-. Después de todo, es la peña que lleva mi nombre y me siento obligado con ella.
»-Si estás malo, vámonos -dije yo.
»-Déjalo. Me quedaré. Dame un poco de manzanilla.»No me pareció muy sensato que bebiese, ya que no había comido nada y sabía cómo andaba su estómago; pero, evidentemente, no podía soportar por más tiempo el bullicio y la alegría sin tomar algo. Así es que vi cómo bebía rápidamente una botella casi entera de manzanilla. Como había empapado todos los pañuelos, se valía ahora de la servilleta.
El banquete había llegado a una situación de gran entusiasmo, y algunas de las putas que pesaban menos eran llevadas en andas alrededor de la mesa por varios de los miembros de la peña. Convencieron a Pastora para que cantase y El Niño Ricardo tocó la guitarra. Era una cosa de mucha emoción y una ocasión de mucho regocijo para beber con los amigos en medio de gran jolgorio. Nunca he visto en un banquete semejante entusiasmo de verdadero flamenco, y sin embargo no se había descubierto aún la cabeza del toro, que era, al fin y al cabo, el motivo de la celebración del banquete.
»Me divertía de tal forma, estaba de tal modo ocupada tocando palmas para acompañar a Ricardo y tratando de formar un grupo para que tocase palmas acompañando a La Niña de los Peines, que no me di cuenta de que Finito había empapado su servilleta y había cogido la mía. Continuaba bebiendo manzanilla, tenía los ojos brillantes y movía la cabeza con aire de contento mirando a todos. No podía hablar, porque si hablaba temía el tener que echar mano de la servilleta; pero tenía el aspecto de estar divirtiéndose enormemente, cosa que, al fin y a la postre, era lo que debía hacer. Para eso estaba allí.
»Así es que el banquete siguió y el hombre que estaba junto a mí que había sido antiguo empresario de Rafael el Gallo, me estaba contando una historia que terminaba así: "Entonces Rafael vino y me dijo: Tú eres el mejor amigo que tengo en el mundo y el más bueno de todos. Te quiero como a un hermano y quiero hacerte un regalo. Así es que me dio un hermoso alfiler de brillantes, me besó en las dos mejillas y nos sentimos los dos muy conmovidos. Luego, Rafael el Gallo, después de darme el hermoso alfiler de brillantes, salió del café y yo le dije a Retana, que estaba sentado a mi mesa: Ese cochino gitano acaba de firmar un contrato con otro empresario. Pero ¿qué dices?', me preguntó Retana. Hace diez años que soy su empresario y no me ha hecho nunca ningún regalo -dijo el empresario del Gallo-. Esto no puede significar otra cosa. Y era absolutamente cierto. Y así fue cómo el Gallo le dejó.
»Pero entonces Pastora se metió en la conversación, no tanto acaso por defender el buen nombre de Rafael, porque a nadie le he oído hablar tan mal como a ella, sino porque el empresario había hablado mal de los gitanos, al decir "cochino gitano". Y se metió con tanta violencia y con tales palabras, que el empresario tuvo que callarse. Yo me metí también para calmar a Pastora y otra gitana se metió también para calmarme a mí. Había tanto ruido, que nadie podía oír una palabra de lo que se hablaba, salvo la palabra puta, que rugía por encima de todas las demás, hasta que se restableció la calma. Y las tres mujeres que nos habíamos mezclado nos quedamos sentadas, mirando el vaso. Y entonces me di cuenta de que Finito estaba mirando a la cabeza del toro, todavía envuelta en el paño violeta, con el horror reflejado en su mirada.
»Entonces el presidente de la peña comenzó a pronunciar el discurso que había que pronunciar antes de descubrir la cabeza, y durante todo el discurso, que iba acompañado de oles o golpes sobre la mesa, yo estuve mirando a Finito, que se valía, no de su servilleta, sino de la mía y se hundía más y más en el asiento, mirando con horror y como fascinado la cabeza del toro, todavía envuelta en su paño y que estaba en la pared frontera a él.
»Hacia el final del discurso, Finito se puso a mover la cabeza a uno y a otro lado y a echarse cada vez más atrás en su asiento.
»-¿Cómo va eso, chico? -le pregunté; pero, al mirarme, vi que no me reconocía; movía la cabeza a uno y otro lado, diciendo: "No. No. No."
»Entonces el presidente de la peña concluyó su discurso y luego todo el mundo le aplaudió, mientras él, subido en una silla, tiraba de la cuerda para quitar el paño violeta que tapaba la cabeza. Y, lentamente, la cabeza salió a la luz, aunque el paño se enganchó en uno de los cuernos y el hombre tuvo que tirar del trapo y los hermosos cuernos puntiagudos y bien pulimentados aparecieron entonces. Y detrás, el testuz amarillo del toro, con los cuernos negros y afilados, que apuntaban hacia delante con sus puntas blancas como las de un puerco espín y la cabeza del toro era como si estuviese viva. Tenía la testa ensortijada, las ventanas de la nariz dilatadas y sus ojos brillantes miraban fijamente a Finito.
»Todos gritaban y aplaudían, y Finito se echaba más y más hacia atrás en el asiento, hasta que, al darse cuenta de ello, se calló todo el mundo y se quedó mirándole, mientras él seguía diciendo: "No. No", y mirando al toro y retrocediendo cada vez más, hasta que dijo un no muy fuerte y una gran bocanada de sangre le salió por la boca. Y ni siquiera echó entonces mano de la servilleta, de manera que la sangre le chorreaba por la barbilla; y Finito seguía mirando al toro, y diciendo: "Toda la temporada, sí; para hacer dinero, sí; para comer, sí; pero no puedo comer, ¿me entendéis? Tengo el estómago malo. Y ahora que la temporada ha terminado, no, no, no." Miró alrededor de la mesa, miró de nuevo a la cabeza del toro y dijo no una vez más. Y luego dejó caer la cabeza sobre el pecho y, llevándose a los labios la servilleta, se quedó quieto, inmóvil, sin añadir una palabra más. Y el banquete, que había comenzado tan bien y que prometía hacer época en la historia de la alegría, fue un verdadero fracaso.
- ¿Cuánto tardó en morir después de eso? -preguntó Primitivo.
- Murió aquel invierno -dijo Pilar-. Nunca se recobró del último varetazo que recibió en Zaragoza. Esos golpes son peores que una cornada, porque la herida es interna y no se cura. Recibía un golpe así siempre que entraba a matar, y por eso no logró tener nunca más éxito. Le resultaba muy difícil apartarse de los cuernos porque era bajo. Casi siempre le golpeaba el toro con el flanco del cuerno, aunque la mayorí a de las veces no eran más que golpes de refilón.
- Si era tan pequeño, no debería haberse hecho torero -dijo Primitivo.
Pilar miró a Robert Jordan y movió la cabeza. Luego se inclinó sobre la gran marmita de hierro y siguió moviendo la cabeza.
«¡Qué gente ésta! -pensó-. ¡Qué gentes son los españoles! "Y si era tan bajo no debía haberse hecho torero." Yo oigo eso y no digo nada. No me enfurezco, y cuando he acábado de explicarlo, me callo. ¡Qué fácil es hablar de lo que no se entiende! ¡Qué sencillo! Cuando no se sabe nada, se dice: "No valía gran cosa como torero." Otro, que tampoco sabe nada, dice: "Era un tuberculoso." Y un tercero, cuando alguien que sabe se lo ha explicado, comenta: "Si era tan pequeño, no debía haber sido torero."»
Inclinada sobre el fuego, veía ahora la cama, el cuerpo moreno y desnudo con las cicatrices inflamadas en las dos caderas, el rasgón profundo, y ya cicatrizado, en el lado derecho del pecho y la larga línea blanca que le atravesaba todo el costado, hasta las axilas. Le veía con los ojos cerrados y aquella cara morena y solemne y los negros cabellos ensortijados, echados ahora hacia atrás. Ella estaba sentada cerca de la cama, frotándole las piernas, dándole masaje en las pantorrillas, amasando, hasta ablandarlos, los músculos y golpeándolos luego con el puño cerrado, hasta dejarlos sueltos y flexibles.
«-¿Cómo va eso? -le preguntaba-. ¿Cómo van tus piernas, chico?
»-Muy bien, Pilar -contestaba, sin abrir los ojos.
»-¿Quieres que te dé masaje en el pecho?
»-No, Pilar; no me toques ahí, por favor.
»-¿Y en los muslos?
»-No, me hacen mucho daño.
»-Pero si los froto con linimento se calentarán y te dolerán menos.
»-No, Pilar, gracias; prefiero que no me toques ahí.
»-Voy a lavarte con alcohol.
»-Sí, eso sí; pero con mucho cuidado..
- Has estado formidable en el último toro -le decía..
- Sí, le he matado muy bien.»
Luego, después de lavarle y taparle con una sábana, se tumbaba ella junto a él en la cama y él le tendía una mano morena. Y, cogiéndole la mano, le decía: «Eres mucha mujer, Pilar.» Era la única «broma» que se permitía y, generalmente, después de la corrida, se dormía y ella se quedaba allí, acostada, apretando la mano de Finito entre las suyas y oyéndole respirar.
A veces, durmiendo tenía miedo; advertía que su mano se crispaba y veía que el sudor perlaba su frente. Si se despertaba, ella le decía: «No es nada. No es nada.» Y se volvía a dormir. Estuvo con él cinco años, y jamás en todo ese tiempo le engañó, o casi nunca. Y luego, después del entierro, se juntó con Pablo, que era el que llevaba al ruedo los caballos de los picadores y que se parecía a los toros que Finito se había pasado la vida matando. Pero nada duraba; ni la fuerza del toro ni el valor del torero; lo veía en aquellos momentos. ¿Qué era lo que duraba? «Yo duro -pensó-. Sí, duro; pero ¿para qué?»
- María -dijo-, ten cuidado con lo que haces. Es un fuego de cocina lo que estás haciendo. No estás prendiendo fuego a una ciudad.
En aquel momento apareció el gitano en el umbral. Estaba cubierto de nieve y se quedó allí con la carabina en la mano, pateando para quitarse la nieve de los pies.
Robert Jordan se levantó y se acercó a él.
- ¿Qué hay? -dijo al gitano.
- Guardias de seis horas, de dos hombres a la vez en el puente grande -dijo el gitano-. Hay ocho hombres y un cabo en la casilla del peón caminero. Aquí tienes tu cronómetro.
- ¿Y el puesto del aserradero?
- Allí está el viejo. Puede observar el puesto y la carretera al mismo tiempo.
- ¿Y la carretera? -preguntó Robert Jordan.
- El movimiento de siempre -contestó el gitano-. Nada extraordinario. Pasaron varios coches.
El gitano parecía helado, y su atezada cara estaba rígida por el frío y tenía las manos rojas. Sin entrar todavía en la cueva, se quitó su chaqueta y la sacudió. «
- Me quedé hasta que relevaron la guardia -dijo-. La relevaron a mediodía y a las seis. Es una guardia muy larga. Me alegro de no estar en su ejército.
- Vamos ahora a buscar al viejo -dijo Robert Jordan, poniéndose su chaquetón de cuero.
- No seré yo -contestó el gitano-. Ahora me tocan a mí el fuego y la sopa caliente. Le explicaré a alguno de éstos dónde está el viejo, para que te lleve allí. ¡Eh, holgazanes! -gritó a los hombres sentados junto a la mesa-. ¿Quién quiere servir de guía al inglés para ir hasta donde se encuentra el viejo?
- Yo voy -dijo Fernando, levantándose-. Dime dónde está.
- Oye -dijo el gitano-. Está… -Y le explicó dónde estaba apostado el viejo.
Capítulo quince
Anselmo estaba acurrucado al arrimo de un árbol; la nieve le pasaba silbando por los oídos. Se apretaba contra el tronco, metiendo las manos en las mangas de su chaqueta y hundiendo la cabeza entre los hombros todo lo que podía. «Si me quedo aquí mucho tiempo, me helaré -pensaba-, y eso no servirá de nada. El inglés me ha dicho que me quede hasta que me releven, pero cuando me lo dijo no sabía que iba a haber esta tormenta. No ha habido movimiento anormal en la carretera y conozco la disposición y el horario del puesto del aserradero. Debiera volverme ahora al campamento. Cualquier persona con sentido común me diría que debo volver ahora al campamento. Pero voy a esperar un poco, y luego volveré al campamento. Es el inconveniente de las órdenes demasiado rígidas. No se prevé nada para el caso en que cambie la situación.» Se frotó los pies, uno contra otro. Lúego sacó las manos de las mangas de la chaqueta, se echó hacia delante, se frotó las piernas y se dio un pie contra otro para avivar la circulación. Hacía menos frío en aquel sitio al abrigo del viento y al amparo del árbol, pero tendría que ponerse pronto a caminar.
Estando allí acurrucado, frotándose los pies, oyó venir un coche por la carretera. Era un coche que llevaba cadenas, y uno de los anillos estaba suelto y golpeaba contra el suelo. Subía por la carretera cubierta de nieve, pintado de verde y castaño, a manchas irregulares, con las ventanillas pintarrajeadas de azul para ocultar el interior, aunque con un semicírculo transparente que permitía a sus ocupantes ver desde dentro. Era un Rolls Royce, de dos años atrás, un coche de ciudad camuflado para el uso del Estado Mayor. Pero Anselmo no lo sabía. No podía ver en el interior los tres oficiales envueltos en sus capotes. Dos en el asiento del fondo y uno sobre el asiento plegable. Cuando el coche pasó por donde estaba Anselmo, el oficial del asiento plegable miró por el semicírculo abierto en el azul del vidrio. Pero Anselmo no se dio cuenta. Ninguno de los dos vio al otro.
El coche pasó sobre la nieve por debajo del punto exacto en donde se encontraba Anselmo. Anselmo vio al conductor con la cara enrojecida y el casco de acero, que apenas salía del grueso capote en que iba envuelto; vio el cañón de la ametralladora que llevaba el soldado sentado junto al conductor. Luego el coche desapareció y Anselmo, rebuscando en en interior de su chaqueta, sacó del bolsillo de la camisa dos hojitas arrancadas del carnet de Robert Jordan e hizo una señal frente al dibujo que representaba un coche. Era el décimo coche que subía por la carretera aquel día. Seis habían vuelto a bajar. Cuatro estaban arriba todavía. Todo ello no tenía nada de anormal, pero Anselmo no distinguía entre los Ford, los Fiat, los Opel, los Renault y los Citroen del Estado Mayor de la división que guarnecía los puertos y la línea de montañas, y los Rolls Royce, los Lancia, los Mercedes y los Isotta, del Cuartel General. Esa distinción la hubiera hecho Robert Jordan de haber estado en el puesto del viejo, y habría comprendido la significación de los coches que subían. Pero Robert Jordan no estaba allí, y el viejo no podía hacer más que señalar sencillamente en aquella hoja de papel cada coche que subía por la carretera.
Anselmo tenía tanto frío en aquellos momentos, que resolvió regresar al campamento antes que llegara la noche. No tenía miedo de perderse, pero pensaba que era inútil permanecer más tiempo allí. El viento soplaba cada vez más frío y la nieve no menguaba. No obstante, cuando se puso en pie, pateando y mirando a la carretera al través de la capa espesa de copos, no se decidió todavía a ponerse en marcha, sino que se quedó allí apoyado contra la parte más resguardada del tronco del pino, esperando.
«El inglés me ha dicho que me quede aquí -pensaba-. Quizás esté ahora en camino hacia aquí. Si me voy, puede perderse en la nieve mientras me busca. En esta guerra hemos sufrido por falta de disciplina y desobediencia a las órdenes.
Voy a aguardar todavía un rato al inglés. Pero si no llega pronto tendré que irme, a pesar de todas las órdenes, porque tengo que dar un informe inmediatamente y tengo que hacer muchas cosas estos días; y el quedarme aquí helado sería una exageración sin ninguna utilidad.»
Del otro lado de la carretera, en el aserradero, brotaba el humo de la chimenea y Anselmo podía percibir el olor del humo porque se lo llevaba el viento al través de la nieve. «Los fascistas están abrigados -pensó-, y muy a gusto, y mañana por la noche los mataremos. Es una cosa rara y no me gusta pensar en eso. Los he estado observando todo el día; son hombres como nosotros. Creo que podría ir al aserradero, llamar a la puerta y que sería bien recibido; si no fuera porque tienen la orden de pedir los papeles a todos los viajeros. Pero entre ellos y yo no hay más que órdenes. Esos hombres no son fascistas. Los llamo así, pero no lo son. Son pobres gentes como nosotros. No debieran haber combatido jamás contra nosotros, y no me gusta nada la idea de matarlos. Los de ese puesto son gallegos. Lo sé, porque los he oído hablar esta tarde. No pueden desertar porque, entonces, fusilarían a sus familias. Los gallegos son muy inteligentes o muy torpes y brutos. He conocido de las dos clases. Lister es de Galicia, de la misma ciudad que Franco. Me pregunto lo que piensan de la nieve esas gentes de Galicia, ahora, en esta época del año. No tienen montañas tan altas como nosotros. En su tierra está siempre lloviendo y todo está siempre verde.»
Una luz apareció en la ventana del aserradero. Anselmo se estremeció, pensando: «Al diablo el inglés. Ahí están los gallegos, la mar de confortables, en una casa, aquí, en nuestra Sierra y yo me hielo detrás de un árbol; ellos viven a gusto y nosotros vivimos en un agujero de la montaña como bestias del campo. Pero mañana las bestias saldrán de su agujero y los que están tan a gusto en estos momentos morirán tan a gusto en su cama. Como los que murieron la noche en que atacamos Otero.» No le gustaba acordarse de Otero.
En Otero tuvo que matar aquella noche por primera vez y confiaba no tener que matar en la operación que ahora planeaban. Fue en Otero donde Pablo apuñaló al centinela, mientras Anselmo le echaba una manta por encima de la cabeza. El centinela agarró a Anselmo por un pie, envuelto en la manta como estaba, y empezó a dar gritos espantosos. Anselmo tuvo que darle de puñaladas al través de la manta, hasta que el otro soltó el pie y se cayó. Con la rodilla puesta sobre la garganta del hombre para hacerle callar, seguía dando puñaladas al bulto, mientras Pablo arrojaba la bomba por la ventana dentro de la habitación en donde dormían los hombres del puesto de guardia. En el momento de la explosión se hubiera dicho que el mundo entero estallaba en rojo y amarillo ante sus propios ojos; y otras dos bombas fueron lanzadas. Pablo tiró de las espoletas y las arrojó rápidamente por la ventana. Los que no quedaron muertos en su cama, perecieron al levantarse, por la segunda explosión de la bomba. Era la gran época de Pablo; la época en que asolaba la región como un tártaro y ningún puesto fascista estaba seguro por la noche.
«Y ahora está acabado y desinflado, como un verraco castrado -pensó Anselmo-. Cuando se acaba la castración y cesan los alaridos, se arrojan las dos glándulas al suelo y el verraco, que ya no es un verraco, se va hacia ellas hozando y hocicando y se las come. No, todavía no hemos llegado a tanto -pensó Anselmo sonriendo-; quizás estemos pensando demasiado mal, incluso aunque se trate de Pablo. Pero es un bellaco y ha cambiado mucho. Hace demasiado frío. Si, al menos, viniera el inglés… Si al menos no tuviera que matar en ese puesto… Esos cuatro gallegos y el cabo son para quienes gusten de matar. El inglés lo ha dicho. Lo haré, si es ése mi deber; pero el inglés ha dicho que me quedaría con él en el puente y que de eso serían los otros quienes se encargaran. En el puente habrá una batalla, y si soy capaz de aguantar, habré hecho todo lo que puede hacer un viejo en esta guerra. Pero que venga el inglés pronto, porque tengo frío y el ver la luz del aserradero, donde sé que los gallegos están al calor, me da más frío. Querría estar en mi casa y que esta guerra hubiera concluido. Pero ¡si no tengo casa! Hay que ganar esta guerra antes que pueda volver a mi casa.
En el interior del aserradero, uno de los soldados estaba sentado en su cama de campaña, limpiándose las botas. El 232 '•
otro estaba tumbado y dormía. Un tercero guisaba y el cabo leía el periódico. Los cascos estaban colgados de la pared y los fusiles apoyados contra el tabique de madera.
- ¿Qué diablo de país es éste, que nieva cuando estamos casi en junio? -preguntó el soldado que estaba sentado en la cama.
- Es un fenómeno -dijo el cabo.
- Estamos en la luna de mayo -dijo el soldado que hacía la cocina-. La luna de mayo no ha acabado todavía.
- ¿Qué diablos de país es éste donde nieva en mayo? -insistió el soldado sentado en la cama.
- En mayo no es rara la nieve por estas montañas -insistió el cabo-. Aquí, en Castilla, mayo es un mes de mucho calor que puede ser también de mucho frío.
- O de mucha lluvia -dijo el soldado que estaba en la cama-. Este mes de mayo ha estado lloviendo casi todos los días.
- No tanto -dijo el soldado que cocinaba-; y de todas maneras, mayo está en la luna de abril.
- Es como para volverse loco contigo y con tus lunas -dijo el cabo-. Déjanos en paz con tus lunas.
- Todos los que viven cerca del mar o del campo saben que es la luna y no el mes lo que importa -dijo el soldado cocinero-. Ahora, por ejemplo, acaba de comenzar la luna de mayo. Sin embargo, pronto estaremos en junio.
- ¿Por qué no retrasamos de una vez todas las estaciones del año? -dijo el cabo-. Todas esas complicaciones me dan dolor de cabeza.
- Tú eres de la ciudad -dijo el soldado que guisaba-. Tú eres de Lugo. ¿Qué sabes tú del mar o del campo?
- Se aprende más en una ciudad, que vosotros, analfabetos, en el mar o en el campo.
- Con esta luna vienen los primeros bancos de sardinas -dijo el soldado que guisaba-. En esta luna se aparejan los bous y los arenques se van al Norte.
- ¿Por qué no estás tú en la Marina, siendo como eres de Noya? -preguntó el cabo.
- Porque no estoy empadronado en Noya, sino en Negreira, donde nací. Y en Negreira, que está a orillas del río Tambre, te llevan al ejército.
- Vaya una suerte -dijo el cabo.
- No creas que faltan peligros en la Marina -dijo el soldado que estaba en la cama-. Aunque no haya combates, la cosa tiene en invierno sus peligros.
- No hay nada peor que el ejército -dijo el soldado.
- Y lo dices tú, que eres cabo -dijo el soldado que guisaba-. Vaya una manera de hablar.
- No -dijo el cabo-. Hablo de los peligros. Me refiero a que hay que aguantar bombardeos, ataques y, en general, a la vida de las trincheras.
- Aquí no tenemos que sufrir nada de eso -dijo el soldado que estaba sentado en la cama.
- Gracias a Dios -dijo el cabo-. Pero ¿quién sabe lo que va a caernos encima? No vamos a estar siempre tan a gusto.
- ¿Cuánto tiempo te figuras tú que vamos a quedarnos en este chamizo?
- No lo sé -dijo el cabo-; pero me gustaría que durase toda la guerra.
- Seis horas de guardia es demasiado -dijo el soldado que guisaba.
- Se harán guardias de tres horas mientras dure la tormenta -dijo el cabo-. Es lo acostumbrado.
- ¿Qué han venido a hacer todos esos coches del Estado Mayor? -preguntó el soldado que estaba en la cama-. No me gustan nada, pero nada, todos esos coches del Estado Mayor.
- A mí tampoco -dijo el cabo-; todas esas cosas son de mal agüero.
- ¿Y qué me decís de la aviación? -preguntó el soldado que guisaba-. La aviación es cosa mala.
- Pero nosotros tenemos una aviación formidable -dijo el cabo-. Los rojos no tienen una aviación como la nuestra. Esos aparatos de esta mañana eran como para poner alegre a cualquiera.
- Yo he visto los aviones de los rojos cuando eran algo serio -dijo el soldado que estaba sentado en la cama-. He visto sus bombarderos bimotores y era un horror tener que soportarlos.
- Sí, pero no son tan buenos como nuestra aviación -dijo el cabo-. Nosotros tenemos una aviación insuperable.
Así era como hablaban en el aserradero, mientras Anselmo aguardaba bajo la nieve mirando la carretera y la luz que brillaba en la ventana.
«Espero que no tendré que tomar parte en la matanza -pensaba Anselmo-. Cuando se acabe la guerra habrá que hacer una gran penitencia por todas las matanzas. Si no tenemos ya religión después de la guerra, hará falta que hagamos una especie de penitencia cívica organizada para que todos se purifiquen de la matanza, porque si no, jamás habrá verdadero fundamento humano para vivir. Es necesario matar, ya lo sé; pero, a pesar de todo, es cosa mala para un hombre, y creo que cuando todo concluya y hayamos ganado la guerra, será menester hacer una especie de penitencia para la purificación de todos.»
Anselmo era un hombre muy bueno, y siempre que estaba solo, cosa que le sucedía con mucha frecuencia, esa cuestión de la matanza le atormentaba.
«¿Qué pasará con el inglés? -se preguntaba-. Me dijo que a él no le importaban esas cosas. Y sin embargo, tiene cara de persona buena y de buenos sentimientos. Quizá sea que para los jóvenes eso no tiene importancia. Quizá sea que para los extranjeros o para los que no han tenido nuestra religión no tenga importancia. Pero creo que todos los que hayan matado se harán malos con el tiempo, y, por mucho que sea necesario, creo que matar es un gran pecado y que después de esto habrá que hacer algo muy duro para expiarlo.»
Se había hecho de noche mientras tanto. Anselmo miraba la luz del otro lado de la carretera y se golpeaba el pecho con los brazos para entrar en calor. «Ahora -pensaba- es tiempo de volver ya al campamento.» Pero algo le retenía junto al árbol, por encima de la carretera. Seguía nevando con fuerza y Anselmo pensaba: «Si se pudiera volar el puente esta noche… En una noche como ésta sería cosa de nada tomar el puesto, volar el puente y así habríamos acabado. En una noche como ésta podríamos hacer cualquier cosa que nos propusiéramos.»
Luego se quedó allí, de pie, arrimado al árbol, golpeando el suelo suavemente con los pies y ya no pensó más en el puente. La llegada de la noche le hacía sentirse siempre más solo, y aquella noche se sentía tan solo, que se había hecho dentro de él un vacío como si fuera de hambre. En otros tiempos conseguía aliviar esa sensación de soledad rezando sus oraciones. A veces, al volver de caza, rezaba la misma oración varias veces y se sentía mejor. Pero desde el Movimiento no había rezado una sola vez. Echaba de menos la oración, aunque se le antojaba poco honrado e hipócrita el rezar. No quería pedir ningún favor especial, ningún trato diferente del que estaban recibiendo todos los hombres.
«No -pensaba-, yo estoy solo. Pero así están también todos los soldados y todos los que se han quedado sin familia o sin sus padres. Yo no tengo mujer, pero estoy satisfecho de que muriese antes del Movimiento. No lo hubiera comprendido. No tengo hijos ni los tendré jamás. Estoy solo de día cuando trabajo y cuando llega la noche es una soledad mucho mayor. Pero hay una cosa que tengo y que ningún hombre ni ningún Dios podrá quitarme, y es que he trabajado bien por la República. He trabajado mucho por el bien de que disfrutaremos todos y he hecho todo lo que he podido desde que comenzó el Movimiento, y no he hecho nada que sea vergonzoso. Lo único que lamento es que haya que matar. Pero seguramente habrá algo que lo compense, porque un pecado como ése, que han cometido tantos, requiere que encontremos una justa remisión. Querría hablar de ello con el inglés; pero, como es tan joven, quizá no me comprenda. El habló de las matanzas. ¿O bien fui yo quien habló primero? Ha debido de matar a muchos; pero, sin embargo, no tiene cara de que le guste eso. En los que gustan de hacer eso hay siempre algo como corrompido. Tiene que ser un gran pecado. Por muy necesario que sea, es una cosa a la que creo que no se tiene derecho. Pero en España se hace eso muy a menudo y, a veces, sin verdadera necesidad. Y se cometen de golpe muchas injusticias que luego no pueden ser reparadas. Me gustaría no cavilar tanto en ello. Me gustaría que hubiese una penitencia que pudiéramos empezar a hacer ahora mismo, porque es la única cosa que he cometido en mi vida que me hace sentirme mal cuando estoy solo. Todo lo demás puede ser perdonado o hay una posibilidad de que sea perdonado viviendo de una manera decente y honrada. Pero creo que eso de matar es un gran pecado, y quisiera estar en paz sobre este asunto. Más tarde podría haber ciertos días en que trabajásemos para el Estado o ciertas cosas que podríamos hacer para borrar todo eso. O será tal vez algo que cada uno tenga que pagar, como se hacía en tiempos en la Iglesia», pensó, y sonrió. La Iglesia estaba bien organizada para el pecado. La idea le gustó, y estaba aún sonriendo en la oscuridad cuando llegó Robert Jordan. Llegó silenciosamente y el viejo no le vio hasta que no le tuvo a su lado.
- ¡Hola, viejo! -le susurró al oído Jordan, golpeándole cariñosamente en la espalda-. ¿Cómo van las cosas, abuelo?
- Con mucho frío -dijo Anselmo. Fernando se había quedado un poco distante, vuelto de espaldas a la nieve, que seguía cayendo.
- Vamos -cuchicheó Jordan-; ven a calentarte al campamento. Es un crimen haberte dejado aquí tanto tiempo.
- Esa es la luz de ellos -dijo Anselmo.
- ¿Dónde está el centinela?
- No se le ve desde aquí. Está al otro lado del recodo.
- Que se vayan al diablo -dijo Robert Jordan-. Ya me contarás todo eso en el campamento. Vamos. Vámonos.
- Déjeme que se lo explique.
- Ya lo veré mañana por la mañana -dijo Robert Jordan-; toma un trago de esto.
Y mientras hablaba le tendió la cantimplora al viejo.
Anselmo desenroscó el tapón y bebió un trago.
- ¡Ay! -exclamó, restregándose la boca-. Es como fuego.
- Vamos -dijo el inglés en la oscuridad-. Vámonos.
Se había hecho tan oscuro, que no se distinguía más que los copos de nieve empujados por el viento y la línea rígida de los troncos de los pinos. Fernando seguía un poco apartado.
«Mira, parece uno de esos indios que se paran delante de las cigarrerías -pensó Robert Jordan-. Creo que debiera ofrecerle también a él un trago.»
- ¡Eh, Fernando! -dijo el inglés, acercándosele-. ¿Un trago?
- No -contestó Fernando-; muchas gracias.
«Soy yo quien te da las gracias, hombre -pensó Robert Jordan-. Me contenta que los indios de las cigarrerías no beban. No me queda mucho. Chico, me alegro de ver al viejo.» Miró a Anselmo y de nuevo le golpeó cariñosamente en la espalda, mientras empezaban a subir la cuesta.
- Me alegro de verte, abuelo -le dijo a Anselmo-; cuando estoy de mal humor, nada más verte se me va. Vamos, vamos para allá.
Ascendían por la ladera cubierta de nieve.
- De vuelta al palacio de Pablo -dijo Robert Jordan. En español, aquello sonaba bien.
- El palacio del Miedo -dijo Anselmo.
- La cueva de los huevos perdidos -replicó alegremente Robert Jordan.
- ¿Qué huevos? -preguntó Fernando.
- Es una broma -replicó Robert Jordan-. Solamente una broma. No son huevos, ¿sabes? Son los otros.
- Pero ¿por qué perdidos? -preguntó Fernando.
- No lo sé -contestó Jordan-. Haría falta un libro para explicártelo. Pregúntaselo a Pilar.
Luego echó un brazo por encima de los hombros de Anselmo y fue así mientras andaban, dándole de cuando en cuando un golpe cariñoso.
- Escucha -le dijo-; no sabes cuánto me alegro de verte. ¿Me oyes? No sabes lo que vale en este país el encontrarse a alguien en el lugar en donde se le ha dejado.
Tenía tanta confianza en él, que hasta podía permitirse el lujo de hablar mal contra el país.
Me alegro de verte -dijo Anselmo tuteándole por vez primera-; pero ya iba a marcharme.
¿Qué es eso de que ibas a marcharte, hombre? -dijo alegremente Robert Jordan-. Antes te hubieras helado.
- ¿Cómo van las cosas por arriba? -preguntó Anselmo.
- Muy bien -contestó Robert Jordan-. Todo va muy bien.
Se sentía dichoso con esa felicidad súbita y rara que puede adueñarse de un hombre al frente de un ejército revolucionario; la alegría de descubrir que uno de los dos flancos es seguro, y pensó que si se mantuvieran firmes los dos flancos sería demasiado; sería tanto, que casi no se podría resistir. Era bastante con un flanco, y un flanco, si las cosas se miraban a fondo, era un hombre. Sí, un hombre sólo. Esto no era el axioma que deseaba, pero el hombre era bueno. Era un hombre bueno. «Tú serás el flanco izquierdo en la batalla; más vale que no te lo diga ahora. Será una batalla pequeña, pero muy bonita. Aunque va a ser una batalla dura. Bueno, yo he deseado siempre contar con una batalla para mí solo. Siempre he tenido una idea en materia de batallas sobre lo que había sido erróneo en todas las otras batallas, desde la de Agincourt. Conviene que esta batalla salga bien. Será una batalla pequeña, pero muy bonita. Si puedo hacer lo que he maquinado, será una batalla realmente muy linda.»
- Escucha -dijo a Anselmo-, me alegro horrores de verte.
- Yo también -contestó el viejo.
Mientras subían por el monte en la oscuridad, con el viento a las espaldas y la tormenta zumbando en torno a ellos, Anselmo dejó de sentirse solo. No se había sentido solo desde el momento en que el inglés le golpeó cariñosamente en las espaldas. El inglés estaba contento y habían bromeado juntos. El inglés decía que todo iba a marchar bien y que no estaba preocupado. La bebida le había calentado el estómago y sus pies se le iban calentando a medida que trepaban.
- No ha habido gran cosa por la carretera -dijo al inglés.
- Bien -contestó éste-; me lo contarás todo cuando lleguemos.
Anselmo se sentía dichoso y se alegraba de haberse quedado en su puesto de observación.
Si hubiese vuelto al campamento, no hubiera sido incorrecto. Hubiera sido una cosa atinada y correcta el haberlo hecho, dadas las circunstancias, pensaba Robert Jordan. Pero se había quedado en el lugar que se le dijo. Aquello era la cosa más rara que podía verse en España. Permanecer en su puesto durante una tormenta supone muchas cosas. No es ninguna tontería el que los alemanes empleen la palabra Sturm (tormenta), para designar un asalto. «Me vendrían bien un par de hombres como él, capaces de quedarse en el lugar que se les ha designado. Me vendrían muy bien. Me pregunto si Fernando se hubiera quedado. Es posible. Después de todo fue él quien se ofreció a acompañarme, hace un momento. ¿Crees que se hubiera quedado? La cosa estaría bien. Es lo suficientemente tozudo para ello. Tengo que hacerle algunas preguntas. ¿Qué estará pensando este viejo indio de cigarrería en estos momentos?»
- ¿En qué piensas, Fernando? -preguntó Jordan.
- ¿Por qué me preguntas eso?
- Por curiosidad -contestó Jordan-. Soy un hombre muy curioso.
- Estaba pensando en la cena -dijo Fernando.
- ¿Te gusta comer?
- Sí. Mucho.
- ¿Qué tal guisa Pilar?
- Lo corriente -dijo Fernando.
«Es un segundo Coolidge -pensó Jordan-. Pero, bueno, de todos modos tengo la impresión de que es uno de los que se quedarían.»
Y siguieron trepando, colina arriba, entre la nieve.
Capítulo dieciséis
- El Sordo ha estado aquí -dijo Pilar a Robert Jordan. Acababan de dejar la tormenta para adentrarse en el calor humeante de la cueva y la mujer había hecho un gesto al inglés para que se acercase a ella-. Ha ido a buscar caballos.
- Bien. ¿Dejó dicho algo para mí?
- Sólo que iba a buscar caballos.
- ¿Y nosotros?
- No sé -dijo ella-. Ahí le tienes.
Robert Jordan había visto a Pablo al entrar y Pablo le había sonreído. Le miró de nuevo, desde su asiento junto a la mesa de tablones y le sonrió, agitando la mano.
- Inglés -dijo Pablo-, sigue cayendo, inglés.
Robert Jordan asintió con la cabeza.
- Déjame quitarte los calcetines para ponértelos a secar -dijo María-. Voy a colgarlos sobre el fuego.
- Cuidado con no quemarlos -dijo Robert Jordan-; no quiero andar por ahí con los pies desnudos. ¿Qué es lo que pasa? -preguntó a Pilar-. ¿Hay reunión? ¿No habéis puesto centinelas fuera?
- ¿Con esta tormenta? ¡Qué va!
Había seis hombres sentados a la mesa, con la espalda pegada al muro. Anselmo y Fernando seguían sacudiéndose la nieve de sus chaquetones, golpeando los pantalones y frotando los zapatos contra el muro cerca de la entrada.
- Dame tu chaqueta -dijo María-; no dejes que la nieve se derrita encima.
Robert Jordan se quitó la chaqueta, sacudió la nieve de su pantalón y se descalzó.
- Vas a mojarlo todo -dijo Pilar. -Eres tú la que me has llamado.
- No es una razón para no irte a la puerta y sacudirte allí.
- Perdona -dijo Robert Jordan, en pie, con los pies descalzos sobre el polvo del suelo-. Búscame un par de calcetines, María.
- El dueño y señor -comentó Pilar, y se puso a atizar el fuego.
- Hay que aprovechar el tiempo -dijo Robert Jordan- hay que tomar las cosas como vienen.
- Está cerrado -dijo María.
- Toma la llave -y se la tiró.
- No abre esta mochila.
- Es la de la otra. Los calcetines están en la parte de arriba, a un lado.
La muchacha encontró los calcetines y se los entregó juntamente con la llave, después de cerrar el saco.
- Siéntate y pónmelos, pero antes sécate los pies -dijo. Robert Jordan le sonrió.
- ¿No podrías secármelos tú con tus cabellos? -preguntó en voz alta, de modo que Pilar pudiese oírle.
- ¡Qué cerdo! -exclamó Pilar-. Hace un momento era el dueño de esta casa y ahora quiere ser nada menos que nuestro antiguo Señor Jesucristo. Dale un leñazo.
- No -dijo Robert Jordan-; es una broma, y bromeo porque estoy contento.
- ¿Estás contento?
- Sí -dijo-, estoy contento porque todo va muy bien.
- Roberto -dijo María-, ve a sentarte, y sécate los pies, que voy a darte algo de beber para calentarte.
- Se diría que es la primera vez en su vida que ese hombre ha tenido los pies mojados -dijo Pilar- y que jamás ha visto un copo de nieve.
María le llevó una piel de cordero, que depositó en el suelo polvoriento de la cueva.
- Ahí -le dijo-; pon los pies ahí hasta que estén secos los calcetines.
La piel de cordero era nueva y no estaba curtida, y al poner sus pies sobre ella Robert Jordan la oyó crujir como el pergamino.
El fogón humeaba y Pilar llamó a María. -Sopla ese fuego, holgazana. Eso es una humareda. -Sóplalo tú misma -replicó María-. Yo voy a buscar la botella que trajo el Sordo.
- Está detrás de los bultos -dijo Pilar-; y oye, ¿hace falta que lo cuides como si fuera un niño de pecho?
- No -contestó María-; pero sí como a un hombre que tiene frío y está calado. Un hombre que vuelve a su casa. Toma, aquí está. -Entregó la botella a Robert Jordan-. Es la botella del mediodía. Con ella se podría hacer una lámpara preciosa. Cuando tengamos otra vez electricidad, ¡qué bonita lámpara podrá hacerse con esta botella! -Miró con deleite la vasija-, ¿Cómo tomas esto, Roberto?
- Creí que era el inglés -dijo Robert Jordan.
- Te llamaré Roberto delante de los otros -dijo ella, en voz baja, sonrojándose-. ¿Cómo lo tomas, Roberto?
- Roberto -dijo Pablo, con voz estropajosa, moviendo a uno y otro lado la cabeza-. ¿Cómo lo tomas, don Roberto?
- ¿Quieres un poco? -le preguntó Robert Jordan.
Pablo rehusó con la cabeza.
- No, yo me emborracho con vino -dijo con dignidad.
- Vete a paseo con Baco -contestó Robert Jordan.
- ¿Quién es Baco? -preguntó Pablo.
- Un camarada tuyo.
- No he oído nunca hablar de él -dijo Pablo pesadamente-. No he oído hablar nunca en estas montañas.
- Dale un trago a Anselmo -dijo Robert Jordan a María-. El sí que debe de tener frío. -Se puso los calcetines secos: el whisky con agua del jarro olía bien y le calentó suavemente el cuerpo. «Pero esto no se enrosca adentro como el ajenjo -pensó-. No hay nada como el ajenjo.»
«¿Quién hubiera imaginado que tenían whisky por aquí?», pensó. Aunque La Granja era el lugar de España con más posibilidades de encontrarlo. Imagina a ese Sordo que va a comprar una botella para el dinamitero que viene de visita, que piensa luego en traérsela y en dejársela. No era sólo cortesía lo de aquellas gentes. La cortesía hubiera consistido en sacar ceremoniosamente la botella y ofrecerle un vaso. Eso es lo que los franceses hubieran hecho, y hubieran guardado el resto para otra ocasión. No, esa atención profunda, la idea de que al huésped le gustaría, la delicadeza de llevársela para causarle placer, cuando estaba uno metido hasta el cuello en una empresa en que se tenían todas las razones para no pensar más que en uno mismo y en nada más, eso era típicamente español. Era un rasgo muy español. Haber pensado en llevarle el whisky era una de las cosas que hacían que uno quisiera a tales gentes. «Vamos, no te pongas romántico -pensó-. Hay tantas clases de españoles como de norteamericanos.» No obstante, era un rasgo el haberle traído el whisky. Un rasgo muy hermoso.
- ¿Te gusta? -preguntó Anselmo.
El viejo estaba sentado cerca del fuego, con la sonrisa en los labios, sosteniendo con sus grandes manos la taza. Movió la cabeza.
- ¿No te ha gustado? -le preguntó Robert Jordan.
- La pequeña ha echado agua dentro -dijo Anselmo.
- Así es como lo toma Roberto -dijo María-. ¿Es que eres tú distinto?
- No -dijo Anselmo-. No soy especial. Pero me gusta cuando quema la garganta según va bajando.
- Dame eso -dijo Robert Jordan a la chica-, y échale de lo que quema.
Vació la taza de Anselmo en la suya y se la dio a la muchacha, que, con mucho cuidado, echó el líquido de la botella.
- ¡Ah! -dijo Anselmo, cogiendo la taza, echando la cabeza hacia atrás y dejando que el líquido le cayera por el gaznate. Luego miró a María, que estaba de pie, con la botella en la mano, parpadeó, haciéndole un guiño mientras los ojos se le estaban llenando de lágrimas-. Eso es -dijo-; eso es. -Se relamió-. Esto matará al gusano.
- Roberto -dijo María, y se acercó a él, teniendo siempre la botella en la mano-, ¿quieres comer ahora?.
- ¿Está lista la comida?
- Lo estará cuando tú quieras.
- ¿Han comido los demás?
- Todos, menos tú, Anselmo y Fernando.
- Bueno, entonces, comamos -dijo-. ¿Y tú?
- Comeré luego, con Pilar.
- Come ahora con nosotros.
No, no estaría bien.
Vamos, come con nosotros. En mi tierra ningún hombre come antes que su mujer.
Eso será en tu tierra. Aquí se estila comer después.
Come con él -dijo Pablo, levantando los ojos de la mesa-; come con él; bebe con él. Acuéstate con él. Muere con él. Hazlo todo como en su tierra.
¿Estás borracho? -preguntó Robert Jordan, deteniéndose delante de Pablo. El hombre de rostro sucio e hirsuto le miró alegremente.
Sí -contestó Pablo-. ¿Dónde está tu país, inglés? Ese país en que los hombres comen con las mujeres.
- En los Estados Unidos, en el Estado de Montana.
- ¿Es allí donde los hombres llevan faldas como las mujeres?
- No, eso es en Escocia.
- Pues oye -dijo Pablo-: cuando lleváis esas faldas, inglés…
- Yo no llevo faldas -dijo Robert Jordan.
- Cuando lleváis esas faldas -prosiguió Pablo-, ¿qué es lo que lleváis debajo?
- No sé lo que llevan los escoceses -dijo Robert Jordan-. Muchas veces me lo he preguntado.
- No, no digo los escoceses -dijo Pablo-; ¿quién ha hablado de los escoceses? ¿A quién importan gentes con un nombre como ése? A mí, no. A mí no se me da un rábano. A ti te digo, inglés. ¿Qué es lo que llevas debajo de las faldas en tu país?
- Ya te he dicho y te he repetido que no llevamos faldas -dijo Robert Jordan-. Y no te aguanto que lo digas ni en broma ni borracho.
- Bueno, pues debajo de las faldas -insistió Pablo-. Porque es bien sabido que lleváis faldas. Incluso los soldados. Los he visto en fotografías y los he visto en el circo Price. ¿Qué es lo que lleváis debajo de las faldas, inglés?
- Los c… -dijo Robert Jordan.
Anselmo rompió a reír, así como todos los que estaban allí. Todos, salvo Fernando. Aquella palabra malsonante,
aquella palabrota pronunciada delante de las mujeres, le pareció de mal gusto.
- Bueno, eso es lo normal -dijo Pablo-. Pero me parece que cuando se tienen c… no se llevan faldas.
- No dejes que vuelva a comenzar, inglés -rogó el hombre de la cara chata y la nariz aplastada, llamado Primitivo-, Está borracho. Dime: ¿qué clase de ganado se cría en tu país?
- Vacas y ovejas -contestó Robert Jordan-. Y en cuanto a la tierra, se cultiva mucho trigo y judías. Y también remolacha de azúcar.
Los tres hombres se habían sentado alrededor de la mesa, cerca de los otros. Sólo Pablo se mantenía alejado, ante su tazón de vino.
El cocido era el mismo de la noche anterior y Robert Jordan comió con mucho apetito.
- ¿Hay montañas en tu país? Con semejante nombre debe de haberlas -dijo cortésmente Primitivo, para sostener la conversación. Estaba avergonzado de la borrachera de Pablo.
- Hay muchas montañas y muy altas.
- ¿Hay buenos pastos?
- Estupendos. En verano se utilizan los prados altos fiscalizados por el Gobierno. En el otoño se lleva al ganado a los ranchos que están más abajo.
- ¿Es la tierra propiedad de los campesinos?
- Las más de las tierras son propiedad de quienes las cultivan. Al principio, las tierras eran propiedad del Estado y no había más que establecerse en ellas declarando la intención de cultivarlas para que cualquier hombre pudiese obtener el título de propiedad de ciento cincuenta hectáreas.
- Dime cómo se hace eso -preguntó Agustín-. Esa es una reforma agraria que significa algo.
Robert Jordan explicó el sistema. No se le había ocurrido nunca que fuese una reforma agraria.
- Eso es magnífico -dijo Primitivo-. Entonces es que tenéis el comunismo en tu país.
- No, eso lo hace la República.
- Para mí -dijo Agustín-, todo puede hacerlo la República. No veo la necesidad de otra forma de gobierno.
- ¿No tenéis grandes propietarios? -preguntó Andrés.
- Muchos.
- Entonces tiene que haber abusos. -Desde luego hay abusos. -¿Pensáis en suprimirlos?
- Tratamos de hacerlo cada vez más; pero hay todavía muchos abusos.
- Pero ¿no hay latifundios que convendría parcelar? -Sí, pero hay muchos que piensan que los impuestos los parcelarán.
- ¿Cómo es eso?
Robert Jordan, rebañando la salsa de su cuenco de barro con un trozo de pan, explicó cómo funcionaba el impuesto sobre la renta y sobre la herencia.
- Pero las grandes propiedades siguen existiendo -dijo-, y hay también impuestos sobre el suelo.
- Pero, seguramente, los grandes propietarios y los ricos harán una revolución contra esos impuestos. Esos impuestos me parecen revolucionarios. Los ricos se levantarán contra el Gobierno cuando se vean amenazados, igual que han hecho aquí los fascistas -dijo Primitivo. -Es posible.
- Entonces tendréis que pelear en vuestro país como lo estamos haciendo aquí.
- Sí, tendríamos que hacerlo. -¿Hay muchos fascistas en vuestro país? -Hay muchos que no saben que lo son, aunque lo descubrirán cuando llegue el momento. -¿No podríais acabar con ellos antes que se subleven?
- No -dijo Robert Jordan-; no podemos acabar con ellos. Pero podemos educar al pueblo de forma que tema al fascismo y que lo reconozca y lo combata en cuanto aparezca.
- ¿Sabes dónde no hay fascistas? -preguntó Andrés.
- ¿Dónde?
- En el pueblo de Pablo -contestó Andrés, y sonrió.
- ¿Sabes lo que se hizo en ese pueblo? -preguntó Primitivo a Robert Jordan.
- Sí, me lo han contado.
- ¿Te lo contó Pilar?
- Sí.
- Ella no ha podido contártelo todo -terció Pablo, con voz estropajosa-; porque no vio el final. Se cayó de la silla cuando estaba mirando por la ventana.
- Cuéntalo tú ahora mismo -dijo Pilar-. Tú conoces la historia; cuéntalo.
- No -dijo Pablo-. Yo no lo he contado jamás.
- No -dijo Pilar-, y no lo contarás nunca. Y ahora querrías además que no hubiese ocurrido.
- No -dijo Pablo-; eso no es verdad. Si todos hubiesen matado a los fascistas como yo, no hubiera habido esta guerra. Pero ahora querría que las cosas no hubiesen sucedido como sucedieron.
- ¿Por qué dices eso? -le preguntó Primitivo-. ¿Es que has cambiado de política?
- No, pero fue algo brutal -dijo Pablo-. En aquella época yo era un bárbaro.
- Y ahora eres un borracho -dijo Pilar.
- Sí-contestó Pablo-; con tu permiso.
- Me gustabas más cuando eras un bruto -dijo la mujer-; de todos los hombres, el borracho es el peor. El ladrón, cuando no roba, es como cualquier hombre. El estafador no estafa a los suyos. El asesino tiene en su casa las manos limpias. Pero el borracho hiede y vomita en su propia cama y disuelve sus órganos en el alcohol.
- Tú eres mujer y no puedes comprenderlo -dijo Pablo con resignación-. Yo me he emborrachado con vino y sería feliz si no fuera por esa gente a la que maté. Esa gente me llena de pesar.
Movió la cabeza con aire lúgubre.
- Dadle un poco de eso que ha traído el Sordo -dijo Pilar-. Dadle alguna cosa que le anime. Se está poniendo triste; se está poniendo insoportable.
- Si pudiera devolverles la vida, se la devolvería -dijo Pablo.
- Vete a la mierda -dijo Agustín-. ¿Qué clase de lugar es éste?
- Les devolvería la vida -dijo tristemente Pablo- a todos.
- ¡Tu madre! -le gritó Agustín-. Deja de hablar como hablas, o lárgate ahora mismo. Los que mataste eran fascistas.
- Pues ya me habéis oído -dijo Pablo-; quisiera devolverles a todos la vida.
- Y después caminaría sobre las aguas -dijo Pilar-. En mi vida he visto un hombre semejante. Hasta ayer aún te quedaba algo de hombría. Pero hoy tienes menos valor que una gata enferma. Ahora, eso sí, te sientes más contento cuanto más mojado te sientes.
- Debiéramos haberlos matado a todos o a nadie -siguió diciendo Pablo, moviendo la cabeza-. A todos o a nadie.
- Escucha, inglés -dijo Agustín-: ¿cómo se te ocurrió venir a España? No hagas caso a Pablo. Está borracho.
- Vine por vez primera hace doce años, para conocer este país y aprender el idioma -dijo Robert Jordan-. Enseño español en la Universidad.
- No tienes cara de profesor -dijo Primitivo.
- No tiene barba -dijo Pablo-. Miradle, no tiene barba.
- ¿Eres de verdad profesor?
- Ayudante.
- Pero ¿das clase?
- Sí.
- ¿Y por qué enseñas español? -preguntó Andrés-. ¿No te resultaría más fácil enseñar inglés, ya que eres inglés?
- Habla el español casi tan bien como nosotros -dijo Anselmo-. ¿Por qué no iba a poder enseñar español?
- Sí, pero es un poco raro para un extranjero enseñar español -dijo Fernando-. Y no es que quiera decir nada contra usted, don Roberto.
- Es un falso profesor -dijo Pablo, muy contento de sí mismo-. Y no tiene barba.
- Seguramente hablará mejor el inglés -dijo Fernando-. ¿No le sería más fácil y más claro enseñar inglés?
- No enseña español a los españoles -empezó a decir Pilar.
- Espero que no -dijo Fernando.
- Déjame acabar, especie de mula -dijo Pilar-: enseña español a los americanos, a los americanos del Norte.
- ¿No saben español? -preguntó Fernando-. Los americanos del Sur lo hablan.
- Pedazo de mulo -dijo Pilar-, enseña español a los americanos del Norte, que hablan inglés.
- Pero, a pesar de todo, sigo pensando que le sería más fácil enseñar inglés, que es lo que habla -insistió Fernando.
- ¿No estás oyendo decir que habla español? -dijo Pilar, haciendo a Robert Jordan un gesto de desconsuelo.
- Sí, pero lo habla con acento.
- ¿De dónde? -preguntó Robert Jordan.
- De Extremadura -aseguró Fernando sentenciosamente.
- ¡Mi madre! -dijo Pilar-. ¡Qué gente!
- Es posible -dijo Robert Jordan-. He estado allí antes de venir aquí.
- Pero si él lo sabía. Escucha tú, especie de monja -dijo Pilar, dirigiéndose a Fernando-, ¿has comido bastante?
- Comería más si lo hubiera -contestó Fernando-; y no crea que tengo nada en contra suya, don Roberto.
- Mierda -dijo sencillamente Agustín-. Y remierda. ¿Es que hemos hecho la revolución para llamar don Roberto a un camarada?
- Para mí la revolución consiste en llamar don a todo el mundo -opinó Fernando-. Y así es como debiera hacerse en la República.
- Leche -dijo Agustín-; j… leche.
- Y pienso además que sería más fácil y más claro para don Roberto que enseñara inglés.
- Don Roberto no tiene barba -dijo Pablo-; es un falso profesor.
- ¿Qué quieres decir con eso de que no tengo barba? -preguntó Robert Jordan. Se pasó la mano por la barba y las mejillas, por donde la barba de tres días formaba una aureola rubia.
- Eso no es una barba -dijo Pablo, moviendo la cabeza. Estaba casi jovial-. Es un falso profesor.
- Me c… en la leche de todo el mundo -dijo Agustín-. Esto parece un manicomio.
- Deberías beber -le aconsejó Pablo-; a mí, todo me parece claro, menos la barba de don Roberto.
María pasó la mano por la mejilla de Jordan.
- Pero si tiene barba -dijo, dirigiéndose a Pablo.
- Tú eres quien tiene que saberlo -dijo Pablo, y Robert Jordan le miró.
«No creo que esté tan borracho -se dijo-. No, no está tan borracho, y haría bien en estar alerta.»
- Dime -preguntó a Pablo-, ¿crees que esta nieve va a durar mucho?
- ¿Qué es lo que crees tú?
- Eso es lo que yo te pregunto.
- Pregúntaselo a otro -dijo Pablo-. Yo no soy tu servicio de información. Tú tienes un papel de tu servicio de información. Pregúntaselo a la mujer. Ella es la que manda.
- Es a ti a quien lo he preguntado.
- Vete a la mierda -le dijo Pablo-. Tú, la mujer y la chica.
- Está borracho -dijo Primitivo-. No le hagas caso, inglés.
- No creo que esté tan borracho -dijo Robert Jordan.
María estaba en pie detrás de él y Robert Jordan vio que Pablo la miraba por encima de su hombro. Sus ojillos de verraco miraban fijamente, emergiendo de aquella cabeza redonda y cubierta de pelos por todas partes, y Robert Jordan pensaba: «He conocido en mi vida muchos asesinos y todos eran distintos. No tenían un solo rasgo común, ni tipo criminal. Pero Pablo es un bellaco.»
- No creo que seas capaz de beber -dijo a Pablo-, ni que estés borracho.
- Estoy borracho -aseguró Pablo con dignidad-. Beber no es nada; lo importante es estar borracho. Estoy muy borracho.
- Lo dudo -dijo Robert Jordan-; lo que sí creo es que eres un cobarde.
Se hizo un silencio súbito en la cueva, de tal modo que podía oírse el siseo de la leña quemándose en el fogón donde Pilar guisaba. Robert Jordan oyó crujir la piel de cordero en que apoyaba sus pies. Creyó oír la nieve que caía fuera. No la oía en realidad, pero oía caer el silencio.
«Quisiera matarle y acabar -pensó Robert Jordan-. No sé lo que va a hacer, pero seguramente nada bueno. Pasado mañana será lo del puente y este hombre es malo y representa un peligro para toda la empresa. Vamos, acabemos con él.»
Pablo le sonrió, levantó un dedo y se lo pasó por la garganta. Movió la cabeza de un lado para otro, con toda la holgura que le consentía su grueso y corto cuello.
- No, inglés -dijo-; no me provoques. -Miró a Pilar y añadió-: No es así como te verás libre de mí.
- Sinvergüenza -le dijo Robert Jordan, decidido a actuar-. ¡Cobarde!
- Es posible -contestó Pablo-; pero no dejaré que me provoquen. Toma un trago, inglés, y ve a decir a la mujer que has fracasado.
- Cállate la boca -dijo Robert Jordan-; si te provoco es por cuenta mía.
- Pierdes el tiempo -le contestó Pablo-. Yo no provoco a nadie.
- Eres un bicho raro -advirtió Jordan, que no quería perder la partida ni marrar el golpe por segunda vez; sabía mientras hablaba que todo había sucedido antes; tenía la impresión de que representaba un papel que se había aprendido de memoria y que se trataba de algo que había leído o soñado, y sentía girar todas las cosas en un círculo prestablecido.
- Muy raro, sí -dijo Pablo-; muy raro y muy borracho. A tu salud, inglés. -Metió una taza en el cuenco de vino y la levantó en alto.- Salud ye…
Un tipo raro, en verdad, y astuto y muy complicado, pensó Robert Jordan, que ya no podía oír el siseo del fuego: de tal forma le golpeaba con fuerza el corazón.
- A tu salud -dijo Robert Jordan, y metió también una taza en el cuenco de vino.
La tradición no significaría nada sin todas aquellas ceremonias, pensó. Adelante, pues, con el brindis:
- Salud -dijo-. Salud y más salud. -«Y vete al diablo con la salud -pensó-, que te haga buen provecho la salud.»
- Don Roberto… -dijo Pablo, con voz torpe.
- Don Pablo… -replicó Robert Jordan.
- Tú no eres profesor, porque no tienes barba -insistió Pablo-. Y además, para deshacerte de mí será menester que me mates, y para eso no tienes c…
Miraba a Robert Jordan con la boca cerrada, tan apretada, que sus labios no eran más que una estrecha línea; como la boca de un pez, pensó Robert Jordan. Con esa cabeza, se diría uno de esos peces que tragan aire y se hinchan una vez fuera del agua.
- Salud, Pablo -dijo Robert Jordan. Levantó la taza y bebió-. Estoy aprendiendo mucho de ti.
- Enseño al profesor -dijo Pablo, moviendo la cabeza-. Vamos, don Roberto, seamos amigos.
- Ya somos amigos.
- Pero ahora vamos a ser buenos amigos.
- Ya somos buenos amigos.
- Ahora mismo me voy -dijo Agustín-. Es verdad que se dice que hace falta comer una tonelada de eso en la vida; pero en estos momentos creo que tengo metida una arroba en cada oreja.
- ¿Qué es lo que te pasa, negro? -le preguntó Pablo-. ¿No quieres ver que don Roberto y yo somos amigos?
- Cuidado con llamarme negro -dijo Agustín, acercándose a Pablo y deteniéndose delante de él, con un ademán amenazador.
- Así es como te llaman todos -dijo Pablo.
- Pero no tú.
- Bueno, entonces te llamaré blanco.
- Tampoco eso.
- ¿Entonces, qué es lo que eres tú, rojo?
- Sí, rojo. Con la estrella roja del Ejército en el pecho y a favor de la República. Y me llamo Agustín.
- ¡Qué patriota! -dijo Pablo-. Fíjate bien, inglés; es un patriota modelo.
Agustín le golpeó duramente en la boca con el dorso de la mano izquierda. Pablo siguió sentado. Las comisuras de sus labios estaban manchadas de vino y su expresión no cambió; pero Robert Jordan vio que sus ojos se achicaban como las pupilas de un gato, bajo los efectos de una intensa luz.
- Eso no cuenta -dijo Pablo-. No cuentes con eso, mujer. -Volvió la cabeza mirando a Pilar-. No me dejaré provocar.
Agustín le golpeó de nuevo. Esta vez le dio con el puño en la boca. Robert Jordan sostenía la pistola por debajo de la mesa con el seguro levantado. Empujó a María hacia atrás con su mano izquierda. La muchacha retrocedió con desgana y él la empujó con fuerza, dándole con la mano un golpe fuerte en la espalda, para que se retirase enteramente. La muchacha obedeció por fin y Jordan vio con el rabillo del ojo que se deslizaba a lo largo de la pared hacia el fogón. Entonces Robert Jordan volvió la vista hacia Pablo.
Este permanecía sentado, con su cráneo redondo, mirando a Agustín con sus pequeños ojos entornados. Las pupilas se habían hecho todavía más pequeñas. Se pasó la lengua por los labios, levantó un brazo, se limpió la boca con el revés de la mano, y al bajar la vista, se la vio llena de sangre. Pasó suavemente la lengua por los labios y escupió.
- Esto no cuenta -dijo-; no soy un idiota. Yo no he provocado a nadie.
- Cabrón -gritó Agustín.
- Tú tienes que saberlo -dijo Pablo-. Conoces a la mujer.
Agustín le golpeó de nuevo con fuerza en la boca y Pablo se echó a reír, dejando al descubierto unos dientes amarillos, rotos, gastados, entre la línea ensangrentada de los labios.
- Acaba ya -dijo. Y cogió su taza para tomar nuevamente vino del cuenco-. Aquí no tiene nadie c… para matarme. Y todo eso de pegar es una tontería.
- ¡Cobarde! -gritó Agustín.
- Eso no son más que palabras -dijo Pablo. Hizo buches con el vino para enjuagarse la boca y luego escupió al suelo-. Las palabras no me hacen mella.
Agustín permaneció parado junto a él, injuriándole; hablaba con lentitud, claridad y desdén, y le injuriaba de una forma tan regular como si estuviera arrojando estiércol en un campo, descargándolo de un carro.
- Tampoco eso vale. Tampoco eso vale. Acaba ya, Agustin, y no me pegues más. Vas a hacerte daño en las manos.
Agustín se apartó de él y se fue hacia la puerta.
- No salgas -dijo Pablo-; está nevando afuera. Quédate aquí al calor.
- Tú, tú… -Agustín se volvió para hablarle, poniendo todo su desprecio en el monosílabo-. Tú, tú…
- Sí, yo, y estaré todavía vivo cuando tú estés enterrado.
Llenó de nuevo la taza de vino, la elevó hacia Robert Jordan y dijo:
- Por el profesor. -Luego, dirigiéndose a Pilar:- Por la señora comandanta. -Y mirando a todos alrededor:- Por los ilusos.
Agustín se le acercó y, con un golpe rudo, le arrancó la taza de las manos.
- Ganas de perder el tiempo -dijo Pablo-. Es una tontería.
Agustín le insultó de un modo todavía más grosero.
- No -replicó Pablo, metiendo otra taza en el barreño-. Estoy borracho; ya lo ves. Cuando no estoy borracho, no hablo. Tú no me has visto nunca hablar tanto. Pero un hombre inteligente se ve obligado a emborracharse algunas veces para poder pasar el tiempo con los imbéciles.
- Me c… en la leche de tu cobardía -dijo Pilar-. Estoy harta de ti y de tu cobardía.
- ¡Cómo habla esta mujer! -dijo Pablo-. Voy a ver a los caballos. -Ve a encularlos -dijo Agustín-. ¿No es eso lo que haces con ellos?
- No -dijo Pablo, negando con la cabeza. Se puso a descolgar su enorme capote de la pared, sin perder de vista a Agustín-. Tú, tú y tu mala lengua -dijo.
- ¿Qué es lo que vas a hacer entonces con los caballos? -preguntó Agustín.
- Observarlos -contestó Pablo.
- Encularlos-dijo Agustín-. Maricón de caballos.
- Quiero mucho a mis caballos -dijo Pablo-. Incluso por detrás son más hermosos y tienen más talento que otras personas. Divertíos -dijo, sonriendo-. Háblales del puente, inglés. Diles lo que tiene que hacer cada uno en el ataque. Diles cómo tienen que hacer la retirada. ¿Adonde les llevarás, inglés, después de lo del puente? ¿Adonde llevarás a tus patriotas? Me he pasado todo el día pensando en ello mientras bebía.
- ¿Y qué has pensado? -preguntó Agustín.
- ¿Qué es lo que he pensado? -preguntó Pablo, pasandose la lengua con cuidado por el interior de la boca-. ¿Qué te importa a ti lo que he pensado?
- Dilo -insistió Agustín.
- Muchas cosas -dijo Pablo, metiendo su enorme cabeza por el agujero de la manta sucia que le hacía de capote-. He pensado muchas cosas.
- Dilo -contestó Agustín-; di lo que has pensado.
- He pensado que sois un grupo de ilusos -dijo Pablo-. Un grupo de ilusos conducidos por una mujer que tiene los sesos entre las nalgas y un extranjero que viene a acabar con todos.
- Lárgate -dijo Pilar-. Vete a evacuar a la nieve. Vete a arrastrar tu mala leche por otra parte, maricón de caballos.
- Eso es hablar -dijo Agustín con admiración y distraídamente a la vez. Se había quedado preocupado.
- Ya me voy -dijo Pablo-; pero volveré pronto.
Levantó la manta de la entrada de la cueva y salió. Luego, desde la puerta gritó:
- Aún sigue nevando, inglés.
Capítulo diecisiete
No se oía en la cueva más ruido que el silbido que hacía la chimenea cuando caía la nieve por el agujero del techo sobre los carbones del fogón.
- Pilar -preguntó Fernando-, ¿ha quedado cocido?
- Cállate -dijo la mujer. Pero María cogió la escudilla de Fernando, la acercó a la marmita grande, que estaba apartada del fuego, y la llenó. Puso otra vez la escudilla sobre la mesa y dio un golpecito suave en el hombro de Fernando, que se había echado hacia delante para comer. Estuvo unos momentos junto a él; pero Fernando no levantó los ojos del plato. Estaba entregado enteramente a su cocido.
Agustín seguía de pie junto al fuego. Los otros estaban sentados. Pilar, a la mesa, junto a Robert Jordan.
- Ahora, inglés -dijo-, ya sabes cómo están las cosas.
- ¿Qué es lo que crees tú que hará? -preguntó Robert Jordan.
- Cualquier cosa -repuso la mujer, mirando fijamente a la mesa-. Cualquier cosa. Es capaz. Es capaz de hacer cualquier cosa.
- ¿Dónde está el fusil automático? -preguntó Robert Jordan.
- Allí, en aquel rincón, envuelto en una manta -contestó Primitivo-. ¿Lo quieres?
- Luego -dijo Robert Jordan-; quería saber dónde estaba.
- Está ahí -dijo Primitivo-; lo he metido dentro y lo he envuelto en mi manta, para que se mantenga seco. Los platos están en esa mochila.
- No se atreverá a eso -dijo Pilar-; no hará nada con la máquina.
- Decías que haría cualquier cosa.
- Sí -contestó ella-; pero no conoce la máquina. Sería capaz de arrojar una bomba. Eso es más de su estilo.
- Es una estupidez y una flojera el no haberle matado -dijo el gitano, que no había participado en la conversación de la noche hasta entonces-. Anoche debió matarle Roberto.
- Matadle -dijo Pilar. Su enorme rostro se había vuelto sombrío y respiraba con fatiga-. Estoy resuelta.
- Yo estaba contra ello antes -dijo Agustín, parado delante del fuego, con los brazos colgando sobre los costados; tenía las mejillas cubiertas por una espesa barba y los pómulos señalados por el resplandor del fuego-. Ahora estoy a favor. Ahora es peligroso y querría vernos muertos a todos.
- Que hablen todos -dijo Pilar, con voz cansada-. ¿Qué es lo que dices tú, Andrés?
- Matadlo -dijo el hermano del mechón oscuro y abundante sobre la frente, al tiempo que asentía con la cabeza.
- ¿Y Eladio?
- Lo mismo -repuso el otro hermano-. Para mí es un gran peligro. Y no sirve para nada.
- ¿Primitivo?
- Lo mismo.
- ¿Fernando?
- ¿No podríamos guardarle como prisionero? -preguntó Fernando.
- ¿Y quién le guardaría? -preguntó Primitivo-. Hacen falta dos hombres para guardar un prisionero. ¿Y qué haríamos con él al final?
- Podríamos vendérselo a los fascistas -contestó el gitano.
- Nada de eso -dijo Agustín-. Nada de hacer porquerías.
- Era solamente una idea -alegó Rafael, el gitano-. Me parece que los facciosos se alegrarían de tenerle.
- Basta -dijo Agustín-; eso es una cochinada.
- No más sucia que lo que hace Pablo -dijo el gitano, para justificarse.
- Una porquería no justificaría otra -sentenció Agustín-. Bueno, ya estamos todos. Salvo el viejo y el inglés.
- Ellos nada tienen que ver en esto -dijo Pilar-. Pablo no ha sido su jefe.
- Un momento -dijo Fernando-; yo no he acabado de hablar.
- Pues habla -dijo Pilar-. Habla hasta que vuelva él. Y sigue hablando hasta que nos arroje una granada de mano por encima de la manta y nos haga volar, con dinamita y todo.
- Me parece que exageras, Pilar -dijo Fernando-; no creo que tenga tales intenciones.
- Yo no lo creo tampoco -dijo Agustín-. Porque con eso, acabaría también con el vino, y va a volver dentro de poco para seguir bebiendo.
- ¿Por qué no entregárselo al Sordo y dejar que el Sordo se lo venda a los fascistas? -propuso Rafael-. Podríamos arrancarle los ojos y sería fácil llevarle.
- Cállate -dijo Pilar-; cuando hablas así creo que debiéramos hacer también algo contigo.
- Además, los fascistas no pagarían nada por él -dijo Primitivo-. Esas cosas han sido ya ensayadas por otros; pero no pagan nada. Y encima son capaces de fusilarte a ti.
- Creo que si le arrancásemos los ojos podríamos venderle por algo -insistió Rafael.
- Cállate -dijo Pilar-. Habla de arrancarle los ojos y vas a seguir su mismo camino.
- Pero él, Pablo, arrancó los ojos al guardia civil herido -insistió el gitano-. ¿Te has olvidado de eso?
- Cállate la boca -dijo Pilar. Le enfadaba el oír hablar así delante de Robert Jordan.
- No me habéis dejado acabar -interrumpió Fernando.
- Acaba -le dijo Pilar-; vamos, acaba.
- Ya que no sería práctico guardar a Pablo como prisionero -comenzó a decir Fernando- y puesto que sería repugnante entregarle…
- Acaba -dijo Pilar-. Por el amor de Dios, acaba.
- …en cualquier clase de negociaciones… -prosiguió tranquilamente Fernando-, soy de la opinión que sería preferible eliminarle, a fin de que las operaciones proyectadas contasen con las mayores posibilidades de éxito.
Pilar miró al hombrecillo, sacudió la cabeza, se mordió los labios y no dijo nada.
- Esa es mi opinión -dijo Fernando-. Creo que tenemos derecho a pensar que Pablo constituye un peligro para la República…
- ¡Madre de Dios! -exclamó Pilar-. Hasta aquí mismo puede hacer burocracia un hombre sin más que despegar sus labios.
- Tanto por sus propias palabras como por su conducta reciente -continuó Fernando-, y aunque es verdad que merece nuestro reconocimiento por sus actividades en los comienzos del Movimiento y hasta hace poco tiempo…
Pilar, que había vuelto junto al fogón, se acercó de nuevo a la mesa.
- Fernando -dijo tranquilamente, ofreciéndole una escudilla-, cómete esto, te lo ruego, con las debidas formalidades; llénate la boca y cállate. Hemos tenido conocimiento de tu opinión.
- Pero entonces, ¿cómo? -preguntó Primitivo, dejando la frase sin terminar.
- Estoy listo -dijo Robert Jordan-; estoy dispuesto. Ya que todos habéis resuelto que debe hacerse, es un servicio que estoy dispuesto a hacer.
«¿Qué me pasa? -pensó-. A fuerza de oírle acabo por hablar como Fernando. Ese lenguaje debe ser contagioso. El francés es la lengua de la diplomacia; el español es la lengua de la burocracia.»
- No -dijo María-. No.
- Esto no va contigo -dijo Pilar a la muchacha-. Ten la boca cerrada.
- Puedo hacerlo esta noche -dijo Robert Jordan. Vio que Pilar le miraba, poniéndose un dedo sobre los labios. Con un gesto señaló la entrada de la cueva.
Se levantó la manta que cubría la entrada y apareció la cabeza de Pablo. Sonrió a todos, entró y se volvió para dejar caer la manta detrás de él. Luego se quedó allí parado, haciéndoles frente, se quitó la manta que le cubría la cabeza y se sacudió la nieve.
- ¿Estábais hablando de mí? -Se dirigía a todos-. ¿Ojito he interrumpido?
Nadie le respondió. Colgó su capote de una estaca clavada en el muro y se acercó a la mesa.
¿Qué tal? -preguntó. Cogió la taza que había dejado sobre la mesa y la metió en el barreño-. No queda vino dijo a María-. Anda, saca algo del pellejo.
María cogió el cuenco, se fue hasta el pellejo polvoriento, deforme y ennegrecido, suspendido del muro, con el pescuezo para abajo, y soltó el tapón de una de las patas. Pablo la miró mientras se arrodillaba levantando el cuenco y observó atentamente cómo el ligero vino rojo caía en el cuenco haciendo ruido.
- Cuidado -dijo-; el vino está ya más abajo de la altura del pecho. Nadie dijo nada.
- Me he bebido desde el ombligo hasta el pecho -dijo Pablo-. Es la ración del día. Pero ¿qué es lo que pasa? ¿Habéis perdido todos la lengua? Nadie dijo nada.
- Ciérralo bien, María -ordenó-. No le dejes que se derrame.
- Hay mucho vino todavía -dijo Agustín-. Podrás emborracharte.
- Uno que ha encontrado su lengua -dijo Pablo, haciendo un gesto hacia Agustín-. Enhorabuena. Creí que algo te había dejado mudo.
- ¿El qué? -preguntó Agustín. -Mi vuelta.
- ¿Crees que tu vuelta tiene importancia? «Está acaso preparándose para ello -pensó Robert Jordan-. Quizás Agustín vaya a dar el golpe. Desde luego, le odia como para eso. Yo no le odio. No, no le odio. Me desagrada, pero no le odio. Aunque esa historia de los ojos arrancados le coloca en una clase aparte. Pero, al fin y al cabo, es su guerra. No podemos tenerle con nosotros durante estos dos días. Voy a quedarme a un lado de todo esto. He hecho una vez el imbécil esta noche y estoy resuelto a liquidarle. Pero no tengo ganas de hacer otra vez el imbécil. Y no conviene montar un duelo a pistola ni provocar un escándalo con toda esa dinamita en la cueva. Pablo ha pensado en ello, naturalmente, y tú, ¿habías pensado en ello? Y Agustín, tampoco. Mereces todo lo que pueda sucederte.»
- Agustín -llamó.
- ¿Qué? -contestó Agustín, elevando una mirada hosca y apartándola de Pablo.
- Tengo que hablar contigo -dijo Robert Jordan.
- Luego.
- No, ahora -dijo Robert Jordan-. Por favor.
Robert Jordan se había acercado a la entrada de la cueva y Pablo seguía sus movimientos con los ojos. Agustín, alto, con las mejillas hundidas, se puso en pie y se le acercó. Se movía a disgusto y despectivamente.
- ¿Has olvidado lo que hay en los sacos? -le preguntó Robert Jordan en voz baja.
- Leche -dijo Agustín-. Uno se habitúa a todo y luego se olvida.
- Yo también lo había olvidado.
- Leche -repitió Agustín-. ¡Leche! Somos unos imbéciles. -Se volvió despreocupadamente hacia la mesa y tomó asiento junto a ella-. Toma un trago, Pablo, hombre -dijo-. ¿Qué tal van los caballos?
- Muy bien -contestó Pablo-. Y ahora nieva menos.
- ¿Crees que va a dejar de nevar?
- Sí -dijo Pablo-. Cae menos nieve y los copos son ahora pequeños y duros. El viento va a continuar, pero la nieve se va. El viento ha cambiado..
- ¿Crees que estará claro mañana por la mañana? -le preguntó Robert Jordan.
- Sí -contestó Pablo-. Creo que mañana hará frío, pero estará despejado. Se está levantando el viento.
«Mírale -se dijo Robert Jordan-. Ahora es un santurrón. Ha cambiado como el viento. Tiene la cara y el cuerpo de un cerdo y sé que es un asesino de categoría; pero tiene la sensibilidad de un buen barómetro. Sí, también el cerdo es un animal muy inteligente. Pablo nos odia; o quizá no nos odie y odie solamente nuestros proyectos. Nos mete en un callejón sin salida con su odio y sus insultos, pero cuando ve que estamos dispuestos a acabar con él, cambia de actitud y vuelve a empezar como si no hubiera pasado nada.»
- Tendremos buen tiempo para lo del puente, inglés -dijo Pablo a Robert Jordan.
- ¿Lo tendremos? -preguntó Pilar-. ¿Quiénes?
- Nosotros -contestó Pablo, y bebió un trago de vino-. ¿Por qué no? Lo he pensado bien mientras estaba afuera. ¿Por qué no ponernos todos de acuerdo?
- ¿En qué? -preguntó la mujer-. ¿En qué tenemos que ponernos de acuerdo?
- En todo -le contestó Pablo-; en ese asunto del puente. Yo estoy ahora contigo.
- ¿Estás ahora con nosotros? -le preguntó Agustín-. ¿Después de lo que has dicho?
- Sí -dijo Pablo-; con este cambio del tiempo he cambiado también yo.
Agustín movió la cabeza.
- El tiempo -dijo, y volvió a mover la cabeza-. Después de los bofetones que te he dado.
- Así es -dijo Pablo sonriendo y pasándose la mano por la boca-. Después de eso, también.
Robert Jordan observaba a Pilar, que, a su vez, miraba a Pablo como si fuera un animal extraño. Quedaba aún en el rostro de ella la sombra que la conversación de los ojos arrancados había extendido. Como queriendo alejarla, movió la cabeza; luego la echó hacia atrás y dijo:
- Oye -dirigiéndose a Pablo.
- ¿Qué quieres?
- ¿Qué es lo que te pasa?
- Nada -contestó Pablo-. He cambiado de opinión, y eso es todo.
- Has estado escuchando a la puerta -dijo ella.
- Sí -dijo él-; pero no pude oír nada.
- Tienes miedo de que te maten.
- No -dijo, mirando por encima de la taza-; no tengo miedo. Y tú lo sabes.
- Entonces, ¿qué te ha pasado? -preguntó Agustín-. Hace un momento estabas borracho, nos insultabas a todos, no querías trabajar en el asunto que llevamos entre manos, hablabas de que podíamos morir de una manera sucia, insultabas a las mujeres y te oponías a todo lo que había que hacer.
- Estaba borracho.
- ¿Y ahora?
- Ahora ya no estoy borracho -dijo Pablo-, y he cambiado de parecer.
- Que te crea el que quiera -dijo Agustín-; yo, no.
- Me creas o no me creas -dijo Pablo-, no hay nadie como yo para llevarte a Gredos.
- ¿A Gredos?
- Es el único sitio adonde podremos ir después de volar el puente.
Robert Jordan miró a Pilar y se llevó la mano a la oreja, del lado que no veía Pablo, golpeándola ligeramente con un gesto interrogativo.
La mujer aseveró y volvió a aseverar. Dijo algo a María y la muchacha se acercó a Jordan.
- Dice que es seguro que lo ha oído todo -susurró María al oído de Robert Jordan.
- Entonces, Pablo -dijo Fernando, con mucha formalidad-, ¿estás ahora de acuerdo con nosotros sobre el asunto del puente?
- Sí, hombre -contestó Pablo, y miró a Fernando a los ojos, mientras asentía con la cabeza.
- ¿De veras? -preguntó Primitivo.
- De veras -replicó Pablo.
- ¿Y crees que podemos tener éxito? -preguntó Fernándo-. ¿Tienes ahora confianza en ello?
- ¿Cómo no? ¿No tienes confianza tú?
- Sí; pero yo he tenido siempre confianza.
- Tendré que irme de aquí -dijo Agustín.
- Hace frío fuera -replicó Pablo en tono amistoso.
- Quizá -dijo Agustín-; pero no puedo seguir más tiempo en este manicomio.
- No llames a esta cueva manicomio -dijo Fernando.
- Un manicomio de locos criminales -dijo Agustín-. Y me voy antes de que yo también me vuelva loco.
Capítulo dieciocho
«Esto es como un tiovivo -pensó Robert Jordan-. No es un tiovivo como esos que giran alegremente a los sones de un organillo, con los chicos montados sobre vacas de cuernos dorados, donde hay sortijas que se ensartan con bastones al pasar, a la luz vacilante del gas, en las primeras sombras que caen sobre la Avenida del Maine; uno de esos tiovivos instalados entre un puesto de pescado frito y una barraca en la que gira la Rueda de la Fortuna, con las tiras de cuero golpeando los compartimientos numerados y las pirámides de terrones de azúcar, que sirven como premio. No, no es esa clase de tiovivo, aunque haya gente esperando aquí, igual que esperan allí los hombres con las gorras caladas y las mujeres con sus chaquetas de punto, descubierta la cabeza y brillando el cabello a la luz del gas, mientras contemplan fascinadas la Rueda de la Fortuna que da vueltas. Esta es otra clase de rueda y gira en sentido vertical. Esta rueda ha dado ya dos vueltas. Es una rueda muy grande, sujeta por un compás, y cada vez que gira vuelve al punto de partida. Uno de sus lados es más alto que el otro, y cuando vuelve a descender os encontráis en el lugar de partida. No tiene premios de ninguna clase, y nadie montaría en ella por gusto. Se encuentra uno arriba y tiene que dar la vuelta sin haber abrigado la menor intención de subirse a ella. No hay más que una sola vuelta, grande, elíptica, que nos eleva y nos deja caer después, volviendo al lugar de donde partimos. Henos aquí de vuelta otra vez sin que nada se haya solucionado.»
Hacía calor en la cueva y fuera el viento había amainado. Jordan estaba sentado a la mesa, con su cuaderno ante él, calculando la parte técnica de la explosión del puente. Hizo tres dibujos, calculó las fórmulas y señaló el método de explosión en dos dibujos tan sencillos como los dibujos de las escuelas de párvulos, para que Anselmo pudiese terminar el trabajo en el caso en que a él le ocurriera algún accidente durante el proceso de la demolición. Acabó los dibujos y los estudió.
María, sentada junto a él, le miraba por encima del hombro. Jordan se daba cuenta de la presencia de Pablo al otro lado de la mesa y de la presencia de los otros, que charlaban y jugaban a las cartas. Vio asimismo que los olores de la cueva habían cambiado; ya no eran los de la comida y la cocina, sino que estaban hechos de humo, tabaco, vino tinto y el olor agrio y descarado de los cuerpos. Cuando María, que le miraba mientras concluía su dibujo, puso su mano sobre la mesa, Jordan la cogió, la levantó hasta la altura de su rostro y respiró el olor de agua y jabón basto que había usado la muchacha para fregar la vajilla. Volvió a dejar la mano en la mesa, sin mirarla, y como siguió trabajando no vio que la muchacha se sonrojaba. María dejó la mano en el mismo sitio, cerca de la de él, pero Jordan no volvió a cogerla.
Había terminado el plan de la demolición y pasó a otra página para redactar las instrucciones. Pensaba fácilmente y con claridad, y lo que estaba escribiendo le complacía. Llenó dos páginas del cuaderno y las releyó atentamente.
«Creo que eso es todo -se dijo-. Está muy claro y no creo que haya dejado lagunas. Los dos puestos serán destruidos y el puente volará conforme a las instrucciones de Golz; y hasta ahí llega mi responsabilidad. Nunca debiera haberme embarcado en esta historia de Pablo. Eso se arreglará de una manera o de otra. Tendremos a Pablo, o no tendremos a Pablo. En todo caso, no me importa nada. Pero lo que no haré será volver a subirme al tiovivo. Me he subido dos veces y dos veces, después de dar la vuelta, me he encontrado en el punto de partida. No me subiré más.»
Cerró el cuaderno y miró a María.
- Hola, guapa -le dijo-. ¿Has comprendido algo de esto?
- No, Roberto -dijo la muchacha, y puso su mano sobre la de él, que aún tenía el lápiz entre sus dedos-. ¿Has acabado?
- Sí, ahora todo queda explicado y organizado.
- ¿Qué es lo que haces, inglés? -preguntó Pablo al otro lado de la mesa. Sus ojos estaban de nuevo turbios.
Jordan le miró atentamente. «No te subas a la rueda. No te subas a la rueda, porque creo que va a comenzar a dar la vuelta.».-Estaba estudiando el asunto del puente -respondió con amabilidad.
- ¿Y cómo va eso? -preguntó Pablo.
- Muy bien -contestó Jordan-. Todo marcha muy bien.
- Yo he estado estudiando la cuestión de la retirada -dijo Pablo, y Robert Jordan escrutó sus ojos de cerdo borracho y luego miró el cuenco de vino. Estaba casi vacío.
«Mantente lejos de la rueda; está empezando a beber. Claro, pero yo no volveré a subirme a esa rueda. ¿No se dice que Grant estuvo borracho la mayor parte del tiempo que duró la guerra civil? Por supuesto, estaba borracho. Pero Grant se sentiría furioso con la comparación si pudiera ver a Pablo. Además, Grant fumaba habanos. Sería conveniente encontrar un habano para Pablo. Era lo que hacía falta para completar su rostro: un habano a medio masticar. ¿Podría encontrarse un habano para Pablo?»
- ¿Y qué tal marcha eso? -preguntó cortésmente Robert.
- Muy bien -contestó Pablo sesudamente, moviendo la cabeza con dificultad-. Muy bien.
- ¿Has pensado algo? -preguntó Agustín, desde el rincón en que se encontraba jugando a las cartas.
- Sí -contestó Pablo-. He pensado algunas cosas.
- ¿Y dónde las has encontrado? ¿En esa vasija? -intervino Agustín.
- Puede ser -repuso Pablo-. ¿Quién sabe? María, lléname el cuenco; haz el favor.
- En el odre debe de haber buenas ideas -dijo Agustín, volviendo a sus cartas-. ¿Por qué no te dejas caer dentro y las buscas?
- No -dijo Pablo calmosamente-. Las busco en la vasija.
«Tampoco él sube a la rueda -pensó Jordan-. La rueda tiene que girar sola en estos momentos. No creo que pueda cabalgarse en ella mucho tiempo seguido. Probablemente es la Rueda de la Muerte. Me alegro de que la hayamos abandonado. Me he subido dos veces y ya me estaba mareando. Pero los borrachos, los miserables y los realmente crueles siguen en ella hasta morir. La ruedecita sube y baja y el movimiento no es nunca igual al anterior. Déjala girar. Lo que es a mí, no volverán a hacerme subir. No, mi general; he desechado esa rueda, general Grant.»
Pilar estaba sentada junto al fuego, con la silla vuelta de manera que podía ver por encima del hombro a los dos jugadores, que le volvían la espalda. Estaba observando el juego.
«Lo más raro de aquí es la transición de la muerte a la vida familiar. Cuando esa maldita rueda desciende es cuando te atrapa. Pero yo me he apartado de ella. Nadie podrá obligarme a subir de nuevo», estaba pensando Robert. «Hace dos días ni siquiera sabía que Pilar, Pablo y los otros existieran. No había nada parecido a María en este mundo. Era seguramente un mundo más sencillo. Yo había recibido de Golz instrucciones claras que parecían perfectamente hacederas, aunque presentaban ciertas dificultades y arrastraban ciertas consecuencias. Creía que, una vez demolido el puente, volvería a las líneas o no volvería a ellas. Si tenía que volver, llevaba intención de pedir un permiso para pasarme unos días en Madrid. No se dan permisos en esta guerra, pero creo que hubiera podido conseguir dos o tres días en Madrid.»
En Madrid se proponía comprar algunos libros, ir al Hotel Florida, tomar una habitación y darse un baño bien caliente. Enviaría a Luis, el portero, en busca de una botella de ajenjo, si era posible encontrar alguna en las Mantequerías Leonesas o en cualquier otro sitio cerca de la Gran Vía, y se quedaría acostado, leyendo, después del baño, y bebiendo un par de copas de ajenjo. Después telefonearía al Gaylord, para preguntar si podía ir a comer allí.
No le gustaba comer en la Gran Vía, porque la comida no era realmente buena, y además había que llegar pronto si se quería comer algo. Y también había por allí demasiados periodistas que él conocía y no le gustaba quedarse con la boca cerrada. Tenía ganas de beber unos ajenjos y de charlar en confianza. Iría, por tanto, al Gaylord, a cenar con Karkov, porque en el Gaylord tenían cerveza auténtica y uno podía enterarse de los últimos acontecimientos de la guerra.
La primera vez que llegó a Madrid no le gustó el Gaylord, el hotel de Madrid en que se habían instalado los rusos, porque el lugar le pareció demasiado lujoso, la comida demasiado buena para una ciudad sitiada y la charla demasiado cínica para una guerra. «Pero me dejé corromper fácilmente. ¿Por qué no comer lo mejor que se pueda cuando se vuelve de una misión como ésta?» Y la charla que había encontrado demasiado cínica la primera vez que la había compartido, resultó desgraciadamente demasiado veraz. «Cuando acabe con esto, tendré muchas cosas que contar en el Gaylord. Sí, cuando acabe con esto.»
¿Podía llevar a María al Gaylord? No, no podía. Pero la dejaría en el hotel, donde ella tomaría un baño caliente y la encontraría lista al volver del Gaylord. Sí, podría hacerlo así. Luego le hablaría de ella a Karkov y podría llevarla más tarde para que la conociesen, porque tendrían curiosidad y querrían conocer a la muchacha.
Quizá no fuera ni siquiera al Gaylord. Podrían comer temprano en la Gran Vía y arreglárselas para volver pronto al Florida. «Pero tú sabes que irás al Gaylord, porque tienes muchos deseos de volver a ver todo aquello; tienes ganas de comer de nuevo aquellos platos y quieres ver de nuevo todo ese lujo y ese bienestar cuando acabes con tu misión. Después volverás al Florida y María estará allí. Pues te esperará. Te esperará, sí, cuando este asunto se termine. Si logro salir de este asunto me habré ganado el derecho a una comida en el Gaylord.»
El Gaylord era el lugar en donde se encontraban los famosos generales campesinos y obreros, que, sin ninguna preparación militar, habían surgido del pueblo para tomar las armas a comienzos de la guerra, y muchos de ellos hablaban ruso. Esa fue su primera desilusión unos meses antes y se había hecho a sí mismo algunas observaciones irónicas a propósito de ello. Pero más tarde se dio cuenta de cómo habían sucedido las cosas, y le pareció bien. Eran, en efecto, campesinos y obreros que habían tomado parte en la revolución de 1934 y que tuvieron que huir del país cuando fracasó; en Rusia los enviaron a la escuela militar y al Instituto Lenin, dirigido por el Komintern, con el fin de prepararlos para los próximos combates y darles la instrucción necesaria para ejercer un mando.
El Komintern se había preocupado de su instrucción. En una revolución no se puede reconocer delante de gente extraña que se ha recibido ayuda de éstos o de aquéllos, ni conviene saber más de lo que corresponde. Eso era algo que él había aprendido. Si una cosa es fundamentalmente justa, importa poco que se mienta. Pero se mentía mucho. Al principio no le había gustado la mentira. Odiaba la mentira. Más tarde empezó a gustarle. Era un signo de que ya no era un extraño, pero la mentira acababa siempre por corromper.
Era en el Gaylord donde uno podía enterarse de que Valentín González, llamado el Campesino, no fue nunca un campesino, sino un antiguo sargento de la Legión Extranjera que desertó y había combatido junto a Abd-el-Krim. Bueno, no había nada malo en ello; ¿por qué había de haberlo? Era preciso contar con jefes campesinos dispuestos en aquella clase de guerra, y un verdadero jefe campesino corría el peligro de parecerse demasiado a Pablo. No se podía aguardar la llegada del verdadero jefe campesino, y, por lo demás, quizá tuviera demasiados rasgos campesinos cuando se le encontrara. Por consiguiente, había que fabricarse uno. Por lo que había visto del Campesino, con su barba negra, sus gruesos labios de mulato y sus ojos de mirada fija y febril, Jordan se decía que debía de ser tan difícil de manejar como un verdadero jefe campesino. La última vez que le vio parecía haberse tragado su propia propaganda y creerse que era realmente un campesino. Era un hombre decidido y valiente; no había otro más valiente en todo el mundo. Pero, Dios, hablaba demasiado. Y cuando se acaloraba decía lo que le venía a la lengua, sin preocuparse de las consecuencias de su indiscreción. Las consecuencias habían sido ya considerables. Era, no obstante, un maravilloso jefe de brigada, en los momentos en que todo parecía estar perdido. Porque él no sabía nunca cuándo estaba todo perdido y aunque todo hubiera estado perdido, él hubiera sabido cómo salir del paso.
En el Gaylord se encontraba uno también con el albañil Enrique Lister, de Galicia, que mandaba una división y que hablaba ruso. Y se encontraba allí uno también con el ebanista Juan Modesto, de Andalucía, a quien se le acababa de confiar un cuerpo de ejército. No había sido precisamente en el Puerto de Santa María donde aprendió el ruso, aunque hubiera sido capaz de haber habido allí una escuela Berlitz para uso de ebanistas. De todos los jóvenes militares, era el hombre en quien más confiaban los rusos, porque era un verdadero hombre de partido al ciento por ciento, como decían los rusos, orgullosos de utilizar este término tan americano. Modesto era mucho más inteligente que Lister y el Campesino.
Sí, el Gaylord era el sitio adonde había que ir para completar uno su educación. Uno se enteraba allí de cómo iban las cosas y no de cómo se decía que iban. Y en cuanto a él, no había hecho más que comenzar su propia educación. Se preguntaba si le quedaría tiempo para completarla. El Gaylord era una buena cosa. Era lo que necesitaba. Al principio, en el tiempo en que aún creía en todas aquellas tonterías, el Gaylord le había impresionado. Pero ahora sabía lo suficiente cómo aceptar la necesidad de todas las mentiras, y lo que aprendía en el Gaylord no hacía más que robustecer su fe en la que él tenía como la verdad. Estaba contento sabiendo cómo pasaban realmente las cosas y no cómo se suponía que tendrían que pasar. Se miente siempre en las guerras, pero la verdad de Lister, Modesto y el Campesino valía más que todas las mentiras y todas las leyendas. Bueno, un día se les diría a todos la verdad. Y mientras tanto, estaba satisfecho de que hubiese un Gaylord en donde él pudiera aprender por cuenta propia.
Sí, ése era el sitio adonde iría en Madrid, después de haberse comprado unos libros, haberse dado un baño caliente, haberse bebido un par de tragos y haber leído un poco. Pero todo aquello lo había planeado antes de que María entrase en el juego. Bueno, podrían tener dos habitaciones y ella podría hacer lo que quisiera mientras él iba al Gaylord y volvía a buscarla.
María había estado esperando en las montañas todo aquel tiempo. Podría aguardar un poco más en el Hotel Florida.
Dispondrían para ellos de tres días en Madrid. Tres días es mucho tiempo. Podría llevarla a ver a los hermanos Marx, en «Una noche en la Opera». Aquella película la habían estado proyectando tres meses y seguramente seguirían proyectándola tres meses más. A María le gustarían los hermanos Marx en la Opera. Sí, seguro que le gustarían.
Había desde el Gaylord un buen trecho hasta aquella cueva. No, en realidad no había tanta distancia. La distancia realmente grande era la del regreso de aquella cueva hasta el Gaylord. Había estado con Kashkin por vez primera en el hotel, y no le gustó. Kashkin le había llevado porque quería presentarle a Karkov, y quería presentarle a Karkov porque Karkov deseaba conocer norteamericanos y porque era un gran admirador de Lope de Vega, el mayor admirador de Lope de Vega en el mundo y decía que Fuenteovejuna era el drama más grande que se había escrito. Puede que fuera verdad, aunque Jordan no pensaba lo mismo.
Le había gustado Karkov, pero no el lugar. Karkov era el hombre más inteligente que había conocido. Calzaba botas negras de montar, pantalón gris y chaqueta gris también. Tenía las manos y los pies pequeños y un rostro y un cuerpo delicados, y una manera de hablar que rociaba de saliva a uno, porque tenía la mitad de los dientes estropeados. A Robert Jordan se le antojó un tipo cómico cuando le vio por vez primera. Pero descubrió en seguida que tenía más talento y más dignidad interior, más insolencia y más humor que cualquier otro hombre que hubiera conocido.
El Gaylord le había parecido de un lujo y una corrupción indecentes. Pero ¿por qué los representantes de una potencia que gobernaba la sexta parte del mundo no podían gozar de algunas cosas agradables? Bueno, gozaban de ellas y Jordan, molesto al principio, había acabado por aceptarlo y hasta por verlo con agrado. Kashkin le había presentado a él como un tipo magnífico, y Karkov empezó desplegando con él una cortesía impertinente. Pero luego, como Jordan no se las dio de héroe, sino que se puso a contar una historia muy divertida y escabrosa en la que no quedaba en muy buen lugar, Karkov pasó de la cortesía a una franqueza grosera y luego a una insolencia abierta, hasta que acabaron haciéndose buenos amigos.
Kashkin no era más que tolerado en aquel lugar. Había ciertamente un punto oscuro en su pasado y vino a España a hacer méritos. No quisieron decirle en qué consistía, pero quizá se lo dijeran ahora, ahora que Kashkin había muerto. Fuera como fuera, Karkov y él se habían hecho grandes amigos, y él también había hecho amistad con aquella mujer asombrosa, aquella mujercita morena, flaca, siempre fatigada, amorosa, nerviosa, despojada de toda amargura, aquella mujer de cuerpo esbelto, poco cuidadosa de sí misma, aquella mujer de cabellos negros, cortos, entrecanos, que era la mujer de Karkov y que servía como intérprete en la unidad de tanques. También se había hecho amigo de la amante de Karkov, que tenía ojos de gato, cabellos de oro rojizo, más rojos o más dorados, según el peluquero de turno, un cuerpo perezoso y sensual, hecho para amoldarse con otro cuerpo, una boca hecha para moldearse con otra boca y una cabeza estúpida, una mujer extremadamente ambiciosa y extremadamente leal. Aquella mujer gustaba de chismes y se entregaba pasajeramente a otros amores, cosa que parecía divertir a Karkov. Se contaba que Karkov tenía otra mujer más, aparte la de la unidad de tanques, o quizá dos, pero nadie lo sabía con certeza. A Robert Jordan le gustaban mucho tanto la mujer, a la que conocía, como la amante. Pensaba que probablemente también le gustaría la otra, de conocerla, concediendo que la hubiese. Karkov tenía buen gusto en materia de mujeres.
Había centinelas con la bayoneta calada delante de la puerta cochera del Gaylord y sería aquella noche el lugar más confortable del Madrid sitiado. Le gustaría estar allí, en vez de donde se encontraba, aunque, después de todo, se estaba bien, ahora que la rueda se había parado. Y la nieve se estaba parando también.
Le gustaría presentar a María a Karkov; pero no podría llevarla al Gaylord sin pedir permiso, y habría que averiguar antes cómo iban a recibirle después de aquella expedición. Golz estaría allí en cuanto el ataque hubiese terminado, y si Jordan había trabajado bien, todo el mundo lo sabría por Golz. Golz se burlaría de él a causa de María. Sobre todo después de lo que había oído decir a Jordan a propósito de su falta de interés por las chicas.
Se inclinó para llenar su taza de vino en la vasija que había delante de Pablo, diciendo: «Con tu permiso».
Pablo asintió con la cabeza. «Está metido en sus planes militares, supongo», pensó Robert Jordan. «No quiere buscar una efímera fama en la boca del cañón, sino la solución de algún problema en el fondo de la botella. De cualquier manera, el marrajo ha debido de ser sumamente astuto para haber conseguido llevar adelante con éxito esta banda durante tanto tiempo.» Miró a Pablo y se preguntó qué jefe de guerrilla habría sido en la guerra civil de los Estados Unidos. «Hubo montañas en ella», pensó; «pero sabemos muy pocas cosas sobre ellos». No se trataba de los Quantrill, ni de los Mosby, ni de su propio abuelo; sino de los pequeños, de los que operaban en los bosques. Y por lo que se refería a la bebida, ¿fue Grant realmente un borracho? Su abuelo decía que lo fue. Grant estaba siempre un poco bebido hacia las cuatro de la tarde, decía, y en Vicksburg, cuando el asedio, estuvo completamente borracho durante dos días. Pero el abuelo decía que funcionaba de un modo enteramente normal aunque hubiese bebido. Lo difícil era despertarle. Pero si se lograba despertarle, entonces se conducía con entera normalidad.
Hasta el momento no había habido ningún Grant ni ningún Sherman ni ningún Stonewall Jackson en ninguno de los dos bandos de la guerra. No, ni siquiera ningún Jeb Stuart. Ni siquiera un Sheridan. Pero había habido montañas de MacClellans. Los fascistas poseían muchos y nosotros teníamos tres por lo menos.
No había visto ningún genio militar en aquella guerra. Ni uno. Ni cosa que se le pareciera ni por el forro.
Kleber, Lucasz y Hans habían trabajado bien por su parte durante la defensa de Madrid con las brigadas internacionales y luego estaba aquel viejo calvo, con gafas, engreído y estúpido, como una lechuza, incapaz de mantener una conversación, valeroso y pesado como un toro, el viejo Miaja, con una reputación hecha a golpes de propaganda y tan celoso de la publicidad que le debía a Kleber, que obligó a los rusos a relevarle del mando y enviarle a Valencia. Kleber era un buen soldado, aunque limitado, y hablaba mucho para el puesto que ocupaba. Golz era un buen general, un buen soldado, pero siempre se le mantuvo en una posición subalterna y nunca se le dejó libertad de acción. Este ataque era el asunto más importante que había tenido entre sus manos hasta el presente. Y Robert Jordan no estaba muy contento con lo que había sabido del ataque. Después estaba Gall, el húngaro, que debería haber sido fusilado de ser ciertas la mitad de las cosas que se contaban de él en el Gay lord. Y aunque sólo fueran ciertas un diez por ciento, pensó Robert Jordan.
Hubiera querido ver la batalla en la meseta más allá de Guadalajara, donde fueron derrotados los italianos. Pero entonces estaba él en Extremadura. Hans se lo contó una noche en el Gaylord, haciéndoselo ver todo con la mayor claridad, y de eso hacía dos semanas. Hubo un momento en que todo estaba perdido, cuando los italianos rompieron las líneas cerca de Trijueque. Si la carretera de Torija-Brihuega hubiera sido cortada, habría quedado copada la Brigada 12. Pero, sabiendo que teníamos que entendérnosla con italianos, le había dicho Hans, nos arriesgamos a una maniobra que hubiera sido injustificada con cualquiera otra clase de tropas. Y tuvo éxito.
Hans se lo había explicado todo con sus mapas de batalla. Siempre los llevaba consigo, y parecía aún maravillado y feliz de aquel milagro. Hans era un buen soldado y un buen compañero. Las tropas de Lister, de Modesto y del Campesino se comportaron bien en aquella batalla, le había dicho Hans. El mérito correspondía a los jefes y a la disciplina que los jefes imponían. Pero Lister, el Campesino y Modesto habían ejecutado varias de las maniobras que aconsejaron los militares rusos. Parecían alumnos pilotos que condujesen un avión de doble mando, de manera que el profesor pudiera intervenir si el alumno cometía un error. En fin, aquel año se pondría en claro todo lo que hubiesen aprendido. Al cabo de cierto tiempo no habría doble mando y se les vería manejar entonces divisiones y cuerpos de ejército enteramente solos.
Eran comunistas y tenían sentido de la disciplina. La disciplina que ellos implantaban haría buenos soldados. Lister era feroz en eso. Era un verdadero fanático y tenía por la vida humana un desprecio español. En muy pocos ejércitos desde la invasión del Occidente por los tártaros, se había ejecutado sumariamente a los hombres por motivos tan insignificantes como bajo su mando. Pero sabía cómo hacer de una división una unidad de combate. Porque una cosa era mantener una posición. Otra, atacarla y tomarla, y otra muy distinta hacer maniobrar a un ejército en campaña, se decía Robert Jordan, sentado junto a la mesa. «Por lo que he visto, me gustaría ver cómo se las bandea Lister cuando se supriman los dobles mandos. Pero quizá no se supriman -pensó-. Falta saber si se suprimirán. O si acaso son reforzados. Me pregunto cuál es la postura rusa en todo eso. Hay que ir al Gaylord para saberlo. Hay montones de cosas que quiero saber y que no sabré más que en el Gaylord.»
Durante algún tiempo creyó que el Gaylord le hacía daño. Era lo contrario del comunismo puritano a estilo religioso de Velázquez 63, el palacete madrileño transformado en cuartel general de la brigada internacional. En Velázquez 63 uno se sentía miembro de una orden religiosa. La atmósfera del Gaylord estaba muy alejada de la sensación que se experimentaba en el cuartel general del Quinto Regimiento antes que fuera disuelto y repartido entre las brigadas del nuevo ejército.
Allí se tenía la sensación de participar en una cruzada. Era la única palabra que podía utilizarse, aunque se hubiera utilizado y se hubiera abusado tanto de ella, que estaba resobada y había perdido ya su verdadero sentido. Uno tenía la impresión allí, a pesar de toda la burocracia, la incompetencia y las bregas de los partidos, como la que se espera tener y luego no se tiene el día de la primera comunión: el sentimiento de la consagración a un deber en defensa de todos los oprimidos del mundo, un sentimiento del que resulta tan embarazoso hablar como de la experiencia religiosa, un sentimiento tan auténtico, sin embargo, como el que se experimenta al escuchar a Bach o al mirar la luz que se cuela a través de las vidrieras en la catedral de Chartres, o en la catedral de León, o mirando a Mantegna, El Greco o Brueghel en el Prado. Era eso lo que permitía participar en cosas que podía uno creer enteramente y en las que se sentía uno unido en entera hermandad con todos los que estaban comprometidos en ellas. Era algo que uno no había conocido antes aunque lo experimentaba y que concedía una importancia a aquellas cosas y a los motivos que las movían, de tal naturaleza que la propia muerte de uno parecía absolutamente insignificante, algo que sólo había que evitar porque podía perjudicar el cumplimiento del deber. Pero lo mejor de todo era que uno podía hacer algo por ese sentimiento y a favor de él. Uno podía luchar.
«Así es que has luchado», se dijo. Y en la lucha ese sentimiento de pureza se pierde entre los que sobreviven y se hacen buenos combatientes. Nunca dura más de seis meses.
La defensa de una ciudad es una forma de la guerra en la que se puede tener semejante sensación. La batalla de la Sierra había sido así. Allí lucharon con la verdadera camaradería de la revolución. Allí arriba, cuando hubo que reforzar la disciplina, él había comprendido y aprobado. Bajo los bombardeos algunos hombres huyeron por miedo. El vio cómo los fusilaban y los dejaban hincharse, muertos, al borde de la carretera, sin que nadie se preocupase de ellos si no era para quitarles las municiones y los objetos de valor. Quitarles las municiones, las botas y los chaquetones de cuero era cosa ordinaria. Despojarlos de los objetos de valor era una cosa práctica. Así era el único medio de impedir que los cogieran los anarquistas.
Parecía justo y necesario fusilar a los fugitivos. No había nada malo en ello. La fuga era egoísta. «Los fascistas habían atacado y nosotros los habíamos detenido en aquella ladera de las montañas del Guadarrama, con sus rocas grises, sus pinos enanos y sus tojos. Resistimos en la carretera bajo las bombas de los aviones y luego bajo los obuses, cuando trajeron la artillería, y por la noche, los supervivientes contratacaron y los obligaron a retroceder. Más tarde, cuando los fascistas intentaron deslizarse por la izquierda, colándose entre las rocas y los árboles, nosotros aguantamos en el Clínico, disparando desde las ventanas y el tejado, aunque ellos lograron infiltrarse por los dos lados y supimos entonces lo que era estar cercados, hasta el momento en que el contraataque los rechazó de nuevo, más allá de la carretera.
»En medio de todo aquello, entre el miedo que reseca la boca y la garganta, entre el polvo levantado por los escombros y el pánico de la pared que se derrumba, tirándose uno al suelo entre el fulgor y el estrépito de una granada, limpiando una ametralladora, apartando a los que la servían, que yacen con la cara contra el suelo cubierto de cascotes, protegiendo la cabeza para tratar de arreglar el cargador encasquillado, sacando el cargador roto, enderezando las cintas, pegándose luego al suelo detrás del refugio, barriendo después con la ametralladora la carretera, hiciste lo que tenías que hacer y sabías que estabas en lo cierto. Entonces conociste el éxtasis de la batalla, con la boca seca y con el terror que apunta, aun sin llegar a dominar, y luchaste aquel verano y aquel otoño por todos los pobres del mundo, contra todas las tiranías, por todas las cosas en las que creías y por un mundo nuevo, para el que tu educación te había preparado. Aquel invierno aprendiste a sufrir y a despreciar el sufrimiento en los largos períodos de frío, de humedad y barro, de cavar y construir fortificaciones. Y la sensación del verano y del otoño desaparecía bajo el cansancio, la falta de sueño, la inquietud y la incomodidad. Pero aquel sentimiento estaba allí aún y todo lo que se sufría no hacía más que confirmarlo. Fue en aquellos días cuando sentiste aquel orgullo profundo, sano y sin egoísmo… Todo aquel orgullo, en el Gay lord, te hubiera hecho pasar por un pelmazo imponente. No, no te hubieras encontrado a gusto en el Gay lord en aquellos tiempos. Eras demasiado ingenuo. Te hallabas en una especie de estado de gracia. Pero quizá no fuera el Gaylord así por entonces. No, en efecto, no era así por entonces. No era así en absoluto. Porque, sencillamente, el Gaylord no existía.»
Karkov le había hablado de aquella época. Por aquellos días los rusos, los pocos que había en Madrid, estaban en el Palace. Robert Jordan no llegó a conocer a ninguno de ellos. Eso fue antes de que se organizaran los primeros grupos de guerrilleros, antes de que conociera a Kashkin y a los otros.
Kashkin había estado en el norte, en Irún y en San Sebastián y en el combate frustrado hacia Vitoria. No llegó a Madrid hasta enero y mientras tanto Robert Jordan había combatido en Carabanchel y en Usera durante aquellos tres días en que contuvieron el ataque del ala derecha fascista sobre Madrid, haciendo retroceder a los moros y al Tercio, arrojándolos de casa en casa, hasta limpiar aquel suburbio destrozado, al borde de la meseta gris quemada por el sol, estableciendo una línea de defensa a lo largo de las alturas que pudiese proteger aquella parte de la ciudad; y en aquellos tres días Karkov había estado en Madrid.
Karkov no se mostraba cínico cuando hablaba de aquellos días. Aquéllos fueron unos días en los que todo parecía perdido y de los que cada cual guardaba ahora, mejor que una distinción honorífica, la certidumbre de haber obrado bien cuando todo parecía perdido. El Gobierno se había marchado de la ciudad, llevándose en su huida todos los coches del ministerio de la Guerra, y el viejo Miaja tuvo que ir en bicicleta a inspeccionar las defensas. Jordan no podía creer en aquella historia. No podía imaginarse a Miaja en bicicleta, ni siquiera en un alarde de imaginación patriótica; pero Karkov decía que era verdad. Claro es que, como lo había escrito así para que se publicara en los periódicos rusos, probablemente había deseado creerlo después de escribirlo.
Pero había otra historia que Karkov no había escrito. Había en el Palace tres heridos rusos, de los cuales era él el responsable: dos conductores de tanques y un aviador, los tres heridos demasiado graves para que se les pudiera trasladar, y como por entonces era de la mayor importancia que no hubiera pruebas de la ayuda rusa, que hubiese justificado la intervención abierta de los fascistas, Karkov fue encargado de que aquellos heridos no cayesen en manos de los fascistas, en el caso de que la ciudad fuera abandonada.
Si la ciudad iba a ser abandonada, Karkov tenía que envenenarlos, para destruir todas las pruebas de su identidad, antes de salir del Palace. Nadie debía hallarse en condiciones de probar, por los cuerpos de los tres hombres heridos, uno con tres heridas de bala en el abdomen, otro con la mandíbula destrozada y las cuerdas vocales al desnudo, y el tercero, con el fémur hecho añicos por una bala y las manos y la cara tan quemadas que le habían desaparecido las cejas, las pestañas y el cabello, que eran rusos. Nadie podría decir, por los cadáveres de aquellos tres hombres heridos, que él dejaría en su lecho en el Palace, que eran rusos. Porque nada puede probar que un cadáver desnudo es un ruso. La nacionalidad y las ideas políticas no se manifiestan cuando uno ha muerto.
Robert Jordan había preguntado a Karkov cuáles habían sido sus sentimientos cuando se vio ante la necesidad de hacer tal cosa, y Karkov le había respondido que la situación no había sido muy halagüeña. «¿Cómo pensaba hacerlo usted?», le preguntó Robert Jordan, añadiendo: «No es tan fácil, como usted sabe, envenenar a la gente en un momento.» Y Karkov le había dicho: «¡Oh, sí!, cuando se tiene encima todo lo que hace falta, para el caso en que uno tenga necesidad de ello.» Luego había abierto su pitillera y había enseñado a Robert Jordan lo que llevaba en una de las tapas. «Pero lo primero que harán, si cae usted prisionero, será quitarle la pitillera -había advertido Robert Jordan-. Le harán levantar las manos.»
- Llevo también un poco aquí -había dicho Karkov, mostrando la solapa de su chaqueta-. Basta con poner la solapa en la boca, así, morder y tragar.
- Eso está mucho mejor -había dicho Robert Jordan-. Pero dígame, ¿huele a almendras amargas, como se dice en las novelas policíacas?
- No lo sé -había respondido Karkov, muy divertido-. No lo he olido jamás. ¿Quiere usted que rompamos uno de esos tubitos para olerlo?
- Será mejor que lo guarde.
- Sí -había dicho Karkov, volviendo a guardarse la pitillera en el bolsillo-. No soy un derrotista, usted me entiende; pero es posible en cualquier momento que pasemos por un percance grave, y no puede uno procurarse esto en cualquier parte. ¿Ha leído usted el comunicado del frente de Córdoba? Es precioso. Es mi comunicado preferido por el momento.
- ¿Qué dice? -preguntó Robert Jordan. Acababa de llegar del frente de Córdoba y sentía ese enfriamiento súbito que se experimenta cuando alguien bromea sobre un asunto sobre el que sólo uno tiene derecho a bromear-. ¿Qué es lo que dice?
- Nuestra gloriosa tropa siga avanzando sin perder una sola palma de terreno -había dicho Karkov, en su español pintoresco.
- No es posible -dijo Robert Jordan con tono incrédulo.
- Nuestras gloriosas tropas continúan avanzando sin perder un solo palmo de terreno -había repetido Karkov en inglés-. Está en el comunicado. Lo buscaré, para que lo vea.
Uno podía recordar a los hombres que habían muerto luchando en torno a Pozoblanco, uno por uno, con sus nombres y apellidos. Pero en el Gay lord todo aquello no era más que un motivo más para bromear.
Así era, pues, el Gaylord en aquellos momentos, y sin embargo, no siempre había habido un Gaylord, y si la situación actual era de esas que hacen nacer cosas como el Gaylord, tan lejos de los supervivientes de los primeros días, él se sentía contento por haber visto el Gaylord y haberlo conocido. «Estás ahora muy lejos de lo que sentías en la Sierra, en Carabanchel y en Usera. Te dejas corromper fácilmente. Pero ¿es corrupción o sencillamente que has perdido la ingenuidad de tus comienzos? ¿No ocurrirá lo mismo en todos los terrenos? ¿Quién conserva en sus tareas esa virginidad mental con la que los jóvenes médicos, los jóvenes sacerdotes y los jóvenes soldados comienzan por lo común a trabajar? Los sacerdotes la conservan, o bien renuncian. Creo que los nazis la conservan, pensó, y los comunistas, si tienen una disciplina interior lo suficientemente severa, también. Pero fíjate en Karkov.»
No se cansaba nunca de considerar el caso de Karkov. La última vez que había estado en el Gaylord, Karkov había estado deslumbrante a propósito de cierto economista británico que había pasado mucho tiempo en España. Robert Jordan conocía los trabajos de ese hombre desde hacía años y le había estimado siempre sin conocerle. No le gustaba mucho, sin embargo, lo que había escrito sobre España. Era demasiado claro y demasiado sencillo. Robert Jordan sabía que muchas de las estadísticas estaban falseadas por un espejismo optimista. Pero se decía que es raro también que gusten las obras consagradas a un país que se conoce realmente bien y respetaba a aquel hombre por su buena intención.
Por último, había acabado por encontrárselo una tarde durante la ofensiva de Carabanchel. Jordan y sus compañeros estaban sentados al resguardo de las paredes de la plaza de toros, había tiroteo a lo largo de las dos calles laterales, y todos estaban muy nerviosos aguardando el ataque. Les prometieron enviarle un tanque, que no había llegado, y Montero, sentado, con la cabeza entre las manos, no cesaba de repetir: «No ha venido el tanque. No ha venido el tanque.»
Era un día frío. Y el polvo amarillento volaba por las calles. Montero fue herido en el brazo izquierdo y el brazo se le estaba entumeciendo.
- Nos hace falta un tanque -decía-. Tenemos que esperar al tanque, pero no podemos aguardar más. -Su herida le había hecho irascible.
Robert Jordan había salido en busca del tanque. Montero decía que podía suceder que estuviese detenido detrás del gran edificio que formaba ángulo con la vía del tranvía. Y allí estaba, en efecto. Sólo que no era un tanque. Los españoles, por entonces, llamaban tanque a cualquier cosa. Era un viejo auto blindado. El conductor no quería abandonar el ángulo del edificio para llegar hasta la plaza. Estaba de pie, detrás del coche, con los brazos apoyados en la cobertura metálica y la cabeza, que llevaba metida en un casco de cuero, apoyada sobre los brazos. Cuando Jordan se dirigió a él, el conductor se limitó a mover la cabeza. Por fin se irguió sin mirar a Jordan a la cara.
- No tengo órdenes -dijo, con aire hosco.
Robert Jordan sacó la pistola de la funda y apoyó el cañón contra la chaqueta de cuero del conductor.
- Estas son tus órdenes -le dijo. El hombre sacudió la cabeza, metida en un pesado casco de cuero forrado, como el que usan los jugadores de rugby, y dijo:
- No tengo municiones para la ametralladora.
Hay municiones en la plaza -le dijo Robert Jordan-.
Vamos, ven. Cargaremos las cintas allí. Vamos.
- No hay nadie para disparar -dijo el conductor.
- ¿Dónde está? ¿Dónde está tu compañero?
- Muerto -respondió el conductor-; ahí dentro.
- Sácale -dijo Robert Jordan-. Sácale de ahí.
- No quiero tocarle -dijo el chófer-. Además está doblado en dos, entre la ametralladora y el volante, y no puedo pasar sin tocarle.
- Vamos -replicó Jordan-. Vamos a sacarle entre los dos.
Se había golpeado la cabeza al saltar al coche blindado, haciéndose una pequeña herida en la ceja, que comenzó a sangrar corriéndole la sangre por la cara. El muerto era muy pesado y se había quedado tan tieso que no se le podía manejar.
Jordan tuvo que golpearle la cabeza para sacársela de donde se había quedado embutida, con la cara hacia abajo, entre el asiento y el volante. Lo consiguió finalmente, pasando la rodilla por debajo de la cabeza del cadáver, luego tirándole de la cintura, y, una vez suelta la cabeza, consiguió sacarlo por la portezuela.
- Échame una mano -había dicho al conductor.
- No quiero tocarle -contestó el chófer.
Y en esos momentos Robert Jordan vio que lloraba. Las lágrimas le corrían por las mejillas a uno y otro lado de la nariz, surcando su rostro cubierto de polvo. La nariz también le goteaba.
De pie, junto a la portezuela, tiró del cadáver, que cayó sobre la acera, junto a los raíles del tranvía, sin perder la posición que tenía, doblado por la mitad. Se quedó allí, el rostro de un color ceniciento sobre la acera de cemento, las manos plegadas debajo del cuerpo, como estaba en el vehículo.
- Sube, condenado -dijo Robert Jordan, amenazando al chófer con la pistola-. Sube ahora mismo, te digo.
Justamente entonces vio al hombre que salía de detrás del edificio. Llevaba un abrigo muy largo y la cabeza al aire; tenía cabellos grises, pómulos salientes y ojos hundidos y muy cerca uno de otro. Llevaba en la mano un paquete de Chesterfield, y sacando un cigarrillo se lo ofreció a Robert Jordan que, con el cañón de la pistola, empujaba al chófer obligándole a subir al coche blindado.
- Un momento, camarada -dijo a Robert Jordan, en español-. ¿Puede usted explicarme algo sobre la batalla?
Robert Jordan cogió el cigarro que se le tendía y se lo guardó en el bolsillo de su mono azul de mecánico. Había reconocido al camarada por las fotografías. Era el economista británico.
- Vete a la mierda -le dijo en inglés. Luego, dirigiéndose al conductor, en español-: Tira para abajo, hacia la plaza. ¿Comprendes? -Y había cerrado la pesada portezuela con un fuerte golpe. Empezaron a descender por la larga pendiente, mientras las balas repiqueteaban contra los costados del coche, haciendo un ruido como de cascotes arrojados contra una caldera de hierro. Luego la ametralladora abrió fuego con un martilleo continuo. Se detuvieron al llegar al arrimo de la plaza, en donde los carteles de la última corrida de octubre se exhibían aún junto a las ventanillas, al lado del lugar donde estaban las cajas de municiones apiladas y ya abiertas. Los camaradas, armados de fusiles, con las bombas en los cinturones y en los bolsillos, los aguardaban, y Montero había dicho: «Bueno, ya tenemos el tanque. Ahora podemos atacar.»
Después, aquella misma noche, cuando se tomaron las últimas casas de la colina, Jordan, tumbado cómodamente detrás de una cómoda pared de ladrillos, en la que había un agujero abierto, que servía de refugio y de tronera, contemplaba el hermoso campo de tiro que se extendía entre ellos y el reborde a donde los fascistas se habían retirado, y pensaba con una sensación de comodidad casi voluptuosa en la cresta de la colina, en donde había un hotelito destrozado que protegía su flanco izquierdo. Se había acostado sobre un montón de paja, con las ropas húmedas de sudor, y se había envuelto en una manta para secarse. Tumbado allí, pensó en el economista y se echó a reír. Luego se arrepintió de su descortesía. Pero en el momento en que el hombre le había tendido un cigarrillo en pago de sus informes, el odio del combatiente hacia el que no combate se había adueñado de él. Se acordaba del Gaylord y de Karkov hablando de aquel hombre.
De manera que se encontró usted con él -dijo Karkov-. Yo no pasé del Puente de Toledo aquel día. El estuvo, por lo demás, muy cerca del frente. Creo que fue su último día de bravura. Se fue de Madrid a la mañana siguiente. Fue en Toledo donde se comportó con más bravura, por lo que creo. En Toledo estuvo formidable. Fue uno de los artífices de la toma del Alcázar. Tenía usted que haberle visto en Toledo. Creo que gran parte de nuestro éxito en aquel lugar se lo debemos a sus consejos y a sus esfuerzos. Fue la porción más estúpida de la guerra. Allí se llegó al límite de la tontería. Pero, dígame, ¿qué se piensa de él en América?
- En América -había dicho Robert Jordan- se cree que está muy bien con Moscú.
- No lo está -dijo Karkov-; pero tiene una cara magnífica y su aspecto y sus modales consiguen gran éxito. Con una cara como la mía no se puede ir muy lejos. Lo poco que he logrado ha sido a despecho de mi cara, ya que nadie me quiere ni tiene confianza en mí a causa de ella. Pero ese tipo, Mitchell, tiene una cara que es una fortuna. Es una cara de conspirador. Todos los que saben algo de conspiradores, por haberlo leído en los libros, tienen pronto confianza en él. Y además tiene modales de conspirador. No se le puede ver entrar en una habitación sin creer inmediatamente que se está en presencia de un conspirador de primer orden. Todos esos compatriotas ricos de usted que sentimentalmente quieren ayudar a la Unión Soviética, según creen, o asegurarse contra un éxito triunfal del partido, ven en seguida en la cara de ese hombre y en sus modales a alguien que no puede menos de ser un agente de toda confianza del Komintern.
- ¿Y no tiene relaciones con Moscú?
- No. Oiga, camarada Jordan, ¿conoce usted la broma sobre las dos especies de idiotas?
- ¿El idiota corriente y el fastidioso?
- No. Las dos clases de idiotas que tenemos nosotros en Rusia. -Karkov sonrió y prosiguió diciendo-: Primeramente, está el idiota de invierno. El idiota de invierno llega a la puerta de tu casa y la golpea ruidosamente. Sales a abrirle y, al verle, te das cuenta de que no le conoces. Tiene un aspecto impresionante. Es un gran tipo con botas altas, abrigo de piel, gorro de piel y llega enteramente cubierto de nieve. Comienza sacudiéndose las botas y quitándose la nieve. Luego se quita su abrigo de piel, lo sacude y cae más nieve. Luego se quita su gorro de piel y lo sacude contra la puerta. Cae más nieve de su sombrero de piel. Luego, golpea con sus botas y entra en el salón. Entonces le miras y ves que es un idiota. Es el idiota de invierno. En verano vemos un idiota que va calle abajo sacudiendo los brazos y volviendo la cabeza a uno y otro lado, y cualquiera reconoce a doscientos metros que es idiota. Es el idiota de verano. Pues bien, ese economista es un idiota de invierno.
- Pero ¿por qué confían en él las gentes de por aquí? -preguntó Robert Jordan.
- Por su cara -repuso Karkov-. Por su magnífica gueule de conspirateur, por su jeta de conspirador y por su extraordinaria treta de llegar siempre de otra parte, en donde es muy considerado y muy importante. Desde luego -añadió, sonriendo- hay que viajar mucho para que esa treta tenga éxito continuo. Pero usted sabe lo extraños que son los españoles -prosiguió Karkov-. Este gobierno es muy rico. Tiene mucho oro. Pero no da nada a los amigos. ¿Usted es amigo? Muy bien, usted hará lo que está haciendo por nada y no debe esperar ninguna recompensa. Pero a las gentes que representan una firma importante o un país que no está bien dispuesto y que conviene propiciar, a esas gentes les dan todo lo que quieran. Resulta muy interesante cuando se puede seguir de cerca este fenómeno.
- A mí no me agrada. Además, ese dinero pertenece a los trabajadores españoles.
- No es cosa de que le guste o no le guste. Lo único que se espera de usted es que lo entienda -le dijo Karkov- Siempre que le veo le enseño algo nuevo, y puede ocurrir que, con el tiempo, llegue a tener una buena educación. Sería muy interesante para usted, siendo profesor, estar bien educado.
No sé si seré profesor cuando vuelva a casa. Probablemente me echarán por rojo.
Bueno, entonces podrá usted ir a la Unión Soviética a proseguir sus estudios. Será acaso la mejor solución para usted.
¡Pero si mi especialidad es el español!
Hay muchos países en donde se habla español -dijo Karkov-. Y no deben de ser todos tan difíciles de entender como España. Tiene usted que recordar, además, que desde hace nueve meses no es usted profesor. En nueve meses ha aprendido usted quizás un nuevo oficio. ¿Cuántos libros de dialéctica ha leído usted?
He leído el Manual del Marxismo, de Emil Burns. Nada más que eso.
- Si lo ha leído usted hasta el final, es un buen comienzo. Tiene mil quinientas páginas y puede uno entretenerse en cada una de ellas un poco de tiempo. Pero hay otras cosas que debiera usted leer.
- No tengo tiempo de leer ahora.
- Ya lo sé -dijo Karkov-. Quiero decir después. Hay muchas cosas que conviene leer para comprender algo de lo que está pasando. De todo ello saldrá un día un libro, un libro que será muy útil y que explicará muchas cosas que hay que saber. Quizá lo escriba yo. Confío en ser yo quien lo escriba.
- No sé quién podría hacerlo mejor.
- No me adule usted -dijo Karkov-. Yo soy periodista; pero, como todos los periodistas, quisiera hacer literatura. En estos momentos estoy muy ocupado en un trabajo sobre Calvo Sotelo. Era un verdadero fascista, un verdadero fascista español. Franco y todos los demás no lo son. He estado estudiando todos los escritos y los discursos de Calvo Sotelo. Era muy inteligente y fue muy inteligente el que le mataran.
- Yo creía que usted no era partidario del asesinato político.
- Se practica muy a menudo -explicó Karkov-. Muy a menudo.
- Pero…
- No creemos en los actos individuales de terrorismo -dijo Karkov, sonriendo-. Y todavía menos, desde luego, cuando son perpetrados por criminales o por organizaciones contrarrevolucionarias. Odiamos la doblez y la perfidia de esas hienas asesinas de destructores bujarinistas y esos desechos humanos, como Zinoviev, Kamenev, Rikov y sus secuaces. Odiamos y aborrecemos a esos enemigos del género humano -dijo, volviendo a sonreír-. Pero creo, sin embargo, que puedo decirle que el asesinato político se usa muy ampliamente.
- ¿Quiere usted decir…?
- No quiero decir nada. Pero, indudablemente, ejecutamos y aniquilamos a esos verdaderos demonios, a esos desechos humanos, a esos perros traidores de generales y a esos repugnantes almirantes indignos de la confianza que se ha puesto en ellos.
»Todos ellos son destruidos; no asesinados. ¿Ve usted la diferencia?
- La veo -dijo Robert Jordan.
- Y porque gaste bromas de vez en cuando, y usted sabe lo peligrosas que pueden resultar las bromas, no crea que los españoles van a dejar de lamentar el no haber fusilado a ciertos generales que ahora tienen mando de tropas. Aunque no me gustan los fusilamientos; ¿me ha comprendido?
- A mí no me importan -contestó Robert Jordan-; no me gustan, pero no me importan.
- Ya lo sé -contestó Karkov-; ya me lo habían dicho.