Gómez se acercó a la puerta y se dirigió a uno de los centinelas.


- Capitán Gómez, de la 65 brigada -dijo-. ¿Puedes decirme dónde encontraré el Cuartel General del general Golz, comandante de la 35 división?


- Aquí no es -dijo el centinela.


- ¿Qué es esto?


- La comandancia.


- ¿Qué comandancia?


- Pues la comandancia.


- ¿La comandancia de qué?


- ¿Quién eres tú para hacer tantas preguntas? -preguntó el centinela a Gómez en la oscuridad.


Allí, en lo alto del puerto, el cielo estaba muy claro y sembrado de estrellas, y Andrés, ya que había salido de la polvareda, podía ver claramente en la noche. Por debajo de ellos, donde la carretera torcía a la derecha, Andrés podía discernir claramente la silueta de los camiones y de los coches que circulaban dibujándose contra el horizonte.


- Soy el capitán Rogelio Gómez, del primer batallón de la 65 brigada y pregunto dónde está el Cuartel General del general Golz -dijo Gómez.


El centinela entreabrió la puerta.


- Llamad al cabo de guardia -gritó hacia el interior.


En ese momento, un gran automóvil del Estado Mayor dio la vuelta a la curva y se dirigió hacia el gran edificio de piedra, ante el cual aguardaban Andrés y Gómez a que apareciese el cabo de guardia. El coche se acercó y se detuvo ante la puerta.


Un hombre grande, viejo, pesado, con una gran boina caqui como la que llevan los chasseurs a pied del ejército francés, con un abrigo gris, un mapa en la mano y una pistola sujeta alrededor de su abrigo por una correa, salió del asiento posterior del coche, acompañado de otros dos hombres con uniforme de las Brigadas Internacionales.


El viejo habló en francés con su chófer, ordenándole que se apartase de la puerta y llevara el coche al refugio. Andrés no entendía el francés, pero Gómez, que había sido barbero, sabía algunas palabras.


Al acercarse a la puerta, con los otros dos oficiales, Gómez vio su rostro claramente al ser iluminado y le reconoció. Le había visto en reuniones políticas y había leído con frecuencia artículos suyos traducidos del francés en Mundo Obrero. Reconoció las pobladas cejas, los ojos grises acuosos, el mentón y la doble papada, como pertenecientes a una de las primeras figuras de los grandes revolucionarios modernos de Francia; era el hombre que había encabezado el motín de la flota francesa en el Mar Negro. Gómez conocía la alta situación política que ocupaba aquel hombre en las Brigadas Internacionales y sabía que tal persona tenía que conocer dónde se encontraba el Cuartel General de Golz y podía encaminarlos. Lo que no sabía era en lo que aquel hombre se había convertido con el tiempo, las desilusiones, las amarguras domésticas y políticas y la ambición defraudada, y que dirigirse a él era una de las cosas más peligrosas que podían hacerse. Ignorando todo esto, se dirigió hacia el hombre, le saludó, levantando el puño, y dijo:


- Camarada Marty, somos portadores de un mensaje para el general Golz. ¿Puede usted indicarnos su Cuartel General? Es urgente.


El anciano, grande y pesado, miró a Gómez inclinando la cabeza y escrutándole con toda la atención de sus ojos acuosos. Incluso en el frente, a la luz de una bombilla eléctrica desnuda y cuando acababa de hacer un viaje en coche descubierto y en una noche fresca, su rostro gris tenía aire de decrepitud. Su cara parecía modelada con esos desechos que se encuentran debajo de las patas de los leones muy viejos.


- ¿Tienes qué, camarada? -preguntó a Gómez. Hablaba el español con un fuerte acento catalán. Echó una mirada de reojo a Andrés y volvió a fijar la vista en Gómez.


- Un mensaje para el general Golz, que tengo que entregar en su Cuartel General, camarada.


- ¿De dónde procede eso, camarada?


- De más allá de las líneas fascistas -dijo Gómez.


André Marty extendió la mano para tomar el mensaje y los otros papeles. Les echó una ojeada y se los guardó en el bolsillo.


- Detened a los dos -dijo al cabo de guardia-; registradlos y traédmelos cuando yo lo ordene.


Con el mensaje en el bolsillo, el anciano penetró en el interior del gran edificio de piedra.


En el cuarto de guardia Gómez y Andrés fueron registrados.


- ¿Qué le pasa a ese hombre? -preguntó Gómez a uno de los guardias.


- Está loco -dijo el guardia.


- No; es una figura política muy importante -dijo Gómez-. Es el comisario supremo de las Brigadas Internacionales.


- A pesar de eso, está loco -insistió el cabo-. ¿Qué hacíais detrás de las líneas fascistas?


- Este camarada es un guerrillero de por allí -dijo Gómez, mientras el hombre le registraba-. Trae un mensaje para el general Golz. Ten mucho cuidado con mis papeles. Guárdame bien el dinero, y esa bala, atada con un hilo; es de mi primera herida en el Guadarrama.


- No te preocupes -contestó el cabo-; todo se guardará en este cajón. ¿Por qué no me preguntaste a mí dónde estaba Golz?


- Quisimos hacerlo. Pregunté al centinela y él te llamó.


- Pero llegó el loco y le preguntásteis a él. Nadie debiera preguntarle nada. Está loco. Tu Golz está a tres kilómetros de aquí, a la derecha de estos peñascos, en lo alto de la carretera.


- ¿No podrías dejar que nos fuéramos?


- No. Me va la cabeza. Tengo que conduciros a presencia del loco. Y además, él tiene tu mensaje.


- Pero ¿no podrías avisar a alguien?


- Sí -dijo el cabo-; se lo diré al primer responsable que me tropiece. Todos saben que está loco.


- Siempre le había tenido por una gran figura -comentó Gómez-. Por una de las glorias de Francia.


- Puede que sea una gloria y todo lo que tú quieras -dijo el cabo, poniendo una mano sobre el hombro de Andrés-; pero está más loco que una cabra. Tiene la manía de fusilar a la gente.


- ¿Fusilarlos? ¿En serio?


- Como lo oyes -dijo el cabo-. Ese viejo mata más que la peste bubónica. Pero no mata a los fascistas, como hacemos nosotros. ¡Qué va! Ni en broma. Mata a bichos raros. Trotskistas, desviacionistas, toda clase de bichos raros.


Andrés no comprendía nada de aquello.


- Cuando estábamos en El Escorial fusilamos no sé cuantos tipos por orden suya -dijo el cabo-. Siempre nos tocó a nosotros fusilar. Los de las Brigadas no querían fusilar a sus hombres, sobre todo, los franceses. Para evitar dificultades, siempre fusilábamos nosotros. Nosotros fusilábamos a los franceses. Nosotros fusilábamos a los belgas. Nosotros fusilábamos a otros de distintas nacionalidades. De todas las clases. Tiene la manía de fusilar gente. Siempre por cuestiones políticas. Está loco. Purifica más que el salvarsán.


- Pero ¿hablarás a alguien de ese mensaje?


- Sí, hombre. Sin ninguna duda. Los conozco a todos en estas dos brigadas. Todos pasan por aquí. Conozco incluso a los rusos, aunque no hay muchos que hablen español. Impediremos a ese loco que fusile a los españoles.


- Pero ¿y el mensaje?


- El mensaje también; no te preocupes, camarada. Sabemos cómo hay que gastarlas con ese loco. No es peligroso más que con sus compatriotas. Ahora ya le conocemos.


- Traed a los dos detenidos -dijo la voz de André Marty.


- ¿Queréis echar un trago? -preguntó el cabo.


- ¿Cómo no?


El cabo cogió de un armario una botella de anís, y Gómez y Andrés bebieron. El cabo también. Secóse la boca con el dorso de la mano.


- Vámonos -dijo.


Salieron del cuarto de guardia con la boca ardiendo por efecto del anís que habían tomado entrecortadamente, con la tripa y el espíritu templados; atravesaron el vestíbulo y penetraron en la habitación donde Marty se encontraba sentado ante una larga mesa, con un mapa extendido delante de él y sosteniendo en la mano un lápiz rojo y azul, con el que jugaba a general. Para Andrés, aquello no era sino un incidente más. Había habido muchos aquella noche. Era siempre así. Si se tenían los papeles en regla y la conciencia limpia, no se corría peligro. Acababan por soltar a uno y se proseguía el camino. Pero el inglés había dicho que se dieran prisa. Sabía que no volvería a tiempo para lo del puente; pero tenía que entregar un despacho, y aquel viejo detrás de la mesa lo guardaba en su bolsillo.


- Deteneos ahí -ordenó Marty, sin levantar sus ojos.


- Escucha, camarada Marty -comenzó a decir Gómez, fortificada su cólera por los efectos del anís-; ya hemos sido estorbados una vez esta noche por la ignorancia de los anarquistas. Luego, por la pereza de un burócrata fascista. Y ahora lo estamos siendo por la desconfianza de un comunista.


- Cállate -dijo Marty, sin mirarle-. No estamos en una reunión pública.


- Camarada Marty, se trata de un asunto muy urgente -insistió Gómez-, y de la mayor importancia.


El cabo y el soldado que los escoltaban seguían con el más vivo interés la conversación, como si estuvieran presenciando una obra cuyos lances más felices, aunque vistos ya muchas veces, saboreaban con deleite por anticipado.


- Todo es de la mayor urgencia -dijo Marty-. Todas las cosas tienen importancia. -Levantó la vista hacia ellos, con el lápiz en la mano.- ¿Cómo supísteis que Golz estaba aquí? ¿Os dais cuenta de la gravedad que supone el preguntar por un general antes de iniciarse un ataque? ¿Como pudísteis saber que ese general estaría aquí?


- Cuéntaselo tú -dijo Gómez a Andrés.


- Camarada general -empezó a decir Andrés. André Marty no corrigió el error de grado-. Ese paquete me lo dieron al otro lado de las líneas.


- ¿Al otro lado de las líneas? -preguntó Marty-. ¡Ah, sí!, ya os oí decir que veníais de las líneas fascistas.


- Me lo dio un inglés llamado Roberto, camarada general, que vino como dinamitero para lo del puente. ¿Entiendes?


- Continúa con tu cuento -dijo Marty, usando la palabra cuento para expresar mentira, falsedad o invención.


- Bueno, camarada general, el inglés me ordenó que a toda prisa se lo trajera al general Golz, que va a lanzar una ofensiva por estas montañas. Y lo único que te pedimos es podérselo llevar con toda la rapidez posible, si no tiene ningún inconveniente el camarada general.


Marty volvió a sacudir la cabeza. Miraba a Andrés, pero no le veía.


Golz, pensaba con una mezcla de horror y de satisfacción; esa mezcla que es capaz de experimentar un hombre al saber que su peor rival ha muerto en un accidente de coche particularmente atroz, o que una persona que odiaba, y cuya probidad no se puso nunca en duda, acababa de ser acusada de desfalco. Que Golz fuese también uno de ellos… Que Golz mantuviera relaciones tan evidentes con los fascistas… Golz, a quien él conocía desde hacía más de veinte años. Golz, que había capturado el tren de oro aquel invierno con Lucacz en Siberia. Golz, que se había batido contra Kolchak y en Polonia. Y en el Cáucaso, y en China. Y aquí, desde el primero de octubre. Pero había sido íntimo de Tukhachevsky. De Vorochilov también, ciertamente. Pero fue íntimo de Tukhachevsky. ¿Y de quién más? Aquí lo era de Karkov, desde luego. Y de Lucacz. Pero todos los húngaros eran intrigantes. El detestaba a Gall. «Acuérdate de eso. Anótalo.» Golz había detestado siempre a Gall. Pero sostenía a Putz. «Acuérdate de eso. Y Duval es su jefe de Estado Mayor. Fíjate en lo que hay detrás de todo eso. Se le ha oído decir que Copie era un imbécil. Eso es algo definitivo. Eso es algo que cuenta. Y ahora, ese mensaje procedente de las líneas fascistas.» Solamente cortando las ramas podridas podría conservarse el árbol sano y vigoroso. Era necesario que la podredumbre quedara al descubierto para que pudiera ser destruida. Pero que tuviera que ser Golz… Que fuera Golz uno de los traidores… Sabía que no era posible confiar en nadie. En nadie. Nunca. Ni en la propia mujer. Ni en el hermano. Ni en el más viejo camarada. En nadie. Nunca.


- Lleváoslos y vigiladlos.


El cabo y el soldado se cruzaron una mirada. Para ser una entrevista con Marty, había sido poco ruidosa.


- Camarada Marty -dijo Gómez-, no procedas como un demente. Escúchame a mí, un oficial leal, un camarada. Ese mensaje tiene que ser entregado. Este camarada lo ha traído atravesando las líneas fascistas para entregárselo al camarada general Golz.


- Lleváoslos -ordenó Marty al centinela, expresándose con gran dulzura. Los compadecía como seres humanos aunque fuese necesario liquidarlos. Pero era la tragedia de Golz lo que le obsesionaba. Que tuviera que ser Golz, pensaba. Era preciso llevar en seguida el mensaje fascista a Varloff.


No, sería mejor que él mismo se lo entregara a Golz y le observara en su reacción. ¿Cómo estar seguro de Varloff, si Golz mismo era uno de ellos? No. Era un asunto que requería grandes precauciones.


Andrés se dirigió a Gómez.


- ¿Crees que no va a enviar el mensaje? -preguntó, sin acabar de creerlo.


- ¿No lo estás viendo? -dijo Gómez.


- Me cago en su puta madre -dijo Andrés-. Está loco.


- Sí -asintió Gómez-; está loco. Estás loco. ¿Me oyes? Loco -gritó a Marty, que estaba de espaldas a ellos, inclinado sobre el mapa, esgrimiendo su lápiz rojo y azul-. ¿Me oyes, loco asesino?


- Lleváoslos -volvió a decir Marty-. Su cabeza está desquiciada bajo el peso de su enorme culpa.


Aquélla era una frase que al cabo le resultaba familiar. La había oído ya otras veces.


- Loco. Asesino -gritaba Gómez.


- Hijo de la gran puta -gritaba Andrés-. Loco.


La estupidez de aquel hombre le exasperaba. Si era un loco, que le encerrasen, que le quitaran el mensaje del bolsillo. Al diablo con aquel loco. La furia española empezaba a manifestarse, sobreponiéndose a su manera de ser calmosa y a su humor afable. Un poco más, y le cegaría.


Marty, con los ojos fijos en el mapa, movió tristemente la cabeza mientras los guardias hacían salir a Gómez y a Andrés. Los guardias se divirtieron al oír cómo le insultaban; pero, en conjunto, la representación había resultado floja. Habían visto otras mucho mejores. A André Marty no le importaban las injurias. Muchos hombres le habían maldecido, al fin y al cabo. Sentía piedad de todos, sinceramente, como seres humanos. Era algo que se repetía a menudo y era una de las pocas ideas sanas que le quedaban y que fuera realmente suya.


Siguió sentado allí, con los ojos fijos en el mapa, hacia el que apuntaban también las guías de sus bigotes; aquel mapa que no comprendería nunca, con los círculos de color castaño finos como la tela de una araña. Podía discernir las cimas y los valles, pero no comprendía en absoluto por qué era preciso elegir esa cima o aquel valle. En el Estado Mayor, donde, gracias al régimen de los comisarios políticos, tenía derecho a intervenir, sabía poner el dedo sobre tal o cual lugar numerado, rodeado de un círculo castaño, en medio de las manchas verdes de los bosques, cortado por las líneas de las carreteras que corrían paralelas a las líneas sinuosas de los ríos, y decir: «Aquí. Este es el punto vulnerable.»


Gall y Copie, que eran los dos políticos y hombres ambiciosos, asentían y, más tarde, hombres que nunca habían visto el mapa, y a quienes habían dicho el número de la cota antes de salir, treparían por las laderas en busca de su muerte, a menos que, detenidos por el fuego de las ametralladoras ocultas entre los olivares no la alcanzasen jamás. Podía suceder asimismo que en otros frentes trepasen fácilmente para descubrir que no habían mejorado en nada su posición anterior. Pero cuando Marty ponía el dedo sobre el mapa en el Estado Mayor de Golz, los músculos de la mandíbula del general de cráneo lleno de cicatrices y rostro blanco se crispaban, mientras se decía para sí: «Debiera matarte, André Marty, antes de consentir que pusieras tu inmundo dedo sobre uno de mis mapas. Maldito seas por todos los hombres que has hecho morir mezclándote en cosas que no conocías. Maldito sea el día en que se dio tu nombre a la fábrica de tractores, a las aldeas, a las cooperativas, convirtiéndote en un símbolo al que yo no puedo tocar. Vete a otra parte a sospechar, a exhortar, a intervenir, a denunciar y a asesinar, y deja en paz mi Estado Mayor.»


Pero en lugar de decir eso, Golz se limitaba a apartarse de la inmensa mole inclinada sobre el mapa con el dedo extendido, los ojos acuosos, el mostacho de un blanco grisáceo, y el aliento fétido, y decía: «Sí, camarada Marty; comprendo tu punto de vista; pero no está enteramente justificado y no estoy de acuerdo. Puedes pasar sobre mi cadáver, si lo prefieres. Sí, puedes convertirlo en una cuestión de partido, como dices. Pero no estoy de acuerdo.»


Así, pues, André Marty seguía en aquellos momentos sentado, estudiando su mapa, extendido sobre la mesa, a la luz cruda de una bombilla eléctrica sin pantalla suspendida por encima de su cabeza y, consultando las copias de las órdenes de ataque, trataba de buscar el lugar lentamente, cuidadosa y laboriosamente sobre el mapa como un joven oficial que tratara de resolver un problema en un curso preparatorio de Estado Mayor.


Hacía la guerra. Con su pensamiento mandaba las tropas; tenía derecho a intervenir y pensaba que ese derecho era un mando Seguía sentado allí, con la carta de Robert Jordan a Golz en el bolsillo, mientras Gómez y Andrés esperaban en el cuarto de guardia y Robert Jordan estaba tumbado en el bosque, más arriba del puente.


Es más que dudoso que la misión de Andrés hubiera concluido de forma distinta si hubieran podido seguir su camino Gómez y él sin los estorbos impuestos por André Marty. No había nadie en el frente con autoridad bastante para suspender el ataque. El mecanismo se había puesto en movimiento desde hacía demasiado tiempo para que se pudiera detener de golpe. En las operaciones militares, cualesquiera que sean, hay siempre mucha inercia. Pero una vez que esa inercia ha sido sobrepasada y que el mecanismo se ha puesto en marcha, es tan difícil detenerlo como desencadenarlo.


Aquella noche, el anciano, con su boina echada sobre los ojos, permanecía sentado ante la mesa mirando el mapa cuando la puerta se abrió y Karkov, el periodista ruso, entró acompañado de otros dos rusos, vestidos de paisanos, con gorra y chaqueta de cuero. El cabo de guardia lamentó tener que cerrar la puerta detrás de ellos. Karkov había sido el primer hombre de solvencia con quien había podido comunicarse.


- Tovarich Marty -dijo Karkov con su expresión cortés y desdeñosa, mostrando al sonreír su mala dentadura.


Marty se incorporó. No le gustaba Karkov; pero como Karkov era un enviado de Pravda y estaba en relación directa con Stalin, era uno de los tres hombres más importantes de España por entonces.


- Tovarich Karkov -contestó.


- ¿Estás preparando la ofensiva? -preguntó insolentemente Karkov, haciendo un gesto hacia el mapa.


- La estoy estudiando -respondió Marty.


- ¿Eres tú el encargado de dirigirla, o es Golz? -siguió inquiriendo Karkov suavemente.


- No soy más que un simple comisario, como sabes -dijo Marty.


- No -repuso Karkov-; eres muy modesto. Eres un verdadero general. Tienes tu mapa y tus prismáticos. ¿No has sido almirante alguna vez, camarada Marty?


- Fui condestable artillero -contestó Marty. Era una mentira.


En realidad, fue pañolero de proa cuando se amotinó la armada. Pero le gustaba figurarse que había sido condestable artillero.


- ¡Ah!, creía que habías sido pañolero de primera -dijo Karkov-. Siempre tengo los datos equivocados. Es propio de periodistas.


Los otros dos rusos no tomaron parte en la conversación. Miraban el mapa por encima del hombro de Marty y de vez en cuando cambiaban alguna que otra palabra en su lengua. Marty y Karkov, después de los primeros saludos, se habían puesto a hablar en francés.


- Es mejor que tus errores no lleguen a Pravda -dijo Marty.


Lo dijo bruscamente, tratando de recobrar el aplomo. Karkov le deprimía. La palabra francesa es dégonfler, y Karkov le deprimía y le irritaba. Cuando Karkov hablaba, le costaba trabajo recordar su propia importancia dentro del partido. Le costaba trabajo recordar que era también intocable. Karkov parecía que le tocase siempre ligeramente, con suaves botonazos, aunque podía tocarle todo lo que se le antojara. Ahora, Karkov decía:


- Lo corrijo por lo general antes de enviar nada a Pravda. Tengo mucho cuidado con Pravda. Dime, camarada Marty, ¿has oído hablar de un mensaje para Golz de uno de nuestros grupos de guerrilleros que opera cerca de Segovia? Hay allí un camarada norteamericano, llamado Jordan, de quien debiéramos tener noticias. Se nos ha dicho que ha habido combates detrás de las líneas fascistas. Nuestro camarada ha debido de enviar un mensaje a Golz.


- ¿Un norteamericano? -preguntó Marty. Andrés había dicho un inglés. De manera que era él quien estaba equivocado. Pero ¿por qué habían ido a buscarle aquellos idiotas?


- Así es -dijo Karkov, mirándole con desdén-; un joven norteamericano, no muy desarrollado políticamente; pero que se entiende muy bien con los españoles y tiene un expediente muy bueno como guerrillero. Entrégame el despacho, camarada Marty. Ya ha sido detenido bastante tiempo.


- ¿Qué despacho? -preguntó Marty.


Era una pregunta estúpida, y lo sabía. Pero no era capaz de confesar tan de prisa que se había equivocado, e hizo la pregunta aunque sólo fuese para retrasar aquel momento de humillación.


- El despacho del joven Jordan para Golz que está en tu bolsillo -dijo Karkov a través de su mala dentadura.


André Marty se metió la mano en el bolsillo, sacó el mensaje y lo puso sobre la mesa, mirando a Karkov directamente a los ojos. Muy bien, se había equivocado y no había nada que se pudiera hacer para remediarlo; pero no estaba dispuesto a sufrir ninguna humillación.


- Y el salvoconducto también -insistió Karkov suavemente.


Marty puso el salvoconducto al lado del despacho.


- Camarada cabo -llamó Karkov en español.


El cabo abrió la puerta y entró en la habitación. Echó una rápida mirada hacia Marty, que le devolvió la mirada como un viejo jabalí acosado por los perros. No había en su rostro huellas de miedo ni de humillación. Estaba sencillamente encolerizado y había sido acorralado provisionalmente. Sabía que aquellos perros no se harían jamás con él.


- Entrégales esos documentos a esos dos camaradas del cuarto de guardia e indícales el camino para llegar al Cuartel General de Golz -dijo Karkov-. Ya han estado detenidos demasiado tiempo.


El cabo salió y Marty le siguió con la mirada, volviéndola después hacia Karkov.


- Tovarich Marty -dijo Karkov-, voy a averiguar hasta qué punto eres intocable.


Marty le miró de frente y no dijo nada. -No hagas planes sobre lo que vas a hacer con el cabo -prosiguió Karkov-. No fue el cabo quien me habló. Vi a los dos hombres en el cuarto de guardia y me hablaron ellos. -Era una mentira.- Siempre quiero que la gente se dirija a mí. -Aquello era verdad, aunque fue el cabo quien le habló. Pero Karkov creía en los beneficios que podían sacarse de su accesibilidad y en las posibilidades de humanizar las cosas por una intervención benévola. Era la única cosa en la que no era nunca cínico-. Ya sabes que cuando estoy en la U.R.S.S. las gentes me escriben a Pravda si se comete una injusticia en una aldea del Azerbayán. ¿Lo sabías? «El camarada Karkov nos ayudará», se dicen.


André Marty le miró sin que su rostro expresara más que cólera y disgusto. No tenía en su mente otra idea más que la de que Karkov había hecho algo contra él. Muy bien. Por mucho poder que tuviera, Karkov tendría que estar alerta en adelante.


- Hay algo más -continuó Karkov-, aunque siempre se trata de lo mismo. Es preciso que descubra hasta qué punto eres intocable, camarada Marty. Me gustaría saber si no es posible cambiar el nombre de esa fábrica de tractores.


André Marty apartó los ojos y los fijó de nuevo en el mapa. -¿Qué decía el joven Jordan en su mensaje? -preguntó Karkov.


- No he leído el mensaje -contestó Marty-. Et maintenant, fiche-moi la paix,camarada Karkov.


- Bien -dijo Karkov-, te dejo entregado a tus tareas militares.


Salió de la habitación y se fue al cuarto de guardia. Andrés y Gómez se habían marchado ya. Se detuvo un instante mirando el camino y las cumbres que se perfilaban en la luz cenicienta de la madrugada. «Hay que llegar allá arriba -pensó-. Esto va a comenzar muy pronto.»


Andrés y Gómez estaban de nuevo en la motocicleta, corriendo por la carretera, que poco a poco se iba iluminando por la luz del día. Andrés, agarrado al asiento, mientras la moto trepaba por la carretera, en curvas cerradas, envuelta en una bruma gris, que descendía de lo alto del puerto, sentía la máquina deslizarse bajo él. Luego la sintió estremecerse y pararse. Se quedaron de pie, al lado de la moto, en un fragmento de carretera descendente envuelta en bosques. A su izquierda había tanques cubiertos con ramas de pino. Por todas partes había tropas. Andrés vio a los camilleros, con los largos palos de las camillas al hombro. Tres coches del Estado Mayor estaban alineados a la derecha, bajo los árboles, a un lado de la carretera y debajo de una enramada de pinos. Gómez llevó la motocicleta hasta apoyarla en un pino, junto a uno de los automóviles. Se dirigió al chófer que estaba sentado en el coche, con la espalda apoyada en un árbol.


- Yo os llevaré -dijo el chófer-. Esconde la moto y cúbrela con algunas de esas ramas -añadió, señalando un montón de ramas cortadas.


Mientras el sol comenzaba a asomar por las altas copas de los pinos, Gómez y Andrés siguieron al chófer, que se llamaba Vicente, al otro lado de la carretera y llegaron, caminando entre los árboles, por una pendiente, hasta la entrada de un refugio sobre cuyo techo se veían los hilos del teléfono y del telégrafo, que continuaban camino arriba. Quedaron aguardando mientras el chófer entraba con el mensaje, y Andrés admiró la construcción del refugio, que parecía un agujero desde el exterior de la colina, sin escombros alrededor, pero que en su interior era profundo, según podía ver desde la entrada, y los hombres se movían con holgura sin necesidad de agachar la cabeza para esquivar el grueso techo de maderos.


Por fin, Vicente, el chófer, salió.


- Está allá arriba, en lo alto de la montaña, en donde se están desplegando las tropas para el ataque -dijo-. Se lo he dado al jefe del Estado Mayor. Aquí está el recibo que ha firmado.


Entregó el sobre firmado a Gómez, que se lo entregó a Andrés, el cual le echó una ojeada y se lo metió en el bolsillo de su camisa.


- ¿Cómo se llama el que ha firmado? -preguntó.


- Duval -dijo Vicente.


- Bien -dijo Andrés-. Es uno de los tres a quien podía entregárselo.


- ¿Tenemos que aguardar respuesta? -preguntó Gómez a Andrés.


- Sería mejor; aunque, después de lo del puente, ni Dios sabe si podré encontrar a Jordan y a los otros.


- Venid conmigo a esperar a que vuelva el general -dijo Vicente-. Os buscaré un poco de café; debéis de estar hambrientos.


- ¿Y esos tanques? -preguntó Gómez.


Pasaban junto a los tanques de color de barro, cubiertos de ramas, cada uno de los cuales había dejado un profundo surco al virar para apartarse de la carretera. Los cañones del 45 asomaban horizontalmente bajo las ramas y los conductores y los artilleros, enfundados en sus chaquetas de cuero y cubiertos con casco de acero, descansaban junto a los árboles tendidos en el suelo.


- Esos son los de la reserva -dijo Vicente-. Todas esas tropas son de la reserva. Los que iniciarán el ataque están más arriba.


- Son muchísimos -dijo Andrés.


- Sí -asintió Vicente-; una división completa.


En el interior del refugio, Duval, sosteniendo con la mano izquierda abierto el mensaje de Robert Jordan, miraba su reloj de pulsera y volvía a leer la carta por cuarta vez, sintiendo cada vez que la leía que el sudor le goteaba por las axilas.


- Dadme la posición de Segovia -dijo-. ¿Ya se ha ido? Bueno, entonces, dadme la de Avila.


Continuó telefoneando. Pero no servía de nada. Había hablado a las dos brigadas. Golz estaba inspeccionando el dispositivo del ataque y había vuelto a salir hacia un puesto de observación. Llamó al puesto de observación, pero no estaba tampoco.


- Dadme la base aérea número 1 -dijo Duval, asumiendo repentinamente toda la responsabilidad. Tomaba sobre sí la responsabilidad de detenerlo todo. Era mejor detenerlo todo. No se podía lanzar un ataque por sorpresa contra un enemigo que lo esperaba. No se podía hacer eso. Era un asesinato. No se podía hacer. No se debía hacer. Pasara lo que pasara. Podían fusilarle si querían. Iba a telefonear directamente a la base aérea y suspendería el bombardeo. Pero ¿y si todo ello no fuera más que un ataque de diversión? ¿Si sólo se propusiera atraer hacia el sector un considerable número de tropas enemigas y gran cantidad de material para operar con libertad en otra parte? Imaginó que sería por eso. Nunca se dice que se trata de un ataque de diversión a quienes lo llevan a cabo.


- Anule la comunicación con la base 1 -dijo al telefonista-. Déme el puesto de observación de la 69 brigada.


Estaba esperando todavía la primera comunicación cuando oyó los primeros aviones.


En aquel momento el puesto de observación respondió.


- Sí -dijo suavemente Golz.


Estaba sentado con la espalda contra unos sacos de arena y tenía los pies apoyados sobre una peña, y un cigarrillo colgando de una de las comisuras de los labios; mientras hablaba, miraba por encima de su hombro, observando el despliegue, de tres en tres, de los aviones plateados que cruzaban rugiendo la lejana cresta de la montaña, iluminados por los primeros rayos del sol. Los veía hermosos, resplandecientes, con los dobles círculos de las hélices que parecían batir la luz solar.


- Sí -respondió en francés, sabiendo que Duval estaba al otro extremo del hilo-. Nous sommes foutus. Out, comme toujours. Out. C'est dommage. Out. Es una pena que eso haya llegado demasiado tarde.


Al ver llegar los aviones, sus ojos se llenaron de orgullo. Veía las marcas rojas en las alas y contemplaba el avance firme, soberbio y rugiente de los aparatos. Así era como hubieran podido hacerse las cosas. Aquéllos eran verdaderos aviones. Se habían traído desmontados desde el Mar Negro, en barco, a través de los estrechos, a través de los Dardanelos, a través del Mediterráneo; habían sido descargados cuidadosamente en Alicante, armados atentamente, probados. Se les había encontrado en perfectas condiciones y ahora volaban formando con minuciosa precisión uves agudas y puras; volaban altos y plateados en el sol de la mañana para ir a hacer saltar esas fortificaciones vecinas, haciéndolas volar por el aire, de forma que se pudiera avanzar.


Golz sabía que, en cuanto pasaran por encima, las bombas caerían como marsopas aéreas. Luego saltarían las crestas de los parapetos, se levantarían nubes rugientes de polvo y de piedra que desaparecerían en una misma masa. Luego avanzarían los tanques trepando por las dos laderas y, tras ellos, se lanzarían al ataque sus dos brigadas. Y si el ataque hubiera sido una sorpresa, las brigadas hubieran podido avanzar y proseguir su marcha, cruzando y siguiendo adelante, y pasar por encima, desplegándose, haciendo lo que había que hacer, y habría mucho que hacer, inteligentemente, con la ayuda de los tanques, con los tanques, que avanzarían y retrocederían cubriendo las propias líneas de fuego y con camiones que llevarían las tropas de ataque hasta lo más alto, adelantando y situando a las que encontrasen libre el camino. Así tendría que realizarse la operación si no se interponía la traición y cada cual hacía lo que debía hacer.


Allí estaban las dos cumbres, y allí estaban los tanques, y allí estaban aquellas dos buenas brigadas, dispuestas a salir del bosque, y en aquel momento llegaban los aviones.


Todo lo que él tenía que haber hecho, estaba preparado en debida forma.


Pero al ver los aviones, que volaban sobre su cabeza, sintió un malestar en el estómago, ya qué sabía, después de haberle sido leído el mensaje de Jordan por teléfono, que no habría nadie en aquellas colinas. Las tropas enemigas se habrían retirado un poco más abajo, refugiándose en estrechas trincheras, para estar a salvo de las esquirlas, o estarían escondidas en los bosques, y cuando los bombarderos hubieran pasado, volverían a su antigua posición con sus ametralladoras y sus fusiles automáticos y con los cañones antitanques que Jordan había visto subir por la carretera, y sería la misma historia de siempre. Pero los aviones, avanzando ensordecedores, eran una prueba de cómo podía haber sido, y mientras los observaba, Golz respondió al teléfono: «No. Ríen a faire. Ríen. Faut pas penser. Faut accepter.»


Golz seguía mirando los aviones con ojos duros y orgullosos sabiendo cómo podrían haber ocurrido las cosas y cómo iban a suceder en cambio. Y, orgulloso por lo que pudiera haberse hecho, convencido de que hubiera podido hacerse bien, aunque nunca llegara a realizarse, dijo: «Eon. Nous ferons notre petit possible.» Y colgó el teléfono.


Pero Duval no le oía. Sentado a la mesa, con el auricular en la mano, lo único que oía era el rugido de los aviones, mientras pensaba: «Quizá sea esta vez. Óyelos llegar. Quizá tus bombarderos hagan saltar todo. Quizá podamos abrir una brecha. Quizá se nos manden las reservas que Golz ha pedido. Quizá. Quizá. Quizá sea esta vez… Vamos. Vamos. Adelante.» Y el ruido de los aviones se hizo tan fuerte que ya ni él mismo lograba oír lo que pensaba.


Capítulo cuarenta y tres





Robert Jordan, tumbado tras un pino en la pendiente de un cerro que dominaba la carretera y el puente, miraba cómo amanecía. Siempre le había gustado aquella hora del día, y ahora sentía como si él mismo fuese una parte del amanecer, como si fuese una porción de esa luz gris, de ese lento aclarar que precede a la salida del sol, cuando los objetos sólidos se oscurecen, el espacio se ilumina, las luces de la noche se hacen amarillas y se esfuman a medida que avanza el día. Los troncos de los pinos detrás de él se divisaban claros y nítidos, la corteza oscura y con relieve, y la carretera brillaba bajo un velo de bruma. Estaba húmedo de rocío y el suelo del bosque era blando y sentía la dulzura de las agujas de pino hundiéndose debajo de sus codos. Más abajo, a través de la bruma ligera, que subía del lecho del río, podía divisar el puente de acero, erguido y rígido, por encima del paso, con las garitas de los centinelas a uno y otro extremo, y la estructura fina, aérea que lo sostenía, envuelto en la niebla que flotaba sobre el agua.


Podía ver al centinela que, de pie, en su garita, con la espalda vuelta, envuelto en un capote y con un casco en la cabeza, se calentaba las manos en el bidón de gasolina agujereado que le servía de brasero. Robert Jordan oía el ruido del torrente, que golpeaba más abajo, entre las rocas, y veía una ligera humareda gris levantarse de la garita del centinela.


Miró su reloj y se dijo: «¿Habrá llegado Andrés hasta Golz? Si hay que hacer que salte el puente, quisiera respirar muy despacio, prolongar el paso del tiempo y sentirlo pasar. ¿Crees que habrá llegado Andrés? Y en ese caso, ¿renunciarán a la ofensiva? ¿Están todavía a tiempo de renunciar? ¡Qué va! No te preocupes. Sucederá una u otra cosa. Tú no tienes que decidir nada. Y pronto sabrás lo que tienes que hacer. Imagina que la ofensiva fuera un éxito. Golz dice que puede tener éxito, que hay una posibilidad. Con nuestros tanques viniendo por esa carretera, los hombres llegando por la derecha, avanzando hasta más allá de La Granja, rodeando todo el flanco izquierdo del cerro… ¿Por qué no crees que alguna vez podemos ganar? Hemos estado tanto tiempo a la defensiva, que no eres capaz siquiera de imaginarlo. Claro. Pero eso sucedía antes que todo este material subiese por la carretera. Eso era antes de la llegada de los aviones. No seas tan ingenuo. Pero recuerda que si nosotros aguantamos aquí, los fascistas se verán inmovilizados. No pueden atacar por ninguna otra parte antes de haber acabado con nosotros, y no terminarán nunca con nosotros. Si los franceses nos ayudan, sencillamente, si dejan la frontera abierta, y si recibimos aviones de Norteamérica, no podrán jamás acabar con nosotros. Jamás, si recibimos ayuda, por poca que sea. Esta gente se batirá indefinidamente si está bien armada.


»No, no se puede esperar aquí una victoria, al menos en muchos años. Este no es más que un ataque para ir aguantando. No debes hacerte ilusiones sobre eso. ¿Y si se consiguiera hoy abrir realmente una brecha? Este es nuestro primer gran ataque. No te ilusiones. Acuérdate de lo que has visto subir por la carretera. Tú has hecho en esto lo que has podido. Pero haría falta tener transmisores portátiles de onda corta. Con el tiempo, los tendremos. Pero no los tenemos todavía. Ahora dedícate a observar todo lo que te corresponda. Hoy no es más que un día como otro cualquiera de los que van a venir. Pero lo que suceda en los días venideros puede que dependa de lo que hagas hoy. Durante este año ha ocurrido así y en el transcurso de esta guerra ha sido así en muchas ocasiones. Vaya, estás muy pomposo esta mañana. Mira lo que viene ahora.»


Vio a dos hombres envueltos en capotes y cubiertos con sus cascos de acero, que doblaban en aquel momento la curva hacia el puente con los fusiles a la espalda. Uno se detuvo en la orilla opuesta del puente y desapareció en la garita del centinela. El otro cruzó el puente a pasos lentos y pesados. Se detuvo para escupir en el río y luego avanzó hacia el extremo del puente más cerca de donde estaba Robert Jordan. Cambió unas palabras con el otro centinela; luego, el centinela a quien relevaba se encaminó hacia el otro extremo del puente. El que acababa de ser relevado iba más de prisa de lo que había ido el otro. «Sin duda, va a tomarse un café», pensó Robert Jordan. Pero tuvo tiempo para detenerse y escupir al torrente.


«¿Será superstición? -pensó Robert Jordan-. Convendría que yo también escupiera al fondo de esa garganta, si soy capaz de escupir en estos momentos. No. No puede ser un remedio muy poderoso. No puede servir de nada. Pero tengo que probar que no sirve antes de irme de aquí.»


El nuevo centinela entró en la garita y se sentó. Su fusil, con la bayoneta calada, quedó apoyado contra el muro. Robert Jordan sacó los gemelos del bolsillo y los ajustó hasta que aquel extremo del puente apareció nítido y perfilado, con su metal pintado de gris. Luego los dirigió hacia la garita.


El centinela estaba sentado con la espalda apoyada en la pared. Su casco pendía de un clavo y su rostro era perfectamente visible. Robert Jordan reconoció al hombre que había estado de guardia dos días antes en las primeras horas de la tarde. Llevaba el mismo gorro de punto que parecía una media. Y no se había afeitado. Tenía las mejillas hundidas y los pómulos salientes. Tenía las cejas pobladas, que se unían en medio de la frente. Tenía aire soñoliento, y Robert Jordan le observó mientras bostezaba. Sacó luego del bolsillo una pitillera y un librillo de papel y lió un cigarrillo. Trató de valerse del encendedor, hasta que, al fin, volvió a guardárselo en el bolsillo y, acercándose al brasero, se inclinó, y sacando un tizón lo sacudió en la palma de la mano, encendió el cigarrillo y volvió a arrojar al brasero el trozo de carbón.


Robert Jordan, ayudado por los prismáticos «Zeiss» de ocho aumentos, estudiaba la cara del hombre apoyado en la pared, fumando el cigarrillo. Luego se quitó los prismáticos, los cerró y los metió en su bolsillo.


«No quiero verle más», dijo.


Se quedó tumbado mirando la carretera y tratando de no pensar en nada. Una ardilla lanzaba grititos sobre un pino, a sus espaldas, un poco más abajo, y Robert Jordan la vio descender por el tronco, deteniéndose a medio camino para volver la cabeza y mirar al hombre que la observaba. Vio sus pequeños y brillantes ojillos y su agitada cola. Luego la ardilla se fue a otro árbol avanzando por el suelo, dando largos saltos con su cuerpecillo de patas cortas y cola desproporcionada. Al llegar al árbol se volvió hacia Robert Jordan, se puso a trepar por el tronco y desapareció. Unos minutos después Jordan oyó a la ardilla que chillaba en una de las ramas más altas del pino y la vio tendida boca abajo sobre una rama, moviendo la cola.


Robert Jordan apartó la vista de los pinos y la dirigió de nuevo a la garita del centinela. Le hubiera gustado meterse a la ardilla en un bolsillo. Le hubiera gustado tocar cualquier cosa. Frotó sus codos contra las agujas de pino, pero no era lo mismo. «Nadie sabe lo solo que se encuentra uno cuando tiene que hacer un trabajo así. Yo sí que lo sé. Espero que la gatita salga con bien de todo. Pero déjate de esas cosas. Bueno, tengo derecho a esperar algo, y espero. Lo que espero es hacer saltar bien el puente y que ella salga bien de todo. Bien, eso es todo; eso es todo lo que espero.»


Siguió tumbado allí, y apartando los ojos de la carretera y de la garita, los paseó por las montañas lejanas. Trató de no pensar en nada. Estaba allí tumbado, inmóvil, viendo cómo nacía la mañana. Era una hermosa mañana de comienzos de verano y en esa época del año, a fines de mayo, la mañana nace muy de prisa. Un motociclista con casco y chaquetón de cuero y el fusil automático en la funda, sujeto a la pierna izquierda, llegó del otro lado del puente y subió por la carretera. Algo más tarde, una ambulancia cruzó el puente, pasó un poco más abajo de Jordan y siguió subiendo la carretera. Pero eso fue todo. Le llegaba el olor de los pinos y el rumor del torrente, y el puente aparecía con toda claridad en aquellos momentos, muy hermoso a la luz de la mañana. Estaba tumbado detrás del pino con su ametralladora apoyada en su antebrazo izquierdo y no volvió a mirar a la garita del centinela hasta que, cuando parecía que no iba a suceder nada, que no podía ocurrir nada en una mañana tan hermosa de fines de mayo, oyó el estruendo repentino, cerrado y atronador de las bombas.


Al oír las bombas, el primer estampido, antes que el eco volviera a repetirlo atronando las montañas, Robert Jordan respiró hondamente y levantó de donde estaba el fusil ametrallador. El brazo se le había entumecido por el peso y los dedos se resistían a moverse.


El centinela en su garita se levantó al oír el ruido de las bombas. Robert Jordan vio al hombre coger su fusil y salir de la garita en actitud de alerta. Se quedó parado en medio de la carretera iluminado por el sol. Llevaba el gorro de punto a un lado y la luz del sol le dio de lleno en la cara, barbuda, al elevar la vista hacia el cielo, mirando al lugar de donde provenía el ruido de las bombas.


Ya no había niebla sobre la carretera y Robert Jordan vio al hombre claramente, nítidamente, parado allí, contemplando el cielo. La luz del sol le daba de plano, colándose por entre los árboles.


Robert Jordan sintió que se le oprimía el pecho como si un hilo de alambre se lo apretase, y apoyándose en los codos, sintiendo entre sus dedos las rugosidades del gatillo, alineó la mira, colocada ya en el centro del alza, apuntó en medio del pecho al centinela y apretó suavemente el disparador.


Sintió el culatazo, rápido, violento y espasmódico del fusil contra su hombro y el hombre que parecía haber sido sorprendido, cayó en la carretera, de rodillas, y dio con la cabeza en el suelo. Su fusil cayó al mismo tiempo y se quedó allí con la bayoneta apuntada a lo largo de la carretera, y con uno de sus dedos enredado en el gatillo.


Robert Jordan apartó la vista del hombre que yacía en el suelo, doblado, y miró hacia el puente y al centinela del extremo opuesto. No podía verlo y miró hacia la parte derecha de la ladera, hacia el sitio en donde estaba escondido Agustín. Oyó disparar entonces a Anselmo; y el tiro despertó un eco en la garganta. Luego le oyó disparar otra vez.


Al tiempo de producirse el segundo disparo le llegó el estampido de las granadas, arrojadas a la vuelta del recodo, más allá del puente. Luego hubo otro estallido de granadas hacia la izquierda, muy por encima de la carretera. Por fin oyó un tiroteo en la carretera y el ruido de la ametralladora de caballería de Pablo -clac clac clac- confundido con la explosión de las granadas. Vio entonces a Anselmo, que se deslizaba por la pendiente, al otro lado del puente, y cargándose la ametralladora a la espalda, cogió las dos mochilas que estaban detrás de los pinos y, con una en cada mano, pesándole tanto la carga que temía que los tendones se le rompieran en la espalda, descendió corriendo, dejándose casi llevar, por la pendiente abrupta que acababa en la carretera.


Mientras corría, oyó gritar a Agustín:


- Buena caza, inglés. Buena caza.


Y pensó: «Buena caza. Al diablo tu buena caza.» Entonces oyó disparar a Anselmo al otro lado del puente. El estampido del disparo hacía vibrar las vigas de acero. Pasó junto al centinela tendido en el suelo y corrió hacia el puente, balanceando su carga.


El viejo corrió a su encuentro, con la carabina en la mano.


- Sin novedad -gritó-. No ha salido nada mal. Tuve que rematarle.


Robert Jordan, que estaba arrodillado abriendo las mochilas en el centro del puente para coger el material, vio correr las lágrimas por las mejillas de Anselmo entre la barba gris.


- Yo maté a uno también -dijo a Anselmo. Y señaló con la cabeza hacia el centinela, que yacía en la carretera, al final del puente.


- Sí, hombre, sí -dijo Anselmo-; tenemos que matarlos, y los matamos.


Robert Jordan empezó a descender por entre los hierros de la armazón del puente. Las vigas estaban frías y húmedas por el rocío y tuvo que descender con precaución, mientras sentía el calor del sol a sus espaldas. Se sentó a horcajadas en una de las traviesas. Oía bajo sus pies el ruido del agua golpeando contra el lecho de piedra y oía el tiroteo, demasiado tiroteo, en el puesto superior de la carretera. Empezó a sudar abundantemente. Hacía frío bajo el puente. Llevaba un rollo de alambre alrededor del brazo y un par de pinzas suspendidas de una correa en torno a la muñeca.


- Pásame las cargas, una a una, viejo -gritó a Anselmo. El viejo se inclinó sobre la barandilla, tendiéndole los bloques de explosivos rectangulares, y Robert Jordan se irguió para alcanzarlos; los colocó donde tenía que colocarlos, apretándolos bien y sujetándolos bien.


- Las cuñas, viejo; dame las cuñas.


Percibía el perfume a madera fresca de las cuñas recientemente talladas, al golpearlas con fuerza para afirmar las cargas entre las vigas.


Mientras trabajaba, colocando, afirmando, acuñando y sujetando las cargas por medio del alambre, pensando solamente en la demolición, trabajando rápida y minuciosamente, como lo haría un cirujano, oyó un tiroteo que llegaba desde el puesto de abajo, seguido de la explosión de una granada y luego de la explosión de otra, cuyo retumbar se sobreponía al rumor del agua, que corría bajo sus pies. Luego se hizo un silencio absoluto por aquella parte.


«Maldito sea -pensó-. ¿Qué les habrá pasado?» Seguían disparando en el puesto de arriba. Había demasiado tiroteo por todas partes. Continuó sujetando dos granadas, la una al lado de la otra, encima de los bloques de explosivos y enrollando el hilo en torno a las rugosidades, para apretarlas bien, y retorciendo los alambres con las tenazas. Palpó el conjunto y después, para consolidarlo, introdujo otra cuña por encima de las granadas, a fin de que toda la carga quedara bien sujeta contra las vigas de acero.


- Al otro lado ahora, viejo -gritó a Anselmo. Y atravesó el puente por la armazón como un Tarzán condenado a vivir en una selva de acero templado, según pensó. Luego salió de debajo del puente hacia la luz, con el río sonando siempre bajo sus pies, levantó la cabeza y vio a Anselmo, que le tendía las cargas de explosivos. «Tiene buena cara -pensó-. Ya no llora. Tanto mejor. Ya hay un lado hecho. Vamos a hacer este otro, y acabamos. Vamos a volarlo como un castillo de naipes. Vamos. No te pongas nervioso. Vamos. Hazlo como debes, como has hecho el otro lado. No te embarulles. Calma. No quieras ir más de prisa de lo que debes. Ahora no puedes fallar. Nadie te impedirá que vuele uno de los lados. Lo estas haciendo muy bien. Hace frío aquí. Cristo, esto está fresco como una bodega y sin moho. Por lo general, debajo de los puentes suele haber moho. Este es un puente de ensueño. Un condenado puente de ensueño. Es el viejo quien está arriba, en un sitio peligroso. No trates de ir más de prisa de lo que debes. Quisiera que todo este tiroteo acabase.»


- Alcánzame unas cuñas, viejo.


«Este tiroteo no me gusta nada. Pilar debe de andar metida en algún lío. Algún hombre del puesto debía de estar fuera. Fuera y a espaldas de ellos, o bien a espaldas del aserradero. Siguen disparando. Eso prueba que hay alguien en el aserradero. Y todo ese condenado serrín. Esos grandes montones de serrín. El serrín, cuando es viejo y está bien apretado, es una cosa buena para parapetarse detrás. Pero tiene que haber todavía combatiendo varios de ellos. Por el lado de Pablo todo está silencioso. Me pregunto qué significa ese segundo tiroteo. Ha debido de ser un coche o un motociclista. Dios quiera que no traigan por aquí coches blindados o tanques. Continúa. Coloca todo esto lo más rápidamente que puedas, sujétalo bien y átalo después con fuerza. Estás temblando como una mujercita. ¿Qué diablos te ocurre? Quieres ir demasiado de prisa. Apuesto a que esa condenada mujer no tiembla allá arriba. La Pilar esa. Puede que tiemble también. Tengo la impresión de que está metida en un buen lío. Debe de estar temblando en estos momentos. Como cualquier otro en su lugar.»


Salió de bajo del puente, hacia la luz del sol, y tendió la mano para coger lo que Anselmo le pasaba. Ahora que su cabeza estaba fuera del ruido del agua, oyó como arreciaba la intensidad del tiroteo y volvió a distinguir el ruido de la explosión de las granadas. Más granadas todavía.


«Han atacado el aserradero. Es una suerte que tenga los explosivos en bloques y no barras. ¡Qué diablo, es más limpio! Pero un condenado saco lleno de gelatina sería mucho más rápido. Sería mucho más rápido. Dos sacos. No. Con uno sería suficiente. Y si tuviéramos los detonadores y el viejo fulminante… Ese hijo de perra tiró el fulminante al río. Esa vieja caja que ha estado en tantos sitios. Fue a este río adonde la tiró ese hijo de puta de Pablo. Les está dando para el pelo en estos momentos.»


- Dame algunas más, viejo.


«El viejo lo hace todo muy bien. Está en un sitio muy peligroso ahí arriba en estos momentos. El viejo sentía horror ante la idea de matar al centinela. Yo también; pero no lo pensé. Y no lo pienso ya en estos momentos. Hay que hacerlo. Sí. Pero Anselmo tuvo que hacerlo con una carabina vieja. Sé lo que es eso. Matar con arma automática es más fácil. Para el que mata, por supuesto. Es cosa distinta. Tras el primer apretón al gatillo, es el arma quien dispara. No tú. Bueno, ya pensarás en eso más tarde. Tú, con esa cabeza tan buena. Tienes una cabeza muy buena de pensador, viejo camarada Jordan. Vuélvete, Jordan, vuélvete. Te gritaban eso en el fútbol, cuando tenías la pelota. ¿Sabes que en realidad no es más grande el río Jordán que este riachuelo que está ahí abajo? En su origen, quiero decir. Claro que eso puede decirse de cualquier cosa en su origen. Se está muy bien bajo este puente. Es una especie de hogar lejos del hogar. Vamos, Jordan, recóbrate. Esto es una cosa seria, Jordan. ¿No lo comprendes? Una cosa seria. Aunque va siendo cada vez menos seria. Fíjate en el otro lado. ¿Para qué? Ya estoy listo ahora, pase lo que pase. Como vaya el Maine irá la nación. Como vaya el Jordán irán esos condenados israelitas. Quiero decir, el puente. Como vaya Jordan, así irá el condenado puente. O más bien al revés.»


- Dame unas pocas más, Anselmo, hombre -dijo. El viejo asintió-. Estamos casi terminando -dijo Robert Jordan. El viejo asintió de nuevo.


Mientras terminaba de sujetar las granadas con alambre, dejó de oír el tiroteo en la parte alta de la carretera. De repente se encontró con que el único ruido que acompañaba su trabajo era el rumor de la corriente. Miró hacia abajo y vio las hirvientes aguas blanquecinas despeñándose por entre las rocas que poco trecho más abajo formaban un remanso de aguas quietas en las que giraba velozmente una cuña que, momentos antes, había dejado escapar. Una trucha se levantó para atrapar algún insecto, formando un círculo en la superficie del agua, muy cercano del lugar en donde giraba la astilla. Mientras retorcía el alambre con la tenaza para mantener las dos granadas en su sitio, vio a través de la armazón metálica del puente la verde ladera de la colina iluminada por el sol. «Hace tres días tenía un color más bien pardusco», pensó.


Salió de la oscuridad fresca del puente hacia el sol brillante, y gritó a Anselmo, que tenía la cara inclinada hacia él:


- Dame el rollo grande de alambre.


«Por amor de Dios, no dejes que se aflojen. Esto las sostendrá sujetas. Quisieras poder atarlas a fondo. Pero con la extensión de hilo que empleas quedará bien», pensó Robert Jordan palpando las clavijas de las granadas. Se aseguró de que las granadas sujetas de lado tenían suficiente espacio para permitir a las cucharas levantarse cuando se tirase de las clavijas (el hilo que las mantenía sujetas pasaba por debajo de las cucharas), luego fijó un trozo de cable a una de las anillas, lo sujetó con el cable principal que pasaba por el anillo de la granada exterior, soltó algunas vueltas del rollo y pasó el hilo al través de una viga de acero. Por último, tendió el rollo a Anselmo:


- Sujétalo bien.


Saltó a lo alto del puente, tomó el rollo de las manos del viejo y retrocedió todo lo deprisa que pudo hacia el sitio donde el centinela yacía en medio de la carretera; sacó el alambre por encima de la balaustrada y fue soltando cable a medida que avanzaba.


- Trae las mochilas -gritó a Anselmo sin detenerse, marchando siempre de espaldas. Al pasar se inclinó para recoger la ametralladora, que colgó otra vez de su hombro.


Fue entonces cuando, al levantar los ojos, vio a lo lejos, en lo alto de la carretera, a los que volvían del puesto de arriba.


Vio que eran cuatro, pero inmediatamente tuvo que ocuparse del hilo de alambre, para que no se enredara en los salientes del puente. Eladio no estaba entre los que volvían.


Llevó el alambre hasta el extremo del puente, hizo un rizo alrededor del último puntal y luego corrió hacia la carretera, hasta un poyo de piedra, en donde se detuvo, cortó el alambre y le entregó el extremo a Anselmo.


- Sujeta eso, viejo. Y ahora, vuelve conmigo al puente. Ve recogiendo el alambre a medida que avanzas. No. Lo haré yo.


Una vez en el puente, soltó el enganche que había hecho unos momentos antes y, dejando el alambre de manera que ya no estuviese enredado en ninguna parte desde el extremo que unía las granadas hasta el que llevaba en la mano, se lo entregó de nuevo a Anselmo.


- Lleva esto hasta esa piedra que está allí. Sujétalo con firmeza, pero sin tirar; no hagas fuerza. Cuando tengas que tirar, tira fuerte, de golpe, y el puente volará. ¿Comprendes?


Sí -Llévalo suavemente, pero no lo dejes que se arrastre para que no se enrede. Sujétalo fuerte, pero no tires hasta que tengas que tirar de golpe. ¿Comprendes?


- Sí.


- Cuando tires, tira de golpe, no poco a poco.


Mientras hablaba, Robert Jordan seguía mirando hacia arriba por la carretera, en donde estaban los restos de la banda de Pilar. Estaban muy cerca ya y vio que a Fernando le sostenían Primitivo y Rafael. Parecía que le hubiesen herido en la ingle, porque se sujetaba el vientre con las dos manos, mientras el hombre y el muchacho le sostenían por las axilas. Arrastraba la pierna derecha y el zapato se deslizaba de costado, rozando el suelo. Pilar subía la cuesta camino del bosque, llevando al hombro tres fusiles. Robert Jordan no podía verle la cara, pero ella iba con la cabeza erguida y andaba todo lo de prisa que podía.


- ¿Cómo va eso? -gritó Primitivo.


- Bien, casi hemos acabado -contestó Robert Jordan, gritando también.


No era menester preguntar cómo les había ido a ellos. En el momento que apartó la vista del grupo estaban todos a la altura de la cuneta y Fernando movía la cabeza cuando los otros dos querían hacerle subir por la pendiente.


- Dadme un fusil y dejadme aquí -le oyó decir Robert Jordan con voz débil.


- No, hombre; te llevaremos hasta donde están los caballos.


- ¿Y para qué quiero yo un caballo? -contestó Fernándo-. Estoy bien aquí.


Robert Jordan no pudo oír lo que siguieron diciendo, porque se puso a hablar a Anselmo.


- Hazlo saltar si vienen tanques -dijo al viejo-; pero solamente si están ya sobre el puente. Hazlo saltar si aparecen coches blindados. Pero si los tienes ya del todo encima. Si se trata de otra cosa, Pablo se encargará de detenerlos.


- No voy a volar el puente mientras estés tú debajo.


- No te cuides de mí. Hazlo saltar en caso de que sea necesario. Voy a sujetar el otro alambre y vuelvo. Luego lo volaremos juntos.


Salió corriendo hacia el centro del puente.


Anselmo vio a Robert Jordan correr por el puente con el rollo de alambre debajo del brazo, las tenazas colgadas de la muñeca y la ametralladora a la espalda. Le vio trepar por la barandilla y desaparecer, con el hilo en la mano derecha. Anselmo se acurrucó detrás de un poyo de piedra y se puso a mirar la carretera y el terreno más allá del puente. A mitad de camino entre el puente y él estaba el centinela, que parecía más aplastado sobre la superficie lisa de la carretera, ahora que el sol le daba en la espalda. El fusil estaba en el suelo con la bayoneta calada apuntando hacia Anselmo. El viejo miró más allá del puente, sombreado por los vástagos de la barandilla, hasta el lugar en que la carretera torcía hacia la izquierda, siguiendo la garganta, y volvía a torcer para desaparecer tras la pared rocosa. Miró la garita más alejada, iluminada por el sol, y luego, siempre con el hilo en la mano, volvió la cabeza hacia donde estaba Fernando hablando con Primitivo y el gitano.


- Dejadme aquí -decía Fernando-; me duele mucho y tengo una hemorragia interna. Lo siento cada vez que me muevo.


- Déjanos llevarte allí arriba -dijo Primitivo-. Échanos los brazos por el cuello, que vamos a cogerte por las piernas.


- Es inútil -dijo Fernando-; ponedme ahí detrás de una piedra. Aquí soy tan útil como arriba.


- Pero ¿y cuando tengamos que irnos? -preguntó Primitivo.


- Déjame aquí -dijo Fernando-; no se puede andar conmigo tal como estoy. Así que tendréis un caballo más; estoy muy bien aquí. Y ellos no tardarán en llegar.


- Podríamos subirte fácilmente hasta lo alto del cerro -dijo el gitano. Sentía a todas luces prisa por marcharse, como Primitivo. Pero como le habían llevado ya hasta allí, no querían dejarle.


- No -dijo Fernando-; estoy muy bien aquí. ¿Qué le ha pasado a Eladio?


El gitano se llevó un dedo a la cabeza para indicar el sitio de la herida:


- Aquí -dijo-; después que tú. Cuando cargamos contra ellos.


- Dejadme -dijo Fernando.


Anselmo veía que Fernando estaba padeciendo mucho. Se sujetaba la ingle con las dos manos. Tenía la cabeza apoyada contra la ladera, las piernas extendidas ante él y su cara estaba gris y transida de sudor.


- Dejadme ya; haced el favor. Os lo ruego -dijo. Sus ojos estaban cerrados por el dolor y los labios le temblaban-: Estoy bien aquí.


- Aquí tienes un fusil y algunas balas -dijo Primitivo.


- ¿Es mi fusil? -preguntó Fernando, sin abrir los ojos.


- No. Pilar tiene el tuyo -dijo Primitivo-. Este es el mío.


- Hubiese preferido el mío -dijo Fernando-; le conozco mejor.


- Yo te lo traeré -dijo el gitano, mintiendo a conciencia-. Ten éste mientras tanto.


- Estoy muy bien situado aquí -dijo Fernando-; tanto para cubrir la carretera como para el puente. -Abrió los ojos, volvió la cabeza y miró al otro lado del puente; luego volvió a cerrarlos al sentir un nuevo acceso de dolor.


El gitano se golpeó la cabeza y con el pulgar hizo un gesto a Primitivo para marcharse.


- Volveremos a buscarte -dijo Primitivo. Y se puso a subir la cuesta detrás del gitano, que trepaba rápidamente.


Fernando se pegó a la pendiente. Delante de él había una de esas piedras blancas que señalan el borde de la carretera. Tenía la cabeza a la sombra, pero el sol daba sobre su herida taponada y vendada y sobre sus manos arqueadas que la cubrían. Las piernas y los pies también los tenía al sol. El fusil estaba a su lado y había tres cargadores que brillaban al sol cerca del fusil. Una mosca se puso a pasearse por su mano, pero no sentía el cosquilleo por el dolor.


- Fernando -gritó Anselmo, desde el sitio en donde estaba acurrucado con el alambre en la mano.


Había hecho una lazada y se la había puesto alrededor de la muñeca.


- Fernando -gritó nuevamente.


Fernando abrió los ojos y le miró.


- ¿Cómo va eso? -preguntó Fernando.


- Muy bien -dijo Anselmo-. Dentro de un minuto vamos a hacerlo saltar.


- Me alegro. Si os hago falta, para lo que sea, decídmelo -dijo Fernando.


Y cerró los ojos abrumado por el dolor.


Anselmo apartó la mirada y se puso a observar el puente.


Esperaba el momento en que el rollo de alambre fuese arrojado sobre el puente, seguido por la cabeza bronceada del inglés que volvería a subir. Al mismo tiempo miraba más allá del puente para ver si aparecía algo por el recodo de la carretera. No tenía miedo de nada; no había tenido miedo de nada aquel día. «Fue todo tan rápido y tan normal -pensó-. No me gustó matar al centinela y me impresionó; pero ahora ya ha pasado todo. ¿Cómo pudo decir el inglés que disparar sobre un hombre es lo mismo que disparar sobre un animal? En la caza sentí siempre alegría y nunca tuve la sensación de hacer daño. Pero matar al hombre causa la misma sensación que si se pega a un hermano cuando se es mayor. Y disparar varias veces para matarle… No, no pienses en ello. Te ha producido demasiada emoción y has llorado como una mujer, al correr por el puente. Ahora todo se ha acabado. Y podrás tratar de expiar eso y todo lo demás. Ahora tienes lo que pedías ayer por la noche, al cruzar los montes, de regreso a la cueva. Estás en el combate y eso no te plantea ningún problema. Si muero esta mañana, todo estará bien.»


Miró a Fernando, tendido contra la pendiente, con las manos arqueadas por encima del vientre, los labios azulados, los ojos cerrados, la respiración pesada y lenta, y pensó: «Si muéro, que sea de prisa. No, he dicho que no pediría nada si conseguía hoy lo que hacía falta. Así es que no pido nada. ¿Entendido? No pido nada de ninguna manera. Dame lo que te he pedido y abandono todo lo demás a tu voluntad.»


Escuchó el fragor lejano de la batalla en el puerto, y se dijo: «Verdaderamente, hoy es un gran día. Es preciso que piense y que sepa qué clase de día es.»


Pero no abrigaba alegría ni entusiasmo en su corazón. Todo aquello había pasado y sólo quedaba la calma. Y ahora, acurrucado detrás del poyo, con una lazada de hierro en sus manos y otra alrededor de su muñeca y la gravilla del borde de la carretera bajo sus rodillas, no se sentía aislado, no se sentía solo en absoluto. Estaba unido al hilo de hierro que tenía en la mano, unido al puente y unido a las cargas que el inglés había colocado. Estaba unido al inglés, que trabajaba debajo del puente; estaba unido a toda la batalla y estaba unido a la República. Pero no sentía entusiasmo. Todo estaba tranquilo. El sol le daba en la nuca y en los hombros, y cuando levantó los ojos vio el cielo sin una nube y la pendiente de la montaña que se levantaba tras la garganta, y no se sintió dichoso, pero tampoco solo ni asustado.


En lo alto de la cuesta, Pilar, acurrucada detrás de un árbol, observaba el fragmento de carretera que descendía del puerto. Tenía tres fusiles cargados y tendió uno de ellos a Primitivo cuando éste fue a colocarse a su lado.


- Ponte ahí -le dijo-, detrás de ese árbol. Tú, gitano, más abajo -y señaló un árbol más abajo-. ¿Ha muerto?


- No. Todavía no -dijo Primitivo.


- ¡Qué mala suerte! -dijo Pilar-. Si hubiéramos sido dos más, no hubiera sucedido. Fernando debería haberse tumbado detrás de los montones de serrín. ¿Está bien donde le habéis dejado?


Primitivo afirmó con la cabeza.


- Cuando el inglés vuele el puente, ¿llegarán hasta aquí los pedazos? -preguntó el gitano detrás del árbol.


- No lo sé -dijo Pilar-; pero Agustín, con la máquina, está más cerca que tú. El inglés no le hubiera colocado allí si estuviera demasiado cerca.


- Me acuerdo de que cuando hicimos saltar el tren, la lámpara de la locomotora pasó por encima de mi cabeza y los trozos de acero volaban como golondrinas.


- Tienes recuerdos muy poéticos -dijo Pilar-. Como golondrinas. ¡Joder! Oye, gitano, te has portado bien hoy. Ahora, cuidado no vaya a cogerte otra vez el miedo.


- Bueno, yo he preguntado solamente si llegarían hasta aquí los hierros, para saber si tendría que seguir detrás del tronco del árbol -dijo el gitano.


- Quédate ahí -dijo Pilar-. ¿A cuántos has matado?


- Pues a cinco. Dos, aquí, ¿no ves al otro extremo del puente? Mira, fíjate. ¿Ves? -Y señaló con el dedo.- Había ocho en el puesto de Pablo. Estuve vigilando ese puesto por orden del inglés.


Pilar soltó un bufido y luego dijo, encolerizada:


- ¿Qué le pasa a ese inglés? ¿Qué porquería está haciendo debajo del puente? ¡Vaya mandanga! ¿Está construyendo un puente o va a volarlo?


Irguió la cabeza y miró a Anselmo acurrucado detrás del poyo.


- ¡Eh, viejo! -gritó-; ¿qué es lo que le pasa a ese puerco de inglés?


- Paciencia, mujer -gritó Anselmo, sosteniendo el alambre con suavidad aunque con firmeza entre sus manos-. Está terminando su trabajo.


- La gran puta, ¿por qué tarda tanto?


- Es muy concienzudo -gritó Anselmo-. Es un trabajo científico.


- Me cago en la ciencia -gritó Pilar, con rabia, dirigiéndose al gitano-. Que ese puerco lo vuele, o que no se hable más de eso. María -gritó con voz ronca, dirigiéndose a lo alto de la cuesta-. Tu inglés… -Y soltó una andanada de obscenidades a propósito de los actos imaginarios de Jordan debajo del puente.


- Cálmate, mujer -le gritó Anselmo desde la carretera-. Está haciendo un trabajo enorme. Acaba en estos momentos.


- Al diablo con él -rugió Pilar-. Lo importante es la rapidez.


En aquel momento oyeron el tiroteo más abajo, en la carretera, en el lugar en que Pablo ocupaba el puesto que había tomado. Pilar dejó de maldecir y escuchó atentamente.


- ¡Ay! -exclamó-. ¡Ay!, ¡ay! Ahora sí que se ha armado!


Robert Jordan oyó también el tiroteo cuando arrojaba el rollo de alambre por encima del puente y trepaba hacia arriba. Mientras apoyaba las rodillas en el borde de hierro del puente, con las manos extendidas hacia delante, oyó la ametralladora que disparaba en el recodo de más abajo. El ruido no era el del arma automática de Pablo. Se puso de pie y después, inclinándose, echó el alambre por encima del pretil del puente para ir soltándolo mientras retrocedía andando de costado a lo largo del puente.


Oía el tiroteo y, sin dejar de moverse, lo sentía golpear dentro de sí, como si hallara eco en su diafragma. A medida que retrocedía, fue oyéndolo más y más cercano. Miró hacia el recodo de la carretera. Estaba libre de coches, tanques y hombres. La carretera continuaba vacía cuando se hallaba a medio camino de la extremidad del puente. Seguía aún vacía cuando había hecho las tres cuartas partes del camino, desenrollando siempre el alambre con cuidado, para evitar que se enredara, y seguía aún vacía cuando trepó alrededor de la garita del centinela, extendiendo el brazo para mantener apartado el alambre de modo que no se enredase en los barrotes de hierro. Por fin se encontró en la carretera, que continuaba vacía; subió rápidamente la cuesta de la cuneta, al borde de la carretera, extendiendo siempre el hilo, con el gesto del jugador que intenta atrapar una pelota que viene muy alta, y quedó casi frente a Anselmo; la carretera seguía aún libre más allá del puente.


En ese preciso instante oyó un camión que bajaba y, por encima de su hombro, le vio acercarse al puente. Arrollandose el alambre en torno de su muñeca, gritó a Anselmo:


- Hazlo saltar.


Y hundió los talones en el suelo, echándose hacia atrás con todas sus fuerzas para tirar del alambre. Se oyó el ruido del camión al acercarse, cada vez más potente, y allí estaba la carretera, con el centinela muerto, el largo puente, el trecho de carretera, más allá, aún libre, y luego hubo un estrépito infernal y el centro del puente se levantó por los aires, como una ola que se estrella contra los rompientes, y Robert Jordan sintió la ráfaga de la explosión llegar hasta él en el mismo instante en que se arrojaba de bruces en la cuneta llena de piedras, protegiéndose la cabeza con las manos. Aún tenía la cara pegada a las piedras cuando el puente descendió de los aires y el olor acre y familiar del humo amarillento le envolvió mientras comenzaban a llover los trozos de acero.


Cuando los pedazos de acero dejaron de caer, él seguía vivo aún. Levantó la cabeza y miró al puente. La parte central había desaparecido. La carretera y el resto del puente estaban sembrados de pedazos de hierro, retorcidos y relucientes. El camión se había detenido un centenar de metros más arriba. El conductor y los dos hombres que le acompañaban corrían buscando refugio.


Fernando seguía recostado en la cuesta y respiraba aún, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo y las manos abiertas.


Anselmo estaba tendido de bruces detrás del poyo blanco. Su brazo izquierdo aparecía doblado debajo de la cabeza y el brazo derecho extendido. Aún llevaba el alambre arrollado a la muñeca derecha.


Robert Jordan se levantó, atravesó la carretera, se arrodilló junto a él y vio que estaba muerto. No le volvió la cara por no ver de qué manera le había golpeado el trozo de acero. Estaba muerto, y eso era todo.


Parecía muy pequeño muerto, pensó Robert Jordan. Parecía pequeño con su cabeza gris, y Robert Jordan pensó: «Me pregunto cómo ha podido llevar encima semejantes cargas, si era verdaderamente tan pequeño.» Luego se fijó en la forma de las pantorrillas y en los gruesos muslos por debajo del estrecho pantalón de pana gris y en las alpargatas de suela de cáñamo, muy gastadas. Recogió la carabina y las dos mochilas, casi vacías, atravesó la carretera y cogió el fusil de Fernando.


De un puntapié, apartó un trozo de hierro que había quedado en la carretera. Luego se echó los dos fusiles al hombro, sujetándolos por el cañón, y comenzó a subir la cuesta hacia los árboles. No volvió la cabeza para mirar atrás ni tampoco al otro lado del puente, hacia la carretera. Más abajo seguían disparando, pero aquello no le preocupaba.


Los humos del TNT le hicieron toser. Estaba como entontecido.


Cuando llegó junto a Pilar, escondida detrás de un árbol, dejó caer uno de los fusiles, junto a los que ya estaban allí. Pilar echó un vistazo y vio que volvían a tener tres fusiles.


- Estáis colocados aquí demasiado arriba -dijo-; hay un camión en la carretera y no podéis verlo. Han creído que era un avión. Sería preferible que os apostárais más abajo. Yo voy a bajar con Agustín para cubrir a Pablo.


- ¿Y el viejo? -preguntó ella, mirándole a la cara.


- Muerto.


Tosió, carraspeó y escupió al suelo.


- Tu puente ha volado, inglés -dijo Pilar, sin dejar de mirarle-. No olvides eso.


- No olvido nada -contestó-; tienes una voz muy recia. Te he oído gritar desde abajo como un energúmeno. Dile a María que estoy bien.


- Hemos perdido dos en el aserradero -dijo Pilar tratando de hacerle comprender la situación.


- Ya lo he visto -dijo Robert Jordan-. ¿Has hecho muchas tonterías?


- Vete a hacer puñetas, inglés. Fernando y Eladio eran hombres también.


- ¿Por qué no te vuelves con los caballos? -preguntó Jordan-. Yo puedo vigilar este trecho mejor que tú.


- No, tú tienes que cubrir a Pablo.


- Al diablo con Pablo. Que se cubra con mierda.


- No, inglés. Pablo ha vuelto. Ha luchado mucho ahí abajo. ¿No lo has oído? Ahora está luchando contra algún peligro. ¿No lo oyes?


- Le cubriré. Pero luego os iréis todos a la mierda. Tú y tu Pablo.


- Inglés -dijo Pilar-, cálmate. Yo he estado junto a ti y te he ayudado como nadie. Pablo te hizo daño, pero luego volvió.


- Si hubiera tenido el fulminante, el viejo no habría muerto. Hubiera podido volar el puente desde aquí.


- Sí, sí, sí… -dijo Pilar.


La cólera, la sensación de vacío y el odio que había sentido cuando, al levantarse de la cuneta, había visto a Anselmo, seguían dominándole. Y sentía también desesperación, esa desesperación que nace de la pena y que inspira a los soldados el odio suficiente para continuar siendo soldados. Ahora que todo había acabado, se sentía solo, abandonado, sin ganas de nada y odiando a todos los que tenía alrededor.


- Si no hubiera nevado… -dijo Pilar.


Y entonces, no de una manera súbita, como hubiera ocurrido tratándose de un desahogo físico, si, por ejemplo, Pilar le hubiera puesto el brazo encima del hombro, sino lentamente y de una forma reflexiva, empezó a aceptar lo que había pasado y a dejar que el odio se disipara.


Claro, la nieve. Había sido la culpable de todo. La nieve. La nieve había jugado a otros una mala pasada también. Y al ver cómo sucedieron las cosas a los demás, al conseguir desembarazarse de sí mismo, de ese del que había que desembarazarse constantemente en una guerra, volvía a ver las cosas de una manera objetiva. En la guerra no había lugar para uno mismo. Y al olvidarse de sí mismo, le oyó a Pilar decir: «El Sordo…»


- ¿Qué dices? -preguntó.


- El Sordo…


- Sí -dijo Robert Jordan, y sonrió con una sonrisa crispada, tensa, una sonrisa que le hacía daño en los músculos de la cara.


- Perdóname. He hecho mal. Lo siento, mujer. Hagámoslo todo bien y de acuerdo. Como tú dices, el puente ha volado.


- Sí, tienes que poner las cosas en su lugar.


- Voy a reunirme ahora con Agustín. Coloca a tu gitano más abajo, para que pueda ver la carretera. Dale estos fusiles a Primitivo y coge tú la máquina. Déjame que te enseñe cómo.


- Guárdate tu máquina -repuso Pilar-; no estaremos aquí mucho rato. Pablo llegará en seguida, y nos iremos.


- Rafael -llamó Robert Jordan-, ven aquí a mi lado. Aquí. Bien. ¿Ves a esos que salen de la cuneta? Ahí, más arriba del camión. ¿Los ves que se dirigen al camión? Pégale a uno de ellos. Siéntate. Hazlo con calma.


El gitano apuntó cuidadosamente y disparó, y mientras corría el cerrojo, para tirar el cartucho, Robert Jordan comentó:


- Muy alto. Has dado en la roca de más arriba. ¿Ves el polvo que ha levantado? Procura atinar medio metro por debajo. Ahora. Pero con cuidado. Corren. Bien. Sigue tirando.


- Le di a uno -dijo el gitano.


El hombre quedó tendido en medio de la carretera, entre la cuneta y el camión. Los otros dos no se detuvieron para recogerle. Se arrojaron a la cuneta y se quedaron agazapados allí.


- No les tires a ellos -dijo Robert Jordan-. Apunta a lo alto de uno de los neumáticos delanteros del camión. De manera que, si no atinas, le des al motor. Bien. -Miró con los prismáticos-. Un poco bajo. Bien. Estás pegando bien. Mucho. Mucho. Apunta a lo alto del radiador. En cualquier parte del radiador. Eres un campeón. Mira. No dejes pasar a nadie de ese punto. ¿Te das cuenta?


- Mira cómo le deshago el parabrisas -dijo el gitano, feliz.


- No. El camión ya está fastidiado -dijo Jordan-. Guarda las balas para cuando aparezca otro vehículo en la carretera. Empieza a disparar cuando lleguen frente a la cuneta. Trata de acertarle al conductor. Entonces, disparad todos -dijo a Pilar, que había bajado acompañada de Primitivo-. Estáis muy bien colocados. ¿Ves cómo esta elevación os protege el flanco?


- Ve a hacer tu trabajo con Agustín -dijo Pilar-. No hace falta que nos des una conferencia. Sé lo que es el terreno desde hace mucho tiempo.


- Coloca a Primitivo más arriba -dijo Robert Jordan-. Allí. ¿Te das cuenta, hombre? Allí, por donde la pendiente se hace más abrupta.


- Acaba ya -dijo Pilar-. Vete, inglés. Tú y tu perfección. Aquí no hay ningún problema. En aquel momento oyeron los aviones.


María llevaba mucho tiempo con los caballos; pero no era ningún consuelo para ella. Ni para los caballos. Desde el paraje del bosque en que se encontraba, no podía ver la carretera ni el puente, y cuando el tiroteo comenzó pasó el brazo alrededor del cuello del gran semental bajo de frente blanca, que había acariciado y regalado a menudo cuando los caballos estaban en el cercado, entre los árboles, por encima del campamento. Pero su nerviosismo desazonaba al gran semental, que sacudía la cabeza con las ventanas de las narices dilatadas al oír el ruido de las explosiones de los fusiles y de las granadas. María no era capaz de quedarse quieta en un mismo sitio y daba vueltas alrededor de los caballos, los acariciaba, les daba palmaditas y no conseguía más que exacerbar su nerviosismo y su agitación.


Intentó pensar en el tiroteo, no como una cosa terrible, que estaba sucediendo en aquellos momentos, sino imaginando que Pablo estaba abajo con los últimos que habían llegado y Pilar arriba con los otros, y que no tenía por qué inquietarse ni dejarse llevar por el pánico, sino tener confianza en Roberto. Pero no lo conseguía. Y todo el tiroteo de arriba y el tiroteo de abajo y la batalla que descendía del puerto como una tormenta lejana con un tableteo seco y el estallido regular de las bombas componían un cuadro de horror que casi la impedía respirar. Más tarde oyó el vozarrón de Pilar que, desde abajo, desde el flanco del cerro, gritaba indecencias que no comprendía; y pensó: «Dios mío, no; no hables así mientras él está en peligro. No ofendas a nadie. No provoques riesgos inútiles. No los provoques.»


Luego se puso a rezar por Robert, rápida y maquinalmente, como en el colegio, diciendo sus oraciones de prisa, todo lo de prisa que podía, y contándolas con los dedos de la mano izquierda, rezando misterios completos de avemarías. Por fin el puente saltó y un caballo rompió las riendas después de espantarse, y se escapó por entre los árboles. María salió tras él para cogerle y le trajo temblando, estremeciéndose, con el pecho bañado en sudor, la montura torcida, y, mientras regresaba por entre los árboles, oyó el tiroteo más cercano y pensó: «No puedo soportar esto mucho tiempo. No puedo aguantar más sin saber lo que pasa. No puedo respirar y tengo la boca seca. Tengo miedo y no sirvo de nada, y he asustado a los caballos y he cogido a éste por casualidad; porque tiró la montura al tropezar con un árbol y se enganchó en los estribos, y ahora que estoy reajustando la montura, Dios mío, no sé, no puedo soportarlo, te lo ruego. Que vaya todo bien; porque mi corazón y todo mi ser están en el puente. La República es una cosa, y el que tengamos que ganar esta guerra es otra. Pero, Virgen bendita, traéle del puente sano y salvo y haré todo lo que quieras. Porque yo no estoy aquí. No soy yo. Yo no vivo más que por él. Protégele, porque te lo pido yo, y entonces haré todo lo que quieras, y él no se opondrá. Y no será contra la República. Te lo ruego; perdóname, porque no entiendo nada en estos momentos; haré lo que esté bien hecho; haré lo que él diga y lo que tú digas, y lo haré con toda mi alma. Pero ahora no puedo soportar el no saber lo que pasa.»


Luego ajustó la silla, estiró la manta, apretó las cinchas y oyó el vozarrón de Pilar que le llegaba de entre los árboles:


- María. María, tu inglés está bien. ¿Me oyes? Muy bien. Sin novedad.


María se agarró con las dos manos a la montura, apretó su cabeza rapada contra ella y rompió a llorar. Oyó el vozarrón que volvía a elevarse y, apartando el rostro de la montura, gritó entre sollozos:


- Sí, gracias. -Y luego, sin dejar de llorar, añadió:- Gracias. Muchas gracias.


Al oír los aviones levantaron todos la cabeza. Venían de la parte de Segovia, volando muy altos en el cielo, plateados a la luz del sol, ahogando con su zumbido los otros ruidos.


- Ahí están ésos -dijo Pilar-; es lo que nos faltaba.


Robert Jordan le pasó el brazo por el hombro, sin dejar de observarlos.


- No -dijo-, esos no vienen por nosotros. No tienen tiempo que perder con nosotros. Cálmate.


- Los odio.


- Yo también; pero ahora tengo que irme a buscar a Agustín.


Rodeó el cerro por entre los pinos, con el zumbido de los aviones sobre su cabeza, mientras desde el otro lado del puente demolido, más abajo, por la carretera, le llegaba el tableteo intermitente de una ametralladora pesada.


Se acurrucó junto a Agustín, que estaba tumbado en medio de un grupo de abetos detrás de la ametralladora, y vio que venían otros aviones.


- ¿Qué pasa ahí abajo? -preguntó Agustín-. ¿Qué está haciendo Pablo? ¿No sabe que lo del puente ha acabado?


- Quizás esté atrapado ahí.


- Entonces, nos iremos. Peor para él.


- Va a venir en seguida, si puede -dijo Robert Jordan-. Debiéramos estar viéndole ya.


- Hace más de cinco minutos que no le oigo -dijo Agustín-. Más de cinco minutos. No. Mira. Ahí está. Sí, es él.


Se oyó el tableteo del fusil automático de caballería. Primero, una serie breve de disparos. Luego otra y, en seguida, una tercera serie de disparos.


- Ahí está ese hijo de puta -dijo Robert Jordan.


Vio llegar más aviones por el alto cielo azul limpio de núbes y observó la expresión de Agustín cuando éste levantó la vista hacia ellos. Luego miró hacia el puente destrozado y el trecho de carretera de más allá que seguía sin nadie. Tosió, escupió y prestó oído al tableteo de la ametralladora pesada, que comenzaba a disparar al otro lado del recodo de la carretera. Parecía hallarse en el mismo sitio que antes.


- ¿Qué ha sido eso? -preguntó Agustín-. ¿Qué es esa porquería?


•-Ha estado disparando desde antes que volara el puente -dijo Robert Jordan.


Podía ver ahora la corriente de agua mirando por entre los soportes descuajados y distinguir los restos del tramo central colgando en el vacío, semejantes a un mandil de hierro, retorcido. Oyó a los primeros aviones, que estaban descargando sus bombas más arriba del puerto, y vio que acudían otros en la misma dirección. El ruido de los motores parecía llenar el alto cielo y, mirando con atención, distinguió los diminutos y ágiles cazas que iban detrás de ellos, describiendo círculos mucho más altos, entre las nubes.


- No creo que ésos cruzaran las líneas el otro día -dijo Primitivo-. Han debido de ir hacia el Oeste y ahora están volviendo. No se hubiera organizado una ofensiva de haberlos visto.


- La mayor parte de esos aparatos son nuevos -dijo Robert Jordan.


Tenía la impresión de que algo que había comenzado normalmente provocaba de golpe repercusiones enormes, desproporcionadas, gigantescas. Era como si se hubiera arrojado una piedra al agua, la piedra hubiese descrito un círculo y ese círculo se hubiera ido haciendo más grande, rugiendo, hinchándose, abriéndose en círculos más grandes hasta hacerse una montaña de olas. O como si se hubiera gritado y el eco hubiese respondido, desencadenando una tormenta aparatosa, una tormenta mortal. O como si se hubiera golpeado a un hombre, como si el hombre hubiese caído y como si por alguna parte hubieran aparecido otros hombres provistos de armas. Se alegraba de no encontrarse en lo alto del puerto con Golz.


Tumbado en el suelo, junto a Agustín, mirando a los aviones que pasaban, escuchando el tiroteo, vigilando la carretera, esperaba que sucediera algo, aunque no sabía qué, y se sentía aún como entontecido por la sorpresa de no haber muerto en el puente. Había aceptado de manera tan completa el morir, que todo aquello se le antojaba irreal. «Espabila -se dijo-. Deja todo eso. Hay mucho, mucho, mucho que hacer todavía.» Pero no lograba zafarse de aquella especie de entontecimiento y sentía de manera inconsciente que todo aquello se estaba convirtiendo en un sueño.


«Has tragado demasiado humo.» Pero sabía que no era aquello. Se daba muy bien cuenta de hasta qué punto todo aquello era irreal a través de la realidad absoluta. Miró al puente; luego al centinela que yacía sobre la carretera, no lejos del sitio en donde Anselmo yacía también; después, a Fernando, tumbado en la cuesta, y luego volvió a mirar la carretera, oscura y bien asfaltada hasta el camión reventado, y todo aquello le pareció enteramente irreal.


«Sería mejor que dejaras de pensar en esas cosas -reflexionó-. Eres como esos gallos de pelea, que nadie ve la herida que han recibido, y están ya muertos. Estupideces. Estás un poco entontecido; eso es todo, y deprimido por tanta responsabilidad; eso es todo. Tranquilízate.»


Agustín le cogió del brazo para llamar su atención sobre alguna cosa. Miró al otro lado del desfiladero y vio a Pablo. Vieron a Pablo desembocar, corriendo, por el recodo de la carretera. En el ángulo de rocas en que la carretera desaparecía le vieron detenerse, pegarse a la muralla rocosa y disparar con la pequeña ametralladora de caballería, que arrojaba al sol una cascada de cobre brillante. Vieron a Pablo agacharse y disparar otra vez. Luego, sin mirar hacia atrás, volvió a correr, pequeño, con las piernas torcidas y la cabeza inclinada camino del puente.


Robert Jordan apartó a Agustín y se hizo cargo de la gran ametralladora automática. Apuntó cuidadosamente hacia el recodo. Su fusil automático estaba en el suelo, a su izquierda. No le servía para disparar a aquella distancia.


Mientras Pablo corría hacia ellos, Robert Jordan seguía apuntando hacia el recodo; pero nada apareció por él. Pablo, al llegar al puente, se volvió hacia atrás, echó por encima del hombro una mirada rápida, giró hacia la izquierda y descendió por el desfiladero, perdiéndose de vista. Robert Jordan seguía vigilando el recodo, pero nada aparecía. Agustín se irguió sobre sus rodillas. Veía a Pablo deslizándose por el desfiladero como una cabra. Desde que Pablo apareció, el tiroteo había cesado.


- ¿Ves algo por allá arriba, entre las rocas? -preguntó Robert Jordan. -Nada.


Jordan seguía vigilando el recodo. Sabía que el paredón era demasiado abrupto para que pudiera escalarse por aquella parte; pero más abajo la cuesta se hacía más suave y se podía subir dando un rodeo.


Si las cosas habían sido irreales hasta entonces, he aquí que, de repente, se hacían enteramente reales. Era como si el ocular de una máquina fotográfica hubiese encontrado repentinamente su foco. Fue entonces cuando vio el artefacto de hocico anguloso y torrecilla cuadrada, pintado de verde gris y castaño, con su ametralladora apuntada, dando la vuelta al recodo iluminado por el sol. Disparó, y oyó el ruido que hacía la bala al chocar contra la cubierta de acero. El pequeño tanque dio marcha atrás, refugiándose tras la muralla rocosa. Vigilando el recodo, Robert Jordan vio asomar nuevamente la nariz del artefacto, luego el borde de la torrecilla y por último toda la torrecilla, hasta que el cañón de la ametralladora quedó enfilado a lo largo de la carretera.


- Parece un ratón saliendo de su agujero -dijo Agustín-.Mira, inglés.


- No está muy confiado -dijo Robert Jordan.


- Ese es el animal con que Pablo tuvo que pelear -dijo Agustín-. Dispara otra vez.


- No. No puedo hacerle daño. Y no quiero que se dé cuenta de dónde estamos.


El tanque comenzó a disparar sobre la carretera. Las balas rebotaban contra el suelo y resonaban contra los hierros del puente. Era la misma ametralladora que habían oído disparar más abajo.


- Cabrón -dijo Agustín-. Ese es uno de sus famosos tanques, ¿no, inglés?


- Sí, es un «Bebé».


- Cabrón. Si yo tuviese un biberón lleno de gasolina, se lo tiraría encima y le prendería fuego. ¿Qué vamos a hacer, inglés?


- Esperar un poco hasta que se asome de nuevo.


- Y eso es lo que mete tanto miedo -dijo en tono despectivo Agustín-. Mira, inglés. Está matando otra vez a los centinelas.


- Ya que no tiene otro blanco -dijo Robert Jordan Déjale.


Pero para sus adentros pensó: «Búrlate de él, anda. Imagínate que eres tú, que vuelves a un territorio ocupado por los tuyos y que te encuentras con que te disparan en la carretera principal; luego, con que salta un puente. ¿No creerías que había sido minado o bien que se trataba de una trampa? Claro que sí. Así es que hace lo que tiene que hacer. Está aguardando que venga alguien en su ayuda. Entretanto, distrae al enemigo. El enemigo somos nosotros; pero no puede saberlo. Mira al muy hijo de puta.»


El tanquecillo asomaba ligeramente el morro por el recodo.


Entonces vio Agustín aparecer a Pablo, saliendo del desfiladero, y le vio trepar, arrastrándose, con el barbudo rostro lleno de sudor.


- Ahí viene ese hijo de puta -anunció.


- ¿Quién?


- Pablo.


Robert Jordan vio a Pablo y comenzó a disparar sobre la torrecilla camuflada del tanquecillo, hacia el punto en donde sabía que tenía que estar la hendidura que servía de mira más abajo de la ametralladora. El tanquecillo retrocedió, desapareció y Jordan recogió el fusil ametrallador, plegó las patas del trípode y se lo echó al hombro. El cañón estaba todavía caliente; tan caliente, que le quemaba la piel. Jordan lo echó hacia atrás, de forma que la culata descansara en la palma de su mano.


- Trae el saco de las municiones y mi pequeña máquina, y date prisa. Vamos.


Robert Jordan subió corriendo por entre los pinos. Agustín iba detrás de él y Pablo un poco más lejos.


- Pilar -gritó Jordan-. Vamos, mujer.


Subían la empinada cuesta todo lo de prisa que podían. No podían correr porque era demasiado empinada. Pablo, que no llevaba más impedimenta que el fusil automático de caballería, llegó pronto hasta ellos.


- ¿Y tu gente? -preguntó Agustín a Pablo, con la boca seca.


- Han muerto todos -dijo Pablo. Apenas si podía respirar. Agustín volvió la cabeza y le miró fijamente.


- Ahora tenemos muchos caballos, inglés -dijo Pablo, jadeando.


- Bueno -dijo Robert Jordan. «Este bastardo asesino», pensó.


- ¿Qué os ha pasado?


- Nos ha pasado de todo -dijo Pablo, respirando penosamente-. ¿Qué tal le fue a Pilar?


- Ha perdido a Fernando y al hermano.


- Eladio -explicó Agustín.


- ¿Y tú? -preguntó Pablo.


- He perdido a Anselmo.


- Hay muchos caballos -dijo Pablo-; tendremos hasta para los equipajes.


Agustín se mordió los labios, miró a Jordan e hizo un movimiento con la cabeza. Debajo de ellos, oculto por los árboles, oyeron al tanque, que volvía a disparar sobre la carretera y el puente. Robert Jordan volvió la cabeza.


- ¿Qué fue lo que sucedió, pues? -preguntó a Pablo. Quería evitar mirar a Pablo y olerle, pero quería enterarse.


- No podía salir por allí con ese artefacto -dijo Pablo-. Estábamos atrapados en el puesto. Por fin, se alejó para ir en busca de no sé qué cosa, y yo escapé.


- ¿Contra quién disparabas ahí abajo? -preguntó brutalmente Agustín.


Pablo le miró, esbozó una sonrisa, se arrepintió y no dijo nada.


- ¿Fuiste tú quien los mató a todos? -preguntó Agustín.


Robert Jordan pensaba: «No te metas en eso. No hay que meterse en ello por el momento. Han hecho todo lo que tú querías e incluso más. Esta es una pelea de tribus. No te metas a juzgar a nadie. ¿Qué podías esperar de un asesino? Estás trabajando con un asesino. No te metas en eso. Ya sabías que lo era antes de empezar. No es ninguna sorpresa. Pero ¡qué cochino bastardo! ¡Qué cochino, inmundo bastardo!»


Le dolía el pecho de la escalada y pensaba que" iba a abrírsele en dos. Al fin, más arriba, entre los árboles, vio los caballos.


- Vamos -decía Agustín-. ¿Por qué no confiesas que fuiste tú quién los mató?


- Calla la boca -dijo Pablo-. He peleado mucho hoy y muy bien. Pregúntaselo al inglés.


- Y ahora, sácanos de aquí -dijo Robert Jordan-. Eres tú el que tenía un plan para sacarnos.


- Tengo un buen plan -dijo Pablo-; con un poco de suerte, todo irá bien.


Empezaba a respirar con más holgura. -No tendrás intenciones de matarnos, ¿eh? -preguntó Agustín-. Porque estoy dispuesto a matarte yo ahora mismo.


- Cierra el pico -dijo Pablo-; tengo que ocuparme de tus intereses y de los de la banda. Es la guerra. No se puede hacer lo que se quiere.


- Cabrón -dijo Agustín-; te llevas todos los premios. -Dime qué ocurrió allá abajo -dijo Robert Jordan a Pablo.


- Pasó de todo -contestó Pablo. Respiraba trabajosamente, como si le doliera el pecho, pero podía hablar con claridad. Su cara y su cráneo estaban empapados de sudor y tenía los hombros y el pecho asimismo empapados. Miró a Robert Jordan con precaución, para ver si no se. mostraba realmente hostil, y luego sonrió-: Me pasó de todo -dijo-. Primero tomamos el puesto. Después apareció un motociclista. Después, otro. Después, una ambulancia. Luego, un camión. Más tarde llegó el tanque. Un momento antes de que tú volaras el puente.


- ¿Y luego?


- El tanque no podía alcanzarnos, pero tampoco podíamos salir porque dominaba la carretera. Por fin se marchó, y entonces pude salir.


- ¿Y tu gente? -preguntó Agustín, buscando todavía camorra.


- Cállate -dijo Pablo, mirándole a la cara, y su cara era la de un hombre que se había batido bien antes de que sucediera lo otro-. No eran de nuestra banda.


Podían ver ahora a los caballos atados a los árboles. El sol les daba de lleno por entre las ramas y los animales, inquietos, sacudían la cabeza y tiraban de las trabas. Robert Jordan vio a María y un instante después la estrechaba entre sus brazos. La abrazó con tanta vehemencia, que el tapallamas del fusil ametrallador se le hundió en las costillas. María dijo:


- Roberto, Tú. Tú. Tú.


- Sí, conejito, conejito mío. Ahora nos iremos de aquí. -Pero ¿eres tú de verdad? -Sí, sí, de verdad.


No había pensado nunca que pudiera llegarse a saber que una mujer podía existir durante una batalla ni que ninguna parte de sí mismo pudiera saberlo o responder a ello; ni que, si había realmente una mujer, pudiera tener pequeños senos redondos y duros apretados contra uno, a través de una camisa; ni que se pudiera tener conciencia de esos senos durante una batalla. «Pero es verdad -pensó-. Y es bueno. Es bueno. No hubiera creído jamás en esto.» La apretó contra él, fuerte, muy fuerte, pero no la miró y le dio un cachete en un lugar donde no se lo había dado nunca, diciéndole:


- Sube a ese caballo, guapa.


Luego desataron las bridas. Robert Jordan había devuelto el arma automática a Agustín y había cogido su fusil ametrallador, cargándoselo al hombro. Sacó las granadas de los bolsillos para meterlas en las alforjas; luego metió una de las mochilas vacías en la otra y las ató detrás de la montura. Pilar llegó tan agotada por la cuesta, que no podía hablar más que por gestos.


Pablo metió en unas alforjas las tres maniotas que tenía en la mano, se irguió y dijo: -¿Qué tal, mujer? Ella le contestó con un gesto para tranquilizarle, y todos montaron en los caballos.


Robert Jordan iba sobre el gran tordillo, que había visto por vez primera la víspera, por la mañana, bajo la nieve, y sus piernas y manos sentían lo que valía aquel magnífico caballo.


Como llevaba alpargatas de suela de cáñamo, los estribos le quedaban un poco cortos. Llevaba el fusil al hombro, los bolsillos repletos de municiones, y, una vez montado, con las riendas debajo del brazo, cambió el cargador, echando de vez en cuando una mirada a Pilar, que aparecía en lo alto de una extraña pirámide de mantas y paquetes atados a la silla.


- Deja todo eso, por el amor de Dios -dijo Primitivo-. Te vas a caer y tu caballo no podrá aguantar tanta carga.


- Cállate -repuso Pilar-. Con todo esto podremos vivir en otra parte.


- ¿Podrás cabalgar así, mujer? -le preguntó Pablo, que se había encaramado al gran caballo bayo, aparejado con una montura de guardia civil.


- Como cualquier lechero -dijo Pilar-. ¿Adonde vamos, hombre?


- Derechos, hacia abajo. Atravesaremos la carretera. Subiremos la cuesta del otro lado y nos meteremos por el bosque, por la parte más espesa.


- ¿Hay que atravesar la carretera? -preguntó Agustín, poniéndose a su lado, mientras hincaba las alpargatas en los flancos duros e inertes de uno de los caballos que Pablo había traído la noche anterior.


- Pues claro, hombre; es el único camino que nos queda -dijo Pablo. Le entregó uno de los caballos de carga; Primitívo y el gitano llevaban los otros dos.


- Puedes venir a retaguardia, inglés, si quieres -dijo Pablo-. Cruzaremos muy arriba, para estar lejos del alcance de esa máquina. Pero iremos separados al cruzar la carretera y volveremos a juntarnos más arriba, donde el camino se hace más estrecho.


- Bien -dijo Robert Jordan.


Descendieron entre los árboles hasta el borde de la carretera. Robert Jordan iba detrás de María. No podía ir a su lado por los árboles. Acarició su caballo con las piernas y lo mantuvo bien sujeto, mientras descendían rápidamente, deslizándose entre los pinos, guiando al animal con los muslos, como lo hubiera hecho con las espuelas de haberse encontrado en terreno llano.


- Oye, tú -exclamó, dirigiéndose a María-. Ponte en segundo lugar cuando atravesemos la carretera. Pasar el primero no es tan malo como parece. Pero el segundo es mejor. Los que corren más peligro son los que van después.


- Pero tú…


- Yo pasaré muy aprisa. No hay problema. Lo más peligroso es pasar en fila.


Veía la redonda y peluda cabeza de Pablo hundida entre los hombros mientras cabalgaba con el fusil automático cruzado a la espalda. Miró a Pilar, que iba con la cabeza descubierta, amplios los hombros, más altas las rodillas que los muslos, con los talones hundidos en los bultos que llevaba. Una vez se volvió a ella a mirarle y movió la cabeza.


- Adelanta a Pilar antes de atravesar la carretera -dijo Robert Jordan a María. Luego, mirando por entre los árboles, que estaban más separados, vio la superficie oscura y brillante de la carretera por debajo de ellos, y, más allá, la pendiente verde de la montaña. «Estamos justamente por encima de la cuneta -observó-, y un poco más acá del repecho, a partir del cual la carretera desciende hacia el puente en una pendiente larga. Estamos a unos ochocientos metros por encima del puente. Eso no está fuera del alcance de la «Fiat» del tanque, si se han acercado al puente.»


- María -dijo-, ponte delante de Pilar antes que lleguemos a la carretera y sube de prisa por esa cuesta.


María volvió la cabeza para mirarle, pero no dijo nada. El le devolvió la mirada para asegurarse de que le había entendido.


- ¿Comprendes? -le preguntó.


Ella hizo un gesto afirmativo.


- Pasa delante -dijo.


- No -respondió ella, volviéndose hacia él y negando con la cabeza-. Me quedaré en el lugar que me corresponde.


Entonces Pablo hundió las espuelas en los ijares del gran bayo y se precipitó cuesta abajo, por la pendiente cubierta de hojas de pino, atravesando la carretera entre un martillar y relucir de cascos. Los otros le siguieron y Robert Jordan los vio atravesar la carretera y subir la cuesta cubierta de hierba y oyó la ametralladora que tableteaba desde el puente. Luego oyó un ruido que se asemejaba a un silbido -¡psiii crac bum!- seguido de un golpe sordo y una explosión, y vio levantarse un surtidor de tierra de la ladera y una nube de humo gris. -¡Psiiii, crac, bum!- Inmediatamente se repitió la escena y una nube de polvo y humo se levantó un poco más arriba, en la ladera.


Delante de él se paró el gitano al borde de la carretera, al abrigo de los últimos árboles. Miró la cuesta y luego se volvió hacia Robert Jordan.


- Adelante, Rafael -dijo Jordan-. Al galope, hombre.


El gitano llevaba de las bridas al caballo cargado con los bultos, que se resistía a seguir adelante.


- Suelta a ese caballo y galopa -dijo Robert Jordan.


Vio a Rafael levantar la mano, cada vez más alto, como si se despidiera de todo y para siempre, mientras hundía los talones en los costados de su montura. La cuerda del otro se cayó y el gitano había cruzado ya el camino cuando Robert Jordan tuvo que entendérselas con un caballo de tiro que, asustado, había retrocedido hasta topar con él. El gitano, entretanto, galopaba por la carretera y se oía el galopar de los cascos del caballo, según iba subiendo la cuesta.


¡Psiiii, crac, bum! El proyectil seguía su trayectoria baja y Jordan vio al gitano sacudirse como un jabalí en fuga mientras la tierra se levantaba tras de él en forma de un pequeño geiser negro y gris. Le vio galopar, más despacio ahora llegando a la ladera cubierta de hierba, mientras la ametralladora le perseguía con sus disparos, que llovían alrededor, hasta que, por fin, llegó a los otros, resguardados por la colina.


«No puedo llevar conmigo a este condenado caballo con la carga -pensó Robert Jordan-. Sin embargo, me gustaría tenerlo a mi lado. Me gustaría ponerlo entre esos cuarenta y siete milímetros y yo, antes de que me disparen encima. Por Dios, voy a tratar de llevarle.»


Se acercó al carguero, logró coger la soga y, con el caballo trotando detrás de él, subió unos cincuenta metros cuesta arriba entre los árboles. Allí se detuvo para observar la carretera hasta donde estaba el camión, hacia el puente. Vio que había hombres en el puente y detrás, en la carretera, algo que parecía un embotellamiento de vehículos. Buscó alrededor hasta que encontró lo que buscaba, se irguió en el caballo y rompió una rama seca de pino. Dejó caer la cuerda del carguero, le dirigió hacia la carretera y le golpeó con fuerza en la grupa con la rama de pino. «Vamos, hijo de perra», dijo. Y lanzó la rama seca detrás de él. El caballo atravesó la carretera y empezó a subir la cuesta. La rama volvió a golpearle y el caballo se lanzó al galope.


Robert Jordan subió una treintena de metros más arriba, hasta el límite extremo por donde podría cruzar sin encontrar la pendiente demasiado abrupta. El cañón disparaba llenando el aire con silbidos de obuses, tronaba y crepitaba levantando tierra por todas partes. «Vamos, tú, bastardo fascista», dijo Robert Jordan al caballo. Y le lanzó por la pendiente. Luego se encontró al descubierto, cruzando la carretera, tan dura bajo los cascos del caballo, que la sentía resonar hasta los hombros, el cuello y los dientes. Después llegó a la cuesta blanda, en donde los cascos del caballo se hundían y mientras el animal trataba de afirmarse, tomaba impulso y seguía adelante, vio el puente desde un ángulo que no le había visto jamás. Lo veía de perfil, sin escorzos; en el centro tenía un boquete y detrás de él, en la carretera, se veía el tanquecillo, y detrás del tanquecillo un tanque enorme con un cañón. Y el cañón disparó y hubo un fogonazo amarillento, tan brillante como un espejo, y el relámpago que fulguró al desgarrarse el aire pareció haber descuajado el largo pescuezo gris que tenía delante de él. Robert Jordan volvió la cabeza y vio un surtidor sucio de tierra levantándose. El carguero iba delante de él; pero corría demasiado hacia la derecha y perdía velocidad. Jordan, al galope, volvió de nuevo la mirada hacia el puente y vio la hilera de camiones detenidos junto al recodo, bien visible desde la parte más elevada de su camino. Mientras ganaba altura, volvió a ver nuevamente el resplandor amarillo y oyó el psiiii y el bum de la explosión; pero la bomba cayó un poco corta partiéndose los pedazos de metal por el camino como si brotaran del lugar en que había caído el proyectil.


Vio a los otros al borde de la arboleda y dijo: «¡Arre, caballo!» y vio cómo el pecho del caballo se hinchaba con la pendiente abrupta y cómo estiraba el cuello y las orejas grises, e inclinándose le dio unas palmadas en el cuello húmedo y luego volvió los ojos hacia atrás, hacia el puente, y vio un nuevo fogonazo que salía del tanque pesado color de tierra allá abajo, en la carretera, y esta vez no oyó el silbido, sino solamente le llegó el olor acre del estallido, como si hubiera reventado una caldera y se encontró bajo el caballo gris, que pateaba y forcejeaba mientras él hacía por zafarse del peso.


Se podía mover. Se podía mover hacia la derecha. Pero su pierna izquierda se le había quedado aplastada bajo el caballo, mientras él se movía hacia la derecha. Se hubiera dicho que tenía una nueva articulación, no la de la cadera, sino otra lateral. En seguida comprendió de qué se trataba. Entonces el caballo gris se irguió sobre las rodillas, y la pierna derecha de Robert Jordan, que se había quedado desgajada del estribo, pasó por encima de la montura y se juntó con la otra. Se palpó con las dos manos la cadera izquierda y sus manos tocarón el hueso puntiagudo y el lugar en donde hacía presión contra la piel.


El caballo gris se quedó parado junto a él, y él podía ver el jadeo de sus costillas. La hierba en donde estaba sentado era verde, con florecillas silvestres. Miró hacia abajo, hacia la carretera, el puente y el desfiladero, y vio el tanque y aguardó el fogonazo. Se produjo en seguida, sin ser acompañado de silbidos. En el momento de la explosión vio volar los terrones y la metralla le llevó hasta la nariz el acre olor del explosivo, y vio al gran tordillo recoger las patas traseras y sentarse tranquilamente, como si fuera un caballo de circo, al lado de él. Y luego, mirando al caballo, sentado allí, se dio cuenta de lo que significaba el ruido que hacía.


Luego Primitivo y Agustín le cogieron por las axilas para arrastrarle hasta lo alto de la cuesta, y la nueva articulación de su pierna le hacía bailar según los accidentes del terreno. Un obús silbó por encima de ellos, que se arrojaron al suelo aguardando a que estallase. El polvo les cayó encima, la metralla se dispersó y volvieron a recogerle. Luego le pusieron al abrigo de unos árboles, cerca de los caballos, y vio que María, Pilar y Pablo estaban alrededor.


María se arrodilló a su lado, diciendo:


- Roberto, ¿qué te ha pasado?


Jordan, empapado de sudor, contestó:


- La pierna izquierda se ha roto, guapa.


- Vamos a vendarla -dijo Pilar-. Podrás montar en ése -y señaló a uno de los caballos cargueros -. Descargadle.


Robert Jordan vio a Pablo negar con la cabeza y le hizo un gesto.


- Alejaos -dijo. Luego añadió-: Escucha, Pablo, ven aquí.


Su peludo rostro, mojado de sudor, se inclinó hacia él y Robert Jordan sintió de lleno el olor de Pablo.


- Dejadnos hablar -dijo a María y a Pilar-. Tengo que hablar con Pablo.


- ¿Te duele mucho? -preguntó Pablo, inclinándose muy cerca de él.


- No. Creo que el nervio ha sido destrozado. Oye. Marchaos. Yo estoy listo, ¿te das cuenta? Quiero hablar un rato con María. Cuando te diga que te la lleves, llévatela. Ella se querrá quedar. Pero voy a hablar un rato con ella.


- Te darás cuenta de que no tenemos mucho tiempo -dijo Pablo.


- Me doy cuenta. Creo que estaríais mejor en la República -dijo Robert Jordan.


- No. Prefiero Gredos.


- Piénsalo bien.


- Háblale ahora -dijo Pablo-. No tenemos mucho tiempo. Siento lo que te ha pasado, inglés.


- Puesto que me ha pasado -dijo Jordan-, no hablemos más. Pero piénsalo bien. Tienes mucha cabeza. Tienes que utilizarla.


- ¿Y por qué no iba a utilizarla? -preguntó Pablo-. Ahora, habla de prisa, inglés; no tenemos tiempo.


Pablo se fue junto a un árbol y se puso a vigilar la cuesta, el otro lado de la carretera y el desfiladero. Miró también el caballo gris que había en la cuesta con una expresión de verdadero disgusto. Pilar y María estaban cerca de Robert Jordan, que se encontraba sentado contra el tronco de un árbol.


- Córtame el pantalón por aquí, ¿quieres? -dijo Jordan a Pilar. María, acurrucada junto a él, no hablaba. El sol le brillaba en los cabellos y hacía pucheros, como un niño que va a llorar. Pero no lloraba.


Pilar cogió el cuchillo y cortó la pernera del pantalón de arriba abajo, a partir del bolsillo izquierdo. Robert Jordan separó la tela con las manos y se miró la cadera. Quince centímetros por encima se veía una hinchazón puntiaguda y rojiza en forma de cono, y al palparla con los dedos sintió el hueso de la cadera roto bajo la piel. Su pierna extendida formaba un ángulo extraño. Levantó los ojos hacia Pilar. Había en su rostro una expresión parecida a la de María.


- Anda -le dijo-. Vete.


Pilar se alejó con la cabeza baja, sin decir nada, sin mirar hacia atrás y Robert Jordan vio que sus hombros se estremecían.


- Guapa -dijo a María, cogiéndole las manos entre las suyas-. Oye. Ya no iremos a Madrid.


Entonces, ella se puso a llorar.


- No, guapa; no llores. Escucha. No iremos a Madrid ahora; pero iré contigo a todas partes adonde vayas. ¿Comprendes?


Ella no dijo nada. Apoyó la cabeza contra la mejilla de Robert Jordan y le echó los brazos al cuello.


- Oye bien, conejito -dijo-, lo que voy a decirte. -Sabía que era preciso darse prisa y estaba sudando y transpiraba abundantemente; pero era menester que las cosas fueran dichas y comprendidas.- Tú te vas ahora, conejito, pero yo voy contigo. Mientras viva uno de nosotros, viviremos los dos. ¿Lo comprendes?


- No. Me quedo contigo.


- No, conejito. Lo que hago ahora, tengo que hacerlo solo. No podría hacerlo contigo. ¿Te das cuenta? Cualquiera que sea el que se quede, es como si nos quedáramos los dos.


- Yo quiero quedarme contigo.


- No, conejito, oye. Esto no podemos hacerlo juntos. Cada cual tiene que hacerlo a solas. Pero si te vas, yo me voy contigo. De esa manera, yo me iré también. Tú te vas ahora; sé que te irás. Porque eres buena y cariñosa. Te vas ahora para que nos vayamos los dos.


- Pero es más fácil si me quedo contigo -dijo ella-. Es más fácil para mí.


- Sí, pero hazme el favor de irte. Hazlo por mí; porque puedes hacerlo.


- Pero ¿no lo entiendes, Roberto? ¿Y yo? Es peor para mí el irme.


- Claro que sí -dijo él-; es más difícil para ti. Pero yo soy tú ahora.


Ella no dijo nada.


Jordan la miró. Estaba sudando de una manera tremenda. Hizo un esfuerzo para hablar, deseando convencerla de una manera más intensa de lo que había deseado nunca en su vida.


- Ahora te irás como si fuéramos los dos -dijo-; no hay que ser egoísta, conejito, tienes que hacer lo que debes.


Ella negó con la cabeza.


- Tú eres yo -siguió él-; tienes que darte cuenta, conejito. Conejito, escucha. Es verdad. Me voy contigo. Te lo juro.


Ella no dijo nada.


- ¿No lo comprendes? -preguntó-. Ahora veo que lo comprendes. Ahora vas a marcharte. Bien. Ahora te vas. Ahora has dicho que te ibas. -Ella no había dicho nada.- Ahora te voy a dar las gracias por irte. Vete dulcemente y en seguida. Vete en seguida, para que nos vayamos los dos en ti. Ponme la mano aquí. La cabeza ahora. No, aquí. Muy bien. Ahora yo pondré mi mano aquí. Está muy bien. ¡Qué buena eres! Ahora no pienses más. Ahora vas a hacer lo que debes. Ahora obedecerás. No a mí, sino a los dos. A mí, que estoy en ti. Ahora te irás por los dos. Así es. Nos vamos los dos contigo ahora. Es así. Te lo he prometido. Eres muy buena si te vas, muy buena.


Hizo una seña con la cabeza a Pablo, que le miraba desde detrás de un árbol, y Pablo se acercó. Pablo hizo un signo a Pilar con el pulgar.


- Iremos a Madrid otra vez, conejito -siguió él-. Es cierto. Ahora levántate y vete, y nos iremos los dos. Levántate. ¿No ves?


- No -dijo ella, y se agarró a su cuello.


Jordan hablaba con mucha calma, aunque con una gran autoridad.


- Levántate -dijo-. Tú eres yo ahora. Tú eres todo lo que quedará de mí desde ahora. Levántate.


Ella se levantó lentamente, llorando con la cabeza baja. Luego volvió a sentarse en seguida a su lado y se levantó de nuevo, muy lentamente, muy pesadamente, mientras Jordan decía:


- Levántate, guapa.


Pilar la sujetaba por los brazos, de pie, junto a ella.


- Vámonos -dijo Pilar-. ¿No necesitas nada, inglés? -le miró y movió la cabeza.


- No -dijo Jordan, y continuó hablando a María-. Nada de adioses, guapa; porque no nos separaremos. Espero que todo vaya bien en Gredos. Vete ahora mismo. Vete por las buenas.


- ¡No!


Siguió hablando tranquilamente, sensatamente, mientras Pilar arrastraba a la muchacha.


- No te vuelvas. Pon el pie en el estribo. Sí, el pie. Ayúdale-dijo a Pilar-. Levántala. Ponla en la montura.


Volvió la cabeza, empapado en sudor, y miró hacia la bajada de la cuesta y luego dirigió de nuevo la mirada al lugar donde la muchacha estaba montada en el caballo con Pilar a su lado y Pablo detrás.


- Ahora, vete -añadió-. Vete.


María fue a volver la cabeza.


- No mires hacia atrás -dijo Robert Jordan-. Vete.


Pablo golpeó al caballo en las ancas con una maniota y María intentó deslizarse de la montura, pero Pilar y Pablo cabalgaban junto a ella y Pilar la sostenía. Los tres caballos subieron por el sendero.


- Roberto -gritó María-; déjame contigo. Déjame que me quede.


- Estoy contigo -gritó Robert Jordan-. Estoy contigo ahora. Estamos los dos juntos. Vete.


Y se perdieron de vista en el recodo del sendero mientras él se quedaba allí, empapado de sudor, mirando hacia un punto en donde no había nadie.


Agustín estaba de pie junto a él.


- ¿Quieres que te mate, inglés? -preguntó, inclinándose hacia él-. ¿Quieres? Es una cosa sin importancia.


- No hace falta -contestó Robert Jordan-. Puedes marcharte; estoy muy bien aquí.


- Me cago en la leche que me han dado -gritó Agustín. Lloraba y no veía a Robert Jordan con claridad-. Salud, inglés.


- Salud, hombre -dijo Robert Jordan. Miró cuesta abajo-. Cuida bien de la rapadita, ¿quieres?


- Eso, ni se pregunta -dijo Agustín-. ¿Tienes todo lo que te hace falta?


- Hay muy pocas municiones para esta máquina; así es que me quedo yo con ella -dijo Robert Jordan-. Tú no podrías hacerte con más. Para la otra y la de Pablo, sí.


- He limpiado el cañón -dijo Agustín-. Se llenó de tierra al caer tú al suelo.


- ¿Qué fue del caballo carguero?


- El gitano logró cazarlo.


Agustín estaba ya a caballo, pero no tenía ganas de marcharse. Se inclinó hacia el árbol, contra el que Robert Jordan estaba recostado.


- Vete, amigo -le pidió Robert Jordan-. En la guerra suceden cosas como ésta.


- ¡Qué puta es la guerra! -dijo Agustín.


- Sí, hombre, sí; pero vete.


- Salud, inglés -dijo Agustín, cerrando el puño derecho.


- Salud -dijo Robert Jordan-; pero vete, hombre.


Agustín dio media vuelta a su caballo, bajó el puño de golpe, como si maldijera, y subió por el sendero. Todos los demás estaban fuera del alcance de la vista desde hacía rato.


Se volvió cuando el sendero se perdía por entre los árboles y sacudió el puño. Robert Jordan le hizo un ademán y luego Agustín desapareció también. Jordan se quedó mirando la pendiente cubierta de hierba, hacia la carretera y el puente. «Estoy aquí tan bien como en cualquier otra parte. Todavía no vale la pena que corra el riesgo de arrastrarme sobre el vientre con este hueso tan cerca de la piel, y veo bien desde aquí.»


Sentíase como vacío y agotado a causa de la herida y de la despedida y tenía un sabor a bilis. Por fin no tenía ya problemas. De cualquier manera que sucediesen las cosas y cualquiera que fuese el modo como ocurrieran, en adelante no habría para él ningún problema.


Se habían ido todos y se había quedado solo, recostado contra un árbol. Miró la verde ladera de la colina y vio el caballo gris que Agustín había rematado. Un poco más abajo de la cuesta, vio la carretera y, más abajo todavía, la porción arbolada. Luego miró al puente y a la otra orilla y observó los movimientos que había en el puente y en la carretera. Veía los camiones en la carretera en la parte descendente. La columna gris de los camiones aparecía entre el verdor de los árboles. Luego miró a la otra parte de la carretera, al lugar donde asomaba por lo alto del cerro y pensó: «Van a venir en seguida.»


«Pilar cuidará de ella lo mejor que pueda. Lo sabes. Pablo debe de tener un buen plan; si no, no lo hubiera intentado. No tienes que preocuparte por Pablo. No sirve de nada pensar en María. Intenta creer en lo que le has dicho. Es lo mejor. ¿Y quién dice que no es verdad? Tú, no. Tú no lo dices, de la misma manera que no dirías que las cosas que han pasado no han pasado. Agárrate a lo que crees en estos momentos. No te hagas el cínico. El tiempo es muy corto y acabas de despedirte de ella. Cada cual hace lo que puede. Tú no puedes hacer nada por ti; pero quizá puedas hacer algo por otro. Bueno, hemos tenido suerte durante cuatro días. Cuatro días, no. Fue por la tarde cuando llegué aquí, y aún no es mediodía. En total, no hace más que tres días y tres noches. Haz la cuenta exacta. Tienes que ser exacto. Creo que harías mejor si fueses acomodándote. Debieras resolverte a buscar un sitio desde donde pudieras ser útil, en vez de permanecer recostado contra ese árbol como un vagabundo. Has tenido mucha suerte. Hay cosas peores que esto. A todos les llega, un día u otro. No sientes miedo porque sabes que tiene que ser así, ¿no es verdad? No. Es una suerte de todas formas que el nervio haya quedado deshecho. Ni siquiera me doy cuenta de lo que tengo por debajo de la fractura.»


Se tocó la pierna y era como si no formase parte de su cuerpo. Volvió a mirar a lo largo de la ladera y pensó: «Siento tener que dejar todo esto. Lamento muchísimo tener que dejarlo y espero haber hecho algo de utilidad. Intenté hacerlo con todo el talento de que era capaz. Con todo el talento de que soy capaz, quiero decir. Eso es, con todo el talento de que soy capaz.


»He estado combatiendo desde hace un año por cosas en las que creo. Si vencemos aquí, venceremos en todas partes. El mundo es hermoso y vale la pena luchar por él, y siento mucho tener que dejarlo. Has tenido mucha suerte -se dijo a sí mismo- por haber llevado una vida tan buena. Has llevado una vida tan buena como la del abuelo, aunque no haya sido tan larga. Has llevado una vida tan buena como pueda ser la vida, gracias a estos últimos días. No vas a quejarte ahora, cuando has tenido semejante suerte. Pero me gustaría que hubiese un modo de transmitir lo que he aprendido. Cristo, cómo estaba aprendiendo estos últimos días. Me gustaría hablar con Karkov. Eso sería en Madrid. Ahí, detrás de esas colinas y atravesando el llano, descendiendo nada más dejar las rocas grises y los pinos, la jara y la retama, a través de la altiplanicie amarilla, se ve aparecer la ciudad, hermosa y blanca. Eso es tan verdad como las mujeres viejas de que habla Pilar, que beben sangre en los mataderos. No hay una cosa que sea la única verdad. Todo es verdad. De la misma manera que los aviones son hermosos, sean nuestros o de ellos. Al diablo si lo son. Y ahora, tómalo con calma. Túmbate boca abajo mientras tengas tiempo. Oye ahora una cosa. ¿Te acuerdas de eso? De lo de Pilar y la mano. ¿Crees en esa patraña? No. ¿No crees, después de lo que ha pasado? No, no creo en eso. Pilar estuvo muy amable a propósito de eso esta mañana, antes que empezase todo. Tenía miedo acaso de que yo creyera en ello. Pero no creo. Ella, sí. Los gitanos ven algunas cosas. O bien sienten algunas cosas. Como los perros de caza. ¿Y las percepciones extrasensoriales? ¿Y las puñeterías? Pilar no quiso decirme adiós porque sabía que, si me lo decía, María no hubiera querido irse. ¡Qué Pilar ésa! Vamos, vuélvete, Jordan.» Pero sentía pereza de intentarlo. Entonces se acordó de que llevaba la pequeña cantimplora en el bolsillo, y pensó: «Voy a tomar una buena dosis de ese matagigantes, y luego lo intentaré.» Pero la cantimplora no estaba en el bolsillo. Y se sintió mucho más solo sabiendo que no tendría siquiera ese consuelo. Debiera haber contado con ello, se dijo.


«¿Crees que Pablo la ha cogido? No seas idiota; debiste perderla cuando lo del puente. Vamos, Jordan, vamos. Tienes que decidirte.»


Cogió con las dos manos su pierna izquierda y tiró con fuerza, con la espalda todavía apoyada contra el árbol. Lúego se tumbó y se sujetó la pierna, para que el hueso roto no rasgara la piel, y giró lentamente sobre la rodilla hasta quedar de cara a la barranca. Luego, sujetándose siempre la pierna con las dos manos, apoyó la planta del pie derecho en forma de palanca sobre el izquierdo y, sudando abundantemente, dio la vuelta hasta que se quedó con la cara pegada al suelo. Se apoyó sobre los codos, estiró la pierna izquierda, acomodándola con un empujón de ambas manos, y apoyándose luego, para hacer fuerza, en el pie derecho, se encontró donde quería encontrarse, empapado en sudor. Se palpó el muslo con el dedo y lo encontró bien. El extremo fracturado del hueso no había perforado la piel y se encontraba hundido en la masa del músculo.


«El nervio principal debió quedar destrozado cuando ese maldito caballo se me cayó encima -pensó-. La verdad es que no me duele nada, sino algunas veces, cuando cambio de postura. Eso debe de ser cuando el hueso pellizque alguna otra cosa. ¿No ves? ¿No ves qué suerte has tenido? Ni siquiera has tenido necesidad de emplear ese matagigantes.


Alcanzó el fusil automático, quitó el cargador del almacén y, buscando cargadores de repuesto, en el bolsillo, abrió el cerrojo y examinó el cañón. Volvió luego a colocar el cargador en la recámara, corrió el cerrojo y se dispuso a observar la pendiente. «Tal vez una media hora. Tómalo con calma.» Miró la ladera de la montaña, los pinos, e intentó no pensar en nada.


Miró el torrente y se acordó de lo fresco y lo sombreado que estaba debajo del puente. «Me gustaría que llegaran ahora. No quiero estar medio inconsciente cuando lleguen. ¿Para quién es más fácil la cosa? ¿Para los que creen en la religión o para los que toman las cosas por las buenas? La religión los consuela mucho; pero nosotros sabemos que no hay nada que temer. Morir sólo es malo cuando uno falla. Morir es malo solamente cuando cuesta mucho tiempo y hace tanto daño que uno queda humillado. Ya ves: tú has tenido muchísima suerte. No te ha pasado nada parecido. Es maravilloso que se haya marchado. No importa nada ya, ahora que se han ido todos. Es lo que yo había supuesto. Es verdaderamente como yo lo había pensado. Imagino lo que hubiera sido de haber estado todos diseminados sobre esta cuesta, ahí donde está el tordillo. O si hubieran estado todos paralizados aquí esperando. No, se han marchado. Están lejos. Si la ofensiva, al menos, tuviera éxito… ¿Qué deseas ahora? Todo. Lo quiero todo y aceptaré lo que sea. Si esta ofensiva no tiene éxito, otra lo tendrá. No me he fijado en qué momento han pasado los aviones. ¡Dios, que suerte que haya podido hacerla marcharse!


»Me gustaría hablar de esto con mi abuelo. Apuesto a que él no tuvo nunca que atravesar una carretera, reunirse con su gente y hacer una cosa parecida. Pero ¿cómo lo sabes? Quizá lo hiciera cincuenta veces. No. Sé exacto. Nadie ha hecho cincuenta veces una cosa semejante. Ni siquiera cinco. Es posible que nadie haya hecho esto ni tan siquiera una vez. Bueno. Claro que sí que lo habrán hecho.


»Me gustaría que vinieran ahora. Me gustaría que vinieran inmediatamente, porque la pierna empieza a dolerme. Debe de ser la hinchazón. Estaba saliendo todo a las mil maravillas cuando el proyectil nos alcanzó. Pero es una suerte que no sucediera eso cuando yo estaba debajo del puente. Cuando una cosa empieza mal, siempre tiene que ocurrir algo. Tú estabas fastidiado cuando dieron las órdenes a Golz. Tú lo sabías, y es sin duda eso lo que Pilar barruntó. Pero más adelante se organizarán mejor estas cosas. Deberíamos tener transmisores portátiles de onda corta. Sí, hay tantas cosas que debiéramos tener… Yo debería tener una pierna de recambio.»


Sonrió penosamente, porque la pierna le dolía muchísimo por la parte en que el nervio había sido destrozado cuando la caída. «¡Oh, que lleguen! -se dijo-. No tengo deseos de hacer como mi padre. Si hace falta, lo haré; pero querría no hacerlo. No soy partidario de hacerlo. No pienses en eso. No pienses en eso. Me gustaría que esos bastardos llegaran. Me gustaría mucho que llegaran en seguida.»


La pierna le dolía mucho. El dolor había empezado de golpe con la hinchazón, al desplazarse, y se dijo: «Quizá debiera hacerlo ahora mismo. Creo que no soy muy resistente al dolor. Escucha: si hago eso ahora mismo, ¿no lo tomarás a mal, eh? ¿A quién hablas? A nadie -dijo-. Al abuelo, creo. No. A nadie. ¡Ah!, mierda, quisiera que llegasen. Oye: tendré que hacer eso quizá, porque, si me desvanezco o algo así, no serviré para nada; y si me hacen volver en mí me harán una serie de preguntas y otras muchas cosas, y eso no marcharía bien. Es mucho mejor que no tengan que hacer esas cosas. De manera que, ¿por qué no va a estar bien que lo haga en seguída para que todo termine? Porque, ¡oh, escucha!, que lleguen ahora.


»No sirves para eso, Jordan -se dijo-. Decididamente, no sirves. Bueno, pero ¿quién sirve para eso? No lo sé, y en estos momentos no puedo averiguarlo. Pero la verdad es que tú no sirves. No sirves para nada. ¡Ay, para nada, para nada! Creo que sería mejor hacerlo ahora. ¿No lo crees? No, no estaría bien. Porque hay todavía algunas cosas que puedes hacer. Mientras sepas lo que tienes que hacer, tienes que hacerlo. Mientras te acuerdes de lo que es, debes aguardar. Así es que, vamos, que vengan. Que vengan.


»Piensa en los que se han ido. Piensa en ellos atravesando el bosque. Piensa en ellos cruzando un arroyo. Piensa en ellos a caballo entre los brezos. Piensa en ellos subiendo la cuesta. Piensa en ellos acogiéndose a seguro esta noche. Piensa en ellos escondiéndose mañana. Piensa en ellos. ¡Maldita sea! Piensa en ellos. Y eso es todo lo que puedo pensar acerca de ellos. Piensa en Montana. No puedo pensar. Piensa en Madrid. No puedo. Piensa en un vaso de agua fresca. Muy bien. Así es como será. Como un vaso de agua fresca. Eres un embustero. No será así en absoluto. No se parecerá a nada. Absolutamente a nada. Entonces, hazlo. Hazlo. Hazlo ahora. Vamos, hazlo ahora. No, tienes que esperar. ¿A qué? Lo sabes muy bien. Así es que espera.


»No puedo esperar mucho. Si espero mucho tiempo, voy a desmayarme. Lo sé porque he sentido tres veces que iba a desmayarme y me he aguantado. Me estoy aguantando muy bien. Pero no sé si podré seguir aguantándome. Lo que creo es que tienes una hemorragia interna en donde el hueso ha sido seccionado. La pescaste al volverte de lado. Eso es lo que provoca la hinchazón y lo que te debilita y te pone a pique de desmayarte. Estaría bien hacerlo ahora. Verdaderamente te digo que estaría muy bien.


»¿Y si esperases y los detuvieras un momento o consiguieras acertar al oficial? Eso sería cosa distinta. Una cosa bien hecha puede…»


Y permaneció tendido, inmóvil, intentando retener algo que sentía deslizarse dentro de él como cuando se siente que la nieve se desliza en la montaña, y se dijo: «Ahora, calma, calma. Déjame aguantar hasta que lleguen.»


Robert Jordan tuvo suerte, porque los vio entonces, cuando la caballería salía del monte bajo y cruzaba la carretera. Los vio subir por la cuesta. Vio al soldado que se paraba junto al caballo gris y llamaba a gritos al oficial, que se acercó al lugar. Juntos, examinaron al animal. Desde luego, lo reconocieron. Tanto él como el jinete faltaban desde el día anterior.


Robert Jordan los divisó en la cuesta, cerca de él, y más abajo del camino vio la carretera y el puente y la larga hilera de vehículos. Estaba enteramente lúcido y se fijó bien en todas las cosas. Luego alzó sus ojos al cielo. Había grandes nubarrones blancos. Tocó con la palma las agujas de los pinos, sobre las cuales estaba tumbado, y la corteza del pino contra el cual se recostaba.


Después se acomodó lo más cómodamente que pudo, con los codos hundidos entre las agujas de pino y el cañón de la ametralladora apoyado en el tronco del árbol.


Cuando el oficial se acercó al trote, siguiendo las huellas dejadas por los caballos de la banda, pasaría a menos de veinte metros del lugar en que Robert se encontraba. A esa distancia no había problema. El oficial era el teniente Berrendo. Había llegado de La Granja, cumpliendo órdenes de acercarse al desfiladero, después de haber recibido el aviso del ataque al puesto de abajo. Habían galopado a marchas forzadas, y luego tuvieron que volver sobre sus pasos al llegar al puente volado, para atravesar el desfiladero por un punto más arriba y descender a través de los bosques. Los caballos estaban sudorosos y reventados, y había que obligarlos a trotar.


El teniente Berrendo subía siguiendo las huellas de los caballos, y en su rostro había una expresión seria y grave. Su ametralladora reposaba sobre la montura, apoyada en el brazo izquierdo. Robert Jordan estaba de bruces detrás de un árbol, esforzándose porque sus manos no le temblaran. Esperó a que el oficial llegara al lugar alumbrado por el sol, en que los primeros pinos del bosque llegaban a la ladera cubierta de hierba. Podía sentir los latidos de su corazón golpeando contra el suelo, cubierto de agujas de pino.





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19/02/2010


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