- ¿Cree usted que tiene importancia? -preguntó Robert Jordan-. Yo trataba solamente de ser sincero.
- Es lamentable -replicó Karkov-; pero es una de las cosas que hacen que se tenga por seguras a gentes que, de otro modo, tardarían mucho tiempo en ser clasificadas dentro de esa categoría.
- ¿Se me considera a mí de confianza?
- En su trabajo, está usted considerado como de mucha confianza. Tendré que hablar con usted de vez en cuando para ver lo que lleva dentro de la cabeza. Es lamentable que no hablemos nunca seriamente.
- Mi cabeza está en suspenso hasta que ganemos la guerra afirmó Robert Jordan.
- Entonces es posible que no necesite usted su mente en mucho tiempo. Pero debiera preocuparse de ejercitarla un poco.
- Leo Mundo Obrero -dijo Robert Jordan, y Karkov respondió:
- Muy bien, está muy bien. Yo también sé aceptar una broma. Además, hay cosas muy inteligentes en Mundo Obrero. Las únicas cosas inteligentes que se han escrito durante esta guerra.
- Sí -afirmó Robert Jordan-; estoy de acuerdo con usted. Pero para hacerse una idea completa de lo que sucede no basta con leer el periódico del partido.
- No -dijo Karkov-. Pero no llegará usted a hacerse esa idea ni aunque lea veinte periódicos, y, por otra parte, aunque llegue a hacérsela, no sabrá qué hacer con ella. Yo tengo esa idea sin cesar y estoy intentando deshacerme de ella.
- ¿Cree usted que van tan mal las cosas?
- Van mejor de lo que han ido. Estamos desembarazándonos de los peores. Pero queda mucha podredumbre. Estamos organizando ahora un gran ejército, y algunos de los elementos, como Modesto, el Campesino, Lister y Durán, son de confianza. Más que de confianza, son magníficos. Ya lo verá usted. Y luego nos quedan todavía las brigadas, aunque su papel está variando. Pero un ejército compuesto de elementos buenos y elementos malos no puede ganar una guerra. Es preciso que todos hayan llegado a cierto desarrollo político. Es menester que sepan todos por qué se baten y la importancia de aquello por lo que se baten. Es preciso que todos crean en la lucha y que todos acaten la disciplina. Hicimos un gran ejército de voluntarios sin haber tenido tiempo para implantar la disciplina que necesita un ejército de esta clase a fin de conducirse bien bajo el fuego. Llamamos a éste un ejército popular; pero no tendrá nunca las bases de un ejército popular ni la disciplina de hierro que le hace falta. Ya lo verá usted; el método es muy peligroso.
- No está usted hoy muy optimista.
- No -había dicho Karkov-; acabo de volver de Valencia, en donde he visto a mucha gente. Nunca se vuelve de Valencia muy optimista. En Madrid se encuentra uno bien, se tiene por decente y no se piensa que pueda perderse la guerra. Valencia es otra cosa. Los cobardes que han huido de Madrid siguen gobernando allí. Se han instalado como el pez en el agua en la incuria y la burocracia. No sienten más que desprecio por los que se han quedado en Madrid. Su obsesión ahora es el debilitamiento del comisariado de guerra. Y Barcelona. ¡Hay que ver lo que es Barcelona!
- ¿Cómo es?
- Es una opereta. Al principio, aquello era el paraíso de los chalados y de los revolucionarios románticos. Ahora es el paraíso de los soldaditos. De los soldaditos que gustan de pavonearse de uniforme, que gustan de farolear y de llevar pañuelos rojinegros. Que les gusta todo de la guerra menos batirse. Valencia es para vomitar; Barcelona, para morirse de risa.
- ¿Y la revuelta del POUM?
- El POUM no fue nunca una cosa seria. Fue una herejía de chalados y de salvajes, y en el fondo no fue más que un juego de niños. Había allí gentes valerosas, pero mal dirigidas. Había un cerebro de buena calidad y un poco de dinero fascista. No mucho. ¡Pobre POUM! En conjunto, unos idiotas.
- Pero hubo muchos muertos en la revuelta.
- Menos de los que fueron fusilados después y de los que serán fusilados todavía. El POUM lleva bien su nombre. No es una cosa seria. Hubieran debido llamarle la R. O. Ñ. A. o el S. A. R. A. M. P. I. O. N., aunque no es cierto; el sarampión es más peligroso. Puede afectar a la vista y al oído. Pero ¿sabía usted que habían organizado un complot para matarme a mí, para matar a Walter, para matar a Modesto y para matar a Prieto? Ya ve usted cómo lo confundían todo. No somos todos del mismo pelaje. ¡Pobre POUM! No han matado jamás a nadie; ni en el frente ni en ninguna parte. Bueno, en Barcelona, sí, a algunos.
.-¿Estuvo usted allí entonces?
- Sí. Envié un artículo por cable describiendo la corrupción de aquella infame turba de asesinos trotskistas y sus abyectas maquinaciones fascistas; pero entre nosotros le diré que el POUM no es una cosa seria. Nin era el único que valía algo. Le atrapamos, pero se nos escapó de las manos.
- ¿Dónde está ahora?
- En París. Nosotros decimos que está en París. Era un tipo muy simpático, pero tenía aberraciones en materia política.
- Y tenían contactos con los fascistas, ¿no es así?
- ¿Y quién no los tiene?
- Nosotros.
- ¡Quién sabe! Espero que no. Usted pasa con frecuencia al otro lado de sus líneas -dijo sonriendo-. La semana pasada, el hermano de uno de los secretarios de la embajada republicana en París hizo un viaje a San Juan de Luz para encontrarse con gentes de Burgos.
- Me gusta más el frente -había dicho Robert Jordan-. Cuanto más cerca se está del frente, mejores son las personas.
- ¿Le gusta a usted moverse detrás de las líneas fascistas?
- Mucho; tenemos gentes muy buenas por allí.
- Bueno, como usted sabe, ellos deben de tener también gentes muy buenas detrás de nuestras líneas. Les echamos el guante y los fusilamos, y ellos echan el guante a los nuestros y los fusilan. Cuando usted se encuentre con ellos, piense siempre en la cantidad de gentes que deben enviar ellos para acá.
- Ya he pensado en ello.
- Muy bien -había dicho Karkov-. Bueno, usted ya ha pensado bastante por hoy. Vamos, acabe con ese jarro de cerveza y lárguese, porque tengo que ir a ver a la gente de arriba. Los grandes personajes. Y vuelva usted pronto.
«Sí -pensaba Robert Jordan-, se aprende mucho en el Gaylord.» Karkov había leído el único libro suyo publicado hasta entonces. El libro no había sido un éxito. No tenía más que doscientas páginas y no lo habían leído ni dos mil personas. Jordan había puesto en él todo lo que había descubierto en España en diez años de viaje a pie, en vagones de tercera clase, en autobús, a caballo, a lomo de mula y en camiones. Conocía bien el País Vasco, Navarra, Galicia, Aragón, las dos Castillas y Extremadura. Había libros tan buenos, como los escritos por Borrow, Ford y otros, que él no había sido capaz de añadir gran cosa. Pero Karkov había dicho que el libro era bueno.
- Es por eso por lo que me tomo la pena de interesarme por usted. Me parece que escribe usted de una manera absolutamente verídica. Y eso es una cosa muy rara. Por ello me gustaría que supiese usted ciertas cosas.
Muy bien, escribiría un libro cuando todo concluyese. Escribiría sólo sobre las cosas que conocía realmente y que conocía bien. «Pero sería conveniente que fuese un escritor mejor de lo que soy ahora para entendérmelas con todo ello.» Las cosas que había llegado a conocer durante aquella guerra no eran nada sencillas.
Capítulo diecinueve
- ¿Qué haces ahí sentado? -le preguntó María. Estaba de pie, junto a él, y Jordan volvió la cabeza y le sonrió.
- Nada -dijo-; estaba pensando.
- ¿En qué? ¿En el puente?
- No. Lo del puente está concluido. Estaba pensando en ti, en un hotel de Madrid donde hay rusos, que son amigos míos, y en un libro que algún día escribiré.
- ¿Hay muchos rusos en Madrid?
- No, muy pocos.
- Pero en los periódicos fascistas se dice que hay cientos de miles.
- Es mentira. Hay muy pocos.
- ¿Te gustan los rusos? El que estuvo aquí era un ruso.
- ¿Te gustó a ti?
- Sí. Estaba enferma aquel día; pero me pareció muy guapo y muy valiente.
- Muy guapo. ¡Qué tontería! -dijo Pilar-. Tenía la nariz aplastada como la palma de mi mano y la cara como el culo de una oveja.
- Era un buen amigo mío y un camarada -dijo Robert Jordan a María-. Yo le quería mucho.
- Claro -dijo Pilar-; por eso le mataste.
Al oír estas palabras, los que estaban jugando a las cartas levantaron la cabeza y Pablo miró a Robert Jordan fijamente. Nadie dijo nada, pero al cabo de un momento Rafael el gitano, preguntó:
- ¿Es eso verdad, Roberto?
- Sí -dijo Robert Jordan. Lamentaba que Pilar lo hubiese dicho y hubiera deseado no haberlo contado en el campamento del Sordo-. Lo hice a petición suya: estaba gravemente herido.
- ¡Qué cosa más rara! -dijo el gitano-. Todo el tiempo que estuvo con nosotros se lo pasó hablando de esa posibilidad. No sé cuántas veces le prometí que le mataría yo. ¡Qué cosa más rara! -insistió, moviendo la cabeza.
- Era un hombre muy raro -dijo Primitivo-. Muy particular.
- Escucha -dijo Andrés, uno de los dos hermanos-, tú que eres profesor y todo eso, ¿crees que un hombre puede saber lo que va a ocurrirle?
- Estoy seguro de que no puede saberlo -dijo Robert Jordan. Pablo le contemplaba con curiosidad y Pilar le miraba sin que en su rostro se reflejase ninguna expresión-. En el caso de ese camarada ruso lo que sucedió fue que se había puesto muy nervioso a fuerza de estar demasiado tiempo en el frente. Se había batido en Irún, donde, como sabéis, la cosa estuvo muy fea. Muy fea. Se batió luego en el Norte. Y cuando los primeros grupos que trabajan detrás de las líneas se formaron, trabajó aquí, en Extremadura y en Andalucía. Creo que estaba muy cansado y nervioso y se imaginaba cosas raras.
- Debió de ver seguramente cosas muy feas -dijo Fernando.
- Como todo el mundo -dijo Andrés-. Pero óyeme, inglés: ¿crees que puede haber algo como eso, un hombre que sabe de antemano lo que va a sucederle?
- Pues claro que no -fue la respuesta de Robert Jordan-; eso no es más que ignorancia y superstición.
- Continúa -dijo Pilar-. Escuchemos lo que va a decirnos el profesor. -Le hablaba como se habla a un niño listo.
- Creo que el miedo produce visiones de horror -dijo Robert Jordan-. Viendo señales de mal agüero…
- Como los aviones de esta mañana -dijo Primitivo.
- Como tu llegada -añadió suavemente Pablo desde el otro lado de la mesa.
Robert Jordan le miró y vio que no era una provocación, sino algo pensado sencillamente en alta voz. Entonces prosiguió:
- Cuando el que tiene miedo ve una señal de mal agüero, se representa su propio fin y le parece que lo está adivinando, cuando en realidad no hace más que imaginárselo. Creo que no es más que eso -concluyó-. No creo en ogros, adivinos ni en cosas sobrenaturales.
- Pero aquel tipo de nombre raro vio claramente su destino -dijo el gitano-. Y así fue como ocurrió.
No lo vio -dijo Robert Jordan-. Tenía miedo de que pudiera ocurrirle semejante percance y el temor se convirtió en obsesión. Nadie podrá convencerme de que llegó a ver nada.
- ¿Ni yo? -preguntó Pilar. Recogiendo un puñado de polvo de al lado del fuego, lo sopló después en la palma de la mano-. ¿Ni yo tampoco?
- No. Con todas tus brujerías, tu sangre gitana y todo lo demás, no podrás convencerme.
- Porque eres un milagro de sordera -dijo Pilar, cuyo enorme rostro parecía más grande y más rudo a la luz de la vela-. No es que seas un idiota. Eres simplemente sordo. Un sordo no puede oír la música. No puede oír la radio. Entonces, como no las oye, como no las ha oído nunca, dice que esas cosas no existen. ¡Qué va, inglés! Yo he visto la muerte de aquel muchacho de nombre tan raro en su cara, como si hubiera estado marcada con un hierro candente.
- Tú no has visto nada de nada -afirmó Robert Jordan-. Tú has visto sencillamente el miedo y la aprensión. El miedo originado por las cosas que tuvo que pasar. La aprensión, por la posibilidad de que ocurriese el mal que imaginaba.
- ¡Qué va! -repuso Pilar-. Vi la muerte tan claramente como si estuviera sentada sobre sus hombros. Y aún más: sentí el olor de la muerte.
- El olor de la muerte -se burló Robert Jordan-. Sería el miedo. Hay un olor a miedo.
- De la muerte -insistió Pilar-. Oye, cuando Blanquet, el más grande de los peones de brega que ha habido, trabajaba a las órdenes de Granero, me contó que el día de la muerte de Manolo, al ir a entrar en la capilla, camino de la plaza, el olor a muerte que despedía era tan fuerte, que casi puso malo a Blanquet. Y él había estado con Manolo en el hotel, mientras se bañaba y se vestía, antes de salir camino de la plaza. El olor no se sentía en el automóvil, mientras estuvieron sentados juntos y apretados todos los que iban a la corrida. Ni lo percibió nadie en la capilla, salvo Juan Luis de la Rosa. Ni Marcial ni Chicuelo sintieron nada, ni entonces ni cuando se alinearon para el paseíllo. Pero Juan Luis estaba blanco como un cadáver, según me contó Blanquet, y éste le preguntó:
»-¿Qué, tú también?
»-Tanto, que no puedo ni respirar -le contestó Juan Luis-. Y viene de tu patrono.
»-Pues nada -dijo Blanquet-; no hay nada que podamos hacer. Esperemos que nos hayamos equivocado.
»-¿Y los otros? -preguntó Juan Luis a Blanquet.
»-Nada -dijo Blanquet-; nada. Pero ése huele peor que José en Talavera.
»Y por la tarde, el toro llamado Pocapena, de Veragua, deshizo a Manolo contra los tablones de la barrera, frente al tendido número 2, en la plaza de toros de Madrid. Yo estaba allí, con Finito, y lo vi, y el cuerno le destrozó enteramente el cráneo, cuando tenía la cabeza encajada en el estribo, al pie de la barrera, adonde le había arrojado el toro.
- Pero ¿tú oliste algo? -preguntó Fernando.
- No -repuso Pilar-. Estaba demasiado lejos. Estábamos en la fila séptima del tendido 3. Por estar allí, en aquel lugar, pude verlo todo. Pero esa misma noche, Blanquet, que también trabajaba con Joselito cuando le mataron, se lo contó todo a Finito en Fornos, y Finito le preguntó a Juan Luis de la Rosa si era cierto. Pero Juan Luis no quiso decir nada. Sólo asintió con la cabeza. Yo estaba delante cuando ocurrió, así que, inglés, puede ser que seas sordo para algunas cosas, como Chicuelo y Marcial Lalanda y todos los banderilleros y picadores y el resto de la gente de Juan Luis y Manuel Granero lo fueron en esa ocasión. Pero ni Juan Luis ni Blanquet eran sordos. Y yo tampoco lo soy; no soy sorda para esas cosas.
- ¿Por qué dices sorda cuando se trata de la nariz? -preguntó Fernando.
- Leche -exclamó Pilar-; eres tú quien debiera ser el profesor, en lugar del inglés. Pero aún podría contarte cosas, inglés, y no debes dudar de una cosa porque no puedas verla ni oírla. Tú no puedes oír lo que oye un perro ni oler lo que él huele. Pero ya has tenido de todas maneras una experiencia de lo que puede ocurrirle a un hombre.
María apoyó la mano en el hombro de Robert Jordan y la mantuvo allí. Robert Jordan pensó de repente: «Dejémonos de tonterías y aprovechemos el tiempo disponible.» Pero después recapacitó: era demasiado pronto. Había que apurar lo que aún quedaba de la velada. Así es que preguntó, dirigiéndose a Pablo:
- ¡Eh, tú!, ¿crees en estas brujerías?
- No lo sé -respondió Pablo-. Soy más bien de tu opinión. Nunca me ha ocurrido nada sobrenatural. Miedo sí que he pasado algunas veces, y mucho. Pero creo que Pilar puede adivinar las cosas por la palma de la mano. Si no está mintiendo, es posible que haya olido eso que dice.
- ¡Qué va! -contestó Pilar-. ¡Qué voy a mentir! No soy yo la que lo ha inventado. Ese Blanquet era un hombre muy serio y, además, muy devoto. No era gitano, sino un burgués de Valencia. ¿Le has visto alguna vez?
- Sí -replicó Robert Jordan-; le he visto muchas veces. Era pequeño, de cara grisácea, pero no había nadie que manejase la capa como él. Se movía como un gamo.
- Justo -dijo Pilar-. Tenía la cara gris por una enfermedad del corazón y los gitanos decían que llevaba la muerte consigo, aunque era capaz de apartarla de un capotazo, con la misma facilidad con que tú limpiarías el polvo de esta mesa. Y él, aunque no era gitano, sintió el olor de muerte que despedía José en Talavera. No sé cómo pudo notarlo por encima del olor a manzanilla. Pero Blanquet hablaba de aquello con muchas vacilaciones y los que entonces le escuchaban dijeron que todo eso eran fantasías, y que lo que había olido era el olor que exhalaba Joselito de los sobacos, por la mala vida que llevaba. Pero más tarde vino eso de Manolo Granero, en lo que participó también Juan Luis de la Rosa. Desde luego, Juan Luis no era muy decente, pero tenía mucha habilidad en su trabajo y tumbaba a las mujeres mejor que nadie. Blanquet era serio y muy tranquilo y completamente incapaz de contar una mentira. Y yo te digo que sentí el olor de la muerte cuando tu compañero estuvo aquí.
- No lo creo -insistió Robert Jordan-. Además, has dicho que Blanquet lo había olido antes del paseíllo. Unos momentos antes de que la corrida comenzase. Pero aquí Kashkin y vosotros salisteis bien de lo del tren. Kashkin no murió entonces. ¿Cómo pudiste olerlo?
- Eso no tiene nada que ver -exclamó Pilar-. En la última temporada de Ignacio Sánchez Mejías olía tan fuertemente a muerte, que muchos se negaban a sentarse junto a él en el café. Todos los gitanos lo sabían.
- Se inventan esas cosas después -argüyó Robert Jordan-; después que el tipo se ha muerto. Todo el mundo sabía que Ignacio Sánchez Mejías estaba a pique de recibir una cornada, porque había pasado mucho tiempo sin entrenarse, porque su estilo era pesado y peligroso, y porque la fuerza y la agilidad le habían desaparecido de las piernas y sus reflejos no eran lo que habían sido antes.
- Desde luego -reconoció Pilar-. Todo eso es verdad. Pero todos los gitanos estaban enterados de que olía a muerte, y cuando entraba en Villa Rosa había que ver a personas como Ricardo y Felipe González, que se escabullían por la puerta de atrás.
- Quizá le debieran dinero -comentó Robert Jordan.
- Es posible -aseveró Pilar-. Es muy posible. Pero también lo olían. Y lo sabían todos.
- Lo que dice ella es verdad, inglés -dijo Rafael, el gitano-. Es cosa muy sabida entre nosotros.
- No creo una sola palabra -dijo Robert Jordan.
- Oye, inglés -comenzó a decir Anselmo-, yo estoy en contra de todas esas brujerías. Pero esta Pilar tiene fama de saber mucho de esas cosas.
- Pero ¿a qué huele? -inquirió Fernando-. ¿Qué olor tiene eso? Si hay un olor a muerte, tiene que oler a algo determinado.
- ¿Quieres saberlo, Fernandito? -preguntó Pilar, sonriendo-. ¿Crees que podrías olerlo tú?
- Si esa cosa existe realmente, ¿por qué no habría de olerla yo también como otro cualquiera?
- ¿Por qué no? -se burló Pilar, cruzando sus anchas manos sobre las rodillas-. ¿Has estado alguna vez en algún barco?
- No. Ni ganas.
Entonces podría suceder que no lo reconocieras. Porque, en parte, es el olor de un barco cuando hay tormenta y se cierran las escotillas. Si pones la nariz contra la abrazadera de cobre de una escotilla bien cerrada, en un barco que va dando bandazos, cuando te empiezas a encontrar mal y sientes un vacío en el estómago, sabrás lo que es ese olor.
- No podría reconocerlo, porque nunca he estado en un barco -dijo Fernando.
- Yo he estado en un barco muchas veces -dijo Pilar-. Para ir a México y a Venezuela.
- Bueno, y aparte de eso, ¿cómo es el olor? -preguntó Robert Jordan. Pilar, que estaba dispuesta a rememorar orgullosamente sus viajes, le miró burlonamente.
- Está bien, inglés. Aprende. Eso es, aprende. Buena falta te hace. Voy a enseñarte yo. Bueno, después de lo del barco, tienes que bajar muy temprano al Matadero del Puente de Toledo, en Madrid, y quedarte allí, sobre el suelo mojado por la niebla que sube del Manzanares, esperando a las viejas que acuden antes del amanecer a beber la sangre de las bestias sacrificadas. Cuando una de esas viejas salga del Matadero, envuelta en su mantón, con su cara gris y los ojos hundidos y los pelos esos de la vejez en las mejillas y en el mentón, esos pelos que salen de su cara de cera como los brotes de una patata podrida y que no son pelos, sino brotes pálidos en la cara sin vida, bien, inglés, acércate, abrázala fuertemente y bésala en la boca. Y conocerás la otra parte de la que está hecho ese olor.
- Eso me ha cortado el apetito -protestó el gitano-. Lo de los brotes ha sido demasiado.
- ¿Quieres seguir oyendo? -preguntó Pilar a Robert Jordan.
- Claro que sí -contestó él-. Si es necesario que uno aprenda, aprendamos.
- Eso de los brotes en la cara de la vieja me pone malo -repitió el gitano-. ¿Por qué tiene que ocurrir eso con las viejas, Pilar? A nosotros no nos pasa lo mismo.
- No -se burló Pilar-. Entre nosotros, las viejas, que hubieran sido buenas mozas en su juventud, a no ser porque iban siempre tocando el tambor gracias a los favores de su marido, ese tambor que todas las gitanas llevan consigo…
- No hables así -dijo Rafael-; no está bien.
- Vaya, te sientes ofendido -comentó Pilar-. Pero ¿has visto alguna vez una gitana que no estuviera a punto de tener una criatura o que acabase de tenerla?
- Tú.
- Basta -dijo Pilar-. Aquí no hay nadie a quien no se pueda ofender. Lo que yo estaba diciendo es que la edad trae la fealdad. No es necesario entrar en detalles. Pero si el inglés quiere aprender a distinguir el olor de la muerte, tiene que irse al matadero por la mañana temprano.
- Iré -dijo Robert Jordan-; pero trataré de hacerme con ese olor mientras pasan, sin necesidad de besarlas. A mí también me dan miedo esos brotes, como a Rafael.
- Besa a una de esas viejas -insistió Pilar-; bésalas, inglés, para que aprendas, y cuando tengas las narices bien impregnadas vete a la ciudad, y cuando veas un cajón de basura lleno de flores muertas, hunde la nariz en él y respira con fuerza, para que ese olor se mezcle con el que tienes ya dentro.
- Ya está hecho -aseguró Robert Jordan-. ¿Qué flores tienen que ser?
- Crisantemos.
- Sigue -dijo Robert Jordan-. Ya los huelo.
- Luego -prosiguió Pilar-, es importante que sea un día de otoño con lluvia o, por lo menos, con algo de neblina, y si no, a principios de invierno. Y ahora conviene que sigas cruzando la ciudad y bajes por la calle de la Salud, oliendo lo que olerás cuando estén barriendo las casas de putas y vaciando las bacinillas en las alcantarillas, y con este olor a los trabajos de amor perdido, mezclado con el olor dulzón del agua jabonosa y el de las colillas, en tus narices, vete al Jardín Botánico, en donde, por la noche, las chicas que no pueden trabajar en su casa, hacen su oficio contra las rejas del parque y sobre las aceras. Allí, a la sombra de los árboles, contra las rejas del parque, es donde ellas satisfacen todos los deseos de los hombres, desde los requerimientos más sencillos, al precio de diez céntimos, hasta una peseta, por ese grandioso acto gracias al cual nacemos. Y allí, sobre algún lecho de flores que aún no hayan sido arrancadas para el trasplante, y que hacen la tierra mucho más blanda que el pavimento de las aceras, encontrarás abandonado algún saco de arpillera, en el que se mezclan los olores de la tierra húmeda, de las flores mustias y de las cosas que se hicieron aquella noche allí. En ese saco estará la esencia de todo, de la tierra muerta, de los tallos de las flores muertas y de sus pétalos podridos y del olor que es a un tiempo el de la muerte y el del nacimiento del hombre. Meterás la cabeza en ese saco y tratarás de respirar dentro de él.
- No.
- Sí -dijo Pilar-. Meterás la cabeza en ese saco y procurarás respirar dentro de él, y entonces, si no has perdido el recuerdo de los otros olores, cuando aspires profundamente conocerás el olor de la muerte que ha de venir tal y como nosotros la reconocemos.
- Muy bien -dijo Robert Jordan-. ¿Y dices que Kashkin olía a todo eso cuando estuvo aquí?
- Sí.
- Bueno -exclamó Robert Jordan, gravemente-; si todo eso es verdad, hice bien en pegarle un tiro.
- ¡Ole! -exclamó el gitano. Los otros soltaron la carcajada.
- Muy bien -aprobó Primitivo-. Eso la mantendrá callada un buen rato.
- Pero, Pilar -observó Fernando-, no esperarás que nadie con la educación de don Roberto vaya a hacer unas cosas tan feas.
- No -reconoció Pilar.
- Todo eso es absolutamente repugnante.
- Sí -asintió ella.
- No esperarás que realice esos actos degradantes, ¿verdad?
- No -contestó Pilar-. Anda, vete a la cama, ¿quieres?
- Pero, Pilar… -siguió Fernando.
- Calla la boca. ¿Quieres? -exclamó Pilar, agriamente. De pronto se había enfadado-. No hagas el idiota y yo aprenderé a no hacer el idiota otra vez, poniéndome a hablar con gente que no es capaz de entender lo que una está diciendo.
- Confieso que no lo entiendo -reconoció Fernando.
- No confieses nada y no trates de comprender -dijo Pilar-. ¿Está nevando todavía?
Robert Jordan se acercó a la boca de la cueva y, levantando la manta, echó una ojeada al exterior. La noche estaba clara y fría y la nieve había dejado de caer. Miró a través de los troncos de los árboles, vio la nieve caída entre ellos, formando un manto blanco, y, elevando los ojos, vio por entre las ramas el cielo claro y límpido. El aire áspero y frío llenaba sus pulmones al respirar.
«El Sordo va a dejar muchas huellas si ha robado los caballos esta noche», pensó. Y dejando caer la manta, volvió a entrar en la cueva llena de humo.
- Ha aclarado -dijo-. La tormenta ha terminado.
Capítulo veinte
Estaba tumbado en la oscuridad esperando que llegase la muchacha. No soplaba el viento y los pinos estaban inmóviles en la noche. Los troncos oscuros surgían de la nieve que cubría el suelo y él estaba allí, tendido en el saco de dormir, sintiendo bajo su cuerpo la elasticidad del lecho que se había fabricado, con las piernas estiradas para gozar de todo el calor del saco, el aire vivo y frío acariciándole la cabeza y penetrando por las narices. Bajo la cabeza, tumbado como estaba de costado, tenía el envoltorio hecho con su pantalón y su chaqueta enrollados alrededor de sus zapatos, a guisa de almohada, y, junto a la cadera, el contacto frío y metálico de la pistola, que había sacado de su funda al desnudarse y había atado con una correa a su muñeca derecha. Apartó la pistola y se dejó caer más adentro en el saco, con los ojos fijos más allá de la nieve en la hendidura negra que marcaba la entrada de la cueva. El cielo estaba claro y la nieve reflejaba la suficiente luz como para poder distinguir los troncos de los árboles y las masas de las rocas en el lugar donde se abría la cueva.
Poco antes de acostarse había cogido un hacha, había salido de la cueva y, pisando la nieve recién caída, había ido hasta la linde del claro y derribado un pequeño abeto. Había arrastrado el abeto en la oscuridad hasta la pared del muro rocoso. Allí lo había puesto de pie, y, sosteniendo con una mano el tronco, le había ido despojando de todas las ramas. Luego, dejando éstas amontonadas, depositó el tronco desnudo sobre la nieve y volvió a la cueva para coger una tabla que había visto apoyada contra la pared. Con esa tabla había escarbado en la nieve al pie de la muralla rocosa y, sacudiendo las ramas para despojarlas de la nieve, las había dispuesto en filas, como si fueran las plumas de un colchón, unas encima de otras, hasta formar un lecho. Colocó luego el tronco a los pies de ese lecho de ramas, para mantenerlas en su sitio, y lo sujetó con dos cuñas puntiagudas, cortadas de la misma tabla.
Luego volvió a la cueva, inclinándose bajo la manta para pasar y dejó el hacha y la tabla contra la pared.
- ¿Qué estabas haciendo afuera?-preguntó Pilar.
- Estaba haciéndome una cama.
- No cortes pedazos de mi alacena para hacerte una cama.
- Siento haberlo hecho.
- No tiene importancia; hay más tablones en el aserradero. ¿Qué clase de cama te has hecho?
- Al estilo de mi país.
- Entonces, que duermas bien -dijo ella.
Robert Jordan había abierto una de las mochilas, había sacado el saco de dormir, había puesto en su sitio los objetos que estaban envueltos en el saco y salió de la cueva con el envoltorio en la mano, agachándose luego para pasar por debajo de la manta. Extendió el saco sobre las ramas de manera que los pies estuviesen contra el tronco y la cabeza descansara sobre la muralla rocosa. Luego volvió a entrar en la cueva para recoger sus mochilas; pero Pilar le dijo:
- Esas pueden dormir conmigo como anoche.
- ¿No se van a poner centinelas? -preguntó Jordan-. La noche está clara y la tormenta ha pasado.
- Irá Fernando -había dicho Pilar.
María estaba en el fondo de la cueva y Robert Jordan no podía verla.
- Buenas noches a todo el mundo -había dicho-. Voy a dormir.
De los que estaban ocupados extendiendo las mantas y los bultos en el suelo, frente al hogar, echando atrás mesas y asientos de cuero, para dejar espacio y acomodarse, sólo Primitivo y Andrés levantaron la cabeza para decir:
- Buenas noches.
Anselmo estaba ya dormido en un rincón, tan bien envuelto en su capa y en su manta, que ni siquiera se le veía la punta de la nariz. Pablo dormía en su sitio.
- ¿Quieres una piel de cordero para tu cama? -preguntó Pilar en voz baja a Robert Jordan.
- No. Muchas gracias. No me hace falta.
- Que duermas a gusto -dijo ella-. Yo respondo de tu material.
Fernando había salido con él. Se había detenido un instante en el lugar donde Jordan había extendido el saco de dormir.
- ¡Qué idea más rara la de dormir al sereno, don Roberto!
había dicho, de pie, en la oscuridad, envuelto en su capote hasta las cejas y con la carabina sobresaliendo por detrás de la espalda.
- Tengo costumbre de hacerlo así. Buenas noches.
- Desde el momento en que tiene usted la costumbre…
- ¿Cuándo es el relevo?
- A las cuatro.
- Va a pasar usted mucho frío de aquí a entonces.
- Tengo costumbre -dijo Fernando.
- Desde el momento en que tiene usted costumbre… -había respondido cortésmente Robert Jordan.
- Sí -había dicho Fernando-, y ahora tengo que irme allá arriba. Buenas noches, don Roberto.
- Buenas noches, Fernando.
Luego Robert Jordan se hizo una almohada con la ropa que se había quitado, se metió en el saco y, allí tumbado, se puso a esperar. Sentía la elasticidad de las ramas bajo la cálida suavidad del saco acolchado, y con el corazón palpitándole y los ojos fijos en la entrada de la cueva, más allá de la nieve, esperaba.
La noche era clara y su cabeza estaba tan fría y tan clara como el aire. Respiraba el olor de las ramas de pino bajo su cuerpo, de las agujas de pino aplastadas y el olor más vivo de la resina que rezumaba de las ramas cortadas. Y pensó: «Pilar y el olor de la muerte. A mí, el olor que me agrada es éste. Este y el del trébol recién cortado y el de la salvia con las hojas aplastadas por mi caballo cuando cabalga detrás del ganado, y el olor del humo de la leña y de las hojas que se queman en el otoño. Ese olor, el de las humaredas que se levantan de los montones de hojas alineados a lo largo de las calles de Missoula, en el otoño, debe ser el olor de la nostalgia. ¿Cuál es el que tú prefieres? ¿El de las hierbas tiernas con que los indios tejen sus cestos? ¿El del cuero ahumado? ¿El olor de la tierra en primavera, después de un chubasco? El del mar que se percibe cuando caminas entre los tojos en Galicia? ¿O el del viento que sopla de tierra al acercarse a Cuba en medio de la noche? Ese olor es el de los cactus en flor, el de las mimosas y el de las algas. ¿O preferirías el del tocino, friéndose para el desayuno, por las mañanas, cuando estás hambriento? ¿O el del café? ¿O el de una manzana Jonathan, cuando hincas los dientes en ella? ¿O el de la sidra en el trapiche? ¿O el del pan sacado del horno? Debes de tener hambre.» Así pensó y se tumbó de costado y observó la entrada de la cueva a la luz de las estrellas, que se reflejaban en la nieve.
Alguien salió por debajo de la manta y Jordan pudo ver una silueta que permanecía de pie junto a la entrada de la cueva. Oyó deslizarse a alguien sobre la nieve y pudo ver que la silueta volvía a agacharse y entraba en la cueva.
«Supongo que no vendrá antes que estén todos dormidos. Es una pérdida de tiempo. La mitad de la noche ha pasado ya. ¡Oh, María! Ven pronto, María; nos queda poco tiempo.» Oyó el ruido sordo de la nieve que caía de una rama. Soplaba un viento ligero. Lo sentía sobre su rostro. Una angustia súbita le acometió ante la idea de que pudiera no llegar. El viento que se iba levantando, le recordaba que pronto llegaría la madrugada. Continuaba cayendo nieve de las ramas al mover el viento las copas de los árboles.
«Ven ahora, María. Ven, te lo ruego; ven en seguida. Ven ahora. No esperes. Ya no vale la pena que esperes a que se duerman los demás.»
Entonces la vio llegar, saliendo de debajo de la manta que cubría la entrada de la cueva. Se quedó parada un instante, y aunque estaba seguro de que era la muchacha, no podía ver lo que estaba haciendo. Silbó suavemente. Seguía casi escondida junto a la entrada de la cueva, entre las sombras que proyectaba la roca. Por fin se acercó corriendo, con sus largas piernas sobre la nieve. Y un instante después estaba allí, de rodillas, junto al saco, con la cabeza apretada contra la suya quitándose la nieve de los pies. Le besó y le tendió un paquete.
- Pónlo con tu almohada -le dijo-; me he quitado la ropa para ganar tiempo.
- ¿Has venido descalza por la nieve?
- Sí -dijo ella-; sólo con mi camisón de boda.
La apretó entre sus brazos y ella restregó su cabeza contra su barbilla.
Aparta los pies; los míos están muy fríos, Roberto.
. Ponlos aquí y se te calentarán.
No, no -dijo ella-. Ya se calentarán solos. Pero ahora dime en seguida que me quieres.
- Te quiero.
¡Qué bonito! Dímelo otra vez.
- Te quiero, conejito.
- ¿Te gusta mi camisón de boda?
- Es el mismo de siempre.
- Sí. El de anoche. Es mi camisón de boda.
- Pon tus pies aquí.
- No. Eso sería abusar. Ya se calentarán solos. No tengo frío. La nieve los ha enfriado y tú los sentirás fríos. Dímelo otra vez.
- Te quiero, conejito.
- Yo también te quiero y soy tu mujer.
- ¿Están dormidos?
_No -respondió ella-; pero no pude aguantar más. Y además, ¿qué importa?
- Nada -dijo él. Y sintiendo la proximidad de su cuerpo, esbelto, cálido y largo, añadió-: Nada tiene importancia.
- Ponme las manos sobre la cabeza -dijo ella- y déjame ver si sé besarte.
Preguntó luego:
- ¿Lo he hecho bien?
- Sí -dijo él-; quítate el camisón.
- ¿Crees que tengo que hacerlo? -Sí, si no vas a sentir frío. -¡Qué va! Estoy ardiendo. -Yo también; pero después puedes sentir frío. -No. Después seremos como un animalito en el bosque, y tan cerca el uno del otro, que ninguno podrá decir quién es quién. ¿Sientes mi corazón latiendo contra el tuyo? -Sí. Es uno sólo. -Ahora, siente. Yo soy tú y tú eres yo, y todo lo del uno es del otro. Y yo te quiero; sí, te quiero mucho. ¿No es verdad que no somos más que uno? ¿Te das cuenta?
- Sí -dijo él-. Así es.
- Y ahora, siente. No tienes más corazón que el mío.
- Ni piernas ni pies ni cuerpo que no sean los tuyos.
- Pero somos diferentes -dijo ella-. Quisiera que fuésemos enteramente iguales.
- No digas eso.
- Sí. Lo digo. Era una cosa que quería decirte.
- No has querido decirlo.
- Quizá no -dijo ella, hablando quedamente, con la boca pegada a su hombro-. Pero quizá sí. Ya que somos diferentes, me alegro de que tú seas Roberto y yo María. Pero si tuviera que cambiar alguna vez, a mí me gustaría cambiarme por ti. Quisiera ser tú; porque te quiero mucho.
- Pero yo no quiero cambiar. Es mejor que cada uno sea quien es.
- Pero ahora no seremos más que uno, y nunca existirá el uno separado del otro. -Luego añadió-: Yo seré tú cuando no estés aquí. ¡Ay, cuánto te quiero… y tengo que cuidar de ti!
- María…
- Sí.
- María…
- Sí.
- María…
- Sí, por favor.
- ¿No tienes frío?
- No. Tápate los hombros con la manta.
- María…
- No puedo hablar.
- Oh, María, María, María.
Volvieron a encontrarse más tarde, uno junto al otro, con la noche fría a su alrededor, sumergidos en el calor del saco y la cabeza de María rozando la mejilla de Robert Jordan. La muchacha yacía tranquila, dichosa, apretada contra él. Entonces ella le dijo suavemente:
- ¿Y tú?
Como tú -dijo él.
Sí -convino ella-; pero no ha sido como esta tarde.
- No.
Pero me gustó más. No hace falta morir.
- Ojalá -dijo él-. Confío en que no.
- No quise decir eso.
- Lo sé. Sé lo que quisiste decir. Los dos queremos decir lo mismo.
- Entonces, ¿por qué has dicho eso en vez de lo que yo decía?
- Porque para un hombre es distinto.
- Entonces me alegro mucho de que seamos diferentes.
- Y yo también -dijo él-; pero he entendido lo que querías decir con eso de morirse. Hablé como hombre por la costumbre. He sentido lo mismo que tú.
- Hables como hables y seas como seas, es así como te quiero.
- Y yo te quiero a ti y adoro tu nombre, María.
- Es un nombre vulgar.
- No -dijo él-. No es vulgar.
- ¿Dormimos ahora? -preguntó ella-. Yo me dormiría en seguida.
- Durmamos -dijo él sintiendo la cercanía del cuerpo esbelto y cálido junto a sí, reconfortante, sintiendo que desaparecía la soledad mágicamente, por el simple contacto de costados, espaldas y pies, como si todo aquello fuese una alianza contra la muerte. Y susurró-: Duerme a gusto, conejito.
Y ella:
- Ya estoy dormida.
- Yo también voy a dormirme -dijo él-. Duerme a gusto, cariño.
Luego se quedó dormido, feliz en su sueño.
Pero se despertó durante la noche y la apretó contra sí como si ella fuera toda la vida y se la estuviesen arrebatando. La abrazaba y sentía que ella era toda la vida y que era verdad. Pero ella dormía tan plácida y profundamente, que no se despertó.
Así es que él se volvió de costado y le cubrió la cabeza con la manta, besándola en el cuello. Tiró de la correa que sujetaba la pistola en la muñeca, de modo que pudiera alcanzarla fácilmente, y se quedó allí pensando en la quietud de la noche.
Capítulo veintiuno
Con la luz del día se levantó un viento cálido; podía oírse el rumor de la nieve derritiéndose en las ramas de los árboles y el pesado golpe de su caída. Era una mañana de finales de primavera. Con la primera bocanada de aire que respiró Jordan se dio cuenta de que había sido una tormenta pasajera de la montaña de la que no quedaría ni el recuerdo para el mediodía. En ese momento oyó el trote de un caballo que se acercaba y el ruido de los cascos amortiguado por la nieve. Oyó el golpeteo de la funda de la carabina y el crujido del cuero de la silla.
- María -dijo en voz baja, sacudiendo a la muchacha por los hombros para despertarla-, métete debajo de la manta.
Se abrochó la camisa con una mano, mientras empuñaba con la otra la pistola automática, a la que había descorrido el seguro con el pulgar. Vio que la rapada cabeza de la muchacha desaparecía debajo de la manta con una ligera sacudida. En ese momento apareció el jinete por entre los árboles. Robert Jordan se acurrucó debajo de la manta y con la pistola sujeta con ambas manos apuntó al hombre que se acercaba. No le había visto nunca.
El jinete estaba casi frente a él. Montaba un gran caballo tordo y llevaba una gorra de color caqui, un capote parecido a un poncho y pesadas botas negras. A la derecha de la montura, saliendo de la funda, se veían la culata y el largo cerrojo de un pequeño fusil automático. Tenía un rostro juvenil de rasgos duros, y en ese instante vio a Robert Jordan.
El jinete echó mano a la carabina, y al inclinarse hacia un costado, mientras tiraba de la culata, Jordan vio la mancha escarlata de la insignia que llevaba en el lado izquierdo del pecho, sobre el capote. Apuntando al centro del pecho, un poco más abajo de la insignia, disparó.
El pistoletazo retumbó entre los árboles nevados.
El caballo dio un salto, como si le hubieran clavado las espuelas, y el jinete, asido todavía a la carabina, se deslizó hacia el suelo, con el pie derecho enganchado en el estribo.
El caballo tordo comenzó a galopar por entre los árboles, arrastrando al jinete boca abajo, dando tumbos. Robert Jordan se incorporó empuñando la pistola con una sola mano.
El gran caballo gris galopaba entre los pinos. Había una ancha huella en la nieve, por donde el cuerpo del jinete había sido arrastrado, con un hilo rojo corriendo paralelo a uno de los lados. La gente empezó a salir de la cueva. Robert Jordan se inclinó, desenrolló el pantalón, que le había servido de almohada, y comenzó a ponérselo.
- Vístete -le dijo a María.
Sobre su cabeza oyó el ruido de un avión que volaba muy alto. Entre los árboles distinguió el caballo gris, parado, y el jinete, pendiente siempre del estribo, colgando boca abajo.
- Ve y atrapa a ese caballo -gritó a Primitivo, que se dirigía hacia él. Luego preguntó-: ¿Quién estaba de guardia arriba?
- Rafael -dijo Pilar desde la entrada de la cueva. Se había quedado parada allí, con el cabello peinado en trenzas que le colgaba por la espalda.
- Ha salido la caballería -dijo Robert Jordan-. Sacad esa maldita ametralladora, en seguida.
Oyó a Pilar que dentro de la cueva gritaba a Agustín. Lúego la vio meterse dentro y que dos hombres salían corriendo, uno con el fusil automático y el trípode colgando sobre su hombro; el otro con un saco lleno de municiones.
- Suba con ellos -dijo Jordan a Anselmo-. Échese al lado del fusil y sujete las patas.
Los tres hombres subieron por el sendero corriendo por entre los árboles.
El sol no había alcanzado la cima de las montañas. Robert Jordan, de pie, se abrochó el pantalón y se ajustó el cinturón. Aún tenía la pistola colgando de la correa de la muñeca. La metió en la funda, una vez asegurado el cinturón, y, corriendo el nudo de la correa, la pasó por encima de su cabeza.
«Alguien te estrangulará un día con esa correa -se dijo-. Bueno, menos mal que la tenías a mano.» Sacó la pistola, quitó el cargador, metió una nueva bala y volvió a colocarlo en su sitio.
Miró entre los árboles hacia donde estaba Primitivo, que sostenía el caballo de las bridas y estaba tratando de desprender el jinete del estribo. El cuerpo cayó de bruces y Primitivo empezó a registrarle los bolsillos.
- Vamos -gritó Jordan-. Trae ese caballo.
Al arrodillarse para atarse las alpargatas, Jordan sintió contra sus rodillas el cuerpo de María, vistiéndose debajo de la manta. En esos momentos no había lugar para ella en su vida.
«Ese jinete no esperaba nada malo -pensó-. No iba siguiendo las huellas de ningún caballo, ni estaba alerta, ni siquiera armado. No seguía la senda que conduce al puesto. Debía de ser de alguna patrulla desparramada por estos montes. Pero cuando sus compañeros noten su ausencia, seguirán sus huellas hasta aquí. A menos que antes se derrita la nieve. O a menos que le ocurra algo a la patrulla.»
- Sería mejor que fueses abajo -le dijo a Pablo.
Todos habían salido ya de la cueva y estaban parados, empuñando las carabinas y llevando granadas sujetas a los cinturones. Pilar tendió a Jordan un saco de cuero lleno de granadas; Jordan tomó tres, y se las metió en los bolsillos. Agachándose entró en la cueva. Se fue hacia sus mochilas, abrió una de ellas, la que guardaba el fusil automático, sacó el cañón y la culata, lo armó, le metió una cinta y se guardó otras tres en el bolsillo. Volvió a cerrar la mochila y se fue hacia la puerta. «Tengo los bolsillos llenos de chatarra. Espero que aguanten las costuras.» Al salir de la cueva le dijo a Pablo:
- Me voy para arriba. ¿Sabe manejar Agustín ese fusil?
- Sí -respondió Pablo. Estaba observando a Primitivo, que se acercaba, llevando el caballo de las riendas-: Mira qué caballo.
El gran tordillo transpiraba y temblaba un poco y Robert Jordan lo palmeó en las ancas.
- Le llevaré con los otros -dijo Pablo.
- No -replicó Jordan-. Ha dejado huellas al venir. Tiene que hacerlas de regreso.
- Es verdad -asintió Pablo-. Voy a montar en él. Le esconderé y le traeré cuando se haya derretido la nieve. Tienes mucha cabeza hoy, inglés.
- Manda a alguno que vigile abajo -dijo Robert Jordan-. Nosotros tenemos que ir allá arriba.
- No hace falta -dijo Pablo-. Los jinetes no pueden llegar por ese lado. Será mejor no dejar huellas, por si vienen los aviones. Dame la bota de vino, Pilar.
- Para largarte y emborracharte -repuso Pilar -. Toma, coge esto en cambio -y le tendió las granadas. Pablo metió la mano, cogió dos y se las guardó en los bolsillos.
- ¡Qué va, emborracharme! -exclamó Pablo-; la situación es grave. Pero dame la bota; no me gusta hacer esto con agua sola. Levantó los brazos, tomó las riendas y saltó a la silla. Sonrió acariciando al nervioso caballo. Jordan vio cómo frotaba las piernas contra los flancos del caballo.
- ¡Qué caballo más bonito! -dijo, y volvió a acariciar al gran tordillo-. ¡Qué caballo más hermoso! Vamos; cuanto antes salgamos de aquí, será mejor.
Se inclinó, sacó de su funda el pequeño fusil automático, que era realmente una ametralladora que podía cargarse con munición de nueve milímetros, y la examinó:
- Mira cómo van armados -dijo-. Fíjate lo que es la caballería moderna.
- Ahí está la caballería moderna, de bruces contra el suelo -replicó Robert Jordan-. Vámonos. Tú, Andrés, ensilla los caballos y tenlos dispuestos. Si oyes disparos, llévalos al bosque, detrás del claro, y ve a buscarnos con las armas, mientras las mujeres guardan los caballos. Fernando, cuídese de que me suban también los sacos; sobre todo, de que los lleven con precaución. Y tú, cuida de mis mochilas -le dijo a Pilar, tuteándola-. Asegúrate de que vienen también con los caballos. Vámonos -dijo-. Vamos.
- María y yo vamos a preparar la marcha -dijo Pilar. Luego susurró a Robert Jordan-: Mírale -señalando a Pablo, que montaba el caballo a la manera de los vaqueros; las narices del caballo se dilataron cuando Pablo reemplazó el cargador de la ametralladora-. Mira el efecto que ha producido en él ese caballo.
. Si yo pudiera tener dos caballos -dijo Jordan con vehemencia.
Ya tienes bastante caballo con lo que te gusta el peligro.
Entonces, me conformo con un mulo -dijo Robert Jordan sonriendo-. Desnúdeme a ése -le dijo a Pilar, señalando con un movimiento de cabeza al hombre tendido de bruces, sobre la nieve- y coja todo lo que encuentre, cartas, papeles, todo. Métalos en el bolsillo exterior de mi mochila. ¿Me ha entendido?
- Sí.
- Vámonos.
Pablo iba delante y los dos hombres le seguían, uno detrás de otro, atentos a no dejar huellas en la nieve. Jordan llevaba su ametralladora en la empuñadura, con el cañón hacia abajo. «Me gustaría que se la pudiera cargar con las mismas municiones que esa arma de caballería. Pero no hay ni que pensarlo. Esta es una arma alemana. Era el arma del bueno de Kashkin.»
El sol brillaba ya sobre los picos de las montañas. Soplaba un viento tibio y la nieve se iba derritiendo. Era una hermosa mañana de finales de primavera.
Jordan volvió la vista atrás y vio a María parada junto a Pilar. Luego empezó a correr hacia él por el sendero. Jordan se inclinó por detrás de Primitivo, para hablarle.
- Tú -gritó María-, ¿puedo ir contigo?
- No, ayuda a Pilar.
Corría detrás de él, y cuando llegó a su alcance le puso la mano en el brazo.
- Voy contigo.
- No. De ninguna manera.
Ella siguió caminando a su lado.
- Podría sujetar las patas de la ametralladora, como le has dicho tú a Anselmo que hiciese.
- No vas a sujetar nada, ni la ametralladora ni ninguna otra cosa.
Insistió en seguir andando a su lado, se adelantó ligeramente y metió su mano en el bolsillo de Robert Jordan.
- No -dijo él-; pero cuida bien de tu camisón de boda.
- Bésame -dijo ella-, si te vas.
- Eres una desvergonzada-dijo él.
- Sí; por completo.
- Vuelve ahora mismo. Hay muchas cosas que hacer. Podríamos vernos forzados a combatir aquí mismo si siguen las huellas de este caballo.
- Tú -dijo ella-, ¿no viste lo que llevaba en el pecho?
- Sí, ¿cómo no? Era el Sagrado Corazón.
- Sí, todos los navarros lo llevan. ¿Y le has matado por eso?
- No, disparé más abajo. Vuélvete ahora mismo.
- Tú -insistió ella-, lo he visto todo.
- No has visto nada. No has visto más que a un hombre. A un hombre a caballo. Vete. Vuélvete ahora mismo.
- Dime que me quieres.
- No. Ahora no.
- ¿Ya no me quieres?
- Déjame. Vuélvete. Este no es el momento.
- Quiero sujetar las patas de la ametralladora, y mientras disparas, quererte.
- Estás loca. Vete.
- No estoy loca -dijo ella-; te quiero.
- Entonces, vuélvete.
- Bueno, me voy. Y si tú no me quieres, yo te quiero a ti lo suficiente para los dos.
El la miró y le sonrió, sin dejar de pensar en lo que le preocupaba.
- Cuando oigas tiros, ven con los caballos, y ayuda a Pilar con mis mochilas. Puede que no suceda nada. Así lo espero.
- Me voy -dijo ella-. Mira qué caballo lleva Pablo.
El tordillo avanzaba por el sendero.
- Sí, ya lo veo. Pero vete.
- Me voy.
El puño de la muchacha, aferrado fuertemente dentro del bolsillo de Robert Jordan, le golpeó en la cadera. El la miró y vio que tenía los ojos llenos de lágrimas. Sacó ella la mano del bolsillo, le rodeó el cuello con sus brazos y le besó.
- Me voy -dijo-; me voy, me voy.
El volvió la cabeza y la vio parada allí, con el primer sol ¿e la mañana brillándole en la cara morena y en la cabellera, corta y dorada. Ella levantó el puño, en señal de despedida, y dando media vuelta descendió por el sendero con la cabeza baja.
Primitivo volvió la cara para mirarla.
Si no tuviese cortado el pelo de ese modo, sería muy bonita.
- Sí -contestó Robert Jordan-. Estaba pensando en otra cosa.
- ¿Cómo es en la cama? -preguntó Primitivo.
_¿Qué?
- En la cama.
- Cállate la boca.
- Uno no tiene por qué enfadarse si…
- Calla -dijo Robert Jordan. Estaba estudiando las posiciones.
Capítulo veintidós
- Córtame unas cuantas ramas de pino -dijo Robert Jordan a Primitivo- y tráemelas en seguida. No me gusta la ametralladora en esa posición -dijo a Agustín.
- ¿Porqué?
- Colócala ahí y más tarde te lo explicaré -precisó Jordan-. Aquí, así -añadió-. Deja que te ayude. Aquí. -Y se agazapó junto al arma.
Miró a través del estrecho sendero, fijándose especialmente en la altura de las rocas a uno y otro lado.
- Hay que ponerla un poco más allá -dijo-. Bien, aquí. Aquí estará bien hasta que podamos colocarla debidamente. Aquí. Pon piedras alrededor. Aquí hay una. Pon esta otra del otro lado. Deja al cañón holgura para girar con toda libertad. Hay que poner una piedra un poco más allá, por este lado. Anselmo, baje usted a la cueva y tráigame el hacha. Pronto. ¿No habéis tenido nunca un emplazamiento adecuado para la ametralladora? -preguntó a Agustín.
- Siempre la hemos puesto ahí.
- ¿Os dijo Kashkin que la pusierais ahí?
- Cuando trajeron la ametralladora, él ya se había marchado.
- ¿No sabían utilizarla los que os la trajeron?
- No, eran sólo cargadores.
- ¡Qué manera de trabajar! -exclamó Robert Jordan-. ¿Os la dieron así, sin instrucciones?
- Sí, como si fuera un regalo. Una para nosotros y otra para el Sordo. La trajeron cuatro hombres. Anselmo los guió.
- Es un milagro que no la perdieran. Cuatro hombres a través de las líneas.
- Lo mismo pensé yo -dijo Agustín-. Pensé que los que la enviaban tenían ganas de que se perdiera. Pero Anselmo los guió muy bien.
- ¿Sabes manejarla?
- Sí. He probado a hacerlo. Yo sé. Pablo también sabe. Primitivo sabe. Fernando también. Probamos a montarla y a desmontarla sobre la mesa, en la cueva. Una vez la desmontamos y estuvimos dos días sin saber cómo montarla de nuevo. Desde entonces no hemos vuelto a montarla más.
- ¿Dispara bien por lo menos?
- Sí, pero no se la dejamos al gitano ni a los otros, para que no jueguen con ella.
- ¿Ves ahora? Desde donde estaba no servía para nada -dijo Jordan-. Mira, esas rocas que tenían que proteger vuestro flanco, cubrían a los asaltantes. Con una arma como ésta hay que tener un espacio descubierto por delante, para que sirva de campo de tiro. Y además, es preciso atacarlos de lado. ¿Te das cuenta? Fíjate ahora; todo queda dominado.
- Ya lo veo -dijo Agustín-; pero no nos hemos peleado nunca a la defensiva, salvo en nuestro pueblo. En el asunto del tren, los que tenían la máquina eran los soldados.
- Entonces aprenderemos todos juntos -repuso Robert Jordan-. Hay que fijarse en algunas cosas. ¿Dónde está el gitano? Ya debería estar aquí.
- No lo sé.
- ¿Adonde puede haberse ido?
- No lo sé.
Pablo fue cabalgando por el sendero y dio una vuelta por el espacio llano que formaba el campo de tiro del fusil automático. Robert Jordan le vio bajar la cuesta en aquellos momentos a lo largo de las huellas que el caballo había trazado al subir. Luego desapareció entre los árboles, doblando hacia la izquierda.
- «Espero que no tropiece con la caballería -pensó Robert Jordan-. Temo que nos lo devuelvan como un regalo.»
Primitivo trajo ramas de pino y Robert Jordan las plantó en la nieve, hasta llegar a la tierra blanda, arqueándola alrededor del fusil.
- Trae más -dijo-; hay que hacer un refugio para los dos hombres que sirven la pieza. Esto no sirve de mucho, pero tendremos que valernos de ello hasta que nos traigan el hacha, y escucha -añadió-: Si oyes un avión, échate al suelo, dondequiera que estés, ponte al cobijo de las rocas. Yo me quedo aquí con la ametralladora.
El sol estaba alto y soplaba un viento tibio que hacía agradable el encontrarse junto a las rocas iluminadas, brillando a su resplandor.
«Cuatro caballos -pensó Robert Jordan-. Las dos mujeres y yo. Anselmo, Primitivo, Fernando, Agustín… ¿Cómo diablos se llama el otro hermano? Esto hacen ocho. Sin contar al gitano, que haría nueve. Y además, hay que contar con Pablo, que ahora se ha ido con el caballo, que haría diez. ¡Ah, sí, el otro hermano se llama Andrés! Y el otro también, Eladio. Así suman once. Ni siquiera la mitad de un caballo para cada uno. Tres hombres pueden aguantar aquí y cuatro marcharse. Cinco, con Pablo. Pero quedan dos. Tres con Eladio. ¿Dónde diablos estará? Dios sabe lo que le espera al Sordo hoy, si encuentran la huella de los caballos en la nieve. Ha sido mala suerte que dejase de nevar de repente. Aunque, si se derrite, las cosas se nivelarán. Pero no para el Sordo. Me temo que sea demasiado tarde para que las cosas puedan arreglarse para el Sordo. Si logramos pasar el día sin tener que combatir, podremos lanzarnos mañana al asunto con todos los medios de que disponemos. Sé que podemos. No muy bien, pero podemos. No como hubiéramos querido hacerlo; pero, utilizando a todo el mundo, podemos intentar el golpe si no tenemos que luchar hoy. Si tenemos hoy que pelear, Dios nos proteja.
»Entretanto, no creo que haya un lugar mejor que éste para instalarnos. Si nos movemos ahora, lo único que haremos es dejar huellas. Este lugar no es peor que otro, y si las cosas van mal, hay tres escapatorias. Después vendrá la noche y desde cualquier punto donde estemos en estas montañas, podré acercarme al puente y volarlo con luz de día. No sé por qué tengo que preocuparme. Todo esto parece ahora bastante fácil. Espero que la aviación saldrá a tiempo siquiera sea una vez. Sí, espero que sea así. Mañana será un día de mucho polvo en la carretera.
»Bueno, el día de hoy tiene que ser muy interesante o muy aburrido. Gracias a Dios que hemos apartado de aquí a ese caballo. Aunque vinieran derechos hacia acá no creo que pudieran seguir las huellas en la forma que están ahora. Creerán que se paró en ese lugar y dio media vuelta, y seguirán las huellas de Pablo. Me gustaría saber adonde ha ido ese cochino. A buen seguro que estará dejando huellas como un viejo búfalo que anda dando vueltas y metiéndose por todas partes, alejándose para volver cuando la nieve se haya derretido. Ese caballo realmente le ha cambiado. Quizá lo haya aprovechado para largarse. Bueno, ya sabe cuidarse de sí mismo. Ha pasado mucho tiempo manejándose solo. Pero, con todo eso, me inspira menos confianza que si tuviera que habérmelas con el Everest.
»Creo que será más hábil usar de estas rocas como refugio y cubrir bien la ametralladora, en vez de ponernos a construir un emplazamiento en la debida forma. Si llegaran ellos con los aviones, nos sorprenderían cuando estuviéramos haciendo las trincheras. Tal y como está colocada, servirá para defender esta posición todo el tiempo que valga la pena defenderla. Y de todas maneras, yo no podré quedarme aquí para pelear. Tengo que irme con todo mi material y tengo que llevarme a Anselmo. ¿Quién se quedará para cubrir nuestra retirada, si tenemos que pelear en este sitio?»
En ese momento, mientras escrutaba atentamente todo el espacio visible, vio acercarse al gitano por entre las rocas de la izquierda. Venía con paso tranquilo, cadencioso, con la carabina terciada sobre la espalda, la cara morena, sonriente y llevando en cada mano una gran liebre, sujeta de las patas traseras y con la cabeza balanceándose a un lado y a otro.
- Hola, Roberto -gritó alegremente.
Robert Jordan se llevó un dedo a los labios, y el gitano pareció asustarse. Se deslizó por detrás de las rocas hasta donde estaba Jordan agazapado junto a la ametralladora, escondida entre las ramas. Se acurrucó a su lado y depositó las liebres sobre la nieve.
Robert Jordan le miró fríamente.
- Tú, hijo de la gran puta -susurró-. ¿Dónde c… has estado?
- He seguido sus huellas -contestó el gitano-. Las cacé a las dos. Estaban haciéndose el amor sobre la nieve.
- ¿Y tu puesto?
- No falté mucho tiempo -susurró el gitano-. ¿Qué pasa? ¿Hay alarma?
- La caballería anda por aquí.
- ¡Rediós! -exclamó el gitano-. ¿Los has visto?
- Ahora hay uno en el campamento -contestó Robert Jordan-. Vino a buscar el desayuno.
- Me pareció oír un tiro o algo semejante -dijo el gitano-. Me c… en la leche. ¿Vino por aquí?
- Por aquí, pasando por tu puesto.
- ¡Ay, mi madre! -exclamó el gitano-. ¡Qué mala suerte tengo!
- Si no fueras gitano, te habría pegado un tiro.
- No, Roberto; no digas eso. Lo siento mucho. Fue por las liebres. Antes del amanecer oí al macho correteando por la nieve. No puedes imaginarte la juerga que se traían. Fui hacia el lugar de donde salía el ruido; pero se habían ido. Seguí las huellas por la nieve, y más arriba las encontré juntas y las maté a las dos. Tócalas, fíjate qué gordas están para esta época del año. Piensa en lo que Pilar hará con ellas. Lo siento mucho, Roberto. Lo siento tanto como tú. ¿Matásteis al de la caballería?
- Sí.
- ¿Le mataste tú?
- Sí.
- ¡Qué tío! -exclamó el gitano, tratando de adularle-. Eres un verdadero fenómeno.
- Tu madre -replicó Jordan. No pudo evitar el sonreírle-. Coge tus liebres y llévatelas al campamento, y tráenos algo para el desayuno.
Extendió una mano y palpó a las liebres, que estaban en la nieve, grandes, pesadas, cubiertas de una piel espesa, con sus patas largas, sus largas orejas, sus ojos, oscuros y redondos enteramente abiertos.
- Son gordas de veras -dijo.
- Gordas -exclamó el gitano-. Cada una tiene un tonel de grasa en los costillares. En mi vida he visto semejantes liebres; ni en sueños.
- Vamos, vete -dijo Robert Jordan-, y vuelve en seguída con el desayuno. Y tráeme la documentación de ese requeté. Pídesela a Pilar.
- ¿No estás enfadado conmigo, Roberto?
- No estoy enfadado. Estoy disgustado porque has abandonado tu puesto. Imagínate que hubiera sido toda una tropa de caballería.
- ¡Rediós! -exclamó el gitano-. ¡Cuánta razón tienes!
- Oye, no puedes dejar el puesto de ninguna manera. Nunca. Y no hablo en broma cuando digo que te pegaría un tiro.
- Claro que no. Pero te diré una cosa. Nunca volverá a presentarse en mi vida una oportunidad como la de estas dos liebres. Hay cosas que no ocurren dos veces en la vida.
- Anda -dijo Robert Jordan-, y vuelve en seguida.
El gitano recogió sus liebres y se alejó, deslizándose por entre las rocas. Robert Jordan se puso a estudiar el campo de tiro y las pendientes de las colinas. Dos cuervos volaron en círculo por encima de su cabeza y fueron a posarse en una rama de un pino, más abajo. Otro cuervo se unió a ellos y Robert Jordan, viéndolos, pensó: «Ahí están mis centinelas. Mientras estén quietos, nadie se acercará por entre los árboles.
¡Qué gitano! No vale para nada. No tiene sentido político ni disciplina, ni se puede contar con él para nada. Pero tendré necesidad de él mañana. Mañana tengo un trabajo para él. Es raro ver un gitano en esta guerra. Debieran estar exentos, como los objetores de conciencia. O como los que no son aptos para el servicio, física o moralmente. No valen para nada. Pero los objetores de conciencia no están exentos en esta guerra. Nadie está exento. La guerra ha llegado y se ha llevado a todo el mundo por delante. Sí, la guerra ha llegado ahora hasta aquí, hasta este grupo de holgazanes disparatados. Ya tienen lo suyo, por el momento.»
Agustín y Primitivo llegaron con las ramas, y Robert Jordan confeccionó un buen refugio para la ametralladora; un refugio que la haría invisible desde el aire y parecería natural visto desde el bosque. Les indicó dónde deberían colocar a un hombre, en lo alto de la muralla rocosa, a la derecha, para que pudiese vigilar toda la región desde ese lado, y un segúndo hombre desde un segundo lugar, para vigilar el único acceso que tenía la montaña rocosa por la izquierda.
- No disparéis desde arriba si aparece alguien -ordenó Robert Jordan-. Dejad caer una piedra, en señal de alarma, y haced una señal con el fusil de esta forma -y levantó el rifle, sosteniéndolo sobre su cabeza, como para resguardarla-. Para señalar el número de hombres, así -y movió el rifle de arriba abajo varias veces-. Si vienen a pie hay que apuntar con el cañón del fusil hacia el suelo. Así no hay que disparar un solo tiro hasta que empiece a hablar la máquina. Al disparar desde esa altura hay que apuntar a las rodillas. Si me oís silbar dos veces, venid para acá, cuidando de manteneros bien ocultos. Venid a estas rocas, en donde está la máquina.
Primitivo levantó el rifle.
- Lo he entendido -dijo-. Es muy sencillo.
- Arroja primero una piedra, para prevenirnos, e indica la dirección y el número de los que se acerquen. Cuida de no ser visto.
- Sí -contestó Primitivo-. ¿Puedo arrojar una granada?
- No, hasta que no haya empezado a hablar la máquina. Es posible que los de la caballería vengan buscando a su camarada sin atreverse a acercarse. Puede también que vayan siguiendo las huellas de Pablo. No queremos combatir si es posible evitarlo. Y tenemos que evitarlo por encima de todo. Ahora, vete allá arriba.
- Me voy -dijo Primitivo. Y comenzó a ascender por la muralla rocosa, con su carabina al hombro.
- Tú, Agustín -exclamó Robert Jordan-, ¿qué sabes acerca de la máquina?
Agustín, agazapado junto a él, alto, moreno, con su mandíbula enérgica, sus ojos hundidos, su boca delgada y sus grandes manos señaladas por el trabajo, respondió:
- Pues cargarla. Apuntarla. Dispararla. Nada más.
- No debes disparar hasta que estén a cincuenta metros, y cuando tengas la seguridad de que se disponen a subir el sendero que conduce a la cueva -dijo Robert Jordan.
- De acuerdo. ¿Qué distancia es ésa?
Como de aquí a esa roca. Si hay un oficial entre ellos;; dispárale primero. Después, mueve la máquina para apuntar a los demás. Muévela suavemente. No hace falta mucho movimiento. Le enseñaré a Fernando a mantenerla quieta. Tienes que sujetar bien el cañón, de modo que no rebote, y apuntar cuidadosamente. No dispares más de seis tiros de una vez, si puedes evitarlo. Porque al disparar, el cañón salta hacia arriba. Apunta cada vez a un hombre y en seguida apunta a otro. Para un hombre a caballo, apunta al vientre.
- Sí.
- Alguien debiera sostener el trípode, para que la máquina no salte. Así. Y debiera cargarla.
- ¿Y tú dónde estarás?
- Aquí a la izquierda, un poco más arriba, desde donde pueda ver lo que pasa y cubrir tu izquierda con esta pequeña máquina. Si vienen, es posible que tengamos una matanza. Pero no tienes que disparar hasta que no estén muy cerca.
- Creo que podríamos darles para el pelo. ¡Menuda matanza!
- Aunque espero que no vengan.
- Si no fuera por tu puente, podríamos hacer aquí una buena y después huir.
- No nos valdría de nada. El puente forma parte de un plan para ganar la guerra. Lo otro no sería más que un sencillo incidente. Nada.
- ¡Qué va a ser un incidente! Cada fascista que muere es un fascista menos.
- Sí, pero con esto del puente, puede que tomemos Segóvia, la capital de la provincia. Piensa en ello. Sería la primera vez que tomásemos una ciudad.
- ¿Lo crees en serio? ¿Crees que podríamos tomar Segovia?
- Sí; haciendo volar el puente como es debido, es posible.
- Me gustaría que hiciéramos la matanza aquí y también lo del puente.
- Tienes tú mucho apetito -dijo Robert Jordan.
Durante todo ese tiempo estuvo observando a los cuervos. Se dio cuenta de que uno de ellos estaba vigilando algo.
El pajarraco graznó y se fue volando.
Pero el otro permaneció tranquilamente en el árbol.
Robert Jordan miró hacia arriba, hacia el puesto de Primitivo, en lo alto de las rocas. Le vio vigilando todo el terreno alrededor, aunque sin hacer ninguna señal. Jordan se echó hacia delante y corrió el cerrojo del fusil automático, se aseguró de que el cargador estaba bien en su sitio y volvió a cerrarlo. El cuervo seguía en el árbol. Su compañero describió un vasto círculo sobre la nieve y vino a posarse en el mismo árbol. Al calor del sol, y con el viento tibio que soplaba, la nieve depositada en las ramas de los pinos iba cayendo suavemente al suelo.
- Te tengo reservada una matanza para mañana por la mañana -anunció Robert Jordan-. Será necesario exterminar el puesto del aserradero.
- Estoy dispuesto -dijo Agustín-; estoy listo.
- Y también la casilla del peón caminero, más abajo del puente.
- Estoy dispuesto -repitió Agustín- para una cosa o para la otra. O para las dos.
- Para las dos, no; tendrán que hacerse al mismo tiempo -replicó Jordan.
- Entonces para una o para la otra -dijo Agustín-. Llevo mucho tiempo deseando que tengamos ocasión de entrar en esta guerra. Pablo nos ha estado pudriendo aquí sin hacer nada.
Anselmo llegó con el hacha.
- ¿Quiere usted más ramas? -preguntó-. A mí me parece que está bien oculto.
- No quiero ramas -replicó Jordan-; quiero dos arbolitos pequeños que podamos poner aquí y hacer que parezcan naturales. No hay aquí árboles bastantes como para que esto pase inadvertido.
- Los traeré entonces.
- Córtalos bien hasta abajo, para que no se vean los tacones.
Robert Jordan oyó el ruido de hachazos en el monte, a sus espaldas. Miró hacia arriba y vio a Primitivo entre las rocas, y luego volvió a mirar hacia abajo, entre los pinos, más allá del claro. Uno de los cuervos seguía en su sitio. Luego oyó el zumbido sordo de un avión a gran altura. Miró a lo alto y lo vio, pequeño y plateado, a la luz del sol. Apenas parecía moverse en el cielo.
- No nos pueden ver desde allí -dijo a Agustín-; pero es mejor estar escondidos. Ya es el segundo avión de observación que pasa hoy.
- ¿Y los de ayer? -preguntó Agustín.
- Ahora me parecen una pesadilla -dijo Robert Jordan.
- Deben de estar en Segovia. Las pesadillas aguardan allí para hacerse realidad.
El avión se había perdido de vista por encima de las montañas, pero el zumbido de sus motores aún persistía.
Mientras Robert Jordan miraba a lo alto, vio al cuervo volar. Volaba derecho, hasta que se perdió entre los árboles, sin soltar un graznido.
Capítulo veintitrés
- Agáchate -susurró Robert Jordan a Agustín.
Y volviéndose, le hizo señas con la mano para indicarle «abajo, abajo» a Anselmo, que se acercaba por el claro con un pino sobre sus espaldas que parecía un árbol de Navidad. Vio cómo el viejo dejaba el árbol tras una roca y desaparecía. Luego se puso a observar el espacio abierto en la dirección del bosque. No veía nada; no oía nada, pero sentía latir su corazón. Luego oyó el choque de una piedra que caía rodando y golpeaba en otras piedras, haciendo saltar ligeros pedazos de roca. Volvió la cabeza hacia la derecha y, levantando los ojos, vio el fusil de Primitivo elevarse y descender horizontalmente cuatro veces. Después no vio más que el blanco espacio frente a él, con la huella circular dejada por el caballo gris y, más abajo, la línea del bosque.
- Caballería -susurró Agustín, que le miró. Y sus mejillas, oscuras y sombrías, se distendieron en una sonrisa.
Robert Jordan advirtió que estaba sudando. Alargó la mano y se la puso en el hombro. En aquel momento vieron a cuatro jinetes salir del bosque y Robert Jordan sintió los músculos de la espalda de Agustín, que se crispaban bajo su mano.
Un jinete iba delante y tres cabalgaban detrás. El que los guiaba seguía las huellas del caballo gris. Cabalgaba con los ojos fijos en el suelo. Los otros tres, dispuestos en abanico, iban escudriñándolo todo cuidadosamente en el bosque. Todos estaban alerta. Robert Jordan sintió latir su corazón contra el suelo cubierto de nieve, en el que estaba extendido, con los codos separados, observando por la mira del fusil automático.
El hombre que marchaba delante siguió las huellas hasta el lugar en que Pablo había girado en círculo y luego se detuvo. Los otros tres le alcanzaron y al llegar a su altura se detuvieron también.
Robert Jordan los veía claramente por encima del cañón de azulado acero de la ametralladora. Distinguía los rostros de los hombres, los sables colgantes, los ijares de los caballos brillantes de sudor, el cono de sus capotes y las boinas navarras echadas a un lado. El jefe dirigió su caballo hacia la brecha entre las rocas, en donde estaba colocada el arma automática, y Robert Jordan vio su rostro juvenil, curtido por el viento y el sol, sus ojos muy juntos, su nariz aquilina, y el mentón saliente en forma de cuña.
Desde su silla, por encima de la cabeza del caballo, levantada en alto, frente por frente a Robert Jordan, con la culata del ligero fusil automático asomando fuera de la funda, que colgaba a la derecha de la montura, el jefe señaló hacia la abertura en la que estaba colocado el fusil. Robert Jordan hundió sus codos en la tierra y observó, a lo largo del cañón, a los cuatro jinetes detenidos frente a él sobre la nieve. Tres de ellos habían sacado sus armas. Dos las llevaban terciadas sobre la montura. El otro la llevaba colgando a su derecha, con la culata rozándole la cadera.
«Es raro verlos tan de cerca -pensó-. Mucho más raro es aún verlos a lo largo del cañón de un fusil como éste. Generalmente los vemos con la mira levantada y nos parecen hombres en miniatura, y es condenadamente difícil disparar sobre ellos. O bien se acercan corriendo, echándose a tierra, se vuelven a levantar y hay que barrer una ladera con las balas u obstruir una calle o castigar constantemente las ventanas de un edificio. A veces se los ve de lejos, marchando por una carretera. Únicamente asaltando un tren has podido verlos así, como están ahora. A esta distancia, a través de la mira, parece que tienen dos veces su estatura. Tú, -pensó, mirando por la mira y siguiendo una línea que llegaba hasta el pecho del jefe de la partida, un poco a la derecha de la enseña roja que relucía al sol de la mañana contra el fondo oscuro del capote-. Tú -siguió pensando en español, en tanto extendía los dedos, apoyándolos sobre las patas de la ametralladora, para evitar que una presión a destiempo sobre el gatillo pusiera en movimiento con una corta sacudida la cinta de los proyectiles-. Tú, tú estás muerto en plena juventud. Y tú, y tú, y tú. Pero que no suceda. Que no suceda.»
Sintió cómo Agustín, a su lado, comenzaba a toser, se contenía y tragaba con dificultad. Volvió la mirada hacia el cañón engrasado del fusil y por entre las ramas, con los dedos aún sobre las patas del trípode, vio que el jefe de la partida, haciendo girar a su caballo, señalaba las huellas producidas por Pablo. Los cuatro caballos partieron al trote y se internaron en el bosque, y Agustín exclamó: «¡Cabrones!»
Robert Jordan miró alrededor, hacia las rocas, en donde Anselmo había depositado el árbol.
El gitano se adelantaba hacia ellos llevando un par de alforjas, con el fusil terciado sobre la espalda. Robert Jordan le hizo señas para que se agachara y el gitano desapareció.
- Hubiéramos podido matar a los cuatro -dijo Agustín, en voz baja. Estaba sudando todavía.
- Sí -susurró Robert Jordan-; pero ¿quién sabe lo que hubiera sucedido después?
Entonces oyó el ruido de otra piedra rodando y miró atentamente alrededor. El gitano y Anselmo estaban bien escondidos. Bajó los ojos, echó una mirada al reloj, levantó la cabeza y vio a Primitivo elevar y bajar el fusil varias veces en una serie de pequeñas sacudidas. «Pablo cuenta con cuarenta y cinco minutos de ventaja», pensó Jordan. Luego oyó el ruido de un destacamento de caballería que se acercaba.
- No te apures -susurró a Agustín-; pasarán, como los otros, de largo.
Aparecieron en la linde del bosque, de dos en fondo, veinte jinetes uniformados y armados como los que los habían precedido, con los sables colgando de las monturas y las carabinas en su funda y penetraron por entre los árboles en la misma forma que lo habían hecho los otros.
- ¿Tú ves? -preguntó Robert Jordan a Agustín.
- Eran muchos -dijo Agustín.
- Hubiéramos tenido que habérnoslas con ellos de haber matado a los otros -dijo Robert Jordan. Su corazón había recuperado un ritmo tranquilo; tenía la camisa mojada de la nieve que se derretía. Tenía una sensación de vacío en el pecho.
El sol brillaba sobre la nieve, que se derretía rápidamente. La veía deshacerse alrededor del tronco de los árboles y delante del cañón de la ametralladora; a ojos vistas, la superficie nevada se desleía como un encaje al calor del sol, la tierra aparecía húmeda y despedía una tibieza suave bajo la nieve que la cubría.
Robert Jordan levantó los ojos hacia el puesto de Primitivo y vio que éste le indicaba: «Nada», cruzando las manos con las palmas hacia abajo.
La cabeza de Anselmo apareció por encima de un peñasco y Robert Jordan le hizo señas para que se acercase. El viejo se deslizó de roca en roca, arrastrándose, hasta llegar junto al fusil, a cuyo lado se tendió de bruces.
- Muchos -dijo-. Muchos.
- No me hacen falta los árboles -dijo Robert Jordan-. No vale la pena hacer mejoras forestales.
Anselmo y Agustín sonrieron.
- Todo esto ha soportado muy bien la prueba, y sería peligroso plantar árboles ahora, porque esas gentes van a volver y acaso no sean estúpidas del todo.
Sentía necesidad de hablar, señal en él de que acababa de pasar por un gran peligro. Podía medir siempre la gravedad de un asunto por la necesidad de hablar que sentía luego.
- Es un buen escondrijo, ¿eh?
- Sí -dijo Agustín-; muy bueno. Y que todos los fascistas se vayan a la mierda. Hubiéramos podido matar a cuatro. ¿Has visto? -preguntó a Anselmo.
- Lo he visto.
- Tú -dijo Robert Jordan, dirigiéndose a Anselmo, y tuteándole de repente-. Tienes que ir al puesto de ayer o a otro lugar que elijas, para vigilar el camino como ayer y el movimiento de tropas. Nos hemos retrasado. Quédate allí hasta que oscurezca. Luego vuelve y enviaremos a otro.
- Pero ¿y las huellas que voy a dejar?
- Toma el camino de abajo en cuanto haya desaparecido la nieve. El camino estará embarrado por la nieve. Fíjate si no hay mucha circulación de camiones o si hay huellas de tanques en el barro de la carretera. Eso es todo lo que podremos averiguar hasta que te instales para vigilar.
- Si usted me lo permite… -insinuó el viejo.
- Pues claro.
- Si usted me lo permite, ¿no sería mejor que fuera a La Granja y me informase de lo que pasó la última noche y enviara alguien para que vigilase hoy como usted me ha enseñado? Ese alguien podría acudir a entregar su informe esta noche, o podría yo volver a La Granja para recoger su informe.
- ¿No tiene usted miedo de encontrarse con la caballería? -preguntó Jordan.
- No, cuando la nieve se haya derretido.
- ¿Hay alguien en La Granja capaz de hacer ese trabajo?
- Sí. Para eso, sí. Podría ser una mujer. Hay varias mujeres de confianza en La Granja.
- Ya lo creo -terció Agustín-. Hay varias para eso y otras que sirven para otras cosas. ¿No quieres que vaya yo?
- Deja ir al viejo. Tú sabes manejar esta ametralladora y la jornada no ha concluido todavía.
- Iré cuando se derrita la nieve -dijo Anselmo-; y se está derritiendo muy de prisa.
- ¿Crees que pueden capturar a Pablo? -preguntó Jordan a Agustín.
- Pablo es muy listo -dijo Agustín-. ¿Crees que se puede cazar a un ciervo sin perros?
- A veces, sí.
- Pues a Pablo, no -dijo Agustín-. Claro que no es más que una ruina de lo que fue en tiempos. Pero no por nada está viviendo cómodamente en estas montañas y puede emborracharse hasta reventar, mientras otros muchos han muerto contra el paredón.
- ¿Y es tan listo como dicen?
- Mucho más.
- Aquí no ha mostrado mucha habilidad.
- ¿Cómo que no? Si no fuera tan hábil como es, hubiera muerto anoche. Me parece, inglés, que no entiendes nada de la política ni de la vida del guerrillero. En política, como en esto, lo primero es seguir viviendo. Mira cómo ha seguido viviendo. Y la cantidad de mierda que tuvo que tragarse de ti y de mí.
Puesto que Pablo volvía a formar parte del grupo, Robert Jordan no quería hablar mal de él y apenas había hecho estos comentarios sobre la habilidad de Pablo, lamentó haberlos expresado. Sabía perfectamente lo astuto que era Pablo. Fue el primero en ver los fallos en las instrucciones sobre la voladura del puente. Había hecho aquella referencia despectiva por lo mucho que le desagradaba Pablo, y al instante de hacerla se dio cuenta de lo equivocado que estaba. Pero era en parte una porción de la charla excesiva que sigue a una gran tensión nerviosa. Cambió de conversación y dijo, volviéndose a Anselmo:
- ¿Es posible ir a La Granja en pleno día?
- No es tan difícil -contestó el viejo-; no iré con una banda militar.
- Ni con un cascabel al cuello -dijo Agustín-. Ni llevando un estandarte.
- ¿Cómo irás, pues?
- Por lo alto de las montañas primero, y luego descenderé por el bosque.
- Pero ¿y si te detienen?
- Tengo documentos.
- Todos los tenemos, pero habrás de arreglártelas para tragarte los malos.
Anselmo movió la cabeza y golpeó el bolsillo de su blusa.
- ¡Cuántas veces he pensado en eso! -dijo-. Y no me gusta nada comer papel.
- Creo que debiera añadirse un poco de mostaza -dijo Robert Jordan-. En mi bolsillo izquierdo tengo los papeles nuestros. En el derecho, los papeles fascistas. Así, en caso de peligro no hay confusión.
El peligro debió de haber sido muy serio cuando el jefe de la primera patrulla hizo un gesto hacia ellos; porque hablaban todos mucho.
Demasiado, pensó Robert Jordan.
- Pero oye, Roberto -dijo Agustín-, se dice que el Gobierno está girando cada día más hacia la derecha; que en la República ya no se dice camarada, sino señor y señora. ¿No puedes hacer que giren tus bolsillos?
- Cuando las cosas se vuelvan tan hacia la derecha, meteré mis papeles en el bolsillo del pantalón y coseré la costura del centro.
- Entonces vale más que estén en tu camisa -dijo Agustín-. ¿Es que vamos a ganar esta guerra y a perder la revolución?
- No -replicó Robert Jordan-; pero si no se gana esta guerra, no habrá revolución ni República, ni tú ni yo ni nada más que un enorme carajo.
- Es lo que yo digo -intervino Anselmo-: hay que ganar esta guerra.
- Y en seguida fusilar a los anarquistas, a los comunistas y a toda esa canalla, salvo a los buenos republicanos -dijo Agustín.
- Que se gane esta guerra y que no se fusile a nadie -dijo Anselmo-. Que se gobierne con justicia y que todos disfruten de las ventajas en la medida que hayan luchado por ellas. Y que se eduque a los que se han batido contra nosostros para que salgan de su error.
- Habrá que fusilar a muchos -dijo Agustín-. A muchos. A muchos. A muchos.
Golpeó con el puño derecho cerrado contra la palma de su mano izquierda.
- Espero que no se fusile a nadie. Ni siquiera a los jefes. Que se les permita reformarse por el trabajo.
- Ya sé yo qué trabajo les daría -intervino Agustín. Y cogió un puñado de nieve y se lo metió en la boca.
- ¿Qué clase de trabajo, mala pieza? -preguntó Robert Jordan.
- Dos trabajos muy brillantes.
- ¿De qué se trata?
Agustín chupeteó un poco de nieve y miró hacia el claro por donde habían pasado los jinetes. Luego escupió la nieve derretida.
- ¡Vaya, qué desayuno! ¿Dónde está el cochino gitano?
- ¿Qué trabajos? -insistió Robert Jordan-. Habla, mala lengua.
- Saltar de un avión sin paracaídas -dijo Agustín con los ojos brillantes-. Eso para los que queremos más. A los otros los clavaría en los postes de las alambradas y los hincaríamos bien sobre las púas.
- Esa manera de hablar es innoble -dijo Anselmo-. Así no tendremos nunca República.
- Lo que es yo, querría nadar diez leguas en una sopa espesa hecha con sus cojones -dijo Agustín-; y cuando vi a esos cuatro y pensé que podíamos matarlos, me sentí como una yegua esperando al macho en el corral.
- Pero tú sabes por qué no los hemos matado -dijo Robert Jordan sin perder la calma.
- Sí -dijo Agustín-; sí, pero tenía tantas ganas como una yegua en celo. Tú no puedes comprender eso si no lo has experimentado.
- Sudabas mucho -dijo Robert Jordan-; pero yo creía que era de miedo.
- De miedo, sí; de miedo y de otra cosa. Y en esta vida no hay nada más fuerte que esa otra cosa.
«Sí -pensó Robert Jordan-. Nosotros hacemos esto fríamente, pero ellos no, jamás. Es un sacramento extra. Es el antiguo sacramento, el que ellos tenían antes de que la nueva religión les llegara del otro extremo del Mediterráneo; el sacramento que no han abandonado jamás. Sino solamente disimulado y escondido, para sacarlo durante las guerras y las inquisiciones. Este es el pueblo de los autos de fe. Matar es cosa necesaria, pero para nosotros es diferente. ¿Y tú?, ¿no has experimentado nunca eso? ¿No lo sentiste en la Sierra? ¿Ni en Usera? ¿Ni en todo el tiempo que estuviste en Extremadura? ¿En ningún momento? ¡Qué va! -se dijo-. A cada tren.
»Deja de hacer literatura dudosa sobre los bereberes y los antiguos iberos y reconoce que has sentido placer en matar, como todos los que son soldados por gusto sienten a veces placer lo confiesen o no. A Anselmo no le gusta porque es un cazador y no un soldado. Pero no le idealices tampoco. Los cazadores matan a los animales y los soldados matan a los hombres. No te engañes a ti mismo. Y no hagas literatura. Mira, hace tiempo que estás manchado. Y no pienses mal de Anselmo tampoco. Es un cristiano; algo muy raro en los países católicos.
»Pero, por lo que se refiere a Agustín, creo que fue miedo, el miedo natural que acomete antes de la acción. Y también algo más. Quizás esté fanfarroneando ahora. Había mucho miedo en su caso. He sentido el miedo bajo mi mano. En fin, es hora de acabar con la cháchara.»
- Mira si el gitano ha traído comida -dijo a Anselmo-. No le dejes subir hasta aquí. Es un tonto. Tráela tú mismo. Y, por mucha que haya traído, mándale de nuevo por más. Tengo muchísima hambre.
Capítulo veinticuatro
Era una mañana de fines de mayo, de cielo alto y claro. El viento acariciaba tibiamente. La nieve se fundía con rapidez mientras tomaban un refrigerio. Había dos grandes emparedados de carne y queso de cabra para cada uno, y Robert Jordan cortó con su navaja dos gruesas rodajas de cebolla, y las puso a uno y otro lado de la carne y del queso, entre los trozos de pan.
- Vas a oler de tal manera, que llegará hasta los fascistas que están al otro lado del bosque -dijo Agustín, con la boca llena.
- Dame la bota para enjuagarme la boca -dijo Robert Jordan, con la boca llena también de carne, queso, cebolla y pan a medio masticar.
No había tenido nunca tanta hambre. Se llenó la boca de vino, que sabía ligeramente a cuero, por el pellejo en que había estado guardado, y luego volvió a beber, empinando la bota, de manera que el chorro le corriese por la garganta. La bota rozó las agujas de pino que cubrían el fusil automático al levantar la mano, echando la cabeza hacia atrás, para dejar que el vino corriese mejor.
- ¿Quieres este emparedado? -le preguntó Agustín, ofreciéndoselo por encima de la ametralladora.
- No, muchas gracias. Es para ti.
- Yo no tengo ganas. No acostumbro a comer tanto por la mañana.
- ¿De verdad no lo quieres?
- No. Tómalo.
Robert Jordan cogió el emparedado y lo dejó sobre sus rodillas para sacar del bolsillo de su chaqueta, en donde guardaba las granadas, una cebolla; luego abrió su navaja y empezó a cortar. Quitó primero cuidadosamente la ligera película, que se había ensuciado en el bolsillo, y luego cortó una gruesa rodaja. Un segmento exterior cayó al suelo; Robert Jordan lo recogió, lo puso con la rodaja y lo metió todo en el emparedado.
- ¿Siempre comes cebolla tan temprano? -preguntó Agustín.
- Cuando la hay.
- ¿Todo el mundo lo hace en tu país?
- No -contestó Robert Jordan-; allí está mal visto.
- Eso me gusta -dijo Agustín-; siempre tuve a América por país civilizado.
- ¿Qué tienes contra las cebollas?
- El olor. Nada más. Aparte de eso, es como una rosa.
Robert Jordan le sonrió con la boca llena.
- Una rosa -dijo-; es una verdad como un templo. Una cebolla es una rosa y una rosa es una cebolla.
- Se te están subiendo las cebollas a la cabeza -dijo Agustín-. Ten cuidado.
- Una cebolla es una cebolla y una rosa es una rosa -insistió alegremente Robert Jordan, y pensó que una piedra es una roca, es un peñasco, un cascote, un guijarro.
- Enjuágate la boca con el vino -le aconsejó Agustín-. Eres muy raro, inglés. Hay mucha diferencia entre tú y el último dinamitero que trabajó con nosotros.
- Hay, efectivamente, una gran diferencia.
- ¿Cuál?
- Que yo estoy vivo y él muerto -dijo Robert Jordan. Pero en seguida pensó: «¿Qué es lo que te pasa? ¡Vaya una manera de hablar! ¿Es la comida lo que te pone en ese estado de loca felicidad? ¿Qué es lo que te pasa? ¿Estás borracho de cebolla? ¿Es eso lo que te pasa? Nunca me importó mucho. Quisiste que fuese algo importante para ti, pero no lo conseguiste. No debes engañarte por el poco tiempo que te queda»-. No -añadió hablando seriamente-. Aquél era un hombre que había sufrido mucho.
- ¿Y tú no has sufrido?
- No -contestó Robert Jordan-; yo soy de los que sufren poco.
- Yo también -dijo Agustín-. Hay quienes sufren y quienes no sufren. Yo sufro muy poco.
- Tanto mejor -dijo Robert Jordan y bebió un nuevo trago de la bota-. Y con esto, todavía menos.
- Yo sufro por los otros.
- Como todos los hombres buenos deberían hacer.
- Pero por mí mismo sufro muy poco.
- ¿Tienes mujer?
- No.
- Yo tampoco.
- Pero ahora tienes a la María.
- Sí.
- Mira qué cosa tan rara -dijo Agustín-. Desde que ella se juntó con nosotros, cuando lo del tren, la Pilar la ha mantenido apartada de todos, tan celosamente como si hubiera estado en un convento de carmelitas. No te puedes imaginar con qué ferocidad la guardaba. Vienes tú y te la da como regalo. ¿Qué te parece?
- No ha sido como tú lo cuentas.
- ¿Cómo fue entonces?
- Me la confió para que cuidase de ella.
- Y por eso la cuidas y j… con ella toda la noche.
- Suerte que tiene uno.
- Vaya una manera de cuidar de ella.
- ¿Tú no entiendes que se pueda cuidar de alguien de ese modo?
- Sí. Pero, por lo que se refiere a ese modo de cuidarla, podíamos haberlo hecho cualquiera de nosotros.
- No hablemos más de eso -dijo Robert Jordan-. La quiero de verdad.
- ¿Lo dices en serio?
- No hay nada más serio en este mundo.
- ¿Y después qué harás, después de lo del puente?
- Ella se vendrá conmigo.
- Entonces -dijo Agustín-, no hablemos más ninguno de los dos. Y que los dos tengáis mucha suerte.
Levantó la bota de vino, bebió un trago y se la tendió luego a Robert Jordan.
- Una cosa más, inglés…
- Todas las que quieras.
- Yo la he querido mucho también.
Robert Jordan le puso la mano en el hombro.
- Mucho -insistió Agustín-. Mucho. Más de lo que uno es capaz de imaginar.
- Me lo imagino.
- Me hizo una impresión que todavía no se ha borrado.
- Me lo imagino.
- Mira, voy a decirte una cosa muy en serio.
- Dila.
- Nunca la he tocado, ni he tenido nada que ver con ella; pero la quiero muchísimo. Inglés, no la trates a la ligera. Porque aunque duerma contigo no es una puta.
- Tendré cuidado de ella.
- Te creo. Pero hay más. Tú no puedes figurarte cómo sería una muchacha como ella si no hubiese habido una revolución. Tienes mucha responsabilidad. Esa muchacha ha sufrido mucho, de verdad. Ella no es como nosotros.
- Me casaré con ella.
- Bueno. No digo tanto. Eso no es necesario con la revolución. Aunque -y movió la cabeza- sería mejor.
- Me casaré con ella -repitió Robert Jordan, y al decirlo sintió que se le hacía un nudo en su garganta-. La quiero muchísimo.
- Más adelante -dijo Agustín-. Cuando convenga. Lo importante es tener la intención.
- La tengo.
- Oye -dijo Agustín-. Hablo demasiado y de una cosa que no me concierne. Pero ¿has conocido a muchas chicas en tu país?
- A algunas.
- ¿Putas?
- Algunas no lo eran.
- ¿Cuántas?
- Varias.
- ¿Y dormiste con ellas?
- No.
- ¿No ves?
- Sí.
- Lo que digo es que María no hace esto a la ligera. -Ni yo tampoco.
Si yo creyese que lo hacías, te hubiera pegado un tiro anoche, cuando dormías con ella. Por esas cosas matamos mucho aquí.
Oye, amigo. Ha tenido la culpa la falta de tiempo de que no hubiese ceremonia. Lo que nos falta es tiempo. Mañana habrá que luchar. Para mí no tiene importancia. Pero para María y para mí eso quiere decir que tendremos que vivir toda nuestra vida de aquí a entonces.
- Y un día y una noche no es mucho -dijo Agustín.
- No, pero hemos tenido el día de ayer y la noche anterior y anoche.
- Oye, si puedo hacer algo por ti…
- No. Todo va muy bien.
- Si puedo hacer algo por ti o por la rapadita…
- No.
- Verdad que es muy poco lo que un hombre puede hacer por otro.
- No. Es mucho.
- ¿Qué?
- Ocurra lo que ocurra hoy y mañana, en lo que hace a la batalla, confía en mí y obedéceme… Aunque las órdenes te parezcan equivocadas.
- Confío en ti. Después de eso de la caballería y de la idea que tuviste alejando el caballo, tengo confianza en ti.
- Eso no fue nada. Ya ves que trabajamos por un fin preciso: ganar la guerra. Mientras no la ganemos, todo lo demás carece de importancia. Mañana tenemos un trabajo de gran alcance. De verdadero alcance. Y luego habrá una batalla. La batalla requiere mucha disciplina. Porque muchas cosas no son lo que parecen. La disciplina tiene que venir de la confianza.
Agustín escupió al suelo.
- La María y lo demás son cosas aparte -dijo-. Tú y la María conviene que aprovechéis el tiempo que os queda como seres humanos. Si puedo ayudarte en algo, estoy a tus órdenes. Y por lo que hace a mañana, te obedeceré ciegamente. Si hay que morir en el asunto de mañana, uno morirá contento y con el corazón ligero.
- Así pienso yo -dijo Robert Jordan-. Pero el oírtelo decir me da contento.
- Te diré más -siguió Agustín-; ése de ahí arriba -y señaló a Primitivo- es de mucha confianza. La Pilar lo es mucho, mucho más de lo que tú te imaginas. El viejo, Anselmo, es también de mucha confianza. Andrés también. Eladio también. Muy callado, pero de mucha confianza. Y Fernando. No sé qué es lo que tú piensas de él. Es verdad que es más pesado que el plomo. Y está más lleno de aburrimiento que un buey uncido a su carreta en un camino. Pero para pelear y para hacer lo que se le ha dicho es muy hombre. Ya verás.
- Tenemos suerte.
- No, tenemos dos elementos flojos: el gitano y Pablo. Pero la cuadrilla del Sordo es mejor que nosotros tanto como nosotros podemos ser mejores que la cagarruta de una cabra.
- Entonces, todo va bien.
- Sí -concluyó Agustín-. Pero me gustaría que fuese para hoy.
- A mí también. Para acabar con eso. Pero no será.
- ¿Crees que va a ser la cosa dura?
- Puede que sí.
- Pero estás ahora muy contento, inglés.
- Sí.
- Yo también. Pese a todo lo de María y a todo lo demás.
- ¿Sabes por qué?
- No.
- Yo tampoco. Quizá sea el día. El día es hermoso.
- ¡Quién sabe! Quizá sea que vamos a tener jarana.
- Yo creo que es eso. Pero no será hoy. Hoy tenemos que evitar cualquier incidente. Es muy importante.
Según hablaban, oyó algo. Era un ruido lejano que dominaba el soplo de brisa entre los árboles. No estaba seguro de haber oído bien y se quedó con la boca abierta, escuchando, sin quitarle ojo a Primitivo. Apenas creía haberlo oído cuando se disipaba. El viento soplaba entre los pinos y Robert Jordan se mantuvo atento escuchando. Oyó al fin un ruido tenue llevado por el viento.
- Para mí, esto no tiene nada de trágico -estaba diciendo Agustín-. El que no pueda tener a la María no importa. Iré de putas, como he hecho siempre.
- Cállate -dijo Jordan sin escucharle. Y se tumbó junto a él con la cabeza vuelta del otro lado. Agustín le miró.
- ¿Qué pasa? -preguntó.
Robert Jordan se puso la mano en la boca y siguió escuchando. Lo oyó de nuevo. Era un ruido débil, sordo, seco y lejano; pero no cabía la menor duda: era el ruido crepitante y sordo de ráfagas de ametralladora. Hubiérase dicho que pequeñísimos fuegos artificiales estallaban en los linderos de lo audible.
Robert Jordan levantó los ojos hacia Primitivo, que estaba con la cabeza erguida, mirando hacia donde ellos se encontraban con una mano sobre la oreja. Al mirarle, Primitivo, señaló las montañas más altas.
- Están peleando en el campamento del Sordo -dijo Robert Jordan.
- Vamos a ayudarlos -dijo Agustín-. Reúne a la gente… Vámonos.
- No -dijo Robert Jordan-. Hay que quedarse aquí.
Capítulo veinticinco
Robert Jordan levantó sus ojos hacia donde Primitivo se había parado en su puesto de observación empuñando el fusil y señalando. Jordan asintió con la cabeza para indicarle que había comprendido; pero el hombre siguió señalando, llevandose la mano a la oreja y volviendo a señalar insistentemente, como si fuera posible que no le hubiesen entendido.
- Quédate tú ahí, con la ametralladora, y no dispares hasta que no estés seguro, seguro, pero seguro que vienen hacia acá, y eso únicamente cuando hayan llegado a esas matas -le indicó Robert Jordan-. ¿Entiendes?
- Sí, pero…
- Nada de peros; después te lo explicaré. Voy a ver a Primitivo.
A Anselmo, que estaba junto a él, le dijo:
- Viejo, quédate aquí con Agustín y la ametralladora. -Hablaba tranquilamente, sin prisa.- No debe disparar, a menos que la caballería se dirija realmente hacia acá. Si aparecen, tiene que dejarlos tranquilos, como hemos hecho un rato antes. Si tiene que disparar, sosténle las patas del trípode y pásale las municiones.
- Bueno -contestó el viejo-. ¿Y La Granja?
- Luego.
Robert Jordan trepó, dando la vuelta por los peñascos grises, que sentía húmedos ahora, cuando apoyaba las manos para subir. El sol hacía que la nieve se fundiera rápidamente. En lo alto, las rocas estaban secas y, a medida que ascendía, pudo ver, más allá del campo abierto, los pinos y la larga hondonada que llegaba hasta donde empezaban otra vez las montañas más altas. Al llegar junto a Primitivo se dejó caer en un hueco entre dos rocas, y el hombrecillo de cara atezada le dijo:
- Están atacando al Sordo. ¿Qué hacemos?
- Nada -contestó Robert Jordan.
Oía claramente el tiroteo en aquellos momentos, y mirando hacia delante, al otro lado del monte, vio, cruzando el valle en el lugar en que la montaña se hacía más escarpada, una tropa de caballería, que, saliendo de entre los árboles, se encaminaba al lugar del tiroteo. Vio la doble hilera de jinetes y caballos destacándose contra la blancura de la nieve, en el momento en que escalaban la ladera por la parte más empinada. Al llegar a lo alto del reborde se internaron en el monte.
- Tenemos que ayudarlos -dijo Primitivo. Su voz era ronca y seca.
- Es imposible -le dijo Robert Jordan-. Me lo estaba temiendo desde esta mañana.
- ¿Qué dices?
- Fueron a robar caballos anoche. La nieve dejó de caer y les han seguido las huellas.
- Pero hay que ir a ayudarlos -insistió Primitivo-. No se les puede dejar solos de esta manera. Son nuestros camaradas.
Robert Jordan le puso la mano en el hombro.
- No se puede hacer nada. Si pudiéramos hacer algo, lo haríamos.
- Hay una manera de llegar hasta allí por arriba. Se puede tomar ese camino con los dos caballos y las dos máquinas. La que está ahí y la tuya. Así podrían ser ayudados.
- Escucha -dijo Robert Jordan.
- Eso es lo que escucho -dijo Primitivo.
Les llegaba el tiroteo en oleadas, una sobre otra. Luego oyeron el estampido de las granadas de mano, pesado y sordo, entre el seco crepitar de ametralladora.
- Están perdidos -dijo Robert Jordan-. Estuvieron perdidos desde el momento en que la nieve cesó. Si vamos nosotros, nos veremos perdidos también. No podemos dividir las pocas fuerzas que tenemos.
Una pelambre gris cubría la mandíbula, el labio superior y el cuello de Primitivo. El resto de su cara era de un moreno apagado, con la nariz rota y aplastada y los ojos grises, muy hundidos; mientras le miraba, Robert Jordan vio que le temblaban los pelos grises en las comisuras de los labios y en los músculos del cuello.
- Oye -dijo-, eso es una matanza.
- Sí, están cercados en la hondonada -dijo Robert Jordan-; pero quizás hayan podido escapar algunos.
- Si fuéramos ahora podríamos atacarlos por la espalda -dijo Primitivo-. Vamos los cuatro con los caballos.
- ¿Y luego? ¿Qué pasará cuando los hayas atacado por detrás?
- Nos uniremos al Sordo.
- Para morir allí. Mira al sol. El día es largo.
El cielo aparecía límpido, sin una nube, y el sol les calentaba ya la espalda. Había grandes masas nítidas de nieve sobre la ladera sur, por encima de ellos, y toda la nieve de los pinos había caído. Más abajo, un ligero vapor se elevaba a los rayos tibios del sol de las rocas, húmedas de nieve derretida.
- Hay que aguantarse -resolvió Robert Jordan-. Son cosas que suceden en la guerra.
- Pero ¿no se puede hacer nada? ¿De veras? -Primitivo le miraba fijamente y Robert Jordan vio que tenía confianza en él-. ¿No podrías enviarme con otro y con la ametralladora pequeña?
- No serviría de nada -contestó Robert Jordan.
En ese momento le pareció ver algo que había estado aguardando, pero no era más que un halcón, que se dejaba mecer en el viento y que remontó luego el vuelo por encima de la línea más alejada del bosque de pinos.
- No serviría de nada aunque fuéramos todos.
El tiroteo redobló en intensidad, puntuado por el estallido plúmbeo de las bombas.
- Me c… en ellos -dijo Primitivo con una especie de fervor dentro de su grosería, con los ojos llenos de lágrimas y las mejillas temblorosas-. Por Dios y por la Virgen, me c… en esos cobardes, y en la leche de su madre.
- Cálmate -dijo Robert Jordan-. Vas a pelearte con ellos antes de lo que te figuras. Mira, aquí está Pilar.
Pilar subía hacia ellos apoyándose en las rocas con dificultad.
Agustín continuó blasfemando:
- Puercos. Dios y la Virgen, me c… en ellos -cada vez que el viento llevaba una andanada de tiros.
Robert Jordan se escurrió de la roca en donde estaba para ayudar a Pilar.
- ¿Qué tal, mujer? -preguntó sujetándola por las muñecas, para ayudarla a trasponer el último peñasco.
- Tus prismáticos -dijo ella, quitándose la correa de encima de los hombros-. Así que le ha tocado al Sordo.
- Así es.
- ¡Pobre! -dijo ella compasivamente-. ¡Pobre Sordo!
Respiraba entrecortadamente a causa de la ascensión; cogió la mano de Robert Jordan y la apretó con fuerza entre las suyas, sin dejar de mirar a lo lejos.
- ¿Cómo va la cosa? ¿Qué crees?
- Mal, muy mal.
- Está j…
- Creo que sí.
- ¡Pobre! -dijo ella-. Por culpa de los caballos, ¿no?
- Probablemente.
- ¡Pobre! -exclamó Pilar. Luego añadió-: Rafael me ha contado montones de puñeterías sobre los movimientos de la caballería. ¿Qué fue lo que pasó?
- Una patrulla y un destacamento.
- ¿Hasta dónde llegaron?
Robert Jordan señaló el lugar en donde se había detenido la patrulla y el refugio de la ametralladora. Desde el lugar en que estaban podían ver una bota de Agustín que asomaba por debajo del refugio de ramas.
- El gitano me ha contado que llegaron tan cerca de vosotros, que el cañón de la ametralladora tocaba el pecho del caballo del jefe -cortó Pilar-. ¡Qué gitanos! Tus prismáticos estaban en la cueva.
- ¿Has recogido todas las cosas?
- Todo lo que se puede llevar. ¿Hay noticias de Pablo?
- Les llevaba cuarenta minutos de ventaja. Le iban siguiendo las huellas.
Pilar sonrió y le soltó la mano.
- No le encontrarán nunca. Lo malo es el Sordo. ¿No se puede hacer nada?
- Nada.
- ¡Pobre! -exclamó ella-. Quería mucho al Sordo. ¿Estás seguro, seguro de que está j…?
- Sí, he visto mucha caballería.
- ¿Más de la que vino por aquí?
- Un destacamento más que subía allá arriba.
- Escucha -dijo Pilar-. ¡Pobre, pobre Sordo!
Escucharon el tiroteo.
- Primitivo quería ir -dijo Robert Jordan.
- ¿Estás loco? -preguntó Pilar al hombre de la cara aplastada-. ¿Qué clase de locos estamos criando por aquí?
- Querría ir a ayudarles.
- ¡Qué va! Otro romántico. ¿No te parece que vas a morir lo bastante aprisa sin necesidad de hacer viajes inútiles?
Robert Jordan la miró, observó su cara, ancha y morena, con los pómulos altos, como los de los indios, los ojos oscuros, muy separados, y la boca burlona, con el labio inferior grueso y amargo.
- Pórtate como un hombre -le dijo a Primitivo-. Como una persona mayor. Piensa en tus cabellos grises.
- No te burles de mí -dijo Primitivo hoscamente-. Por poco corazón y poca imaginación que uno tenga…
- Hay que aprender a hacerlos callar -dijo Pilar-. Ya morirás pronto con nosotros, hombre; no hay necesidad de ir a buscar complicaciones con los forasteros. En cuanto a la imaginación, el gitano la tiene para todos. Vaya un puñetero romance que me ha contado.
- Si hubieras visto lo que pasó no hablarías de romance -dijo Primitivo-. Nos hemos escapado por un pelo.
- ¡Qué va! -siguió Pilar-. Algunos jinetes llegaron hasta aquí y luego se fueron y vosotros os habéis creído unos héroes. A eso hemos llegado, a fuerza de no hacer nada.
- ¿Y eso del Sordo no es grave? -preguntó Primitivo con desprecio.
Sufría visiblemente cada vez que el viento le llevaba el ruido del tiroteo, y hubiera querido ir allí o al menos que Pilar se callara y le dejase en paz.
- ¿Total, qué? -dijo Pilar-. Le ha llegado, así es que no pierdas tus c… por la desdicha de los otros.
. Vete a la mierda -dijo Primitivo-; hay mujeres de una estupidez y una brutalidad insoportables.
.-Es para hacer juego con los hombres de pocos c… -replicó Pilar-. Si no hay nada que ver, me iré.
En aquellos momentos, Robert Jordan oyó el rumor de un avión que volaba a gran altura. Levantó la cabeza. Parecía el mismo aparato de observación que había visto a primera hora de la mañana. Volvía de las líneas y se iba hacia la altiplanicie en que el Sordo estaba siendo atacado.
- Ahí está el pájaro de mal agüero -dijo Pilar -. ¿Podrá ver lo que pasa aquí abajo?
- Seguramente -dijo Robert Jordan-. Si no están ciegos.
Vieron al avión deslizarse a gran altura, plateado y tranquilo, a la luz del sol. Venía de la izquierda y podían verse los discos de luz que dibujaban las hélices.
- Agachaos -ordenó Robert Jordan.
El avión estaba ya por encima de sus cabezas y su sombra cubría el espacio abierto, mientras que la trepidación de su motor llegaba al máximo de intensidad. Luego se alejó hacia la cima del valle y le vieron perderse poco a poco hasta desaparecer para surgir de nuevo, describiendo un amplio círculo; descendió y dio dos vueltas por encima de la planicie, antes de encaminarse hacia Segovia.
Robert Jordan miró a Pilar, que tenía la frente cubierta de sudor. Ella movió la cabeza mientras se mordía el labio inferior.
- Cada cual tiene su punto flaco -dijo-. A mí, son ésos los que me atacan los nervios.
- ¿No se te habrá pegado mi miedo? -preguntó irónicamente Primitivo.
- No -contestó ella, poniéndole la mano en el hombro-. Tú no tienes miedo, ya lo sé. Te pido perdón por haberte tratado con demasiada confianza. Estamos todos en el mismo caldero. -Y luego, dirigiéndose a Robert Jordan:- Os mandaré comida y vino. ¿Quieres algo más?
- Por el momento, nada más. ¿Dónde están los otros?
- Tu reserva está intacta, ahí abajo, con los caballos -dijo ella, sonriendo-. Todo está bien guardado. Todo está listo María está con tu material.
- Si por casualidad se presentaran aviones, mételo en la cueva.
- Sí, señor inglés -repuso Pilar-. A tu gitano, te lo regalo, le he mandado a coger setas para guisar las liebres. Hay muchas setas en este tiempo y he pensado que será mejor que nos comamos las liebres hoy, aunque estarían más tiernas mañana o pasado mañana.
- Creo que será mejor comérnoslas hoy, en efecto -respendió Robert Jordan.
Pilar puso su manaza sobre el hombro del muchacho en el sitio por donde pasaba la correa de la metralleta, y levantando la mano le acarició los cabellos luego.
- ¡Qué inglés! -exclamó-. Mandaré a María con los pucheros, cuando estén guisadas.
El tiroteo lejano había concluido casi por completo. Sólo se oía de vez en cuando algún disparo aislado.
- ¿Crees que ha acabado todo? -preguntó Pilar.
- No -contestó Jordan-; por el ruido, parece que ha habido un ataque y ha sido rechazado. Ahora, yo diría que los atacantes los han rodeado. El Sordo se ha guarecido esperando los aviones.
Pilar se dirigió a Primitivo.
- Tú, ya sabes que no he querido insultarte.
- Ya lo sé -respondió Primitivo-; estoy acostumbrado a cosas peores. Tienes una lengua asquerosa. Pon atención en lo que dices, mujer. El Sordo era un buen camarada mío.
- ¿Y no lo era mío? -preguntó Pilar-. Escucha, cara aplastada. En la guerra no se puede decir lo que se siente. Tenemos bastante con lo nuestro, sin preocuparnos de lo del Sordo-. Primitivo siguió mostrándose hosco.
- Debieras ir al médico -le dijo Pilar-. Y yo me voy a hacer el desayuno.
- ¿Me has traído los documentos de ese requeté? -le preguntó Robert Jordan.
- ¡Qué estúpida soy! -dijo ella-; los he olvidado. Mandaré a María con los papeles.
Capítulo veintiséis
Los aviones no volvieron hasta las tres de la tarde. La nieve se había derretido enteramente desde el mediodía y las rocas estaban recalentadas por el sol. No había nubes en el cielo, y Robert Jordan, que estaba sentado sobre un peñasco, se quitó la camisa y se puso a tostarse las espaldas al sol mientras leía las cartas que habían encontrado en los bolsillos del soldado de caballería muerto. De vez en cuando dejaba de leer para mirar a través del valle hacia la línea de pinos; luego volvía a las cartas. No volvió a aparecer más caballería. De vez en cuando se oía algún tiro hacia el campamento del Sordo. Pero el tiroteo era esporádico.
Por la lectura de los papeles militares supo que el muchacho era de Tafalla (Navarra), que tenía veintiún años, que no estaba casado y que era hijo de un herrero. El número de su regimiento sorprendió a Robert Jordan, porque suponía que ese regimiento estaba en el Norte. El muchacho era un carlista que había sido herido en la batalla de Irún a comienzos de la guerra.
«Probablemente le he visto correr delante de los toros por las calles en la feria de Pamplona -pensó Robert Jordan-. Uno no mata nunca a quien se quisiera matar en la guerra. Bueno, casi nunca», se corrigió. Y siguió leyendo las cartas.
Las primeras que leyó eran cartas amaneradas, escritas con caligrafía cuidadosa, y se referían casi exclusivamente a sucesos locales. Eran de la hermana, y Robert Jordan se enteró por ellas de que todo iba bien en Tafalla, de que el padre seguía bien, de que la madre estaba como siempre, aunque tenía dolores en la espalda; confiaba en que el muchacho estuviera bien y no corriese muchos peligros y se sentía dichosa por saber que estuviera acabando con los rojos para liberar a España de las hordas marxistas. Luego había una lista de los muchachos de Tafalla muertos o gravemente heridos desde su última carta. Mencionaba diez muertos. Era mucho para un pueblo de la importancia de Tafalla, pensó Robert Jordan.
En la carta también se hablaba extensamente de la religión, y la hermana rogaba a San Antonio, a la Santísima Virgen del Pilar y a las otras vírgenes que le protegieran. Y asimismo le pedía al muchacho que no olvidara que estaba igualmente protegido por el Sagrado Corazón de Jesús, que siempre debía llevar sobre su corazón, como estaba ella segura de que lo llevaba, ya que innumerables casos habían probado -y esto estaba subrayado- que gozaba del poder de detener las balas. Se despedía con un «Tu hermana que te quiere, como siempre, Concha».
Esa carta estaba un poco sucia por los bordes y Robert Jordan la guardó cuidadosamente con el resto de los papeles militares y abrió otra, cuya caligrafía era menos primorosa. Era de la novia que, bajo fórmulas convencionales, parecía loca de histeria por los peligros que corría el muchacho. Robert Jordan la leyó, luego metió las cartas y los papeles en el bolsillo de su pantalón. No le quedaron ganas de leer las otras cartas.
«Creo que ya he hecho mi buena acción de hoy -se dijo-. Vaya que sí.»
- ¿Qué estabas leyendo? -le preguntó Primitivo.
- Los papeles y las cartas de ese requeté que hemos matado esta mañana. ¿Quieres verlos?
- No sé leer -contestó Primitivo-. ¿Hay algo interesante?
- No -repuso Robert Jordan-; son cartas de familia.
- ¿Cómo están las cosas en el pueblo del muchacho? ¿Se puede averiguar por las cartas?
- Parece que las cosas van bien -dijo Robert Jordan-; ha habido muchas bajas en su pueblo. -Examinó el refugio, que habían modificado y mejorado un poco, después de derretirse la nieve, y que tenía un aspecto muy convincente. Luego miró hacia la lejanía.
- ¿De qué pueblo es? -preguntó Primitivo.
- De Tafalla -respondió Robert Jordan.
«Pues bien, sí, lo lamento. Lo lamento si ello puede servir de algo.»
«No sirve de nada -se contestó a sí mismo-. Bueno, entonces, olvídalo.»
«De acuerdo, lo olvido ahora mismo.»
Pero no podía olvidarlo. «¿A cuántos has matado? -se preguntó a sí mismo-. No lo sé. ¿Crees que tienes derecho a matar? ¿Ni tan siquiera a uno? No, pero tengo que matar. ¿Cuántos de los que has matado eran verdaderos fascistas? Muy pocos. Pero todos son enemigos, cuya fuerza se opone a la nuestra. ¿Tú prefieres los navarros a los de cualquier otra parte de España?
- Sí.
- ¿Y los matas?
- Sí. Si no lo crees, baja al campamento.
- ¿No sabes que es malo matar a nadie?
- Sí.
- Pero lo haces.
- Sí.
- ¿Y sigues creyendo que tu causa es justa?
- Sí.
«Es justa -se dijo, no para tranquilizarse, sino con orgullo-. Tengo fe en el pueblo y creo que le asiste el derecho de gobernarse a su gusto. Pero no se debe creer en el derecho de matar. Es preciso matar porque es necesario, pero no hay que creer que sea un derecho. Si se cree en ello, todo va mal.»
«-¿A cuántos crees que habrás matado?
- No tengo interés en llevar la cuenta.
- Pero ¿lo sabes?
- Sí.
- ¿A cuantos?
- No puede uno estar seguro del número.
- ¿Y de los que estás seguro?
- Más de veinte.
- ¿Y cuántos verdaderos fascistas había entre ellos?
- Solamente dos que fueran seguros. Porque me vi obligado a matarlos cuando los hicimos prisioneros en Usera.
- ¿Y no te causó impresión?
- No.
- ¿Tampoco placer?
- No. Resolví no volverlo a hacer nunca. Lo he evitado. He procurado no matar a los que estaban desarmados.»
«Oye -se dijo a sí mismo-, harás mejor si no piensas en ello. Es malo para ti y para tu trabajo.» Luego se contestó:
«Escúchame, tú, estás preparando algo muy serio y es menester que lo comprendas. Es necesario que yo te haga comprender esto claramente. Porque si no está claro en tu cabeza, no tienes derecho a hacer las cosas que haces. Porque todas esas cosas son criminales y ningún hombre tiene derecho a quitar la vida a otro, a menos que sea para impedir que les suceda algo peor a los demás. Así es que trata de entenderlo bien y no te engañes a ti mismo.
»Pero yo no puedo llevar la cuenta de los que he matado, como se hace con una colección de trofeos o como en una de esas cosas repugnantes, haciendo muescas en la culata del fusil. Tengo derecho a no llevar la cuenta y tengo derecho a olvidarlos.»
«No -se contestó a sí mismo-; no tienes derecho a olvidar nada. No tienes derecho a cerrar los ojos ante nada ni a olvidar nada ni a atenuar nada, ni a cambiarlo.»
«Cállate -se dijo-. Te pones horriblemente pomposo.»
«Ni tampoco a engañarte a ti mismo acerca de ello», prosiguió diciéndose.
«De acuerdo. Gracias por tus buenos consejos. Y querer a María, ¿está bien?
- Sí», respondió su otro yo.
«¿Incluso aunque no haya sitio para el amor en una concepción puramente materialista de la sociedad?»
«¿Desde cuándo tienes tú semejante concepción? -preguntó su otro yo-. No la has tenido nunca. No has podido tenerla nunca. Tú no eres un verdadero marxista, y lo sabes. Tú crees en la libertad, en la igualdad y en la fraternidad. Tú crees en la vida, en la libertad y en la búsqueda de la dicha. No te atiborres la cabeza con un exceso de dialéctica. Eso es bueno para los demás; no para ti. Conviene que conozcas estas cosas para no tener el aire de un estúpido. Hay que aceptar muchas cosas para ganar una guerra. Si perdemos esta guerra, todo estará perdido.
»Pero después podrás rechazar todo aquello en lo que no crees. Hay muchas cosas en las que no crees y muchas cosas en las que crees. Y otra cosa. No te engañes acerca del amor que sientas por alguien. Lo que ocurre es que las más de las gentes no tienen la suerte de encontrarlo. Tú no lo habías sentido antes nunca y ahora lo sientes. Lo que te sucede con María, aunque no dure más que hoy y una parte de mañana, o aunque dure toda la vida, es la cosa más importante que puede sucederle a un ser humano. Habrá siempre gentes que digan que eso no existe, porque no han podido conseguirlo. Pero yo te digo que existe y que has tenido suerte, aunque mueras mañana.»
«Basta ya de hablar de estas cosas -se dijo- y de la muerte. Esa no es manera de hablar. Ese es el lenguaje de nuestros amigos los anarquistas. Siempre que las cosas van mal, tienen ganas de prender fuego a algo y morir después, tienen una cabeza muy particular. Muy particular. En fin, hoy se pasará en seguida, amiguito. Son casi las tres y va a haber zafarrancho, más pronto o más tarde. Se sigue disparando en el campamento del Sordo; lo que muestra que han sido cercados y que esperan tal vez más gente. Pero tendrán que acabar con ellos antes del anochecer.
»Me pregunto cómo irán las cosas allá arriba, en el campamento del Sordo. Es lo que nos aguarda a todos a su debido tiempo. No debe de ser muy divertido por allá arriba. Por cierto que le hemos metido en un buen lío con eso de los caballos. ¿Cómo se dice en español? Un callejón sin salida. Creo que en un caso así yo sabría comportarme decentemente. Son cosas que no suceden más que una vez y acaban en seguida. ¡Qué lujo sería el que tomase uno parte en una guerra en que pudiera rendirse cuando le han cercado! Estamos copados. Ese ha sido el gran grito de pánico de esta guerra. Después uno era fusilado y si antes no le había sucedido a uno nada, uno había tenido suerte. El Sordo no tendrá esa suerte. Ni va a tenerla nadie cuando llegue el momento.»
Eran las tres de la tarde. Oyó un zumbido lejano, y, levantando los ojos, vio los aviones.
Capítulo veintisiete
El Sordo estaba combatiendo en la cresta de una colina. No le gustaba aquella colina, y cuando la vio se dijo que tenía la forma de un absceso. Pero no podía elegir; la había visto de lejos y galopó hacia ella espoleando al caballo, jadeante entre sus piernas, con el fusil automático terciado sobre sus espaldas, el saco de granadas balanceándose a un lado y el saco con los cargadores al otro, mientras Joaquín e Ignacio se detenían y disparaban para dejarle tiempo de colocar la ametralladora en posición.
Quedaba todavía nieve, la nieve que los había perdido y cuando su caballo herido empezó a subir a paso lento la última parte del camino, jadeando, vacilando y tropezando, regando la nieve con una chorrada roja de vez en cuando, el Sordo echó pie a tierra y lo llevó de las riendas, trepando con las riendas sobre sus hombros. Había subido muy de prisa, todo lo que podía, con los dos sacos, que le pesaban sobre la espalda, mientras las balas se estrellaban en las rocas alrededor de él, y al llegar arriba, cogiendo al caballo por las crines, le „ pegó un tiro rápida, hábil y tiernamente, en el sitio en donde había que pegárselo, de tal manera que el caballo se desplomó de golpe, con la cabeza por delante, quedando encajonado en una brecha entre dos rocas. El Sordo colocó la ametralladora de modo que pudiera disparar por encima del espinazo del caballo y vació dos cargadores en ráfagas precipitadas y mientras los casquillos vacíos se incrustaban en la nieve y alrededor un olor a crines quemadas se desprendía del cuerpo del caballo en que apoyaba la boca caliente del cañón, disparaba sobre todos los que subían por la cuesta, obligándoles a ponerse a cubierto. En todo ese tiempo había ido experimentando una sensación de frío en la espalda porque no sabía los que estaban detrás de él. Pero cuando el último de los cinco hombres hubo alcanzado la cima, esa sensación de frío desapareció y decidió conservar sus municiones para el momento en que tuviera necesidad de ellas.
Había otros dos caballos muertos en la pendiente y tres en la cima. No había podido robar más que tres caballos la noche anterior, y uno de ellos se escapó al intentar montarlo a pelo dentro del corral, cuando los primeros disparos comenzaron a oírse.
De los cinco hombres que llegaron a la cima, tres se hallaban heridos. El Sordo estaba herido en la pantorrilla y en dos lugares distintos del brazo izquierdo. Tenía mucha sed. Sus heridas le endurecían los músculos y una de las heridas del brazo era muy dolorosa. Le dolía la cabeza y, mientras estaba tendido allí, aguardando que llegasen los aviones, se le ocurrió una frase de humor español, que decía así: «Hay que tomar la muerte como si fuera una aspirina». No la dijo en voz alta; pero sonrió para sus adentros, en medio del dolor y de las náuseas que le acometían cada vez que movía el brazo y miraba en torno suyo para ver lo que había quedado de su cuadrilla.
Los cinco hombres estaban dispuestos como los radios de una estrella de cinco puntas. Cavando con las manos y los pies, habían hecho montículos de barro y de piedras para protegerse la cabeza y los hombros. Puestos a cubierto de esta suerte, trataban de unir los montículos individuales con un parapeto de piedra y lodo. Joaquín, el más joven, que sólo tenía dieciocho años, tenía un casco de acero que utilizaba para cavar y transportar la tierra.
Había encontrado aquel casco en el asalto al tren. El casco tenía un agujero de bala y todo el mundo se burlaba de él. Pero Joaquín había alisado a martillazos los bordes desiguales del agujero y lo había tapado con un tarugo de madera, que cortó y limó hasta dejarlo al nivel del metal.
Cuando comenzó la batalla se metió el casco en la cabeza, con tanta fuerza, que le resonó en el cráneo de golpe como si se hubiera metido una cacerola, y en la carrera final, después de que hubo muerto su caballo, y con el pecho dolorido, las piernas inertes, la boca seca, mientras las balas se estrellaban, martillaban y cantaban alrededor, en la carrera que dio para llegar hasta la cima, el casco se le había antojado pesadísimo, ciñendo su hinchada frente con una banda de hierro. Pero lo había conservado puesto y ahora cavaba aprovechándose de él con una regularidad desesperante y casi maquinal. Hasta entonces no había sido herido.
- Por fin sirve para algo -le había dicho el Sordo, con su voz honda y grave.
- Resistir y fortificar es vencer -contestó Joaquín, con la boca seca; seca de un miedo que sobrepasaba la sed normal de la batalla. Era uno de los slogans del partido comunista.
El Sordo miró hacia la base de la colina, donde uno de los soldados disparaba protegido por la roca. Quería mucho a Joaquín, pero no estaba en aquellos momentos de humor para aguantar slogans.
- ¿Qué es lo que dices?
Uno de los hombres levantó los ojos de lo que estaba haciendo. Tendido de bruces y con las dos manos, colocaba cuidadosamente una piedra, procurando no levantar la barbilla.
Joaquín repitió la frase, con su voz juvenil y seca, sin dejar un segundo de cavar.
- ¿Cuál es la última palabra?
- Vencer -dijo el muchacho.
- ¡Mierda! -exclamó el hombre de la barbilla pegada al suelo.
- Hay otra frase que se aplica aquí -dijo Joaquín, y se hubiera dicho que se sacaba los slogans del bolsillo, como talismanes-. La Pasionaria dice que es mejor morir de pie que vivir de rodillas.
- ¡Mierda! -repitió el hombre, y un compañero suyo soltó por encima del hombro:
- No estamos de rodillas. Estamos de barriga.
- Tú, comunista, ¿sabes que la Pasionaria tiene un hijo de tu edad que está en Rusia desde el comienzo del Movimiento?
- Eso es mentira -saltó Joaquín.
- ¡Qué va a ser mentira! -dijo el otro-. Fue el dinamitero del nombre raro el que me lo dijo. El era también de tu partido. ¿Para qué iba a mentir?
- Es una mentira -dijo Joaquín-. La Pasionaria no haría una cosa como ocultar a su hijo en Rusia, escondido, lejos de la guerra.
- Ya quisiera yo estar en Rusia -dijo otro de los hombres del Sordo-. Tu Pasionaria no mandará a buscarme para enviarme a Rusia, ¿eh, comunista?
- Si tienes tanta confianza en tu Pasionaria, ve a pedirle que nos saque de aquí -dijo un hombre que llevaba un muslo vendado.
- Ya se encargarán de ello los fascistas -replicó el hombre de la barbilla pegada al suelo.
- No habléis así -dijo Joaquín.
- Pásate un trapo por los labios y límpiate la leche de la nodriza y alárgame de paso ese barro en tu casco -dijo el hombre de la barbilla pegada al suelo-. Ninguno de nosotros verá ponerse el sol esta tarde.
El Sordo pensaba: «Tiene la forma de un golondrino. O del pecho de una jovencita, sin el pezón. O del cráter de un volcán. Pero tú no has visto nunca un volcán, y no lo verás nunca. Además, esta colina es como un golondrino. Déjate de volcanes. Es demasiado tarde para volcanes.»
Miró con precaución por encima del espinazo del caballo muerto y en seguida brotó un martilleo rápido de disparos provenientes de una roca, mucho más abajo, en la base de la colina. Oyó las balas hundirse en el cuerpo del caballo. Arrastrándose detrás del animal, se atrevió a echar una ojeada por la brecha que quedaba entre la grupa del caballo y la roca. Había tres cadáveres en el flanco de la colina, un poco más abajo de donde estaba él. Tres hombres que habían muerto cuando los fascistas intentaron el asalto de la colina bajo la protección de un fuego de ametralladoras y fusiles automáticos. El Sordo y sus compañeros frustraron el ataque con bombas de mano, que hacían rodar pendiente abajo. Había otros cadáveres que no podía ver a los otros lados de la colina. Esta no tenía un acceso fácil, por el que los asaltantes pudieran llegar hasta la cima, y el Sordo sabía que, mientras contase con municiones y granadas y le quedasen cuatro hombres, no los harían salir de allí a menos que trajesen un mortero de trinchera. No sabía si habrían ido a buscar el mortero a La Granja. Quizá no, porque los aviones no tardarían en llegar. Habían pasado cuatro horas desde que el avión de reconocimiento voló sobre sus cabezas.
«La colina es realmente como un golondrino -pensó el Sordo- y nosotros somos el pus. Pero hemos matado a muchos cuando cometieron esa estupidez. ¿Cómo podían imaginarse que nos iban a atrapar de ese modo? Disponen de un armamento tan moderno, que la confianza los vuelve locos.» Había matado con una bomba al joven oficial que mandaba el asalto. La granada fue rodando de roca en roca mientras el enemigo trepaba inclinado y a paso de carga. En el fogonazo amarillento y entre el humo gris que se produjo, el Sordo vio desplomarse al oficial. Yacía allí, como un montón de ropa vieja, marcando el extremo límite alcanzado por los asaltantes. El Sordo miró el cadáver del oficial y los de los otros que habían caído a lo largo de la ladera.
«Son valientes, pero muy estúpidos. Pero ahora lo han entendido y no nos atacarán hasta que lleguen los aviones. A menos, por supuesto, que tengan un mortero. Con un mortero, la cosa sería fácil.» El mortero era el procedimiento normal, y el Sordo sabía que la llegada de un mortero significaria la muerte de los cinco. Pero al pensar en la llegada de los aviones se sentía tan desnudo sobre aquella colina como si le hubiesen quitado todos los vestidos y hasta la piel. «No puede uno sentirse más desnudo. En comparación, un conejo desollado está tan cubierto como un oso. Pero ¿por qué habrían de traer aviones? Podrían desalojarnos fácilmente con un mortero de trinchera. Sin embargo, están muy orgullosos de su aviación y probablemente traerán los aviones. De la misma manera que se sentían orgullosos de sus armas automáticas y por eso cometieron la estupidez de antes. Indudablemente, ya habrán enviado por el mortero.»
Uno de los hombres disparó. Luego corrió rápidamente el cerrojo y volvió a disparar.
- Ahorra tus cartuchos -le dijo el Sordo.
- Uno de esos hijos de mala madre acaba de intentar subirse a esa roca -respondió el hombre, señalando con el dedo.
- ¿Le has acertado? -preguntó el Sordo, volviendo la cabeza.
- No -dijo el hombre-. El muy cochino se ha escondido.
- La que es una hija de mala madre es Pilar -dijo el hombre de la barbilla pegada al suelo-. Esa puta sabe que estamos a punto de morir aquí.
No puede hacer nada -dijo el Sordo. El hombre había hablado por la parte de su oreja sana y le oyó sin volver la cabeza-. ¿Qué podrí a hacer?
- Atacar a esos puercos por la espalda.
¡Qué va! -dijo el Sordo-. Están diseminados alrededor de la montaña. ¿Cómo podría ella atacarlos por la espalda desde abajo? Son ciento cincuenta. O quizá más ahora.
- Pero si aguantamos aquí hasta la noche… -dijo Joaquín.
- Y si Navidad fuera Pascua -dijo el hombre de la barbilla pegada al suelo.
- Y si tu tía tuviese c… que entonces sería tu tío -añadió un tercero-. Manda a buscar a tu Pasionaria. Para ayudarnos, ella es la única.
- Yo no creo en esa historia de su hijo -contestó Joaquín-. Y si está en Rusia, estará aprendiendo aviación o algo así.
- Está escondido allí, para estar seguro -repuso el otro.
- Estará estudiando dialéctica. La Pasionaria también estuvo. Y Lister, y Modesto y otros. Fue aquel tipo de nombre raro el que me lo dijo. Van a estudiar allí para volver y poder ayudarnos.
- Que nos ayuden en seguida -dijo el otro-; que todos esos puercos maricones con nombre ruso vengan a ayudarnos ahora. -Disparó y dijo:- Me cago en tal; lo he fallado.
- Ahorra los cartuchos y no hables tanto -dijo el Sordo-; que vas a tener sed y no hay agua en esta colina.
- Toma esto -repuso el hombre, tumbándose de lado y haciendo pasar por encima del hombro una bota que llevaba en bandolera-. Enjuágate la boca, viejo. Debes de tener mucha sed con tus heridas.
- Que beban todos -dijo el Sordo.
- Entonces, beberé yo el primero -dijo el propietario de la bota, y echó un largo trago, pasándola luego de mano en mano.
- Sordo, ¿cuándo crees que van a venir los aviones? -preguntó el hombre de la barbilla pegada al suelo.
- De un momento a otro -contestó el Sordo-; ya deberían estar aquí.
- ¿Crees que esos hijos de puta van a atacarnos de nuevo?
- Solamente si no llegan los aviones.
No creyó útil decir nada del mortero. Cuando éste llegase, ya se darían cuenta, y siempre sería demasiado pronto.
- Sabe Dios cuántos aviones tendrán, por lo que vimos ayer.
- Demasiados -dijo el Sordo.
Le seguía doliendo la cabeza y el brazo lo tenía tan tieso que cualquier movimiento le hacía sufrir de manera intolerable. Levantando la bota con su brazo bueno miró al cielo, alto, claro y azul, un cielo de comienzos de verano. Tenía cincuenta y dos años y estaba seguro de que era la última vez que lo veía.
No sentía miedo de morir, pero le irritaba el verse cogido en una trampa sobre aquella colina donde no había otra cosa que hacer más que morir. «Si hubiésemos podido escapar… -pensó-. Si hubiésemos podido obligarlos a subir a lo largo del valle y si hubiésemos podido desparramarnos al otro lado de la carretera, todo hubiera ido muy bien. Pero este absceso de colina»… Lo único que podía hacerse era utilizarlo lo mejor que se pudiera. Y eso era lo que estaban haciendo entonces.
De haber sabido cuántos hombres en la historia tuvieron que morir en una colina, la idea no le hubiera consolado en absoluto, porque en los trances por que él pasaba, los hombres no se dejan impresionar por lo que les sucede a otros en análogas circunstancias, más de lo que una viuda de un día puede consolarse con la idea de que otros esposos amantísimos han muerto también. Se tenga miedo o no, es difícil aceptar el propio fin. El Sordo lo había aceptado; pero no encontraba alivio en esa aceptación, pese a que tenía cincuenta y dos años, tres heridas y estaba sitiado en la cima de una colina.
Bromeó consigo mismo sobre el asunto, pero, contemplando el cielo y las cimas lejanas, tomó un trago de la bota y comprobó que no sentía ningún deseo de morir. «Si es preciso morir, y claro que va a ser preciso, puedo morir. Pero no me gusta nada.»
Morir no tenía importancia ni se hacía de la muerte ninguna idea aterradora. Pero vivir era un campo de trigo balanceándose a impulsos del viento en el flanco de una colina. Vivir era un halcón en el cielo. Vivir era un botijo entre el polvo del grano segado y la paja que vuela. Vivir era un caballo entre las piernas y una carabina al hombro, y una colina, y un valle, y un arroyo bordeado de árboles, y el otro lado del valle con otras colinas a lo lejos.
El Sordo devolvió la bota a su dueño con un movimiento de cabeza que era signo de agradecimiento. Se inclinó hacia delante y acarició el espinazo del caballo muerto en el lugar en que el cañón del fusil automático había quemado el cuero. Le llegaba aún el olor de la crin quemada. Recordaba cómo había tenido allí al caballo tembloroso, mientras las balas silbaban crepitando alrededor como una cortina, y cómo había disparado con tiento justamente en la intersección de las líneas que unen la oreja con el ojo de la cara opuesta. Luego, cuando el caballo se desplomó, se tumbó tras su espinazo, caliente y húmedo, para disparar sobre los asaltantes, que subían por la colina.
«Eras mucho caballo», dijo.
El Sordo, tumbado en ese momento sobre su costado sano, miraba al cielo. Estaba tumbado sobre un montículo de cartuchos vacíos, con la cabeza protegida por las rocas, y el cuerpo pegado contra el flanco del caballo. Sus heridas le endurecían dolorosamente sus músculos, padecía mucho y estaba demasiado fatigado para moverse.
- ¿Qué es lo que te pasa, hombre? -le preguntó el que estaba junto a él.
- Nada. Estoy descansando un poco.
- Duérmete -replicó el otro-; ya nos despertarán cuando lleguen.
En aquel momento alguien gritó desde el comienzo de la cuesta:
- Escuchad, bandidos -la voz provenía de detrás del peñasco que abrigaba la ametralladora más próxima a ellos-. Rendíos ahora, antes que los aviones os hagan trizas.
- ¿Qué ha dicho? -preguntó el Sordo.
Joaquín se lo repitió. El Sordo dio media vuelta y se irguió lo suficiente como para ponerse de nuevo a la altura de su arma.
- Quizá no tengan aviones -dijo-. No le respondáis ni disparéis. Quizá podamos hacer que ataquen de nuevo.
- ¿Y si los insultáramos un poco? -preguntó el hombre que había contado a Joaquín que el hijo de la Pasionaria estaba en Rusia.
- No -dijo el Sordo-; dame tu pistola grande. ¿Quién tiene una pistola grande?
- Yo.
- Dámela.
Se puso de rodillas, cogió la gran «Star» de nueve milímetros y disparó una bala al suelo, junto al caballo muerto. Esperó un rato y disparó después cuatro balas a intervalos regulares. Luego aguardó, contando hasta sesenta, y disparó una última bala en el cuerpo del caballo muerto. Luego sonrió y devolvió la pistola.
- Vuelve a cargarla -susurró-, y que nadie abra la boca ni dispare.
- Bandidos -gritó la misma voz desde detrás de los peñascos.
En la colina no le respondió nadie.
- Bandidos, rendíos ahora, antes que os hagamos saltar en mil pedazos.
- Ya pican -murmuró el Sordo, muy contento.
Mientras él vigilaba la cuesta, un hombre se dejó ver por encima de una roca. Ningún disparo salió de la colina, y la cabeza desapareció. El Sordo esperó, sin dejar de observar, pero no pasó nada. Volvió la cabeza para mirar a los otros, que vigilaban cada uno su correspondiente sector. Como respuesta a su mirada, los otros movieron negativamente la cabeza.
- Que nadie se mueva -susurró.
- Hijos de puta -gritó de nuevo la voz de detrás de los peñascos.
- Cochinos rojos, violadores de vuestra madre, bebedores de la leche de vuestro padre…
El Sordo sonrió. Conseguía oír los insultos volviendo hacia la voz su oreja buena. «Esto es mejor que la aspirina. ¿A cuántos vamos a atrapar? ¿Es posible que sean tan cretinos?»
La voz había callado de nuevo, y durante tres minutos no se oyó ni percibió ningún movimiento. Después, el soldado que estaba a un centenar de metros por debajo de ellos se puso al descubierto y disparó. La bala fue a dar contra la roca y rebotó con un silbido agudo. El Sordo vio a un hombre que, agazapado, corría desde los peñascos en donde estaba el arma automática, a través del espacio descubierto, hasta el gran peñasco, detrás del que se había escondido el hombre que gritaba, zambulléndose materialmente detrás de él.
El Sordo echó una mirada alrededor. Le hicieron gestos indicándole que no había novedad en las otras pendientes. El Sordo sonrió dichoso y movió la cabeza. «Diez veces mejor que la aspirina», pensó, y aguardó dichoso, como sólo puede serlo un cazador.
Abajo, el hombre que había salido corriendo, fuera del montón de piedras, hacia el refugio que ofrecía el gran peñasco, hablaba y le decía al tirador:
- ¿Qué piensas de esto?
- No sé -respondió el tirador.
- Sería lógico -dijo el hombre que era el oficial que mandaba el destacamento-. Están cercados. No pueden esperar más que la muerte.
El soldado no replicó.
- ¿Tú qué crees? -inquirió el oficial.
- Nada.
- ¿Has visto algún movimiento desde que dispararon los últimos tiros?
- Ninguno.
El oficial consultó su reloj de pulsera. Eran las tres menos diez.
- Los aviones deberían haber llegado hace una hora -comentó.
Entonces llegó al refugio otro oficial y el soldado se puso aparte para dejarle sitio.
- ¿Qué te parece, Paco? -preguntó el primer oficial.
El otro, que todavía jadeaba por la carrera que se había pegado para subir la cuesta atravesándola de uno a otro lado, desde el refugio de la ametralladora, respondió:
- Para mí, es una trampa.
- ¿Y si no lo fuera? Sería ridículo que estuviéramos aguardando aquí sitiando a hombres que ya están muertos.
- Ya hemos hecho algo peor que el ridículo -contestó el segundo oficial-. Mira hacia la ladera.
Miró hacia arriba, hacia donde estaban desparramados los cadáveres de las víctimas del primer ataque. Desde el lugar en que se encontraban se veía la línea de rocas esparcidas, el vientre, las patas en escorzo y las herraduras del caballo del Sordo, y la tierra recién removida por los que habían construído el parapeto.
- ¿Qué hay de los morteros? -preguntó el otro oficial.
- Deberán estar aquí dentro de una hora o antes.
- Entonces, esperémoslos. Ya hemos hecho bastantes tonterías.
- Bandidos -gritó repentinamente el primer oficial, irguiéndose y asomando la cabeza por encima de la roca; la cresta de la colina le pareció así mucho más cercana-. ¡Cochinos rojos! ¡Cobardes!
El segundo oficial miró al soldado moviendo la cabeza. El soldado apartó la mirada, apretando los labios.
El primer oficial permaneció allí parado, con la cabeza bien visible por encima de la roca y con la mano en la culata del revólver. Insultó y maldijo a los hombres que estaban en la cima. Pero no ocurrió nada. Entonces dio un paso, apartándose resueltamente del refugio, y se quedó allí parado, contemplando la cima.
- Disparad, cobardes, si aún estáis vivos -gritó-. Disparad sobre un hombre que no le teme a ningún rojo nacido de mala madre.
Era una frase muy larga para decirla a gritos, y el rostro del oficial se puso rojo y congestionado.
El segundo oficial, un hombre flaco, quemado por el sol, con ojos tranquilos y boca delgada, con el labio superior un poco largo, mejillas hundidas y mal rasuradas, volvió a mover la cabeza. El oficial que gritaba en aquellos momentos era el que había mandado el primer ataque. El joven teniente que yacía muerto en la ladera había sido el mejor amigo de este otro teniente, llamado Paco Berrendo, que ahora escuchaba los gritos de su capitán, el cual se encontraba en un estado visible de excitación.
- Esos son los cerdos que mataron a mi hermana y a mi madre -dijo el capitán. Tenía la tez roja, un bigote rubio, de aspecto británico, y algo raro en la mirada. Los ojos eran de un azul pálido, con pestañas rubias también. Cuando se les miraba se tenía la impresión de que se fijaban lentamente-. ¡Rojos! -gritó-. ¡Cobardes! -Y empezó otra vez a insultarlos.
Se había quedado enteramente al descubierto y, apuntando con cuidado, disparó sobre el único blanco que ofrecía la cima de la colina: el caballo muerto que había pertenecido al Sordo. La bala levantó una polvareda a unos quince metros por debajo del caballo. El capitán disparó de nuevo. La bala fue a dar contra una roca y rebotó silbando.
El capitán, de pie, siguió contemplando la cima de la colina. El teniente Berrendo miraba el cuerpo del otro teniente, que yacía justamente por debajo de la cima. El soldado miraba al suelo que tenía a sus pies. Luego levantó sus ojos hacia el capitán.
- Ahí arriba no queda nadie vivo -dijo el capitán-. Tú -añadió, dirigiéndose al soldado-, vete a verlo.
El soldado miró al suelo y no contestó.
- ¿No me has oído? -le gritó el capitán.
- Sí, mi capitán -contestó el soldado, sin mirarle.
- Entonces, vete. -El capitán tenía en la mano la pistola.- ¿Me has oído?
- Sí, mi capitán.
- Entonces, ¿por qué no vas?
- No tengo ganas, mi capitán.
- ¿No tienes ganas? -El capitán apoyó la pistola contra los riñones del soldado.- ¿No tienes ganas?
- Tengo miedo, mi capitán -respondió con dignidad el soldado.
El teniente Berrendo, que observaba la cara del capitán y sus ojos extraños, creyó que iba a matar al soldado.
- Capitán Mora… -dijo.
- Teniente Berrendo…
- Es posible que el soldado tenga razón.
- ¿Que tenga razón cuando dice que tiene miedo? ¿Que tenga razón cuando me dice que no quiere obedecer una orden?
- No. Que tenga razón cuando dice que es una trampa que se nos tiende.
- Están todos muertos -replicó el capitán-. ¿No me oyes cuando digo que están todos muertos?
- ¿Hablas de nuestros camaradas desparramados por esa ladera? -preguntó Berrendo-. Entonces estoy de acuerdo contigo.
- Paco -dijo el capitán-, no seas tonto. ¿Crees que eres el único que apreciaba a Julián? Te digo que los rojos están muertos. Mira.
Se irguió, puso las dos manos en la parte superior de la roca y, ayudándose torpemente con las rodillas, se encaramó y se puso de pie.
- Disparad -gritó, de pie sobre el peñasco de granito gris, agitando los brazos-. Disparad. Disparad. Matadme.
En la cima de la colina el Sordo seguía acurrucado detrás del caballo muerto y sonreía.
«¡Qué gente!», pensó. Rió intentando contenerse, porque la risa le sacudía el brazo y le hacía daño.
- ¡Rojos! -gritaba el de abajo-. Canalla roja, disparad. Matadme.
El Sordo, con el pecho sacudido por la risa, echó una rápida ojeada por encima de la grupa del caballo y vio al capitán, que agitaba los brazos en lo alto de su peñasco. Otro oficial estaba junto a él. Un soldado estaba al otro lado. El Sordo continuó mirando en aquella dirección y moviendo la cabeza muy contento.
«Disparad sobre mí -repetía en voz baja-. Matadme.» Y volvieron a sacudirse sus hombros por la risa. Todo ello le hacía daño en el brazo y cada vez que reía, sacaba la impresión de que su cabeza iba a estallar. Pero la risa le acometía de nuevo como un espasmo.
El capitán Mora descendió del peñasco.
- ¿Me crees ahora, Paco? -le preguntó al teniente Berrendo.
- No -dijo el teniente Berrendo.
- ¡C…! -exclamó el capitán-. Aquí no hay más que idiotas y cobardes.
El soldado fue a refugiarse prudentemente detrás del peñasco y el teniente Berrendo se agazapó junto a él.
El capitán, al descubierto, a un lado del peñasco, se puso a gritar atrocidades hacia la cima de la colina. No hay lenguaje más atroz que el español. Se encuentra en este idioma la traducción de todas las groserías de las otras lenguas y, además, expresiones que no se usan más que en los países en que la blasfemia va pareja con la austeridad religiosa. El teniente Berrendo era un católico muy devoto. El soldado, también. Eran carlistas de Navarra y juraban y blasfemaban cuando estaban encolerizados; pero no dejaban de mirarlo como un pecado, que se confesaban regularmente.
Agazapados detrás de la roca, escuchando las blasfemias del capitán, trataron de desentenderse de él y de sus palabras. No querían tener sobre su conciencia ese linaje de pecados en un día en que podían morir.
«Hablar así no nos va a traer suerte -pensó el soldado-. Ese habla peor que los rojos.»
«Julián ha muerto -pensaba el teniente Berrendo-. Muerto ahí, sobre la cuesta, en un día como éste. Y ese mal hablado va a traernos peor suerte aún con sus blasfemias.»
Por fin el capitán dejó de gritar y se volvió hacia el teniente Berrendo. Sus ojos parecían más raros que nunca.
- Paco -dijo alegremente-, subiremos tú y yo.
- Yo no.
- ¿Qué dices? -exclamó el capitán, volviendo a sacar la pistola.
«Odio a los que siempre están sacando a relucir la pistola -pensó Berrendo-. No saben dar una orden sin sacar el arma. Probablemente harán lo mismo cuando vayan al retrete para ordenar que salga lo que tiene que salir.»
- Iré si me lo ordenas; pero bajo protesta -dijo el teniente Berrendo al capitán.
- Está bien. Iré yo solo -dijo el capitán-. No puedo aguantar tanta cobardía.
Empuñando la pistola con la mano derecha, comenzó firmemente la subida de la ladera. Berrendo y el soldado le miraban desde su refugio. El capitán pretendía esconderse y llevaba la vista al frente, fija en las rocas, el caballo muerto y la tierra recién removida de la cima.
El Sordo estaba tumbado detrás de su caballo, pegado a su roca, mirando al capitán, que subía por la colina.
«Uno solo. Pero, por su manera de hablar, se ve que es caza mayor. Mira qué animal. Mírale cómo avanza. Ese es para mí. A ése me lo llevo yo por delante. Ese que se acerca va a hacer el mismo viaje que yo. Vamos, ven, camarada viajero. Sube. Ven a mi encuentro. Vamos. Adelante. No te detengas. Ven hacia mí. Sigue como ahora. No te detengas para mirarlos. Muy bien. No mires hacia abajo. Continúa avanzando, con la mirada hacia delante. Mira, lleva bigote. ¿Qué te parece eso? Le gusta llevar bigote al camarada viajero. Es capitán. Mírale las bocamangas. Ya dije yo que era caza mayor. Tiene cara de inglés. Mira. Tiene la cara roja, el pelo rubio y los ojos azules. Va sin gorra y tiene bigote rubio. Tiene los ojos azules. Sus ojos son de color azul pálido y hay algo extraño en ellos. Son ojos que no miran bien. Ya está bastante cerca. Demasiado cerca. Bien, camarada viajero, ahí va eso. Eso es para ti, camarada viajero.»
Apretó suavemente el disparador del rifle automático y la culata le golpeó tres veces en el hombro con el retroceso resbaladizo y espasmódico de las armas automáticas.
El capitán se quedó de bruces en la ladera con su brazo izquierdo recogido bajo el cuerpo y el derecho empuñando aún la pistola, tendido hacia delante por encima de su cabeza. Desde la base de la colina empezaron a disparar contra la cima.
Acurrucado detrás del peñasco, pensando que ahora le iba a ser necesario cruzar el espacio descubierto bajo el fuego, el teniente Berrendo oyó la voz grave y ronca del Sordo en lo alto de la colina.
- Bandidos -gritaba la voz-. Bandidos. Disparad. Matadme.
En lo alto de la colina el Sordo estaba tumbado detrás de su ametralladora, riendo con tanta fuerza que el pecho le dolía y pensaba que iba a estallarle la cabeza.
- Bandidos -gritaba alegremente de nuevo-, matadme, bandidos.
Luego movió la cabeza con satisfacción. «Vamos a tener mucha compañía en este viaje», pensó.
Intentaba hacerse con el otro oficial cuando éste saliera del cobijo de la roca. Antes o después, se vería obligado a abandonarlo. El Sordo estaba seguro de que no podía dirigir el ataque desde allí y pensaba que tenía muchas probabilidades de alcanzarle.
En aquel momento los otros oyeron el primer zumbido de los aviones que se acercaban.
El Sordo no los oyó. Vigilaba atentamente la ladera, cubriéndola con el fusil ametrallador y pensando: «Para cuando yo le vea, habrá empezado a correr y es posible que le marre si no pongo mucha atención. Tendré que ir corriendo el fusil a medida que él vaya atravesando el espacio descubierto; si no, comenzaré a disparar al sitio adonde se dirija, y luego volveré hacia atrás para encontrarle.» En ese momento sintió que le tocaban en la espalda, se volvió y vio el rostro de Joaquín color de ceniza por el miedo. Y mirando en la dirección en que el muchacho señalaba, vio los dos aviones que se acercaban.
Berrendo salió corriendo del peñasco y se lanzó con la cabeza gacha hacia el abrigo de rocas donde estaba la ametralladora de ellos.
El Sordo, que estaba mirando los aviones, no le vio pasar.
- Ayúdame a sacar esto de aquí -dijo a Joaquín. Y el muchacho sacó la ametralladora del hueco entre el caballo y el peñasco.
Los aviones se acercaban rápidamente. Llegaban en oleadas y a cada segundo el estruendo se iba haciendo más fuerte.
- Tumbaos boca arriba, para disparar contra ellos -dijo el Sordo-. Id disparando a medida que se acerquen.
Los seguía fijamente con los ojos.
- Cabrones, hijos de puta -dijo apresuradamente-. Ignacio, coloca el fusil sobre el hombro del muchacho. Tú -añadió, dirigiéndose a Joaquín-, siéntate aquí y no te muevas. Agáchate. Más. No. Más.
Se echó de espaldas y apuntó con la ametralladora a medida que los aviones se acercaban.
- Tú, Ignacio, sosténme las patas del trípode. -Los tres pies colgaban de la espalda del muchacho y el cañón de la ametralladora temblaba por estremecimientos que Joaquín no podía dominar mientras estaba allí con la cabeza gacha, escuchando el zumbido creciente.
Boca arriba, con la cabeza levantada para verlos llegar, Ignacio reunió las patas del trípode en sus manos y enderezó el arma.
- Mantén ahora la cabeza gacha -le dijo a Joaquín-. Más baja.
«La Pasionaria dice: "Es mejor morir de pie que vivir de rodillas…".» Joaquín se lo repetía a sí mismo, en tanto que el zumbido se acercaba más y más. Luego, repentinamente, pasó a «Dios te salve, María…, el Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.» «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. Santa María, madre de Dios…», comenzó de nuevo. Luego, muy de prisa, a medida que los aviones hicieron su zumbido insoportable, comenzó a recitar el acto de contrición: «Señor mío Jesucristo…»
Sintió entonces el martilleo de las explosiones junto a sus oídos y el calor del cañón de la ametralladora sobre sus hombros. El martilleo recomenzó y sus oídos se ensordecieron con
el crepitar de la ametralladora. Ignacio disparaba tratando de impedir con todas sus fuerzas que se movieran las patas del trípode, y el cañón le quemaba la espalda. Con el ruido de las explosiones no conseguía acordarse de las palabras del acto de contrición.
Todo lo que podía recordar era: «Y en la hora de nuestra muerte, Amén. En la hora de nuestra muerte, Amén. En la hora. En la hora. Amén.» Los otros seguían disparando. «Ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.»
Luego, por encima del tableteo de la ametralladora, hubo el estampido del aire que se desgarra; y luego, un trueno rojo y negro, y el suelo rodó bajo sus rodillas, y se levantó para golpearle en la cara. Y luego comenzaron a caer sobre él los terrones y las piedras. E Ignacio estaba encima de él y la ametralladora estaba encima de él. Pero no había muerto, porque el silbido volvió a comenzar y la tierra volvió a rodar debajo de él con un rugido espantoso. Y volvió por tercera vez a empezar todo y la tierra se escapó bajo su vientre y uno de los flancos de la colina se elevó por los aires para desplomarse suave y lentamente sobre él.
Los aviones volvieron y bombardearon tres veces más; pero ninguno de los que estaban allí se percató de ello.
Por último, los aviones ametrallaron la colina y se fueron. Al pasar por última vez en picado por encima de la colina martillaron todavía las ametralladoras. Luego, el primer avión se inclinó sobre un ala y los otros le imitaron pasando de la formación escalonada a la formación en uve. Y se alejaron por lo alto del cielo en dirección a Segovia.
Manteniendo intenso tiroteo hacia la cima, el teniente Berrendo hizo avanzar una patrulla hasta uno de los cráteres abiertos por las bombas, desde el que se podían arrojar granadas a la cima. No quería correr el riesgo de que estuviese vivo alguien que los estuviese aguardando en la altura, escondido, entre la confusión y desorden originados por el bombardeo, y arrojó cuatro granadas sobre la masa informe de caballos muertos, rocas descuajadas y montículos de tierra amarilla que olían desagradablemente a explosivos, antes de salir del cráter abierto por la bomba para ir a echar un vistazo.
No quedaba nadie vivo en la cima, salvo el muchacho, Joaquín, desvanecido debajo del cadáver de Ignacio. Sangraba por la nariz y los oídos. No había entendido nada. No sintió nada desde el momento en que de repente se encontró en el corazón mismo del trueno, y la bomba que cayó le había quitado hasta el aliento. El teniente Berrendo hizo la señal de la cruz y le pegó un tiro en la nuca, tan rápida y delicadamente, si se puede decir de un acto semejante que sea delicado, como el Sordo había matado al caballo herido.
Parado en lo más alto de la colina, el teniente Berrendo echó una ojeada hacia la ladera, en donde estaban sus amigos muertos, y luego, a lo lejos, hacia el campo, al lugar desde donde ellos habían llegado galopando para enfrentarse con el Sordo, antes de acorralarle en la cima. Observó la disposición de las tropas y ordenó que se subieran hasta allí los caballos de los muertos y que se colocaran los cadáveres de través sobre las monturas, para llevarlos a La Granja.
- Llevad a ése también -dijo-. Ese que tiene las manos sobre la ametralladora. Debe de ser el Sordo. Es el más viejo y el que tenía el arma. No. Cortadle la cabeza y envolvedla en un capote. -Luego lo pensó mejor.- Podríais también cortar la cabeza a todos los demás. Y también a los que están ahí abajo, a los que cayeron en la ladera cuando los atacamos por primera vez. Recoged las pistolas y los fusiles y cargad esa ametralladora sobre un caballo.
Descendió unos pasos por la ladera hasta el sitio en que se encontraba el teniente caído en el primer asalto. Le miró unos instantes, pero no le tocó.
«Qué cosa más mala es la guerra», se dijo.
Luego volvió a santiguarse y mientras bajaba la cuesta rezó cinco padrenuestros y cinco avemarías por el descanso del alma de su camarada muerto. Pero no quiso quedarse para ver cómo cumplían sus órdenes.
Capítulo veintiocho
Después del paso de los aviones, Jordan y Primitivo oyeron el tiroteo que volvía a reanudarse y Jordan sintió que su corazón comenzaba de nuevo a latir. Una nube de humo se estaba formando por encima de la última línea visible de la altiplanicie, y los aviones no eran ya más que tres puntitos que se iban haciendo cada vez más pequeños en el cielo.
«Probablemente habrán hecho migas a su propia caballería, sin atacar al Sordo ni a los suyos», se dijo Robert Jordan. «Estos condenados aviones dan mucho miedo, pero no matan.»
- La lucha continúa -dijo Primitivo, que había estado escuchando con mucha atención el intenso tiroteo. Hacía una mueca a cada explosión, pasándose la lengua por los resecos labios.
- ¿Por qué no? -preguntó Robert Jordan-. Estos aparatos nunca matan a nadie.
Luego cesó por completo el tiroteo y no se oyó un solo disparo. La detonación de la pistola del teniente Berrendo no llegó hasta allí.
Cuando se acabó el tiroteo, Jordan no se sintió de momento muy afectado; pero al prolongarse el silencio sintió como una sensación de vacío en el estómago. Luego oyó el estallido de las granadas y su corazón se alivió de pesadumbres unos instantes. Después volvió a quedarse todo en silencio, y como el silencio duraba, se dio cuenta de que todo había acabado.
María subió en esos momentos del campamento llevando una marmita de hierro que contenía un guisado de liebre con setas, envuelto en una salsa espesa, un saco de pan, una bota de vino, cuatro platos de estaño, dos tazas y cuatro cucharas. Se detuvo cerca de la ametralladora y dejó los dos platos para Agustín y Eladio, que había reemplazado a Anselmo. Les dio pan, desenroscó el tapón de la bota y llenó dos tazas de vino.
Robert Jordan la había visto trepar, ligera, hasta su puesto de observación con el saco a la espalda, la marmita en la mano y su cabeza rubia, rapada, brillando al sol. Saltó a su encuentro, cogió la marmita y le ayudó a escalar el último peñasco.
- ¿Qué han hecho los aviones? -preguntó ella, con mirada asustada.
- Han bombardeado al Sordo.
Jordan había destapado ya la marmita y se estaba sirviendo del guisado en un plato.
- ¿Están peleando todavía?
- No. Se acabó.
- ¡Oh! -exclamó ella, mordiéndose los labios, y miró a lo lejos.
- No tengo apetito -dijo Primitivo.
- Come, de todas maneras -le instó Robert Jordan.
- No podría tragar nada.
- Bebe un trago de esto, hombre -dijo Robert Jordan, tendiéndole la bota-. Y come después.
- Todo eso del Sordo me ha cortado el apetito -dijo Primitivo-. Come tú. Yo no tengo hambre.
María se acercó a él, le pasó el brazo por el cuello y le abrazó.
- Come, hombre -dijo-; cada cual tiene que guardar sus propias fuerzas.
Primitivo se apartó. Cogió la bota, y, echando la cabeza hacia atrás, bebió lentamente, dejando caer el chorro hasta el fondo de su garganta. Luego se llenó un plato de guisado y comenzó a comer.
Robert Jordan miró a María moviendo la cabeza. La muchacha se sentó a su lado y le pasó el brazo por los hombros. Cada uno de ellos sabía lo que sentía el otro, y se quedaron así, uno al lado del otro. Jordan comía despaciosamente su ración, saboreando las setas, bebiendo de vez en cuando un trago de vino y sin hablar.
- Puedes quedarte aquí si quieres, guapa -dijo al cabo de un rato, cuando la marmita se había quedado vacía.
- No -dijo ella-; tengo que volver con Pilar.
- Puedes quedarte un rato aquí. Creo que ahora no pasará nada.
- No, tengo que ir con Pilar. Está dándome lecciones.
- ¿Qué te está dando?
- El catecismo -sonrió y luego la abrazó-. ¿No has oído hablar nunca del catecismo? -Volvió a sonrojarse.- Es algo parecido. -Se sonrojó de nuevo.- Pero distinto.
- Ve a tu catecismo -dijo él, y le acarició la cabeza. Ella le sonrió y dijo luego a Primitivo:
- ¿Quieres algo de abajo?
- No, hija mía -dijo él. Se veía que no había logrado recobrarse.
- Salud, hombre-replicó ella.
- Escucha -dijo Primitivo-, no tengo miedo de morir; pero haberlos dejado solos así… -Se le quebró la voz.
- No teníamos otra opción -dijo Robert Jordan.
- Ya lo sé; pero, a pesar de todo.
- No teníamos otra alternativa -dijo Robert Jordan-. Y ahora vale más no hablar de ello.
- Sí, pero solos, sin que los ayudase nadie…
- Es mejor no hablar más de eso -contestó Robert Jordan-. Y tú, guapa, vete a tu catecismo.
La vio deslizarse de roca en roca. Luego se estuvo sentado un rato meditando mientras miraba la altiplanicie.
Primitivo le habló; pero él no dijo nada. Hacía calor al sol, pero no lo sentía. Miraba las laderas de la colina y las extensas manchas de pinares que cubrían hasta las cimas más elevadas. Pasó una hora y el sol estaba ya a su izquierda cuando los vio por la cuesta de la colina, e inmediatamente cogió los gemelos.
Los caballos aparecían pequeños, diminutos; los dos primeros jinetes se hicieron visibles sobre la extensa ladera verde de la alta montaña. Seguían los cuatro jinetes más, que descendían esparcidos por todo lo ancho de la ladera. Vio después con los gemelos la doble columna de hombres y caballos recortándose en la aguda claridad de su campo de visión. Mientras los miraba sintió el sudor que le goteaba de las axilas, corriéndole por los costados. Al frente de la columna iba un hombre. Luego seguían otros jinetes. Luego, varios caballos sin jinete, con la carga sujeta a la montura. Luego, dos jinetes más. Después, los heridos, montados, llevando a un hombre a pie a su lado, y, cerrando la columna, otro grupo de jinetes.
Los vio bajar por la ladera y desaparecer entre los árboles del bosque. A la distancia en que se encontraba no podía distinguir la carga de una de las monturas, formada por una manta, atada a los extremos, y de trecho en trecho, de modo que formaba protuberancias como las que forman los guisantes en la vaina. Estaba atravesada sobre la montura y cada uno de los extremos iba atado a los estribos. A su lado, encima de la montura, se destacaba con arrogancia el fusil automático que había usado el Sordo.
El teniente Berrendo, que cabalgaba a la cabeza de la columna, a poca distancia de los gastadores, no se mostraba arrogante. Tenía la sensación de vacío que sigue a la acción. Pensaba: «Cortar las cabezas es una barbaridad. Pero es una prueba y una identificación. Tendré bastantes disgustos, a pesar de todo, con este asunto. ¡Quién sabe! Eso de las cabezas quizá les guste. Quizá las envíen todas a Burgos. Es una cosa bárbara. Los aviones eran muchos, muchos, muchos. Pero hubiéramos podido hacerlo todo y casi sin pérdidas con un mortero «Stokes». Dos mulos para llevar las municiones y un mulo con un mortero a cada lado de la silla. ¡Qué ejército hubiéramos tenido entonces! Con la potencia de fuego de todas las armas automáticas. Y otro mulo más. No, dos mulos para llevar las municiones. Bueno, deja eso ya. Entonces no sería caballería. Déjalo. Te estás fabricando un ejército. Dentro de un rato acabarás pidiendo un cañón de montaña.»
Luego pensó en Julián, caído en la colina, muerto y atado sobre un caballo, allí, a la cabeza de la columna. Y en tanto que bajaban hacia los pinos, adentrándose en la sombría quietud del bosque, empezó a rezar para sí mismo.
«Dios te salve, reina y madre de misericordia, vida y dulzura, esperanza nuestra: a ti llamamos, a ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas…»
Continuó rezando mientras los cascos de los caballos se apoyaban suavemente sobre las agujas de los pinos que alfombraban el suelo y la luz se filtraba por entre los árboles como si fueran las columnas de una catedral. Y, sin dejar de rezar, se detuvo un instante para ver a los gastadores, que iban en cabeza y cabalgaban entre los árboles.
Salieron del bosque para meterse por una carretera amarillenta que conducía a La Granja y los cascos de los caballos levantaron una polvareda que los envolvió a todos. El polvo cayó sobre los muertos atados boca abajo sobre la montura, sobre los heridos y sobre los que marchaban a pie, al lado de ellos, envueltos todos en una espesa nube.
Fue entonces cuando Anselmo los vio pasar envueltos en la polvareda.
Contó los muertos y los heridos y reconoció el arma automática del Sordo. No sabía lo que guardaba el bulto envuelto en la manta, que golpeaba contra los flancos del caballo, siguiendo el movimiento de los estribos; pero cuando a su regreso atravesó a oscuras la colina donde el Sordo se había batido, supo en seguida lo que llevaba aquel enorme bulto. No podía reconocer en la oscuridad a los que estaban en la colina, pero contó los cuerpos y atravesó luego los montes para dirigirse al campamento de Pablo.
Caminando a solas en la oscuridad, con un miedo que helaba el corazón, causado por la vista de los cráteres abiertos por las bombas, y por todo lo que había encontrado en la colina, apartó de su mente toda idea que se relacionase con la aventura del día siguiente. Comenzó, pues, a caminar todo lo de prisa que podía, para llevar la noticia. Y, caminando, rogó por el alma del Sordo y por todos los de su cuadrilla. Era la primera vez que rezaba desde el comienzo del Movimiento.
«Dulce, piadosa, clemente Virgen María…»
Pero al fin tuvo que pensar en el día siguiente, y entonces se dijo: «Haré exactamente lo que el inglés me diga que haga y como él me diga que lo haga. Pero que esté junto a él, Dios mío, y que sus órdenes sean claras; porque no sé si lograré dominarme con el bombardeo de los aviones. Ayúdame, Dios mío, ayúdame mañana a conducirme como un hombre tiene que conducirse en su última hora. Ayúdame, Dios mío, a comprender claramente lo que habrá que hacer. Ayúdame, Dios mío, a dominar mis piernas, para que no me ponga a correr cuando llegue el mal momento. Ayúdame, Dios mío, a conducirme como un hombre mañana en el combate.
Puesto que te pido que me ayudes, ayúdame, te lo ruego porque sabes que no te lo pediría si no fuera un asunto grave y que nunca más volveré a pedirte nada.»
Andando a solas en la oscuridad, se sintió mucho mejor después de haber rezado y estuvo seguro de que iba a comportarse dignamente.
Mientras descendía de las tierras altas volvió a rogar por las gentes del Sordo y en seguida llegó al puesto superior donde Fernando le detuvo.
- Soy yo, Anselmo -le dijo.
- ¡Hola! -dijo Fernando.
- ¿Sabes lo del Sordo? -preguntó Anselmo, parados ambos a la entrada de las rocas, en medio de la oscuridad.
- ¿Cómo no? -dijo Fernando-. Pablo nos lo ha contado todo.
- ¿Estuvo allí?
- ¿Cómo no? -volvió a decir Fernando-. Estuvo en la colina tan pronto como la caballería se alejó.
- ¿Y os ha contado…?
- Nos lo ha contado todo -contestó Fernando-. ¡Qué bárbaros! ¡Esos fascistas! Hay que limpiar a España de esos bárbaros.
Se detuvo y añadió con amargura:
- Les falta todo sentido de la dignidad.
Anselmo sonrió en la oscuridad. No había imaginado una hora antes que volviera nunca a sonreír. «Este Fernando es una maravilla», pensó.
- Sí -dijo a Fernando-; habrá que enseñarlos. Habrá que quitarles sus aviones, sus armas automáticas, sus tanques, su artillería y enseñarles lo que es la dignidad.
- Justamente -dijo Fernando-. Me alegro de que seas del mismo parecer.
Y Anselmo le dejó allí, a solas con su dignidad, y siguió bajando hacia la cueva.
Capítulo veintinueve
Anselmo encontró a Robert Jordan en la cueva, sentado a la mesa frente de Pablo. Había un cuenco de vino entre los dos y una taza llena delante de cada uno. Robert Jordan había sacado su cuaderno de notas y tenía un lápiz en la mano. Pilar y María estaban al fondo, lejos del alcance de la vista. Anselmo no podía saber que tenían a la muchacha apartada para que no oyese la conversación y le pareció extraño que Pilar no estuviera sentada a la mesa.
Robert Jordan levantó los ojos cuando Anselmo entró, echando a un lado la manta suspendida ante la entrada. Pablo clavó la mirada en la mesa; parecía absorto mirando el cuenco del vino, pero no lo veía.
- Vengo de allá arriba -dijo Anselmo a Robert Jordan.
- Pablo nos lo ha contado todo -dijo Robert.
- Había seis muertos en la colina y les han cortado la cabeza -dijo Anselmo-. Cuando pasé por allí era noche oscura.
Jordan asintió. Pablo seguía sentado, con la mirada fija en el cuenco de vino, y no decía nada. No había ninguna expresión en su rostro y sus ojillos de cerdo miraban la vasija como si no hubiesen visto en su vida nada semejante.
- Siéntate -dijo Robert Jordan a Anselmo.
El viejo se sentó en uno de los taburetes de cuero y Robert Jordan se inclinó para alcanzar de debajo de la mesa el frasco de whisky regalo del Sordo. Estaba todavía medio lleno. Robert Jordan cogió una taza de encima de la mesa y la llenó de whisky, empujándosela luego a Anselmo.
- Bébete eso, hombre -dijo.
Pablo apartó sus ojos de la vasija para mirar a Anselmo mientras éste bebía. Luego se puso otra vez a contemplar al cuenco.
Al tragar el whisky, Anselmo sintió una quemazón en la nariz, en los ojos y en la boca, y luego un calorcillo agradable y reconfortante en el estómago. Se secó la boca con el dorso de la mano. Después miró a Robert Jordan y dijo:
- ¿Podría tomar otra?
- ¿Cómo no? -dijo Jordan, llenando de nuevo la taza y tendiéndosela en vez de empujarla.
Esta vez la bebida no le quemó, y la impresión de calor agradable fue más intensa. Era tan bueno como una inyección salina para un hombre que acaba de tener una gran hemorragia.
El viejo miró de nuevo la botella.
- Lo que queda, para mañana -dijo Robert Jordan-. ¿Qué ha pasado en la carretera, viejo?
- Mucho movimiento -contestó Anselmo-. Lo he apuntado todo como tú me enseñaste. He dejado en mi puesto a uno que está vigilando y que apunta todas las cosas ahora. Dentro de poco iré a recoger su informe.
- ¿Has visto cañones antitanques? Son esos que tienen ruedas de goma y un cañón muy largo.
- Sí -dijo Anselmo-; han pasado cuatro. En cada camión había un cañón de los que tú dices, cubierto por ramas de pino. En los camiones había seis hombres al cuidado de cada cañón.
- ¿Cuatro cañones has dicho? -le preguntó Robert Jordan.
- Cuatro -contestó Anselmo. No tenía necesidad de consultar sus notas.
- Dime qué otras cosas ha habido en la carretera.
Mientras Robert Jordan lo apuntaba, Anselmo le iba contando todo lo que había pasado ante él por la carretera. Se lo refirió desde el principio, en perfecto orden, con la asombrosa memoria de las personas que no saben leer ni escribir. En dos ocasiones, mientras él hablaba, Pablo tendió la mano hacia la vasija y se sirvió vino.
- Pasó también la caballería que iba a La Granja de vuelta de la colina en donde se batió el Sordo -siguió diciendo Anselmo.
Luego dio el número de heridos que había visto y el número de los muertos que iban sujetos de través sobre las monturas.
- Había un bulto sujeto en una montura que yo no sabía lo que era -dijo-. Pero ahora sé que eran las cabezas. -Y prosiguió en seguida:- Era un escuadrón de caballería. No les quedaba más que un oficial. Pero no era el que pasó por aquí esta mañana, cuando tú estabas con la ametralladora. Ese debía de ser uno de los muertos. Dos de los muertos eran oficiales; lo vi por las bocamangas. Iban atados cabeza abajo en las monturas, con los brazos colgando. Iba también la máquina del Sordo, sujeta a la montura en donde habían puesto las cabezas. El cañón estaba torcido. Y nada más -concluyó.
- Es suficiente -dijo Robert Jordan, y hundió su taza en la vasija de vino.
- ¿Quién, además de ti, ha estado ya más allá de las líneas, en la República? -preguntó Jordan.
- Andrés y Eladio.
- ¿Quién es el mejor de los dos?
- Andrés.
- ¿Cuánto tiempo tardaría en llegar a Navacerrada?
- No llevando carga, y con muchas precauciones, tres horas, si tiene suerte. Nosotros vinimos por un camino más largo y mejor, a causa del material.
- ¿Es seguro que podría llegar?
- No lo sé, no hay nada seguro.
- ¿Ni para ti tampoco?
- No.
«Eso resuelve la cuestión -pensó Robert Jordan-. Si hubiese dicho que podía hacerlo con seguridad, hubiera sido a él seguramente a quien habría enviado.»
- ¿Puede llegar Andrés tan bien como tú?
- Tan bien, o mejor; es más joven.