- Pero es absolutamente indispensable que llegue.


- Si no pasa nada, llegará. Y si le pasa algo, es porque podría pasarle a cualquier otro.


- Voy a escribir un mensaje para enviarlo con él -dijo Robert Jordan-. Le explicaré dónde podrá encontrar al general. Debe de encontrarse en el Estado Mayor de la División.


- No va a entender eso de las divisiones -dijo Anselmo-. A mí todo eso me embrolla. Tendrá que saber el nombre del general y dónde podrá encontrarle.


- Le encontrará, justamente, en el Estado Mayor de la División.


- Pero ¿eso es un sitio?


- Claro que sí, hombre -explicó pacientemente Robert Jordan-. Es el sitio que el general habrá elegido. Es allí donde tendrá su cuartel general para la batalla.


- Entonces, ¿dónde está ese sitio? -Anselmo estaba fatigado y la fatiga le entontecía. Además, las palabras brigada, división, cuerpo de ejército le turbaban siempre. Primero se hablaba de columnas; luego de regimientos y luego de brigadas. Ahora se hablaba de brigadas y también de divisiones. No entendía nada. Un sitio es un sitio.


- Escúchame bien, hombre -le dijo Robert Jordan. Sabía que si no lograba que le entendiera Anselmo, no lograría tampoco explicar el asunto a Andrés-. El Estado Mayor de la División es un sitio que el general escoge para establecer su organización de mando. El general manda una división, y una división son dos brigadas. Yo no sé dónde estará en estos momentos, porque yo no estaba allí cuando lo escogió. Probablemente estará en una cueva, o en un refugio, con hilos telegráficos que lleguen hasta allí. Andrés tendrá que preguntar por el general y por el Estado Mayor de la División. Tendrá que entregar esto al general, o al jefe de su Estado Mayor, o a otro general cuyo nombre yo escribiré. Uno de ellos estará allí, aunque los otros hayan salido para inspeccionar los preparativos del ataque. ¿Lo entiendes ahora?


- Sí.


- Entonces, vete a buscarme a Andrés. Yo, entretanto, escribo el mensaje y lo sello con esto. -Le enseñó el pequeño sello de caucho, con un puño de madera, marcado S.I.M. y el pequeño tampón de tinta en su caja de hierro, no más grande que una moneda de cincuenta céntimos, que sacó de su bolsillo.- Te dejarán pasar al ver este sello. Ahora, vete a buscar a Andrés, para que yo se lo explique. Conviene que se dé prisa; pero, sobre todo, conviene que lo entienda bien.


- Lo entenderá, porque yo lo entiendo; pero conviene que tú se lo expliques muy bien. Todo eso del Estado Mayor y de la División es un misterio para mí. Yo he estado siempre en sitios muy precisos, como una casa. En Navacerrada era un viejo hotel donde estaba el puesto de mando. En Guadarrama era una casa con un jardín.


- Con este general -dijo Robert Jordan- estará muy cerca de las líneas. Será un subterráneo, por causa de los aviones. Andrés le encontrará fácilmente si sabe lo que tiene que preguntar. No tendrá más que enseñar lo que yo le entregaré escrito. Pero ve a buscarle porque conviene que llegue allí en seguida.


Anselmo salió agachándose, para pasar por debajo de la manta, y Robert Jordan empezó a escribir en su cuaderno.


- Oye, inglés -dijo Pablo, con la mirada siempre fija en el tazón del vino.


- Estoy escribiendo -dijo Robert Jordan sin levantar los ojos.


- Oye, inglés -Pablo parecía hablar a la vasija del vino-. No hay por qué desanimarse. Aun sin el Sordo, disponemos de mucha gente para tomar los puestos y volar el puente.


- Bueno -contestó Robert Jordan, sin dejar de escribir.


- Mucha -dijo Pablo-. Hoy he admirado mucho tu juicio, inglés. Pienso que tienes mucha picardía. Eres más listo que yo. Tengo confianza en ti.


Atento a su informe destinado a Golz, tratando de escribirlo con el menor número de palabras posible, haciéndolo al propio tiempo absolutamente convincente, esforzándose por presentar las cosas de modo que le conminase a renunciar al ataque, dándole a entender que ello no se debía a que temiese el peligro en que le colocaba su propia misión y que no era por eso por lo que escribía así, sino solamente para poner a Golz al corriente de los hechos, Robert Jordan no escuchaba más que a medias.


- Inglés -dijo Pablo.


- Estoy escribiendo -repitió Robert Jordan, sin levantar los ojos.


«Debiera enviar dos copias -pensó-; pero entonces no tendríamos bastantes personas para volar el puente, si, de todas formas, hay que volarlo. ¿Qué es lo que sé yo de este ataque? Quizá sea únicamente una maniobra de diversión.


Quizá quieran atraer algunas tropas, para sacarlas de otro punto. Quizá quieran atraer a los aviones que están en el Norte. Quizá sí y quizá no. ¿Qué sé yo? Este es mi informe para Golz. En todo caso, yo no tengo que volar el puente hasta que comience el ataque. Mis órdenes son claras, y si el ataque se anula, no tendré que volar nada. Pero tengo que reservar aquí un mínimo de gente indispensable para cumplir las órdenes.»


- ¿Qué estabas diciendo? -preguntó a Pablo.


- Que tengo confianza, inglés. -Pablo seguía hablando a la vasija del vino.


«Hombre, ya quisiera yo tener esa confianza», pensó Robert Jordan, y siguió escribiendo.


Capítulo treinta





De manera que se había hecho todo lo que había que hacer, al menos por el momento. Todas las órdenes estaban dadas. Cada cual sabía con certidumbre su misión a la mañana siguiente. Andrés había salido tres horas antes. De manera que aquello sucedería al rayar el alba, o no sucedería.


«Creo que sucederá -se dijo Robert Jordan mientras descendía del puesto más elevado, adonde había ido a hablar con Primitivo-. Golz organiza el ataque, pero no tiene poder para contenerlo. El permiso para contenerlo tiene que llegar de Madrid. Lo más seguro es que no logren despertar a nadie allí y que, si se despierta alguien, tendrá demasiado sueño para ponerse a pensar. Hubiera debido avisar a Golz antes de que todos los preparativos hubiesen sido hechos para el ataque; pero ¿cómo poner en guardia a nadie contra una cosa que no ha ocurrido? No han comenzado a mover el material hasta el anochecer. No querían que sus maniobras fuesen vistas en la carretera desde los aviones. Pero ¿y en lo tocante a sus aviones? ¿Por qué tantos aviones fascistas?


»Seguramente nuestra gente se ha puesto en guardia viendo los aviones. Pero quizá los fascistas traten de ocultar con esto otra ofensiva más allá de Guadalajara. Se dice que había concentraciones de tropas italianas en Soria y Sigüenza, aparte de las que estaban operando en el Norte. No tienen bastantes hombres ni material para desencadenar dos grandes ofensivas al mismo tiempo. Eso es imposible; por tanto, tiene que ser una baladronada. Pero sabemos también las muchas tropas que han desembarcado los italianos estos últimos meses en Cádiz. Es posible que intenten de nuevo el ataque a Guadalajara, aunque no tan estúpidamente como la primera vez; sino en tres columnas, que se irían ensanchando y avanzando a lo largo de la vía del ferrocarril hacia la parte occidental de la meseta.»


Había un modo de lograrlo a la perfección. Hans se lo había explicado. Cometieron muchos errores la primera vez. Todo el planeamiento era absurdo. No habían empleado en la ofensiva de Arganda contra la carretera de Madrid a Valencia las tropas de que se habían servido en la ofensiva de Guadalajara. ¿Por qué no habían desencadenado simultáneamente esas dos ofensivas? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Se sabrá algún día por qué?


«Sin embargo, nosotros los detuvimos las dos veces con las mismas tropas. No hubiéramos podido detenerlos si hubiesen desencadenado al mismo tiempo los dos ataques. No hay que preocuparse, ha habido otros milagros. O tendrás que volar mañana el puente o no tendrás que hacerlo volar. Pero no trates de persuadirte de que no será necesario. Lo volarán un día u otro. Y si no es este puente, será otro puente. No eres tú quien decide. Tú cumples órdenes. Obedécelas y no pienses demasiado en lo que hay detrás de ellas. Las órdenes sobre esto son muy claras. Demasiado claras. Pero no hay que preocuparse ni tener miedo; porque si te permites el lujo de tener miedo, aunque sea un miedo normal, puedes contagiárselo a los que tienen que trabajar contigo. Ese asunto de las cabezas ha sido algo, de todas maneras. Y el viejo tuvo que tropezar con ello en la colina, cuando andaba a solas… ¿Te hubiera gustado a ti tropezar con eso? Te ha impresionado, ¿no? Sí, te ha impresionado, Jordan. Más de una vez te has impresionado en el día de hoy. Pero te has portado bien. Hasta ahora, te has portado muy bien.


»Te has portado muy bien, para ser sólo un profesor de español en la Universidad de Montana -pensó, tomándose el pelo a sí mismo-. Te has portado bien para ser un profesor. Pero no vayas a figurarte que eres un personaje extraordinario. No has llegado muy lejos por este camino. Piensa simplemente en Durán, que no había recibido nunca instrucción militar, que era un compositor, un niño bonito antes del Movimiento y ahora es un general de brigada rematadamente bueno. Para Durán ha sido todo tan sencillo y tan fácil de aprender como el ajedrez para un niño prodigio. Tú estás estudiando el arte de la guerra desde tu infancia, desde que tu abuelo empezó a contarte la guerra civil norteamericana. Salvo que tu abuelo la llamaba siempre "la guerra de rebelión". Pero al lado de Durán eres como un buen jugador de ajedrez, un jugador muy sensato y de buena escuela frente a un niño prodigio. El amigo Durán. Sería bueno volverle a ver. Le vería en el Gaylord, cuando esta guerra termine. Sí, cuando termine esta guerra.» ¿No era verdad que se estaba portando bien?


«Le veré en el Gaylord -se dijo de nuevo- cuando todo esto haya terminado. No te engañes. Te portas perfectamente. En frío. No trates de engañarte. No volverás a ver nunca a Durán, y la cosa no tiene importancia. No lo tomes tampoco así. No te permitas tampoco esos lujos. Nada de resignación heroica. No hacen falta en estas montañas ciudadanos provistos de resignación heroica. Tu abuelo se batió durante cuatro años, en nuestra guerra civil, y tú apenas si estás ahora al fin del primer año. Tienes aún mucho camino que andar y estás dotado para hacer este trabajo. Y ahora tienes también a María. En fin, lo tienes todo. No debieras preocuparte. ¿Qué importancia tiene una pequeña escaramuza entre una banda de guerrilleros y un escuadrón de caballería? Ninguna. Aunque corten cabezas. ¿Es que eso cambia de algún modo las cosas? Nada en absoluto. Los indios arrancaban el cuero cabelludo todavía cuando tu abuelo estaba en Fort Kearny, despues de la guerra. ¿Te acuerdas del armario, en el despacho de tu padre, con las puntas de flechas en uno de los estantes y los tocados de guerra pendientes del muro, con las plumas de águila y el olor a cuero ahumado de las polainas y los chaquetones de piel de ante y el tacto de los mocasines bordados? ¿Te acuerdas del gran arco en un rincón del armario y de los dos carcajes de flechas de caza y guerra y de la impresión que te producía el paquete de flechas cuando pasabas la mano sobre él?


»Acuérdate de cosas de ese estilo. Acuérdate de algo concreto, práctico; acuérdate del sable de tu abuelo, brillante y bien engrasado en su estuche abollado, y del abuelo, enseñándote cómo la hoja se había adelgazado a fuerza de haber sido afilada muchas veces. Acuérdate de la «Smith and Wesson» del abuelo. Era una pistola de ordenanza, de un solo disparo, del calibre 7'65 y no tenía guarda del gatillo. El juego del gatillo era lo más suave y fácil que has probado nunca y la pistola estaba siempre bien engrasada y limpia, aunque el repujado se había ido borrando por el uso, y el metal oscuro de la culata y del cañón estaban suavizados por el roce de cuero del estuche. La pistola estaba en un estuche que tenía las iniciales U. S. sobre la solapa y se guardaba en un cajón con los utensilios de limpieza y doscientos cartuchos. Las cajas de cartón de los cartuchos estaban envueltas cuidadosamente y atadas con hilo encerado. Podías sacar la pistola del cajón y tenerla en las manos. "Tenla en las manos todo lo que quieras", solía decir el abuelo. "Pero no puedes jugar con ella porque es una arma seria."


»Un día preguntaste al abuelo si había matado a alguien con ella, y el abuelo respondió: "Sí." Entonces, tú dijiste: "¿Cuándo fue eso, abuelo?" Y él dijo: "Durante la guerra de rebelión", y después tu dijiste: "Cuéntamelo, abuelo". Y él dijo: "No tengo ganas de hablar de eso, Robert." Y luego, tu padre se mató con esa pistola, y te sacaron del colegio para asistir a sus funerales. Y el forense te dio la pistola después de las investigaciones judiciales, diciendo: "Bob, supongo que acaso quieras conservar esta arma. Debería guardarla, pero sé que tu papá la tenía en gran estima, porque su papá la había llevado durante toda la guerra y la trajo por aquí cuando vino con la caballería, y sigue siendo una arma muy buena. La he probado esta tarde. La bala no hace ya mucho daño, pero aún se puede dar en el blanco con ella".»


Había vuelto a poner la pistola en su sitio, en el cajón, pero al día siguiente la sacó y se fue a caballo con Chub hasta lo alto de la montaña, por encima de Red Lodge; allí, en donde después se ha construido una carretera a través del puerto y de la llanura del Diente del Oso. El viento es allí delgado y cortante y hay nieve en las cumbres durante todo el verano… Se habían detenido cerca del lago que dicen que tiene doscientos cincuenta metros de profundidad, un lago verdeoscuro, y Chub había cuidado de los caballos mientras Robert había subido a un peñasco y se había inclinado, para contemplar su rostro en el agua inmóvil. Se había visto con la pistola en la mano y luego la había sostenido un rato, manteniéndola sujeta del cañón, y por fin la había soltado y la había visto hundirse en el agua, levantando burbujas en la clara superficie, hasta que sólo fue como un dije de reloj y hasta que desapareció después. En seguida se bajó del peñasco y saltando sobre la silla, dio tal espolazo a la vieja Bess, que la yegua se encabritó de golpe como un caballito de cartón. La obligó a ir por el borde del lago y cuando la yegua se puso otra vez razonable, volvieron a tomar el sendero. «Yo sé por qué has hecho eso con la vieja pistola, Bob», dijo Chub. «Bueno, entonces no tendremos que volver a hablar de ello», le contestó él.


No volvieron a hablar jamás, y ése fue el final de las armas del abuelo, a excepción del sable… Tenía aún el sable en un baúl, en Missoula, con el resto de sus cosas.


«Me pregunto qué hubiera pensado el abuelo de esta situación -se dijo-. El abuelo era un soldado condenadamente bueno. Todo el mundo lo decía. Se aseguraba que, de haber estado con Custer, no le hubiera consentido dejarse atrapar. ¿Cómo no vio la humareda ni el polvo de todas aquellas cabañas a lo largo de Little Big Horn, a no ser que hubiera una espesa niebla matinal? Pero no hubo niebla alguna aquella mañana. Me gustaría que el abuelo estuviese aquí, en mi lugar. En fin, quizás estemos juntos mañana por la noche. Si existe realmente una condenada tontería como el más allá, que estoy seguro de que no existe, me causaría verdadero placer hablar con él. Porque tengo un montón de cosas que quisiera preguntarle. Tengo derecho a hacerle preguntas, ahora que yo he hecho también esas cosas. No creo que le desagradase que le hiciera esas preguntas. Antes no tenía derecho a preguntarle. Comprendo que no me contase nada porque no me conocía. Pero ahora creo que nos entenderíamos muy bien. Me gustaría poderle hablar ahora y pedirle consejo. Diablo, aunque no me aconsejara, me gustaría hablar con él. Sencillamente. Es una lástima que haya un lapso de tiempo tan grande entre dos tipos como él y yo.»


Luego siguió meditando y se dio cuenta de que si hubiera encuentros en el más allá, su abuelo y él se verían muy confusos por la presencia de su padre.


«Todo el mundo tiene derecho a hacer lo que hace -pensó-, pero aquello no estuvo bien. Lo comprendo, pero no lo apruebo. Lache, ésa es la palabra. Pero ¿lo comprendes realmente? Por supuesto, lo comprendo, pero… Sí, pero… Hay que hallarse terriblemente replegado sobre uno mismo para hacer una cosa como ésa. Diablo, quisiera que mi abuelo estuviese aquí. Aunque sólo fuese por una hora. Quizá me haya transmitido lo poco que yo he logrado averiguar por medio de ese otro que hizo tan mal uso de la pistola. Quizá fuera la única comunicación que hayamos tenido. Pero, diablo, sí, diablo, siento que nos separen tantos años; porque me hubiera gustado que me enseñara lo que el otro no me enseñó jamás. Pero ¿y si el miedo que el abuelo debió de sentir y de tratar de dominar, el miedo del que no pudo deshacerse más que al cabo de cuatro años o más de combates contra los indios, aunque, en el fondo, no debió de sentir realmente mucho miedo, si ese miedo hubiera hecho del otro un cobarde, como sucede casi siempre con la segunda generación de los toreros? ¿Y si hubiera sido eso? ¿Y si la buena savia no hubiese rebrotado con fuerza más que pasando por aquel otro? No olvidaré lo mal que me sentí cuando supe por primera vez que mi padre era un cobarde. Vamos, dilo en inglés. Coward. Es más fácil cuando se ha dicho, y no sirve de nada hablar de un hijo de mala madre en lengua extranjera. Pero no era un hijo de mala madre; era un cobarde, simplemente, y eso es la peor desgracia que puede sucederle a un hombre. Porque, de no haber sido cobarde, se hubiera enfrentado con aquella mujer y no se hubiera dejado dominar por ella. Me pregunto cómo hubiera sido de casarse con otra mujer. Bueno, eso no lo sabrás nunca -se dijo, sonriendo-; quizás el espíritu autoritario de ella aportó lo que a él le hacía falta. Y por lo que a ti se refiere, tómalo con calma. No te pongas a hablar de la buena savia ni de todo lo demás antes de que pase mañana. No te felicites demasiado pronto. Y no te felicites de ninguna manera. Ya se verá mañana qué clase de savia tienes tú.»


Después se puso a pensar otra vez en su abuelo. «George Custer no era un comandante de caballería inteligente, Robert -había dicho su abuelo-. No era siquiera un hombre inteligente.»


Recordaba que cuando su abuelo dijo aquello se asombró de que pudiera criticarse a aquel personaje de chaqueta de piel de ante, que aparecía de pie, sobre un fondo de montaña, con los rubios rizos al viento, el revólver de servicio en la mano, rodeado de sioux, tal y como le representaba la vieja litografía de Anheuser-Busch, colgada del muro de la piscina de Red Lodge.


«Sólo tenía una gran habilidad para meterse en embrollos y para salir de ellos -había proseguido su abuelo-. Pero en Little Big Horn no pudo salir.»


«Phil Sheridan era hombre inteligente y Jeb Stuart también. Pero John Mosby fue el mejor jefe de caballería que haya existido nunca.»


Robert Jordan guardaba entre sus cosas, en el baúl de Missoula, una carta del general Phil Sheridan al viejo Kilpatrick, Killy el Caballo, en la que se decía que su abuelo era mejor jefe de caballería irregular que John Mosby.


«Debí contárselo a Golz -pensó-. Pero seguramente no ha oído hablar nunca de mi abuelo. Quizá no haya oído hablar tampoco de John Mosby. Los ingleses los conocen a todos ellos porque han tenido que estudiar nuestra guerra civil más a fondo que las gentes del continente. Karkov decía que después de la guerra yo podría ir al Instituto Lenin, de Moscú, si quería. Decía que podría ir a la Escuela Militar del Ejército Rojo, si quería. Me pregunto qué hubiera pensado de eso mi abuelo. Mi abuelo, que ni siquiera quiso en su vida sentarse a la misma mesa que un demócrata. No, yo no quiero ser soldado. De ello estoy seguro. Solamente quiero que se gane esta guerra. Me figuro que los buenos soldados no sirven para ninguna otra cosa. Pero eso no es cierto. Piensa en Napoleón y en Wellington. Estás un poco estúpido esta noche.»


Por lo general, su mente era una buena compañía y había sido así aquella noche, mientras estuvo pensando en el abuelo. Pero el pensar en su padre le había hecho desvariar. Comprendía a su padre, le perdonaba y le compadecía; pero sentía vergüenza de él.


«Harías mejor en no pensar nada. Pronto estarás con María. Eso es lo mejor que puedes hacer, ya que todo está dispuesto. Cuando se ha pensado mucho en algo no se puede dejar de pensar y el pensamiento sigue volando como un pájaro loco. Harías mejor si no pensaras. Pero suponte, suponte solamente que los aviones llegan y aplastan esos cañones antitanques, que hacen volar las posiciones y que los viejos tanques son capaces de trepar, por lo menos una vez, colina arriba, y que ese bueno de Golz lanza a esa bandada de borrachos, clockards vagabundos, fanáticos y héroes que componen la XIV brigada, y yo sé lo buenas que son las gentes de Durán, que están en la otra brigada de Golz; y suponte que estamos en Segovia mañana por la noche. Sí, sencillamente, imagina eso. Yo elijo La Granja. Pero tienes que volar antes ese puente.»


De pronto se sintió seguro en absoluto de que no habría contraorden. Porque lo que estaba imaginándose hacía un momento era justamente como tenía que parecer el ataque a los que lo habían ordenado. Sí, había que volar el puente; tenía la certidumbre de ello. Y lo que pudiera ocurrirle a Andrés no cambiaba las cosas.


Mientras descendía por el sendero, en la oscuridad, solo, con la agradable sensación de que todo lo que había que hacer había sido hecho y de que tenía cuatro horas por delante para sí mismo, la confianza que había recobrado al pensar en cosas concretas, la seguridad de que tenía que volar el puente, volvió a acometerle de una manera casi reconfortante.


La incertidumbre, la aprensión, como cuando, a consecuencia de un desbarajuste en las fechas, se pregunta uno si los invitados van a llegar o no a la velada, esa sensación que le había acuciado desde la marcha de Andrés, le abandonó subítamente. Estaba seguro de que el festival no sería cancelado. «Es mejor estar seguro -pensó-. Es mucho mejor estar seguro.


Capítulo treinta y uno





Así, pues, se encontraron de nuevo, a una hora avanzada de la noche, de la última noche, dentro del saco de dormir. María estaba muy unida a él y Roberto podía sentir la suavidad de sus largos muslos rozando los suyos y de los senos, que emergían como dos montículos sobre una llanura alargada en torno a un pozo, más allá de la cual estaba el valle de su garganta, sobre la que ahora se encontraban posados sus labios. Yacía inmóvil, sin pensar en nada, mientras ella le acariciaba la cabeza.


- Roberto -dijo María en un susurro-, estoy avergonzada. No quisiera desilusionarte, pero tengo un gran dolor y creo que no voy a servirte de nada.


- Siempre hay algún dolor, alguna pena -replicó él-. No te preocupes, conejito. Eso no es nada. No haremos nada que te cause dolor.


- No es eso; es que no estoy en condiciones de recibirte como quisiera.


- Eso no tiene importancia; es cosa pasajera. Estamos juntos, aunque no estemos más que acostados el uno al lado del otro.


- Sí, pero estoy avergonzada. Creo que esto me pasa por las cosas que me hicieron. No por lo que hayamos hecho tú y yo.


- No hablemos de ello.


- Yo tampoco quisiera hablar de eso. Pero es que no puedo soportar la idea de fallarte esta noche, y había pensado pedirte perdón.


- Escucha, conejito -dijo él-, todas esas cosas son pasajeras y luego no hay ningún problema. Pero para sí pensó que no era la buena suerte que había esperado para la última noche.


Luego sintió vergüenza, y dijo:


- Apriétate contra mí, conejito; te quiero tanto sintiéndote a mi lado, así, en la oscuridad, como cuando te hago el amor.


- Estoy muy avergonzada, porque pensé que esta noche podría ser como lo de allá arriba, cuando volvíamos del campamento del Sordo.


- ¡Qué va! -contestó él-; eso no es para todos los días. Pero me gusta esto tanto como lo otro. -Mentía para ahuyentar el desencanto.- Estaremos aquí juntos y dormiremos. Hablemos un rato. Sé muy pocas cosas de ti.


- ¿Quieres que hablemos de mañana y de tu trabajo? -preguntó ella-. Me gustaría entender bien lo que tienes que hacer.


- No -dijo él, y arrellanándose en toda la extensión de la manta se estuvo quieto, apoyando su mejilla en el hombro de ella, y el brazo izquierdo bajo la cabeza de la muchacha-. Lo mejor será no hablar de lo de mañana ni de lo que ha pasado hoy. Así no nos acordaremos de nuestros reveses, y lo que tengamos que hacer mañana se hará. No estarás asustada…


- ¡Qué va! -exclamó ella-; siempre estoy asustada. Pero ahora siento tanto miedo por ti, que no me queda tiempo para acordarme de mí.


- No debes estarlo, conejito. Yo he estado metido en peores andanzas que ésta -mintió él. Y entregándose repentinamente al lujo de las cosas irreales, agregó-: Hablemos de Madrid y de lo que haremos cuando estemos allí.


- Bueno -dijo ella, y agregó-: Pero, Roberto, estoy apenada por haberte fallado. ¿No hay otra cosa que pueda hacer por ti?


El le acarició la cabeza y la besó, y luego se quedó quieto a su lado, escuchando la quietud de la noche.


- Puedes hablar de Madrid -le dijo, y pensó: «guardaré una reserva para mañana. Mañana voy a necesitar de todo esto. No hay rama de pino en todo el bosque que esté tan necesitada de savia como lo estaré yo mañana. ¿Quién fue el que arrojó la simiente en el suelo, según la Biblia? Onán. Pero no sé lo que pasó después. No me acuerdo de haber oído hablar más de Onán.» Y sonrió en la oscuridad. Luego volvió a rendirse y se dejó llevar de sus ensueños, sintiendo toda la voluptuosidad de la entrega a las cosas irreales. Una voluptuosidad que era como una aceptación sexual de algo que puede venir solamente por la noche, cuando no entra en juego la razón y queda sólo la delicia de la entrega.


- Amor mío -susurró, besándola-. Oye, la otra noche estaba pensando en Madrid y me dije que en cuanto llegase allí te dejaría en el hotel mientras iba a ver a algunos amigos en el hotel de los rusos. Pero no es verdad: no te dejaré sola en ningún hotel.


- ¿Por qué no?


- Porque tengo que cuidarte. No te dejaré jamás. Iremos a la Dirección de Seguridad para conseguirte papeles. Después te acompañaré a comprarte los vestidos que te hagan falta.


- No necesito nada y puedo comprármelos yo sola.


- No, necesitas muchas cosas e iremos juntos. Compraremos cosas buenas y verás lo bonita que estás.


- Yo preferiría que nos quedásemos en el hotel y mandásemos a comprar la ropa. ¿Dónde está el hotel?


- En la Plaza del Callao. Estaremos mucho en nuestro cuarto del hotel. Hay una cama grande con sábanas limpias y en el baño agua caliente. Y hay dos roperos empotrados en la pared. Y yo pondré mis cosas en uno y tú te quedarás con el otro. Y hay ventanas altas y anchas, que dan a la calle, y fuera, en la calle, está la primavera. También conozco sitios; en los que se come bien, que son ilegales, pero buenos, y sé de algunas tiendas en las que aún se puede encontrar vino y whisky. Y en el cuarto guardaremos provisiones para cuando tengamos hambre; tendremos una botella de whisky para mí y a ti te compraré una botella de manzanilla.


- Me gustaría probar el whisky.


- Pero como es muy difícil de conseguir y a ti te gusta la manzanilla…


- Guárdate tu whisky, Roberto -dijo ella-. De veras, te quiero mucho. A ti y a tu whisky, que no tengo derecho a probar. ¡Vaya cochino que estás hecho!


- Bueno, lo probarás. Pero no es bueno para las mujeres.


- Y como yo he tenido solamente cosas que eran buenas para mujeres… -replicó María-. Bueno, y en esa cama, ¿llevaré siempre mi camisón de boda?


- No. Te compraré camisones nuevos y también pijamas, si tú los prefieres.


- Me compraré siete camisones -dijo ella-; uno para cada día de la semana, y a ti te compraré una camisa de boda, una camisa limpia. ¿No llevas nunca la tuya?


- Algunas veces.


- Yo lo tendré todo muy limpio y te serviré whisky con agua, como lo tomabas en el campamento del Sordo. Tendré guardadas aceitunas y bacalao y avellanas, para que comas mientras bebes; y estaremos un mes en ese cuarto sin salir de él. Si es que puedo recibirte -dijo, sintiéndose repentinamente desgraciada.


- Eso no es nada -insistió Robert Jordan-; de verdad, no es nada. Es posible que te quedaras lastimada y ahora tengas una cicatriz que te sigue doliendo. Lo más seguro es que sea eso. Pero esas cosas se pasan. Y además, si fuera algo importante, hay médicos muy buenos en Madrid.


- Pero iba todo tan bien… -dijo ella, en son de excusa.


- Eso es la prueba de que todo irá bien de nuevo.


- Entonces, hablemos de Madrid. -Se acurrucó metiendo sus piernas debajo de las de Robert Jordan y restregó la cabeza contra su espalda.- Pero ¿no crees que voy a resultar muy fea con esta cabeza rapada y vas a tener vergüenza de mí?


- No. Eres muy bonita. Tienes una cara muy bonita y un cuerpo muy hermoso, esbelto y ligero, y tu piel es suave, y del color del oro bruñido, y muchos van a intentar separarte de mí.


- ¡Qué va, separarme de ti! -dijo ella-. Ningún hombre me tocará hasta mi muerte. Separarme de ti, ¡qué va!


- Pues habrá muchos que lo intentarán; ya lo verás.


- Entonces ya verán ellos que te quiero tanto que sería tan peligroso tocarme como meter las manos en un cubo de plomo derretido. Pero, y tú, cuando veas mujeres bonitas que tengan tanta cultura como tú, ¿no sentirás vergüenza de mí?


- Nunca. Y me casaré contigo:


- Si tú lo-quieres -dijo ella-; pero, puesto que no hay ya iglesia, creo que eso no tiene importancia.


- Me gustaría que nos casáramos.


- Si tú lo quieres así… Pero, oye, si vamos alguna vez a otro país en donde haya iglesia, quizá podamos casarnos allí.


- En mi país hay todavía iglesia -dijo él-. Podríamos casarnos allí, si eso significa algo para ti. Yo no me he casado nunca. Así es que no hay problema.


- Me alegro de que no te hayas casado -dijo ella-; pero también me alegro de que conozcas esas cosas de que me has hablado, porque eso prueba que has estado con muchas mujeres, y Pilar dice que los hombres así son los únicos que sirven como maridos. Pero ¿no irás luego con otras mujeres? Porque eso me mataría.


- Nunca he andado con muchas mujeres -dijo él, sinceramente-. Antes de conocerte a ti no creía que fuese capaz de querer tanto a ninguna.


Ella le acarició las mejillas y luego cruzó las manos detrás de su nuca.


- Has debido de conocer a muchas.


- Pero no he querido a ninguna.


- Oye, me ha dicho Pilar que…


- Dime.


- No. Vale más que no te lo diga. Hablemos de Madrid.


- ¿Qué es lo que ibas a decir?


- No tengo ganas de decirlo.


- Es mejor que lo digas si es algo importante.


- ¿Crees que es importante?


- Sí.


- Pero ¿cómo sabes que es importante, si no sabes de qué se trata?


- Por la manera como lo has dicho.


- Bueno, entonces, te lo diré. Me ha dicho Pilar que mañana vamos a morir todos, y que tú lo sabes tan bien como ella; pero que no le das ninguna importancia. No es por criticarte por lo que me ha dicho eso, sino como admirándote.


- ¿Ha dicho eso? -preguntó él. «¡Qué vieja loca!», penso, y luego siguió hablando en voz alta-: Eso son estupideces gitanas. Buenas para las viejas del mercado y los cobardes de café. Son tonterías -sentía cómo el sudor le iba cayendo por debajo de las axilas corriéndole por los brazos y los costados y se dijo: «Tienes miedo, ¿eh?» Y añadió en voz alta-: Es una vieja loca supersticiosa. Sigamos hablando de Madrid.


- Entonces, ¿no es cierto que tú lo sepas?


- Claro que no. No digas semejantes tonterías -replicó, usando de una palabra mucho más gorda para expresarse.


Pero, por mucho que intentase hablar de Madrid no conseguía engañarse de nuevo. Mentía abiertamente a la muchacha y se mentía a sí mismo con el único propósito de pasar la noche de antes de la batalla lo menos desagradablemente posible, y lo sabía. Le gustaba hacerlo; pero la voluptuosidad de la aceptación se había esfumado. Sin embargo, volvió a empezar.


- He estado pensando en tus cabellos -dijo-. Y en lo que podría hacerse con ellos. Como ves, ahora crecen iguales, como la piel de un animal; es muy agradable tocarlos y me gustan mucho. Son muy bonitos tus cabellos, se aplastan bajo la mano y vuelven a erguirse como los trigales al viento.


- Pásame la mano por encima.


El hizo lo que le pedía; luego dejó la mano apoyada en su cabeza y siguió hablando con la boca pegada a la garganta de la muchacha; sentía que se le iba haciendo un nudo en la suya.


- Pero en Madrid podríamos ir juntos al peluquero, y te lo cortaría de una manera hábil, sobre las orejas y la nuca, como los míos, y quedarían mejor para la ciudad, hasta que volvieran a crecer.


- Quisiera parecerme a ti -dijo ella, apretándose contra él-. Y no quisiera cambiar jamás.


- No. Seguirán creciendo y eso sólo serviría para darles mejor aspecto mientras crecen. ¿Cuánto tiempo tardarán en crecer?


- ¿Hasta que sean realmente largos?


- No. Hasta que te lleguen a los hombros. Así es como me gustaría que los llevaras.


- ¿Como la Garbo en el cine?


- Sí -dijo él con voz ronca.


Le volvía impetuosamente el deseo de engañarse a sí mismo y se entregaba por entero a ese placer.


- Crecerán así, caerán sobre tus hombros, rizados en las puntas, como las olas del mar, y serán del color del trigo maduro, y tu rostro del color del oro bruñido, y tus ojos del único color que puede hacer juego con esos cabellos y esa piel: dorados, con manchas oscuras; y yo te echaré la cabeza hacia atrás y te miraré a los ojos, teniéndote muy apretada contra mí.


- ¿Dónde?


- En cualquier parte. En cualquier parte en donde estemos. ¿Cuánto tiempo hará falta para que vuelva a crecerte el pelo?


- No lo sé, porque no me lo había cortado nunca. Pero creo que en seis meses estará lo suficientemente largo como para cubrirme las orejas, y en un año, todo lo largo que tú quieras. Pero ¿sabes lo que haremos antes?


- Dímelo.


- Estaremos en esa cama grande y limpia, en ese famoso cuarto de nuestro famoso hotel, estaremos sentados en esa cama y nos miraremos en el espejo del armario, y primero me miraré yo y luego me volveré así y te echaré los brazos al cuello, así, y luego te besaré así.


Se quedaron callados, muy apretados el uno contra el otro, perdidos en medio de la noche, y Robert Jordan, sintiéndose penetrado de un calor casi doloroso, la sostuvo con fuerza entre sus brazos. Abrazándola, sabía que abrazaba todas las cosas que nunca sucederían y prosiguió diciendo:


- Conejito, no estaremos siempre en ese hotel.


- ¿Por qué?


- Podríamos tomar un piso en Madrid, en la calle que corre a lo largo del Retiro. Conozco a una norteamericana que alquilaba pisos amueblados antes del Movimiento, y sé cómo encontrar un piso como ése, al mismo precio que antes del Movimiento. Hay pisos frente al Retiro, y se ve el parque desde las ventanas: la verja de hierro, los jardines, los senderos de grava, el césped de los recuadros a lo largo del sendero y los árboles de sombra espesa, y las fuentes. Y ahora los castaños estarán en flor. En Madrid podemos pasear por el Retiro y podemos ir en barca por el estanque, si hay de nuevo agua en él.


- ¿Y por qué no había de haber agua?


- Lo vaciaron en noviembre porque era un buen blanco para los bombarderos; pero creo que lo han vuelto a llenar de nuevo. No estoy seguro. Pero aunque no haya agua, podremos pasearnos por el parque detrás del lago. Hay una parte semejante a la selva, con árboles de todos los países del mundo, que tienen su nombre escrito en carteles, y allí pone qué árboles son y de dónde proceden.


- Me gustaría mucho ir al cine -dijo María-; pero esos árboles tienen que ser muy interesantes y me aprenderé contigo todos sus nombres, si puedo acordarme de ellos.


- No es como un museo -dijo Robert Jordan-; crecen libremente y hay colinas en el parque, en una parte que es como una selva virgen. Y más abajo está la feria de los libros, con centenares de barracas de libros viejos, a lo largo de las aceras y ahora, desde que empezó el Movimiento, pueden encontrarse muchos libros que provienen del saqueo de las casas demolidas por los bombardeos y de las casas de los fascistas. Esos libros los han llevado a la feria los que los han robado. Si tuviera tiempo en Madrid, podría pasarme todo el día o todos los días entre libros viejos, como hacía antes del Movimiento.


- Mientras tú estés en la feria de los libros, yo me ocuparé del piso -dijo María-. ¿Habrá medio de hacerse con una criada?


- Seguramente que sí. Yo podría hablar con Petra, que está en el hotel, si te gusta. Guisa muy bien y es muy limpia. He comido allí con periodistas para quienes ella guisaba. Tienen cocinas eléctricas en las habitaciones.


- Como tú quieras -dijo María-. O bien podría yo buscar otra. Pero ¿estarás fuera a menudo por culpa de tu trabajo? ¿No querrán que vaya contigo para un trabajo como éste?


- Quizá pudiera encontrar alguna cosa que hacer en Madrid. Hace tiempo que estoy metido en este trabajo y estoy luchando desde los comienzos del Movimiento. Es posible que me den ahora alguna cosa que hacer en Madrid. No lo he pedido nunca. Siempre he estado en el frente o en trabajos como éste. ¿Sabes que hasta que te encontré no he pedido nunca nada? ¿Ni deseado ninguna cosa, ni pensado en nada que no fuese el Movimiento y en ganar esta guerra? Es verdad que he sido muy puro en mis ambiciones. He trabajado mucho y ahora te quiero -dijo abandonándose por entero a lo que no sería nunca-, te quiero tanto como a todo aquello por lo que hemos peleado. Te quiero tanto como a la libertad, a la dignidad y al derecho de todos los hombres a trabajar y a no tener hambre. Te quiero como quiero a Madrid, que hemos defendido, y como quiero a todos mis camaradas que han muerto. Y han muerto muchos. Muchos. Muchos. No puedes imaginarte cuántos. Pero te quiero como quiero a lo que más quiero en el mundo. Y te quiero todavía más. Te quiero mucho, conejito. Más de lo que pueda decirte. Pero te digo esto para intentar que tengas una idea. No he tenido nunca mujer, y ahora te tengo a ti y soy feliz.


- Seré para ti una mujer todo lo buena que pueda -dijo María-. No me han enseñado muchas cosas, es verdad; pero intentaré aprenderlas. Si vivimos en Madrid, me parecerá muy bien. Si tenemos que irnos a otra parte, me parecerá muy bien. Si no vivimos en ninguna parte y yo puedo ir contigo, todavía mejor. Si vamos a tu país, intentaré hablar el inglés como el más inglés que haya en el mundo. Me fijaré en lo que hacen los demás y procuraré hacerlo como ellos.


- Resultarás muy cómica.


- Seguramente. Cometeré faltas, pero tú me las dirás y no las cometeré dos veces, o quizá las cometa dos veces, pero nada más. Luego, en tu país, si echas de menos nuestra cocina, yo guisaré para ti. Y además iré a una buena escuela para aprender a ser una buena ama de casa, si hay escuelas para eso, y trabajaré mucho.


- Hay escuelas para eso, pero tú no tienes necesidad de ir.


- Pilar me ha dicho que creía que hay escuelas así en tu país. Lo ha leído en un artículo de una revista. También me ha dicho que tendría que aprender a hablar inglés y a hablarlo bien, para que tú no sientas nunca vergüenza de mí.


- ¿Cuándo te ha dicho eso?


- Hoy, mientras hacíamos el equipaje. Me ha hablado todo el tiempo de lo que tendría que hacer para ser tu mujer.


«Creo que Pilar sueña también con Madrid», pensó Robert Jordan, y dijo:


- ¿Qué te ha dicho además de eso?


- Que tengo que cuidar de mi cuerpo y cuidar de mi línea como si fuera un torero. Me ha dicho que eso era muy importante.


- Es verdad -dijo Robert Jordan-; pero no tienes que preocuparte de eso en muchos años.


- Sí. Pilar dice que entre las mujeres de nuestra raza hay que tener siempre mucho cuidado porque a veces ocurre eso de golpe. Me ha dicho que en otros tiempos ella era tan esbelta como yo, pero que en su época las mujeres no hacían gimnasia. Me ha dicho qué movimientos tengo que hacer y también que no coma demasiado. Me ha dicho lo que no tenía que comer. Pero se me ha olvidado. Tendré que volvérselo a preguntar.


- Patatas -dijo él.


- Sí -continuó ella-. Patatas y cosas fritas. Y luego, cuando le dije que sentía dolor, me dijo que no debería hablarte de ello y que debería soportar el dolor sin decirte nada. Pero te lo he dicho porque no quiero engañarte nunca y tenía miedo de que tú pudieras pensar que no compartimos ya el mismo placer y que lo que sucedió arriba, en el valle, no había sucedido nunca.


- Has hecho bien diciéndomelo.


- ¿No es verdad? Pero estoy muy avergonzada y haré todo lo que quieras que haga. Pilar me ha hablado de las cosas que pueden hacerse con un marido.


- No es preciso hacer nada. Lo que tenemos lo tenemos juntos y lo guardaremos bien. Te quiero así, como estás ahora; te quiero acostada junto a mí y tocarte y sentir que estás realmente ahí y cuando estés en condiciones lo haremos todo.


- Pero ¿no tienes deseos que yo no pueda satisfacer? Pilar me ha explicado eso.


- No. Nuestros deseos los compartiremos juntos. No tengo más deseos que los tuyos.


- Eso me tranquiliza. Pero quiero que sepas que haré todo lo que me pidas. Sólo que tendrás que decírmelo, porque soy muy ignorante y no he entendido claramente lo que me ha dicho. Me daba vergüenza preguntárselo, aunque ella sabe muchísimas cosas.


- Conejito -dijo-, eres maravillosa.


- ¡Qué va! -dijo ella-; pero he tratado de aprender en un día todo lo que una mujer tiene que saber, mientras levantábamos el campamento y hacíamos los preparativos para una batalla y se estaba librando otra batalla ahí abajo. Es una cosa difícil, y si cometo pifias tienes que decírmelo, porque te quiero mucho. Quizá recuerde las cosas de manera equivocada, y muchas de las que me ha dicho Pilar eran muy complicadas.


- ¿Qué es lo que te ha dicho ella?


- Pues tantas cosas, que no me acuerdo de ninguna. Me ha dicho que podía contarte todo lo que me han hecho si alguna vez me atrevo a pensar en ello, porque eres bueno y lo comprenderías. Pero que era preferible que no te lo dijese, a menos que por callarlo me vuelvan las ideas negras, como antes, y que entonces quizá me zafara de ellas contándotelo.


- ¿Es que te afliges mucho en estos momentos?


- No. Desde la primera vez que estuvimos juntos es como si todo aquello jamás hubiera sucedido. Sigo sintiendo pena por mis padres. Pero quisiera que supieses una cosa para tu amor propio, si es que tengo que ser tu mujer: No he cedido nunca a ninguno. Me he resistido siempre y cada vez que lo hicieron se necesitaron dos para obligarme. Uno se sentaba sobre mi cabeza y me sujetaba. Te lo digo para tu amor propio.


- Mi amor propio está en ti. No hables más de eso.


- No. Hablo del amor propio que tienes que sentir por tu mujer. Y otra cosa. Mi padre era el alcalde del pueblo, un hombre honrado. Mi madre era una mujer honrada y una buena católica, y la mataron con mi padre por las ideas políticas de mi padre, que era republicano. Vi cómo los mataban a los dos. Mi padre dijo: «¡Viva la República!» cuando le fusilaron, de pie, contra las tapias del matadero de nuestro pueblo. Mi madre que estaba de pie, contra la misma tapia, dijo: «¡Viva mi marido, el alcalde de este pueblo!» Yo aguardaba que me matasen a mí también y pensaba decir: «¡Viva la República! y ¡Vivan mis padres!» Pero no me mataron. En lugar de matarme me hicieron cosas. Oye, voy a contarte una de las cosas que me hicieron, porque nos afecta a los dos. Después del fusilamiento en el matadero, nos reunieron a todos los parientes de los muertos que habíamos presenciado la escena sin ser fusilados y, de vuelta del matadero, nos hicieron subir por la cuesta, hasta la plaza del pueblo. Casi todos lloraban. Pero algunos estaban atontados por lo que habían visto y se les habían secado las lágrimas. Yo misma no podía llorar. No me daba cuenta de lo que pasaba porque solamente tenía ante mis ojos el cuadro de mi padre y de mi madre en el momento de su fusilamiento. Y la voz de mi madre diciendo: «¡Viva mi marido, el alcalde de este pueblo!», me sonaba en los oídos como un grito que no se apagaba y se repetía continuamente. Porque mi madre no era republicana, y por eso no había gritado ¡Viva la República!, sino solamente viva mi padre, que estaba allí, de bruces, a sus pies.


»Pero lo que gritó lo dijo en voz muy alta, como si fuera un grito, y en seguida la fusilaron. Y cuando cayó quise acercarme, separándome de la fila; pero estábamos todos atados, los unos a los otros. El fusilamiento lo llevó a cabo la Guardia civil, y los guardias se quedaron esperando a los demás que tenían que fusilar; pero los falangistas nos alejaron, haciéndonos subir la cuesta. Los guardias civiles se quedaron allí apoyando sus fusiles contra la pared junto a los cuerpos caídos, íbamos atados de las muñecas, en una larga fila de muchachas y mujeres, y nos condujeron por las calles hasta llegar a la plaza, y en la plaza nos hicieron detenernos junto a la barbería, que estaba frente al Ayuntamiento.


»Cuando llegamos allí, los dos hombres que nos custodiaban nos miraron, y uno de ellos dijo: "Esta es la hija del alcalde". Y el otro ordenó: "Comenzad por ella". Entonces cortaron la cuerda que me ataba las muñecas y uno de ellos dijo: "Volved a atar la cuerda". Los dos que habían ido custodiándonos me cogieron en volandas y me obligaron a entrar en la barbería, me dejaron caer de golpe en el sillón del barbero y me forzaron a quedarme allí.


»Yo veía mi cara en el espejo de la barbería y las caras de los que me sujetaban y las caras de otros tres que se inclinaban sobre mí, sin reconocer a ninguno. En el espejo me veía yo y los veía a ellos, pero ellos sólo me veían a mí. Tenía la impresión de hallarme en el sillón de un dentista y estar rodeada de varios dentistas, todos locos. Apenas podía reconocer mi propia cara, ya que el dolor me la había desfigurado. Pero yo me miraba y sabía que era yo. Mi dolor y mi pena eran tan grandes, que no sentía ningún temor, sino solamente una pena enorme.


»Por entonces llevaba yo el cabello sujeto en dos grandes trenzas y según miraba yo en el espejo, uno de los hombres me levantó una de las trenzas y tiró de ella, con tanta fuerza, que, a pesar de mi pena, sentí dolor y luego, de un solo navajazo, me la cortó muy cerca de la raíz del cabello. Me vi en el espejo con una sola trenza y con un corte donde había estado la otra. Después me cortó la otra, aunque sin tirar de ella, y me hizo un tajo en la oreja con la navaja, y pude ver que la sangre me corría. Puedes notar la cicatriz pasándome el dedo por encima.


- Sí, pero ¿no sería mejor no hablar de estas cosas?


- No es nada. No te contaré las cosas malas. Así, pues, me habían cortado las dos trenzas, muy cerca de la raíz del cabello, y los otros se reían; pero yo no sentía siquiera el dolor del tajo que me habían hecho en la oreja. Y el que me había cortado las trenzas se paró frente a mí y comenzó a golpearme la cara con ellas, mientras los otros dos me sujetaban y me gritaba él: "Así es como hacemos monjas rojas. Esto te enseñará a unirte con tus hermanos proletarios. Mujer del Cristo Rojo".


»Y me golpeó una y otra vez con las trenzas que habían sido mías y luego me las metió en la boca y me las ató al cuello, anudándomelas en la nuca como si fuera una mordaza, mientras los que me estaban sujetando se reían. Y también se reían todos los demás; y cuando los vi reírse por el espejo comencé a llorar; porque hasta entonces me había quedado demasiado helada por el fusilamiento y no podía llorar.


»Luego, el que me había amordazado, me pasó una máquina de afeitar por la cabeza, primero desde la frente hasta la nuca y después de oreja a oreja, y por toda la cabeza. Y me mantenían sujeta, de tal modo que no había más remedio que verme en el espejo del barbero mientras me hacían eso, y aun cuando lo veía no podía creerlo, y lloraba y lloraba sin apartar los ojos del espejo, en donde se reflejaba mi cara horrorizada, con la boca abierta, amordazada con las trenzas, mientras mi cabeza iba saliendo rapada de la maquinilla. Y cuando el que había estado rapándome concluyó, sacó una botellita de yodo de uno de los estantes de la barbería (al barbero ya le habían matado porque pertenecía al sindicato y su cadáver estaba tirado a la puerta de la barbería y tuvieron que levantarme para pasar por encima), y con la varilla de cristal que traen las botellas de yodo, me pintó la oreja en el lugar en donde me había hecho el tajo, y, a pesar de mi pena y del dolor que sentía, noté la quemazón del yodo.


»Después dio media vuelta, se detuvo frente a mí y, usando siempre la misma varilla, me escribió con yodo en la frente las letras U. H. P. trazándolas lenta y cuidadosamente, como si fuera un artista. Y yo ya no lloraba, porque mi corazón se había helado, pensando en mi padre y en mi madre, y veía que lo que me estaba pasando no era nada comparado con aquello.


»Cuando terminó de dibujarme las letras en la frente, el falangista retrocedió dos pasos, para contemplar su obra, y volvió a dejar la botella de yodo donde estaba, y empuñando la máquina de cortar el pelo, gritó: "La siguiente". Y me sacaron de la barbería, llevándome sujeta de los brazos, y al salir tropecé con el cadáver del barbero, que aún seguía tirado en el portal, de espaldas, con la cara grisácea vuelta al cielo. Y casi me di de narices con Concepción García, mi mejor amiga, a la que llevaban entre dos hombres; y al pronto no me reconoció, pero al darse cuenta de que era yo, comenzó a gritar y pude oír sus chillidos todo el tiempo que me estuvieron paseando por la plaza y mientras me hacían subir la escalera del Ayuntamiento, hasta llegar al despacho de mi padre, en donde me tumbaron sobre el diván. Y fue allí donde me hicieron las cosas malas.


- Conejito mío -dijo Robert Jordan, estrechándola con toda la delicadeza que pudo, aunque estaba por dentro saturado de todo el odio de que era capaz-. No me cuentes más, porque no puedo aguantar el odio que siento.


Ella se había quedado rígida y fría en sus brazos.


- No, nunca te hablaré ya de estas cosas. Pero son gentes malas y me gustaría ayudarte a matar a unos cuantos, si pudiera. Te he contado eso únicamente por respeto a tu amor propio, ya que he de ser tu mujer, y para que puedas comprenderlo.


- Has hecho bien en contármelo -dijo él-; porque mañana, si tenemos suerte, mataremos a muchos.


- Pero ¿mataremos falangistas? Ellos fueron los que lo hicieron.


- Esos no pelean -replicó él sombríamente-. Matan en la retaguardia. No son ésos los que encontramos en las batallas.


- Pero, ¿no podríamos matar a algunos de ellos de alguna manera? Me gustaría mucho matar a algunos.


- Yo he matado ya a algunos -dijo él-; y volveré a matar a algunos más. En el asalto de los trenes hemos matado a varios.


- Me gustaría ir contigo a atacar un tren -dijo María-. Cuando atacaron el tren, que fue cuando Pilar pudo rescatarme, yo estaba medio loca. ¿No te han contado cómo estaba?


- Sí. Pero no hables más de eso.


- Tenía la cabeza como embotada y no hacía más que llorar. Pero hay otra cosa que tengo que decirte. Es menester. Puede que, si te la cuento, no quieras casarte conmigo; pero, Roberto, si no quieres casarte conmigo, ¿no podríamos, de todas formas, seguir viviendo juntos?


- Me casaré contigo.


- No. Había olvidado eso. Quizá no debas casarte conmigo. Quizá no pueda yo tener nunca un hijo ni una hija; porque Pilar dice que con todas las cosas que me pasaron, con las cosas que me hicieron, yo debiera haberlo tenido. Tenía que decirte esto. ¡Oh, no sé cómo he podido olvidarlo!


- Eso no tiene ninguna importancia, conejito. Primero porque puede no ser así. Eso únicamente puede saberlo un médico. Y luego, yo no tengo el menor interés en traer un hijo o una hija a este mundo, tal como está ahora. Y además, todo mi cariño es para ti.


- Me gustaría tener un hijo o una hija de ti -dijo ella-, y, por otra parte, ¿cómo iba a mejorar el mundo si no hay hijos nuestros, de todos los que luchamos contra los fascistas?


- Tú -dijo él-, yo te quiero a ti; ¿has comprendido? Y ahora, vamos a dormir, conejito; porque tengo que levantarme mucho antes de que amanezca, y en este mes amanece muy temprano.


- Entonces, ¿no hay inconveniente respecto a lo último que te he dicho? ¿Podremos casarnos a pesar de todo?


- Estamos ya casados. Me caso contigo ahora mismo. Tú eres mi mujer. Pero duérmete ahora, conejito, porque nos queda muy poco tiempo.


- ¿Y estaremos realmente casados? ¿No será sólo hablar y hablar?


- De verdad.


- Entonces me dormiré y volveré a pensar en ello si me despierto.


- Yo también.


- Buenas noches, marido mío.


- Buenas noches, mujercita mía.


Oyó que su respiración se hacía más firme y regular y se dio cuenta de que se había dormido; se quedó despierto, sin moverse, para no despertarla. Pensó en todo lo que ella no le había contado y permaneció allí, sintiendo revivir su odio y dichoso ante la idea de que al día siguiente mataría.


«No obstante, no tengo que hacer de eso una cuestión personal. Pero ¿cómo impedirlo? Sé que nosotros también hemos hecho cosas atroces. Pero fue porque nosotros éramos gentes ineducadas y no sabíamos hacerlo mejor. Ellos lo hicieron deliberadamente. Los que así obraron son el último retoño de lo que su educación ha producido. Son la flor y nata de la caballerosidad española. ¡Qué gentes han sido! ¡Qué hijos de mala madre, desde Cortés, Pizarro, Menéndez de Avilés hasta Enrique Lister y Pablo! ¡Y qué gente tan maravillosa! No hay nada mejor ni peor en el mundo. No hay gente más amable ni gente más cruel. ¿Y quién sería capaz de comprenderlos? Yo, no; porque si los comprendiera se lo perdonaría todo. Comprender es perdonar. Esto no es verdad. Se ha exagerado la idea del perdón. El perdón es una idea cristiana, y España no ha sido nunca un país cristiano. Ha tenido siempre una idea especial y su idolatría particular dentro de la Iglesia. Otra Virgen más. Supongo que fue por eso por lo que tuvieron que destruir las vírgenes de sus enemigos. Seguramente, este sentimiento era más profundo en ellos, en los fanáticos religiosos españoles, que entre la gente del pueblo. La gente del pueblo se apartó de la Iglesia porque la Iglesia era el Gobierno y el Gobierno ha sido siempre algo podrido en este país. Este fue el único país adonde no llegó nunca la Reforma. Está pagando ahora la Inquisición, y es justo.»


Bueno, aquello era algo como para pensar un rato. Algo como para impedir al espíritu que se preocupase demasiado por su trabajo. Y en todo caso era más sano que pretender engañarse. ¡Cómo lo había pretendido aquella noche! Y Pilar estuvo queriendo hacer lo mismo todo el día. Seguro. ¿Y si morían al día siguiente? ¿Qué importaba, mientras el puente volase como era debido?


Eso era todo lo que tenían que hacer al día siguiente.


Morir no tenía ninguna importancia. No se puede hacer indefinidamente esa clase de trabajo. No se está destinado a vivir indefinidamente. «Quizás haya tenido toda una vida en tres días -pensó-. Si eso es así, hubiera preferido pasar esta última noche de una manera distinta. Pero las últimas noches nunca son buenas. No son nunca buenas las últimas nadas. Sí, las últimas palabras son buenas a veces. ¡Viva mi marido, que es el alcalde de este pueblo! Aquello sí que fue bueno.»


Sabía que había sido bueno, porque al repetirlo sentía un escalofrío por todo el cuerpo. Se inclinó para besar a María, que no se despertó. Muy quedamente, le dijo en inglés: «Me gustaría casarme contigo, conejito. Y estoy muy orgulloso de tu familia.»


Capítulo treinta y dos





Aquella noche, en Madrid, había mucha gente en el Hotel Gaylord. Un coche, con los faros pintados con una lechada de cal azulosa, entró por la puerta cochera y un hombrecillo con botas negras de montar, pantalones grises y chaqueta del mismo color, abrochada hasta el cuello, salió del coche, hizo un saludo a los dos centinelas, y luego con la cabeza al hombre de la policía secreta, que estaba sentado ante la mesa del portero, y se metió en el ascensor. Había otros dos centinelas sentados a uno y otro lado del vestíbulo de mármol, se contentaron con levantar los ojos cuando el hombrecillo pasó delante de ellos para meterse en el ascensor. Tenían la consigna de cachear a todos los que no conocieran, pasándoles las manos por los costados, por debajo de las axilas y palpándoles los bolsillos, para descubrir si el recién llegado llevaba pistola, en cuyo caso pasaba a manos del agente de la policía secreta que hacía de portero. Pero los centinelas conocían bien al hombrecillo de pantalones de montar y apenas si levantaron la vista cuando pasó.


El apartamento que ocupaba en el Gaylord estaba atiborrado al entrar él. Había gentes de pie y gentes sentadas que conversaban animadamente como en cualquier salón burgués; bebían vodka, whisky con soda o cerveza, en vasitos que llenaban de una gran jarra. Varios de esos hombres iban de uniforme, otros llevaban chaquetones de sport o de cuero; tres de las cuatro mujeres que se encontraban en la reunión iban vestidas de calle; pero la cuarta, morena y flaca, vestía uniforme de miliciana, de corte severo, y calzaba altas botas, que asomaban por debajo de la falda.


Al entrar en la habitación, Karkov se dirigió en seguida hacia la mujer del uniforme, inclinándose ante ella y estrechándole la mano. Era su esposa. Le dijo algo en ruso, que nadie entendió, y por unos instantes, la insolencia que iluminaba sus pupilas en el momento de entrar desapareció. Luego volvió a encenderse al distinguir la cabeza color de caoba y el rostro amorosamente lánguido de la jovencita de espléndida figura que era su amante. Se acercó a ella con pasos cortos y decididos, se inclinó y le estrechó la mano de manera que nadie hubiera podido asegurar que no fuese un remedo del saludo dirigido a su esposa. Su mujer no le siguió con la mirada al cruzar la habitación; estaba de pie, junto a un oficial español, alto y bien parecido, con el que hablaba en ruso.


- Tu gran amor está engordando -dijo Karkov a la pelirroja-. Todos nuestros héroes están engordando al acercarse el segundo año de la guerra. -No miraba al hombre del que estaban hablando.


- Eres tan feo, que tendrías celos hasta de un sapo -le replicó ella alegremente hablando en alemán-. ¿Podré ir mañana contigo a la ofensiva?


- No. Además, no hay ninguna ofensiva. -Todo el mundo lo sabe -dijo ella-. No seas tan misterioso. Dolores va; yo iré con ella o con Carmen. Montones de gentes piensan ir.


- Ve con quien quiera cargar contigo -repuso Karkov-. No seré yo.


Luego, mirándola, le dijo muy en serio:


- ¿Quién te ha hablado de eso? Dímelo con toda franqueza.


- Richard -dijo ella, tan seria como él. Karkov se encogió de hombros y se alejó bruscamente.


- Karkov -le llamó un hombre de mediana estatura, de cara pesada y grisácea, grandes ojos hinchados, belfo prominente con voz de dispéptico.


- ¿Conoces la noticia?


Karkov se acercó a él y el hombre prosiguió:


- Acabo de enterarme. No hace siquiera diez minutos. Es maravilloso. Los fascistas han estado peleándose entre ellos todo el día, cerca de Segovia. Han tenido que reprimir las revueltas con ametralladoras y fusiles automáticos. Esta tarde han bombardeado a sus propias tropas con aviones.


- ¡Ah!, ¿sí? -exclamó Karkov.


- Así es -dijo el hombre de los ojos hinchados-. La propia Dolores me lo ha dicho. Vino a contarlo en un estado de exaltación como nunca la había visto. La veracidad de la noticia le iluminaba la cara. Esa magnífica cara que tiene -dijo, escuchándose mientras hablaba.


- Esa magnífica cara -repitió Karkov sin ninguna expresión en su voz.


- Si hubieras podido oírla… -dijo el hombre de los ojos hinchados-. Las palabras surgían de su boca irradiando una luz que no es de este mundo. Su voz tenía el acento mismo de la verdad. Voy a hacer un artículo para Izvestia. Ha sido para mí uno de los momentos cumbres de la guerra, cuando la he oído hablar con esa voz magnífica en que se mezclan la piedad, la compasión y la sinceridad. La bondad y la sinceridad irradian en ella como de una verdadera santa del pueblo. Por algo la llaman la Pasionaria.


- Por algo será -dijo Karkov, con voz opaca-. Pero harías mejor escribiendo tu artículo para Izvestia ahora mismo, antes de olvidar esa preciosa frase final.


- Es una mujer sobre la que no se puede bromear. Ni siquiera un cínico como tú -añadió el hombre de los ojos hinchados-. Si hubieras estado aquí y hubieras podido oír su voz y ver su rostro…


- Esa magnífica voz -dijo Karkov-. Ese magnífico rostro. Escribe todo eso. No me lo cuentes. No derroches párrafos enteros conmigo. Vete a escribir todo eso inmediatamente.


- No en este momento.


- Creo que sería mejor -dijo Karkov. Se quedó mirándole y luego apartó la mirada de él. El hombre estuvo allí unos instantes, con el vaso de vodka en la mano y los ojos entornados, perdidos en la admiración de lo que había oído. Y luego se marchó de la habitación para ir a escribir.


Karkov se acercó a otro hombre de unos cuarenta y ocho años, pequeño, grueso, de rostro jovial, con ojos azules, cabellos rubios, que empezaban a hacerse ralos, y boca sonriente, sombreada por un breve bigote duro y amarillento. Era general de división y húngaro.


- ¿Estabas aquí cuando vino Dolores? -preguntó Karkov al hombre.


- Sí.


- ¿De qué se trata?


- De algo sobre que los fascistas se pelean entre ellos. Muy hermoso, si fuera verdad.


- Se habla demasiado de lo de mañana.


- Es un escándalo. Todos los periodistas debieran ser fusilados, así como la mayoría de la gente que está en esta habitación. Y, sin duda alguna, ese increíble intrigante alemán de Richard. El que ha dado a ese Függler de domingo el mando de una brigada, debería ser fusilado. Puede que tú y yo debiéramos ser fusilados también.


- Es muy posible -dijo el general, riendo-; pero no vayas a sugerirlo.


- Es una cosa de la que no me gusta hablar -dijo Karkov-. Ese americano que viene por aquí algunas veces está allí. Le conoces: Jordan, el que trabaja con los grupos de guerrilleros. Se encuentra allí donde se supone que han ocurrido esas cosas de que tanto se habla.


- Entonces debiéramos tener un informe esta noche -dijo el general-. No me quieren mucho por allí; si no, iría yo a buscar informes. Ese Jordan trabajó con Golz. ¿No es así? Tú verás a Golz mañana.


- Mañana, a primera hora.


- Mantente alejado de él, si la cosa no va bien -dijo el general-. Os detesta a vosotros, los periodistas, tanto como yo. Pero tiene mejor carácter.


- Sin embargo, acerca de lo de los fascistas… -Probablemente los fascistas estaban haciendo maniobras -dijo el general, sonriendo-. Bueno, ahora se verá si Golz es capaz de hacerlos maniobrar. Que Golz pruebe a hacerlo. Nosotros los hemos hecho maniobrar bien en Guadalajara.


- Me he enterado de que tú vas a hacer también un viaje -dijo Karkov, dejando al descubierto su mala dentadura al sonreír. El general se irritó en seguida.


- ¿Yo también? Ahora es de mí de quien se habla. Y de todos nosotros. ¡Qué puerco chismorreo de comadres! Un hombre que supiera tener la boca cerrada en este país podría salvarle a condición de que creyera en-él.


- Tu amigo Prieto sabe tener la boca cerrada.


- Pero no cree que pueda ganarse la guerra. ¿Y cómo puede ganarse la guerra, si no se cree en el pueblo?


- Busca tú la respuesta -dijo Karkov-. Yo me voy a la cama.


Salió de la habitación llena de humo y de voces y se fue al dormitorio; se sentó en la cama y se quitó las botas. Como aún oía las voces, cerró bien la puerta y abrió la ventana. No se tomó el trabajo de desnudarse, porque tenía que salir a las dos de la madrugada para Colmenar, Cercedilla y Navacerrada, hasta el lugar del frente en que Golz iba a atacar.


Capítulo treinta y tres





Eran las dos de la madrugada cuando Pilar le despertó. Al sentir la mano en el hombro creyó al pronto que era María y volviéndose hacia ella, le dijo: «Conejito». Pero la enorme mano de Pilar le sacudió hasta despertarle por completo. Echó mano a la pistola, que tenía pegada a su pierna derecha, desnuda, y en pocos segundos estuvo él tan dispuesto como su propia pistola a la que había descorrido el seguro.


Reconoció a Pilar en la oscuridad y, mirando la esfera de su reloj, en la que las dos agujas formaban un ángulo agudo, vio que no eran más que las dos, y dijo:


- ¿Qué es lo que te pasa, mujer?


- Pablo se ha marchado.


Robert Jordan se puso los pantalones y se calzó. María no llegó a despertarse.


- ¿Cuándo? -preguntó.


- Debe de hacer una hora.


- ¿Y que más?


- Se ha llevado algunas cosas tuyas -dijo la mujer con aire desolado.


- ¿El qué?


- No lo sé. Ven a verlo.


Anduvieron en la oscuridad hasta la entrada de la cueva y se agacharon para pasar por debajo de la manta. Robert Jordan siguió a Pilar hasta el interior, en donde se mezclaban los olores de la ceniza, del aire cargado de humo y del sudor de los que allí dormían, alumbrándose con la linterna eléctrica, para no tropezar con ninguno. Anselmo se despertó y dijo:


- ¿Es la hora?


- No -susurró Robert Jordan-. Duerme, viejo.


Las dos mochilas estaban a la cabecera de la cama de Pilar, separadas del resto de la cueva por una manta que hacía de cortina. Del lecho se expandía un olor rancio y dulzón como el de los lechos de los indios. Robert Jordan se arrodilló y enfocó con la linterna las dos mochilas. Cada una de ellas tenía un tajo de arriba abajo. Con la lámpara en la mano izquierda, Robert Jordan palpó con la derecha la primera mochila. Era la mochila en donde guardaba el saco de dormir y lógicamente tenía que hallarse vacía; pero estaba demasiado vacía. Había dentro aún algunos hilos, pero la caja de madera cuadrada había desaparecido. Igualmente la caja de habanos, con los detonadores cuidadosamente empaquetados. Y la caja de hierro de tapa atornillada con los cartuchos y las mechas.


Robert Jordan metió la mano en la otra mochila. Estaba todavía llena de explosivos. Quizá faltara algún paquete.


Se irguió y se quedó mirando a Pilar. Un hombre al que se despierta antes de tiempo puede experimentar una sensación de vacío cercana al sentimiento de desastre, y Jordan experimentaba esa sensación, multiplicada por mil.


- A eso llamas tú guardar mi equipo -dijo.


- He dormido con la cabeza encima y tocándolo con un brazo -aseguró Pilar.


- Has dormido bien.


- Oye -dijo Pilar-, se ha levantado a medianoche y yo le he preguntado: «¿Adonde vas, Pablo?» «A orinar, mujer», me dijo, y volví a dormirme. Cuando me desperté no sabía cuánto tiempo había pasado; pero, como no estaba, pensé que se había ido a echar un vistazo a los caballos, como de costumbre. Luego -prosiguió ella desconsolada- como no volvía empecé a inquietarme y toqué las mochilas para estar segura de que todo estaba en orden, y vi que habían sido rajadas, y me fui a buscarte.


- Vamos -dijo Robert Jordan.


Salieron y era aún noche tan cerrada que no se advertía la proximidad de la mañana.


- ¿Ha podido escaparse con los caballos por otro sendero?


- Hay dos senderos más.


- ¿Quién está arriba?


- Eladio.


Robert Jordan no dijo nada hasta el momento en que llegaron a la pradera, en donde guardaban los caballos. Había tres mordisqueando la hierba. El bayo grande y el tordillo no estaban.


- ¿Cuánto tiempo hace que salió, según tú?


- Debe de hacer una hora.


- Entonces no hay nada que hacer -dijo Robert Jordan-. Voy a coger lo que queda de mis mochilas y me voy a acostar.


- Yo te las guardaré.


- ¡Qué va! ¿Que vas a guardármelas tú? Ya me las has guardado una vez.


- Inglés -dijo la mujer-, siento todo esto lo mismo que tú. No hay nada que no hiciera para devolverte tus cosas. No tienes necesidad de insultarme. Hemos sido engañados los dos por Pablo.


Mientras decía esto, Robert Jordan se dio cuenta de que no podía permitirse el lujo de mostrar la menor acritud, de que de ningún modo podía reñir con aquella mujer. Tenía que trabajar con ella, en el día que comenzaba y del que ya habían pasado más de dos horas.


Puso una mano sobre su hombro:


- No tiene importancia, Pilar. Lo que falta no es muy importante. Improvisaremos algo que haga el mismo servicio.


- Pero ¿qué es lo que se ha llevado?


- Nada, Pilar; lujos que se permite uno de vez en cuando.


- ¿Era una parte del mecanismo para la explosión?


- Sí, pero hay otras formas de producirla. Dime, ¿no tenía Pablo mecha y fulminante? Con toda seguridad, le habrían equipado con ello.


- Y se los ha llevado también -dijo ella, acongojada-. Fui en seguida a ver si estaban, pero se los ha llevado también.


Volvieron por entre los árboles hasta la entrada de la cueva.


- Vete a dormir -dijo él-. Estaremos mejor sin Pablo.


- Voy a ver a Eladio.


- No vale la pena; se ha debido de ir por otro camino.


- Iré, de todos modos. Te he fallado por mi falta de inteligencia.


- No -dijo él-. Vete a dormir, mujer. Hay que ponerse en marcha a las cuatro.


Entró en la cueva con ella y volvió a salir, llevando entre los brazos las dos mochilas, con mucho cuidado, de manera que no se cayera nada por las hendiduras.


- Déjame que te las cosa.


- Antes de salir -dijo él suavemente-. No me las llevo por molestarte, sino por dormir tranquilo.


- Necesitaré tenerlas muy temprano, para coserlas.


- Las tendrás muy temprano -dijo-. Vete a dormir Pilar.


- No -dijo ella-. He faltado a mi deber, te he faltado a ti y he faltado a la República.


- Vete a dormir, Pilar -le dijo él, con dulzura-. Vete a dormir.


Capítulo treinta y cuatro





Los fascistas ocupaban las crestas de las montañas. Luego había un valle que no ocupaba nadie, a excepción de un puesto fascista instalado en una granja, de la que habían fortificado algunas de sus dependencias y el granero. Andrés, que iba a ver a Golz con el pliego que le había confiado Robert Jordan, dio un gran rodeo en la oscuridad alrededor de ese puesto. Sabía que había una alambrada tendida para que quien tropezase con ella, delatara su presencia disparando el fusil conectado al extremo del alambre, y la buscó en la oscuridad, pasó con cuidado por encima y emprendió el camino por la ribera de un arroyo bordeado de álamos, cuyas hojas se movían con el viento de la noche. Un gallo cantó en la granja en que estaba instalado el puesto fascista, y sin dejar la orilla del arroyo, Andrés volvió los ojos y vio por entre los árboles una luz que se filtraba por el quicio de una de las ventanas de la granja. La noche era tranquila y clara, y, apartándose del arroyo, Andrés comenzó a atravesar el prado.


Había cuatro parvas de heno en aquella pradera. Estaban allí desde los combates del mes de junio del año anterior. Nadie había recogido el heno y las cuatro estaciones que habían pasado habían aplastado las parvas y estropeado el heno.


Andrés pensó en la pérdida que todo ello representaba mientras pasaba por encima de un alambre, tendido entre dos parvas. Pero los republicanos hubieran tenido que subir el heno por la pendiente abrupta del Guadarrama, que se levantaba detrás de la pradera, y los fascistas no lo necesitaban.


«Los fascistas tienen todo el heno y el grano que quieren. Tienen muchas cosas -pensó-. Pero mañana vamos a darles una buena paliza. Mañana, por la mañana, vamos a hacerles pagar lo del Sordo. ¡Qué bárbaros! Pero mañana habrá una buena polvareda en la carretera.»


Tenía prisa por concluir su misión y estar de vuelta para el ataque de los puestos a la mañana siguiente. ¿Era verdad que quería estar de vuelta para el ataque, o trataba de hacérselo creer? No se le ocultaba la sensación de alivio que había experimentado cuando el inglés le dijo que fuera a llevar ese mensaje. Ciertamente, se había enfrentado con calma con la perspectiva de la mañana siguiente. Eso era lo que había que hacer. Había votado por lo del puente, y tenían que hacerlo. Pero la liquidación del Sordo le había impresionado profundamente. Aunque, después de todo, había sido el Sordo; no habían sido ellos. Ellos harían lo que tenían que hacer.


No obstante, cuando el inglés le habló del mensaje que tenía que llevar, sintió lo mismo que sentía cuando, de muchacho, al despertarse por la mañana el día de la fiesta de su pueblo, oía caer la lluvia con tanta fuerza, que se daba cuenta de que la plaza estaría inundada y la capea no se celebraría.


Le gustaban las capeas cuando era muchacho y se divertía sin más que imaginar el momento en que estaría en la plaza bañada de sol y de polvo, con las carretas alineadas alrededor para cortar las salidas y convertirla en redondel, viendo al toro entrar precipitándose de costado fuera del cajón y frenar luego con las cuatro patas su impulso cuando quitaran la reja. Pensaba de antemano con deleite, y también con un miedo que le hacía sudar, desde que oía en la plaza el golpe de los cuernos del toro contra la madera del cajón en que había llegado encerrado, en el momento en que le vería salir, resbalando y luego frenando en medio de la plaza, con la cabeza levantada, dilatadas las aletas de la nariz, las orejas erguidas, cubierto de polvo y de salpicones secos de barro el pelaje negro, abiertos los ojos, unos ojos muy separados entre sí que no parpadeaban nunca y que miraban de frente bajo los anchos y pulidos cuernos, unos cuernos tan pulidos como los restos de un naufragio, pulidos a su vez por la arena, y con las puntas curvadas de tal forma, que su sola vista hacía palpitar el corazón.


Estaba pensando todo el año en el momento en que el toro aparecía en la plaza y en el momento en que todos le seguirían con la mirada, mientras el toro elegía al que iba a embestir repentinamente, bajo el testuz, el cuerno afilado, con un trotecillo corto que hacía que se pararan los latidos del corazón. Todo el año pensaba en ese momento cuando era muchacho; pero cuando el inglés le dio la orden de llevar el mensaje, había sentido lo mismo que al despertarse al ruido de la lluvia cayendo sobre los tejados de pizarra, sobre las paredes de piedra o sobre los charcos de las calles.


Había sido siempre muy valiente delante del toro en esas capeas de pueblo; tan valiente como el que más, así en su pueblo como en cualquiera otro de los pueblos vecinos y no hubiera faltado un solo año a la capea de su pueblo por todo el oro del mundo, aunque no iba a las de los otros pueblos. Era capaz de aguantar inmóvil a que el toro embistiese, sin esquivarle, hasta el último momento. A veces agitaba un saco bajo su hocico, para apartarle por ejemplo de un hombre que yacía en el suelo, y, con frecuencia, en circunstancias parecidas, le había cogido, tirándole de los cuernos, obligándole a volver la cabeza y abofeteándole, hasta que abandonaba a su víctima y se disponía a acometer por otra parte.


Hubo una vez en que se agarró al rabo del toro, retorciéndolo y tirando de él con todas sus fuerzas, para apartarle del hombre que estaba en el suelo. Otra vez había agarrado con una mano el rabo del toro, retorciéndolo hasta poder asirse con la otra a un cuerno, y cuando el toro levantó la cabeza disponiéndose a embestirle, había retrocedido, girando con el toro, el rabo agarrado con una mano y el cuerno con la otra, hasta que la multitud se había echado sobre el animal y le había acuchillado. En medio de la polvareda y del calor, entre el griterío, el hedor de los sudores de los hombres y las bestias y el olor a vino, Andrés era de los primeros que se arrojaron sobre el animal y sabía lo que es sentir debajo de sí mismo al bicho, que se tambalea y cae. Echado sobre el lomo del animal, agarrado a un cuerno, con los dedos crispados alrededor del otro, seguía haciendo fuerza, mientras todo su cuerpo era sacudido y retorcido hasta que le parecía que el brazo izquierdo iba a serle arrancado de cuajo; y él, echado sobre el enorme montículo, caliente, polvoriento y cuajado de pelo, con la oreja del toro sujeta entre los dientes en apretado mordisco, hundía el cuchillo una y otra vez en aquel cogote hinchado y curvo que le ensangrentaba los puños, y luego cargando sobre la cruz el peso de su cuerpo, lo hundía y lo volvía a hundir.


La primera vez que había sujetado la oreja del. toro entre los dientes, con el cuello y las mandíbulas crispados, para aguantar las sacudidas, de forma que le era posible aguantarlas por grandes que fuesen, todo el mundo se había burlado de él. Pero, a pesar de burlarse, le respetaban enormemente, y año tras año había tenido que repetir la hazaña. Le llamaban el Perro de Presa de Villaconejos, y bromeaban diciendo que se comía a los toros crudos. Pero todo el pueblo se preparaba para verle repetir el lance, de manera que él sabía que todos los años saldría el toro y empezarían las embestidas y los revolcones, que todos se precipitarían para matarle y que él tendría que abrirse paso entre los otros y dar un salto para asegurar su presa. Luego, cuando todo hubiese acabado y el toro se hubiese quedado inmóvil, muerto, bajo el peso de los atacantes, Andrés se levantaría para alejarse, avergonzado de aquello de la oreja, pero feliz al propio tiempo como el que más; y se iría por entre las carretas a lavarse las manos a la fuente de piedra, y los hombres le darían golpecitos en la espalda y le alargarían las botas de vino, diciendo:


- Bien por el Perro de Presa. ¡Viva tu madre!


O bien dirían:


- Eso es tener cojones. Año tras año.


Andrés se sentiría confuso, como vacío, orgulloso y feliz al mismo tiempo, los rechazaría a todos, se lavaría las manos y el brazo derecho, lavaría a fondo su cuchillo, y cogería una de las botas y se quitaría para un año el gusto de la oreja, a fuerza de beber y escupir el vino sobre los adoquines de la plaza, antes de levantar por fin la bota muy alta para hacer que el vino corriese por su garganta.


Así era como sucedían las cosas. Era el Perro de Presa de Villaconejos, y por nada del mundo hubiera faltado a la capea anual de su pueblo. Pero sabía también que no había sensación más dulce que la que le proporcionaba el ruido de la lluvia y la certidumbre de que no tendría que dar el espectáculo.


«No obstante, será preciso que esté de vuelta -se dijo-.


No hay duda de que tendré que estar de vuelta para el ataque a los puestos y el puente. Mi hermano Eladio estará también, y Eladio es de mi misma sangre. Anselmo, Primitivo, Fernándo, Agustín y Rafael, estarán también, aunque éste sea un informal, las dos mujeres, Pablo y el inglés, aunque el inglés no cuenta, porque es un extranjero y cumple órdenes, todos estarán. Es imposible que escape yo, por culpa de un mensaje que por casualidad tengo que llevar. Ahora es preciso que yo entregue este papel lo antes posible a quien tengo que entregárselo y luego que me dé prisa para volver a tiempo del ataque a los puestos porque sería muy feo, por mi parte, no participar en esta acción a causa de este mensaje fortuito. Eso está muy claro. Y, por lo demás -como quien se acuerda de repente de que también tiene su lado agradable un hecho del que sólo se ha visto el aspecto penoso-, por lo demás, me sentiré contento matando fascistas. Hace mucho tiempo que no hemos acabado con ninguno. Mañana puede ser un día de acción muy importante. Mañana puede ser un día de hechos decisivos. Mañana puede ser un día que valga la pena. Que llegue mañana y que yo pueda estar allí.»


En ese instante, mientras trepaba, metido en la maleza hasta las rodillas, la pendiente escarpada que llevaba a las líneas republicanas, una perdiz levantó el vuelo de entre sus pies con un aleteo temeroso en medio de la oscuridad, y Andrés sintió un susto tan grande que se le cortó el aliento. «Ha sido la sorpresa. ¿Cómo pueden mover las alas tan de prisa estos animalitos? Debía de estar empollando en estos momentos. Probablemente he pasado cerca del nido. Si no estuviéramos en esta guerra, ataría un pañuelo a un árbol cercano y volvería con luz del día para buscar el nido y podría llevarme los huevos y dárselos a empollar a una gallina, y cuando nacieran los pollitos podríamos tener perdigones en el gallinero, y yo los vería crecer, y cuando fueran grandes me servirían como reclamo. No los cegaría, porque estarían domesticados. Pero puede que se escaparan; probablemente se escaparían. Así es que tendría que arrancarles los ojos de todas maneras. Pero no me gustaría hacer eso después de haberlos criado yo mismo; podría recortarles las alas o atarlos de una pata cuando los utilizase para reclamo. Si no estuviéramos en guerra, iría con Eladio a pescar cangrejos a ese arroyo que hay por detrás del puesto fascista. Hemos pescado cuatro docenas un día, en ese arroyo. Si vamos a la Sierra de Gredos después de lo del puente, allí hay buenos arroyos de truchas y también de cangrejos. Confío en que iremos a Gredos. Podríamos pasarlo en Gredos de primera, en el verano y en el otoño; aunque haría un condenado frío en invierno. Pero puede que para el invierno hayamos ganado esta guerra.


»Si nuestro padre no hubiera sido republicano, Eladio y yo seríamos soldados de los fascistas en este momento; y si fuéramos soldados con ellos no sería la cosa tan complicada. Obedeceríamos las órdenes, viviríamos y moriríamos, y, en fin de cuentas, ocurriría lo que tuviera que ocurrir. Es más fácil vivir bajo un régimen que combatirlo. Esta lucha clandestina es una cosa en la que hay muchas responsabilidades. Muchos trabajos, si uno quiere tomárselos. Eladio tiene más cabeza que yo. También se preocupa más que yo. Yo creo verdaderamente en la causa, pero no me preocupo. Sin embargo, es una vida en la que hay muchas responsabilidades. Me parece que hemos nacido en una época muy difícil. Me parece que cualquiera otra época debió de ser más fácil. Uno no sufre mucho porque está habituado a aguantar el sufrimiento. Los que sufren no pueden acomodarse a este clima. Pero es una época de decisiones difíciles. Los fascistas han atacado y se han decidido a hacerse con nosotros. Luchamos para vivir. Pero quisiera poder atar un pañuelo a ese arbusto, ahí detrás, y volver un día a coger los huevos, a hacerlos empollar por una gallina y ver a los perdigones en mi corral. Me gustaría hacer esas cosas sencillas y corrientes.


»Pero ¡si no tienes casa ni corral! Y por lo que hace a la familia, sólo tienes un hermano que va mañana al combate, y no posees nada más que el viento, el sol y unas tripas vacías en este momento. El viento, apenas corre. Y no hay sol. Tienes cuatro bombas de mano en tu bolsillo; pero no sirven más que para tirarlas. Tienes una carabina a la espalda, pero no es buena más que para disparar balas. Llevas un papel que tienes que entregar. Y tienes una buena cantidad de estiércol que podrías dar a la tierra, en este momento -pensó, sonriendo, en medio de la noche-. Podrías también mojarla orinándote encima. Todo lo que tienes son cosas que dar. Bueno, eres un fenómeno de filosofía y un hombre muy desgraciado», se dijo, sonriendo de nuevo. Pero, a pesar de todos estos nobles pensamientos, hacía poco que había tenido aquella sensación de alivio que siempre acompañaba al ruido de la lluvia en la aldea la mañana de la fiesta. Más allá, en la cima de la cresta, estaban las posiciones gubernamentales, en donde sabía que iba a ser interpelado.


Capítulo treinta y cinco





Robert Jordan estaba nuevamente en su saco de dormir al lado de María, que no se había despertado en todo el tiempo. Se volvió del otro lado y sintió el cuerpo esbelto de la muchacha contra su espalda, y este contacto se le antojó una ironía en aquellos momentos. «Tú, tú -se decía furioso contra sí mismo-. Sí, tú. Tú te habías dicho la primera vez que le viste que cuando se mostrara amistoso estaría a pique de traicionarte. Tú, tú, especie de imbécil. Tú, condenado cretino. Pero, basta, tienes otras cosas que hacer. ¿Qué probabilidades caben de que haya escondido o arrojado esas cosas en algún sitio? Ninguna. Además, no podrás encontrar nada en la oscuridad. Debe de habérselas llevado consigo. También se llevó dinamita. ¡Oh, el puerco canalla, el cerdo traicionero! El inmundo cochino. ¿No se pudo dar por satisfecho llevándose los detonadores y los fulminantes? Pero ¿cómo he sido yo tan cretino como para dejárselos a esa condenada mujer? El maligno e inmundo puerco. El cochino cabrón. Basta, cálmate.»


Había que aceptar los riesgos y era lo mejor que podía hacerse. «Pero estás cagado -se dijo-. Cagado hasta bien arriba. Conserva tu j… sangre fría, acaba con tu cólera y deja de gemir como una damisela contra el Muro de las Lamentaciones. Se ha marchado. Rediós, se ha marchado. Al diablo ese puerco. Puedes abrirte paso entre la mierda, si quieres. Tienes que arreglártelas como puedas. Tienes que volar ese puente, así tengas que ponerte allí delante y… Bueno, basta ya de ese estilo. ¿Por qué no consultas a tu abuelito? Mierda para mi abuelito. Y mierda para este país de traidores, y mierda para todos los españoles de cualquier bando, y que se vayan todos al diablo. Que se vayan todos a la mierda, Largo, Prieto, Asensio, Miaja, Rojo; todos. Me cago en ellos y que se vayan todos al diablo. Me cago en este j… país de traidores. Me cago en su egoísmo, en su egoísmo, en su egoísmo, en su vanidad, en su traición. Mierda, y al diablo con todos ellos. Me cago en ellos aunque tenga que morir por ellos. Me cagaré en ellos aunque haya muerto por ellos. Me cago en ellos y al diablo con ellos. Dios, mierda para Pablo. Pablo es como todos. Dios tenga piedad de los españoles. Cualquiera de sus dirigentes los traiciona. El único hombre decente en dos mil años fue Pablo Iglesias. Y ¿quién sabe cómo se hubiese comportado en esta guerra? Me acuerdo del tiempo en que yo creía que Largo era un tipo decente. Durruti era un tipo decente, pero sus gentes le mataron en el Puente de los Franceses. Le mataron porque quería obligarlos a atacar. Le mataron en la gloriosa disciplina de la indisciplina. Los cochinos cobardes. Mierda para todos ellos. Y ese Pablo, que se llevó mis fulminantes y la caja de los detonadores. Mierda para él hasta el cuello. Pero no. Es él quien se ha cagado en nosotros. Siempre ha pasado lo mismo, desde Cortés y Menéndez de Avilés hasta Miaja. Fíjate en lo que Miaja hizo con Kleber. Ese cerdo calvo y egoísta. Ese estúpido bastardo de cabeza de huevo. Me cago en todos los cochinos, locos, egoístas y traidores que han gobernado siempre a España y dirigido sus ejércitos. Me cago en todos menos en el pueblo, y cuidado con él cuando llegue al poder.»


Su rabia empezaba a disminuir a medida que exageraba más y más y esparcía más ampliamente su desprecio, llegando hasta límites de injusticia que ni él mismo podía admitir. Si es eso verdad, ¿qué has venido a hacer aquí? No es verdad, y tú lo sabes. Fíjate en todos los que son decentes. No podía soportar el ser injusto. Detestaba la injusticia tanto como la crueldad. Y siguió debatiéndose en la rabia que cegaba su entendimiento, hasta que, gradualmente, la rabia fue mitigándose, hasta que la cólera, roja, negra, cegadora y asesina, fue disipándose, dejando su espíritu tan limpio, descargado y lúcido como el de un hombre momentos después de haber tenido relaciones sexuales con una mujer a quien no ama en absoluto.


«Y tú, tú, pobre conejito -dijo, inclinándose sobre María, que sonrió en sueños y se apretó contra él-. Creo que si hubieras hablado hace un momento te habría pegado. ¡Qué bestia es un hombre enfurecido!»


Se tumbó junto a ella y la cogió en sus brazos; apoyó la barbilla en su espalda y trató de imaginar con precisión lo que tendría que hacer y cómo tendría que hacerlo.


En realidad, la cosa no era tan mala como había supuesto. «Verdaderamente, la cosa no es tan mala. No sé si alguien lo habrá hecho alguna vez; pero siempre habrá gente que lo haga de ahora en adelante en una zarabanda parecida. Si lo hacemos nosotros y si ellos logran enterarse. Si se enteran de cómo lo hemos hecho. Si no, se preguntarán únicamente cómo lo hicimos. Somos demasiado pocos, pero no sirve de nada el preocuparse por ello. Volaré el puente con los que tenga. Dios, me alegro de no estar ya encolerizado. Es como cuando uno se siente incapaz de respirar en medio de una tormenta. Y enfurecerse es uno de esos condenados lujos que no puedo permitirme.»


- Todo está arreglado, guapa -dijo en voz baja, contra la espalda de María-. No has sido molestada por el incidente; ni siquiera has sabido nada de él. Quizá nos maten, pero volaremos el puente. No tienes por qué preocuparte. No es gran cosa como regalo de boda. Pero ¿no se dice que una buena noche de sueño no tiene precio? Has tenido una buena noche de sueño. Procura llevarte esto como un anillo de prometida. Duerme, guapa. Duerme a gusto, amor mío. No te despertaré. Es todo lo que puedo hacer por ti en estos momentos.


Se quedó sosteniéndola entre sus brazos, con la mayor suavidad, oyendo su respiración regular y sintiendo los latidos de su corazón, mientras llevaba la cuenta del paso de las horas en su reloj de pulsera.


Capítulo treinta y seis





Al llegar a las posiciones de las tropas gubernamentales, Andrés gritó. Es decir, después de echarse a tierra, por la parte que formaba una especie de zanja, dio voces hacia el parapeto de tierra y roca. No había línea continua de defensa, y hubiera podido pasar fácilmente a través de las posiciones en la oscuridad y deslizarse en el territorio gubernamental antes de tropezarse con alguien que le detuviera. Pero le pareció más seguro y más sencillo darse a conocer.


- Salud-gritó-. Salud, milicianos.


Oyó el ruido del cerrojo de un fusil al correrse y al otro lado del parapeto alguien disparó. Se oyó un ruido seco y un fogonazo amarillo que iluminó la oscuridad. Andrés se pegó contra el suelo al oír el ruido, con la cabeza fuertemente apretada contra la tierra.


- No disparéis, camaradas -gritó Andrés-. No dispareís. Quiero pasar.


- ¿Cuántos sois? -gritó alguien desde el otro lado del parapeto.


- Uno. Yo solo.


- ¿Quién eres tú?


- Andrés López, de Villaconejos. De la banda de Pablo. Traigo un mensaje.


- ¿Traes fusil y equipo?


- Sí.


- No podemos dejar que pase nadie con fusil y equipo -dijo la voz-. Ni a grupos de más de tres.


- Estoy solo -gritó Andrés-. Es importante; dejadme pasar.


Podía oírlos hablar detrás del parapeto, pero no entendía lo que decían. Luego, la voz gritó:


- ¿Cuántos sois?


- Uno. Yo. Solo. Por amor de Dios.


Volvían a oírse las chacharas al otro lado del parapeto.


- Escucha, fascista.


- No soy fascista -gritó Andrés-. Soy un guerrillero de la cuadrilla de Pablo. Vengo a traer un mensaje para el Estado Mayor.


- Es un chalado -oyó decir-; tírale una bomba.


- Escuchad -dijo Andrés-; estoy solo. Estoy completamente solo. -Lanzó un fuerte improperio.- Dejadme pasar.


- Habla como un cristiano -dijo alguien, y oyó risas.


Luego, otro dijo:


- Lo mejor será tirarle una bomba.


- No -gritó Andrés-; sería un error. Se trata de algo muy importante. Dejadme pasar.


Era por eso por lo que nunca le habían gustado aquellas excursiones de ida y vuelta por entre las líneas. Unas veces las cosas iban mejor que otras. Pero nunca eran fáciles.


- ¿Estás solo? -repitió la voz.


- Me cago en la leche -repitió Andrés-. ¿Cuántas veces hace falta que te lo diga? Estoy solo.


- Entonces, si es verdad que estás solo, levántate y sostén tu fusil por encima de la cabeza.


Andrés se levantó e izó con las dos manos su carabina por encima de su cabeza.


- Ahora, pasa por la alambrada. Te estamos apuntando con la máquina -dijo la voz.


Andrés estaba en la primera línea zigzagueante de alambre espinoso.


- Tengo necesidad de usar las manos para pasar entre los alambres -gritó.


- Hubiera sido más sencillo tirarle una bomba -dijo una voz.


- Déjale que baje el fusil -dijo otra voz-. No puede atravesar la alambrada con las manos en alto. Nadie podría.


- Todos estos fascistas son iguales -dijo la primera voz-. Piden una cosa y detrás otra.


- Escuchad -gritó Andrés-. No soy fascista; soy un guerrillero de la banda de Pablo. Hemos matado nosotros más fascistas que el tifus.


- ¿La banda de Pablo? No la conozco -dijo el hombre que parecía mandar el puesto-. Ni a Pedro ni a Pablo ni a ningún santo apóstol. Ni a sus cuadrillas. Échate al hombro tu fusil y ponte a usar tus manos para atravesar la alambrada.


- Antes que te descarguemos encima la máquina -gritó otro.


- ¡Qué poco amables sois! -gritó Andrés.


- ¿Amables? -se extrañó alguien-. Estamos en guerra, hombre.


- Ya me lo parecía -dijo Andrés.


- ¿Qué es lo que ha dicho?


Andrés oyó de nuevo el ruido del cerrojo.


- Nada -gritó-. No decía nada. No disparéis antes de que haya salido de esta puñetería de alambrada.


- No insultes a nuestra alambrada -gritó alguien-. O te tiramos una bomba.


- Quiero decir qué buena alambrada -gritó Andrés-. ¡Qué buena alambrada! ¡Qué hermosos alambres! Buenos para un retrete. ¡Qué preciosos alambres! Ya llego, hermanos, ya llego.


- Tírale una bomba -dijo una voz-. Te digo que es lo mejor que podemos hacer.


- Hermanos -dijo Andrés. Estaba empapado de sudor y sabía que el que aconsejaba el uso de la bomba era perfectamente capaz de arrojar una granada en cualquier momento-. Yo no soy nadie importante.


- Te creo -dijo el hombre de la bomba.


- Tienes razón -dijo Andrés. Se abría paso prudentemente por entre los cables de la última alambrada y ya estaba muy cerca del parapeto-. Yo no soy nadie importante. Pero el asunto es serio. Muy serio.


- No hay nada más serio que la libertad -gritó el hombre de la bomba-. ¿Crees que hay algo más serio que la libertad? -preguntó severamente.


- Pues claro que no, hombre -dijo Andrés, aliviado. Sabía que tenía que habérselas con aquellos chiflados de los pañuelos rojos y negros-. ¡Viva la libertad!


- ¡Viva la FAI! ¡Viva la CNT! -le respondieron desde el parapeto-. ¡Viva el anarcosindicalismo y la libertad!


- ¡Viva nosotros! -gritó Andrés.


- Es uno de los nuestros -dijo el hombre de la bomba-. Y pensar que hubiera podido matarle con esto…


Miró la granada que tenía en la mano profundamente conmovido, mientras Andrés subía por el parapeto. Cogiéndole entre sus brazos, con la granada siempre en sus manos, de forma que quedaba apoyada en el omóplato de Andrés, el hombre de la bomba le besó en las dos mejillas.


- Me alegro de que no te haya ocurrido nada, hermano -le dijo-. Me alegro mucho.


- ¿Dónde está tu oficial? -preguntó Andrés.


- Soy yo quien manda aquí -dijo un hombre-. Déjame ver tus papeles.


Se los llevó a un refugio y los examinó a la luz de una vela. Había el pequeño cuadrado de seda con los colores de la República y, en el centro, el sello del S. I. M. Había el salvoconducto con su nombre, su edad, su estatura, el lugar de su nacimiento y su misión, que Robert Jordan le había redactado en una hoja de su cuaderno de notas y sellado con el sello de goma del S. I. M. y había, en fin, los cuatro pliegos doblados del mensaje para Golz, atados con un cordón, sellados con un sello de cera, timbrados con el sello de metal S. I. M., que estaba fijado a la otra extremidad del sello de goma.


- Esto lo he visto ya -dijo el hombre que mandaba el puesto devolviéndole el trozo de seda-. Esto lo tenéis todos; ya lo conozco. Pero esto no prueba nada sin esto. -Cogió el salvoconducto y volvió a leerlo-. ¿Dónde has nacido?


- En Villaconejos -dijo Andrés.


- ¿Y qué es lo que se cría allí?


- Melones -contestó Andrés-. Todo el mundo lo sabe.


- ¿A quién conoces tú de por allí?


- ¿Por qué? ¿Eres tú de por allí?


- No, pero he estado por allí. Soy de Aranjuez.


- Pregúntame lo que quieras.


- Háblame de José Rincón.


- ¿El que tiene la bodega?


- Ese.


- Es calvo, con mucha barriga y una nube en un ojo.


- Está bien -dijo el hombre, devolviéndole el documento-. Pero ¿qué es lo que haces al otro lado?


- Nuestro padre se avecinó en Villacastín antes del Movimiento -dijo Andrés-. Allí, en el llano de la otra parte de las montañas. Fue allí en donde le sorprendió el Movimiento. Yo peleo en la banda de Pablo. Pero tengo mucha prisa por llevar ese mensaje.


- ¿Cómo van las cosas en las tierras de los fascistas? -preguntó el hombre que mandaba el puesto. No tenía, por supuesto, ninguna prisa.


- Hoy ha habido mucho tomate -dijo orgullosamente Andrés-. Hoy ha habido mucha polvareda en la carretera todo el día. Hoy han aplastado a la banda del Sordo.


- ¿Y quién es ese Sordo? -preguntó el otro, con tono despectivo.


- Era el jefe de una de las mejores bandas de las montañas.


- Tendríais que veniros todos a la República y entrar en el ejército -dijo el oficial-. Hay demasiadas tonterías de guerrillas. Tendríais que veniros todos y someteros a nuestra disciplina libertaria. Y luego, si tuviéramos necesidad de guerrillas, ya se enviarían en la medida que fueran necesarias.


Andrés estaba dotado de una paciencia casi sublime. Había sufrido con calma el paso por entre la alambrada. Nada le había asombrado del interrogatorio; encontraba perfectamente normal que aquel hombre no supiera nada de ellos, ni de lo que hacían, y estaba dispuesto a aguardar que todo aquello sucediera lentamente; pero quería irse ya.


- Escucha, compadre -dijo-, es posible que tengas razón. Pero tengo orden de entregar este mensaje al general que manda la XXXV División, que lanza un ataque de madrugada en estas colinas, y la noche está ya avanzada; es preciso que me vaya.


- ¿Qué ataque? ¿Qué es lo que sabes tú de un ataque?


- No. No sé nada. Pero ahora tengo que irme a Navacerrada. ¿Quieres enviarme a tu comandante, que me facilitará un medio de transporte? Haz que me acompañe alguien que responda de mí, para no perder el tiempo.


- Todo esto no me gusta nada -dijo el hombre-. Hubiera sido mejor pegarte un tiro cuando te acercaste a la alambrada.


- Has visto mis papeles, camarada, y te he explicado mi misión -le dijo pacientemente Andrés.


- Esto de los papeles se fabrica -dijo el oficial-. Cualquier fascista podría inventar una misión de este género. Te acompañaré yo mismo al comandante.


- Bueno -dijo Andrés-. Vamos. Vayamos en seguida.


- Tú, Sánchez, tú mandas en mi lugar -dijo el oficial-. Conoces la consigna tan bien como yo. Yo me llevo a este supuesto camarada a ver al comandante.


Se pusieron en marcha a lo largo de la trinchera menos profunda, abierta tras la cresta de la colina, y Andrés sentía que le llegaba en la oscuridad el olor de los excrementos depositados por los defensores de la colina en torno a los helechos de la cuesta. No le gustaban aquellos hombres, que eran como niños peligrosos, sucios, groseros, indisciplinados, buenos, cariñosos, tontos e ignorantes, aunque peligrosos siempre, porque estaban armados. El, Andrés, no tenía opiniones políticas salvo que estaba con la República. Había oído hablar a veces a aquellas gentes y encontraba que lo que decían era con frecuencia muy bonito, pero no los quería. «La libertad no consiste en no enterrar los excrementos que se hacen -pensó-. No hay animal más libre que el gato; pero entierra sus excrementos. El gato es el mejor anarquista. Mientras no aprendan a comportarse como el gato, no podré estimarlos.»


El oficial, que marchaba delante de él, se detuvo bruscamente.


- Sigues llevando tu carabina -dijo.


- Sí -contestó Andrés.


- ¿Por qué? Dámela -dijo el oficial-. Podrías descerrajarme un tiro por la espalda.


- ¿Por qué? -le preguntó Andrés-. ¿Por qué iba a dispararte un tiro por la espalda?


- Nunca se sabe -dijo el oficial-. No tengo confianza en nadie. Dame la carabina.


Andrés se la descolgó y se la entregó. -Si tienes ganas de cargar con ella… -dijo. -Es mejor así -dijo el oficial-. Así estamos más tranquilos.


Y descendieron por la colina en la oscuridad.


Capítulo treinta y siete





Así es que Robert Jordan estaba acostado junto a la muchacha y miraba pasar el tiempo en su reloj de pulsera. El tiempo pasaba lentamente, casi imperceptiblemente. El reloj era muy pequeño y no podía ver bien la aguja que marcaba los minutos. No obstante, a fuerza de observarla y de concentrarse acabó por adivinarla, por seguirla casi, a fuerza de atención. La cabeza de la muchacha estaba debajo de su barbilla y al moverla para mirar el reloj sentía el roce suave de la cabellera rapada, tan viva, sedosa y deslizante como el pelaje de una marta cuando, después de bien abierta la trampa, se saca al animalito y se le golpea delicadamente para levantarle la piel.


Se le hacía un nudo en la garganta cuando rozaba el cabello de María y al abrazarla experimentaba una sensación de dolor, de vacío, que desde la garganta le recorría todo el cuerpo. Con la cabeza baja y los ojos fijos en la esfera del reloj, en donde la punta de lanza de la aguja fosforescente se movía lentamente hacia la izquierda, apretó a María contra sí como para retardar el paso del tiempo. No quería despertarla, pero no quería dejarla tranquila mientras el fin de la noche se acercaba. Posó sus labios detrás de la oreja y fue corriéndolos a lo largo del cuello, sintiendo con delicia la piel lisa y el dulce contacto de los pequeños cabellos que crecían en la nuca. Veía la aguja deslizarse por la esfera y apretaba a María con más fuerza, pasándole la punta de la lengua por la mejilla y luego por el lóbulo de la oreja, siguiendo las graciosas circunvoluciones hasta llegar al firme extremo superior. Le temblaba la lengua y el temblor se adueñaba del vacío doloroso de su interior, mientras veía la aguja que señalaba los minutos formando un ángulo más agudo cada vez hacia el punto en donde señalaría una nueva hora. Como ella seguía durmiendo, le volvió la cabeza y apoyó los labios sobre los suyos. Los dejó allí, rozando apenas su boca, hinchada por el sueño, y luego los paseó por la boca de la muchacha en un roce suave y acariciador. Se volvió hacia ella y la sintió estremecerse todo lo largo de su cuerpo, ligero y esbelto. Ella suspiró en sueños y, dormida aún, se aferró a él, hasta que la tomó en sus brazos. Entonces se despertó, juntó sus labios con los de él, oprimiéndolos fuerte y firmemente y él dijo:


- Pero el dolor…


- No hay dolor ahora -dijo ella.


- Conejito.


- No hables. No hables.


Estaban tan juntos, que mientras se movía la aguja que marcaba los minutos, aguja que él no veía ya, sabían que nada podría pasarle a uno sin que le pasara también al otro; que no podría pasarles nada sino eso; que eso era todo y siempre, el pasado, el presente y ese futuro desconocido. Lo que no iban a tener nunca, lo tenían. Lo tenían ahora y antes y ahora, ahora y ahora. O ahora, ahora, ahora; este ahora único, este ahora por encima de todo; este ahora como no hubo otro, sino sólo este ahora y ahora es tu profeta. Ahora y por siempre jamás. Ven ahora, ahora, porque no hay otro ahora más que ahora. Sí, ahora. Ahora, por favor, ahora; el único ahora. Nada más que ahora. ¿Y dónde estás tú? ¿Y dónde estoy yo? ¿Y dónde está el otro? Y ya no hay por qué; ya no habrá nunca por qué; sólo hay este ahora. Ni habrá nunca por qué, sólo este presente, y de ahora en adelante sólo habrá ahora, siempre ahora, desde ahora sólo un ahora; desde ahora sólo hay uno, no hay otro más que uno; uno que asciende, parte, navega, se aleja, gira; uno y uno es uno; uno, uno, uno. Todavía uno, todavía uno, uno que desciende, uno suavemente, uno ansiadamente, uno gentilmente, uno felizmente; uno en la bondad, uno en la ternura, uno sobre la tierra, con los codos pegados a las ramas de los pinos, cortadas para hacer el lecho, con el perfume de las ramas del pino en la noche, sobre la tierra, definitivamente ahora con la mañana del día siguiente que va a venir. Luego dijo porque lo otro lo había dicho sólo in mente y no había hablado: -¡Oh, María, te quiero tanto! Gracias por esto. María dijo:


- No hables. Es mejor no hablar.


- Tengo que decírtelo, porque es una cosa maravillosa.


- No. -.


- Conejito…


Ella le apretó fuertemente, desvió la cabeza y entonces él preguntó con dulzura:


- ¿Te duele, corderito?


- No -dijo ella-. Es que te estoy agradecida porque he vuelto a estar en la gloria.


Se quedaron quietos, el uno junto al otro, tocándose desde el hombro hasta la planta de los pies, tobillos, muslos, cadera y hombros. Robert Jordan colocó el reloj de manera que pudiese verlo nuevamente, y María dijo:


- Hemos tenido mucha suerte.


- Sí -dijo él-; somos gentes de mucha suerte.


- ¿No es hora de dormir?


- No -dijo él-. Va a empezar todo en seguida.


- Entonces tenemos que levantarnos y comer algo.


- Muy bien.


- ¿No estás preocupado por algo?


- No.


- ¿De veras?


- No, ahora, no.


- Pero ¿estuviste preocupado antes?


- Un instante.


- ¿No podría ayudarte?


- No -contestó-; ya me has ayudado bastante.


- ¿Por eso? Eso fue sólo para mí.


- Fue para los dos -dijo él-. Nadie está nunca a solas en ese terreno. Ven, conejito, vamos a vestirnos.


Pero su mente, que era su mejor compañía, estaba pensando en la gloria.


Ella había dicho la gloria. «Eso no tiene nada que ver con la gloria en inglés ni con la gloire, de que los franceses hablan y escriben. Es algo que se encuentra sólo en el cante jondo y en las saetas. Está en el Greco y en San Juan de la Cruz, y, desde luego, en otros. Yo no soy místico; pero negar eso sería ser tan ignorante como negar el teléfono o el movimiento de la tierra alrededor del sol, o la existencia de otros planetas. ¡Qué pocas cosas conocemos de lo que hay que conocer! Me gustaría vivir mucho, en lugar de morir hoy, porque he aprendido mucho en estos cuatro días sobre la vida. Creo que he aprendido más que durante toda mi vida. Me gustaría ser viejo y saber las cosas a fondo. Me pregunto si se sigue aprendiendo o bien si no hay más que cierta cantidad de cosas que cada hombre puede comprender. Yo creía saber muchas cosas y, de verdad, no sabía nada. Me gustaría tener más tiempo.»


- Me has enseñado mucho, guapa -dijo en inglés.


- ¿Qué dices?


- Que he aprendido mucho de ti.


- ¡Qué va! -exclamó-. Tú sí que tienes instrucción.


«Instrucción -pensó él-. Tengo los primeros rudimentos de una instrucción. Los rudimentos más ínfimos. Si muéro hoy será una pérdida, porque ahora conozco algunas cosas. Me pregunto si las has aprendido hoy porque el poco tiempo que te queda te ha hecho hipersensible. Pero el tiempo no existe. Debieras ser lo suficientemente inteligente para saberlo. He vivido la experiencia de toda una vida desde que llegué a estas montañas. Anselmo es mi amigo más antiguo. Le conozco mejor de lo que conocía a Charles, de lo que conocía a Chub, de lo que conocía a Guy, de lo que conocía a Mike, y los conocía muy bien. Agustín, el malhablado, es hermano mío, y no he tenido nunca más hermano que él. María es mi verdadero amor y mi mujer. Y no he tenido nunca verdadero amor. Nunca he tenido mujer. Ella es también mi hermana, y no he tenido nunca hermana. Y mi hija, y no tendré nunca una hija. Odio el dejar una cosa tan bella.»


Acabó de atarse las alpargatas.


- Encuentro la vida muy interesante -dijo a María.


Ella estaba sentada junto a él, en el saco de dormir, con las manos cruzadas sobre los tobillos. Alguien levantó la manta que tapaba la entrada de la cueva y vieron luz. Era aún de noche y no había el menor atisbo del nuevo día, salvo que, al levantar la cabeza, Jordan vio, por entre los pinos, las estrellas muy bajas. El día llegaba rápidamente en esa época del año.


- ¡Roberto! -exclamó María.


- Sí, guapa.


- En el trabajo de hoy estaremos juntos, ¿no es así?


- Después del comienzo, sí.


- ¿Y en el comienzo no?


- No. Tú estarás con los caballos.


- ¿No podré estar contigo?


- No. Tengo que hacer un trabajo que sólo puedo hacer yo, y estaría preocupado por ti.


- Pero ¿volverás en cuanto lo acabes?


- En seguida -dijo, y sonrió en la oscuridad-. Vamos, guapa, vamos a comer.


- ¿Y tu saco de dormir?


- Enróllalo, si quieres.


- Claro que quiero -dijo ella.


- Déjame que te ayude.


- No. Déjame que lo haga yo sola.


Se arrodilló para extender y enrollar el saco de dormir. Luego, cambiando de parecer, se levantó y lo sacudió. Después volvió a arrodillarse de nuevo para alisarlo y enrollarlo. Robert Jordan recogió las dos mochilas, sosteniéndolas con precaución, para que no se cayera nada por las hendiduras, y se fue por entre los pinos, hasta la entrada de la cueva, donde pendía la manta pringosa. Eran las tres menos diez en su reloj cuando levantó la manta con el codo para entrar en la cueva.


Capítulo treinta y ocho





Ya estaban todos en la cueva; los hombres, de pie delante del hogar; María, atizando el fuego. Pilar tenía el café listo en la cafetera. No había vuelto a acostarse después de haber despertado a Robert Jordan, y estaba sentada en un taburete en medio del ambiente saturado de humo, cosiendo el rasgón de una de las mochilas de Jordan. La otra mochila estaba ya repasada. El fuego iluminaba su cara.


- Come un poco más de cocido -le dijo a Fernando-. ¿Qué importa que tengas la barriga llena? No habrá médico para operarte si te coge el toro.


- No hables así, mujer -dijo Agustín-. Tienes una lengua de grandísima puta.


Estaba apoyado en el fusil automático, cuyos pies aparecían plegados junto al cañón, y tenía los bolsillos llenos de granadas; de un hombro le colgaba la bolsa con las cintas de los proyectiles y en bandolera llevaba una carga completa de municiones. Estaba fumándose un cigarrillo mientras sostenía en la mano una taza de café, que se llenaba de humo cada vez que se la acercaba a los labios.


- Eres una verdadera ferretería andante -le dijo Pilar-. No podrás ir más de cien metros con todo eso.


- ¡Qué va, mujer! -replicó Agustín-. Es cuesta abajo.


- Para ir al puesto es cuesta arriba -dijo Fernando-. Antes de que sea cuesta abajo es cuesta arriba.


- Treparé como una cabra -dijo Agustín-. ¿Y tu hermano? -preguntó a Eladio-. ¿Tu preciosidad de hermano ha desaparecido?


Eladio estaba de pie, apoyado en el muro.


- Calla la boca -le contestó.


Estaba nervioso y sabía que nadie lo ignoraba. Estaba siempre nervioso e irritable antes de la acción. Se apartó de la pared, se acercó a la mesa y empezó a llenarse los bolsillos de granadas, que cogía de uno de los grandes capachos de cuero sin curtir que estaban apoyados contra una pata de la mesa.


Robert Jordan se agachó junto a él delante del capacho. Tomó del capacho cuatro granadas. Tres eran del tipo Mills, de forma ovalada, de casco de hierro dentado, con una palanca de resorte sujeta por una tuerca conectada con el dispositivo de que se tira para hacerla estallar.


- ¿De dónde habéis sacado esto? -preguntó a Eladio.


- ¿Eso? De la República. Fue el viejo quien las trajo.


- ¿Qué tal son?


- Valen más que pesan -dijo Eladio.


- Fui yo quien las trajo -expuso Anselmo-. Sesenta de una vez, y pesaban más de cuarenta kilos, inglés.


- ¿Las habéis utilizado ya? -preguntó Robert Jordan a Pilar.


- ¿Que si las hemos usado? Fue con eso con lo que Pablo acabó con el puesto de Otero.


Cuando Pilar pronunció el nombre de Pablo, Agustín se puso a blasfemar. Robert Jordan vio el semblante de Pilar a la luz del fuego.


- Acaba con eso ya -dijo vivamente a Agustín-. De nada vale hablar.


- ¿Han explotado siempre? -preguntó Robert Jordan, sosteniendo en la mano la granada pintada de gris y probando el mecanismo con la uña del pulgar.


- Siempre -dijo Eladio-. No ha fallado ni una de todas las que hemos gastado.


- ¿Y estallan rápidamente?


- Al tiempo de arrojarlas. Rápidamente; bastante rápidamente.


- ¿Y esas otras?


Tenía en sus manos una bomba en forma de lata de conserva con una cinta enrollada alrededor de un resorte de alambre.


- Eso es una basura -contestó Eladio-. Explotan, sí; pero de golpe, y no arrojan metralla.


- Pero ¿explotan siempre?


- ¡Qué va siempre! -dijo Pilar-. Siempre no existe, ni para nuestras municiones ni para las suyas.


- Pero dices que las otras estallan siempre.


- Yo no he dicho eso -contestó Pilar-. Se lo has preguntado a otro. Yo no he visto nunca un siempre en estos artefactos.


- Explotaron todas -afirmó Eladio-. Di la verdad, mujer.


- ¿Cómo sabes tú que explotaron todas? Era Pablo el que las arrojaba. Tú no mataste a nadie cuando lo de Otero.


- Ese hijo de la gran puta -reiteró Agustín.


- Calla la boca -dijo Pilar, irritada. Luego continuó-: Todas valen, inglés; pero las dentadas son más sencillas.


«Valdría más que probase una en cada carga -pensó Robert Jordan-. Pero las dentadas deben de salir con más facilidad y son más seguras.»


- ¿Vas a arrojar bombas, inglés? -preguntó Agustín.


- ¿Cómo no? -fue la respuesta de Jordan.


Pero agachado allí, eligiendo las granadas, pensaba: «Es imposible; no sé cómo he podido engañarme a mí mismo. Hemos estado todos perdidos desde el momento en que atacaron al Sordo, como lo estuvo el Sordo desde que dejó de nevar. Lo que pasa es que no quiero reconocerlo. Hace falta seguir adelante con un plan que es irrealizable. Eres tú quien lo ha concebido y ahora sabes que es malo. Ahora, a la luz del día, sabes que es malo. Puedes perfectamente tomar uno de los dos puestos con la gente que tienes. Pero no puedes tomar los dos. No puedes estar seguro de tomarlos, quiero decir. No te engañes. No te engañes ahora a la luz del día. Pretender tomar los dos es imposible. Pablo lo ha sabido siempre. Probablemente tuvo siempre la intención de hacer la faena, pero supo que estábamos fritos cuando el Sordo fue atacado. No puede montarse una operación contando con milagros. Vas a hacer que los maten a todos y tu puesto no va a volar siquiera si no dispones de algo más de lo que tienes ahora. Harás que mueran Pilar, Anselmo, Agustín, Primitivo, ese cobarde de Eladio, ese sinvergüenza de gitano y ese bueno de Fernando, y tu puente no volará. ¿Te imaginas que se obrará un milagro y que Golz recibirá el mensaje que le lleva Andrés y que lo detendrá todo? Si no se obra un milagro, vas a hacer que mueran todos por orden tuya. María también. Vas a matarla a ella también con tus órdenes. ¿No podrías sacarla de aquí, por lo menos a ella? Maldito sea Pablo.


»No, no te enfades. Enfadarse es tan malo como tener miédo. Pero en lugar de acostarte con tu amiguita deberías haberte ido a caballo por la noche con la mujer por esas montañas y tratar de reunir toda la gente que hubieses encontrado. Sí, y si me hubiese ocurrido algo, no estaría ahora aquí para volar el puente. Sí, eso es. Esa es la razón de que tú no hayas ido. Y no podías enviar a nadie, porque no podías correr el riesgo de perderle y tener uno de menos. Tenías que conservar lo que tenías e imaginar un nuevo plan. Pero tu plan apesta. Apesta, insisto. Era un plan bueno para la noche y ahora es de día. Los planes hechos de noche no valen a la mañana siguiente. Lo que se piensa durante la noche no vale para el día. De manera que ahora sabes que todo eso no vale nada.


»¿Y qué pasa si John Mosby era capaz de salir adelante de peripecias que parecían tan difíciles como ésta? Naturalmente que sí. Incluso más difíciles. Y además, no desestimes el elemento de la sorpresa. Piensa en ello. Piensa que si la cosa tiene éxito no será un mal trabajo. Pero no es así como hay que trabajar. No basta con que sea posible; es menester que sea seguro. Naturalmente, tienes razón; pero mira lo que ha ocurrido. Todo esto anduvo mal desde el comienzo y estas cosas agrandan el desastre, al igual que va agrandándose una bola de nieve que rueda cuesta abajo sobre la nieve húmeda.»


Desde el suelo, en donde estaba agachado cerca de la mesa, levantó sus ojos hacia María, que le sonrió. El le devolvió la sonrisa de dientes para fuera y escogió cuatro granadas más, que se metió en los bolsillos. «Podría destornillar los detonadores y valerme de ellos por separado -pensó-. No creo que la dispersión de los fragmentos pueda ser un obstáculo. Se producirá inmediatamente, al mismo tiempo que la explosión de la carga, y no la dispersaré. Al menos yo creo que será así. No, estoy seguro de que será así. Un poco de confianza -se dijo-. ¡Y tú que pensabas anoche lo maravillosos que erais tú y tu abuelo y que tu padre era un cobarde! Ten ahora un poco de confianza en ti, hombre.»


Sonrió de nuevo a María, aunque la sonrisa no iba más lejos de la superficie de su piel, que sentía tensa en las mejillas y en la boca.


«Ella te encuentra maravilloso. Yo me encuentro detestable. ¿Y la gloria y todas esas tonterías que se te habían ocurrido? Se te ocurren ideas estupendas, ¿eh? Tenías el mundo perfectamente estudiado y clasificado. Al diablo con todo ello. Cálmate; no te enfades. Aunque eso es también una salida. Siempre quedan salidas para todo. Pero lo que ahora tienes que hacer es tragar mecha. Es inútil renegar de todo lo que ha sucedido sencillamente porque ha llegado el momento en que vas a salir perdiendo. No hagas como esa serpiente que cuando le rompen el espinazo se muerde la cola. Y no tienes el espinazo roto todavía, cerdo. Espera que te despellejen antes de echarte a llorar. Aguarda que comience la batalia para montar en cólera. Hay muchas ocasiones para ello en una batalla. En una batalla, hasta puede serte de provecho.»


Pilar se acercó a él con la mochila.


- Aquí está. Ha quedado muy segura -dijo-. Estas granadas son muy buenas, inglés. Puedes tener confianza en ellas.


- ¿Cómo te encuentras, Pilar?


Ella le miró y movió la cabeza, sonriendo. Jordan se preguntó hasta qué profundidad de su rostro alcanzaba su sonrisa. Le pareció que hasta una hondura considerable.


- Bien -dijo ella-. Dentro de la gravedad.


Luego dijo, agachándose junto a él:


- ¿Qué piensas, ahora que la cosa comienza de veras?


- Que somos muy pocos -respondió en seguida Robert Jordan.


- Yo pienso lo mismo -dijo ella-; muy pocos.


Luego añadió, siempre en voz baja:


- La María puede guardar los caballos. No hace falta que me quede yo para eso. Les pondremos trabas. Son caballos de batalla y el tiroteo no los asustará. Yo iré al puesto de abajo y haré todo lo que debería haber hecho Pablo. De ese modo seremos uno más. o…


- Bueno -dijo él- suponía que tú lo harías así.


- Vamos, inglés -le dijo Pilar, mirándole a los ojos-, no te preocupes; todo irá bien. Recuerda que no esperan un golpe semejante.


- Sí -contestó Robert Jordan.


- Otra cosa, inglés -siguió Pilar, todo lo quedito que le permitía su vozarrón-. Eso de la mano…


- ¿Qué es eso de la mano? -preguntó él, molesto.


- No te enfades, oye. No te enfades, muchacho. A propósito de eso de la mano… Todo eso no son más que trucos de gitana, para darme importancia. Eso no es verdad.


- Déjalo ya -dijo él fríamente.


- No -dijo ella, con voz ronca y cariñosa-; es una mentira que te he dicho. No quisiera que anduvieses preocupado el día de la batalla.


- No me preocupa eso -contestó Robert Jordan.


Ella volvió a sonreírle, con su enorme boca de labios gordos y la hermosa franqueza de su rostro, y dijo:


- Te quiero mucho, inglés.


- No hace falta que me digas eso ahora -contestó-. Ni tú ni Dios.


- Sí -dijo Pilar, volviendo a bajar la voz-. Ya lo sé, pero quería decírtelo. Y no te preocupes; las cosas saldrán bien.


- ¿Por qué no? -preguntó Robert Jordan. Y sólo la superficie de su cara sonrió-. Naturalmente que nos las arreglaremos; todo irá bien.


- ¿Cuándo salimos? -preguntó Pilar.


Robert Jordan consultó su reloj:


- En cualquier momento.


Tendió una de sus mochilas a Anselmo:


El viejo estaba acabando de tallar con el cuchillo una pila de cuñas que había copiado de un modelo que le había dado Robert Jordan. Eran cuñas de repuesto, que llevaban por si pudieran serles necesarias.


- Bien -contestó el viejo, moviendo la cabeza-. Muy bien, hasta ahora. -Extendió la mano.- Mira -dijo sonriendo. Sus manos no temblaban.


- Bueno, ¿y qué? -le dijo Robert Jordan-. Yo puedo extender siempre la mano sin que me tiemble. Pero extiende un dedo.


Anselmo obedeció. El dedo temblaba. Miró a Robert Jordan y movió la cabeza.


- Yo también, hombre -y Robert Jordan extendió un dedo-. Siempre me tiembla; es lo corriente.


- A mí, no -dijo Fernando. Extendió el índice, para que lo viesen; luego, el índice de la otra mano.


- ¿Puedes escupir? -le preguntó Agustín, haciendo un guiño a Robert Jordan.


Fernando carraspeó, y escupió orgullosamente en el suelo de la cueva; luego puso el pie sobre el escupitajo.


- So mula asquerosa -le dijo Pilar-, escupe en el fuego, si quieres mostrarnos tu valentía.


- No hubiera escupido al suelo, Pilar, si no nos fuéramos de este lugar -explicó Fernando cortésmente.


- Ten cuidado donde escupes hoy -le dijo Pilar-. Podría ser en algún sitio que no fueses a abandonar.


- Esa habla como un gato negro -dijo Agustín. Tenía una necesidad nerviosa de bromear, cosa que sentían todos, aunque de manera distinta.


- Estaba bromeando -dijo Pilar.


- Yo también -dijo Agustín-. Pero me cago en la leche; ya tengo ganas de que esto comience.


- ¿Dónde está el gitano? -preguntó Robert Jordan a Eladio.


- Con los caballos -contestó Eladio-. Ahí le tienes, a la entrada de la cueva.


- ¿Cómo está?


Eladio sonrió:


- Tiene mucho miedo -dijo. Le tranquilizaba el hablar del miedo de los otros.


- Escucha, inglés -empezó a decir Pilar. Robert Jordan volvió sus ojos hacia ella y vio que su boca se abría y que una expresión de incredulidad se desparramaba por todo su rostro; se volvió rápidamente hacia la entrada de la cueva, con la mano apoyada en la culata de la pistola. Apartando la manta con una mano, con el cañón de la ametralladora apuntando por encima de su espalda, Pablo estaba allí, pequeño, cuadrado, con el rostro mal afeitado, con sus pequeños ojillos porcinos, bordeados de rojo, que no miraban a nadie en particular.


- Tú -dijo Pilar incrédula-. Tú.


- Yo -dijo Pablo calmosamente. Y entró en la cueva-, ¡Hola!, inglés -habló a Jordan-. Tengo a cinco de la cuadrilla de Elías y Alejandro ahí arriba con los caballos.


- ¿Y los fulminantes y los detonadores? -preguntó Robert Jordan-. ¿Y el resto del material?


- Lo he arrojado todo al fondo del río, por la parte de la garganta -dijo Pablo, que seguía sin mirar a nadie-. Pero he discurrido una manera para que salte la carga con una granada.


- Yo también -dijo Robert Jordan.


- ¿Tenéis algo de beber? -preguntó Pablo, con aire cansado.


Robert Jordan le tendió su cantimplora y Pablo bebió con avidez. Luego se limpió la boca con el dorso de la mano.


- ¿Qué te ha pasado? -preguntó Pilar.


- Nada -respondió Pablo, secándose la boca-. Nada. He vuelto.


- ¿Y qué más?


- Nada. Tuve un momento de flojera. Me fui, pero he vuelto. En el fondo, no soy cobarde -dijo, volviéndose hacia Robert Jordan.


«Lo que eres es otra cosa -pensó Robert Jordan-. Ya lo creo que lo eres, cerdo. Pero estoy contento de verte, hijo de puta.»


- Cinco; eso fue todo lo que pude conseguir de Elías y de Alejandro -dijo Pablo-. No me he apeado del caballo desde que salí de aquí. Vosotros nueve, solos, no hubierais podido conseguirlo nunca. Nunca; lo comprendí anoche, cuando el inglés me lo explicó. Nunca. Ellos son siete y un cabo en el puesto de abajo. ¿Y si dan la alarma o se defienden? -Miraba a Robert Jordan-. Al marcharme, pensé que tú te darías cuenta de que era imposible y que no lo intentarías. Pero luego, cuando tiré tu material, cambié de parecer.


- Estoy contento de verte -dijo Robert Jordan. Se acercó a él- Nos arreglaremos con las granadas. Todo irá bien. Lo demás no tiene importancia, por ahora.


- No -dijo Pablo-. No lo hago por ti. Tú eres un bicho de mal agüero. Tú tienes la culpa de todo. También de lo del Sordo. Pero cuando tiré tu material me encontré muy solo.


- Tu madre -exclamó Pilar.


- Entonces fui a buscar a los otros, para que pudiéramos hacerlo. He cogido a los mejores que pude encontrar. Los dejé ahí arriba, para poder hablarte primero. Creen que soy el jefe.


- Tú eres el jefe -dijo Pilar-. Si lo deseas.


Pablo la miró y no dijo nada. Luego añadió simplemente en voz baja:


- He pensado mucho después de lo del Sordo. Creo que si hay que acabar, es mejor acabar todos juntos. Pero a ti, inglés, te odio por habernos traído esto.


- Pero, Pablo -Fernando, con los bolsillos atiborrados de bombas y los cartuchos en bandolera estaba entretenido rebañando su plato de cocido con un pedazo de pan-. Pero, Pablo -comenzó diciendo-, ¿no crees que la operación puede tener éxito? Anteanoche decías que estabas seguro.


- Dale más cocido -dijo irónicamente Pilar a María. Lúego, dirigiéndose a Pablo, con la mirada más suave-: Así es que has vuelto, ¿eh?.


- Sí, mujer -contestó Pablo.


- Bueno, pues sé bien venido -dijo Pilar-. Creí que no estabas tan acabado como parecías.


- Después de lo que hice sentí una soledad que no era soportable -dijo Pablo en voz baja.


- Que no era soportable -repitió ella, burlona-. Que no era soportable para ti durante un cuarto de hora.


- No te burles de mí, mujer; he vuelto.


- Bien venido -repitió ella-. ¿No has oído que te lo he dicho? Bébete tu café, y vámonos. Tanto teatro me fastidia.


- ¿Es café eso? -preguntó Pablo.


- Claro que lo es -dijo Fernando.


- Dame una taza, María -dijo Pablo-. ¿Qué tal te va? -le preguntó a la muchacha, sin mirarla.


- Bien -replicó María, y le dio una taza de café-. ¿Quieres cocido? -Pablo rehusó con la cabeza.


- No me gusta estar solo -dijo Pablo, hablando a Pilar como si los otros no estuvieran allí-. No me gusta estar solo, ¿sabes? Ayer, trabajando por el bien de todos durante el día, no me sentía solo. Pero esta noche, hombre, ¡qué mal lo pasé!


- Judas Iscariote se ahorcó -dijo Pilar.


- No me hables así, mujer -dijo Pablo-. ¿No te das cuenta? He vuelto. No hables de Judas ni de cosas por el estilo. He vuelto.


- ¿Cómo son los muchachos que has traído? -le preguntó Pilar-. ¿Has traído algo que valga la pena?


- Son buenos -dijo Pablo. Se atrevió a mirar a Pilar a la cara. Luego apartó la mirada-: Buenos y bobos. Dispuestos a morir y todo. A tu gusto.


Pablo miró de nuevo a Pilar a los ojos, y esta vez no apartó su mirada. Siguió mirándola de frente, con sus pequeños ojos porcinos, bordeados de rojo.


- Tú -dijo ella, y su voz ronca tenía de nuevo acento de ternura-. Tú. Creo que si un hombre ha tenido algo alguna vez, siempre le queda algo.


- Listo -dijo Pablo, mirándola a la cara, ahora con firmeza-. Estoy dispuesto para lo que el día nos depare.


- Ya veo que has vuelto -dijo Pilar-. Ya lo veo; pero, hombre, ¡qué lejos has estado!


- Dame un trago de esa botella -dijo Pablo a Robert Jordan-. Y después, vámonos.


Capítulo treinta y nueve





Subieron la pendiente en la oscuridad, a través del bosque, hasta llegar al estrecho paso de la cima. Iban todos cargados con mucho peso y subían lentamente. Los caballos llevaban cargas también, atadas a las monturas.


- Podríamos soltar las cargas si hiciera falta, con unos cuantos cortes -dijo Pilar-; pero, con todo, si conseguimos conservarlas, podemos instalar otro campamento.


- ¿Y el resto de las municiones? -preguntó Robert Jordan, al tiempo que ataba sus mochilas.


- Van en esas alforjas.


Robert Jordan sentía el peso de su mochila y en el cuello el roce de su chaqueta, cuyos bolsillos estaban repletos de granadas. Sentía el peso de la pistola, golpeándole la cadera, y el de los bolsillos de su pantalón, cargados hasta rebosar con las cintas del fusil automático. En la mano derecha llevaba el fusil y con la izquierda se estiraba de cuando en cuando el cuello de la chaqueta, para aligerar la tirantez de las correas de la mochila. Aún conservaba en la boca el gusto del café.


- Inglés -le dijo Pablo, que marchaba delante de él en la oscuridad.


- ¿Qué hay, hombre?


- Esos que he traído creen que vamos a tener éxito, porque los he traído yo -dijo Pablo-. No digas nada para no desilusionarlos.


- Bueno -contestó Robert Jordan-; pero procuremos tener éxito.


- Tienen cinco caballos, ¿sabes? -dijo Pablo, cautelosamente, con miedo de pronunciar la palabra.


- Bueno -dijo Robert Jordan-. Guardaremos todos los caballos juntos.


- Bien -dijo Pablo.


Y eso fue todo.


«Ya me figuraba yo que tú no habías sentido una conversión completa en el camino de Tarso, condenado Pablo -pensó Robert Jordan-. No. Pero tu regreso ha sido realmente un milagro. Creo que no vamos a encontrar ninguna dificultad con tu canonización.»


- Con esos cinco me ocuparé yo del puesto de abajo, igual que lo hubiera hecho el Sordo -dijo Pablo-. Cortaré los hilos y volveré al puente como convinimos.


«Hemos hablado de todo eso hace menos de diez minutos -pensó Robert Jordan-. Me pregunto por qué ahora…»


- Hay posibilidad de que lleguemos a Gredos -añadió Pablo-. He pensado mucho en ello.


«Me parece que has tenido una nueva inspiración hace unos minutos -pensó Robert Jordan-. Has tenido una nueva revelación. Pero no me convencerás de que yo haya sido invitado también. No, Pablo. No me pidas que lo crea. Sería demasiado.»


Desde el momento en que Pablo entró en la cueva, y le dijo que tenía cinco hombres, Robert Jordan se sentía mejor. El regreso de Pablo había disipado la atmósfera trágica, en la que toda la operación parecía desplegarse, desde que había comenzado a nevar. Desde el regreso de Pablo, Jordan tenía la impresión, no sólo de que su suerte hubiese cambiado, porque no creía en la suerte; pero sí de que toda la perspectiva del asunto había mejorado y que la cosa se había hecho posible. En lugar de la certidumbre del fracaso, sentía que la confianza iba subiendo en él como un neumático que se llena de aire gracias a una bomba. Al principio es casi imperceptible, como ocurre con la goma de los neumáticos que casi no se desplaza con los primeros soplos de aire, pero luego se parecía aquello a la ascensión regular de la marea o a la de la savia en un árbol. Y comenzó a percibir esa ausencia de aprensión que se convierte a menudo en una verdadera alegría antes de la batalla.


Era su don más preciado. La cualidad que le hacía apto para la guerra; esa facultad, no de ignorar, pero sí de despreciar el final, por desgraciado que fuera. Esa cualidad quedaba, no obstante, destruida cuando tenía que echarse encima responsabilidades de los otros o cuando sentía la necesidad de emprender una tarea mal preparada o mal concebida. Porque en tales circunstancias no podía permitirse el ignorar un final desgraciado, un fracaso. No era ciertamente una posibilidad de catástrofe para él mismo, que podía ignorar. Jordan sabía que él no era nada y sabía que no era nada la muerte. Lo sabía auténticamente; tan auténticamente como todo lo que sabía. En aquellos últimos días había llegado a saber que él, junto con otro ser, podía serlo todo. Pero también sabía que aquello era una excepción. «Hemos tenido esto -pensó-. Y hemos sido muy dichosos. Se me ha otorgado eso quizá porque nunca lo había pedido. Nadie puede quitármelo ni puede perderse. Pero eso es algo pesado, algo que se ha concluido al despuntar el día, y ahora tenemos que hacer nuestro trabajo. Y tú, me alegro de ver que has encontrado algo que te ha faltado condenadamente durante algunos momentos. Estabas muy bajo de forma. He sentido mucha vergüenza de ti allá abajo, durante algunos momentos. Sólo que yo era tú. Y no había otro para juzgarte. Estábamos los dos en baja forma. Tú y yo, los dos. Vamos, vamos. Deja de pensar como un esquizofrénico. Que piense uno detrás de otro, cada cual según su turno. Ahora estás muy bien. Pero, escucha, no tienes que estar pensando todo el día en la muchacha. No puedes hacer nada para protegerla, como no sea alejarla. Y es lo que vas a hacer. Va a haber, sin duda, muchos caballos si tienes que juzgar por los indicios. Lo mejor que puedes hacer por ella es colmar tu trabajo pronto y bien y acabar con él. Pensar en ella sólo servirá para estorbarte. Así es que no te pases todo el tiempo pensando en ella,»


Después de decirlo, esperó que María le alcanzase con Pilar, Rafael y los caballos.


- Eh, guapa -le dijo en la oscuridad-. ¿Cómo te encuentras?


- Me encuentro bien, Roberto -le dijo ella.


- No te preocupes por nada -le dijo él. Y pasándose el arma a la mano izquierda, apoyó la derecha en el hombro de la muchacha.


- No me preocupo -dijo ella.


- Todo está muy bien organizado -prosiguió Jordan-. Rafael se quedará contigo y con los caballos.


- Me gustaría estar contigo.


- No. Es con los caballos como puedes ser más útil.


- Bueno -dijo ella-; me quedaré con los caballos.


En ese momento relinchó uno de los animales del claro que había más abajo de la abertura entre las rocas y respondió otro caballo con un relincho, cuyo eco fue agudizándose en trémolo hasta deshacerse bruscamente.


Robert Jordan distinguió delante de él, en la oscuridad, la masa de los nuevos caballos. Apretó el paso y alcanzó a Pablo. Los hombres estaban de pie, junto a sus monturas.


- Salud -dijo Robert Jordan.


- Salud -respondieron en la oscuridad. No podía verles la cara.


- Este es el inglés que viene con nosotros -dijo Pablo-; el dinamitero.


No respondieron. Quizás asintiesen en la oscuridad.


- Vamos, adelante, Pablo -dijo un hombre-. Pronto va a ser de día.


- ¿Has traído más granadas? -preguntó otro.


- He traído muchas -respondió Pablo-; podréis cogerlas cuando dejemos los caballos.


- Bueno, pues en marcha -dijo otro-. Hemos estado aguardando aquí media noche.


- Hola, Pilar -dijo alguien al acercarse la mujer.


- Que me maten si no es Pepe -dijo Pilar en voz baja-. ¿Cómo va eso, pastor?


- Bien -contestó el hombre-. Dentro de la gravedad.


- ¿Qué caballo llevas? -le preguntó Pilar.


- El tordillo de Pablo. Esto es un caballo.


- Vamos -dijo otro hombre-. Vamos. No sirve de nada ponerse a hablar aquí.


- ¿Qué tal te va, Elicio? -preguntó Pilar cuando el así llamado se disponía a montar.


- ¿Cómo quieres que me vaya? -repuso el otro bruscamente-. Vamos, mujer; tenemos mucho trabajo.


Pablo montaba el gran bayo.


- Cerrad el pico y seguidme. Os llevaré al lugar donde vamos a dejar los caballos.


Capítulo cuarenta





Mientras Robert Jordan dormía, cavilaba en lo del puente y hacía el amor a María, Andrés había estado avanzando muy lentamente. Hasta que llegó a las líneas republicanas, había atravesado los campos y las líneas fascistas con la velocidad que un campesino en buenas condiciones físicas y buen conocedor de la región podía hacerlo en la oscuridad. Pero al llegar al territorio de la República, las cosas cambiaron.


En teoría, hubiera bastado enseñar el salvoconducto que Robert Jordan le había entregado, con el sello del S. I. M. y el mensaje que llevaba el mismo sello, para que se le dejara seguir su camino todo lo más rápidamente posible. Pero el primer tropezón lo tuvo con el jefe de la compañía de primera línea, que había acogido su misión con graves sospechas.


Siguió el jefe de la compañía hasta el cuartel general del batallón, en donde el jefe, que había sido barbero antes del Movimiento, se entusiasmó al oír el relato de su misión. Este comandante, llamado Gómez, maldijo al jefe de la compañía por su estupidez, dio unas palmaditas amistosas a Andrés en el hombro, le dio una copa de mal coñac y le dijo que siempre había deseado ser guerrillero. Luego despertó a uno de sus oficiales, le confió el mando del batallón y mandó a un ordenanza que fuera a despertar a su motociclista. En vez de enviar a Andrés al cuartel general de la brigada con el motorista, Gómez resolvió llevarle él mismo, a fin de activar las cosas. Y con Andrés fuertemente asido al precario asiento de detrás, fueron zumbando y dando tumbos a lo largo de la estrecha carretera de montaña, llena de baches abiertos por las bombas, entre la doble hilera de árboles que los faros iban descubriendo y cuyos troncos, cubiertos de cal, presentaban las huellas de las balas y los cascos de las granadas que los habían averiado en los combates que habían tenido lugar en esa misma carretera el primer verano del Movimiento. Cuando llegaron al pequeño refugio de montaña, de techos demolidos, en donde estaba instalado el cuartel general de la brigada, Gómez frenó como un corredor de carreras, apoyó el vehículo contra la pared de una casa, despertó de un empujón al adormilado centinela que estaba encargado de guardarlo y entró en la gran sala de paredes cubiertas de mapas, donde un of icial dormitaba con una visera verde sobre los ojos, ante una mesa provista de una lámpara, dos teléfonos y un ejemplar de Mundo Obrero.


El oficial levantó los ojos hacia Gómez y dijo:


- ¿Qué vienes a hacer aquí? ¿No has oído hablar nunca del teléfono?


- Necesito ver al teniente coronel -dijo Gómez.


- Duerme -dijo el oficial-. He estado viendo tus faros desde un kilómetro de distancia en la carretera. ¿Quieres provocar un bombardeo?


- Llama al teniente coronel -insistió Gómez-; es extremadamente grave.


- Está durmiendo; ya te lo he dicho -replicó el oficial-. ¿Quién es esa especie de bandido que viene contigo? -preguntó, señalando a Andrés con un gesto.


- Es un guerrillero que viene del otro lado de las líneas con un mensaje muy importante para el general Golz, que dirige la ofensiva que al amanecer va a desencadenarse al otro lado de Navacerrada -explicó Gómez, grave y excitado al mismo tiempo-. Despierta al teniente coronel, por el amor de Dios.


El oficial le miró fijamente, con sus ojos de gruesos párpados sombreados por la visera de celuloide verde.


- Estáis todos locos -dijo-; no sé nada del general Golz ni de la ofensiva. Llévate a ese deportista y vuélvete a tu batallón.


- Despierta al teniente coronel te digo -gritó Gómez. Y Andrés vio que apretaba la boca en gesto de resolución.


- Vete a la mierda -le dijo indolentemente el oficial, volviéndole la espalda.


Gómez sacó su enorme pistola «Star» de nueve milímetros y la apoyó sobre la espalda del oficial.


- Despiértale, cochino fascista -dijo-. Despiértale, o te mato.


- Cálmate -dijo el oficial-. Vosotros, los barberos, sois gente muy impresionable.


Andrés vio a la luz de la lámpara el rostro de Gómez alterado por el odio. Pero dijo solamente:


- Despiértale.


- Ordenanza -gritó el oficial, con voz despectiva.›


Un soldado apareció en la puerta, saludó y se fue.


- Su novia está con él -dijo el oficial, y se puso de nuevo a leer su periódico-. Con toda seguridad le va a encantar veros.


- Los individuos como tú, obstaculizan todos los esfuerzos para ganar la guerra -dijo Gómez al oficial del Estado Mayor.


El oficial no le prestaba ninguna atención. Luego, mientras proseguía su lectura, comentó, como hablando consigo mismo.


- ¡Qué periódico tan curioso es éste!


- ¿Por qué no lees El Debate? Ese es tu periódico -dijo Gómez, nombrando al principal órgano católico conservador publicado en Madrid antes del Movimiento.


- No olvides que soy tu superior y que un informe mío sobre ti llegaría muy lejos -dijo el oficial, sin levantar los ojos-. No he leído nunca El Debate; no hagas acusaciones falsas.


- No, tú leías el ABC -dijo Gómez-. El ejército está podrido con gente como tú. Pero esto no va a durar mucho. Estamos copados entre ignorantes y cínicos. Pero instruirémos a los unos y eliminaremos a los otros.


- Purga es la expresión que andas buscando -dijo el oficial, sin molestarse en levantar los ojos-. Hay aquí un artículo sobre las purgas de tus famosos rusos. Están purgando más que el aceite de ricino en estos tiempos.


- Llámalo como quieras -dijo Gómez, furioso-. Llámalo como quieras, con tal que los individuos de tu calaña sean liquidados.


- ¿Liquidados? -preguntó el oficial insolentemente, y como si hablara consigo mismo-: Ahí tienes una palabra que casi no se parece al castellano.


- Fusilados entonces -dijo Gómez-; eso es buen castellano ¿no? ¿Lo entiendes?


- Sí, hombre; pero no hables tan fuerte. Además del teniente coronel, hay otros durmiendo en este Estado Mayor, y tus emociones me fatigan. Esa es la razón de que siempre me haya afeitado solo. Nunca me ha gustado la conversación.


Gómez miró a Andrés y movió la cabeza. Sus ojos brillaban con la humedad que provocan la rabia y el despecho. Pero sacudió la cabeza y no dijo nada, dejando todo aquello para un futuro más o menos próximo. Había ido dejando muchas cosas en el año y medio que estuvo en el puesto como jefe de batallón de la Sierra. Al entrar el teniente coronel en pijama, Gómez se levantó y saludó.


El teniente coronel Miranda era un hombre bajo, de cara grisácea, que había estado en el ejército toda su vida, que había perdido el amor de su esposa en Madrid y el apetito en Marruecos y que se había hecho republicano al descubrir que no podía divorciarse -de recobrar la buena digestión no hubo ninguna posibilidad-; había entrado en la guerra civil como teniente coronel y su única aspiración era terminarla con el mismo grado. Había defendido bien la Sierra y quería que se le dejara tranquilo para seguir defendiéndola. Se encontraba mucho mejor en guerra que en paz, sin duda a causa del régimen dietético que se veía forzado a seguir; tenía una inmensa reserva de bicarbonato de sosa, bebía whisky todas las noches; su amante, de veintitrés años, iba a tener un niño, como casi todas las muchachas que se habían hecho milicianas en julio del año anterior, y al entrar en la sala respondió con un cabeceo al saludo de Gómez, y le tendió la mano.


- ¿Qué te trae por aquí, Gómez? -preguntó; y luego, dirigiéndose al oficial sentado a la mesa, que era su ayudante, dijo-: Dame un cigarrillo, Pepe, por favor.


Gómez le enseñó los papeles de Andrés y el mensaje. El teniente coronel examinó rápidamente el salvoconducto, miró a Andrés, le saludó asimismo con la cabeza, sonrió y después se puso a estudiar ávidamente el mensaje. Palpó el sello, pasándole el índice, y por último devolvió el salvoconducto y el mensaje a Andrés.


- ¿Es muy dura la vida en las montañas?


- No, mi teniente coronel -contestó Andrés.


- ¿Te han señalado el lugar más próximo al Cuartel General del general Golz?


- Navacerrada, mi teniente coronel -dijo Andrés-. El inglés ha dicho que estaría en alguna parte cerca de Navacerrada, detrás de las líneas, a la derecha de aquí.


- ¿Qué inglés? -le preguntó cortésmente el teniente coronel.


- El inglés que está con nosotros como dinamitero.


El teniente coronel asintió con la cabeza. No era más que uno de tantos fenómenos inesperados e inexplicables de la guerra. «El inglés que está con nosotros de dinamitero.»


- Será mejor que lo lleves tú en la moto, Gómez -dijo el teniente coronel-. Prepárale un salvoconducto enérgico para el Estado Mayor del general Golz; yo lo firmaré -dijo al oficial de la visera de celuloide verde-. Escríbelo a máquina, Pepe. Ahí están los detalles. -Hizo un gesto a Andrés para que le entregara el salvoconducto-. Y ponle dos sellos. -Se volvió hacia Gómez-. Tendréis necesidad esta noche de un documento en regla. Así tiene que ser. Hay que ser prudentes cuando se prepara una ofensiva. Voy a daros algo todo lo enérgico que sea posible. -Luego, dirigiéndose a Andrés con cariño-: ¿Quieres algo? ¿Quieres algo de beber o de comer?


- No, mi teniente coronel -dijo Andrés-; no tengo hambre. Me han dado un coñac en el último puesto de mando y si tomo algo más acabaré por marearme.


- ¿Has visto movimientos o actividad al otro lado de mi frente cuando lo atravesaste? -preguntó cortésmente el teniente coronel a Andrés.


- Estaba todo como siempre, mi teniente coronel; tranquilo, tranquilo.


El teniente coronel preguntó:


, -¿No te he visto yo en Cercedilla hace cosa de tres meses?


- Sí, mi teniente coronel.


- Ya me lo parecía. -El teniente coronel le golpeó cariñosamente en la espalda-. Estabas con el viejo Anselmo. ¿Cómo está Anselmo?


Andrés respondió:


- Está muy bien, mi teniente coronel.


- Bueno; me alegro -dijo el teniente coronel. El oficial le mostró lo que acababa de escribir a máquina; el teniente coronel lo leyó y lo firmó-. Ahora tenéis que daros prisa -dijo a Gómez y a Andrés-. Atención con la moto -dijo a Gómez-. Utiliza las luces. No puede pasar nada por una simple motocicleta, y tienes que ser muy cuidadoso para que no os ocurra nada. Dadle recuerdos al camarada Golz de mi parte. Nos conocimos después de lo de Peguerinos. -Les dio la mano a los dos-. Pon los papeles en el bolsillo de tu camisa y abróchatela bien -dijo-. Se coge mucho aire cuando se va en moto.


Cuando se fueron, abrió un armario, sacó un vaso y una botella, se sirvió un poco de whisky y llenó el vaso de agua, que tomó de un botijo que había en el suelo, junto a la pared. Luego, con el vaso en la mano, bebiendo a pequeños sorbos, se acercó al gran mapa colgado en la pared y estudió las posibilidades de la ofensiva al norte de Navacerrada.


- Me alegro de que le toque a Golz y no a mí -dijo al oficial que estaba sentado delante de la mesa. El oficial no contestó y, cuando el teniente coronel levantó los ojos del mapa para mirarle, vio que estaba dormido con la cabeza sobre los brazos. El teniente coronel se acercó a la mesa y colocó los dos teléfonos de manera que rozasen la cabeza del oficial, uno a cada lado. Luego se volvió al armario, se sirvió un nuevo whisky con agua y de nuevo se puso a estudiar el mapa.


Sujetándose con fuerza al asiento, mientras Gómez bregaba con el motor, Andrés agachó la cabeza, para sortear el viento, y la motocicleta comenzó su carrera, entre el estrépito de las explosiones, hendiendo con sus luces la oscuridad de la carretera bordeada de álamos; la luz de los faros se hacía más suave cuando la carretera descendía por entre las brumas del lecho de un arroyo y más intensa cuando volvía a subir el camino.


Frente a ellos, un poco más allá, en un cruce de caminos, el faro alumbró la masa de los camiones vacíos que regresaban de las montañas.


Capítulo cuarenta y uno





Pablo se detuvo y se apeó del caballo. Robert Jordan oyó en la oscuridad el crujido de las monturas y el pesado resoplar de los hombres según ponían pie a tierra, así como el tintineo del freno de un caballo que sacudía la cabeza. El olor de los caballos, el olor de los hombres, olor agrio de personas sin aseo, acostumbradas a dormir vestidas, y el olor rancio, a leña ahumada, de los de la cueva se confundió en uno solo. Pablo estaba de pie a su lado y le llegaba un olor a vino y a hierro viejo, semejante al gusto de una moneda de cobre cuando se mete en la boca. Encendió un cigarrillo, cuidando bien de cubrir la llama con sus manos, aspiró profundamente y oyó decir a Pablo en voz muy baja:


- Coge el saco de las granadas, Pilar, mientras atamos a los caballos.


- Agustín -dijo Robert Jordan en el mismo tono de 'voz-, Anselmo y tú venís conmigo al puente. ¿Tienes el saco de los platos para la máquina?


- Sí-dijo Agustín; ¿cómo no?


Robert Jordan fue hasta donde Pilar estaba descargando uno de los caballos, ayudada por Primitivo.


- Oye, mujer -susurró.


- ¿Qué pasa? -le contestó ella, tratando de amoldar al mismo tono su ronca voz, mientras desataba una cincha.


- ¿Has comprendido bien que no se debe comenzar el ataque mientras no oigas caer las bombas?


- ¿Cuántas veces tienes que repetírmelo? -preguntó Pilar-. Te estás volviendo una vieja gruñona, inglés.


- Es sólo para estar seguro -dijo Robert Jordan-; y después de la destrucción del puesto te repliegas sobre el puente y cubres la carretera desde arriba, para proteger mi flanco izquierdo.


- Lo comprendí la primera vez que lo explicaste. ¿O es que no comprendo nada? -susurró Pilar-. Ocúpate de tus asuntos.


- Que nadie haga ningún movimiento, que nadie dispare ni arroje una bomba antes que se haya oído el ruido de la voladura -dijo Robert Jordan, siempre en voz baja.


- No me aburras más -contestó Pilar, encolerizada-. Entendí muy bien todo eso cuando estuvimos en el campamento del Sordo.


Robert Jordan se acercó a Pablo, que estaba atando los caballos.


- No he atado más que los que podrían asustarse -explicó Pablo-. Los otros están atados de manera que basta tirar de la cuerda para desatarlos. ¿Te das cuenta?


- Bueno.


- Voy a explicar a la muchacha y al gitano cómo tienen que hacer para manejarlos -dijo Pablo. Sus nuevos compañeros estaban de pie, apoyados en sus carabinas, formando un grupo aparte.


- ¿Lo has entendido todo? -preguntó Robert Jordan.


- ¿Cómo no? -dijo Pablo-. Destruir el puesto, cortar los hilos, volver al puente. Cubrir el puente hasta que tú lo hagas saltar.


- Y no hacer nada hasta que no comience la voladura -insistió Jordan.


- Eso es.


- Bueno, entonces, buena suerte.


Pablo gruñó a modo de contestación. Luego dijo:


- Nos cubrirás bien con la máquina y con la otra máquina pequeña cuando volvamos, ¿no es cierto, inglés?


- De primera. Os cubriré de primera.


- Entonces, eso es todo. Pero en ese momento conviene que prestes bien atención, inglés. No será fácil si no estás sobre ello.


- Cogeré la máquina yo mismo -dijo Robert Jordan.


- ¿Tienes mucha práctica? Porque no tengo ganas de que me mate Agustín, con todas las buenas intenciones que tiene.


- Tengo mucha práctica. Ya verás. Y si Agustín se sirve de una de las dos máquinas, me cuidaré de que dispare bien por encima de tu cabeza. Muy alto, siempre por encima de tu cabeza.


- Entonces, nada más -dijo Pablo. Luego dijo en voz baja, en tono de confianza-: No tenemos caballos para todos.


«Este hijo de perra -pensó Robert Jordan-. Se creerá que no lo entendí la primera vez.»


- Yo iré a pie -dijo Robert Jordan-; los caballos son para ti.


- No, habrá un caballo para ti, inglés -dijo Pablo en voz baja-. Habrá caballos para todos nosotros.


- Los caballos son tuyos -dijo Robert Jordan-. No tienes que contar conmigo. ¿Tienes bastantes municiones para tu nueva máquina?


- Sí -contestó Pablo-. Todas las que llevaba el jinete. No he disparado más que cuatro tiros, para ensayar. La probé ayer en las montañas.


- Entonces, vamos -dijo Robert Jordan-; hay que estar allí muy temprano y escondernos bien.


- Vámonos todos -dijo Pablo-. Suerte, inglés.


«Me pregunto qué es lo que piensa ahora este bastardo -se dijo Robert Jordan-. Tengo la impresión de saberlo. Bueno, eso es cosa suya. A Dios gracias, no conozco a los nuevos.»


Le tendió la mano y dijo:


- Suerte, Pablo. -Y se estrecharon la mano en la oscuridad.


Robert Jordan, al tender su mano, esperaba encontrarse con algo así como la mano de un reptil o la de un leproso. No sabía cómo era la mano de Pablo. Pero, en la oscuridad, aquella mano que apretó la suya, la apretó francamente y él devolvió la presión. Pablo tenía una mano buena en la oscuridad y su contacto dio a Robert Jordan la impresión más extraña de todas las que había experimentado aquella madrugada. «De manera que tenemos que ser aliados ahora -pensó-. Hay siempre muchos apretones de manos entre aliados, sin hablar de las declaraciones y de los abrazos. Por lo que hace a los abrazos, me alegro de que podamos pasar sin ellos. Creo que todos los aliados son del mismo estilo. Se odian siempre au fond; pero ese Pablo es un tipo raro.»


- Suerte, Pablo -dijo, y apretó aquella extraña mano, firme, decidida y dura-. Te cubriré bien; no te preocupes.


- Siento haberte quitado el material -dijo Pablo-; fue un error.


- Pero me has traído lo que necesitábamos.


- No pongo esto del puente en contra tuya, inglés. Le veo buen fin -dijo Pablo.


- ¿Qué estáis haciendo vosotros dos? ¿Os habéis vuelto maricones? -preguntó Pilar, surgiendo bruscamente al lado de ellos en la oscuridad-. No te faltaba más que eso -le dijo a Pablo-. Vamos, inglés, acaba con las despedidas, antes que éste te robe el resto de tus explosivos.


- No me entiendes, mujer. El inglés y yo nos entendemos.


- Nadie te entiende; ni Dios ni tu madre -dijo Pilar-. Ni yo. Vete, inglés; despídete de la rapadita y vete. Me cago en tu padre; creo que tienes miedo de ver salir el toro.


- Tu madre -replicó Robert Jordan.


- Tú no has tenido jamás una -susurró alegremente Pilar-. Y ahora, vete, porque tengo muchas ganas de que todo comience, para que haya terminado. Vete con tus hombres -dijo a Pablo-. Cualquiera sabe el tiempo que va a durar su hermosa resolución. Tienes uno o dos que no cambiaría ni por ti. Llévatelos y vete.


Robert Jordan se echó la mochila al hombro y se acercó a los caballos para decir adiós a María.


- Hasta luego, guapa. Hasta pronto.


Tenía una sensación de irrealidad. Pensaba que todo lo que decía lo había dicho antes, y aquello era como si se tratara de un tren que se marcha y él estuviese en el andén de la estación.


- Hasta luego, Roberto -dijo ella-. Ten cuidado.


- Pues claro -dijo él. Inclinó la cabeza para besarla y su mochila se escurrió hacia adelante, golpeándole en la nuca de modo que con su frente dio contra la de la muchacha. También pensaba que esto había sucedido ya.


- No llores -dijo turbado, y no solamente por lo de la mochila.


- No lloro -respondió ella-; pero vuelve en seguida.


- No te preocupes cuando oigas los disparos. Oirás seguramente muchos disparos.


- Pues claro. Pero vuelve en seguida.


- Hasta luego, guapa -dijo con torpeza.


- Salud, Roberto.


Robert Jordan no se había sentido nunca tan joven desde que había subido al tren en Red Lodge para Billings, en donde tendría que tomar el que iba a llevarle a la escuela por vez primera. Tenía mucho miedo de ir y no quería que se dieran cuenta, y en la estación, cuando el conductor iba a coger su maleta, para subir al estribo, su padre le había abrazado, diciendo: «Que el Señor vele por ti y por mí mientras estemos separados.» Su padre era hombre muy piadoso y dijo eso de una forma sencilla y sincera; pero su bigote estaba húmedo, sus ojos estaban húmedos de emoción y Robert Jordan se sintió tan azorado por todo aquello, por el tono húmedo y religioso de la plegaria y por el beso del adiós paterno, que se había sentido de repente mucho mayor que su padre, y tan desolado de verle así que casi le resultó intolerable.


Después de la salida del tren se quedó en la plataforma de detrás y estuvo viendo la estación y el depósito de agua que se hacían cada vez más pequeños, y los raíles, cruzados por las traviesas, que parecían converger hacia un punto en el que la estación y el depósito se hacían minúsculos, mientras el rítmico resoplar del tren le iba alejando más y más.


El revisor le había dicho:


- Papá parecía sentir mucho que te fueras, Bob.


- Sí -había respondido, contemplando las matas de salvia que desfilaban a los flancos polvorientos de la vía, entre los postes del telégrafo. Buscaba con la mirada los pájaros entre las matas.


- ¿No te hace impresión el irte a la escuela?


- No -había dicho él. Y era la verdad.


No hubiera sido verdad unos momentos antes, pero lo era en aquel momento. Y en el momento de la separación se había sentido tan joven como cuando el tren partía para la escuela. Se encontraba muy joven de repente, y muy torpe, y decía adiós con toda la timidez de un colegial que acompaña hasta su puerta a una muchacha y no sabe si tiene que besarla. Luego vio que no eran los adioses lo que le turbaba. Era el encuentro hacia el que se dirigía. Los adioses no hacían más que acrecentar la turbación que le infundía semejante encuentro.


«Ya estás dándole otra vez -se dijo-. Pero creo que no hay nadie que no se sienta a veces demasiado joven. Bueno. Bueno, es demasiado pronto para volver a la infancia.»


- Adiós, guapa -dijo en voz alta-. Adiós, conejito.


- Adiós, Roberto mío -contestó ella.


Jordan se acercó a Anselmo y a Agustín, que esperaban, y les dijo:


- Vámonos.


Anselmo se echó la pesada carga al hombro. Agustín, que había salido completamente equipado de la cueva, estaba apoyado contra un árbol, con el cañón del fusil ametrallador asomando por encima de su carga.


- Bueno; vámonos.


Y los tres empezaron a bajar la colina.


- Buena suerte, don Roberto -dijo Fernando, al pasar delante de él, en fila india, entre los árboles. Fernando estaba acurrucado no lejos de allí; pero hablaba con gran dignidad.


- Buena suerte para ti, Fernando -deseóle Robert Jordan.


- En todo lo que hagas -dijo Agustín.


- Gracias, don Roberto -dijo Fernando, sin molestarse por las palabras de Agustín.


- Ese es un fenómeno, inglés -susurró Agustín.


- Lo es -dijo Robert Jordan-. ¿Puedo ayudarte? Vas cargado como un mulo.


- Voy bien -dijo Agustín-; pero, hombre, me alegro de que esto empiece.


- Habla bajo -dijo Anselmo-; desde ahora, habla poco y bajo.


Descendieron por la cuesta con precaución. Anselmo a la cabeza y Agustín detrás. Robert Jordan, que cerraba la marcha, pisaba con cuidado para no resbalar, sintiendo en la suela de cáñamo de sus alpargatas las agujas de pino. Al tropezar con una raíz extendió la mano y tocó el metal frío del cañón del fusil automático y de las patas del trípode. Luego fueron bajando de costado, trazando con la suela de sus alpargatas surcos en el bosque, al resbalar. Volvió a tropezar y, buscando apoyo en la corteza rugosa del tronco de un árbol, su mano encontró una incisión de la que chorreaba resina, y la retiró, pegajosa. Al fin remataron con la pendiente abrupta y arbolada y llegaron al sitio por encima del puente, en donde Robert Jordan y Anselmo habían estado observando el primer día.


Anselmo se detuvo cerca de un pino, en la oscuridad, cogió a Robert Jordan por la muñeca y susurró en voz tan baja, que Jordan apenas si le oyó:


- Mira, tienen el brasero encendido. Se veía abajo un punto luminoso por la parte en que el puente daba a la carretera.


- Fue aquí donde estuvimos observando -explicó Anselmo. Cogió de la mano a Robert Jordan y la llevó hasta el tronco de un pino, para que observara una pequeña incisión recientemente hecha-. Hice esa señal mientras tú mirabas el puente. Es aquí, a la derecha, donde tú querías poner la máquina.


- La pondremos ahí. -Bueno.


Dejaron en el suelo la carga y Agustín y Robert Jordan siguieron a Anselmo hasta el lugar llano en donde se elevaba un grupo de pinos pequeños.


- Aquí es -dijo Anselmo-. Justamente aquí.


- Desde aquí, a la luz del día -susurró Robert Jordan a Agustín, escondido detrás de los árboles-, verás un pedazo de carretera y el acceso al puente. Verás toda la extensión del puente y un pedazo pequeño de carretera del otro lado, antes del lugar en donde la carretera hace una curva en torno a una roca.


Agustín no respondió.


- Estarás aquí, tumbado, mientras preparamos la explosión, y dispararás contra cualquiera que se acerque, tanto de arriba como de abajo.


- ¿De dónde es esa luz? -preguntó Agustín.


- Es la de la garita del centinela del otro lado del puente -susurró Robert Jordan.


- ¿Quién se encargará de los centinelas?


- El viejo y yo, como te he dicho; pero si no es así, tú disparas sobre las garitas y sobre ellos, si logras verlos.


- Ya lo sé. Ya me lo has dicho.


- Después de la explosión, cuando la gente de Pablo venga volviendo el recodo, tendrás que disparar muy alto, por encima de su cabeza, si son perseguidos. Habrá que disparar muy alto en cuanto los veas, para evitar que sean perseguidos. ¿Lo entiendes?


- ¿Cómo no? Fue lo que me dijiste anoche.


- ¿No se te ocurre nada que preguntarme?


- No. Tengo dos sacos que puedo llenarlos de tierra ahí arriba, donde no me vean, y traerlos aquí.


- Pero no caves por aquí. Tienes que estar bien escondido, como lo estábamos el otro día allá arriba.


- Sí, los llenaré en la oscuridad. Ya verás. No se podrá ver nada tal y como yo los disponga.


- Estás muy cerca, ¿sabes? A la luz del día, este bosquecillo se ve muy bien desde abajo.


- No te preocupes, inglés. ¿Adonde vas tú?


- Voy allá abajo, con mi máquina pequeña. El viejo atravesará la garganta, para estar en disposición de ocuparse de la garita del otro lado del puente. La garita que mira en esa dirección.


- Entonces, nada más -dijo Agustín-. Salud, inglés. ¿Tienes tabaco?


- No puedes fumar. Estás demasiado cerca.


- No es para fumar. Sólo para tenerlo en la boca. Para fumar después.


Robert Jordan le tendió su pitillera y Agustín cogió tres cigarrillos, que puso en la vuelta de su gorra de pastor. Abrió el trípode y colocó el fusil ametrallador en batería entre los pinos. Luego comenzó a deshacer a tientas sus paquetes y a disponer su contenido en el lugar que le parecía más apropiado.


- Nada más -dijo.


Anselmo y Robert Jordan se apartaron de él para volver junto a las mochilas.


¿Dónde convendría dejarlas? -susurró Robert Jordan.


- Aquí, creo yo. Pero ¿estás seguro de que podrás acercarte al centinela y acertarle con tu pequeña máquina?


- ¿No fue aquí en donde estuvimos el otro día?


- En ese mismo árbol -susurró Anselmo, en voz tan baja que apenas Robert Jordan podía oírle. Sabía que hablaba sin mover los labios como había hecho el primer día-. Le he hecho una señal con mi cuchillo.


Robert Jordan tenía de nuevo la sensación de que todo aquello había sucedido ya; pero ahora la causa era la repetición de una pregunta y de la respuesta de Anselmo. Había ocurrido lo mismo con Agustín, que había hecho una pregunta sobre los centinelas cuando de antemano sabía la respuesta.


- Es lo suficientemente cerca; quizá demasiado cerca -susurró Jordan-. Pero la luz está a nuestra espalda y estaremos bien. Es perfecto.


- Entonces, me iré al otro lado de la garganta y me colocaré en posición -dijo Anselmo. Luego añadió-: Perdóname, inglés. Para que no haya ningún error. Por si me siento estúpido.


- ¿Qué dices? -preguntó Robert Jordan en voz muy baja.


- Repíteme una vez más lo que tengo que hacer.


- Cuando yo dispare, disparas tú. En cuanto elimines a tu hombre, atraviesa el puente y reúnete conmigo. Yo tendré las mochilas allá abajo y tú irás colocando las cargas en la forma que yo te diga. Te lo iré explicando todo con la mayor claridad. Si me sucediera algo, procederás en la forma que te he indicado ya. Harás las cosas despacio y bien, sujetando firmemente las cargas por medio de las cuñas de madera y asegurando bien las granadas.


- Ahora, todo está claro -dijo Anselmo-. Lo recordaré todo. Ahora me voy. Mantente bien cubierto, inglés, cuando se haga de día.


- Cuando dispares -siguió diciendo Robert Jordan-, apunta cuidadosamente y con calma. No pienses en él como en un hombre, sino como en un blanco. ¿De acuerdo? No dispares al bulto, sino a un punto determinado. Si está de cara hacia ti, trata de tirar al centro del vientre. Si está vuelto de espaldas, apunta al centro de la espalda. Oye, viejo, si cuando yo dispare, tu hombre está sentado, se levantará un instante, antes de echar a correr o agazaparse. Dispárale entonces. Si no se levanta, tírale igual. No esperes. Pero asegura bien tu puntería. Acércate a una distancia de cincuenta metros. Eres cazador, de modo que no tendrás ningún problema.


- Lo haré como me ordenes -contestó Anselmo.


- Sí, así lo mando -dijo Robert Jordan.


«Me alegro de haberme acordado de darle una orden -se dijo-. Eso le ayudará y atenúa su responsabilidad. Al menos espero que sea así. Había olvidado lo que me dijo el primer día a propósito de matar.»


- Eso es lo que ordeno -repitió-. Y ahora, vete.


- Me voy -dijo Anselmo-. Hasta pronto, inglés.


- Hasta pronto, abuelo -dijo Robert.


Se acordó de su padre en la estación y de la humedad de aquel adiós y no dijo salud, ni hasta luego, ni buena suerte, ni nada parecido.


- ¿Has limpiado el aceite del cañón de tu fusil, abuelo? -susurró-. ¿Para que dispare sin desviarse?


- En la cueva los limpié todos con la baqueta -repuso Anselmo.


- Entonces, hasta pronto -dijo Robert Jordan. Y el viejo se alejó sin ruido, deslizándose con sus alpargatas por entre los árboles.


Robert Jordan estaba tendido sobre las agujas de pino que cubrían el bosque, espiando el primer estremecimiento de la brisa, que agitaría las ramas con el día. Sacó el cargador de la ametralladora y jugó con el cerrojo atrás y adelante. Luego volvió el arma hacia él y en la oscuridad se llevó el cañón a los labios y sopló dentro; sintió el sabor a grasa del metal al apoyar su lengua en los bordes. Apoyó su arma contra el antebrazo, con el almacén puesto de forma que ninguna aguja de pino ni ninguna ramita penetrase en él; sacó todas las balas del cargador con el dedo pulgar y las depositó sobre un pañuelo que había extendido en el suelo. Palpando cada una de las balas en la oscuridad, volvió a meterlas, una tras otra, en el cargador. Sentía el peso del cargador en su mano; lo metió en el arma y lo ajustó en su lugar. Se tumbó de bruces detrás del tronco de un pino, con el arma de través, en su brazo izquierdo, y miró el punto luminoso que se divisaba abajo. En algunos momentos dejaba de verlo, cuando el centinela se detenía junto al brasero. Robert Jordan, tumbado allí, aguardó a que se hiciera de día.


Capítulo cuarenta y dos





Mientras Pablo volvía a la cueva, después de haber recorrído los montes, y la banda descendía hasta el lugar en donde habían dejado los caballos, Andrés había hecho rápidos progresos hacia el Cuartel General de Golz. Al llegar a la carretera general de Navacerrada, por donde descendían los camiones, se tropezaron con un control. Cuando Gómez exhibió el salvoconducto del teniente coronel Miranda, el centinela lo leyó a la luz de una linterna, se lo dio a otro hombre que estaba con él para que lo mirase, se lo devolvió y saludó:


- Siga -dijo-; pero apague las luces.


La motocicleta rugió nuevamente; Andrés volvió a aferrarse al asiento y siguieron a lo largo de la carretera general manejándose Gómez hábilmente entre los camiones. Ninguno de los camiones llevaba luces; era un convoy interminable. Había también camiones cargados que subían carretera arriba y que levantaban una polvareda que Andrés no podía ver en la oscuridad, aunque sentía que le golpeaba el rostro y podía haber hincado en ella los dientes.


Llegaron junto a la trasera de un camión y la motocicleta tamboreó unos instantes hasta que Gómez la aceleró, dejando atrás al camión y a otro, y otro, y otro y otros más, mientras a su izquierda seguía rugiendo la fila de camiones que volvían de la Sierra. Detrás de ellos se encontraba un automóvil rasgando el ruido y el polvo producidos por los camiones con sus insistentes bocinazos. Encendió y apagó los faros varias veces, iluminando la nube de polvo amarillento, y se lanzó adelante, entre el chirrido de los engranajes forzados por la aceleración y el concierto discordante de su bocina amenazadora.


Más adelante el tráfico se había detenido y la motocicleta fue dejando atrás los camiones, las ambulancias, los coches del Estado Mayor y los carros blindados, que parecían pesadas tortugas de metal erizadas de cañones en medio del polvo que aún no había llegado a posarse, hasta que llegaron a otro control, que se encontraba en donde se había producido la colisión. Un camión no había visto detenerse al camión que iba delante de él y había chocado con él, destrozando su parte posterior y desparramando por la carretera las cajas de municiones para armas ligeras que formaban su cargamento. Una caja se había roto al caer, y cuando Gómez y Andrés descendieron haciendo rodar su motocicleta delante de ellos, entre los vehículos inmovilizados, para enseñar sus salvoconductos, Andrés pisó los estuches de cobre de los millares de cartuchos esparcidos por el polvo. El segundo camión tenía el radiador completamente aplastado. El siguiente estaba pegado a la puerta trasera del anterior. Un centenar más se habían quedado inmovilizados detrás y un oficial, calzado con botas altas, corría remontando la fila y gritando a los conductores que retrocediesen para que pudieran sacar de la carretera el camión aplastado.


Había demasiados camiones para que ello fuese posible y pudieran retroceder los conductores, a menos que el oficial no llegase al final de la fila, que no cesaba de alargarse, y que le impedía avanzar. Andrés le vio correr, tropezando, con su linterna eléctrica, gritando, blasfemando, mientras los camiones seguían llegando.


Los hombres del control no querían devolverle el salvoconducto. Eran dos, con sus fusiles al hombro, y gritando también. El que llevaba el salvoconducto en la mano atravesó la carretera para acercarse a un camión que bajaba y pedirle que fuese al próximo control, a fin de que se diera orden de retener a todos los camiones hasta que pudiera despejarse el embotellamiento. El conductor del camión escuchó lo que se le decía y prosiguió su camino. Luego, siempre con el salvoconducto en la mano, el hombre del control volvió a gritar al conductor del camión cuya carga se había desparramado.


- Deja eso y avanza, por amor de Dios, para que podamos quitar todo eso.


- Tengo rota la transmisión -explicó el conductor, inclinado sobre la trasera de su camión.


- Me cago en tu transmisión. Adelante, te he dicho.


- No se puede andar con una transmisión rota -dijo el conductor, siempre inclinado sobre la parte posterior del camión.


- Entonces, que te remolquen para que podamos sacar del camión esa porquería.


El conductor le lanzó una mirada furiosa mientras el hombre del control enfocaba con su linterna eléctrica la parte trasera del camión.


- Adelante. Adelante -gritaba, llevando el salvoconducto en la mano.


- ¿Y mi salvoconducto? -preguntó Gómez-. Mi salvoconducto. Tenemos prisa.


- Vete al diablo con tu salvoconducto -dijo el hombre. Se lo tendió y atravesó la carretera corriendo, para detener a un camión que descendía.


- Da la vuelta al llegar al cruce y ponte en posición para remolcar a este camión averiado -dijo al conductor.


- Mis órdenes son…


- Me cago en tus órdenes. Haz lo que te he dicho.


El conductor puso en marcha el vehículo y siguió carretera adelante, perdiéndose de vista.


Mientras Gómez ponía en marcha su motocicleta y avanzaba por la carretera, despejada en un largo trecho una vez rebasado el lugar de la colisión, Andrés, agarrado de nuevo a su asiento, pudo ver al hombre del control, que detenía otro vehículo, y al conductor, que sacaba la cabeza de la cabina para oír lo que le decía.


Corría rápidamente, devorando la carretera, que ascendía regularmente hacia la Sierra. Toda la circulación en el mismo sentido que llevaban ellos había quedado inmovilizada en el control y sólo pasaban los camiones que descendían, que pasaban y seguían pasando a su izquierda, mientras la motocicleta subía rápida y regularmente hasta que alcanzó la columna de vehículos que había podido pasar el control antes del accidente.


Siempre con las luces apagadas, rebasaron cuatro automóviles blindados y luego una larga fila de camiones cargados de tropas. Los soldados iban silenciosos en la oscuridad. Al principio Andrés sólo sentía su presencia por encima de él, en lo alto de los camiones a través del polvo. Luego un coche del Estado Mayor intentó abrirse paso haciendo sonar su bocina y encendiendo y apagando los faros en rápida sucesión, y Andrés vio a la luz de éstos a los soldados con los cascos de metal, los fusiles enhiestos y las ametralladoras, apuntando hacia el cielo sombrío, recortarse nítidamente en la noche para volver de nuevo a desaparecer cuando las luces de los faros se apagaban. Hubo un momento, al pasar cerca de un camión de soldados, en que pudo ver su rostro triste e inmóvil a la súbita luz. Bajo los cascos de metal, viajando en la oscuridad hacia algo que sólo sabían que era un ataque, cada uno de aquellos rostros iba contraído por una preocupación particular, y la luz los revelaba tal y como eran, de un modo como no hubiesen aparecido a la luz del día, porque hubieran tenido miedo de mostrarse así los unos a los otros, hasta el momento en que el bombardeo o el ataque comenzasen y nadie pensara ya más en la cara que tenía que poner.


Al pasar Andrés por delante de ellos, camión tras camión, con Gómez siempre hábilmente delante del coche del Estado Mayor, no se hizo semejantes reflexiones sobre aquellas caras. Pensaba solamente: «¡Qué ejército! ¡Qué equipo! ¡Qué motorización! ¡Vaya gente! Míralos. Ese es el ejército de la República. Míralos, camión tras camión. Todos con el mismo uniforme. Todos con casco de metal en la cabeza. Mira esas máquinas apuntando para recibir a los aviones. Mira qué ejército han organizado.»


Y la motocicleta pasaba ante los altos camiones grises, repletos de soldados, camiones grises de cabinas cuadradas, de feos motores cuadrados, ascendiendo regularmente por la carretera, entre el polvo y la luz intermitente del coche del Estado Mayor que seguía. La estrella roja del ejército aparecía al resplandor de los focos cuando éstos alumbraban la parte trasera de los camiones, o se dejaba ver en los flancos polvorientos, cuando la luz los barría, y los camiones rodaban, ascendían regularmente en el aire, que se hacía cada vez más frío por la carretera, que se retorcía y zigzagueaba, resoplando y gruñendo, algunos despidiendo humo a la luz de los faros. La moto subía también con esfuerzo. Y Andrés, agarrado al asiento, pensaba mientras ascendía que aquel viaje en moto era mucho, mucho. No había ido en moto nunca hasta entonces, y ascendía por la montaña en medio de todo aquel movimiento que se encaminaba al ataque, y al subir se daba cuenta de que ya no era cosa de preguntarse si llegaría a tiempo para ocupar los puestos. En aquel tráfago y aquella confusión, podría tenerse por hombre afortunado si estaba de regreso al día siguiente por la noche. No había visto nunca una ofensiva ni los preparativos de una ofensiva, y mientras subían por la carretera, se maravillaba de la potencia y del tamaño de aquel ejército que había creado la República.


Corrían por una carretera que iba ascendiendo rápidamente por el flanco de la montaña y, al acercarse a la cima, la pendiente se hizo tan abrupta que Gómez le pidió que se bajase de la moto, y juntos la empujaron hasta el final. A la izquierda, nada más pasar el punto más alto, había una curva en donde los coches podían dar la vuelta y cambiar de dirección y se veían luces parpadeantes ante un gran edificio de piedra que se levantaba, grande y oscuro, contra el cielo nocturno.


- Vamos a preguntar dónde está el Cuartel General -dijo Gómez a Andrés. Empujaron la moto hasta llegar a donde estaban los dos centinelas apostados delante de la puerta cerrada del gran edificio de piedra. Gómez estaba apoyando ya la motocicleta contra el muro cuando un motociclista con chaquetón de cuero se perfiló en el recuadro de una puerta que daba acceso al interior luminoso del edificio. Llevaba una cartera al hombro y un máuser golpeándole la cadera. Cuando la puerta se volvió a cerrar, el hombre buscó su moto en la oscuridad, al lado de la entrada, la empujó hasta ponerla en marcha y salió zumbando carretera abajo.

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