- Debiéramos comer todos -dijo Fernando-. Pilar, ¿qué pasa hoy, que no se sirve nada?


- Nada, hombre -le dijo la mujer de Pablo, y le llenó la escudilla de caldo de cocido-. Come, vamos, que eso sí que puedes hacerlo: come.


- Está muy bueno, Pilar -dijo Fernando, con su dignidad intacta.


- Gracias •-dijo la mujer-. Gracias, muchísimas gracias.


- ¿Estás enfadada conmigo? -preguntó Fernando.


- No, come. Vamos, come.


Robert Jordan miró a María. La joven empezó a estremecerse de ganas de reír y apartó de él sus ojos. Fernando comía calmosamente, lleno de dignidad, dignidad que no podía alterar siquiera el gran cucharón de que se valía ni las escurriduras del caldo que brotaban de las comisuras de sus labios.


- ¿Te gusta la comida? -le preguntó la mujer de Pablo.


- Sí, Pilar -dijo, con la boca llena-. Está como siempre.


Robert Jordan sintió la mano de María apoyarse en su brazo y los dedos de su mano apretarle regocijada.


- ¿Es por eso por lo que te gusta? -preguntó la mujer de Pablo a Fernando-. Sí -añadió sin esperar contestación-. Ya lo veo. El cocido, como de costumbre. Como siempre. Las cosas van mal en el Norte: como de costumbre. Una ofensiva por aquí: como de costumbre. Envían tropas para que nos echen: como de costumbre. Podrías servir de modelo para una estatua como de costumbre.


- Pero si no son más que rumores, Pilar.


- ¡Qué país! -dijo amargamente la mujer de Pablo, como hablando para sí misma. Luego se volvió hacia Robert Jordan-. ¿Hay gente como ésta en otros lugares?


- No hay nada como España -respondió cortésmente Robert Jordan.


- Tienes razón -dijo Fernando-; no hay nada en el mundo que se parezca a España.


- ¿Has visto otros países?


- No -contestó Fernando-; pero no tengo ganas.


- ¿Has visto? -preguntó la mujer de Pablo, dirigiéndose de nuevo a Robert Jordan.


- Fernando -dijo María-, cuéntanos cómo lo pasaste cuando fuiste a Valencia.


- No me gustó Valencia.


- ¿Por qué? -preguntó María, apretando de nuevo el brazo de Jordan.


- Las gentes no tienen modales ni cosa que se le parezca y yo no entendía lo que hablaban. Todo lo que hacían era gritarse che los unos a los otros.


- ¿Y ellos te comprendían? -preguntó María.


- Hacían como si no me comprendieran -dijo Fernando.


- ¿Y qué fue lo que hiciste allí?


- Me marché sin ver siquiera el mar -contestó Fernándo-; no me gusta esa gente.


- ¡Ah!, vete de aquí, simplón, cara de monja -dijo la mujer de Pablo-; lárgate, porque me estás poniendo mala. En Valencia he pasado la mejor época de mi vida. Vamos. Valencia. No me hables de Valencia.


- ¿Y qué es lo que hacías allí? -preguntó María. La mujer de Pablo se sentó a la mesa con una taza de café, un pedazo de pan y una escudilla con caldo de cocido.


- ¿Qué hacía allí? Estuve allí durante el tiempo que duró el contrato que Finito tenía para torear tres corridas en la feria. Nunca he visto tanta gente. Nunca he visto unos cafés tan llenos. Había que aguardar horas antes de encontrar asiento, y los tranvías iban atestados hasta los topes. En Valencia había ajetreo todo el día y toda la noche.


- Pero ¿qué hacías tú allí? -insistió María.


- Todo -contestó la mujer de Pablo-; íbamos a la playa y nos bañábamos, y había barcos de vela que se sacaban del agua tirados por bueyes. Metían los bueyes mar adentro, hasta que se veían obligados a nadar; entonces se les uncía a los barcos, y cuando hacían pie de nuevo, los remolcaban hasta la arena. Diez parejas de bueyes arrastrando un barco de vela fuera del mar, por la mañana, con una hilera de olitas que iban a romperse en la playa. Eso es Valencia.


- Pero ¿qué hacías, además de mirar a los bueyes?


- Comíamos en los tenderetes de la playa. Pastelillos rellenos de pescado, pimientos morrones y verdes y nuececitas como granos de arroz. Pastelillos de una masa ligera y suave, y pescado en una abundancia increíble. Camarones recién sacados del mar, bañados con jugo de limón. Eran sonrosados y dulces y se comían en cuatro bocados. Pero consumíamos montañas de ellos. Y luego paella, con toda clase de pescado, almejas, langostinos y pequeñas anguilas. Y luego, angulas, que son anguilas todavía más pequeñas, al pilpil, delgadas como hilo de habas retorciéndose de mil maneras y tan tiernas, que se deshacían en la boca sin necesidad de masticarlas. Y todo ello acompañado de un vino blanco frío, ligero y excelente, a treinta céntimos la botella. Y, para acabar, melón. Valencia es el país del melón.


- El melón de Castilla es mejor -dijo Fernando.


- ¡Qué va! -dijo la mujer de Pablo-; el melón de Castilla es para ir al retrete. El melón de Valencia es para comerlo. ¡Cuando pienso en esos melones, grandes como mi brazo, verdes como el mar, con la corteza que cruje al hundir! el cuchillo, jugosos y dulces como una madrugada de verano!! Cuando pienso en todas aquellas angulas minúsculas, delicadas, en montones sobre el plato… Había también cerveza en jarro durante toda la tarde. Cerveza tan fría que rezumaba su frescura a través del jarro y jarros tan grandes como barricas.


- ¿Y qué hacíais cuando no estábais comiendo y bebiendo?


- Hacíamos el amor en la habitación, con las persianas bajadas. La brisa se colaba por lo alto del balcón, que se podía dejar abierto gracias a unas bisagras. Hacíamos el amor allí, en la habitación en sombra, incluso de día, detrás de las persianas, y de la calle llegaba el perfume del mercado, de flores y el olor de la pólvora quemada, de los petardos, de las tracas, que recorrían las calles y explotaban diariamente, a mediodía, durante la feria. Había una línea que daba la vuelta a toda la ciudad y las explosiones corrían por todos los postes y los cables de los tranvías restallando con un estrépito que no puede describirse. Hacíamos el amor y luego mandábamos a buscar otro jarro de cerveza, cubierto de gotas por fuera, y cuando la camarera lo traía, yo lo tomaba en mis manos y lo ponía, helado, sobre la espalda de Finito, que no se había despertado al entrar la camarera y que decía: «No, Pilar; no, mujer, déjame dormir.» Y yo le decía: «No, despiértate y bebe esto, para que veas cómo está de frío.» Y él bebía sin abrir los ojos, y volvía a dormirse, y yo me tumbaba con una almohada a los pies de la cama y le contemplaba mientras dormía, moreno y joven, con aquel pelo negro, tranquilo en su sueño. Y me bebía todo el jarro escuchando la música de una charanga que pasaba. ¿Qué sabes tú de eso? -preguntó, de repente, a Pablo.


- Hemos hecho algunas cosas juntos.


- Sí -contestó la mujer-, y en tus tiempos eras más hombre que Finito. Pero no fuimos nunca a Valencia. Nunca estuvimos acostados juntos oyendo pasar una banda en Valencia.


- Era imposible -dijo Pablo-. No tuvimos nunca ocasión de ir a Valencia. Sabes bien que es así, si lo piensas un poco. Pero con Finito tú no hiciste nunca volar un tren.


- No -contestó la mujer-. Y eso es todo lo que nos queda, el tren. Sí. Siempre el tren. Nadie puede decir nada en contra del tren. Es lo único que nos queda de toda la vagancia, el abandono y los fracasos que hemos sufrido. Es lo único que nos queda, después de la cobardía que tenemos ahora. Ha habido otras cosas antes, es verdad. No quiero ser injusta. Pero no consentiré que nadie diga nada contra Valencia. ¿Me has oído?


- A mí no me gustó -dijo Fernando tranquilamente-. A mí no me gustó Valencia.


- Y aún dicen que las mulas son tozudas -dijo la mujer de Pablo-. Recoge todo, María, para que podamos marcharnos.


Mientras decía esto, oyeron los primeros zumbidos que anunciaban el retorno de los aviones.


Capítulo noveno





Estaban a la puerta de la cueva mirando los bombarderos, que volaban a gran altura, rasgando el cielo como puntas de lanza con el ruido del motor. Tienen forma de tiburones, se dijo Robert Jordan; de esos tiburones del Gulf Stream, de anchas aletas y nariz puntiaguda. Pero estos grandes tiburones, con sus grandes aletas de plata, su ronquido y la ligera niebla de sus hélices al sol, no se acercan como tiburones. Se precipitan como la fatalidad mecanizada.


«Todo esto debiera escribirse -se dijo-. Quizá se escriba algún día.»


Notó que María se agarraba a su brazo. La muchacha miraba hacia arriba, y él le preguntó:


- ¿A qué se parecen, guapa?


- No lo sé -contestó ella-; quizás a la muerte.


- Para mí no son más que aviones -dijo la mujer de Pablo-. ¿Dónde están los más pequeños?


- Quizás estén cruzando los montes por el otro lado -contestó Robert Jordan-; estos bombarderos van demasiado de prisa, para esperar a los otros, y tienen que volver solos. Nosotros no los perseguimos nunca al otro lado de las líneas. No tenemos suficientes aparatos para arriesgarnos a perseguirlos.


En aquel momento, tres cazas «Heinkel», en formación de V, llegaron justamente a donde estaban ellos volando muy bajo sobre la pradera, por encima de las copas de los árboles, parecidos a feos y estrepitosos juguetes de alas vibrantes y hocico puntiagudo; de golpe los aviones se hicieron enormes, ampliados a su verdadero tamaño y pasaron sobre sus cabezas con un ruido espantoso. Iban tan bajos que, desde la entrada de la cueva, todos pudieron ver a los pilotos, con su casco y sus gruesas anteojeras y hasta pudieron ver la bufanda flotando al viento del jefe de la escuadrilla.


- Estos sí que han podido ver a los caballos -dijo Pablo.


- Esos pueden ver hasta la colilla de tu cigarrillo -dijo la mujer-. Deja caer la manta.


No pasaron ya más aviones. Los otros debían de haber atravesado la cordillera por un lugar más alejado y más alto. Y cuando se extinguió el zumbido, salieron todos fuera de la cueva.


El cielo se había quedado vacío, alto, claro y azul.


- Parece como si hubiéramos despertado de un sueño -dijo María a Robert Jordan. Ni siquiera se oía ese imperceptible zumbido del avión que se aleja, que es como un dedo que os roza apenas, desaparece y os vuelve a tocar de nuevo cuando el sonido se ha perdido ya en realidad.


- No es ningún sueño, y tú vete para adentro y arregla las cosas -le dijo Pilar-. ¿Qué hacemos? -preguntó, volviéndose a Robert Jordan-. ¿Vamos a caballo o a pie?


Pablo la miró y murmuró algo.


- Como usted quiera -contestó Robert Jordan.


- Entonces, iremos a pie -dijo ella-. Es bueno para el hígado.


- El caballo es también bueno para el hígado.


- Sí, pero malo para las posaderas. Iremos a pie. ¿Y tú…? -La mujer se volvió hacia Pablo.- Ve a hacer la cuenta de tus caballos y mira si los aviones se han llevado alguno volando.


- ¿Quieres un caballo? -preguntó Pablo a Robert Jordan.


- No, muchas gracias. ¿Y la muchacha?


- Es mejor que vaya a pie -dijo Pilar-. Si fuera a caballo, se le entumecerían muchos lugares y luego no valdría para nada.


Robert Jordan sintió que su rostro se ponía rojo.


- ¿Has dormido bien? -preguntó Pilar. Luego dijo-: La verdad es que por aquí no hay nadie malo. Podría haberlo. Pero, no sé por qué, no lo ha habido. Hay probablemente un Dios, después de todo, aunque nosotros le hayamos suprimido. Vete -dijo a Pablo-; esto no tiene nada que ver contigo. Esto es para gente más joven que tú y hecha de otra pasta. Vete. -Luego, a Robert Jordan:- Agustín se cuidará de tus cosas. Nos iremos en cuanto llegue.


El día era claro, brillante y aparecía ya templado por el sol. Robert Jordan se quedó mirando a la mujerona de cara atezada, con sus ojos bondadosos y muy separados, con su rostro cuadrado, pesado, surcado de arrugas y de una fealdad atractiva; los ojos eran alegres, aunque la cara permanecía triste, mientras los labios no se movían. La miró y luego volvió su vista al hombre, pesado y corpulento, que se alejaba entre los árboles, hacia el cercado. La mujer también le seguía con los ojos.


- ¿Qué, habéis hecho el amor? -preguntó la mujer.


- ¿Qué es lo que le ha dicho ella?


- No ha querido decirme nada.


- Entonces yo tampoco le diré nada.


- Entonces es que habéis hecho el amor -dijo la mujer de Pablo-. Tienes que ser muy cariñoso con ella.


- ¿Y si tuviera un niño?


- No estaría mal -contestó la mujer-; eso no es lo peor que puede pasarle.


- El lugar no es muy a propósito para tenerlo.


- No seguirá mucho tiempo aquí; se irá contigo.


- ¿Y adonde iré yo? No podré llevarme ninguna mujer a donde yo tenga que ir.


- ¿Quién sabe? Quizá cuando te vayas te lleves a dos.


- Esa no es manera de hablar.


- Escucha -dijo la mujer de Pablo-; yo no soy cobarde, pero veo con claridad las cosas por la mañana temprano, y creo que de todos los que estamos vivos hoy hay muchos que ya no verán el próximo domingo.


- ¿Qué día es hoy?


- Domingo.


- ¡Qué va! -dijo Robert Jordan-; el domingo está muy lejos. Si vemos el miércoles, podremos darnos por contentos. Pero no me gusta que hable así.


- Todo el mundo- tiene necesidad de hablar con alguien -dijo la mujer de Pablo-; antes teníamos la religión y otras tonterías. Ahora debiéramos disponer todos de alguien con quien poder hablar francamente; por mucho valor que se tenga, uno se siente cada vez más solo.. -No estamos solos; estamos todos juntos.


- La vista de esos cacharros produce cierta impresión sentenció la mujer de Pablo-. Una no es nada contra esas máquinas.


- Sin embargo, se las puede vencer.


- Oye -dijo la mujer de Pablo-; si te digo lo que me preocupa, no creas que me falta resolución. A mí resolución no me falta nunca.


- La tristeza se disipará con el sol. Es como la niebla.


- Bueno -contestó la mujer-; como quieras. Mira lo que es hablar de Valencia y ese desastre de hombre que ha ido a ver a sus caballos… Le he hecho mucho daño con esa historia. Matarle, sí. Insultarle, sí. Pero herirle, no; no me gusta.


- ¿Cómo ha llegado a juntarse con él?


- ¿Cómo se junta una con uno? En los primeros días del Movimiento, y antes también, era algo muy serio. Pero ahora se ha acabado. Quitaron el tapón y el vino se derramó todo del pellejo.


- A mí no me gusta.


- El tampoco te quiere, y tiene sus motivos. Ayer, por la noche, dormí con él. -Sonreía, moviendo la cabeza de uno a otro lado.- Vamos a ver, le dije, Pablo, ¿por qué no has matado al extranjero?


»-Es un buen muchacho, Pilar; un buen muchacho.


»-¿Te das cuenta de que soy yo la que mando?


»-Sí, Pilar, sí -me respondió. Después, me di cuenta de que estaba despierto y llorando. Lloraba de una manera entrecortada, fea, como hacen los hombres, como si tuviese dentro un animal que le estuviera sacudiendo.


»-¿Qué te pasa, Pablo? -le pregunté, sujetándole.


»-Nada, Pilar, nada.


»-Sí, algo te pasa.


»-La gente -exclamó él-; el modo que han tenido de abandonarme. La gente.


»-Sí -le dije-, pero están conmigo, y yo soy tu mujer.


»-Pilar, acuérdate de lo del tren. -Y después, añadió:- Que Dios te ayude, Pilar.


»-¿Para qué hablas de Dios? -le pregunté-. ¿Qué manera de hablar es ésa?


»-Sí -dijo él-; Dios y la Virgen.


»-¡Qué va, Dios y la Virgen! ¿Es ésa manera de hablar?


»-Tengo miedo de morir, Pilar. Tengo miedo de morir, ¿comprendes?


»-Entonces, sal de esta cama -le ordené-; no hay sitio para mí, para ti y para tu miedo. Somos demasiados.


»Entonces él se avergonzó, se quedó quieto y yo me dormí. Pero el hombre está hecho una ruina.


Robert Jordan no dijo nada.


- Toda mi vida he tenido esta tristeza en algunos momentos -dijo la mujer-; pero no es como la tristeza de Pablo. No tiene nada que ver con mi resolución.


- Lo creo.


- Quizá sea como los períodos de la mujer -dijo ella-; quizá no sea nada. -Se quedó en silencio y luego añadió:- He puesto muchas ilusiones en la República. Creo mucho en la República y tengo fe en ella. Creo en ella como los que tienen fe en la religión creen en los misterios.


- Lo creo.


- ¿Y tú, tienes esa fe? si!


- ¿En la República?


- Sí.


- Claro -contestó él, confiando en que fuese verdad.


- Bueno -dijo la mujer-; ¿y no tienes miedo?


- Miedo de morir, no -contestó él con entera sinceridad.


- Pero ¿tienes miedo de otras cosas?


- Solamente de no cumplir como debo con mi misión.


- ¿No tienes miedo a que te cojan, como el otro?


- No -contestó él con sinceridad-; si tuviera miedo de eso estaría tan preocupado que no serviría para nada.


- Eres muy frío.


- No lo creo.


- Digo que eres muy frío de la cabeza.


- Es porque estoy muy preocupado de mi trabajo.


- ¿No te gusta la vida?


- Sí, mucho; pero no quiero que perjudique a mi trabajo.


- Te gusta beber; lo sé; lo he visto.


- Sí, mucho; pero no me gusta que perjudique a mi trabajo.


- ¿Y las mujeres?


- Me gustan mucho, aunque nunca les he dado gran importancia.


- ¿No te interesan?


- Sí, pero no he encontrado ninguna que me haya conmovido como ellas dicen que deben conmovernos.


- Creo que estás mintiendo.


- Quizá mienta un poco.


- Pero quieres a María.


- Sí, mucho; no sé por qué.


- Yo también la quiero. La quiero mucho. Sí, mucho.


- Yo también -dijo Robert Jordan, y sintió oprimírsele la garganta-. Yo también. Sí. -Le causaba placer decirlo y lo dijo solemnemente en español:- La quiero mucho.


- Os dejaré solos cuando volvamos de ver al Sordo.


Robert Jordan no dijo nada de momento. Pero luego:


- No es necesario.


- Sí, hombre. Es necesario. No tendréis mucho tiempo.


- ¿Has visto eso en mi mano?


- No, no debes creer en esas tonterías.


Y así alejaba ella todo lo que podía perjudicar a la República.


Robert Jordan no agregó nada. Miró a María, que estaba arreglando la vajilla en la alacena. La muchacha se secó las manos, se volvió y sonrió. No había oído las palabras de Pilar; pero al sonreír a Robert Jordan enrojeció bajo su piel tostada y luego volvió a sonreír.


- Está el día también -dijo la mujer de Pablo-. Tenéis la noche para vosotros, pero también podéis aprovechar el día. ¿Dónde están el lujo y la abundancia que había en Valencia en mi tiempo? Pero podréis coger algunas fresas o cualquier cosa por el estilo. Y se echó a reír.


Robert Jordan puso la mano en los recios hombros de Pilar.


- La quiero a usted -dijo-; la quiero a usted mucho.


- Eres un Don Juan Tenorio de marca mayor -repuso la mujer de Pablo, turbada ligeramente-. Sientes cariño por ¡todo el mundo, hombre. Aquí llega Agustín.


Robert Jordan se metió en la cueva y se acercó a María. La muchacha le vio acercarse con los ojos brillantes y con el rubor cubriéndole todavía mejillas y garganta.


- ¡Hola, conejito! -dijo, y la besó en la boca. Ella se apretó contra él y luego le miró a la cara.


- ¡Hola, hola! -dijo.


Fernando, que estaba aún sentado a la mesa, fumando un cigarrillo, se levantó, movió la cabeza con expresión de disgusto y salió cogiendo la carabina, que había dejado apoyada contra el muro.


- Es una cosa indecente -le dijo a Pilar- y no me gusta eso. Debieras cuidar más de esa muchacha.


- La cuido -contestó Pilar-; ese camarada es su novio.


- ¡Ah! -exclamó Fernando-, en ese caso, puesto que están prometidos, todo me parece normal.


- Me siento muy dichosa de que piense así -dijo la mujer.


- Lo mismo digo -asintió Fernando gravemente-. Salud, Pilar.


- ¿Adonde vas?


- Al puesto de arriba, a relevar a Primitivo.


- ¿A dónde diablos vas? -preguntó Agustín al hombrecilio grave, cuando éste comenzaba a subir por el sendero.


- A cumplir con mi deber -contestó Fernando, con dignidad.


- ¿Tu deber? -preguntó Agustín, burlón-. Me c… en la leche de tu deber. -Y luego, dirigiéndose a la mujer de Pablo:- ¿Dónde está ese c… que tengo que guardar?


- En la cueva -contestó Pilar-; dentro de los dos sacos. Y estoy cansada de tus groserías.


- Me c… en la leche de tu cansancio -siguió Agustín.


- Entonces vete ye… en ti mismo -dijo Pilar, sin irritarse.


- Y en tu madre -replicó Agustín.


- Tú no has tenido nunca madre -le dijo Pilar; los insultos habían alcanzado esa extremada solemnidad española, en que los actos ya no son expresados, sino sobrentendidos.


- ¿Qué es lo que hacen ahí dentro? -preguntó Agustín a Pilar confidencialmente.


- Nada -contestó Pilar-; nada. Después de todo, estamos en primavera, animal.


- ¿Animal? -preguntó Agustín paladeando el piropo-. Animal. Y tú, hija de la gran p… Me c… en la leche de la primavera.


- Lo que es a ti -dijo ella, riendo con estrépito- te falta variedad en tus insultos. Pero tienes fuerza. ¿Has visto los aviones?


- Me c… en la leche de sus motores -contestó Agustín, levantando la cabeza y mordiéndose el labio inferior.


- No está mal -dijo Pilar-. No está mal, aunque es difícil de hacer.


- A esa altura, desde luego -dijo Agustín, sonriendo-. Desde luego. Pero vale más reírse.


- Sí -dijo la mujer de Pablo-; vale más reírse. Tú eres un tío que tiene redaños y me gustan tus bromas.


- Escucha, Pilar -dijo Agustín, y hablaba ahora seriamente-. Algo se está preparando. ¿No es cierto?


- ¿Qué es lo que piensas?


- Que todo esto me huele muy mal. Esos aviones eran muchos aviones, mujer; muchos aviones.


- Y eso te hace cosquillas, como a otros, ¿no?


- ¿Qué crees tú que es lo que preparan?


- Escucha -dijo Pilar-, puesto que envían a un mozo para lo del puente, es que los republicanos preparan una ofensiva. Y los fascistas se preparan para recibirla, ya que envían aviones. Pero ¿por qué exponer a sus aviones de esta manera?


- Esta guerra -dijo Agustín- es una mierda.


- Sí que lo es -dijo Pilar-. Si no lo fuera, no estaríamos aquí.


- Sí -dijo Agustín-, estamos nadando en mierda desde hace un año. Pero Pablo es astuto. Pablo es muy astuto.


- ¿Por qué dices eso?


- Lo digo porque lo sé.


- Pero tienes que comprender -explicó Pilar- que es demasiado tarde para salvarnos sólo con eso, y él ha perdido todo lo demás.


- Lo sé -dijo Agustín-, y sé que tendremos que irnos. Tenemos que ganar para sobrevivir y es necesario volar el puente. Pero Pablo, para ser lo cobarde que se ha vuelto ahora, sigue siendo muy listo.


- Yo también lo soy.


- No, Pilar -dijo Agustín-; tú no eres lista; tú eres valiente, tú eres muy leal. Tú tienes resolución. Tú adivinas las cosas. Tienes mucha resolución y mucho coraje. Pero no eres lista.


- ¿Lo crees así? -preguntó la mujer, pensativa.


- Sí, Pilar.


- El muchacho es listo -dijo la mujer-. Listo y frío. Muy frío de la cabeza.


- Sí -dijo Agustín-; tiene que conocer su trabajo; si no, no se lo hubieran encargado. Pero no sé si es listo. Pablo sí que sé que es listo.


- Pero no vale para nada por culpa de su cobardía y de su falta de voluntad para la acción.


- Sin embargo, a pesar de todo, sigue siendo listo.


- ¿Y tú qué dices de todo esto?


- Nada. Trato de ver las cosas como puedo. En este momento hay que obrar con mucha inteligencia. Después de lo del puente tendremos que irnos de aquí en seguida. Todo tiene que estar preparado y tendremos que saber hacia dónde tenemos que encaminarnos y de qué manera.


- Naturalmente.


- Para eso no hay nadie como Pablo. Hay que ser muy listo.


- No tengo confianza en Pablo.


- Para eso, sí.


- No. Tú no sabes hasta qué punto está acabado.


- Pero es muy vivo. Es muy listo. Y si no somos listos en este asunto, estamos aviados.


- Tengo que pensar en todo eso -dijo Pilar-; tengo todo el día para pensar en todo eso.


- Para los puentes, el mozo -dijo Agustín-; tiene que saber cómo se hace. Fíjate lo bien que organizó el otro lo del tren.


- Sí -dijo Pilar-; fue él quien realmente lo decidió todo.


- Tú, para la energía y la resolución -dijo Agustín-; pero Pablo para la retirada. Oblígale a estudiar eso.


- Eres muy listo tú.


- Sí -dijo Agustín-; pero sin picardía. Pablo es quien la tiene.


- Con su miedo y todo.


- ¿Y qué piensas de eso de los puentes?


- Es necesario. Ya lo sé. Hay dos cosas que tenemos que hacer: salir de aquí y ganar la guerra. Los puentes son necesarios si queremos ganarla.


- Si Pablo es tan listo, ¿por qué no ve las cosas claras?


- Porque quiere que las cosas sigan como están, por flojera. Le gusta quedarse en la m… de su flojera; pero el río viene crecido. Cuando se vea obligado, se las compondrá para salir del paso. Porque es muy listo. Es muy vivo.


- Ha sido una suerte que el muchacho no le matara.


- ¡Qué va! El gitano quería que yo le matara anoche. El gitano es un animal.


- Tú eres también un animal -dijo ella-; pero muy listo.


- Nosotros somos muy listos los dos -dijo Agustín-; pero el verdadero talento es Pablo.


- Pero es difícil de aguantar. No sabes cómo está de acabado.


- Sí, pero tiene talento… Mira, Pilar, para hacer la guerra todo lo que hace falta es inteligencia; pero para ganarla hace falta talento y material.


- Voy a pensar en eso cualquier rato -dijo ella-; pero ahora tenemos que marcharnos. Es tarde. -Luego, elevando la voz:- Inglés -gritó-. Inglés. Vamos. Andando.


Capítulo diez





- Descansemos -dijo Pilar a Robert Jordan-. Siéntate, ¡María, que vamos a descansar.


- No, tenemos que seguir -dijo Jordan-; descansaremos cuando lleguemos arriba. Tengo que ver a ese hombre.


- Ya le verás -dijo la mujer de Pablo-. No hay prisa. Siéntate, María.


- Vamos -dijo Jordan-. Arriba descansaremos.


- Yo voy a descansar ahora mismo -replicó la mujer de Pablo. Y se sentó al borde del arroyo. La muchacha se sentó a su lado, junto a unas matas; el sol hacía brillar sus cabellos. Sólo Robert Jordan se quedó de pie, contemplando la alta pradera, atravesada por el torrente. Había abundancia de matas por aquella parte. Más abajo, inmensos peñascos surgían entre heléchos amarillentos, y más abajo todavía, al borde de la pradera, había una línea oscura de pinos.


- ¿Falta mucho desde aquí hasta donde está el Sordo? -preguntó Jordan.


- No falta mucho -contestó la mujer de Pablo-. Está a la otra parte de estas tierras; hay que atravesar el valle y subir luego hasta el bosque, de donde sale el torrente. Siéntate y olvida tus penas, hombre.


- Quiero ver al Sordo y acabar con esto.


- Yo quiero darme un baño de pies -dijo la mujer de Pablo. Se desató las alpargatas, se quitó la gruesa media de lana que llevaba y metió un pie dentro del agua-. ¡Dios, qué fría está!


- Debiéramos haber traído los caballos -dijo Robert Jordan.


- Pero me hace bien -dijo la mujer-; me estaba haciendo falta. ¿Y a ti qué es lo que te pasa?


- Nada, sólo que tengo poco tiempo.


- Cálmate, hombre; tenemos tiempo de sobra. Vaya un día; y qué contenta me siento de no estar entre pinos. No puedes figurarte cómo se harta una de los pinos. ¿Tú no estás harta de los pinos, guapa?


- A mí me gustan los pinos -dijo la muchacha.


- ¿Qué es lo que te gusta de los pinos?


- Me gusta el olor y me gusta sentir las agujas debajo de mis pies. Me gusta oír el viento entre las copas y el ruido que hacen las ramas cuando se dan unas contra otras.


- A ti te gusta todo -dijo Pilar-; serías una alhaja para cualquier hombre si fueses mejor cocinera. Pues a mí los pinos son algo que me harta. ¿No has visto nunca un bosque de hayas, de castaños, de nogales? Esos son bosques. En esos bosques todos los árboles son distintos, lo que les da fuerza y hermosura. Un bosque de pinos es un aburrimiento. ¿Qué dices tú a eso, inglés?


- A mí también me gustan los pinos.


- Pero venga -dijo Pilar-, los dos igual. A mí también me gustan los pinos, pero hemos estado demasiado tiempo entre ellos. Y estoy harta de estas montañas. En las montañas no hay más que dos caminos: arriba y abajo, y cuando se va para abajo se llega a la carretera y a los pueblos de los fascistas.


- ¿Va usted algunas veces a Segovia?


- ¡Qué va! ¿Con mi cara? Esta cara es demasiado conocida. ¿Qué te parecería si fueras tan fea como yo, guapa? -preguntó la mujer de Pablo a María.


- Tú no eres fea.


- Vamos, que yo no soy fea. Soy fea de nacimiento. He sido fea toda mi vida. Tú, inglés, que no sabes nada de mujeres, ¿sabes lo que se siente cuando se es una mujer fea? ¿Sabes tú lo que es ser fea toda la vida y sentir por dentro que una es guapa? Es algo muy raro -dijo, metiendo el otro pie en el agua y retirándolo rápidamente-. ¡Dios, qué fría está! Mira la pajarita de las nieves -dijo, señalando con el dedo un pájaro, parecido a una pequeña bola gris que revoloteaba de piedra en piedra remontando el torrente-. No es buena para nada. Ni para cantar ni para comer. Todo lo que sabe hacer es mover la cola. Dame un cigarrillo, inglés -dijo, y, tomando el que le ofrecía, lo encendió con un yesquero que sacó del bolsillo de su camisa. Aspiró una bocanada y miró a María y a Jordan.


- Esta vida es una cosa muy cómica -dijo, echando el humo por la nariz-• Yo hubiera hecho un hombre estupendo; pero soy mujer de los pies a la cabeza y una mujer fea. Sin embargo, me han querido muchos hombres y yo he querido también a muchos. Es cómico. Oye esto, inglés, es interesante. Mírame; mira qué fea soy. Mírame de cerca, inglés.


- Tú no eres fea -dijo Robert Jordan tuteándola sin saber por qué.


- ¿Que no? No quieras engañarme. O será -y rió con su risa profunda- que empiezo a hacerte impresión. No, estoy bromeando. Mira bien lo fea que soy. Y sin embargo, una lleva dentro algo que ciega a un hombre mientras el hombre la quiere a una. Con ese sentimiento se ciega el hombre y se ciega una misma. Y luego un día, sin saber por qué, el hombre te ve tan fea como realmente eres y se le cae la venda de los ojos, y pierdes al hombre y el sentimiento. ¿Comprendes, guapa? -Y dio unos golpes en el hombro de la muchacha.


- No -contestó María-; no lo entiendo; porque tú no eres fea.


- Trata de valerte de la cabeza y no del corazón, y escucha -dijo Pilar-. Os estoy diciendo cosas muy interesantes. ¿No te interesa lo que te digo, inglés?


- Sí, pero convendría que nos fuéramos.


- ¿Irnos? Yo estoy muy bien aquí. Así, pues -continuó diciendo, dirigiéndose ahora a Robert Jordan, como si estuviese hablando a un grupo de alumnos (se hubiera dicho casi que estaba pronunciando una conferencia)- que al cabo de cierto tiempo, cuando se es tan fea como yo, que es todo lo fea que una mujer puede ser, al cabo de cierto tiempo, como digo, la sensación idiota de que una es guapa te vuelve suavemente. Es algo que crece dentro de una como una col. Y entonces, cuando ha crecido lo suficiente, otro hombre te ve, te encuentra guapa, y todo vuelve a comenzar. Ahora creo que he dejado atrás la edad de esas cosas; pero podría volver. Tienes suerte, guapa, por no ser fea.


- Pero si soy fea… -afirmó María.


- Pregúntaselo a él -dijo Pilar-; y no metas tanto los pies en el agua, que se te van a quedar helados.


- Roberto dice que deberíamos seguir, y yo creo que sería mejor -intervino María.


- Escucha bien lo que te digo -dijo Pilar-: este asunto me interesa tanto como a tu Roberto, y te digo que se está aquí muy bien, descansando junto al agua, y que tenemos tiempo de sobra. Además, me gusta hablar. Es la única cosa civilizada que nos queda. ¿Qué otra cosa tenemos para pasar el rato? ¿No te interesa lo que te digo, inglés?


- Habla usted muy bien, pero hay otras cosas que me interesan más que la belleza o la fealdad.


- Entonces, hablemos de lo que te interesa.


- ¿Dónde estaba usted a comienzos del Movimiento?


- En mi pueblo.


- ¿Avila?


- ¡Qué va, Avila!


- Pablo me dijo que era de Avila.


- Miente. Le gustaría ser de una ciudad grande. Su pueblo es… -y nombró un pueblo muy pequeño.


- ¿Y qué fue lo que sucedió?


- Muchas cosas -contestó la mujer-. Muchas, muchas, y todas bellacas. Todas, incluso las gloriosas.


- Cuente -dijo Robert Jordan.


- Es algo brutal -dijo la mujer de Pablo-. No me gusta hablar de eso delante de la pequeña.


- Cuente, cuente -dijo Robert Jordan-. Y si no va con ella, que no escuche.


- Puedo escuchar -dijo María, y puso su mano en la de Jordan-. No hay nada que yo no pueda escuchar.


- No se trata de saber si puedes escuchar -dijo Pilar-; sino de saber si debo contarlo delante de ti y darte pesadillas.


- No hay nada que pueda darme pesadillas. ¿Crees que después de lo que me ha pasado podría tener pesadillas por nada de lo que cuentes?


- Quizá se las dé al inglés.


- Cuénteme usted, y veremos…


- No, inglés, no estoy de bromas. ¿Has visto el comienzo del Movimiento en los pueblos?


- No -contestó Robert Jordan.


- Entonces no has visto nada. Sólo has visto a Pablo ahora, desinflado. Pero era cosa de haberle visto entonces.


- Cuente, cuente usted.


- No, no tengo ganas.


- Cuente.


- Bueno, contaré la verdad, tal como pasó. Pero tú, guapa, si llega un momento en que te molesta, dímelo.


- Si llega un momento en que me moleste, trataré de no escuchar -replicó María-; pero no puede ser peor que otras cosas que he visto.


- Creo que sí que lo es -dijo la mujer de Pablo-. Dame otro cigarrillo, inglés, y vámonos.


La joven se recostó en las matas que bordeaban la orilla en pendiente del arroyo y Robert Jordan se tumbó en el suelo, con la cabeza apoyada sobre una de las matas. Extendió el brazo buscando la mano de María; la encontró y frotó suavemente la mano de la muchacha junto con la suya contra la maleza hasta que ella abrió la mano, y, mientras escuchaba, la dejó quieta sobre la de Robert Jordan.


- Fue por la mañana temprano cuando los civiles del cuartel se rindieron -empezó diciendo Pilar.


- ¿Habían atacado ustedes el cuartel? -preguntó Robert Jordan.


- Pablo lo había cercado por la noche. Cortó los hilos del teléfono, colocó dinamita bajo una de las tapias y gritó a los guardias que se rindieran. No quisieron. Entonces, al despuntar el día, hizo saltar la tapia. Hubo lucha. Dos guardias civiles quedaron muertos. Cuatro fueron heridos y cuatro se rindieron.


»Estábamos todos repartidos por los tejados, por el suelo o al pie de los muros a la media luz de la madrugada y la nube de polvo de la explosión no había acabado de posarse porque había subido muy alto por el aire y no había viento para disiparla; tirábamos todos por la brecha abierta en el muro; cargábamos los fusiles y disparábamos entre la humareda, y, desde el interior, salían todavía disparos, cuando alguien gritó entre la humareda que no disparásemos más y cuatro guardias civiles salieron con las manos en alto. Un gran trozo del techo se había derrumbado y venían a rendirse.


»-¿Queda alguno dentro? -gritó Pablo.


»-Están los heridos.


»-Vigilad a ésos -dijo Pablo a cuatro de los nuestros, que salieron desde donde estaban apostados disparando-. Quedaos ahí, contra la pared -dijo a los civiles. Los cuatro civiles se pusieron contra la pared, sucios, polvorientos, cubiertos de humo con los otros cuatro que los guardaban, apuntándoles con los fusiles, y Pablo y los demás se fueron a acabar con los heridos.


»Cuando hubieron acabado y ya no se oyeron más gritos, lamentos, quejidos, ni disparos de fusil en el cuartel, Pablo y los demás salieron. Y Pablo llevaba su fusil al hombro y una pistola máuser en una mano.


»-Mira, Pilar -dijo-. Estaba en la mano del oficial que se suicidó. No he disparado nunca con esto. Tú -dijo a uno de los guardias-, enséñame cómo funciona. No, no me lo demuestres, explícamelo.


»Los cuatro civiles habían estado pegados a la tapia, sudando, sin decir nada mientras se oyeron los disparos en el interior del cuartel. Eran todos grandes, con cara de guardias civiles; el mismo estilo de cara que la mía, salvo que la de ellos estaba cubierta de un poco de barba de la última mañana, que no se habían afeitado, y permanecían pegados a la pared y no decían nada.


»-Tú -dijo Pablo al que estaba más cerca de él-, dime cómo funciona esto.


»-Baja la palanca -le dijo el guardia con voz incolora-. Tira la recámara hacia atrás y deja que vuelva suavemente hacia delante.


»-¿Qué es la recámara? -preguntó Pablo, mirando a los cuatro civiles-. ¿Qué es la recámara?


»-Lo que está encima del gatillo.


»Pablo tiró hacia atrás de la recámara, pero se atascó.


Se ha atascado.


»-Y ahora ¿qué? -dijo-. Se ha atascado. Me has engañado.


»-Échalo más hacia atrás y deja que vuelva suavemente hacia delante -dijo el civil, y no he oído nunca un tono semejante de voz. Era más gris que una mañana sin sol.


»Pablo hizo como el guardia le decía y la recámara se colocó en su sitio, y con ello quedó la pistola armada con el gatillo levantado. Era una pistola muy fea, pequeña y redonda de empuñadura, con un cañón plano, nada manejable. Durante todo ese tiempo los civiles miraban a Pablo y no habían dicho nada.


»-¿Qué es lo que vais a hacer de nosotros? -preguntó uno de ellos.


»-Mataros -respondió Pablo.


»-¿Cuándo? -preguntó el hombre, con la misma voz gris.


»-Ahora mismo -contestó Pablo.


»-¿Dónde? -preguntó el guardia.


»-Aquí -contestó Pablo-. Aquí. Ahora mismo. Aquí y ahora mismo. ¿Tienes algo que decir?


»-Nada -contestó el civil-. Nada. Pero no es cosa bien hecha.


»-Tú eres el que no estás bien hecho -dijo Pablo-. Tú, asesino de campesinos. Tú, que matarías a tu propia madre.


»-Yo no he matado nunca a nadie -dijo el civil-. Y te ruego que no hables así de mi madre.


»-Vamos a ver cómo mueres, tú, que no has hecho más | que matar.


»-No hace falta insultarnos -dijo otro de los civiles-. Y nosotros sabemos morir -dijo otro.


»-De rodillas contra la pared y con la cabeza apoyada en el muro -ordenó Pablo. Los civiles se miraron entre sí.


»-De rodillas he dicho -insistió Pablo-. Agachaos hasta el suelo y poneos de rodillas.


»-¿Qué te parece, Paco? -preguntó uno de los civiles al más alto de todos, el que había explicado lo de la pistola a Pablo. Tenía galones de cabo en la bocamanga y sudaba por todos sus poros, a pesar de que, por lo temprano, aún hacía frío.


»-Da lo mismo arrodillarse -contestó éste-. No tiene importancia.


»-Es más cerca de la tierra -dijo el primero que había hablado; intentaba bromear, pero estaban todos demasiado graves para gastar bromas, y ninguno sonrió.


»-Entonces, arrodillémonos -dijo el primer civil, y los cuatro se pusieron de rodillas, con un aspecto muy cómico, la cabeza contra el muro y las manos en los costados. Y Pablo pasó detrás de ellos y disparó, yendo de uno a otro, a cada uno un tiro en la nuca con la pistola, apoyando bien el cañón contra la nuca, y uno por uno iban cayendo a tierra en cuanto Pablo disparaba. Aún puedo oír la detonación, estridente y ahogada al mismo tiempo, y puedo ver el cañón de la pistola levantándose a cada sacudida y la cabeza del hombre caer hacia delante. Hubo uno que mantuvo erguida la cabeza cuando la pistola le tocó. Otro la inclinó hasta apoyarla en la piedra del muro. A otro le temblaba todo el cuerpo y la cabeza se le bamboleaba. Uno solo, el último, se puso la mano delante de los ojos. Y ya estaban los cuatro cuerpos derrumbados junto a la tapia cuando Pablo dio la vuelta y se vino hacia nosotros con la pistola en la mano.


»-Guárdame esto, Pilar -dijo-. No sé cómo bajar el disparador -y me tendió la pistola. El se quedó allí, mirando a los cuatro guardias desplomados contra la tapia del cuartel. Todos los que estaban con nosotros se habían quedado mirándolos también, y nadie decía nada.


«Habíamos ocupado el pueblo, era todavía muy temprano y nadie había comido nada ni había tomado café; nos mirábamos los unos a los otros y nos vimos todos cubiertos del polvo de la explosión del cuartel y polvorientos, como cuando se trilla en las eras; yo me quedé allí parada, con la pistola en la mano, que me pesaba mucho, y me hacía una impresión rara en el estómago ver a los guardias muertos contra la tapia. Estaban cubiertos de polvo como nosotros; pero ahora manchando cada uno con su sangre el polvo del lugar en que yacían. Y mientras estábamos allí, el sol salió por entre los cerros lejanos y empezó a lucir por la carretera, adonde daba la tapia blanca del cuartel, y el polvo en el aire se hizo de color dorado; y el campesino que estaba junto a mí miró a la tapia del cuartel, miró a los que estaban por el suelo, nos miró a nosotros, miró al sol y dijo: "Vaya, otro día que comienza."


»-Bueno, ahora vamos a tomar el café -dije yo.


»-Bien, Pilar, bien -dijo él y subimos al pueblo, hasta la misma plaza, y ésos fueron los últimos que matamos a tiros en el pueblo.»


- ¿Qué pasó con los otros? -preguntó Robert Jordan-. ¿Es que no había más fascistas en el pueblo?


- ¡Qué va! Claro que había más fascistas. Había más de veinte. Pero a ésos no los matamos a tiros.


- ¿Qué fue lo que se hizo con ellos?


- Pablo hizo que los matasen a golpes de bieldo y que los arrojaran desde lo alto de un peñasco al río.


- ¿A los vein te?


- Ya te contaré cómo. No es nada fácil. Y en toda mi vida querría ver repetida una escena semejante, ver apalear a muerte a uno, hasta matarle en la plaza, en lo alto de un peñasco que da al río.


El pueblo de que te hablo está levantado en la margen más alta del río y hay allí una plaza con una gran fuente, con bancos y con árboles que dan sombra a los bancos. Los balcones de las casas dan a la plaza. Seis calles desembocan en esta plaza y alrededor, excepto por una sola parte, hay casas con arcadas. Cuando el sol quema, uno puede refugiarse a la sombra de las arcadas. En tres caras de la plaza hay arcadas como te digo y en la cuarta cara, que es la que está al borde del peñasco, hay una hilera de árboles. Abajo, mucho más abajo, corre el río. Hay cien metros a pico desde allí hasta el río.


»Pablo lo organizó todo como para el ataque al cuartel. Primero hizo cerrar las calles con carretas, como si preparase la plaza para una capea, que es una corrida de toros de aficionados. Los fascistas estaban todos encerrados en el Ayuntamiento, que era el edificio más grande que daba a la plaza.


En el edificio se encontraba un reloj empotrado en la pared, y, bajo las arcadas, estaba el club de los fascistas y en la acera se ponían las mesas y las sillas del club, y era allí, antes del Movimiento, en donde los fascistas tenían la costumbre de tomar el aperitivo. Las sillas y las mesas eran de mimbre. Era como un café, pero más elegante.»


- Pero ¿no hubo lucha para apoderarse de ellos?


- Pablo había hecho que los detuvieran por la noche, antes del ataque al cuartel. Pero el cuartel estaba ya cercado. Fueron detenidos todos en su casa, a la hora en que el ataque comenzaba. Eso estuvo muy bien pensado. Pablo es buen organizador. De otra manera hubiera tenido gente que le hubiese atacado por los flancos y por la retaguardia mientras asaltaba el cuartel de la guardia civil.


Pablo es muy inteligente, pero muy bruto. Preparó y ordenó muy bien el asunto del pueblo. Mirad, después de acabar con éxito el ataque del cuartel, rendidos y fusilados contra la pared los cuatro últimos guardias, después que tomamos el desayuno en el café que era siempre el primero que abría, por la mañana, y que es el que está en el rincón de donde sale el primer autobús, Pablo se puso a organizar lo de la plaza. Las carretas fueron colocadas exactamente como si fuese para una capea, salvo que por la parte que daba al río no se puso ninguna. Ese lado se dejó abierto. Pablo dio entonces orden al cura de que confesara a los fascistas y les diera los sacramentos.»


- Y ¿dónde se hizo eso?


- En el Ayuntamiento, como he dicho. Había una gran multitud alrededor, y mientras el cura hacía su trabajo dentro, había un buen escándalo fuera; oíanse groserías, pero la mayor parte de la gente se mostraba seria y respetuosa. Quienes bromeaban eran los que estaban ya borrachos por haber bebido para celebrar el éxito de lo del cuartel, y eran seres inútiles que hubieran estado borrachos de cualquier manera.


»Mientras el cura seguía con su trabajo, Pablo hizo que los de la plaza se colocaran en dos filas.


»Los distribuyó en dos filas como suelen colocarse para un concurso de fuerza en que hay que tirar de una cuerda, o como se agrupa una ciudad para ver el final de una carrera de bicicletas, con el espacio justo entre ellos para el paso de los ciclistas, o como se colocan para ver el santo al pasar una procesión. Entre las filas había un espacio de dos metros y las filas se extendían desde el Ayuntamiento atravesando la plaza, hasta las rocas que daban sobre el río. Así, al salir por la puerta del Ayuntamiento, mirando a través de la plaza, se veían las dos filas espesas de gente esperando.


»Iban armados con bieldos, como los que se usan para aventar el grano, y estaban separados entre sí por la distancia de un bieldo. No todos tenían bieldo, porque no se pudo conseguir número suficiente. Pero la mayoría tenían bieldos que habían sacado del comercio de don Guillermo Martín, un fascista que vendía toda clase de utensilios agrícolas. Y los que no tenían bieldo llevaban gruesos cayados de pastor o aguijones de los que se usan para hostigar a los bueyes, u horquillas de madera de las que se utilizan para echar al viento la paja después de la trilla. También los había con guadañas y hoces; pero a éstos los colocó Pablo al final de la hilera que estaba junto a la barranca.


»Los hombres de las filas guardaban silencio y el día era claro, hermoso, tan claro como hoy, con nubes altas en el cielo como las de hoy, y la plaza no estaba todavía polvorienta, porque había caído un rocío espeso por la noche y los árboles daban sombra a los hombres que estaban en las filas y se oía fluir el agua que brotaba del tubo de cobre que salía de la boca de un león e iba a caer en la fuente donde las mujeres llenaban sus cántaros.


»Solamente cerca del Ayuntamiento, en donde estaba el cura cumpliendo con su deber con los fascistas, había algún escándalo y provenía de aquellos sinvergüenzas, que, como he dicho, estaban ya borrachos y se apretujaban contra las ventanas, gritando groserías y bromas de mal gusto por entre los barrotes de hierro de las ventanas. La mayoría de los hombres que estaban en las filas aguardaban en silencio y oí que uno a otro preguntaba: "¿Habrá mujeres?" Y el otro contestó: "Espero que no, Cristo."


»Entonces, un tercero dijo: "Mira, ahí está la mujer de Pablo. Escucha, Pilar. ¿Va a haber mujeres?"


»Le miré y era un campesino vestido de domingo que sudaba de lo lindo y le dije: "No, Joaquín; no habrá mujeres. Nosotros no matamos a las mujeres. ¿Por qué habíamos de matar a las mujeres?"


»Y él dijo: "Gracias a Dios que no habrá mujeres. ¿Y cuándo va a empezar? "


»-En cuanto acabe el cura -le dije yo.


»-¿Y el cura?


»-No lo sé -le dije y vi que en su rostro se dibujaba el sufrimiento, mientras se le cubría la frente de sudor.


»-Nunca he matado a un hombre -dijo.


»-Entonces, ahora aprenderás -le contestó el que estaba a su lado-. Pero no creo que un golpe de ésos mate a un hombre -y miró el bieldo que sostenía con las dos manos.


»-Ahí está lo bueno -dijo el otro-. Hay que dar muchos golpes.


»-Ellos han tomado Valladolid -dijo alguien-; han tomado Avila. Lo oí cuando veníamos al pueblo.


»-Pero nunca tomarán este pueblo. Este pueblo es nuestro. Les hemos ganado por la mano. Pablo no es de los que esperan a que ellos den el primer golpe -dije yo.


»-Pablo es muy capaz -dijo otro-. Pero cuando acabó con los civiles fue un poco egoísta. ¿No lo crees así, Pilar?


»-Sí -contesté yo-; pero ahora vais a participar vosotros en todo.


»-Sí -dijo él-. Esto está bien organizado. Pero ¿por qué no oímos noticias del Movimiento?


»-Pablo ha cortado los hilos del teléfono antes del ataque al cuartel. Todavía no se han reparado.


»-¡Ah! -dijo él-; es por eso por lo que no se sabe nada. Yo he oído algunas noticias en la radio del peón caminero esta mañana, muy temprano.


»-¿Por qué vamos a hacer esto así, Pilar? -me preguntó otro.


»-Para economizar balas -contesté yo- y para que cada hombre tenga su parte de responsabilidad.


»-Entonces, que comience. Que comience. Que comience -le miré y vi que estaba llorando.


»-¿Por qué lloras, Joaquín? -le pregunté-. No hay por qué llorar.


»-No puedo evitarlo, Pilar -dijo él-. No he matado nunca a nadie.


Quien no haya visto el día de la revolución en un pueblo pequeño, en donde todo el mundo se conoce y se ha conocido siempre, no ha visto nada. Y aquel día, los más de los hombres que estaban en las dos filas que atravesaban la plaza, llevaban las ropas con las que iban a trabajar al campo, porque tuvieron que apresurarse para llegar al pueblo; pero algunos no supieron cómo tenían que vestirse en el primer día del Movimiento y se habían puesto su traje de domingo y de los días de fiesta, y ésos, viendo que los otros, incluidos los que habían llevado a cabo el ataque al cuartel, llevaban su ropa más vieja, sentían vergüenza por no estar vestidos adecuadamente. Pero no querían quitarse la chaqueta por miedo a perderla, o a que se la quitaran los sinvergüenzas, y estaban allí, sudando al sol, esperando que aquello comenzara.


»Fue entonces cuando el viento se levantó y el polvo, que se había secado ya sobre la plaza, al andar y pisotear los hombres se comenzó a levantar, así que un hombre vestido con traje de domingo azul oscuro gritó: "¡Agua, agua!", y el barrendero de la plaza, que tenía que regarla todas las mañanas con una manguera, llegó, abrió el paso del agua y empezó a asentar el polvo en los bordes de la plaza y hacia el centro. Los hombres de las dos filas retrocedieron para permitirle que regase la parte polvorienta del centro de la plaza; la manguera hacía grandes arcos de agua, que brillaban al sol, y los hombres, apoyándose en los bieldos y en los cayados y en las horcas de madera blanca, miraban regar al barrendero. Y cuando la plaza quedó bien regada y el polvo bien asentado, las filas se volvieron a formar, y un campesino gritó: "¿Cuándo nos van a dar al primer fascista? ¿Cuándo va a salir el primero de la caja?"


»-En seguida -gritó Pablo desde la puerta del Ayuntamiento-. En seguida va a salir el primero. -Su voz estaba ronca de tanto gritar durante el asalto al cuartel.


»-¿Qué los está retrasando? -gritó uno.


»-Aún están ocupados con sus pecados -contestó Pablo.


»-Claro, como que son veinte -replicó otro.


»-Más -repuso otro.


»-Y entre veinte hay muchos pecados que confesar.


»-Sí, pero me parece que es una treta para ganar tiempo. En un caso como éste, sólo deberían recordar los más grandes.


»-Entonces, tened paciencia, porque para veinte se necesita algún tiempo, aunque no sea más que para los pecados más gordos.


»-Ya la tengo -contestó otro-; pero sería mejor acabar. En bien de ellos y de nosotros. Estamos en julio y hay mucho trabajo. Hemos segado, pero no hemos trillado. Todavía no ha llegado el tiempo de las fiestas y las ferias.


»-Pero esto de hoy será una fiesta y una feria -dijo alguien-. Será la feria de la libertad, y desde hoy, cuando hayamos terminado con éstos, el pueblo y las tierras serán nuestras.


»-Hoy trillamos fascistas -gritó otro-, y de la paja saldrá la libertad de este pueblo.


»-Tenemos que administrarla bien, para merecerla -añadió otro más-. Pilar, ¿cuándo nos reunimos para la reorganización?


»-En seguida que acabemos con éstos -dije yo-. En el mismo edificio del Ayuntamiento.


»Yo llevaba en son de chanza uno de esos tricornios charolados de la Guardia civil y había bajado el disparador de la pistola, sosteniéndolo con el pulgar como me parecía que era preciso hacerlo, y la pistola estaba colgada de una cuerda que llevaba alrededor de la cintura, con el largo cañón metido bajo la cuerda. Cuando me la puse me pareció que era una buena broma, pero luego lamenté no haber cogido el estuche de la pistola, en lugar del sombrero. Y uno de los hombres de las filas me dijo: "Pilar, hija, me parece de mal gusto que lleves ese sombrero, ahora que se ha acabado con cosas como la Guardia civil…"


»-Entonces, me lo quitaré -dije yo, y me lo quité.


»-Dámelo -dijo él-; hay que destruirlo.


»Y como estaba al final de la fila, en donde el paseo corre a lo largo del borde de la barranca que da al río, cogió el sombrero y lo echó a rodar desde lo alto de la barranca, de la misma manera que los pastores cuando tiran una piedra a las reses para que se reúnan. El sombrero salió volando por el vacío y lo vimos hacerse cada vez más pequeño, con el charol brillando a la luz del sol, en dirección al río. Volví a mirar a la plaza y vi que en todas las ventanas y en todos los balcones se apretujaba la gente y la doble fila de hombres atravesaba la plaza hasta el porche del Ayuntamiento y la multitud estaba apelmazada debajo de las ventanas del edificio, y se oía el ruido de mucha gente que hablaba al mismo tiempo; y luego oí un grito y alguien dijo: "Aquí viene el primero." Y era don Benito García, el alcalde, que salía con la cabeza al aire, bajando lentamente los escalones del porche. Y no pasó nada. Don Benito cruzó entre las dos filas de hombres que llevaban los bieldos en la mano y no pasó nada. Y se adelantó entre las filas de hombres, con la cabeza descubierta, la ancha cara redonda de color ceniciento, la mirada fija ante él echando de vez en vez una ojeada a derecha e izquierda y andando con paso firme. Y no pasaba nada.


»Desde un balcón, alguien gritó: "¿Qué ocurre, cobardes?" Don Benito seguía avanzando entre las filas de hombres y no pasaba nada. Entonces vi, a tres metros de mí, a un hombre que hacía gestos raros con la cara, que se mordía los labios y tenía blancas las manos que sujetaban el bieldo. Le vi que miraba a don Benito y que le veía acercarse. Y seguía sin pasar nada. Entonces, un poco antes de que don Benito pasara por su lado, el hombre levantó el bieldo con tanta fuerza, que casi tira al suelo al que tenía a su lado, y con el bieldo descargó un golpe que dio a don Benito en la cabeza. Don Benito miró al hombre, que volvió a golpearle, gritando: "Esto es para ti, cabrón." Y esta vez le dio en la cara. Don Benito levantó las manos para protegerse la cara y entonces los demás comenzaron a golpearle, hasta que cayó y el hombre que le había golpeado primero llamó a los otros para que le ayudasen y tiró de don Benito por el cuello de la camisa y los otros cogieron a don Benito por los brazos y le arrastraron con la cara contra el polvo, llevándole hasta el borde del barranco, y desde allí le arrojaron al río. Y el hombre que le había golpeado primero se arrodilló junto a las rocas y gritó: "Cabrón. Cabrón. Cabrón." Era un arrendatario de don Benito y nunca se habían entendido bien. Habían tenido una disputa a propósito de un pedazo de tierra cerca del río que don Benito le había quitado y había arrendado a otro, y el rentero, desde entonces, le odiaba. Aquel hombre ya no volvió a las filas después de eso. Se quedó sentado al borde de la barranquera mirando al lugar por donde había caído don Benito.


»Después de don Benito no salió nadie. No había ruido en la plaza, porque todo el mundo estaba aguardando a ver quién sería el próximo. Entonces, un borracho se puso a gritar: "Que salga el toro. Que salga el toro."


«Alguien, desde las ventanas del Ayuntamiento, replicó: "No quieren moverse. Todos están rezando."


»Otro borracho gritó: "Sacadlos; vamos, sacadlos. Se acabó el rezo."


»Pero nadie salía, hasta que, por fin, vi salir a un hombre por la puerta.


»Era don Federico González, el propietario del molino y de la tienda de ultramarinos, un fascista de primer orden. Era un tipo grande y flaco, peinado con el pelo echado de un lado a otro de la cabeza, para tapar la calva, y llevaba una chaqueta de pijama metida de cualquier manera por el pantalón. Iba descalzo, como le sacaron de su casa, y marchaba delante de Pablo, con las manos en alto, y Pablo iba detrás de él, con el cañón de su escopeta apoyado contra la espalda de don Federico González, hasta el momento en que dejó a don Federico entre las dos filas de hombres. Pero cuando Pablo le dejó y se volvió a la puerta del Ayuntamiento, don Federico se quedó allí sin poder seguir adelante, con los ojos elevados hacia el cielo y las manos en alto, como si quisiera asirse de algún punto invisible.


»-No tiene piernas para andar -dijo alguien.


»-¿Qué te pasa, don Federico? ¿No puedes andar? -preguntó otro. Pero don Federico seguía allí, con las manos en alto, moviendo ligeramente los labios.


»-Vamos -le gritó Pablo desde lo alto de la escalera-. Camina.


»Don Federico seguía allí sin poder moverse. Uno de los borrachos le pegó por detrás con el mango de un bieldo y don Federico dio un salto como un caballo asustado; pero siguió en el mismo sitio, con las manos en alto y los ojos puestos en el cielo.


»Entonces, el campesino que estaba junto a mí, dijo: "Es una vergüenza. No tengo nada contra él, pero hay que acabar." Así es que se salió de la fila, se acercó a donde estaba don Federico y dijo: "Con su permiso", y le dio un golpe muy fuerte en la cabeza con un bastón.


»Entonces, don Federico bajó las manos y las puso sobre su cabeza, por encima de su calva, y con la cabeza baja y cubierta por las manos y sus largos cabellos ralos que se escapaban por entre sus dedos, corrió muy de prisa entre las dos filas, mientras le llovían los golpes sobre las espaldas y los hombros, hasta que cayó. Y los que estaban al final de la fila le cogieron en alto y le arrojaron por encima de la barranca. No había abierto la boca desde que salió con el fusil de Pablo apoyado sobre los riñones. Su única dificultad estaba en que no podía moverse. Parecía como si hubiera perdido el dominio de sus piernas.


Después de lo de don Federico vi que los hombres más fuertes se habían juntado al final de las hileras, al borde del barranco, y entonces me fui del sitio, me metí por los porches del Ayuntamiento, me abrí camino entre dos borrachos y me puse a mirar por la ventana. En el gran salón del Ayuntamiento estaban todos rezando, arrodillados en semicírculo y el cura estaba de rodillas y rezaba con ellos. Pablo y un tal Cuatrodedos, un zapatero remendón, que siempre estab»a con él por aquel entonces, y dos más, estaban de pie con los fusiles.


»Y Pablo le dijo al cura: "¿A quién le toca ahora?" Y el cura siguió rezando y no le respondió.


»-Escucha -dijo Pablo al cura, con voz ronca-: ¿A quién le toca ahora? ¿Quién está dispuesto?


El cura no quería hablar con Pablo y hacía como si no le viera y yo veía que Pablo se estaba poniendo enfadado.


»-Vayamos todos juntos -dijo don Ricardo Montalvo, que era un propietario, levantando la cabeza y dejando de rezar para hablar.


»-¡Qué va! -dijo Pablo-. Uno por uno y cuando estéis dispuestos.


»-Entonces, iré yo -dijo don Ricardo-. No estaré nunca más dispuesto que ahora.


El cura le bendijo mientras hablaba y le bendijo de nuevo cuando se levantó, sin dejar de rezar, y le tendió un crucifijo para que lo besara, y don Ricardo lo besó y luego se volvió y dijo a Pablo: "No estaré nunca tan bien dispuesto como ahora. Tú, cabrón de mala leche, vamos."


»Don Ricardo era un hombre pequeño, de cabellos grises y de cuello recio, y llevaba la camisa abierta. Tenía las piernas arqueadas de tanto montar a caballo. "Adiós -dijo a los que estaban de rodillas-; no estéis tristes. Morir no es nada. Lo único malo es morir entre las manos de esta canalla. No me toques -dijo a Pablo-, no me toques con tu fusil."


»Salió del Ayuntamiento con sus cabellos grises, sus ojillos grises, su cuello recio, achaparrado, pequeño y arrogante. Miró la doble fila de los campesinos y escupió al suelo. Podía escupir verdadera saliva, y en momentos semejantes tienes que saber, inglés, que eso es una cosa muy rara. Y gritó: "¡Arriba España! ¡Abajo la República! y me c… en la leche de vuestros padres."


»Le mataron a palos, rápidamente, acuciados por los insultos, golpeándole tan pronto como llegó a la altura del primer hombre; golpeándole mientras intentaba avanzar, con la cabeza alta, golpeándole hasta que cayó y desgarrándole con los garfios y las hoces una vez caído, y varios hombres le llevaron hasta el borde del barranco para arrojarle, y cuando lo hicieron las manos y las ropas de esos hombres estaban ensangrentadas; y empezaban a tener la sensación de que los que iban saliendo del Ayuntamiento eran verdaderos enemigos y tenían que morir.


»Hasta que salió don Ricardo con su bravura insultándoles, había muchos en las filas, estoy segura, que hubieran dado cualquier cosa por no haber estado en ellas. Y si uno de entre las filas hubiera gritado: "Vámonos, perdonemos a los otros, ya tienen una buena lección", estoy segura de que la mayoría habría estado de acuerdo.


»Pero don Ricardo, con toda su bravuconería, hizo a los otros un mal servicio. Porque excitó a los hombres de las filas y, mientras que antes habían estado cumpliendo con su deber sin muchas ganas, luego estaban furiosos y la diferencia era visible.


»-Haced salir al cura, y las cosas irán más de prisa -gritó alguien.


»-Haced salir al cura.


»-Ya hemos tenido tres ladrones; ahora queremos al cura.


»-Dos ladrones -dijo un campesino muy pequeño al hombre que había gritado-. Fueron dos ladrones los que había con Nuestro Señor.


»-¿El señor de quién? -preguntó el otro, furioso, con la cara colorada.


»-Es una manera de hablar: se dice Nuestro Señor.


»-Ese no es mi señor, ni en broma -dijo el otro-. Y harías mejor en tener la boca cerrada, si no quieres verte entre las dos filas.


»-Soy tan buen republicano libertario como tú -dijo el pequeño-. Le he dado a don Ricardo en la boca y le he pegado en la espalda a don Federico. Aunque he marrado a don Benito, ésa es la verdad. Pero digo que Nuestro Señor es así como se dice y que tenía consigo a dos ladrones.


»-Me c… en tu republicanismo. Tú hablas de don por aquí y por allá.


»-Así es como los llamamos aquí.


»-No seré yo. Para mí, son cabrones. Y tu señor… Ah, mira, aquí viene uno nuevo.


»Fue entonces cuando presencié una escena lamentable, porque el hombre que salía del Ayuntamiento era don Faustino Rivero, el hijo mayor de su padre, don Celestino Rivero, un rico propietario. Era un tipo grande, de cabellos rubios, muy bien peinados hacia atrás, porque siempre llevaba un peine en el bolsillo y acababa de repeinarse antes de salir. Era un Don Juan profesional, un cobarde que había querido ser torero. Iba mucho con gitanos y toreros y ganaderos, y le gustaba vestir el traje andaluz, pero no tenía valor y se le consideraba como un payaso. Una vez anunció que iba a presentarse en una corrida de Beneficencia para el asilo de ancianos de Avila y que mataría un toro a caballo al estilo andaluz, lo que durante mucho tiempo había estado practicando; pero cuando vio el tamaño del toro que le habían destinado en lugar del toro pequeño de patas flojas que él había apartado para sí, dijo que estaba enfermo y algunos dicen que se metió tres dedos en la garganta para obligarse a vomitar.


»Cuando le vieron los hombres de las filas empezaron a gritar:


»-Hola, don Faustino. Ten cuidado de no vomitar.


»-Oye, don Faustino, hay chicas guapas abajo, en el barranco.


»-Don Faustino, espera que te traigan un toro más grande que el otro.


»Y uno le gritó:


»-Oye, don Faustino, ¿no has oído hablar nunca de la muerte?


»Don Faustino permanecía allí, de pie, haciéndose el bravucón. Estaba aún bajo el impulso que le había hecho anunciar a los otros que iba a salir. Era el mismo impulso que le hizo ofrecerse para la corrida de toros. Ese impulso fue el que le permitió creer y esperar que podría ser un torero aficionado. Ahora estaba inspirado por el ejemplo de don Ricardo y permanecía allí, parado, guapetón, haciéndose el valiente y poniendo cara desdeñosa. Pero no podía hablar.


»-Vamos, don Faustino -gritó uno de las filas-. Vamos, don Faustino. Ahí está el toro más grande de todos.


»Don Faustino los miraba, y creo que mientras estaba mirándolos no había compasión por él en ninguna de las filas. Sin embargo, seguía allí con su hermosa estampa, guapetón y bravo; pero el tiempo pasaba y no había más que un camino.


»-Don Faustino -gritó alguien-. ¿Qué es lo que esperas, don Faustino?


»-Se está preparando para vomitar -dijo otro, y los hombres se echaron a reír.


»-Don Faustino -gritó un campesino-, vomita, si eso te gusta. Para mí es igual.


»Entonces, mientras nosotros le mirábamos, don Faustino acertó a mirar por entre las filas a través de la plaza hacia el barranco, y cuando vio el roquedal y el vacío detrás, se volvió de golpe y se metió por la puerta del Ayuntamiento.


»Los hombres de las filas soltaron un rugido y alguien gritó con voz aguda: "¿Adonde vas, don Faustino, adonde vas?"


»-Va a vomitar -contestó otro, y todo el mundo rompió a reír.


»Entonces vimos a don Faustino, que salía de nuevo, con Pablo a sus espaldas, apoyando el fusil en él. Todo su estilo había desaparecido. La vista de las filas de los hombres le había disipado el tipo y el estilo, y ahora reaparecía con Pablo detrás de él, como si Pablo estuviera barriendo una calle y don Faustino fuese la basura que tuviera delante. Don Faustino salió persignándose y rezando, y nada más salir, se puso las manos delante de los ojos y sin dejar de mover la boca, se adelantó entre las filas.


»-Que no lo toque nadie. Dejadle solo -gritó uno.


»Los de las filas lo entendieron y nadie hizo un movimiento para tocarle. Don Faustino, con las manos delante de los ojos siguió andando por entre las dos filas, sin dejar de mover los labios.


»Nadie decía nada y nadie le tocaba, y cuando estuvo hacia la mitad del camino, no pudo seguir más y cayó de rodillas.


»Nadie le golpeó. Yo me adelanté por detrás de una de las filas, para ver lo que pasaba, y vi que un campesino se había inclinado sobre él y le había puesto de pie, y le decía:


"Levántate, don Faustino, y sigue andando, que el toro no ha salido todavía."


»Don Faustino no podía andar solo y el campesino de blusa negra le ayudó por un lado y otro campesino, con blusa negra y botas de pastor, le ayudó por el otro, sosteniéndole por los sobacos, y don Faustino iba andando por entre las filas con las manos delante de los ojos, sin dejar de mover los labios, sus cabellos sudorosos brillando al sol; y los campesinos decían cuando pasaba: "Don Faustino, buen provecho." Y otros decían: "Don Faustino, a sus órdenes", y uno que había fracasado también como matador de toros dijo: "Don Faustino, matador, a sus órdenes"; y otro dijo: "Don Faustino, hay chicas guapas en el cielo, don Faustino." Y le hicieron marchar a todo lo largo de las dos filas teniéndole en vilo de uno y otro lado y sosteniéndole para que pudiera andar, y él seguía con las manos delante de los ojos. Pero debía de mirar por entre los dedos, porque cuando llegaron al borde de la barranquera se puso de nuevo de rodillas y se arrojó al suelo; y, agarrándose al suelo tiraba de las hierbas, diciendo: "No. No. No, por favor. No, por favor. No. No."


»Entonces, los campesinos que estaban con él y los otros hombres más fuertes del final de las filas se precipitaron rápidamente sobre él, mientras seguía de rodillas, y le dieron un empujón y don Faustino pasó sobre el borde de la barranquera sin que le hubiesen puesto siquiera la mano encima, y se le oyó gritar con fuerza y en voz muy alta mientras caía.


»Fue entonces cuando comprendí que los hombres de las filas se habían vuelto crueles y que habían sido los insultos de don Ricardo, primero, y la cobardía de don Faustino luego lo que los había puesto así.


»-Queremos otro -gritó un campesino, y otro campesino, golpeándole en la espalda, le dijo: "Don Faustino, qué cosa más grande, don Faustino."


»-Ahora ya habrá visto el toro -dijo un tercero-. Ahora no le servirá ya de nada vomitar.


»-En mi vida -dijo otro campesino-, en mi vida he visto nada parecido a don Faustino.


»-Hay otros -dijo el otro campesino-, ten paciencia. ¿Quién sabe lo que veremos todavía?


»-Ya puede haber gigantes y cabezudos -dijo el primer campesino que había hablado-. Ya puede haber negros y bestias raras del África. Para mí, nunca, nunca habrá nada parecido a don Faustino. Pero que salga otro, vamos; queremos otro.


»Los borrachos se pasaban botellas de anís y de coñac que habían robado en el bar del centro de los fascistas, las cuales se metían entre pecho y espalda como si fueran de vino, y muchos hombres de entre las filas empezaron también a sentirse un poco beodos de lo que habían bebido después de la emoción de don Benito, don Federico, don Ricardo y, sobre todo, don Faustino. Los que no bebían de las botellas de licor bebían de botas que corrían de mano en mano. Me ofrecieron una bota y bebí un gran trago, dejando que el vino me refrescase bien la garganta al salir de la bota, porque yo también tenía mucha sed.


»-Matar da mucha sed -dijo el hombre que me había tendido la bota.


»-¡Qué va! -dije yo-; ¿has matado tú?


»-Hemos matado a cuatro -dijo orgullosamente-, sin contar a los civiles. ¿Es verdad que has matado tú a uno de los civiles, Pilar?


»-Ni a uno solo -contesté yo-; disparé en la humareda, como los otros, cuando cayó el muro. Eso es todo.


»-¿De dónde has sacado esa pistola, Pilar?


»-Me la dio Pablo; me la dio Pablo después de haber matado a los civiles.


»-¿Los mató con esa pistola?


»-Con ésta mismamente, y luego me la dio.


»-¿Puedo verla, Pilar? ¿Me la dejas?


»-¿Cómo no, hombre? -dije yo, y le di la pistola. Me preguntaba por qué no salía nadie y en ese momento, ¿qué es lo que veo sino a don Guillermo Martín, el dueño de la tienda en donde habían cogido los bieldos, los cayados y las horcas de madera? Don Guillermo era un fascista, pero aparte de eso, nadie tenía nada contra él.


»Es verdad que no pagaba mucho a los que le hacían los bieldos; pero tampoco los vendía caros, y si no se quería ir a comprar los bieldos en casa de don Guillermo, uno mismo podía hacérselos por poco más que el coste de la madera y el cuero. Don Guillermo tenía una manera muy ruda de hablar y era, sin duda alguna, un fascista, miembro del centro de los fascistas, en donde se sentaba a mediodía y por la tarde en uno de los sillones cuadrados de mimbre, para leer El Debate, para hacer que le limpiaran las botas y para beber vermut con agua de Seltz y comer almendras tostadas, gambas a la plancha y anchoas. Pero no se mata a nadie por eso, y estoy segura de que, de no haber sido por los insultos de don Ricardo Montalvo y por la escena lamentable de don Faustino y por la bebida consiguiente a la emoción que habían despertado don Faustino y los otros, alguien hubiera gritado: "Que se vaya en paz don Guillermo. Ya tenemos sus bieldos. Que se vaya."


»Porque las gentes de ese pueblo podían ser tan buenas como crueles y tenían un sentimiento natural de la justicia y un deseo de hacer lo que es justo. Pero la crueldad había penetrado en las filas de los hombres y también la bebida o un comienzo de la borrachera, y las filas no eran ya lo que eran cuando salió don Benito. Yo no sé qué pasa en los otros países y a nadie le gusta la bebida más que a mí; pero en España, cuando la borrachera se produce por otras bebidas que no sean el vino, es una cosa muy fea y la gente hace cosas que no hubiera hecho de otro modo. ¿Es así en tu país, inglés?»


- Así es -dijo Robert Jordan-. Cuando yo tenía siete años, yendo con mi madre a una boda en el estado de Ohio, en donde yo tenía que ser paje de honor y llevar las flores con otra niña…


- ¿Has hecho tú eso? -preguntó María-. ¡Qué bonito!


- En aquella ciudad, un negro fue ahorcado de un farol y después quemado. La lámpara se podía bajar con un mecanismo hasta el pavimento. Se izó primero al negro utilizando el mecanismo que servía para izar la lámpara; pero se rompió…


- ¿Un negro? -preguntó María-. ¡Qué bárbaros!


- ¿Estaba borracha la gente? -preguntó María-. ¿Estaban tan borrachos como para quemar a un negro?


- No lo sé -contestó Robert Jordan-; la casa en donde yo me hallaba estaba situada justamente en una esquina de la calle, frente al farol, y yo miraba por entre los visillos de una ventana. La calle estaba llena de gente, y cuando fueron a izar al negro por segunda vez…


- Si tú no tenías más que siete años y estabas dentro de una casa, no podías saber si estaban borrachos o no -dijo Pilar.


- Como decía, cuando izaron al negro por segunda vez, mi madre me apartó de la ventana y no vi más -dijo Jordan-; pero después me han ocurrido aventuras que prueban que la borrachera es igual en mi país, igual de fea y brutal.


- Eras demasiado pequeño a los siete años -comentó María-. Eras demasiado pequeño para esas cosas. Yo nunca he visto un negro más que en los circos. A menos que los moros sean negros.


- Unos lo son y otros no lo son -dijo Pilar-; podría contarte un montón de cosas sobre los moros.


- No tantas como yo -dijo María-; No; no tantas como yo.


- No hablemos de eso -dijo Pilar-; no es bueno. ¿Donde nos quedamos?


- Hablábamos de la borrachera entre las filas -dijo Robert Jordan-. Continúa.


- No es justo decir borrachera -dijo Pilar-. Porque estaban todavía muy lejos de hallarse borrachos. Pero habían cambiado, y cuando don Guillermo salió y se quedó allí, derecho, miope, con sus cabellos grises, su estatura no más que mediana, con una camisa que tenía un botón en el cuello, aunque no tenía cuello y cuando miró de frente, aunque no veía nada sin sus lentes, y empezó a andar con mucha calma, era como para inspirar piedad. Pero alguien gritó en las filas: "Por aquí, don Guillermo. Por aquí, don Guillermo. En esta dirección. Aquí tenemos todos sus productos."


»Se habían divertido tanto con don Faustino que no se daban cuenta de que don Guillermo era otra cosa y que si hacía falta matar a don Guillermo, era menester matarle en seguida y con dignidad.


»-Don Guillermo -gritó otro-, ¿quieres enviar a alguien a tu casa a buscar tus lentes?


»La casa de don Guillermo no era una casa, porque no tenía mucho dinero; don Guillermo era un fascista sólo por esnobismo y para consolarse de verse obligado a trabajar sin ganar gran cosa en su almacén de utensilios agrícolas. Era un fascista también por la religiosidad de su mujer, que compartía, como si fuera suya, por amor a ella. Don Guillermo vivía en un piso a poca distancia de la plaza. Y mientras don Guillermo estaba allí parado, mirando, con sus ojos miopes, las filas entre las cuales tenía que pasar, una mujer se puso a gritar desde el balcón del piso en donde vivía don Guillermo. Podía verle desde el balcón. Era su mujer.


»-Guillermo -gritaba-. Guillermo, espérame, voy contigo.


»Don Guillermo volvió la cabeza del lado de donde llegaban los gritos. No podía ver a su mujer. Quiso decir algo, pero no pudo. Entonces hizo una seña con la mano hacia donde su mujer le había llamado y se adelantó entre las filas.


»-Guillermo -gritaba ella-. Guillermo. Guillermo. -Se había agarrado con las manos al barandal del balcón y se balanceaba de alante atrás-. ¡Guillermo!


»Don Guillermo hizo otra señal con la mano en la dirección de donde llegaban las voces y se adelantó entre las filas con la cabeza erguida. No se hubiera podido decir lo que le estaba pasando más que por el color de su cara.


«Entonces, un borracho gritó: "Guillermo", imitando la voz aguda y rota de la mujer. Don Guillermo se arrojó sobre aquel hombre, ciego, sin ver, y las lágrimas le corrían por las mejillas. El hombre le dio un golpe con el bieldo en el rostro y, bajo el golpe, don Guillermo cayó al suelo sentado, y se quedó allí sentado, llorando, aunque no de miedo, mientras los borrachos le golpeaban; y un borracho saltó a caballo sobre sus espaldas y le golpeó, dándole con una botella. Después de eso, muchos abandonaron las filas y su lugar fue ocupado por los borrachos, que eran los que habían estado escandalizando y diciendo cosas de mal gusto desde las ventanas del Ayuntamiento.


»Yo me había quedado muy impresionada al ver a Pablo matar a los guardias civiles; fue una cosa muy fea, pero yo me decía: "Hay que hacerlo así. Así es como hay que hacerlo." Y, al menos, en ello no hubo crueldad; sólo les quitamos la vida, cosa que, como hemos aprendido en estos últimos años, es fea, pero también necesaria si queremos ganar y salvar a la República.


»Cuando se cerró la plaza y se formaron las filas, yo admiré y comprendí lo hecho como una idea de Pablo, que me parecía, sin embargo, un poco fantástica y me decía que todo aquello tenía que hacerse con buen gusto para que no fuese repugnante. Si los fascistas habían de ser ejecutados por el pueblo, era mejor, desde luego, que todo el pueblo tomase parte, y yo quería tomar parte y ser culpable como cualquier otro, ya que también esperaba participar en los beneficios cuando el pueblo fuera nuestro del todo. Pero después de lo de don Guillermo experimenté un sentimiento de vergüenza y de desagrado, y cuando los borrachos entraron en las filas y los otros empezaron a marcharse como protesta, yo hubiera querido no tener nada que ver con lo que estaba ocurriendo entre las filas y opté por alejarme. Crucé la plaza y me senté en un banco, debajo de los grandes árboles que daban sombra a la plaza.


»Dos campesinos de entre las filas venían hablando entre sí y uno de ellos me dijo: "¿Qué es lo que te pasa, Pilar?"


»-Nada, hombre -le respondí.


»-Sí -dijo-; habla, algo te pasa.


»-Creo que estoy harta de esto -le dije.


»-Nosotros también -dijo él, y se sentaron en el banco junto a mí. Había uno que llevaba una bota de vino y me la ofreció.


»-Mójate la boca -me dijo, y el otro siguiendo la conversación que habían comenzado, agregó-: Lo peor es que esto acarrea desgracia. Nadie me hará creer que cosas como, matar a don Guillermo de esta manera no traigan desgracia.


Entonces el otro dijo:


»-Si hace falta verdaderamente matarlos a todos, y no estoy seguro de que sea necesario, que se les mate al menos de una manera decente y sin burlarse de ellos.


»-La burla está justificada en el caso de don Faustino -dijo el otro-. Porque ha sido siempre un fantasmón y jamás un hombre serio. Pero burlarse de un hombre serio como don Guillermo no es justo.


»-Tengo llenas las tripas de todo esto -le dije, y era absolutamente verdad, porque sentía un verdadero malestar dentro de mí y sudores y náuseas como si hubiese comido pescado podrido.


»-Entonces, nada -dijo el primero-. No vamos a pringarnos más. Pero me pregunto qué es lo que pasa en los otros pueblos.


»-No han reparado todavía las líneas telefónicas -dije yo-. Va a haber que ocuparse de ello.


»-Claro -dijo el campesino-. ¿Quién sabe si no haríamos mejor ocupándonos de la defensa del pueblo en vez de asesinar a la gente con esa lentitud y esta brutalidad?


»-Voy a hablar de eso con Pablo -les dije, y me levanté del banco para ir a los porches que conducían a la puerta del Ayuntamiento, de donde salían las filas. Estas no tenían orden ni concierto, y había mucha borrachera y muy grave. Dos hombres estaban tumbados en el suelo y permanecían tendidos boca arriba, en medio de la plaza, pasándose una botella de uno a otro. Uno de ellos tomó un trago y gritó después: "Viva la anarquía", sin moverse del suelo, boca arriba, gritando como si fuera un loco. Llevaba un pañuelo negro y rojo en torno al cuello. El otro gritó: "Viva la libertad", y empezó a dar patadas en el aire, y luego gritó de nuevo: "Viva la libertad." Tenía también un pañuelo rojo y negro y lo agitaba con una mano, mientras que con la otra agitaba una botella.


»Un campesino que se había salido de las filas y se había puesto a la sombra de los porches los miraba disgustado, y dijo: "Debieran gritar: Viva la borrachera. No son capaces de creer en otra cosa."


»-No creen siquiera en eso -dijo otro campesino-. Esos no creen en nada ni comprenden nada.


»En aquel momento uno de los borrachos se puso de pie, levantó el brazo cerrando el puño por encima de su cabeza y gritó: "Viva la anarquía y la libertad y me c… en la leche de la República."


El otro borracho, que seguía aún en el suelo, atrapó por la pantorrilla al que gritaba y dio media vuelta, de modo que el borracho que gritaba cayó sobre él. Luego se sentó y el que había hecho caer a su amigo le pasó el brazo por el hombro, le tendió la botella, besó el pañuelo rojo y negro que llevaba y los dos bebieron juntos a morro.


«Justamente entonces se oyó un alarido en las filas y mirando hacia el porche no pude ver quién salía porque su cabeza no sobrepasaba las de los que se apretujaban delante de la puerta del Ayuntamiento. Todo lo que podía ver era que Pablo y Cuatrodedos empujaban a alguien con sus escopetas, aunque no llegaba a descubrir quién era; y me acerqué a las filas por la parte en donde se apretujaban contra la puerta para tratar de ver.


»Todos empujaban. Las sillas y las mesas del café de los fascistas habían sido derribadas, salvo una mesa, en donde había un borracho tumbado con la cabeza colgando y la boca abierta. Cogí una silla, la apoyé en uno de los pilares y me subí a lo alto para poder ver por encima de las cabezas.


El hombre que Pablo y Cuatrodedos empujaban era don Anastasio Rivas, un fascista indudable y el hombre más gordo del pueblo. Era tratante en granos y agente de varias Compañías de Seguros y prestaba además dinero a interés elevado. Yo, sobre mi silla, le veía bajar los escalones y adelantarse hacia las filas con su grueso cogote, que le rebosaba por encima del cuello de la camisa, y su cráneo calvo que brillaba al sol; pero ni siquiera tuvo tiempo para entrar en las filas, porque esta vez no hubo gritos, sino un alarido general. Fue un ruido muy feo. Todos los borrachos gritaban a un tiempo. Las filas se deshicieron y los hombres se precipitaron, y vi a don Anastasio tirarse al suelo, con las manos en la cabeza; después de esto no pude verle, porque los hombres se apilaron sobre él. Y cuando los hombres le dejaron, don Anastasio había muerto; le habían golpeado la cabeza contra los adoquines del pavimento bajo los porches; y ya no había filas, no había más que la multitud.


»-Vamos a entrar por ellos; vamos adentro.


»-Es demasiado pesado para cargar con él -dijo un hombre, dando un puntapié a don Anastasio, que estaba tendidoboca abajo-. Dejémosle aquí.


»-¿Para qué vamos a cargar con ese tonel de tripas hasta el barranco? Dejémosle aquí.


»-Entremos para acabar con los de dentro -gritó un hombre-. Vamos.


»-No merece la pena esperar todo un día al sol -gritó otro-. Vamos. Vamos.


»La muchedumbre se apretujaba debajo de los porches. Había gritos y empujones y gritaban todos como animales. Gritaban: "Abrid, abrid. Abrid." Porque los guardias habían cerrado las puertas del Ayuntamiento cuando las filas se habían roto.


«Subida en mi silla, podía ver a través de los barrotes de las ventanas del salón del Ayuntamiento, y en el interior todo seguía como antes. El cura estaba de pie; los que quedaban estaban de rodillas en semicírculo alrededor y todos rezaban. Pablo estaba sentado sobre la gran mesa, ante el sillón del alcalde, con la escopeta cruzada a la espalda. Estaba sentado con las piernas colgando y fumaba un cigarrillo. Todos los guardias estaban sentados en los sillones de los concejales, con sus fusiles. La llave de la puerta grande estaba sobre la mesa, al lado de Pablo.


»La muchedumbre gritaba: "A-brid. A-brid. A-brid…", como una cantinela, y Pablo permanecía allí, sentado, como si no se enterase de nada. Dijo algo al cura, pero no lo pude oír por culpa del gran alboroto de la muchedumbre.


El cura no le respondía y continuaba rezando. Acerqué más la silla al muro, porque las gentes que estaban detrás me empujaban. Volví a subirme. Tenía la cabeza pegada a la ventana y me sostenía con las manos sujetas a los barrotes. Un hombre quiso subir también sobre mi silla y subió, pasando sus brazos por encima de los míos y sujetándose a los barrotes más alejados.


»-La silla va a romperse -le dije.


»-¿Qué importa? -contestó él-. Míralos, míralos como rezan.


»Su aliento sobre mi cuello hedía como hiede la multitud, un olor agrio, como el vómito sobre el pavimento, y el olor de la borrachera, y fue entonces cuando metió la cabeza por entre los barrotes, por encima de mi espalda, y se puso a vociferar: "¡Abrid, abrid!" Y era como si tuviese a la mismísima multitud a mis espaldas en una especie de pesadilla.


»La multitud se apretaba contra la puerta y los que estaban delante eran aplastados por los otros, que empujaban desde atrás, y en la plaza, un borrachín de blusa negra, con un pañuelo rojo y negro en torno al cuello, llegó corriendo y se arrojó contra la muchedumbre y cayó de bruces al suelo; entonces se levantó, se echó para atrás, cogió carrerilla y volvió a lanzarse de nuevo contra las espaldas de los hombres que empujaban, gritando:" ¡Viva yo y viva la anarquía!"


»Mientras yo miraba, el hombre se alejó de la multitud, y fue a sentarse por su cuenta y se puso a beber de su botella, y mientras estaba sentado vio a don Anastasio, tendido en el pavimento, pero muy pisoteado, y entonces el borracho se levantó y se acercó a don Anastasio y le arrojó el contenido de la botella por la cabeza y por la ropa. Luego sacó una caja de cerillas del bolsillo y encendió varias, intentando prender fuego a don Anastasio, pero el viento soplaba con fuerza y apagaba las cerillas. Al cabo de un momento, el borracho se sentó junto a don Anastasio, moviendo la cabeza con tristeza y bebiendo de la botella, y de cuando en cuando se inclinaba sobre el cadáver y le daba golpecitos amistosos en la espalda.


»En todo ese tiempo la muchedumbre había seguido gritando que abrieran, y el hombre que estaba subido en mi silla se agarraba con todas sus fuerzas a los barrotes de la ventana, gritando también que abrieran, hasta que me dejó sorda con sus rugidos y con su aliento maloliente, que me echaba encima, y dejé de mirar al borracho que intentaba prender fuego a don Anastasio y empecé a mirar al interior del salón del Ayuntamiento, y todo continuaba como antes. Seguían rezando todos los hombres arrodillados, con la camisa abierta, unos con la cabeza inclinada, otros con la cabeza erguida, mirando al sacerdote y al crucifijo que el sacerdote tenía en sus manos; el sacerdote rezaba muy de prisa, mirando hacia lo alto, y detrás de ellos Pablo, con un cigarrillo encendido, estaba sentado sobre la mesa, balanceando las piernas, con el fusil a la espalda y jugando con la llave.


»Vi a Pablo inclinarse de nuevo para hablar al cura, pero no podía oír lo que hablaba por culpa de los gritos; pero el cura seguía sin responderle y seguía rezando. Un hombre se levantó en esos momentos del semicírculo de los que rezaban y vi que quería salir. Era don José Castro, a quien todos llamaban don Pepe, un fascista de tomo y lomo, tratante de caballos. Estaba allí, pequeño, con aire de enorme pulcritud, aun sin afeitar como iba, y con una chaqueta de pijama metida en un pantalón gris a rayas. Don Pepe besó el crucifijo, el cura le bendijo, y entonces don Pepe levantó la cabeza, miró a Pablo e hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta.


»Pablo le contestó con otro movimiento de cabeza, sin dejar de fumar. Podía ver yo que don Pepe le decía algo a Pablo; pero no podía oír lo que le decía. Pablo no respondió: movió simplemente la cabeza señalando a la puerta.


»Entonces vi a don Pepe volverse para mirar también a la puerta y me di cuenta de que no sabía que la puerta estaba cerrada con llave. Pablo le enseñó la llave y don Pepe se quedó mirándola un instante, y luego volvió a su sitio y se arrodilló. Vi al cura, que miraba a Pablo, y a Pablo, que, sonriendo, le enseñaba la llave y el cura pareció entonces darse cuenta por vez primera de que la puerta estaba cerrada con llave, y pareció que iba a decir algo, porque hizo como si fuera a mover la cabeza; pero la dejó caer adelante y se puso a rezar.


»No sé cómo se las habían arreglado hasta entonces para no comprender que la puerta estaba cerrada, a menos que estuviesen demasiado ocupados con sus rezos y con las cosas en que estaban pensando; pero al fin habían comprendido todos; comprendían lo que querían decir los gritos y debían de saber que todo había cambiado. Pero siguieron comportándose como antes.


»Los gritos se habían hecho tan fuertes, que no se oía nada. El borracho que estaba en la silla conmigo se puso a sacudir los barrotes y a vociferar: "¡Abrid! ¡Abrid!", hasta que se quedó ronco.


»Miré a Pablo, que en esos momentos hablaba de nuevo al cura y vi que el cura no respondía. Entonces vi a Pablo descolgarse la escopeta y dar al cura con ella en el hombro. El cura no le hizo caso y vi a Pablo mover la cabeza; luego, le vi hablar por encima del hombro a Cuatrodedos y a éste hablar con los otros guardias. Entonces los guardias se levantaron, se fueron al fondo del salón y se quedaron allí de pie, con sus fusiles.


»Vi a Pablo que decía algo a Cuatrodedos y Cuatrodedos que hacía correr las dos mesas, y los bancos, y a los guardias que se ponían detrás, con sus fusiles. Eso formaba una barricada en un rincón del salón. Pablo avanzó y volvió a dar al cura en el hombro con su escopeta, pero el cura no le hacía caso; vi que don Pepe le miraba, aunque los otros no ponían atención y seguían rezando. Pablo movió la cabeza, y cuando vio que don Pepe le miraba hizo un movimiento de cabeza, enseñándole la llave que tenía en la mano. Don Pepe lo entendió; inclinó el rostro y se puso a rezar muy de prisa.


»Pablo se bajó de la mesa y pasando por detrás de la larga mesa del Concejo, se sentó en el sillón del alcalde y lió un cigarrillo, sin quitar ojo a los fascistas, que seguían rezando con el cura. Su cara no tenía ninguna expresión. La llave estaba sobre la mesa delante de él. Era una gran llave de hierro de más de una cuarta de larga. Por fin Pablo gritó a los guardias, aunque yo no pude saber el qué y un guardia se acercó a la puerta. Vi que los que estaban rezando lo hacían más de prisa que antes y me di cuenta de que todos sabían ya lo que sucedía.


»Pablo dijo algo al cura, pero el cura no contestó. Entonces Pablo se echó hacia delante, cogió la llave y se la tiró por lo alto al guardia que estaba cerca de la puerta. El guardia la recogió y Pablo le hizo un guiño. Entonces el guardia puso la llave en la cerradura, dio media vuelta, tiró hacia sí de la puerta, y se puso a cubierto rápidamente detrás de ella antes de que la muchedumbre se colara dentro.


»Los vi entrar, y justamente en aquel momento, el borracho que estaba en la silla conmigo se puso a gritar: "¡Ahí! ¡Ahí!", y a estirar su cabeza hacia delante, de modo que yo no podía ver nada, mientras él vociferaba: "¡Matadlos! ¡Matadlos! ¡Matadlos a palos! ¡Matadlos!", y me apartaba con sus brazos, sin dejarme que viese nada.


»Le hundí el codo en la barriga y le dije: "So borracho, ¿de quién es esta silla? Déjame mirar." Pero él seguía sacudiendo los brazos atrás y adelante, y con las manos sujetas a los barrotes gritaba: "¡Matadlos! ¡Matadlos a palos! ¡Matadlos a palos! ¡Eso es, a palos! ¡Matadlos! ¡Cabrones! ¡Cabrones! ¡Cabrones!"


»Le di un codazo y le dije: "El cabrón eres tú. ¡Borracho! Déjame mirar."


El me puso las manos en la cabeza para auparse y ver mejor, y, apoyándose con todo su peso sobre mi cabeza, continuaba gritando: "¡Matadlos a palos! ¡Eso es! ¡A palos!"


»-A palos había que matarte -le dije, y le metí el codo con fuerza por donde podía hacerle más daño; y se lo hice. Me apartó las manos de la cabeza y se las puso en donde le dolía, diciendo: "No hay derecho, mujer. No tienes derecho a hacer eso, mujer." Y, mirando por entre los barrotes, vi el salón lleno de hombres, que golpeaban con palos y con bieldos y que seguían golpeando y golpeando con las horcas de madera blanca que ya estaba roja y habían perdido los dientes, y que siguieron golpeando por todo el salón, mientras Pablo permanecía sentado en el gran sillón, con su escopeta sobre las rodillas, mirando, y los gritos, y los golpes, y las heridas se iban sucediendo, y los hombres gritaban como los caballos gritan en un incendio. Vi al cura con la sotana remangada que trepaba por un banco y vi a los que le perseguían, que le daban con hoces y garfios, y vi a uno que le cogía por la sotana, y se oyó un alarido, y otro alarido, y vi a dos hombres que le metían las hoces en la espalda y a un tercero que le sujetaba de la sotana y al cura que, levantando los brazos, trataba de agarrarse al respaldo de una silla, y entonces la silla en que yo estaba se rompió y el borracho y yo nos vimos en el suelo entre el hedor a vino derramado y la vomitona; y el borracho me señalaba con el dedo, diciendo: "No hay derecho, mujer; no hay derecho. Hubieras podido dejarme inútil." Y las gentes nos pisoteaban para entrar en el salón del Ayuntamiento. Y todo lo que entonces podía ver eran las piernas de las gentes que entraban por la puerta y al borracho, sentado en el suelo frente a mí, que se llevaba las manos a donde yo le había metido el codo.


»Fue así como se acabó con los fascistas en nuestro pueblo y me sentí contenta por no haber visto más. De no ser por aquel borracho, lo hubiera visto todo. De manera que en definitiva sirvió para algo bueno, ya que lo que pasó en el Ayuntamiento fue algo de un estilo que una hubiera lamentado después haber visto.


»Pero el otro borracho, el que estaba en la plaza, era algo todavía más raro. Cuando nos levantamos, después de haber roto la silla, mientras las gentes seguían empujándose para entrar en el Ayuntamiento, vi a ese borracho, con su pañuelo rojo y negro, que echaba algo sobre don Anastasio. Movía la cabeza a uno y otro lado y le costaba mucho trabajo permanecer sentado; pero echaba algo y encendía cerillas, y volvía a echarlo y volvía a encender, y me acerqué a él y le dije: "¿Qué es lo que haces, sinvergüenza?" "Nada, mujer, nada -contestó-. Déjame en paz."


»Entonces, quizá porque yo estuviera allí de pie a su lado y mis piernas hicieran de pantalla contra el viento, la cerilla prendió y una llama azul empezó a correr por los hombros de la chaqueta de don Anastasio y por debajo de la nuca, y el borracho levantó la cabeza y se puso a gritar con una voz estentórea: "Están quemando a los muertos."


- ¿Quién? -preguntó alguien.


»-¿Dónde?-preguntó otro.


»-Aquí -vociferó el borracho-. Aquí precisamente.


»Entonces alguien dio al borracho un golpe en la cabeza con un bieldo, y el borracho cayó de espaldas; se quedó tendido en el suelo y miró al hombre que le había golpeado, y luego cerró los ojos y cruzó las manos sobre el pecho; y siguió tendido allí, junto a don Anastasio, como si se hubiese quedado dormido. El hombre no volvió a golpearle pero el borracho siguió allí, y estaba allí todavía cuando se recogió a don Anastasio y se le puso con los otros en la carreta que los llevó a todos hasta el borde del barranco, y aquella misma noche se tiró a ellos con los otros en la limpieza que despues se hizo en el Ayuntamiento. Hubiera sido mejor para el pueblo que hubiesen arrojado por la barranca a veinte o treinta borrachos, sobre todo los de los pañuelos rojos y negros, y si tenemos que hacer otra revolución creo que habrá que empezar por arrojarlos a ellos. Pero eso no lo sabíamos todavía por entonces. Lo aprendimos en los días siguientes.


»Aquella noche no se sabía lo que iba a pasar. Después de la matanza del Ayuntamiento no hubo más muertes; pero no pudimos celebrar la reunión, porque había demasiados borrachos. Era imposible conseguir el orden necesario, de manera que la reunión se aplazó para el día siguiente.


»Aquella noche dormí con Pablo. No debiera decir esto delante de ti, guapa, pero, por otra parte, es bueno que lo sepas todo, y por lo menos, lo que yo te digo es la verdad. Oye esto, inglés, que es muy curioso.


»Como digo, aquella noche cenamos y fue muy curioso. Era como después de una tormenta o de una inundación o de una batalla, y todo el mundo estaba cansado y nadie hablaba mucho. Pero yo me sentía vacía y nada bien; me sentía llena de vergüenza, con la sensación de haber obrado mal; tenía un gran ahogo y un presentimiento de que vendrían cosas malas, como esta mañana, después de los aviones. Y claro es que llegó lo malo. Llegó al cabo de tres días.


»Pablo, mientras comíamos, habló muy poco.


»-¿Te ha gustado, Pilar? -me preguntó, al fin, con la boca llena de cabrito asado. Comíamos en la posada de donde salen los autocares, y la sala estaba llena; las gentes cantaban y el servicio era escaso.


»-No -dije-. Salvo lo de don Faustino, no me gustó nada.


»-A mí me gustó -dijo Pablo.


»-¿Todo? -pregunté yo.


»-Todo -dijo, y se cortó un gran pedazo dé pan con su cuchillo y se puso a mojar la salsa-. Todo, menos lo del cura.


»-¿No te gustó el cura? -le pregunté, sabiendo que odiaba a los curas aún más que a los fascistas.


»-No, el cura me ha decepcionado -dijo Pablo tristemente.


»Había tanta gente que cantaba, que teníamos que gritar para oírnos el uno al otro.


»-¿Por qué?


»-Murió muy mal -contestó Pablo-. Tuvo muy poca dignidad.


»-¿Cómo querías que tuviese dignidad mientras la gente le daba caza? -le pregunté-. Me parece que estuvo todo el tiempo con mucha dignidad. Toda la dignidad que se puede tener en semejantes momentos.


»-Sí -dijo Pablo-; pero en el último momento tuvo miedo.


»-¿Y quién no hubiera tenido miedo? -pregunté yo-. ¿No viste con qué le golpeaban?


»-¿Cómo no iba a verlo? -preguntó Pablo-. Pero encuentro que murió muy mal.


»-En semejantes condiciones, todo el mundo hubiese muerto muy mal -le dije-. ¿Qué más quieres? Todo lo que pasó en el Ayuntamiento fue una cosa muy fea.


»-Sí -contestó Pablo-; no hubo mucha organización. Pero un cura debería haber dado ejemplo.


»-Creí que odiabas a los curas -le dije.


»-Sí -contestó Pablo, y se cortó más pan-; pero un cura español debería haber muerto bien.


»-Pienso que ha muerto bastante bien -dije yo-, para haber estado privado de toda formalidad.


»-No -dijo Pablo-; yo me he llevado un chasco. Todo el día estuve esperando la muerte del cura. Pensaba que sería el último que entrase en las filas. Lo esperaba con mucha impaciencia. Lo esperaba como una culminación. No había visto nunca morir a un cura.


»-Todavía tienes tiempo -le dije yo, irónicamente-: el Movimiento acaba de empezar hoy.


»-No -dijo él-; me siento chasqueado.


»-Ahora -dije- supongo que vas a perder la fe.


»-No lo comprendes, Pilar -dijo él-. Era un cura español.


»-¡Qué pueblo, eh, los españoles! ¡Ah, qué pueblo tan orgulloso! ¿No es así, inglés? ¡Qué pueblo!»


- Habrá que marcharse -dijo Robert Jordan. Levantó los ojos al sol-. Es casi mediodía.


- Sí -contestó Pilar-. Vamos a marcharnos ahora mismo. Pero déjame contarte lo que pasó con Pablo. Aquella misma noche me dijo: "Pilar, esta noche no vamos a hacer nada."


»-Bueno -le dije yo-; me parece muy bien.


»-Encuentro que sería de mal gusto, después de haber matado a tanta gente.


»-¡Qué va! -dije yo-. ¡Qué santo estás hecho! ¿No sabes que he vivido muchos años con toreros, para ignorar cómo se sienten después de la corrida?


»-¿Es eso cierto, Pilar? -me preguntó.


»-¿Te he engañado yo alguna vez? -le pregunté.


»-Es cierto, Pilar. Soy un hombre acabado esta noche. ¿No te enfadas conmigo?


»-No, hombre -le dije-; pero no mates hombres todos los días, Pablo.


»Y durmió aquella noche como un bendito y tuve que despertarle al día siguiente de madrugada. Pero yo no pude dormir durante toda la noche. Me levanté y estuve sentada en un sillón. Miré por la ventana y vi la plaza, iluminada por la luna, donde habían estado las filas; y al otro lado de la plaza vi los árboles brillando a la luz de la luna y la oscuridad de su sombra. Los bancos, iluminados también por la luna; los cascos de botellas que brillaban y el borde del barranco por donde los habían arrojado. No había ruido, solamente se oía el rumor de la fuente y permanecí allí sentada, pensando que habíamos empezado muy mal.


»La ventana estaba abierta y al otro lado de la plaza, frente a la fonda, oí a una mujer que lloraba. Salí con los pies descalzos al balcón. La luna iluminaba todas las fachadas del la plaza y el llanto provenía del balcón de la casa de don Guillermo. Era su mujer. Estaba en el balcón arrodillada,! y lloraba.


»Entonces volví a meterme en la habitación, volví a sentarme y no tuve ganas de pensar siquiera, porque aquél fue el día más malo de mi vida hasta que vino otro peor.


- ¿Y cuál fue el otro? -preguntó María.


- Tres días después, cuando los fascistas tomaron el pueblo.


- No me lo cuentes -dijo María-. No quiero oírlo. Ya tengo bastante. Hasta demasiado.]


- Ya te había advertido que no debías escuchar -dijo Pilar-. ¿No? No quería que escuchases. Ahora vas a tener pesadillas.


- No -dijo María-; pero no quiero oír más.


- Tendrás que contarme eso en otra ocasión -dijo Robert Jordan.


- Sí -contestó Pilar-. Pero no es bueno para María.


- No quiero oírlo -dijo María, quejumbrosa-; te lo ruego, Pilar. No lo cuentes cuando yo esté delante, porque podría oírlo aunque no quisiera.


Sus labios temblaban y el inglés creyó que iba a llorar.


- Por favor, Pilar, no cuentes más.


- No tengas cuidado, rapadita -dijo Pilar-. No tengas cuidado. Se lo contaré al inglés otro día.


- Pero estaré yo también cuando se lo cuentes. No lo cuentes, Pilar; no lo cuentes nunca.


- Se lo contaré mientras tú trabajas.


- No, no; por favor. No hablemos más de eso -dijo María.


- Lo justo sería que yo contara eso también, ya que he contado lo que hicimos nosotros. Pero no lo oirás, te lo prometo.


- ¿Es que no hay nada agradable que pueda contarse? -preguntó María-. ¿Es que tenemos que hablar siempre de horrores?


- Espera a la tarde -dijo Pilar-; el inglés y tú podréis hablar de lo que os guste, los dos solitos.


- Entonces, que venga la tarde -dijo María-; que venga en seguida.


- Ya vendrá -contestó Pilar-. Vendrá muy de prisa y se irá en seguida, y llegará mañana, y mañana pasará muy de prisa también.


- Que llegue la tarde -dijo María-; la tarde; que llegue la tarde en seguida.


Capítulo once





Cuando iban subiendo, a la sombra todavía de los pinos, después de haber descendido de la alta pradera al valle y de haber vuelto a ascender por una senda que corría paralela al río, para trepar después por una escarpada cuesta hasta lo más alto de una formación rocosa, les salió al paso un hombre con una carabina.


- ¡¡Alto! -gritó. Y luego-: ¡Hola, Pilar! ¿Quién viene contigo?


- Un inglés -dijo Pilar-. Pero de nombre cristiano: Roberto. ¡Y qué m… de cuesta hay que subir para llegar hasta aquí!


- Salud, camarada -dijo el centinela a Robert Jordan, tendiéndole la mano-. ¿Cómo te va?


- Bien -contestó Robert Jordan-. ¿Y a ti?


- A mí también -dijo el centinela.


Era un muchacho muy joven, de rostro delgado, huesudo, la nariz un tanto aguileña, pómulos altos y ojos grises. No llevaba nada en la cabeza y tenía el cabello negro y ensortijado. Tendió la mano de manera amistosa y cordial, con la misma chispa de cordialidad en los ojos.


- Buenos días, María -dijo a la muchacha-. ¿Te has cansado mucho?


- ¡Qué va, Joaquín! -contestó la muchacha-. Nos hemos parado para hablar más de lo que hemos andado.


- ¿Eres tú el dinamitero? -preguntó Joaquín-. Nos han dicho que andabas por aquí.


- He pasado la noche en el refugio de Pablo -dijo Robert Jordan-. Sí, yo soy el dinamitero.


- Me alegro de verte -dijo Joaquín-. ¿Has venido para algún tren?


- ¿Estuviste en el último tren? -preguntó Robert Jordan sonriendo a manera de respuesta.


- Que si estuve -contestó Joaquín-; allí fue en donde encontramos esto -e hizo un guiño a María-. Chica, estás muy guapa ahora. ¿Te han dicho lo guapa que estás?


- Cállate, Joaquín -dijo María-. Tú sí que estarías guapo si te cortaras el pelo.


- Te llevé a hombros. ¿No te acuerdas? Te llevé a hombros.


- Como tantos otros -dijo Pilar, con su vozarrón-. ¿Quién fue el que no la llevó? ¿Dónde está el viejo?


- En el campamento.


- ¿En dónde estuvo ayer por la noche?


- En Segovia.


- ¿Ha traído noticias?


- Sí -contestó Joaquín-. Hay cosas nuevas.


- ¿Buenas o malas?


- Me parece que malas.


- ¿Habéis visto los aviones?


- ¡Ay! -dijo Joaquín, moviendo la cabeza-. No me hables de eso. Camarada dinamitero, ¿qué clase de aviones eran?


- «Heinkel 111» los bombarderos; «Heinkel» y «Fiat» los cazas -respondió Jordan.


- Y los grandes, con las alas bajas, ¿qué eran?


- Esos eran los «Heinkel 111».


- Que los llamen como quieran, son malos de todas maneras -dijo Joaquín-. Pero os estoy entreteniendo. Voy a llevaros al comandante.


- ¿El comandante? -preguntó Pilar, asombrada.


Joaquín asintió con la cabeza, seriamente.


- Me gusta más que jefe -dijo-. Es más militar.


- Te militarizas mucho tú -dijo Pilar, riendo.


- No -contestó Joaquín, riendo también-; pero me gustan las palabras militares, porque las órdenes son más claras y es mejor para la disciplina.


- Aquí hay uno de tu estilo, inglés -dijo Pilar-. Este es un chico muy serio.


- ¿Quieres que te lleve a brazos? -preguntó Joaquín a la muchacha pasándole un brazo por el cuello y acercándole la cara.


- Con una vez, tengo bastante -dijo María-. De todos modos, muchas gracias.


- ¿Te acuerdas todavía? -le preguntó Joaquín.


- Me acuerdo de que me llevaban -contestó María-; ¡pero no me acuerdo de ti. Me acuerdo del gitano, porque me dejó caer muchas veces. De todas formas, muchas gracias, Joaquín; uno de estos días te llevaré yo.


- Pues yo me acuerdo muy bien -dijo Joaquín-. Me acuerdo de que te tenía sujeta por las piernas con la tripa apoyada en el hombro y la cabeza a la espalda y los brazos colgando.


- Tienes mucha memoria -dijo María, sonriendo-. Yo no me acuerdo de nada de eso. Ni de tus brazos, ni de tus hombros, ni de tu espalda.


- ¿Quieres que te diga una cosa? -preguntó Joaquín.


- ¿Qué cosa?


- Me gustaba mucho llevarte a la espalda, porque nos tiraban por detrás. '


- ¡Qué cerdo! -dijo María-. ¿Sería por eso por lo que el gitano me llevó tanto rato?


- Por eso y por sostenerte de las piernas.


- ¡Qué héroes! -dijo María-. ¡Qué salvadores!


- Escucha, guapa -dijo Pilar-, este chico te llevó mucho rato. Y en aquel momento tus piernas no decían nada a nadie. En aquel momento eran las balas las que lo decían todo. Y si te hubiese dejado en el suelo, hubiera estado pronto lejos del alcance de las balas.


- Ya le he dado las gracias -dijo María-. Y le llevaré a hombros uno de estos días. Déjanos reír un poco, Pilar; no voy allorarporquemehaya llevado; ¿no?


- No, si yo te hubiera dejado caer también -dijo Joaquín, siguiendo la broma-; pero tenía miedo de que Pilar me matase.


- Yo no mato a nadie -dijo Pilar.


- No hace falta -contestó Joaquín-; no hace falta. Lo matas de miedo, sólo con que abras la boca.


- Vaya una manera de hablar -dijo Pilar-; tú, que eras antes un muchacho tan educado. ¿Qué hacías tú antes del Movimiento, chico?


- Poca cosa -dijo Joaquín-. Tenía dieciséis años.


- Pero ¿qué hacías?


- Algunos zapatos, de vez en cuando.


- ¿Los fabricabas?


- No, los lustraba.


¡Qué va! -dijo Pilar-; eso no es todo -y se quedó mirando la cara atezada del muchacho; su estampa garbosa, su mata de pelo y su modo de andar-. ¿Por qué fracasaste?


- ¿Fracasar en qué?


- ¿En qué? Sabes bien de qué hablo. Te estás dejando crecer la coleta.


- Creo que fue el miedo -dijo el muchacho.


- Tienes buena estampa -dijo Pilar-; pero la estampa no vale para nada. Entonces fue el miedo, ¿no? Sin embargo, estuviste muy bien en lo del tren.


- Ya no tengo miedo ahora a los toros -dijo el chico-; a ninguno. He visto toros peores y más peligrosos. Seguro que no hay toro tan peligroso como una ametralladora. Pero si estuviese ahora en la plaza, no sé si sería dueño de mis piernas.


- Quería ser torero -explicó Pilar a Robert Jordan-; pero tenía miedo.


- ¿Te gustan a ti los toros, camarada dinamitero? -preguntó Joaquín, dejando ver al sonreír una dentadura blanquísima.


- Mucho -contestó Robert Jordan-. Muchísimo.


- ¿Has visto los toros de Valladolid? -preguntó Joaquín.


- Sí, en septiembre, en la feria.


- Valladolid es mi pueblo -dijo Joaquín-. ¡Y qué pueblo tan bonito! Pero, ¡cuánto ha sufrido la buena gente de ese pueblo durante la guerra! -Luego se puso serio.- Fusilaron a mi padre, a mi madre, a mi cuñada y, ahora, han fusilado a mi hermana.


- ¡Qué bárbaros! -dijo Robert Jordan. ¡Cuántas veces había oído decir eso! ¡Cuántas veces había visto a las gentes pronunciar aquellas palabras con dificultad! ¡Cuántas veces había visto llenárseles de lágrimas los ojos y oprimírseles la garganta para decir con esfuerzo: Mi padre o mi madre o mi hermano o mi hermana…! No podía acordarse de cuántas veces los había oído mencionar a sus muertos de esa forma. Casi siempre hablaban las gentes como el muchacho, de golpe y a propósito del nombre de un pueblo; y siempre había que responder: ¡Qué bárbaros!


Hablaban solamente de las pérdidas; no contaban la forma cómo había caído el padre, como lo había hecho Pilar diciendo el modo en que habían muerto los fascistas en la historia que le contó al pie del arroyo. Se sabía todo lo más que el padre había muerto en el patio o contra alguna tapia o en algún campo o en un huerto, o por la noche, a la luz de los faros de un camión y a un lado del camino. Se veían las luces del coche en la carretera desde el monte y se oían los tiros, y luego se bajaba a recoger los cadáveres. No se veía! fusilar a la madre ni a la hermana ni al hermano; se oía. Se oían los tiros y después se encontraban los cadáveres.


Pero Pilar se lo había hecho ver en las escenas ocurridas! en aquel pueblo.


Si aquella mujer supiera escribir… Trataría de acordarse! de su relato, y si tenía la suerte de recordarlo bien, podría] transcribirlo tal y como se lo había referido. ¡Dios, qué bien contaba las cosas aquella mujer! «Era mejor que Quevedo»,! pensó. Quevedo no ha descrito nunca la muerte de ningún don Faustino como ella la ha descrito. «Querría escribir lo! suficientemente bien para reproducir esa historia», siguió! pensando. «Lo que nosotros hemos hecho. No lo que nos han hecho los otros.» De eso ya sabía él bastante. Sabía mucho de lo que pasaba detrás de las líneas. Pero había que conocer antes a las gentes. Hacía falta saber lo que habían sido antes en su pueblo.


«A causa de nuestra movilidad y porque nunca hemos sido! obligados a permanecer en el sitio en donde hacemos el trabajo para recibir el castigo, nunca sabemos cómo acaban las cosas en realidad -siguió pensando-. Está uno en casa de un campesino con su familia. Llega uno por la noche y cena uno con ellos. De día se oculta uno y a la noche siguiente uno se marcha. Hace uno su trabajo y se va. Si se vuelve a pasar por allí, uno se entera de que todos han sido fusilados. Tan sencillo como todo eso.


Pero cuando sucedían esas cosas uno se había marchado. Los partizans hacían el daño y se esfumaban. Los campesinos se quedaban y recibían el castigo. «Siempre he sabido lo que les pasó a los otros -pensó-. Lo que les hicimos nosotros al comienzo. Siempre lo he sabido y me ha inspirado horror. He oído hablar de ello con vergüenza y sin vergüenza, enorgulleciéndose de ello y haciendo alarde, defendiéndolo, explicándolo y hasta negándolo. Pero esa condenada mujer me lo ha hecho ver como si yo hubiese estado allí.»


«Bueno -pensó-, eso forma parte de la educación de uno. Será toda una educación cuando esto haya concluido. Se aprende mucho en esta guerra, si se presta atención.» El había aprendido mucho, desde luego. Había tenido suerte pasando parte de los diez últimos años en España antes de la guerra. Las gentes tienen confianza en ti si hablas su lengua, sobre todo. Confían en ti si hablas bien su lengua, la lengua de todos los días y si conoces las distintas regiones del país. El español no es leal, en fin de cuentas, más que a su pueblo. España entra evidentemente en primer lugar, luego su tribu, después su provincia, más tarde su pueblo, luego su familia y, finalmente, su trabajo. Si hablas español se muéstran predispuestos a favor tuyo; si se conoce su provincia es mucho mejor; pero si conoces su pueblo y su trabajo habrás ido todo lo lejos que un extranjero puede ir. Jordan no se sentía nunca extranjero en España y ellos no le trataban realmente como extranjero; sólo lo hacían cuando se rebelaban contra él.


Por supuesto que se volvían a veces contra él. Incluso lo hacían a menudo, pero eso era cosa corriente; lo hacían entre ellos. No había sino juntar a tres y dos se unían en seguida contra uno y luego, los dos que quedaban, empezaban en seguida a traicionarse mutuamente. No es que sucediera siempre, pero sí con la suficiente frecuencia como para tomar en consideración un gran número de casos y sacar una consecuencia apropiada.


No estaba bien pensar así; pero ¿quién censuraba sus pensamientos? Nadie, salvo él mismo. No creía que pensar en ello fuese derrotismo. Lo primero era ganar la guerra. Si no ganaban aquella guerra, todo estaba perdido. Pero, entretanto, él observaba, escuchaba y quería acordarse de todo. Estaba. sirviendo en una guerra y ponía en su servicio una lealtad absoluta y una actividad todo lo completa que le era posible mientras estaba sirviendo. Pero su pensamiento le pertenecía a él, de la misma manera que su capacidad de ver y de oír, y si tenía luego que hacer algún juicio, tendría que echar mano de todo ello. Habría mucha materia luego para sacarle jugo. Ya había materia suficiente. A veces había hasta ' demasiada.; «Mira a esa mujer -se dijo-. Pase lo que pase, si tengo tiempo, he de hacer que me cuente el resto de esa historia. Mírala caminando junto a esos dos chicos; no sería posible hallar tres figuras españolas más típicas. Ella es como una montaña y el chico y la chica son como arbolitos jóvenes. Los árboles viejos son abatidos y los jóvenes crecen derechos y hermosos, como ésos. Y a pesar de todo lo que les ha pasado, parecen tan frescos, tan limpios, tan sin mancha como si nunca hubiesen oído hablar siquiera de ninguna desventura. Pero, según Pilar, María solamente ahora está empezando a rehacerse. Ha debido de pasar por momentos terribles.»


Se acordó del chico belga de la 11 brigada que se había alistado con otros cinco muchachos de su pueblo. Era de un pueblo de unos doscientos habitantes y el muchacho no había salido nunca de su pueblo. La primera vez que Jordan vio al chico fue en el Estado Mayor de la Brigada de Hans y los otros cinco muchachos de su pueblo ya habían muerto y el muchacho estaba en tan malas condiciones que le empleaban como ordenanza para servir la mesa del Estado Mayor. Tenía una cara grande, redonda, de flamenco, y manazas enormes y torpes de campesino; y llevaba los platos con la misma pesadez y torpeza que un caballo de tiro. Además, se pasaba el tiempo llorando. Se pasaba el tiempo llorando durante la comida.


Levantabas la cabeza y le veías a punto de romper a llorar, i Le pedías vino y lloraba; le pasabas el plato para que te sirviera estofado y lloraba, volviendo la cabeza. Luego se callaba. Pero si volvías a mirarle, las lágrimas volvían a correrle por la cara. Entre plato y plato, lloraba en la cocina. Todo el mundo era muy cariñoso con él, pero no servía de nada. Había que enterarse, pensó Jordan, de si el muchacho había mejorado y si era capaz de nuevo de empuñar las armas.


María, por el momento, parecía estar bastante recobrada. Al menos, así lo parecía. Pero él no era buen psiquiatra. La psiquiatra era Pilar. Probablemente fue bueno para ellos el haber pasado juntos la noche anterior. Sí, a menos que no acabase todo de repente. Para él, por lo menos, fue bueno. Se sentía en condiciones inmejorables, sano, bueno, despreocupado y feliz. Las cosas se presentaban bastante mal, pero había tenido mucha suerte. Había estado en otras que tambien se presentaban mal. Presentarse… Estaba pensando en español. María era realmente encantadora.


«Mírala -se dijo-. Mírala.»


La veía andar alegremente al sol, con su camisa caqui desabrochada. «Se movía como un potrito, pensó. No tropiezas a menudo con cosas como ésta. Estas cosas no suceden en la vida real. Quizá no te hayan sucedido tampoco. Quizás estés soñando o inventándolas y en realidad no hayan sucedido. Quizá sean como esos sueños que has tenido cuando has ido al cine y te vas luego a la cama y sueñas de una manera tan bonita.» Había dormido con todas ellas así, mientras soñaba. Podía acordarse aún de la Garbo y de la Harlow. Sí, la Harlow le visitaba muchas veces. Quizá todo aquello fuera como esos sueños.


Aún se acordaba de la noche en que la Garbo se le apareció en la cama, la víspera del ataque a Pozoblanco; Greta llevaba un jersey de lana, muy suave al tacto, y cuando él la estrechó en sus brazos, ella se refugió en él y sus cabellos le rozaron suavemente la cara y le preguntó por qué no le había dicho antes que la quería, siendo así que ella le quería desde mucho tiempo atrás. No se mostró tímida ni distante ni fría. Se ofreció tan adorable y hermosa como en los viejos días en que andaba con John Gilbert, y todo fue tan real como si realmente hubiera sucedido; y la amó mucho más que a la Harlow, aunque la Garbo no se le presentó más que una vez, en tanto que la Harlow… Bueno, quizás estuviera soñando todavía.


«Pero quizá no lo estuviera», se dijo. Quizá pudiera alargar la mano en aquellos momentos y tocar a aquella María. «Puede que lo que te ocurra es que tengas miedo de hacerlo, no vaya a ocurrir que descubras que no ha ocurrido nunca, que no es real, que todo es pura imaginación, como esos sueños de las artistas de cine o como la aparición de todas las muchachas de antes, que venían a dormir en el saco por la noche] sobre el santo suelo, sobre la paja de los graneros, en los establos, los corrales y los cortijos; en los bosques, los garajes y los camiones, así como en todas las montañas de España.» Todas acudían a dormir bajo esa manta cuando él estaba durmiendo y todas parecían mucho más bonitas de lo que eran en la vida real. Era posible que ahora le estuviese ocurriendo lo mismo. «Es posible que tengas miedo de tocarla para comprobar si es real -se dijo-. Es posible que si intentaras tocarla descubrieras que todo no es más que un sueño.


Dio-un paso para cruzar al otro lado del sendero y puso su mano en el brazo de la muchacha. Bajo sus dedos sintió la suavidad de su piel debajo de la tela de la ajada camisa. La chica le miró y sonrió. «


- Hola, María -dijo.


- Hola, inglés -contestó ella, y pudo ver su cara morena y sus ojos verdegrís y sus labios que le sonreían, y el cabello cortado, dorado por el sol. Levantó la cara y le sonrió mirándolé a los ojos. Sí, era verdad.


Estaban ya a la vista del campamento del Sordo, al final] del pinar, en una garganta en forma de palangana volcada.'! «Todas estas cuencas calizas tienen que estar llenas de cuevas -pensó-. Allí mismo veo dos. Los pinos bajos que crecen entre las rocas, las ocultan bien. Este es un lugar tan bueno o mejor que el escondrijo de Pablo.


- ¿Y cómo fue el fusilamiento de tu familia? -preguntó Pilar a Joaquín.


- Pues, nada, mujer -contestó Joaquín-; eran de izquierdas, como muchos otros de Valladolid. Cuando los fascistas depuraron el pueblo, fusilaron primero a mi padre.


Había votado a los socialistas. Luego fusilaron a mi madre; había votado también a los socialistas. Era la primera vez que votaba en su vida. Después fusilaron al marido de una de mis hermanas. Era miembro del Sindicato de conductores de tranvías. No podía conducir un tranvía sin pertenecer al Sindicato, naturalmente. Pero no le importaba la política. Yo le conocía bien. Era, incluso, un poco sinvergüenza. No creo que hubiera sido un buen camarada. Luego, el marido de la otra chica, de mi otra hermana, que era también tranviario, se fue al monte como yo. Ellos supusieron que mi hermana sabía dónde se escondía; pero mi hermana no lo sabía. Así es que la mataron porque no quiso decir nada.


- ¡Qué barbaridad! -dijo Pilar-. Pero, ¿dónde está el Sordo? No le veo.


- Está ahí. Debe de estar dentro -respondió Joaquín, y, deteniéndose y apoyando la culata del fusil en el suelo, dijo-: Pilar, óyeme, y tú, María; perdonadme si os he molestado hablándoos de mi familia. Ya sé que todo el mundo tiene las mismas penas y que más vale no hablar de ello.


- Vale más hablar -dijo Pilar-. ¿Para qué se ha nacido, si no es para ayudarnos los unos a los otros? Y escuchar y no decir nada es una ayuda bien pobre.


- Pero todo eso ha podido ser molesto para María. Ya tiene bastante con lo suyo.


- ¡Qué va! -dijo María-. Tengo un cántaro tan grande que puedes vaciar dentro tus penas sin llenarlo. Pero me duele lo que me dices, Joaquín, y espero que tu otra hermana esté bien.


- Hasta ahora está bien -dijo Joaquín-. La han metido en la cárcel, pero parece que no la maltratan mucho.


- ¿Tienes otros parientes? -preguntó Robert Jordan.


- No -dijo el muchacho-. Yo no tengo a nadie más. Salvo el cuñado que se fue a los montes y que creo que ha muerto.


- Puede que esté bien -dijo María-. Quizás esté con alguna banda por las montañas.


- Para mí que está muerto -dijo Joaquín-. Nunca fue muy fuerte y era conductor de tranvías; no es una preparación muy buena para el monte. No creo que haya podido durar más de un año. Además, estaba un poco malo del pecho.


- Puede ser que, a pesar de todo, esté muy bien -dijo María, pasando el brazo por las espaldas de Joaquín.


- Claro, chica; puede que tengas razón -dijo él.


Como el muchacho se había quedado allí parado, María se empinó, le pasó el brazo alrededor del cuello y le abrazó. Joaquín apartó la cabeza, porque estaba llorando.


- Lo hago como si fueras mi hermano -dijo María-. Te abrazo como si fueras mi hermano.


El muchacho aseveró con la cabeza, llorando, sin hacer ruido.


- Yo soy como si fuera tu hermana -le dijo María-. Te quiero mucho y es como si fuera de tu familia. Todos somos una familia.


- Incluido el inglés -dijo Pilar, con voz de trueno-; ¿no es así, inglés?


- Sí -dijo Jordan, dirigiéndose al muchacho-; somos todos una familia, Joaquín.


- Este es tu hermano -dijo Pilar-; ¿no es verdad, inglés?


Robert Jordan pasó el brazo por los hombros del muchacho.


- Somos todos tus hermanos -dijo. Joaquín aseveró con la cabeza.


- Me da vergüenza haber hablado -dijo-. Hablar de semejantes asuntos no hace más que dificultar las cosas a todo el mundo. Me da vergüenza haberos molestado.


- Vete a la m… con tu vergüenza -dijo Pilar, con su hermosa voz profunda-. Y si María te besa otra vez, voy a besarte también yo. Hace años que no he besado a ningún torero, aunque sea un fracasado como tú. Me gustaría besar al un torero fracasado que se ha vuelto comunista. Sujétale bien,! inglés, que voy a darle un beso como una catedral.


- ¡Deja! -dijo el chico, y volvió la cabeza bruscamente-. Dejadme tranquilo. No me pasa nada y siento haber hablado.


Estaba allí parado, tratando de dominar la expresión de su rostro. María cogió de la mano a Robert Jordan. Pilar, parada en medio del camino, puesta en jarras, miraba al muchacho con aire burlón.


- Cuando yo te bese no será como una hermana. Vaya un truco ése de besarte como una hermana.


- No hay que dar tanta broma -dijo el muchacho-; ya os he dicho que no me pasa nada. Siento haber hablado.


- Muy bien, entonces, vamos a ver al viejo -dijo Pilar-. Tantas emociones me fatigan.


El chico la miró. A todas luces había sido herido por las palabras de Pilar.


- No hablo de tus emociones -dijo Pilar-; hablo de las mías. Eres muy tierno para ser torero.


- No tuve suerte -dijo Joaquín-; pero no vale la pena insistir en ello.


- Entonces, ¿por qué te dejas crecer la coleta?


- ¿Por qué no? Las corridas son muy útiles económicamente. Dan trabajo a muchos y el Estado va a dirigir ahora todo eso; y quizá la próxima vez no tenga miedo.


- Quizá sí -dijo Pilar- y quizá no.


- ¿Por qué le hablas con tanta dureza? -preguntó María-. Yo te quiero mucho, Pilar, pero te portas como una verdadera bruta.


- Es posible que sea un poco bruta -dijo Pilar-. Escucha, inglés, ¿sabes bien lo que vas a decirle al Sordo?


- Sí.


- Porque es hombre que habla poco; no es como tú ni como yo ni como esta parejita sentimental.


- ¿Por qué hablas así? -preguntó de nuevo María, irritada.


- No lo sé -dijo Pilar, volviendo a caminar-. ¿Por qué piensas que lo hago?


- Tampoco lo sé.


- Hay cosas que me aburren -dijo Pilar, de mal humor-. ¿Comprendes? Y una de ellas es tener cuarenta y ocho años. ¿Lo has entendido? Cuarenta y ocho años y una cara tan fea como la mía. Y otra es ver el pánico en la cara de un torero fracasado, de tendencias comunistas, cuando digo en son de broma que voy a besarle.


- No es verdad, Pilar -dijo el muchacho-. No has visto eso.


- ¿Qué va a ser verdad? Claro que no. Y a la mierda; todos. ¡Ah, aquí está! Hola, Santiago. ¿Qué tal?


El hombre al que hablaba Pilar era un tipo de baja estatura, fuerte, de cara tostada, pómulos anchos, cabello gris, ojos muy separados y de un color pardo amarillento, nariz de puente, afilada como la de un indio, boca grande y delgada con un labio superior muy largo. Iba recién afeitado! y se acercó a ellos desde la entrada de la cueva moviéndose ágilmente con sus arqueadas piernas, que hacían juego con su pantalón, sus polainas y sus botas de pastor. El día era caluroso, pero llevaba un chaquetón de cuero forrado de piel de cordero, abrochado hasta el cuello. Tendió a Pilar una mano grande, morena:


- Hola, mujer -dijo-. Hola -dijo a Robert Jordan, le estrechó la mano, mirándole atentamente a la cara. Robert Jordan vio que los ojos del hombre eran amarillos, como los de los gatos, y aplastados como los de los reptiles-.


- ¡Guapa! -dijo a María, dándole un golpecito en el hombro-. ¿Habéis comido?-preguntó a Pilar.


Pilar negó con la cabeza.


- ¿Comer? -dijo, mirando a Robert Jordan-. ¿Beber? -preguntó, haciendo un ademán con el pulgar hacia abajo, como si estuviera vertiendo algo de una botella.


- Sí, muchas gracias -contestó Jordan.


- Bien -dijo el Sordo-. ¿Whisky?


- ¿Tiene usted whisky?


El Sordo afirmó con la cabeza.


- ¿Inglés?-preguntó-.¿No ruso?


- Americano.


- Pocos americanos aquí -dijo.


- Ahora habrá más.


- Mejor. ¿Norte o Sur?


- Norte.


- Como inglés. ¿Cuándo saltar puente?


- ¿Está usted enterado de lo del puente?


El Sordo dijo que sí con la cabeza.


- Pasado mañana, por la mañana.


- Bien -dijo el Sordo.


- ¿Pablo? -preguntó a Pilar.


Ella movió la cabeza. El Sordo sonrió.


- Vete -dijo a María, y volvió a sonreír-. Vuelve luego. -Sacó de su chaqueta un gran reloj, pendiente de una correa-. Dentro de una media hora.


Les hizo señas para que se sentaran en un tronco pulido, que servía de banco, y, mirando a Joaquín, extendió el índice hacia el sendero en la dirección en que habían venido.


- Bajaré con Joaquín y volveré luego -dijo María.


El Sordo entró en la cueva y salió con un frasco de whisky y tres vasos; el frasco, debajo del brazo, los vasos en una mano, un dedo en cada vaso. En la otra mano llevaba una cántara llena de agua, cogida por el cuello. Dejó los vasos y el frasco sobre el tronco del árbol y puso la cántara en el suelo.


- No hielo -dijo a Robert Jordan, y le pasó el frasco.


- Yo no quiero de eso -dijo Pilar, tapando su vaso con la mano.


- Hielo, noche última, por suelo -dijo el viejo, y sonrió-. Todo derretido. Hielo, allá arriba -añadió, y señaló la nieve que se veía sobre la cima desnuda de la montaña-. Muy lejos.


Robert Jordan empezó a llenar el vaso del Sordo; pero el viejo movió la cabeza y le indicó por señas que tenía que servirse él primero.


Robert Jordan se sirvió un buen trago de whisky; el Sordo le miraba, muy atento, y, terminada la operación, tendió la cántara de agua a Robert Jordan, que la inclinó suavemente, dejando que el agua fría se deslizara por el pico de barro cocido de la cántara.


El Sordo se sirvió medio vaso y acabó de llenarlo con agua.


- ¿Vino? -preguntó a Pilar.


- No; agua.


- Toma -dijo-. No bueno -dijo a Robert Jordan, y sonrió-. Yo conocido muchos ingleses. Siempre mucho whisky.


- ¿Dónde?


- Finca -dijo el Sordo-; amigos dueño.


- ¿Dónde consiguió usted este whisky?


- ¿Qué?-No oía.


- Tienes que gritarle -dijo Pilar-. Por la otra oreja.


El Sordo señaló su mejor oreja, sonriendo.


- ¿Dónde encuentra usted este whisky? -preguntó Robert Jordan.


- Lo hago yo -dijo el Sordo, y vio cómo se detenía la mano que llevaba el vaso que Robert Jordan encaminaba a su boca.


- No -dijo el Sordo, dándole golpecitos cariñosos en la espalda-. Broma. Viene Granja. Dicho ayer noche dinamitero inglés viene. Bueno. Muy contento. Buscar whisky. Para ti. ¿Te gusta?


- Mucho -dijo Robert Jordan-; es un whisky muy bueno.


- ¿Contento? -El Sordo sonrió.- Traje esta noche con informaciones.


- ¿Qué informaciones?


- Movimiento de tropas. Mucho.


- ¿Dónde?


- Segovia. Aviones. ¿Has visto?


- Sí.


- Malo, ¿eh?


- Malo.


- Movimiento de tropas. Mucho. Entre Villacastín y Segovia. En la carretera de Valladolid. Mucho entre Villacastín y San Rafael. Mucho. Mucho.


- ¿Qué es lo que usted piensa?


- Preparamos alguna cosa.


- Es posible.


- Ellos saben. Ellos también preparan.


- Es posible.


- ¿Por qué no saltar puente esta noche?


- Ordenes.


- ¿De quién?


- Cuartel General.


- ¡Ah!


- ¿Es importante el momento en que hay que volar el puente? -preguntó Pilar.


- No hay nada tan importante.


- Pero ¿y si traen tropas?


- Enviaré a Anselmo con un informe de todos los movimientos y concentraciones. Está vigilando la carretera.


- ¿Tienes alguien en la carretera? -preguntó el Sordo.


Robert Jordan no sabía lo que el hombre había oído o no. No se sabe jamás con un sordo.


- Sí -dijo.


- Yo también. ¿Por qué no volar puente ahora?


- Tengo otras órdenes.


- No me gusta -dijo el Sordo-. No me gusta.


- A mí tampoco -dijo Robert Jordan.


El Sordo movió la cabeza y se bebió un trago de whisky.


- ¿Quieres algo de mí?


- ¿Cuántos hombres tiene usted?


- Ocho.


- Hay que cortar el teléfono, atacar el puesto de la casilla del peón caminero, tomarle y replegarse al puente.


- Es fácil.


- Todo se dará por escrito.


- No vale la pena. ¿Y Pablo?


- Cortará el teléfono abajo; atacará el puesto del molino, lo tomará y se replegará sobre el puente.


- ¿Y después, para la retirada? -preguntó Pilar-. Somos siete hombres, dos mujeres y cinco caballos. ¿Te das cuenta? -gritó en la oreja del Sordo.


- Ocho hombres y cuatro caballos. Faltan caballos -dijo el viejo-. Faltan caballos.


- Diecisiete personas y nueve caballos -dijo Pilar-. Sin contar los bultos.


El Sordo no dijo nada.


- ¿No hay manera de tener más caballos? -preguntó Robert Jordan.


- En guerra, un año -dijo el Sordo-, cuatro caballos -y enseñó los cuatro dedos de la mano-. Tú quieres ocho para mañana.


- Así es -dijo Robert-. Sabiendo que se van ustedes de aquí, no necesitan ser tan cuidadosos como lo han sido por estos alrededores. No es necesario por ahora ser tan cuidadosos. ¿No podrían hacer una salida y robar ocho caballos?


- Tal vez -dijo el Sordo-. Quizá sí. Tal vez más.


- ¿Tienen ustedes un fusil automático? -preguntó Robert Jordan.


El Sordo asintió con la cabeza.


- ¿Dónde?


- Arriba, en el monte.


- ¿Qué clase?


- No sé el nombre. De platos.


- ¿Cuántos platos?


- Cinco platos.


- ¿Sabe alguien utilizarlo?


- Yo, un poco. No tiro demasiado. No quiero hacer ruido por aquí. No valer la pena gastar cartuchos.


- Luego iré a verlo -dijo Robert Jordan-. ¿Tienen ustedes granadas de mano?


- Muchas.


- ¿Y cuántos cartuchos por fusil?


- Muchos.


- ¿Cuántos?


- Ciento cincuenta. Más quizá.


- ¿Qué hay de otras gentes?


- ¿Para qué?


- Contar con fuerzas suficientes para tomar los puestos y cubrir el puente mientras lo vuelo. Necesitaríamos el doble de los que tenemos.


- Tomaremos puestos; no te preocupes. ¿A qué hora del día?


- Con luz del día.


- No importa.


- Necesitaré por lo menos veinte hombres más -dijo Robert Jordan.


No hay buenos. ¿Quieres los que no son de confianza?


- No. ¿Cuántos buenos hay?


- Quizá cuatro.


- ¿Por qué tan pocos?


- No hay confianza.


- ¿Servirían para guardar los caballos?


- Mucha confianza para guardar los caballos.


- Me harían falta diez hombres buenos, por lo menos, si pudiera encontrarlos.


- Cuatro.


- Anselmo me ha dicho que había más de ciento por estas montañas.


- No buenos.


- Usted ha dicho treinta -dijo Robert Jordan a Pilar-. Treinta seguros hasta cierto grado.


- ¿Y las gentes de Elías? -gritó Pilar. El Sordo negó con la cabeza.


- No buenos.


- ¿No puede usted encontrar diez? -preguntó Jordan. El Sordo le miró con ojos planos y amarillentos y negó con la cabeza.


- Cuatro -dijo, y volvió a mostrar los cuatro dedos de la mano.


- ¿Los de usted son buenos? -preguntó Jordan, lamentando en seguida el haber dicho estas palabras.


El Sordo afirmó con la cabeza.


- Dentro de la gravedad -dijo. Sonrió-. Será duro, ¿eh?


- Es posible.


- No importa -dijo el Sordo, sencillamente, sin alardear-. Valen más cuatro hombres buenos que muchos malos. En esta guerra, siempre muchos malos; pocos buenos. Cada día menos buenos. ¿Y Pablo? -Y miró a Pilar.


- Ya sabes -exclamó Pilar-. Cada día peor.


El Sordo se encogió de hombros.


- Bebe -dijo a Robert Jordan-. Llevaré los míos y cuatro más. Con eso tienes doce. Esta noche, hablar todo esto. Tengo sesenta palos de dinamita. ¿Los quieres?


- ¿De qué porcentaje son?


- No lo sé; dinamita ordinaria. Los llevaré.


- Haremos saltar el puentecillo de arriba con ellos -dijo Robert Jordan-; es una buena idea. ¿Vendrá usted esta noche? Tráigalos; ¿quiere? No tengo órdenes sobre eso, pero tiene que ser volado.


- Iré esta noche. Luego, cazar caballos.


- ¿Hay alguna probabilidad de encontrarlos?


- Quizás. Ahora, a comer.


«Me pregunto si habla así a todo el mundo -pensó Robert Jordan-. O bien cree que es así como hay que hacerse entender de un extranjero.»


- ¿Y adonde iremos cuando acabe todo esto? -vociferó Pilar en la oreja del Sordo.


El Sordo se encogió de hombros.


- Habrá que organizar todo eso -dijo la mujer.


- Claro -dijo el Sordo-. ¿Cómo no?


- La cosa se presenta bastante mal -dijo Pilar-. Habrá que organizarlo muy bien.


- Sí, mujer -dijo el Sordo-. ¿Qué es lo que te preocupa?


- Todo -gritó Pilar.


El Sordo sonrió.


- Has estado demasiado tiempo con Pablo -dijo.


«De manera que sólo habla ese español zarrapastroso con los extranjeros -se dijo Jordan-. Bueno, me gusta oírle hablar bien.»


- ¿Adonde crees que deberíamos ir? -preguntó Pilar.


- ¿Adonde?


- Sí.


- Hay muchos sitios -dijo el Sordo-. Muchos sitios. ¿Conoces Gredos?


- Hay mucha gente por allí. Todos aquellos lugares serán barridos en cuanto ellos tengan tiempo.


- Sí. Pero es una región grande y agreste.


- Será difícil llegar hasta allí -dijo Pilar.


- Todo es difícil -dijo el Sordo-; se puede ir a Gredos o a cualquier otro lugar. Viajando de noche. Aquí esto se ha puesto muy peligroso. Es un milagro que hayamos podido estar tanto tiempo. Gredos es más seguro que esto.


- ¿Sabes adonde querría yo ir? -preguntó Pilar.


- ¿Adonde? ¿A la Paramera? Eso no vale nada.


- No -dijo Pilar-. No quiero ir a la Sierra de la Paramera. Quiero ir a la República.


- Muy bien.


- ¿Vendrían tus gentes?


- Sí, si les digo que vengan.


- Los míos no sé si vendrían -dijo Pilar-. Pablo no querrá venir; sin embargo, allí estaría más seguro. Es demasiado viejo para que le alisten como soldado, a menos que llamen otras quintas. El gitano no querrá venir. Los otros no lo sé.


- Como no pasa nada por aquí desde hace tiempo, no se dan cuenta del peligro -dijo el Sordo.


- Con los aviones de hoy verán las cosas más claras -dijo Robert Jordan-; pero creo que podrían operar ustedes muy bien partiendo de Gredos.


- ¿Qué? -preguntó el Sordo, y le miró con ojos planos. No había cordialidad en la manera de hacer la pregunta.


- Podrían hacer ustedes incursiones con más éxito desde allí -dijo Robert Jordan.


- ¡Ah! -exclamó el Sordo-. ¿Conoces Gredos?


- Sí. Se puede operar desde allí contra la línea principal del ferrocarril. Se la puede cortar continuamente, como hacemos nosotros más al sur, en Extremadura. Operar desde allí sería mejor que volver a la República -dijo Robert Jordan-. Serían ustedes más útiles allí.


Los dos, mientras le escuchaban, se habían vuelto hoscos. El Sordo miró a Pilar y Pilar miró al Sordo.


- ¿Conoces Gredos? -preguntó el Sordo-. ¿Lo conoces bien?


- Sí -dijo Robert Jordan. -¿Adonde irías tú?


- Por encima de El Barco de Avila; aquello es mejor que esto. Se pueden hacer incursiones contra la carretera principal y la vía férrea, entre Béjar y Plasencia.


- Muy difícil-dijo el Sordo.


- Nosotros hemos trabajado cortando la línea del ferrocarril en regiones mucho más peligrosas, en Extremadura -dijo Robert Jordan.


- ¿Quiénes son nosotros?


- El grupo de guerrilleros de Extremadura.,.


- ¿Sois muchos?


- Como unos cuarenta..


- ¿Y ése de los nervios malos y el nombre raro? ¿Venía de allí? -preguntó Pilar.


- Sí.


- ¿En dónde está ahora?


- Murió; ya se lo dije.


- ¿Tú vienes también de allí?


- Sí.


- ¿Te das cuenta de lo que quiero decirte? -preguntó Pilar.


«Vaya, he cometido un error -pensó Robert Jordan-. He dicho a estos españoles que nosotros podíamos hacer algo mejor que ellos, cuando la norma pide que no hables nunca de tus propias hazañas o habilidades. Cuando debiera haber-: los adulado, les he dicho lo que tenían que hacer ellos, y ahora están furiosos. Bueno, ya se les pasará o no se les pasará. Serían ciertamente más útiles en Gredos que aquí. La prueba es que aquí no han hecho nada después de lo del tren, que organizó Kashkin. Y no fue tampoco nada extraordinario. Les costó a los fascistas una locomotora y algunos ombres; pero hablan de ello como si fuera un hecho importante de la guerra. Quizás acaben por sentir vergüenza y marcharse a Gredos. Sí, pero quizá también me larguen a mí de aquí. En cualquier caso, no es una perspectiva demasiado halagüeña la que tengo ahora delante de mí.»


- Oye, inglés -le dijo Pilar-. ¿Cómo van tus nervios?


- Muy bien -contestó Jordan-; perfectamente.


- Te lo pregunto porque el último dinamitero que nos enviaron para trabajar con nosotros, aunque era un técnico formidable, era muy nervioso.


- Hay algunos que son nerviosos -dijo Robert Jordan.


.-No digo que fuese un cobarde, porque se comportó muy bien -siguió Pilar-; pero hablaba de una manera extraña y pomposa -levantó la voz-. ¿No es verdad, Santiago, que el último dinamitero, el del tren, era un poco raro?


- Algo raro -confirmó el Sordo, y sus ojos se fijaron en el rostro de Jordan de una manera que le recordaron el tubo de escape de un aspirador de polvo-. Sí, algo raro, pero bueno.


- Murió -dijo Robert Jordan al Sordo-. Ha muerto.


- ¿Cómo fue eso? -preguntó el Sordo, dirigiendo su mirada desde los ojos de Robert Jordan a sus labios.


- Le maté yo -dijo Robert Jordan-. Estaba herido demasiado gravemente para viajar, y le maté.


- Hablaba siempre de verse en ese caso -dijo Pilar-; era su obsesión.


- Sí -dijo Robert Jordan-; hablaba siempre de eso y era su obsesión.


- ¿Cómo fue? -preguntó el Sordo-. ¿Fue en un tren?


- Fue al volver de un tren -dijo Robert Jordan-. Lo del tren salió bien. Pero al volver, en la oscuridad, nos tropezamos con una patrulla fascista y cuando corríamos fue herido en lo alto por la espalda, sin que ninguna vértebra fuese dañada; solamente el omóplato. Anduvo algún tiempo, pero, por su herida, se vio forzado a detenerse. No quería quedarse detrás, y le maté.


- Menos mal -dijo el Sordo.


- ¿Estás seguro de que tus nervios se encuentran en perfectas condiciones? -preguntó Pilar a Robert Jordan.


- Sí -contestó él-; estoy seguro de que mis nervios están en buenas condiciones y me parece que cuando terminemos con lo del puente harían ustedes bien yéndose a Gredos.


No había acabado de decir esto cuando la mujer comenzó a soltar un torrente de obscenidades, que le arrollaron, cayendo sobre él como el agua caliente blanca y pulverizada que salta en la repentina erupción de un geiser.


El Sordo movió la cabeza mirando a Jordan con una sonrisa de felicidad. Siguió moviendo la cabeza, lleno de satisfacción mientras Pilar continuaba arrojando palabrota tras palabrota y Robert Jordan comprendió que todo iba de nuevo muy bien. Por fin Pilar acabó de maldecir, cogió la cántara del agua, bebió y dijo más calmada:


- Así es que cállate la boca sobre lo que tengamos que hacer después; ¿te has enterado, inglés? Tú vuélvete a la República, llévate a esa buena pieza contigo y déjanos a nosotros aquí para decidir en qué parte de estas montañas vamos a morir.


- A vivir -dijo el Sordo-. Cálmate, Pilar.


- A vivir y a morir -dijo Pilar-. Ya puedo ver claramente cómo va a terminar esto. Me caes bien, inglés; pero en lo que se refiere a lo que tenemos que hacer cuando haya concluido tu asunto, cierra el pico, ¿entiendes?


- Eso es asunto tuyo -dijo Robert Jordan, tuteándola de repente-. Yo no tengo que meter la mano en ello.


- Pues sí que la metes -dijo Pilar-. Así es que llévate a tu putilla rapada y vete a la República; pero no des con la puerta en las narices a los que no son extranjeros ni a los que trabajaban ya por la República cuando tú estabas todavía mamando.


María, que iba subiendo por el sendero mientras hablaban, oyó las últimas frases que Pilar, alzando de nuevo la voz, decía a gritos a Robert Jordan. La muchacha movió la cabeza mirando a su amigo y agitó un dedo en señal de negación. Pilar vio a Robert Jordan mirar a la muchacha y sonreírle. Entonces se volvió y dijo:


- Sí, he dicho puta, y lo mantengo, y supongo que vosotros os iréis juntos a Valencia y que nosotros podemos ir a Gredos a comer cagarrutas de cabras.


- Soy una puta, si esto te agrada -dijo María-; tiene que ser así, además, si tú lo dices. Pero cálmate. ¿Qué es lo que te pasa?


- Nada -contestó Pilar, y volvió a sentarse en el banco; su voz se había calmado, perdiendo el acento metálico que le daba la rabia-. No es que te llame eso; pero tengo tantas ganas de ir a la República…


- Podemos ir todos -dijo María.


- ¿Por qué no? -preguntó Robert Jordan-. Puesto que no te gusta Gredos… El Sordo le hizo un guiño.


- Ya veremos -dijo Pilar, y su cólera se había desvanecido enteramente-. Dame un vaso de esa porquería. Me he quedado ronca de rabia. Ya veremos. Ya veremos qué es lo que pasa.


- Ya ves, camarada -explicó el Sordo-; lo que hace las cosas difíciles es la mañana. -Ya no hablaba en aquel español zarrapastroso ex profeso para extranjeros y miraba a Robert Jordan a los ojos seria y calmosamente, sin inquietud ni desconfianza, ni con aquella ligera superioridad de veterano con que le había tratado antes.- Comprendo lo que necesitas. Sé que los centinelas deben ser exterminados y el puente cubierto mientras haces tu trabajo. Todo eso lo comprendo perfectamente. Y es fácil de hacer antes del día o de madrugada.


- Sí -contestó Robert Jordan-. Vete un momento, ¿quieres? -dijo a María, sin mirarla.


La muchacha se alejó unos pasos, lo bastante como para no oír, y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.


- Ya ves -dijo el Sordo-. La dificultad no está en eso. Pero largarse después y salir de esta región con luz del día es un problema grave.


- Naturalmente -dijo Robert Jordan-, y he pensado en ello. Pero también será pleno día para mí.


- Pero tú estás solo -dijo el Sordo-; nosotros somos varios.


- Habría la posibilidad de volver a los campamentos y salir por la noche -dijo Pilar, llevándose el vaso a los labios y apartándolo después sin llegar a beber.


- Eso es también muy peligroso -explicó el Sordo-. Eso es quizá más peligroso todavía.


- Creo que lo es, en efecto -dijo Robert Jordan.


- Volar el puente por la noche sería fácil -dijo el Sordo-; pero si pones la condición de que sea en pleno día, puede acarrearnos graves consecuencias.


- Ya lo sé.


- ¿No podrías hacerlo por la noche?


- Sí, pero me fusilarían.


- Es muy posible que nos fusilen a todos si tú lo haces en pleno día.


- A mí me daría lo mismo, en tanto en cuanto volase el puente -explicó Robert Jordan-; pero me hago cargo de su punto de vista. ¿No pueden llevar ustedes a cabo una retirada en pleno día?


- Sí que podemos hacerlo -dijo el Sordo-. Podemos organizar esa retirada. Pero lo que estoy explicándote es por qué estamos inquietos y por qué nos hemos enfadado. Tú hablas de ir a Gredos como si fuera una maniobra militar. Si llegáramos a Gredos, sería un milagro.


Robert Jordan no dijo nada.


- Oye -dijo el Sordo-; estoy hablando mucho. Pero es el único modo de entenderse los unos a los otros. Nosotros estamos aquí de milagro. Por un milagro de la pereza y de la estupidez de los fascistas, que tratarán de remediar a su debido tiempo. Desde luego, tenemos mucho cuidado y procuramos no hacer ruido por estos montes.


- Ya lo sé.


- Pero ahora, una vez hecho eso, tendremos que irnos. Tenemos que pensar en la manera de marcharnos.


- Naturalmente.


- Bueno -concluyó el Sordo-, vamos a comer. Ya he hablado bastante.


- Nunca te he oído hablar tanto -dijo Pilar-. ¿Ha sido esto? -y levantó el vaso.


- No -dijo el Sordo, negando con la cabeza-. No ha sido el whisky. Ha sido porque nunca tuve tantas cosas de que hablar como hoy.


- Le agradezco su ayuda y su lealtad -dijo Robert Jordan-; me doy cuenta de las dificultades que origino exigiendo que el puente sea volado en ese momento.


- No hablemos de eso -dijo el Sordo-. Estamos aquí para hacer lo que se pueda. Pero la cosa es peliaguda.


- Sobre el papel, sin embargo, es muy sencilla -dijo Robert Jordan sonriendo-. Sobre el papel, el puente tiene que saltar en el momento en que comience el ataque, de modo que no pueda llegar nada por la carretera. Es muy sencillo.


- Que nos hagan hacer alguna cosa sobre el papel -dijo el Sordo-, que inventen y realicen algo sobre el papel.


- El papel no sangra -dijo Robert Jordan, citando el proverbio.


- Pero es muy útil -dijo Pilar-; es muy útil. Lo que me gustaría a mí valerme de tus órdenes para ir al retrete.


- A mí, también -dijo Robert Jordan-; pero no es así como se gana una guerra.


- No -dijo la mujerona-; supongo que no. Pero ¿sabes lo que me gustaría?


- Ir a la República -contestó el Sordo. Había acercado su oreja sana a la mujer mientras hablaba-. Ya irás, mujer. Deja que ganemos la guerra y todo será la República.


- Muy bien -contestó Pilar-; y ahora, por el amor de Dios, comamos.


Capítulo doce





Después de haber comido salieron del refugio del Sordo y comenzaron a descender por la senda. El Sordo los acompaño hasta el puesto de más abajo. -Salud -dijo-. Hasta la noche.


- Salud, camarada -dijo Robert Jordan, y los tres siguieron bajando por el camino mientras el viejo, parado, los seguía con la mirada. María se volvió y agitó la mano. El Sordo agitó la suya, haciendo con el brazo ese ademán rápido que al estilo español quiere ser un saludo, aunque más bien parece la manera de arrojar una piedra a lo lejos; algo así como si en lugar de saludar se quisiera zanjar de golpe un asunto. Durante la comida el Sordo no se había desabrochado su chaqueta de piel de cordero y se había comportado con una cortesía exquisita, teniendo cuidado de volver la cabeza para escuchar cuando se le hablaba, y volviendo a utilizar aquel español entrecortado para preguntar a Robert Jordan sobre la situación de la República cortésmente; pero estaba claro que deseaba verse libre de ellos cuanto antes.


Al marcharse, Pilar le había dicho:


- ¿Qué te pasa, Santiago?


- Nada, mujer -había respondido el Sordo-. Todo está muy bien; pero estoy pensando.


- Yo también -había dicho Pilar.


Y ahora que seguían bajando por el sendero, bajada fácil y agradable por entre los pinos, por la misma pendiente que habían subido con tanto esfuerzo unas horas antes, Pilar mantenía la boca cerrada. Robert Jordan y María callaban también, de manera que anduvieron rápidamente hasta el lugar en que la senda descendía de golpe, saliendo del valle arbolado para adentrarse luego en el monte y alcanzar por fin el prado de la meseta.


Hacía calor aquella tarde de fin de mayo, y a mitad de camino de la última grada rocosa, la mujer se detuvo. Robert Jordan la imitó y al volverse vio el sudor perlar la frente de Pilar. Su moreno rostro se le antojó pálido, la piel floja y vio que grandes ojeras negras se dibujaban bajo sus ojos. -Descansemos un rato -dijo-; vamos demasiado de prisa.


- No -dijo ella-, continuemos.


- Descansa, Pilar -dijo María-; tienes mala cara.


- Cállate -dijo la mujer-; nadie te ha pedido tu opinión.


Empezó a subir rápidamente por el sendero, pero llegó al final sin alientos y no cabía ya duda sobre la palidez de su rostro sudoroso.


- Siéntate, Pilar -dijo María-; te lo ruego; siéntate, por favor.


- Está bien -dijo Pilar.


Se sentaron los tres debajo de un pino y miraron por encima de la pradera las cimas que parecían surgir de entre las curvas de los valles cubiertos de una nieve que brillaba al sol hermosamente en aquel comienzo de la tarde.


- ¡Qué condenada nieve y qué bonita es de mirar! -dijo Pilar-. Hace pensar en no sé qué la nieve. -Se volvió hacia María y dijo:- Siento mucho haber sido tan brusca contigo, guapa. No sé qué me pasa hoy. Estoy de malas.


- No hago caso de lo que dices cuando estás enfadada -contestó María-, y estás enfadada con mucha frecuencia.


- No, esto es peor que un enfado -dijo Pilar, mirando hacia las cumbres.


- No te encuentras bien -dijo María.


- No es tampoco eso -dijo la mujer-. Ven aquí, guapa, pon la cabeza en mi regazo.


María se acercó a ella, puso los brazos debajo como se hace cuando se duerme sin almohada y apoyó la cabeza en el regazo de Pilar. Luego volvió la cara hacia ella y le sonrió, pero la mujerona miraba por encima de las praderas hacia las montañas. Se puso a acariciar la cabeza de la muchacha sin mirarla, siguiendo con dedos suaves la frente, luego el contorno de la oreja y luego la línea de los cabellos que crecían bajo la nuca.


- La tendrás dentro de un momento, inglés -dijo. Robert estaba sentado detrás de ella.


- No hables así -dijo María.


- Sí, te tendrá -dijo Pilar, sin mirar ni a uno ni a otro-. No te he deseado nunca, pero estoy celosa.


- Pilar -dijo María-, no hables de esa manera.


- Te tendrá -dijo Pilar, y pasó su dedo alrededor del lóbulo de la oreja de la muchacha-; pero me siento muy celosa.


- Pero, Pilar -dijo María-, si fuiste tú quien me dijo que no habría nada de eso entre nosotras.


- Siempre hay cosas de ese estilo -dijo la mujer-; siempre hay algo que no tenía que haber. Pero conmigo no habrá nada. Yo quiero que seas feliz, y nada más.


María no respondió y siguió tumbada, intentando hacer que su cabeza fuese lo más ligera posible.


- Escucha, guapa -dijo Pilar, pasando un dedo negligente, pero ceñido, por el contorno de las mejillas-. Escucha, guapa, yo te quiero y me parece bien que él te tenga; no soy una viciosa, soy una mujer de hombres. Así es. Pero ahora tengo ganas de decirte a voz en grito que te quiero.


- Y yo también te quiero.


- ¡Qué va!; no digas tonterías. No sabes siquiera de lo que hablo.


- Sí, sí que lo sé.


- ¡Qué va! ¡Qué vas a saber! Tú eres para el inglés. Eso está claro y así tiene que ser. Y es lo que yo quiero. No hubiera permitido otra cosa. No soy una pervertida, pero digo las cosas como son. No hay mucha gente que diga la verdad; ninguna mujer te la dirá. Yo sí me siento celosa lo digo bien claro.


- No lo digas -replicó María-; no lo digas, Pilar.


- ¿Por qué no lo digas? -preguntó la mujer, sin mirarla-; lo diré hasta que se me vayan las ganas de decirlo. Y en este mismo momento -dijo, sin mirar a ninguno de los dos- se me han acabado. No voy a decirlo más; ¿entiendes?


- Pilar -dijo María-, no hables así.


- Tú eres una gatita muy mona -dijo Pilar- y quítame esa cabeza del regazo. Se ha pasado el momento de las tonterías.


- No eran tonterías -dijo María-, y mi cabeza está bien donde está.


- No, quítamela -dijo Pilar. Pasó sus grandes manos por debajo de la cabeza de la joven y la levantó-. Y tú, inglés -preguntó, sosteniendo aún la cabeza de la muchacha y mirando insistentemente a lo lejos, hacia las montañas, como había hecho todo el tiempo-, ¿se te ha comido la lengua el gato?


- No fue el gato -contestó Robert Jordan.


- ¿Qué animal fue? -preguntó Pilar depositando la cabeza de la muchacha en el suelo.


- No fue un animal -dijo Robert Jordan.


- ¿Te la has tragado entonces?


- Así es -dijo Robert Jordan.


- ¿Y estaba buena? -preguntó Pilar, volviéndose hacia él y sonriéndole.


- No mucho.


- Ya me lo figuraba yo. Ya me lo figuraba. Pero voy a devolverte a tu conejito. No he tratado nunca de quitártelo. Ese nombre le sienta bien, conejito. Te he oído llamarla así esta mañana.


Robert Jordan sintió que se ruborizaba.


- Es usted muy dura para ser mujer -le dijo.


- No -dijo Pilar-; soy tan sencilla que parezco muy complicada. ¿Tú no eres complicado, inglés?


- No, ni tampoco tan sencillo.


- Me gustas, inglés -dijo Pilar. Luego sonrió, se inclinó hacia delante, y volvió a sonreír, moviendo la cabeza-. ¿Y si yo quisiera quitarte la gatita o quitarle a la gatita su gatito?


- No podrías hacerlo.


- Claro que no -dijo Pilar, sonriendo de nuevo-. Ni tampoco lo quiero. Aunque cuando era joven podía haberlo hecho.


- Lo creo.


- ¿Lo crees?


- Sin ninguna duda -dijo Robert Jordan-; pero esta clase de conversación es una tontería.


- No es propia de ti -dijo María.


- No es propia de mí -dijo Pilar-; pero es que hoy no me parezco mucho a mí misma. Me parezco muy poco. Tu puente me ha dado dolor de cabeza, inglés.


- Podemos llamarle el puente del dolor de cabeza -dijo Robert Jordan-; pero yo le haré caer en esa garganta como si fuera una jaula de grillos.


- Bien -contestó Pilar-. Sigue hablando así.


- Me lo voy a merendar como si fuera un plátano sin cáscara.


- Me gustaría comerme un plátano ahora -dijo PilarContinúa, inglés. Anda, sigue hablando así.


- No vale la pena -dijo Robert Jordan-. Vámonos al campamento.


- Tu deber -dijo Pilar-. Ya llegará, hombre. Pero antes voy a dejaros solos.


- No, tengo mucho que hacer.


- Eso vale la pena también y no se requiere mucho tiempo.


- Cállate, Pilar -dijo María-. Eres muy grosera.


- Soy muy grosera -dijo Pilar-; pero soy también muy delicada. Soy muy delicada. Ahora voy a dejaros solos. Y todo eso de los celos es una tontería. Estaba furiosa contra Joaquín porque vi en sus ojos lo fea que soy. Estoy celosa porque tienes diecinueve años; eso es todo. Pero no son celos que duran. No tendrás siempre diecinueve años. Y ahora me iré.


Se levantó y, apoyándose una mano en la cadera, se quedó mirando a Robert Jordan, que se había puesto también de pie. María continuaba sentada en el suelo, debajo de un árbol, con la cabeza baja.


- Volvamos al campamento todos juntos -dijo Robert Jordan-. Será mejor; hay mucho que hacer.


Pilar señaló con la barbilla a María, que continuaba sentada con la cabeza baja, sin decir nada. Luego sonrió, se encogió visiblemente de hombros y preguntó:


- ¿Sabéis el camino?


- Sí -respondió María, sin levantar la cabeza.


- Pues me voy -dijo Pilar-; me voy. Tendremos listo algún reconstituyente para agregarlo a la cena, inglés.


Comenzó a andar por la pradera hacia las malezas que bordeaban el arroyo que corría hasta el campamento.


- Espera -le gritó Jordan-. Es mejor que volvamos todos juntos.


María continuaba sentada sin decir palabra. Pilar no se volvió.


- ¡Qué va! ¡Volver todos juntos! -dijo-. Os veré luego.


Robert Jordan permanecía de pie, inmóvil.


- ¿Crees que se encuentra bien? -preguntó a María-. Tenía mala cara.


- Déjala -dijo María, que continuaba con la cabeza gacha.


- Creo que debería acompañarla.


- Déjala -dijo María-. Déjala.


Capítulo trece





Caminando por la alta pradera Robert Jordan sentía el roce de la maleza contra sus piernas; sentía el peso de la pistola sobre la cadera; sentía el sol sobre su cabeza; sentía a su espalda la frescura de la brisa que soplaba de las cumbres nevadas; sentía en su mano la mano firme y fuerte de la muchacha y sus dedos entrelazados. De aquella mano, de la palma de aquella mano apoyada contra la suya, de sus dedos entrelazados y de la muñeca que rozaba su muñeca, de aquella mano, de aquellos dedos y de aquella muñeca emanaba algo tan fresco como el soplo que os llega del mar por la mañana, ese soplo que apenas riza la superficie de plata; y algo tan ligero como la pluma que os roza los labios o la hoja que cae al suelo en el aire inmóvil. Algo tan ligero que sólo podía notarse con el roce de los dedos, pero tan fortificante, tan intenso y tan amoroso en la forma de apretar de los dedos y en la proximidad estrecha de la palma y de la muñeca, como si una corriente ascendiera por su brazo y le llenase todo el cuerpo con el penoso vacío del deseo. El sol brillaba en los cabellos de la muchacha, dorados como el trigo, en su cara bruñida y morena y en la suave curva de su cuello, y Jordan le echó la cabeza hacia atrás, la estrechó entre sus brazos y la besó. Al besarla la sintió temblar, y acercando todo su cuerpo al de ella, sintió contra su propio pecho, a través de su camisa, la presión de sus senos pequeños y redondos; alargó la mano, desabrochó los botones de su camisa, se inclinó sobre la muchacha y la besó. Ella se quedó temblando, con la cabeza echada hacia atrás, sostenida apenas por el brazo de él. Luego bajó la barbilla y rozó con ella los cabellos de Robert Jordan, y cogió la cabeza de él entre sus manos como para acunarla. Entonces él se irguió y, rodeándola con ambos brazos, la abrazó con tanta fuerza, que la levantó del suelo mientras sentía el temblor que le recorría todo el cuerpo. Ella apoyó los labios en el cuello de él y Jordan la dejó caer suavemente mientras decía:


- María. María. -Luego dijo:- ¿Adonde podríamos ir?


Ella no respondió. Deslizó su mano por entre su camisa y Jordan vio que le desabrochaba los botones.


- Yo también. Quiero besarte yo también -dijo ella.


- No, conejito mío.


- Sí, quiero hacerlo todo como tú.


- No; no es posible.


- Bueno, entonces, entonces…


Y hubo entonces el olor de la jara aplastada y la aspereza de los tallos quebrados debajo de la cabeza de María, y el sol brillando en sus ojos entornados. Toda su vida recordaría él la curva de su cuello, con la cabeza hundida entre las hierbas, y sus labios, que apenas se movían, y el temblor de sus pestañas, con los ojos cerrados al sol y al mundo. Y para ella todo fue rojo naranja, rojo dorado, con el sol que le daba en los ojos; y todo, la plenitud, la posesión, la entrega, se tiñó de ese color con una intensidad cegadora. Para él fue un sendero oscuro que no llevaba a ninguna parte, y seguía avanzando sin llevar a ninguna parte, y seguía avanzando más sin llevar a ninguna parte, hacia un sin fin, hacia una nada sin fin, con los codos hundidos en la tierra, hacia la oscuridad sin fin, hacia la nada sin fin, suspendido en el tiempo, avanzando sin saber hacia dónde, una y otra vez, hacia la nada siempre, para volver otra vez a nacer, hacia la nada, hacia la oscuridad, avanzando siempre hasta más allá de lo soportable y ascendiendo hacia arriba, hacia lo alto, cada vez más alto, hacia la nada. Hasta que, de repente, la nada desapareció y el tiempo se quedó inmóvil, se encontraron los dos allí, suspendidos en el tiempo, y sintió que la tierra se movía y se alejaba bajo ellos.


Un momento después se encontró tumbado de lado, con la cabeza hundida entre las hierbas. Respiró a fondo el olor de las raíces, de la tierra y del sol que le llegaba a través de ellas y le quemaba la espalda desnuda y las caderas, y vio a la muchacha tendida frente a él, con los ojos aún cerrados, y al abrirlos, le sonrió; y él, como en un susurro y como si llegara de muy lejos, aunque de una lejanía amistosa, le dijo: -Hola, conejito.


Ella sonrió y desde muy cerca le dijo:


- Hola, inglés.


- No soy inglés -dijo él perezosamente.


- Sí -dijo ella-, lo eres. Eres mi inglés. -Se inclinó sobre él, le cogió de las orejas y le besó en la frente.- Ahí tienes. ¿Qué tal? ¿Beso ahora mejor?


Luego, mientras caminaban al borde del arroyo, Jordan le dijo:


- María, te quiero tanto y eres tan adorable, tan maravillosa y tan buena, y me siento tan dichoso cuando estoy contigo, que me entran ganas de morirme.


- Sí -dijo ella-; yo me muero cada vez… ¿Tú te mueres también?


- Casi me muero, aunque no del todo. ¿Notaste cómo se movía la tierra?


- Sí, en el momento en que me moría. Pásame el brazo por el hombro, ¿quieres?


- No, dame la mano. Eso basta.


La contempló un rato y luego miró al prado, en donde un halcón estaba cazando, y miró las enormes nubes de la tarde, que venían de las montañas.


- ¿Y no sientes lo mismo con las otras? -le preguntó María, mientras iban caminando con las manos enlazadas.


- No; de veras que no.


- ¿Has querido a muchas más?


- He querido a algunas. Pero a ninguna como a ti.


- ¿Y no era como esto? ¿De veras que no?


- Era una cosa agradable, pero sin comparación.


- Se movía la tierra. ¿Lo habías notado otras veces?


- No; de veras que no. «


- ¡Ay! -exclamó ella-. Y sólo tenemos un día.


Jordan no dijo nada.


- Pero lo hemos tenido -insistió María-. Y ahora, dime ¿me quieres de verdad? ¿Te gusto? Cuando pase algún tiempo seré más bonita.


- Eres muy bonita ahora.


- No -dijo ella-. Pero ponme la mano sobre la cabeza.


Jordan lo hizo como se lo pedía y sintió que la cabellera corta se hundía bajo sus dedos con suavidad y volvía a levantarse en cuanto dejaba de acariciarla. Entonces le cogió la cabeza con las dos manos, le hizo volver la cara hacia él y la besó.


- Me gusta que me beses -dijo ella-; pero yo no sé besarte.


- No tienes que hacerlo.


- Sí, tengo que hacerlo. Si voy a ser tu mujer, tengo que procurar darte gusto en todo.


- Me das ya gusto en todo. Nadie podría procurarme un placer mayor y no sé qué tendría que hacer yo para ser más feliz de lo que soy.


- Pues ya verás -dijo ella, rebosante de felicidad-. Te gusta ahora mi pelo porque hay poco; pero cuando crezca y sea largo, no seré fea, como ahora, y me querrás mucho más.


- Tienes un cuerpo muy bonito -dijo él-; el cuerpo más lindo del mundo.


- No, lo que pasa es que soy joven.


- No; en un cuerpo hermoso hay una magia especial. No sé lo que hace la diferencia entre uno y otro cuerpo, pero tú lo tienes.


- Lo tengo para ti -dijo ella.


- No.


- Sí. Para ti siempre, y sólo para ti. Pero eso no es nada; quisiera aprender a cuidarte bien. Dime la verdad; ¿no habías notado que la tierra se moviese antes de ahora?


- Nunca -dijo él con sinceridad.


- Bueno, entonces me siento feliz -dijo ella- me siento muy feliz. Pero ¿estás pensando en otra cosa? -le preguntó María a continuación.


- Sí, en mi trabajo.


- Me gustaría que tuviésemos caballos -dijo María-; me gustaría ir en un caballo y galopar contigo, y galopar cada vez más de prisa. Iríamos cada vez más de prisa, pero nunca llegaríamos más allá de mi felicidad.


- Podríamos llevar tu felicidad en avión -dijo Jordan, sin saber lo que decía.


- Y subir, subir hacia lo alto, como esos aviones pequeñitos de caza que brillan al sol -dijo ella-. Hacer una cabriola y luego caer. ¡Qué bueno! -exclamó, riendo-. Como sería tan dichosa, no lo notaría.


- Eso sí que es felicidad -dijo él, oyendo a medias lo que decía ella.


Porque en aquellos momentos ya no estaba allí.Seguía caminando al lado de la muchacha, pero su mente estaba ocupada con el problema del puente, que ahora se le ofrecía con toda claridad, nitidez y precisión, como cuando la lente de una cámara está bien enfocada. Vio los dos puestos, y a Anselmo y al gitano vigilándolos. La carretera vacía, y después llena de movimiento. Vio en dónde tenía que colocar los dos rifles automáticos para conseguir el mejor campo de tiro y se preguntó quién habría de servirlos. Al final, lo haría él, desde luego; pero al principio ¿quién? Colocó las cargas agrupándolas y sujetándolas bien y hundió en ellas los cartuchos, conectando los alambres; volvió luego al lugar en que había dispuesto la vieja caja del fulminante. Después siguió pensando en todas las cosas que podían ocurrir y en las que podían salir mal. «Basta -se dijo-. Deja de pensar en esas cosas. Has hecho el amor a esa muchacha, y ahora que tienes la mente despejada te pones a buscarte cavilaciones. Una cosa es pensar en lo que tienes que hacer y otra preocuparte inútilmente. No te preocupes. No debes hacerlo. Sabes perfectamente lo que tendrás que hacer y lo que puede ocurrir. Por supuesto, hay cosas que pueden ocurrir. Cuando; te metiste en este asunto, sabías cuál era el objeto de tu lucha. Luchabas precisamente contra lo que ahora te ves obligado a hacer para contar con alguna probabilidad de triunfo.


Te ves forzado a utilizar a personas que estimas, como si; fueran tropas por las que no sintieras ningún afecto, si es; que quieres tener éxito. Pablo ha sido indudablemente el.más listo. Vio en seguida el peligro. La mujer estaba enteramente a favor del asunto y lo sigue estando, pero poco a poco se ha ido dando cuenta de lo que implicaba realmente y eso la ha cambiado mucho. El Sordo vio el peligro inmediatamente, pero está resuelto a llevarlo a cabo, aunque el asunto no le gusta más de lo que te gusta a ti. De manera que dices que no es lo que pueda sucederte a ti, sino lo que pueda sucederles a la mujer y a la muchacha y a los otros lo que te preocupa. Está bien. ¿Qué es lo que les hubiera sucedido de no haber aparecido tú? ¿Qué es lo que les sucedió antes de que tú vinieras? Es mejor no pensar en ello. Tú no eres responsable de ellos salvo en la acción. Las órdenes no emanan de ti. Emanan de Golz. ¿Y quién es Golz? Un buen general. El mejor de los generales bajo cuyas órdenes hayas servido nunca. Pero ¿debe ejecutar un hombre órdenes imposibles sabiendo a qué conducen? ¿Incluso aunque provengan de Golz, que representa al partido al mismo tiempo que al ejército?» Sí, debía ejecutarlas, porque era solamente ejecutándolas como podía probarse su imposibilidad. ¿Cómo saber que eran imposibles mientras no se hubiesen ensayado? Si todos se ponían a decir que las órdenes eran imposibles de cumplir cuando se recibían, ¿adonde irían a parar? ¿Adonde iríamos a parar todos, si se contentasen con decir «imposible» en el momento de recibir las órdenes?


Ya conocía él jefes para quienes eran imposibles todas las órdenes. Por ejemplo, aquel cerdo de Gómez, en Extremadura. Ya había visto bastantes ataques en que los flancos no avanzaban porque avanzar era imposible. No, él ejecutaría las órdenes, y si llegaba a tomar cariño a la gente con la que trabajaba, mala suerte.


Con su trabajo, ellos, los partizans, los guerrilleros, concitaban peligro y mala suerte a las gentes que les prestaban abrigo y ayuda. ¿Para qué? Para que algún día no hubiese más peligros y el país pudiera ser un lugar agradable para vivir. Así era, aunque la cosa pudiese parecer muy trillada.


Si la República perdiese, resultaría imposible para los que creían en ella vivir en España.¿Estaba seguro de ello?Sí, lo sabía por las cosas que había visto que habían sucedido en los lugares en donde habían estado los fascistas.


Pablo era un cerdo, pero los otros eran gentes extraordinarias y ¿no sería traicionarlas el forzarlas a hacer ese trabajo? Quizá lo fuera. Pero si no lo hacían, dos escuadrones de caballería los arrojarían de aquellas montañas al cabo de una semana.


No, no se ganaba nada dejándolos tranquilos. Salvo que se debía dejar tranquilo a todo el mundo y no molestar a nadie. De manera, se dijo, que él creía que era menester dejar a todo el mundo tranquilo. Sí, lo pensaba así. Pero ¿qué sería entonces de la sociedad organizada y de todo lo demás? Bueno, eso era un trabajo que tenían que hacer los otros. El tenía que hacer otras cosas, por su cuenta, cuando acabase la guerra. Si luchaba en aquella guerra era porque había comenzado en un país que él amaba y porque creía en la República y porque si la República era destruida, la vida sería imposible para todos los que creían en ella. Se había puesto bajo el mando comunista mientras durase la guerra. En España eran los comunistas quienes ofrecían la mejor disciplina, la más razonable y la más sana para la prosecución de la guerra. El aceptaba su disciplina mientras durase la guerra porque en la dirección de la guerra los comunistas eran los únicos cuyo programa y cuya disciplina le inspiraban respeto.


Pero ¿cuáles eran sus opiniones políticas? Por el momento, no las tenía. «No se lo digas a nadie -pensó-. No lo admitas siquiera. ¿Y qué vas a hacer cuando se acabe esta guerra? Me volveré a casa para ganarme la vida enseñando español, como lo hacía antes, y escribiré un libro absolutamente verídico. Apuesto algo a que lo escribiré. Apuesto algo a que no será difícil escribirlo.»


Convendría que hablara de política con Pablo. Sería interesante sin duda conocer su evolución. El clásico movimiento de izquierda a derecha, probablemente; como el viejo Lerroux. Pablo se parecía mucho a Lerroux. Prieto era de la misma calaña. Pablo y Prieto tenían una fe, semejante poco más o menos, en la victoria final. Los dos tenían una política de cuatreros. El creía en la República como una forma de Gobierno; pero la República tendría que sacudirse a aquella banda de cuatreros que la habían llevado al callejón sin salida en que se encontraba cuando la rebelión había comenzado. ¿Hubo jamás un pueblo como éste, cuyos dirigentes hubieran sido hasta ese punto sus propios enemigos?


Enemigos del pueblo. He ahí una expresión que podía él pasar muy bien por alto, una frase tópica que convenía sacudirse. Todo ello era el resultado de haber dormido con María. Sus ideas políticas se iban convirtiendo desde hacía algún tiempo en algo tan estrecho e inconformista como las de un baptista de caparazón duro, y expresiones como enemigos del pueblo le acudían a la memoria sin que se tomase la pena de examinarlas. Toda clase de clisés revolucionarios y patrióticos. Su mente los adoptaba sin criticarlos. Quizá fueran auténticos, pero se habituaba demasiado fácilmente a tales expresiones. Sin embargo, después de la última noche y de la conversación con el Sordo, tenía el espíritu más claro y más dispuesto para examinar aquel asunto. El fanatismo era una cosa extraña. Para ser fanático hay que estar absolutamente seguro de tener la razón y nada infunde esa seguridad, ese convencimiento de tener la razón como la continencia. La continencia es el enemigo de la herejía.

Загрузка...