Capítulo 10

El verano siguió su curso. En la pradera, la hierba del búfalo y el maicillo se tornaron secos como yesca. De noche, estallaban los relámpagos con falsas promesas. En todo el perímetro de Proffitt, los vecinos hicieron una ancha barrera contra incendios. El polvo levantado por el ganado que llegaba se infiltraba en todas partes: las casas, la ropa, hasta en la comida. Parecía que el único lugar húmedo en kilómetros a la redonda era en la base del molino de viento, en el centro de la calle principal, donde una bomba mantenía lleno el tanque para que bebiera el ganado sediento. Con tanto estiércol, aumentó la cantidad de moscas. También prosperó una colonia de perros de la pradera que decidió hacer su morada en la calle principal. De vez en cuando, una vaca se quebraba una pata en alguna de sus cuevas, y tenían que matarla allí mismo, y carnearla. Si esto sucedía entre martes y jueves, se convertía en causa de celebración, porque los viernes eran los días habituales de matanza en el Mercado de Carnes de Huffman, y con esas temperaturas, nadie se atrevía a comprar carne después del lunes.

Una banda de indios Oto acamparon en el límite sur del pueblo. Hacia el norte, la pradera estaba salpicada por las carretas de los inmigrantes, que esperaban para presentar reclamos sobre las tierras del gobierno. Todos los días, los agentes inmobiliarios alquilaban una gran cantidad de aparejos en los establos de caballos e iban a mostrar las secciones aún no reclamadas a los inmigrantes de ojos ávidos. En tren, llegaban los viajantes vendiendo de todo, desde medicinas hasta corsés para las señoras.

Gandy y Agatha veían menos a Willy. Corría descalzo con una banda de muchachos que merodeaban por la estación vendiendo bizcochos, huevos duros y leche a los pasajeros cuando los trenes paraban media hora a cargar agua. A veces, comía con Gandy, pero Agatha sospechaba que la base de su alimentación consistía en bizcochos escamoteados, leche y huevos duros y se consolaba pensando que, a fin de cuentas, no era una dieta tan desequilibrada.

El cuatro de julio, la fecha patria, los «secos» hicieron un desfile. Los «mojados», otro.

En una esquina, el editor del Wichita Tribune abogó en favor de la ratificación de la enmienda de prohibición presentada por el senador George F. Hamlin en febrero de 1879, y firmada por el gobernador en marzo de ese mismo año.

En otra esquina, un partidario del licor vociferaba: «¡La taberna es un elemento indispensable en un pueblo de frontera, y el licor mismo resulta un medio de comunicación tan poderoso como la tinta de imprenta!».

Un partidario de la templanza, con la cinta blanca, exclamaba:

– Las cadenas de la intoxicación son más pesadas que las que siempre llevaron los hijos de África.

Desde el campo de los mojados, se oía:

– Beber simboliza la igualdad. En el bar, todos los hombres son iguales.

A medida que avanzaba la plenitud del verano, el tema de la prohibición iba caldeándose junto con el clima. Desde el púlpito de la Iglesia Presbiteriana, el reverendo Clarksdale pedía bendiciones para «todos los nobles actores en el escenario humano de la templanza».

La asamblea del pueblo organizó un debate a fines de julio entre las fuerzas de la templanza y del licor. La distinguida oradora y predicadora metodista cuáquera Amanda Way fue al pueblo a hablar en nombre de los secos. La señorita Way fue tan convincente que antes de terminar la velada, las damas del capítulo Proffitt de la U.M.C.T. tuvieron un importante motivo para celebrar: George Sowers había firmado el compromiso de abstinencia.

Existía una sola manera en que podía cumplir la promesa, y era apartarse de la tentación: George se dedicó a juntar huesos de búfalos. Como en los quince años que siguieron a la Guerra Civil fueron masacradas setenta y cinco mil de esas criaturas, la pradera parecía un inmenso osario que esperaba ser cosechado. La mañana siguiente a la firma del compromiso, se vio a George conduciendo hacia el oeste, con un rocín de lomo hundido, enganchado a una carreta destartalada. Al día siguiente, se lo vio yendo hacia el este a vender lo recogido a los fabricantes de abonos y de porcelana de hueso de la ciudad de Kansas. Si bien la venta de los huesos no restauró a George en la posición de barón del oro que una vez tuvo, Evelyn estaba satisfecha. Por un tiempo, se dulcificó.

Ese verano, las filas de la U.M.C.T. se desbordaron. Crecieron demasiado para reunirse en el salón de Agatha, y comenzaron a hacerlo los lunes, en el edificio de la escuela. A comienzos de agosto, Annie Macintosh apareció en la reunión con un ojo negro, el labio cortado y dos costillas rotas. Cayó en brazos de las «hermanas», y les contó la verdad, llorando: el esposo, Jase, le pegaba cada vez que se embriagaba.

Eso dio por terminado el período de moderación de Evelyn Sowers. Esa misma noche, encabezó la marcha hacia el Sugar Loaf Saloon, arrastrando consigo a Annie, rodeada de un muro protector de mujeres frenéticas, enfurecidas. Se dirigió hasta Jase Macintosh, enarboló el puño y le asestó un golpe en el que puso sus ciento trece kilos y que dio a Jase en la mandíbula y lo hizo caer de espaldas de la silla. De pie sobre él, le plantó el zapato negro de tacón alto en medio del pecho, y siseó:

– ¡Esto fue por Annie, aliado de Satán empapado de ron! ¡Eres un excremento gangrenoso, que envenena la vida de esta comunidad! -Señaló a Annie y vociferó, para la concurrencia, en general-: ¿Ven lo que le causó esto a una buena esposa que no hizo nada para merecerlo, excepto criar los dos hijos de él, lavarle la ropa y limpiar la casa? -Echó a Jase una mirada colérica-. Bueno, se acabó. Ahora, Annie vivirá con George y conmigo, y nunca más le pondrás una mano encima. -Al pasar por la barra, apoyando todo el peso sobre Macintosh, a riesgo de quebrarle las costillas, dijo-: En cuanto a usted -le espetó a Mustard Smith, con los puños en las caderas gruesas- ¡pedazo de canalla! ¡Destructor de hogares! ¡Es la causa de la ruina humana que ve ante usted casi todos los días! ¡Me asombra que pueda mirarse todas las mañanas en el espejo!

Mustard Smith sacó una Colt 45, y apretó el cañón contra la nariz de Evelyn:.

– ¡Salga, perra! -refunfuñó, en tono gutural.

A Evelyn no se le movió una pestaña. Apretó hacia adelante, hasta que el cañón de la pistola le aplastó la nariz en forma grotesca y, cuando habló, no le salía aire de las fosas nasales.

– Vamos, dispáreme, lagartija resbaladiza. No me asusta ni usted, ni ninguno de los otros propietarios de tabernas de este pueblo. Dispáreme, y brotarán miles como yo, y se arrastrarán encima de usted como gusanos sobre una calavera.

Sin alterarse, Smith apretó el gatillo.

El arma estaba descargada.

Evelyn permaneció impávida ante el aterrador patrón de la taberna, pero sus compañeras de la unión lanzaron una exclamación ahogada.

– La próxima vez, estará cargada.

– Puede matar a un miembro de la U.M.C.T. o a una docena, pero no podrá matar a toda la legislatura, Smith. -Evelyn se volvió con una sonrisa satisfecha, en la punta de la nariz, la marca roja circular del caño-. Vamos, hermanas. ¡Al próximo vendedor de estricnina!

Cuando Agatha volvió a su apartamento, a las diez de esa noche, estaba débil de emoción y de miedo. Tal vez Evelyn no temiera a enemigos como Mustard Smith y Jase Macintosh, pero ella sí.

Mientras subía las escaleras, sintió en las piernas doloridas cada minuto de tensión de las tres horas pasadas. Había ocasiones en que se sentía hondamente cansada de la batalla por la templanza. Esa noche era una de ellas. Ansiosa, se acercó a la puerta con la llave en la mano.

Estaba abierta.

En la oscuridad, golpeó con la punta del pie algo que rodó: era el picaporte.

Se le escapó un breve alarido de miedo. Se oprimió la mano contra el corazón que martilleaba y sintió que una garra de miedo le estrujaba el pecho. Vacilante, estiró una mano y abrió más la puerta. Chocó con algo y se detuvo. ¿Un hombre? No pensó, se limitó a reaccionar: ¡impulsó la puerta con todo el peso del cuerpo! Pero en lugar de lastimar a alguien, tropezó con un escalón, se cayó y se lastimó. Quedó tendida en el suelo, con el dolor atenaceándole la cadera, y el miedo explotándole en todo el cuerpo. Esperaba que alguien la pateara, le clavase un hacha, la matara.

Nada sucedió.

De abajo llegaban los sones de «Pop Goes the Weasel». Del interior de su pecho, el palpitar de su propio corazón. Se incorporó, y se abrió paso hasta la mesa, arrastrando los pies entre objetos duros y blandos. Encendió una cerilla con mano temblorosa y lo sostuvo sobre la cabeza.

¡Dios del cielo, qué desastre!

Todo había sido revuelto. Ropa, adornos, la cama, papeles. Cristales rotos y sillas volteadas, como restos después de un tornado.

La cerilla le quemó los dedos y la tiró. Con la siguiente, encendió la lámpara. Pero se quedó inmóvil, demasiado atónita para gritar, demasiado petrificada para moverse. En treinta segundos, el impacto le sacudió el cuerpo; le entrechocaban los dientes, los espasmos le estremecían los miembros, tenía los ojos vidriosos. Cuando pudo moverse, lo hizo sin una idea consciente, atraída por la posibilidad de obtener ayuda, no porque fuese lo más prudente sino porque había perdido la capacidad de idear otra cosa.

Dan Loretto cantaba los números del keno [4] en la mesa más cercana a la puerta trasera cuando ella apareció. Alzó la vista y se levantó de un salto.

– Señorita Downing, ¿qué le pasa?

– Alguien en… entró en mi a… apartamento.

Le rodeó con un brazo los hombros trémulos.

– ¿Cuándo?

– No sé.

– ¿Está usted bien?

Temblaba tanto que parecía que se le iba a desarmar el esqueleto.

– Yo…, s… sí… Esta… ba fuera… No sabía qué hacer.

– Espere aquí. Iré a buscar a Scotty.

Gandy estaba jugando al póquer cerca de la entrada, de cara a la puerta vaivén. Dan se deslizó tras él y le murmuró en el oído:

– Está aquí la señorita Downing. Alguien irrumpió en su apartamento.

Antes de que saliera la última palabra de los labios de Dan, los naipes de Gandy azotaron la mesa.

– Cúbreme. -Hizo chirriar la silla cuando se levantó, ignorando que había dejado dinero en el cuenco, sobre el paño verde de la mesa. Echó un vistazo a Agatha, que esperaba cerca del pasillo del fondo, y viró bruscamente hacía la barra. Sin detenerse, le ordenó a Jack Hogg-: Trae la pistola y ven conmigo. -Al pasar junto al piano, ordenó en voz baja-: Sigue tocando, Ivory… Tú también, Marcus. Que las chicas sigan bailando.

Cenicienta de tan pálida, Agatha parecía un fantasma.

– Agatha -dijo, antes de llegar junto a ella-. ¿Está herida?

– No.

Con un brazo sobre los hombros, la llevó a la puerta del fondo, seguido por Jack y Dan.

– ¿Hay alguien allá arriba?

– Ya n… no…

¿Por qué no dejaban de castañetearle los dientes?

– ¿Está segura?

Sin aliento, asintió, esforzándose por andar al paso de las largas zancadas de él.

– Estoy segura. Pero está todo… revuelto.

Gandy se precipitó por la puerta trasera, arrastrándola de la mano, irritado por tener que adaptarse al paso de ella. Ya la había visto subir la escalera y no había tiempo que perder.

– Sujétese -le advirtió y, sin ceremonias, la alzó en brazos-. Arriba, muchachos.

Se colgó del cuello de Gandy con las dos manos, mientras Dan y Jack subían de a dos los escalones. Se apretaron contra la pared, a cada lado de la puerta, enarbolando el arma.

– ¡Estamos apuntando con un arma cargada! -gritó Jack-. ¡Si está ahí, le aconsejo que se tire boca abajo, con los brazos y las piernas abiertos!

En brazos de Gandy, Agatha le dijo:

– Ya estuve aden… tro. Ya se fueron.

– ¡Estuvo adentro! ¿Sola? -Ahogó una maldición y la depositó, sin mucha gentileza, sobre el rellano-. ¡Ahora, siéntese ahí y no se mueva!

Gandy se acercó a la entrada. «¡Dios misericordioso!, -pensó-. Alguien hizo un bonito trabajo en este lugar». Dan y Jack, que ya estaban dentro, giraron y lo miraron.

– Es un lío.

– ¡Jesús! -exclamó Jack.

Gandy pisó una tetera rota, se inclinó a levantar una caja de música con la tapa retorcida y un gozne roto. En medio del silencio, comenzó a sonar una suave canción.

– ¿Qué crees que buscaban? -preguntó Dan, encaminándose al dormitorio donde una almohada rasgada había provocado una nevada de plumas que estaban desparramadas por todos lados.

Agatha dijo desde la entrada:

– Supongo que la caja de la tienda.

Gandy viró bruscamente para enfrentarla:

– Le dije que esperase ahí.

Se abrazó y levantó hacia él la mirada suplicante de los ojos verdes.

– Me siento más segura aquí dentro, con ustedes.

La caja de música seguía tocando:

Bella soñadora, despierta junto a mí,

Las estrellas y el rocío te esperan a ti…

Se acercó a él con su paso quebrado, contemplando la delicada caja de metal en las manos morenas de dedos largos. Sobre la tapa, estaba pintada una dama de peluca empolvada, con la muñeca sobre el respaldo de un banco de jardín, las faldas delicadamente onduladas, y los sauces llorones a sus espaldas.

– Era de mi madre -le dijo en voz suave, tomándola, escuchándola un momento y cerrando la tapa. Apartó la mirada y, por primera vez, se le llenaron los ojos de lágrimas. Apretó la caja contra el pecho, se tapó los labios con dedos temblorosos y dijo en voz queda-: Oh, Dios.

Gandy pasó por encima de la tetera quebrada y la tomó en los brazos, con la caja de música apretada entre los dos.

– Cálmese, Agatha -la consoló. Parecía no percatarse de su presencia. Se irguió, enderezó una silla, la obligó a sentarse, y apoyándole las manos en los hombros, dijo-: ¿Dónde guarda la caja de dinero?

– Abajo… en un cajón del escritorio. A la noche, la cierro con llave. No la traigo aquí.

– ¿Dónde está la llave?

– Con las demás… -Miró alrededor, confundida, como si esperase verla aparecer por arte de magia-. Oh, Dios -repitió. Los ojos dilatados, asustados, miraron a Gandy-. No sé… oh, Jesús, ¿dónde podrá estar?

– ¿Anoche las tenía?

– Sí, yo… recuerdo que llegué hasta la cima de la escalera y, cuando me acerqué a la puerta para abrir la cerradura, el picaporte estaba a mis pies.

Gandy lanzó una mirada a Dan.

– Revisa el rellano. Jack, tú ve a buscar al comisario. -Cuando los dos se fueron, se concentró en Agatha. A la luz cruda de la lámpara, el rostro parecía blanco como la leche. Se mantenía en una postura exageradamente rígida. Le masajeó los hombros, frotándole con fuerza el cuello tenso con los pulgares-. Descubriremos quién fue… no se preocupe. -Y un minuto después-: ¿Usted está bien?

Alzó los ojos translúcidos y asintió.

Dan entró con las llaves.

– Las encontré. Scotty, ¿quieres que revise abajo?

– Sí, Dan, por favor.

Cuando se fue, Scotty revisó el apartamento, pasando sobre los objetos privados de Agatha. Sintió una aguda desolación al mirar la ropa, los papeles, la ropa de cama… todas las cosas a las que nadie sino ella tenía derecho a acceder. En cierto modo, se sintió culpable de asediar su vida privada. Se dio la vuelta y regresó junto a ella.

– No creo que buscaran dinero.

Sobresaltada, lo miró con la boca abierta.

– Pero, ¿qué otra cosa?

– No sé. ¿Encontró una nota? ¿Alguna clave?

– Sólo llegué hasta la mesa.

Los dos miraron en torno, pero no vieron otra cosa que el desorden dejado por el asaltante.

– ¿Cree que pudo haber sido Collinson? -le preguntó.

– ¿Collinson?

La idea la aterró más que la perspectiva de que el motivo fuera el robo.

Dan subió las escaleras e irrumpió por la puerta, sin aliento.

– Abajo no encontré nada. Todo está perfectamente cerrado con llave. -Le entregó las llaves a Agatha y retrocedió un paso-. ¿Qué piensas, Scotty?

– Demonios, no sé. Pero lo que sí sé es que ella no puede quedarse aquí esta noche. La llevaremos al lado.

Agatha no pudo creer lo que oía.

– ¿Al lado?

– Puede dormir con Jube.

– ¿Con Jube?

¡Pero si dormía con él…!

– Aquí, con el picaporte roto, no está segura. Y además, usted no está en condiciones emocionales para quedarse sola.

En ese momento, entró el comisario Ben Cowdry por la puerta. Un hombre muy áspero que, sin perder tiempo en amabilidades, examinó la escena con los brazos en jarras, los ojos entrecerrados, no dejó escapar casi nada.

– Hogg me contó lo que pasó aquí. -Caminó hacia dentro, alzando los tacos de las botas para no pisar los objetos tirados. Los ojos registraban con cuidado cada sitio donde iba a poner los pies. Miró a Agatha-. ¿Usted está bien, señorita Downing?

– Sí.

– El dinero sigue abajo, en un cajón del escritorio cerrado con llave -intervino Loretto.

– Ahá.

El comisario, con los pies separados, giró con lentitud y los ojos pequeños examinaban todo bajo el ala del Stetson castaño.

– ¿Alguna idea?

– Una -dijo Gandy-. La señorita Downing y yo hemos tomado a Willy Collinson bajo nuestra ala, y al viejo no le gusta mucho. Nos hizo una visita de la que, estoy seguro, usted se enteró.

– ¿La de la bota arrojada por la ventana?

– Esa misma.

– ¿Qué dijo?

Gandy contó lo sucedido aquel día, mientras el sheriff revisaba el apartamento casi sin tocar nada, pero sin dejar nada de lado. Cuando se detuvo otra vez ante Agatha, no desperdició palabras:

– Se me ocurre que hay muchos tipos furiosos con usted por el grupo de la templanza que inició. ¿Le parece que puede haber sido uno de ellos?

– N… no lo sé.

Gandy intervino:

– Antes de esto, una vez recibió una visita. -Se volvió hacia ella-. Agatha, ¿conservó la nota?

– Sí, está en la puerta de arriba del tocador. -Se levantó a buscarla y se la entregó al comisario con mano trémula-. La encontré clavada en mi puerta trasera una noche, después de una reunión de templanza.

La leyó con detenimiento, examinando el papel más tiempo del necesario para entender el contenido.

– ¿No le importa si me la llevo?

– Por supuesto que no.

El comisario la plegó, la metió en el bolsillo de la camisa y revisó una vez más el perímetro del apartamento, observando con detenimiento el friso, los muebles, las ropas de cama, y hasta detrás de la pequeña estufa. Cuando llegó a la puerta, la enganchó con un dedo y la apartó de la pared.

– Creo que lo encontré.

El pulso de Agatha se aceleró. Gandy le apretó el hombro.

– ¿Qué?

Con un gesto brusco de la cabeza, Cowdry indicó a Jack que saliera del camino. Jack salió del umbral y el comisario cerró la puerta sin decir una palabra. Sobre la pintura parda, raspadas en el revés de la puerta, se leían las palabras:

Ojo, Templanza

El comisario parecía frío, pero tanto Agatha como Gandy sabían que bajo el exterior impasible funcionaba una mente sagaz.

– ¿Se le ocurrió algo? -preguntó.

Podría ser cualquiera: Mustard Smith, Angus Reed, cualquiera de los dueños de tabernas de Proffitt. O cualquiera de sus clientes. La lista era tan larga que, de sólo pensarlo, Agatha se sintió aturdida.

Gandy permaneció junto a ella, y vio que las cejas adquirían expresión de abatimiento. Se dio cuenta de que estaba abrumada. Tenía buenos motivos para estar asustada: una mujer sola, con un enemigo tan peligroso. Lo sorprendió el impulso de protección hacia ella que lo asaltó.

– Agatha.

Levantó los claros ojos verdes, todavía asustados.

– Podría ser cualquiera -admitió, en voz chillona y temblorosa.

Gandy se dirigió a Cowdry:

– Tiene razón. Podría ser Mustard Smith, Didier, Reed, Dingo… cualquiera de ellos. Casi el único que se podría descartar es Jesús García: no creo qué sepa escribir en inglés.

– Haré que el agente pase una o dos veces por noche por el callejón. Hasta que tenga pruebas concretas, no es mucho más lo que puedo hacer. Por eso, manténgame al tanto de cualquier hecho peculiar, por favor.

Agatha le aseguró que lo haría, y le dio las buenas noches. Cuando se fue, Gandy mandó a Jack y a Dan abajo, con instrucciones de hacer subir a Jubilee. Después, se dirigió a Agatha.

– Junte lo que necesite para pasar la noche. Vendrá conmigo.

– Por favor, Scott… no me parecería bien entrometerme con Jubilee.

– No la dejaré aquí, sola. Haga lo que le dije.

– Pero a mi cama no le pasó nada. Tengo otra almohada, y…

– Muy bien. Si usted no junta las cosas, lo haré yo. -Hizo un movimiento hacia el ropero-. ¿Están aquí?

Empezó a abrir la puerta.

– Está bien, ya que insiste. Pero si me parece que Jubilee tiene la menor objeción, volveré derecho aquí.

Gandy rió y le cedió el paso para que pudiese buscar el camisón y la bata. Sus ojos la siguieron mientras iba hacia la cómoda. Pero la parte de arriba había sido arrasada, y rebuscó con tristeza el cepillo entre los objetos tirados en el suelo, y levantó un recipiente para hebillas. Estaba roto. Juntó las dos partes y las sostuvo un momento. El rostro estaba apesadumbrado.

Levantó la vista y los ojos de ambos se encontraron.

– Lo siento, Gussie. -Como le pareció que iba a llorar otra vez, dijo-: Vamos -y la tomó del codo.

Agatha se detuvo junto a la lámpara y dio una inspección a la habitación que siempre mantenía fastidiosamente pulcra.

– ¿Quién pudo hacer algo así?

– No sé. Pero no quiero que esta noche se preocupe por eso. -La tomó del brazo-. Por la mañana vendremos y la ayudaremos a limpiar. Ahora, apague la lámpara.

Lo hizo, y la oscuridad se cernió sobre ellos. Fueron hacia la puerta, que Gandy cerró lo mejor que pudo, después de dejarla pasar.

– El de Jube es el último a la izquierda.

La jaula dorada estaba baja, y la puerta trampa estaba abierta en medio del pasillo. Por la abertura, un cono de luz iluminaba el techo, donde se rizaba el humo de los cigarros. Se oían con claridad los sones del piano y del banjo. Agatha echó un vistazo al bar de abajo, mientras pasaba junto a la abertura. Al llegar a la puerta de Jube, esperó. Gandy la abrió y entró sin hacer gala del menor embarazo. Sabía bien dónde estaba la lámpara. Agatha oyó raspar la cerilla y, a continuación, el rostro de Gandy apareció sobre la llama vacilante. Colocó de nuevo el tubo y volvió junto a ella.

– Jube subirá en un minuto. ¿Estará bien?

– Sí.

– Bueno… -Por primera vez esa noche, Agatha se sintió incómoda con él. Nunca la habían acompañado hasta el dormitorio. Y él nunca había acompañado a una dama para luego marcharse-. Cerraré un poco más temprano, para que el ruido no le impida dormir.

– Oh, no, por favor. No por mí.

– Jube subirá en cuanto termine esta canción.

Se dio la vuelta y desapareció antes de que pudiera darle las gracias.

El cuarto de Jube daba a la calle. La doble ventana estaba abierta y la brisa de verano hacía ondular las cortinas blancas hacia adentro, como velas hinchadas. Aunque nada estaba ordenado, ese desorden resultaba tranquilizador. Sobre el borde de un biombo de brocado, había vestidos de baile, medias dered negras, portaligas. Las puertas del guardarropa estaban abiertas de par en par. Dentro, colgaban los numerosos vestidos blancos de Jube. Junto a él, el tocador estaba repleto de tocados de plumas, cremas, lociones y maquillajes de varias clases. Agatha no pudo contener una sonrisa al ver el cenicero y una cigarrera de metal, que parecía completamente fuera de lugar entre la parafernalia femenina. La cama de bronce, no estaba tendida.

Se abrió la puerta e irrumpió Jubilee.

– ¡Agatha, Scotty acaba de contármelo! ¡Dios mío, debes tener los nervios de punta! Imagina: ¡que alguien entre así en tu casa! Pero no te preocupes por nada. Esta noche, dormirás aquí, conmigo.

El abrazo fue rápido y tranquilizador. De repente, Agatha se sintió feliz de tener la compañía parlanchína de Jubilee. Habría sido enervante pasar la noche en medio del desorden de al lado, oyendo cada crujido del edificio, pensando si no oía pasos en la oscuridad.

– En verdad, lo aprecio, Jubilee.

– ¡Oh, bah! ¿Para qué están los amigos? -Se sentó en una silla y comenzó a soltar los botones de los zapatos con un gancho-. Además, esta noche me duelen los pies. Me alegró terminar un poco más temprano. Scotty dice que echará al último cliente más o menos a medianoche.

– Le dije que no tenía por qué hacerlo.

– Ya lo sé, pero cuando Scotty está decidido, no puedes hacerle cambiar de opinión. Podríamos prepararnos para ir a la cama.

Agatha miró alrededor, con timidez. Jubilee ya estaba quitándose las plumas del cabello, y Agatha la imitó con las hebillas. Para su horror, Jubilee se puso de pie junto a la silla y se quitó el escueto traje de baile, y al levantar la vista vio que Agatha estaba parada, vacilante, junto a la cama.

– Si prefieres, puedes usar el biombo.

Mientras se desvestía, oyó que Jube canturreaba: «Un pájaro en una jaula dorada», después encendía un cigarro y manipulaba cosas sobre la mesa del tocador. El humo del cigarro llegó hasta el biombo, y Agatha no pudo contener una sonrisa. Recordó el día en que vio por primera vez a Jubilee que llegaba en la carreta. Si alguien le hubiese dicho que terminaría pasando la noche en el cuarto de ella, lo habría tildado de loco. Pero ahí estaba.

Salió de atrás del biombo vestida con el camisón de cuello alto y una bata blanca calada.

Y ahí estaba Jubilee. De pie junto al espejo del tocador, rascándose el vientre y los pechos blancos, sin otra prenda que los calzones. Tenía el cigarro entre los dientes y hablaba sin quitárselo.

– Malditos corsés. -Se rascó más fuerte, dejándose marcas rojas en la piel pálida-. ¿No te parece fastidioso cómo pican cuando te los quitas? Vosotras, ya que estáis luchando por los derechos de las mujeres, podríais hacer una campaña que nos librara para siempre de los corsés. -Se sujetó los pechos llenos con las manos y los levantó, haciendo desaparecer el lunar que tenía en el surco entre ambos-. ¿Te imaginas? -Rió entre dientes, como si estuviese sola-. Andar por la calle con un vestido sin corsé con ballenas. ¿No sería bueno?

Giró y Agatha bajó la vista. Nunca había visto a una mujer desnuda, y mucho menos una que exhibiera sin pudor los pechos delante de otra. Jube exhaló el humo y cruzó el cuarto hasta la tumbona. Se recostó, los pechos colgando, y revolvió entre las prendas tiradas hasta encontrar la bata turquesa. Cuando se incorporó para pasarla por los brazos, los pezones rosados parecieron destellar como faros en la habitación.

Desbordada, Agatha no supo a dónde mirar.

Al parecer, Jube no se daba cuenta. Despreocupada, se ató el cinturón y exclamó con entusiasmo:

– ¡Agatha, tienes un cabello maravilloso! ¿Puedo cepillártelo?

– ¿Ce-cepillármelo?

Ninguna mujer le había cepillado el cabello desde que murió la madre.

– Me encantará. Y te relajará. Ven. -Dejó el cigarro en el cenicero, tomó un cepillo de la mesa del tocador, y dio una palmada sobre el banco bajo que había ante ella-. Siéntate.

Agatha no pudo resistirse. Se sentó ante el tocador de Jubilee y dejó que la mimasen. Se sintió maravillosamente bien. Al primer contacto de las cerdas que le masajeaban el cuero cabelludo, unos estremecimientos le recorrieron la nuca y los brazos, y cerró los ojos.

– Desde que murió mi madre, nadie me había cepillado el cabello. Y eso fue cuando era niña.

– Es tan hermoso y espeso -lo elogió-. El mío es fino y lacio. Siempre deseé tener un pelo como el tuyo. Eres muy afortunada de tener ondas. Yo tengo que ponerme rizadores.

– ¿No es curioso? -Agatha abrió los ojos-. Yo siempre deseé tener cabello más fino, más lacio y rubio.

Jube cepilló todo el largo de los mechones, desde la coronilla hasta la espalda.

– ¿Crees que hay personas satisfechas con lo que tienen?

A Agatha le pareció una pregunta extraña, por provenir de una mujer tan bella como Jubilee. Las miradas de ambas se encontraron en el espejo.

– No lo sé. Pero supongo que todos deseamos algo.

– Si pudieras pedir cualquier cosa en el mundo, ¿qué desearías?

A Agatha siempre le pareció lo más evidente del mundo, y la dejó estupefacta que para Jubilee no lo fuese. Mientras movía el cepillo, distraída, tenía la cabeza rubia ladeada.

– Piernas y caderas sanas.

La respuesta de Jubilee no fue la que esperaba: no la miró asombrada o acongojada por haber pasado por alto algo tan obvio, sino que adoptó una expresión soñadora, mientras seguía cepillando el pelo de Agatha, y comentó:

– Sí, me imagino. Pero, ¿no es curioso? Nunca pensé en ti como lisiada.

El comentario fue una sorpresa absoluta. Aunque siempre estuvo convencida de que todo el mundo la miraba con lástima, sin saber por qué, le creyó. Nunca tuvo nadie con quien compartir sus sentimientos más íntimos, alguien que los compartiese con ella, y preguntó:

– ¿Y tú, qué desearías?

Jube dejó el cepillo, acomodó el pelo tirante y alto sobre la coronilla de Agatha en forma de nido, sujetándolo con las manos. Entonces la miró otra vez en los ojos y respondió con mucha suavidad:

– Una madre que, a veces, me cepillara el cabello. Y un padre que estuviese casado con ella.

Por largo rato, se comunicaron sólo con los ojos. Entonces, Agatha se dio la vuelta.

– Oh, Jubilee. -Le tomó las manos con cariño-. ¿No crees que somos unas tontas, aquí, deseando lo que nunca tendremos?

– No lo creo. ¿Qué mal hay en desear?

– Me imagino que ninguno. -Agatha parpadeó varias veces, y emitió un sonido que no llegaba a ser risa-. Acaba de ocurrírseme que, un año atrás, uno de mis deseos hubiese sido tener una amiga… Y ahora creo que encontré varios donde menos lo esperaba. Jubilee, yo… -La emoción le quebró la voz, mientras pensaba las palabras justas para expresar cuánto había llegado a valorar la amistad de Jubilee, Scott, y los otros. Los sentimientos hacia ellos la invadieron sin que lo advirtiese. Sólo en ese momento en que los necesitaba y estaban ahí, con las manos extendidas, pudo reconocer la profundidad de esa amistad-. Cuando digo que agradezco que me hayáis recibido aquí, hablo en serio. Estoy tan contenta de que estés aquí. Estaba muy acongojada por lo que sucedió en mi apartamento, pero ahora me siento mucho mejor.

Jube se inclinó y apretó la mejilla contra la de Agatha.

– Bueno. Entonces, ¿por qué no nos metemos en la cama? Al parecer, ya terminó el alboroto, de modo que podrás dormir un poco. Scotty dice que mañana iremos y limpiaremos tu casa. -Jubilee apartó las mantas y palmeó las sábanas, junto a ella-. Vamos, ven.

Agatha accedió, gustosa. Acomodó la almohada y se sentó contra ella, alzando los brazos para cumplir el último ritual del día.

– ¿Y ahora qué haces?

– Siempre me trenzo el cabello antes de dormir.

– ¿Para qué?

Pensó en una buena razón pero no se le ocurrió ninguna.

– Mi madre me enseñó que eso hace una dama todas las noches.

– Pero así debes dormir sobre el bulto de la trenza. Para mí, no tiene ningún sentido.

Agatha rió: nunca lo había pensado, pero Jubilee tenía razón.

– Lo último que haría con mi pelo sería trenzarlo.

– Bueno, pero entonces, ¿qué haces?

– ¿Cómo qué hago? Nada. Duermo con el cabello suelto. -Se pasó el cepillo por su propia cabellera, echó la cabeza atrás y la sacudió-. Es un placer.

– Está bien… -Agatha comenzó a deshacer la trenza inconclusa con los dedos-. Lo haré.

Sin dejar de cepillarse, Jubilee fue hasta el tocador, se metió el cigarro entre los dientes y fumó mientras se cepillaba.

– ¿Te molesta el cigarro?

– Para nada.

Agatha supo que era verdad. Por estar cerca de Gandy, había llegado a aficionarse.

– Me relaja, ¿sabes? -le explicó Jube-. Cuando termino de bailar, estoy toda tensa. A veces, me cuesta dormirme enseguida.

Jube enroscó el dedo alrededor del fino cigarro negro, fue hasta el pie de la cama y se sentó, reclinándose contra el rodapié de bronce, con el cenicero en la falda, todavía cepillándose el cabello rubio.

Alguien llamó a la puerta.

– Hola, somos nosotros. -Pearl y Ruby entraron, sin esperar permiso-. Nos enteramos de las malas noticias. No te aflijas. Es probable que no vuelva a suceder.

Por turno, fueron a apoyar la mejilla contra la de Agatha y a desearle las buenas noches.

– Si Jube empieza a roncar, ven conmigo.

Cuando se fueron, se oyó otra llamada.

– ¿Sí? -dijo Jube.

– Somos Jack e Ivory.

– Bueno, entrad… ya lo hicieron todos.

Agatha casi no tuvo tiempo de cubrirse con las mantas hasta el cuello antes de que ellos dos aparecieran.

– ¿Ya está tranquila, señorita Downing? -preguntó Jack.

– Sí, gracias. Jube me cepilló el pelo y me hizo olvidar todas mis angustias.

– No cabe duda de que Jube es buena con el cepillo -comentó Ivory.

¿Jube habría cepillado el pelo de Ivory? Antes de que pudiera imaginarse, siquiera, semejante espectáculo, éste dijo:

– Bueno, buenas noches, señorita Downing. La veré mañana.

– Buenas noches, Ivory.

– Buenas noches, pues -dijo Jack.

Un instante antes de cerrar la puerta, Jack asomó la cabeza:

– Aquí viene alguien más.

Desapareció, y Marcus tomó su lugar, con una taza humeante. La sonrisa le indicó a Agatha que era para ella.

– Oh, Marcus, qué considerado. -Aceptó la taza-. Mmm… té. Gracias, Marcus, es exactamente lo que necesitaba.

Marcus se puso radiante e hizo un gesto como de revolver azúcar y alzó las cejas con gesto interrogante.

– No, gracias. Así está bien. -Bebió un sorbo y asintió, en gesto aprobador-. Perfecto.

Marcus juntó las manos bajo la oreja y cerró los ojos, indicando dormir.

– Sí, después de esto dormiré maravillosamente. Gracias, otra vez, Marcus.

Al llegar a la puerta, saludó, y Agatha le devolvió el saludo. Salió y cerró.

Agatha sintió que se le desbordaba el corazón, que se le entibiaba por algo más que el té. Pensó que, tal vez, se había apresurado a pronunciar el deseo; quizá, lo que más deseaba en la vida era conservar para siempre este sentimiento, esta maravillosa sensación de familia.

En amistoso silencio, Agatha bebió y Jubilée fumó.

Después de un rato, Agatha comentó:

– Qué considerado fue Marcus.

El semblante de Jube se suavizó. Dejó de fumar y contempló el humo que subía.

– Es un cielo, ¿no? Siempre tiene un gesto amable para todo el mundo. Marcus es el hombre más bondadoso que conocí. Cada vez que estoy enferma me trae té con miel y coñac. Y una vez me dio friegas en la espalda. Fue un placer.

– Al principio, me afligía que no pudiera hablar -le confesó Agatha-, pero pronto descubrí que puede hacerse entender mejor que muchas personas con habla.

– Seguro. A veces me gustaría… -En el rostro de Jubilee apareció una expresión melancólica. Exhaló una nube de humo y murmuró-: Oh, nada.

– Dime, ¿qué te gustaría?

– Oh… -Se encogió de hombros y murmuró, tímida-: Que no fuese tan tímido.

– ¡Caramba, Jubilee! -Agatha levantó las cejas-. ¿Sientes… algo por Marcus? Quiero decir, ¿algo especial?

– Creo que sí. Pero, ¿cómo lo sabe una chica, si el hombre nunca le da un indicio?

– ¿Me lo preguntas a mí?

Con la mano extendida sobre el pecho, Agatha rió.

– Bueno, tú también eres una chica, ¿no?

– No creo. Ya tengo treinta y cinco años. No soy más una chica.

– Pero sabes a qué me refiero. En ocasiones, Marcus me mira… bueno, ya sabes, de un modo diferente. Y en el mismo momento en que creo que va a…

Golpearon la puerta.

– ¿Estáis vestidos? -se oyó la voz de Gandy.

Jube le murmuró a Agatha:

– Después seguiremos conversando. -Y levantando la voz-: Más que vestidos. Pasa.

La puerta se abrió lentamente, y Gandy se recostó contra el marco con la corbata floja y la chaqueta colgando del dedo, sobre el hombro. Le habló a Jube, pero mirando a Agatha.

– Veo que ya la instalaste.

– Por supuesto. Ahora se siente mucho mejor.

– Tiene mejor aspecto. -Apartó el hombro del marco y entró, arrojando la chaqueta a los pies de Agatha-. Cuando fue abajo, a buscarme, parecía un fantasma, ¿sabe? -Tomó la taza vacía-. Déme eso. -La dejó a un lado y se sentó junto a la cadera de la mujer, con un brazo del otro lado del cuerpo de Agatha-. Pero recuperó el color.

Agatha intentó subir más las mantas, pero el peso del hombre se lo impedía. Sobre el niveo camisón de cuello alto, las mejillas se le pusieron de un rosado intenso. Y el cabello era una gloria, flotando en ricas y espesas ondas que captaban la luz y la reflejaban casi con los matices del vino borgoña. La mirada admirativa del hombre se demoró unos momentos en él, y luego pasó a los transparentes ojos verdes. Eran cautivantes como ningunos que hubiese visto antes, claros como el agua del mar. Habían comenzado a perseguirlo por las noches, en la cama, y lo mantenían desvelado como si ella estuviese en el cuarto, observándolo. Dentro del pecho le brotó un calor inesperado, mientras las miradas de los dos permanecían unidas y el peso de Gandy hacía bajar las mantas con que Agatha se cubría los pechos.

– Ma-marcus me trajo té -tartamudeó, acalorada por la cercanía, por no estar vestida más que con el camisón, y sentir el calor del cuerpo de él contra la cadera-. Y Jubilee me cepilló el pelo. -Se lo tocó, insegura, como disculpándose-. Y todos los demás vinieron a darme las buenas noches.

– ¿De modo que ahora podrá dormir?

– Oh, sin duda. -Trató de sonreír, pero no pudo hacer otra cosa que abrir los labios, y revelar que su aliento era agitado. Manoseó con las yemas de los dedos los botones del cuello. De inmediato, él le atrapó la mano y la bajó. Se quedaron quietos, con los dedos entrelazados. El corazón de Agatha latía como un pájaro cautivo, pero quería decir muchas cosas-. No sé qué habría hecho sin todos ustedes esta noche -murmuró-. Gracias, Scott.

– No hay por qué darlas. -Cediendo a un impulso, la rodeó con los brazos y la estrechó con delicadeza contra el pecho. La retuvo así, sin moverse, por largo, largo rato-. Somos sus amigos. Para eso están los amigos.

El corazón le palpitó con fuerza contra él. No tenía otro lugar donde poner las manos que en los omóplatos de Scott. Era consciente de la presencia de Jubilee observándolos desde los pies de la cama, del intenso olor a cigarro en la ropa y la piel de Scott, y del hecho de que sus propios pechos sueltos estaban aplastados contra el pecho masculino: era la primera vez en su vida.

– Buenas noches, Gussie -susurró, y le besó el borde de la oreja-. Hasta mañana.

– Buenas noches, Scott -pudo decir, en un susurro.

Mientras el corazón de Agatha aún le palpitaba con fuerza dentro del pecho, Scott se levantó, tomó la chaqueta y bordeó la cama. Parado detrás de Jubilee, se inclinó sobre el rodapié de bronce. Jubilee alzó el rostro y le sonrió.

– Buenas noches, Jube.

Se besaron.

– Buenas noches, Scotty. La cuidaré bien para ti.

Le hizo un guiño a Jube y una sonrisa a Agatha.

– Todos lo hacen.

Luego, él también se marchó.

Cuando apagaron la lámpara y el edificio quedó en silencio, Agatha, tendida junto a la muchacha dormida, se quedó despierta por mucho tiempo, por más tiempo que nunca en su vida. Se sentía confusa, y más consciente de su cuerpo de lo que recordaba haber estado jamás. No sólo de las partes que le dolían, sino de las que no. Se sentía erizada de pies a cabeza. Dentro del pecho, el corazón golpeaba como si una fuerza mística lo hubiese despertado después de dormir todos esos años.

¿Cómo era posible que Scott le hubiese provocado algo semejante… sentado ahí, despreocupado, y tomándola en brazos sin el menor recato? ¡Y ella en camisón! ¡Y Jubilee ahí, al lado!

Pero en aquel momento, cuando le apoyó las manos en los omóplatos y su corazón se apoyó contra el de él, las preocupaciones de Agatha misma por el recato se esfumaron. Qué bueno fue sentirse apretada contra el cuerpo sólido, abrazada por un minuto. Qué ardiente sintió el rostro y qué insistente el pulso. Cuan plenos y pesados los pechos, cuando los aplastó. Recordó la sensación de tersura de la espalda de la camisa, estirada mientras la abrazaba. Y la barbilla de él contra su sien. Y el hueco del cuello contra su boca. Y el olor… ah, el aroma, tan diferente del propio, mezcla de agua de violetas y almidón…

Con la evocación, llegó el pudor.

Pero pertenece a Jubilee, ¿no es cierto?

Confundida, Agatha se dio vuelta y se acostó sobre la otra cadera. El mismo refrán le daba vueltas en la mente una y otra vez.

¿Cómo puede ser que Jubilee pertenezca a Scott, si quiere a Marcus?

Cuando al fin se durmió, lo hizo profundamente, pero sin respuestas.

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