Scott era el único que estaba en la taberna cuando Agatha entró por la puerta de atrás, poco después de la medianoche. Estaba sentado ante una de las mesas de tapete verde, en una postura suelta, un pie cruzado sobre la rodilla del otro, el codo apoyado en el borde de la mesa junto a una botella de whisky y una copa vacía. Arrojaba mecánicamente los naipes dentro del Stetson vuelto hacia arriba, en una silla cercana. Cinco seguidos dieron en el blanco.
La única lámpara encendida en el local era una de kerosén, ahumada, que pendía sobre la mesa. Derramaba una débil mancha de luz sobre la coronilla y confería a los ojos un brillo de obsidiana. Agatha se detuvo al final del pasillo.
Entre uno y otro naipe, Scott le echó una mirada.
– Pase, señorita Downing -remarcó, en voz tan baja que casi no llegó a destino. Flip. Flip. Dos más en el sombrero. Agatha lanzó una mirada cautelosa a la puerta cerrada de Willy-. Oh, no te preocupes por el niño. Está dormido.
Flip. Flip.
La mujer avanzó hasta el borde del círculo de luz y se detuvo con las manos en el respaldo de la gastada silla del capitán, similar a aquella en la que Gandy estaba sentado.
– Siéntate -la invitó, sin levantarse.
Agatha echó un vistazo a los naipes, que seguían volando hacia el sombrero.
– Oh, lo siento.
Con una sonrisa fría, se estiró para levantar el Stetson de la silla, sacó las cartas y se caló el familiar sombrero de copa baja sobre los ojos, dejándolos en la sombra por completo. La disculpa no expresaba ni un atisbo de contrición. Acomodó el mazo y lo apoyó con fuerza junto a la botella.
Agatha se sentó a la derecha, tensa por los modales arrogantes, desusados de Scott.
– Querías hablarme.
– ¿Que quería, dices? -remarcó con amargura-. Ninguno de los dos quería sostener esta conversación, ¿no crees?
– Scott, estuviste bebiendo.
El hombre dirigió una mirada torcida a la botella.
– Así parece, ¿no?
Agatha arrebató la botella, olió el contenido, hizo una mueca de disgusto y la dejó, con gesto enérgico.
– ¡Matarratas!
– De ninguna manera. Para esta conversación, elegí el mejor. -Llenó de nuevo el vaso y alargó la botella hacia Agatha-. ¿Me acompañas?
– No, gracias -replicó, cortante.
– Oh, claro que no. -Apoyó la botella de golpe-. Lo olvidé. Vosotras no tocáis esto, ¿no es así?
Esa noche, el acento sureño, arrastrado, era muy marcado. Al principio, pensó que estaba ebrio pero comprendió que estaba por completo sobrio, y eso hacía que la actitud desafiante fuese más desagradable aún. Se puso rígida y alzó la barbilla.
– Si me hiciste venir aquí para hablar de Willy, no creas que vas a amedrentarme enrostrándome la botella. No caeré, ¿entiendes? -Los ojos claros relampaguearon, y los labios se apretaron, decididos-. Lo discutiremos sensatamente, sin rencor y sin alcohol… o nada.
El codo estaba flexíonado, pero el vaso se detuvo a mitad de camino hacia los labios.
– Déjalo, Scott -le ordenó-, o subiré a mi casa ahora mismo. La respuesta a nuestro dilema no la encontraremos en el fondo de una botella de centeno fermentado. Me sorprende que, a estas alturas, no lo hayas aprendido.
Scott pensó en beberlo de un trago, con el único propósito de apaciguar la intensa frustración que esa mujer le provocaba siempre, pero al fin lo dejó y lo empujó hacia el extremo más lejano de la mesa, junto con la botella.
– Gracias -dijo Agatha, serena, sosteniendo con firmeza la mirada del otro. De pronto, Scott se sintió infantil apelando a esas actitudes, mientras que ella estaba ahí, inconmovible, dispuesta a discutir con él en términos de igualdad-. Ahora bien -agregó con calma-, con respecto a Willy.
Scott soltó el aliento largamente retenido, y le informó:
– Para el primero de diciembre, habré cerrado la Gilded Cage.
La aparente firmeza abandonó a Agatha en un segundo.
– Tan pronto… -dijo, ablandada.
La animosidad de los dos se había evaporado como si nunca hubiese existido. La grosería con que se armó el hombre, el tozudo recato que defendió a la mujer, los abandonaron a ambos. Sentados ahí, bajo el círculo de luz, quedaron indefensos.
– Sí. No tiene sentido que nos quedemos sin ganar un centavo. De cualquier modo, tendríamos que cerrar así que, ¿para qué postergarlo?
– Pero yo esperaba que… Pensé que tal vez te quedarías igual, hasta después de Navidad.
– Todos nosotros lo conversamos, y los otros están de acuerdo conmigo. Cuanto antes nos marchemos, mejor. Nos vamos todos, salvo Dan. Decidió quedarse y vivir de nuevo con la madre.
– ¿Cuándo te vas?
Scott levantó el vaso que había llenado y le dio un sorbo, distraído y, en esta ocasión, Agatha no puso objeciones. El hombre apoyó los codos en la mesa y trazó círculos con el fondo del vaso sobre el paño verde.
– Estuve pensando mucho en lo que me dijiste… acerca de dejar descansar a los fantasmas, y llegué a la conclusión de que tienes razón. Regresaré a Waverley, al menos por ahora.
Agatha estiró la mano por la mesa y le apretó con dulzura el antebrazo:
– Bien.
– Aunque no sé qué encontraré allá, qué haré, tengo que ir.
– Es lo que debes hacer, estoy convencida. -El ala del sombrero bajó un poco, y supuso que fijaba la mirada en la mano. De inmediato, la retiró y la puso en el regazo. El silencio se alargó-. Entonces… -dijo, al fin, exhalando un suspiro nervioso-. Tenemos que tomar una decisión respecto de Willy. ¿Tú lo quieres?
No podía verle los ojos, pero los sentía fijos en ella.
– Sí. ¿Y tú?
– Sí.
Los dedos se crisparon con más fuerza sobre el regazo.
Otra vez, silencio, mientras se preguntaban cómo seguir.
– Entonces, ¿qué propones? -preguntó la mujer.
El hombre se aclaró la voz y se sentó más erguido, jugueteando con el vaso, pero sin beber.
– Pensé y pensé, pero no encuentro solución.
– Podríamos preguntarle a Willy -sugirió.
– Yo ya lo pensé.
– Pero no es justo obligarlo a elegir, ¿no te parece?
Hizo girar el licor una y otra vez.
– Esta mañana, después que lo mandé a llevarte la nota, cuando volvió a mi oficina, nosotros… bueno, discutimos. -Le lanzó una mirada fugaz y sumisa, y se concentró de nuevo en el vaso-. Para ser sincero, lo regañé sin ningún motivo. Pero nos reconciliamos, se me sentó encima un rato y charlamos… sobre la plantación. Le pedí que pensara si le gustaría vivir allá. Primero, preguntó si yo también estaría, y le dije que sí. Luego, preguntó si tú estarías, y le dije que no. -Levantó la vista, pero la de Agatha se posó sobre el paño verde de la mesa-. Entonces, Willy dijo que no, que en ese caso no quería ir a ningún lado, que quería que nos quedáramos todos aquí, juntos.
La mujer no se movió, permaneció sentada mirándose las manos juntas sobre el regazo. La mirada de Gandy se demoró en las pestañas y las sombras alargadas que proyectaban, sobre las iíllas sonrosadas; la boca, caída en gesto resignado; la línea fina de la mandíbula y el fascinante cabello recogido con matices rojizos que brillaban hasta bajo la luz tenue de la lámpara; los pechos, constreñidos en el rígido tafetán granate del recatado vestido de cuello alto, y los brazos, en postura militar, a los costados.
– No -respondió con voz desmayada-, no podemos pedirle a un niño de cinco años que adopte semejante decisión.
– No -repitió Gandy-, no sería justo.
Aún con la vista fija, Agatha murmuró:
– ¿Qué es justo?
Por supuesto, no hubo respuesta. La justicia era algo en que ninguno de los dos pensó antes en una situación de tal vulnerabilidad.
Quiere tanto a Scott, pensó.
¿Qué hará sin Gussie?, pensó él.
Todos los pequeños necesitan un padre.
Un chico necesita una madre más que ninguna otra cosa, y ella es la primera que conoció.
Scott es su ídolo.
Ella le enseña todo el tiempo.
Yo soy demasiado estricta con él.
Yo soy demasiado complaciente con él.
Waverley debe de ser un lugar espléndido para que se críe un niño.
No sería justo alejarla de todo lo que le resulta familiar.
Alrededor, todo era silencio. Una corriente invernal se coló por el suelo. En el cuarto del fondo, un chico dormía mientras Agatha y Scott decidían su destino. Fuera cual fuese la decisión, sería dolorosa para los tres.
Vacilante, Agatha tomó el vaso de la mano de Scott. La mano le temblaba y dejó los ojos mientras alzaba el vaso y bebía. Sólo entonces miró a Scott.
– Tenemos que valorar honestamente cuál de los dos hogares será mejor para él.
Durante un minuto, Scott reflexionó con los dedos cruzados sobre el estómago, observándola.
– En mi mente no hay dudas: el tuyo. Yo no sé siquiera dónde me estableceré de modo permanente.
– Te establecerás en Waverley. Estoy segura. Debes hacerlo, es tu derecho de nacimiento, y sería un lugar maravilloso para criar a un niño, con tanto aire puro y sin vaqueros ordinarios alrededor.
– Pero, ¿quién lo cuidará como tú? ¿Quién lo mantendrá en la buena senda?
Con sonrisa dolorida, respondió:
– Te subestimas, Scott Gandy. Tú lo harás. Bajo esa apariencia, eres una persona muy honorable.
– No tanto como tú. Y puedes enseñarle. Ya comenzaste a hacerlo al corregirlo constantemente y obligarlo a mantener las uñas y las orejas limpias. Me temo que yo no tendría paciencia para eso.
– Para eso hay escuelas.
– Cerca, no.
– Y espacio. Tanto espacio. Si Waverley tiene tantas habitaciones, que podría dormir en una diferente cada noche. Yo tengo una sola, y no tendríamos intimidad ni él ni yo.
– Pero tú serías mejor ejemplo. Lo haces ir a la iglesia y cuidar los modales.
– Los niños también necesitan un ejemplo masculino.
– Willy estará bien. Tiene mucho temple.
– Gran parte, lo obtiene de ti. Si hasta habla pon acento sureño, últimamente.
– Pero yo también tengo malas costumbres.
– Todos las tenemos.
No replicó de inmediato, y Agatha sintió que sus ojos la escudriñaban, inquietándola.
– Tú no. Al menos, yo no lo noté.
– Ser fastidiosa puede convertirse en un mal hábito si se hace con fanatismo. Y, en ocasiones, creo que me vuelvo fanática. -Se echó hacia adelante, ansiosa-. Los niños necesitan… revolcarse juntos en el barro, y volver a casa con las pantorrillas raspadas, trepar a los árboles y… y…
Se quedó sin ideas, abrió las manos y luego las dejó
– Si entiendes todo eso, no serás demasiado fastidiosa con él.
Le tocó a Agatha observarlo, y hubiera deseado poder verle los ojos. Tenía una última carta de triunfo. Al jugarla, su voz se tornó más suave, intencionada:
– No estoy segura de poder tenerlo, Scott. A duras penas puedo mantenerme yo y pagar el salario de Violet, incluso con la máquina de coser.
– Bastaría con que me telegrafiaras, y tendrías todo el dinero que necesitaras.
La generosidad la conmovió hondamente:
– Significa mucho para ti.
– No más que para ti.
Por un momento, se sintieron atrapados en lo irónico de la situación: dos personas que amaban tanto a Willy que trataban de convencer al otro de que se lo quedara.
Por fin, Agatha dijo:
– Así que, estamos como al principio.
– Así parece.
Agatha suspiró y fijó la vista en un rincón oscuro del salón. Cuando habló, lo hizo con tono melancólico.
– Una madre perfecta, un padre perfecto… ¿no es una pena que uno de nosotros tenga que vivir en Mississippi y el otro, en Kansas? -De repente, advirtió lo que había dicho y temió que la interpretara mal-: No quise decir…
Sintió calor en el cuello y bajó la vista.
– Sé lo que quisiste decir.
Ruborizada, buscó las palabras para disimular la incomodidad del momento:
– ¿Cómo lo decidimos? No podemos preguntarle a Willy, y no podemos llegar a una conclusión acerca de quién es mejor padre.
¡Zzzt! ¡Zzzt!
Antes de saber qué era, oyó el ruido: la uña del pulgar de Scott repasaba el borde de los naipes sobre el paño verde.
– Tengo una sugerencia -dijo en un tono bajo que, en otro momento, en otras circunstancias, habría resultado seductor. ¡Zzzt! ¡Zzzt!-. Pero no sé cómo lo tomarás.
La mirada de Agatha cayó sobre el mazo de naipes.
– Una sola mano -prosiguió Scott-, por la apuesta más alta.
Agatha se sintió como la noche que había perforado el agujero en la pared, como si encontrara algo prohibido y fuese a quedar descubierta en cuanto empezara. Pero, ¿quién estaría presente para atraparla? Era una mujer grande, una adulta, y no recibía mandatos de nadie más que de sí misma.
El único músculo que se movía en el cuerpo de Scott era el pulgar que seguía repasando el borde del mazo. Apoyado contra el respaldo, contemplaba la batalla de la mujer contra su propio, rígido código de ética.
– ¿Qué dices, Gussie?
Sintió el corazón en la garganta.
– ¿El futuro de W… Willy, decidido por una partida de naipes?
– ¿Por qué no?
– Pero yo… nunca jugué.
– De cinco. Sin empate. Las miras y lloras.
Entre los ojos de Agatha apareció un pliegue de confusión:
– N… no entiendo.
– Te explicaré las reglas del juego. Son simples. ¿Qué opinas?
Agatha tragó e intentó sondear la sombra que echaba el ala del sombrero.
– Quítate el sombrero.
Scott alzó los hombros.
– ¿Qué?
– Que te quites el sombrero para que pueda verte los ojos.
Tras una larga pausa, se lo quitó lentamente y lo dejó sobre la mesa. Los ojos claros y sinceros se clavaron en los fríos ojos marrones con mirada inflexible.
– Cuando jugaste con Willy y la apuesta era una excursión al Cowboy's Rest, ¿hiciste trampa?
Levantó las cejas, las bajó con esfuerzo y apoyó otra vez los hombros en el respaldo.
– No.
– Muy bien. -Adoptó un aire práctico-. Explícame las reglas.
– ¿Estás segura, Gussie?
– Ya hice todo lo que se hace en esta taberna: vi mujeres bailando el cancán, bebí whisky de centeno, hasta me acostumbré al humo de tu cigarro. ¿Por qué no jugar al póquer, también?
Gandy sonrió torcido. Le apareció un hoyuelo en la mejilla izquierda. ¡Maldición! ¡Vaya con la jugadora! Dio vuelta el mazo. Los naipes eran difíciles de leer pues no tenían números, pero Agatha se concentró mientras le explicaba los valores de las manos de póquer, del más alto al más bajo, reacomodando los naipes para ilustrarlo: flux real (todos del mismo palo), flux, escalera, flor, dos pares, par.
– ¿Quieres que lo anote?
– No, lo recordaré.
Los recitó de corrido, a la perfección, y Gandy la miró con indisimulada admiración. Si la apuesta no hubiera sido tan alta, habría hecho un comentario mordaz pero, dadas las circunstancias, acomodó el mazo y comenzó a mezclar.
Lo vio manipular los naipes con económicos movimientos de los dedos largos y fuertes. Escuchó el crujir brusco de los bordes al mezclar, después los acomodó con pulcritud y los puso en línea. En el dedo, el anillo relampagueó y Agatha recordó el día que llegó al pueblo: qué lejos estuvo de sospechar que esa llegada la conduciría hasta una mesa de póquer compartida con él, a medianoche, en un salón mal iluminado.
Apoyó de un golpe las cartas ante ella, haciéndola saltar.
– ¿Qué?
Levantó la mirada.
– Puedes dar.
– Pero yo…
Miró el mazo azul y blanco. Samuel Han, leyó, en la primera.
– Mézclalas, también, si aún desconfías de mí.
– No.
– Entonces, da. Cinco cartas: una a mí, la siguiente a ti cara arriba.
Lo miró como si hubiese insinuado que se quitaran la ropa alternativamente. Scott se respaldó y sacó un cigarro del bolsillo del chaleco azul hielo y las tijeras de oro con las que le rebanó la punta. Agatha lo observaba, fascinada, guardar las tijeras y encender el cigarro.
– Nunca apuesto sin tener uno en la mano -explicó.
– Ah.
En medio del silencio, el humo flotó hasta la nariz de Agatha.
– Adelante, Gussie -dijo con calma-. Da.
La mujer tomó las cartas como si fuese a salir un escorpión de entre ellas. Las sentía extrañas en las manos, resbalosas y nuevas, y aun así, no tan amenazadoras como podría suponerse, teniendo en cuenta el desastre que eran capaces de acarrearle.
Le dio la primera, sin deslizarla.
Quitándose el puro de la boca, le recordó:
– Cara arriba.
Obediente, lo dio vuelta: tenía tres tréboles negros.
– Tres -anunció Scott.
El de Agatha tenía una dama coronada y un corazón rojo.
– Reina de corazones -explicó Scott-. Vence a mi tres.
El tercero de Gandy fue otro tres, pero para cuando tenían cuatro cada uno, sobre la mesa no había nada promisorio. Con manos trémulas, Agatha dio la vuelta el último naipe: un siete de espadas sin nada que lo superase. Antes de dar vuelta el último, contempló la figura que había en el dorso y le pareció que oscilaba ante sus ojos. El corazón le latió en la garganta. Los ojos claros se toparon con los oscuros a uno y otro lado de la mesa, y el humo del cigarro se elevó entre ellos. Scott aguardaba con la misma calma que si estuviera esperando el postre, y en cambio, Agatha, temblaba como si sufriese de paludismo.
– Sea lo que fuere, no habrá resentimientos -dijo el hombre.
Con un gesto silencioso, pues no confiaba en la firmeza de su voz, la mujer asintió.
Inspirando una bocanada honda y conteniéndola. Agatha dio vuelta la última carta.
Era un dos. El par de tres de Scott superaba a su par de dos.
Los contempló, tragó saliva. Scott cerró los ojos y exhaló un suave soplido por la nariz, golpeado por la ironía de haber ganado a Willy con la peor mano que le hubiese tocado jamás. Abrió los oíos, y vio a Agatha cenicienta, atónita. Tendió la mano, cubrió el dorso de la de ella y la oprimió fuerte… fuerte.
Pero en los ojos de Gandy no brilló ninguna chispa de triunfo. Más bien, parecían desolados.
– Gussie, yo…
– ¡No! -Sacó la mano de un tirón-. No pronuncies ninguna frase noble. Yo perdí limpiamente. ¡Willy es tuyo!
Se incorporó. La silla chirrió al ser empujada atrás, y como Agatha se movió con mucha rapidez, se balanceó contra el borde de la mesa. El licor se desbordó del vaso y formó una mancha oscura en el paño verde, pero ninguno de los dos lo notó. Gandy también se levantó.
– ¡Gussie, espera!
Levantándose la falda, cojeó veloz hacia la puerta trasera para no echarse a llorar delante de él.
Cuando se hubo marchado, Scott permaneció en la penumbra silenciosa de la taberna fría, tratando de convencerse de que había sido una mano limpia: ella misma la dio. La fatalidad eligió por ellos.
Aferró el borde de la mesa, y lanzando una violenta maldición, la volteó, haciendo caer sillas y naipes, que volaron por el salón. El cristal se hizo astillas. La botella rodó contra la pata de la mesa y se detuvo, gorgoteando su contenido sobre el suelo de tablas.
Al oírlo, se sintió peor.
Se derrumbó en una silla, se echó hacia adelante, y se apretó la cabeza. ¡Dios misericordioso! ¿Cómo fue capaz de quitarle al niño? No tenía a nadie en el mundo. ¡A nadie! «Y yo tengo tanto», pensó. Permaneció así, sentado, hasta que alguien le tocó levemente la muñeca. Se irguió como si le hubiesen disparado.
– ¿Qué haces levantado? -preguntó con brusquedad.
– Oí un ruido -respondió Willy-. ¿Estás bien, Scotty? ¿Tienes diarrea otra vez, o algo así?
– No, estoy bien.
– No se te ve bien. Pareces enfermo. ¿Qué pasó con la mesa?
– No te preocupes, muchacho. Escucha… ven aquí.
Willy se acercó arrastrando los pies, las manos extendidas, y de pronto se encontró sobre el regazo de Scott.
– Tengo algo que decirte. -La mano larga de Scott subió y bajó por la espalda de Willy, sobre la áspera ropa interior que usaba cuando hacía frío-. ¿Recuerdas que te pregunté sobre la plantación, si te gustaría vivir allí? Bueno, iremos. Se llama Waverley y es donde yo viví cuando tenía tu edad. Un día de estos cerraré la taberna y regresaré, pero te llevaré conmigo, Willy. ¿Te gusta?
– ¿Quiere decir que viviré contigo para siempre, siempre?
– Así es. Para siempre, siempre.
– ¡Hurra! -exclamó, embelesado.
– ¿Crees que te agradará eso?
– ¡Claro… Cristo!
Se le iluminó la cara.
– Viajaremos en tren. Mississippi está lejos.
– ¡En tren… Jesús! -Los ojos del niño expresaban deleite y brillaban como un par de pecanas del Sur-. Nunca antes fui en tren. -Alzó la cabeza, aferró una de las solapas de Scott y lo miró en los ojos-. ¿Gussie irá con nosotros?
Scott esperaba la pregunta y, aun así, lo golpeó como un puñetazo en el plexo solar.
– No, hijo, no irá. Gussie vive aquí. Como tiene su negocio aquí, se quedará.
– Pero quiero que venga con nosotros.
Scott lo rodeó con los brazos, y lo estrechó contra el pecho.
– Ya lo sé, pero no es posible.
Willy se apartó y lo miró, ceñudo:
– Pero es nuestra amiga. Se sentirá mal si me voy sin ella.
A Scott se le hizo un nudo en la garganta. Se aclaró la voz y cerró con torpeza el último botón de la ropa de dormir de Willy.
– Sé que se sentirá mal. Pero, de vez en cuando podrás volver en el tren a visitarla. ¿Te gustaría?
Willy se encogió de hombros y fijó la vista en la solapa, desconsolado.
– Supongo que sí -farfulló.
El desánimo del chico reflejaba de tal modo el de Gandy que, cuando lo tomó de los hombros, y le habló, fue para consolarlos a los dos.
– Escucha, hijo, a veces, aunque amemos a las personas, tenemos que abandonarlas. Eso no significa que las olvidemos ni que no vayamos a verlas nunca más. Y no te olvides de que Agatha te ama. Si pudiera, ella te retendría aquí, pero sería muy duro por lo pequeño del lugar en que vive. En Waverley, habrá lugar de sobra para ti, y tendrás un cuarto para ti solo en la mansión… ésa del cuadro que está en la sala, ¿sabes? Ya no dormirás más en la despensa. Y habrá miles de cosas para ver y para hacer. Y hay un río donde puedes pescar. -Forzó un tono alegre-. Ya verás las enredaderas de uva silvestre de las que puedes colgarte en el bosque. ¡Trepan tan alto en las encinas que hay junto al agua, que no se puede ver la punta!
– ¿En serio?
Si bien Willy recuperó una parte del entusiasmo, estaba empañado por una nota de tristeza.
– En serio.
– Pero, ¿podré volver a visitar a Gussie?
– Sí, te lo prometo.
Willy pensó un instante, y concluyó:
– Se sentirá mejor cuando le diga eso.
Scott apoyó una mano en la cabeza rubia.
– Sí, estoy seguro.
– Me llevaré a Moose, ¿no'cierto?
Esto era duro. Scott también lo esperaba, pero no supo qué responder.
Interpretando mal la vacilación de Scott, Willy se corrigió:
– Quise decir, ¿no es cierto?
La influencia de Agatha. La necesitaba mucho, y la culpabilidad de Scott por haber recibido la mano ganadora se renovó. Tomó a Willy de los brazos y lo acarició subiendo y bajando las manos.
– Sería incómodo en el tren, hijo. Pernoctaremos en un coche dormitorio, y un animal no puede dormir ahí. Pero estaba pensando; tienes razón, Agatha nos echará de menos. Quizá le gustaría tener a Moose para hacerle compañía.
– Pero…
Los ojos de Willy comenzaron a llenarse de lágrimas, que luchó por contener.
En el último medio año había perdido mucho. Primero, el padre, ahora a Agatha, y hasta al gato. Era esperar demasiado que un pequeño de cinco años aceptara tantas pérdidas con estoicismo.
– En cuanto lleguemos a Waverley, conseguiremos otro gato -prometió Scott-. ¿Hacemos trato?
Willy se encogió de hombros y dejó caer el mentón. Scott lo estrechó otra vez contra el pecho.
– Oh, Willy…
Se le agotó el falso entusiasmo y permaneció largo rato con la mejilla sobre el pelo del niño, mirando el suelo. Comprendió que lo mejor para todos sería hacer un corte limpio, rápido. Les diría a todos que empacaran al día siguiente y, al otro, tendrían que estar preparados para irse.
– Es tarde. ¿No crees que tendríamos que dormir un poco?
– Creo que sí -respondió Willy, melancólico. Scott se levantó con Willy en el brazo y se estiró para alcanzar la lámpara-. ¿Puedo subir contigo? -pidió el chico.
Scott se detuvo en la puerta de la despensa.
– Creo que esta noche Jube duerme conmigo -respondió.
– Oh. -La decepción del chico fue evidente, antes aún de que preguntase-: ¿Cómo es que duerme contigo y besa a Marcus?
– ¿Qué?
Una línea de consternación apareció entre las cejas de Gandy.
– Besa a Marcus. La vi la noche en que se lastimó la mano. Y el día que fuimos al picnic, casi lo hicieron. Yo me di cuenta.
– ¿Marcus?
¡De modo que eso era lo que andaba mal!
– ¿Jube y Marcus y todos los demás irán a Waverley con nosotros? -Distraído, Scott demoró en responder-. ¿Irán? -insistió.
– No lo sé, muchacho. -Entró en el cuarto de Willy y lo arropó, todavía con la cabeza en otra parte-. Y ahora, a dormir, y antes de que te des cuenta será de mañana. Tendremos mucho que hacer para prepararnos.
– De acuerdo.
Scott se inclinó y lo besó pero, a mitad de camino, lo detuvo la voz de Willy.
– Eh, Scotty.
– ¿Qué?
– ¿Hay vacas en el Mississippi?
– ¿Te refieres a las que se ven aquí, cuando vienen los vaqueros?
– Sí.
– No. Sólo las que tenemos para ordeñar. Ahora, duerme.
Scott se sintió un poco mejor al dejar a Willy, comprendiendo que el niño empezaba a sentir curiosidad. Era la primera señal concreta de entusiasmo que mostró desde que supo que Agatha no iría con ellos. Pero cuando llegó a la habitación, los pensamientos pasaron de Willy a Jube.
No estaba en su cama, como esperaba. Pero tenía sentido. Ahora, todo tenía sentido.
A la mañana siguiente, Willy estaba en su taburete junto a la máquina de coser de Agatha, con Moose en brazos. Con su característica franqueza infantil, le dijo:
– Tengo que irme con Scotty en el tren, y voy a vivir con él en Mississippi y dice que tú no puedes ir con nosotros.
Agatha siguió cosiendo. En cierto modo, dirigir el movimiento de la tela le impedía quebrarse.
– Está bien. La ley de prohibición obliga a cerrar la taberna, pero yo tengo que seguir haciendo vestidos y sombreros para las señoras de Proffitt, ¿no es así?
– Pero yo le dije que te sentirías mal. ¿No vas a sentirte mal, Gussie?
Pedaleó como si su cuerpo extrajera la vida de la aguja brillante.
– Claro que sí, pero estoy segura de que volveré a verte.
– Scotty dice que puedo venir en tren.
El pedaleo se interrumpió bruscamente. Agatha tomó la mano de Willy, sin poder contenerse.
– ¿Eso dijo? Oh, qué bueno saberlo. -Era el premio consuelo aunque, en ese momento, no valía demasiado. Con un esfuerzo, reanudó el trabajo-. Estoy haciéndote un par de pantalones abrigados, de lana, para que te lleves.
– Pero allá hace calor.
– No siempre.
– Scotty dice que hay enredaderas para columpiarse, y que me comprará un caballo que yo pueda montar.
– ¡Caramba! ¿Qué te parece?
Sí, todo lo que este chico merece.
– Pero, Gussie.
– ¿Qué?
– Dice que no puedo llevar a Moose. ¿Te lo quedarás?
Por favor, Dios, haz que Willy hable de otra cosa. Haz que este día pase volando. Déjame pasarlo sin derrumbarme delante de él.
Pero tuvo que dejar de coser otra vez, pues las lágrimas le borroneaban la aguja. Se inclinó a levantar un retazo del suelo, secándose los ojos con disimulo antes de enfrentar a Willy y rascar a Moose bajo el mentón.
– Por supuesto que sí. Me encantará tener a Moose. Si te lo llevaras, ¿quién cazaría los ratones?
– Scotty dice que cuándo lleguemos podré tener otro gato. Seguramente, también lo llamaré Moose.
– Ah, es una buena elección. -Se aclaró la voz y volvió al trabajo-. Escúchame, querido, tengo mucho que hacer. Quería cortar y coser una camisa para ti, también.
– ¿Puedes hacerla blanca, con el cuello desmontable, como la de Scotty?
¡Por favor, Willy, no me hagas esto!
– Bl…blanca… claro, por supuesto.
– Nunca tuve una con cuello desmontable.
– Pues, mañana la… la tendrás, querido.
– ¡Iré a decirle a Scotty!
Saltó del taburete y salió corriendo. Cuando la puerta se cerró de un golpe, Agatha apoyó los codos en la máquina y se cubrió la cara con las manos. Dentro de ella, todo se estremecía. ¿Cuánto tiempo seguiría aumentando el dolor, hasta que al fin se apaciguara?
Poco después del mediodía, Willy apareció con una nota para Agatha, pero ella estaba ocupada adelante, con una cliente, y la recibió Violet.
– No tengo que molestarla cuando está ocupada -le confió.
Violet le dirigió una sonrisa temblorosa, y sacó una moneda del bolsillo.
– Muy bien, señor. Entregaré el mensaje cuando la cliente se vaya. Ahora, corre a comprarte la vara de zarzaparrilla.
Pasó la mirada de su mano a los ojos acuosos de Violet.
– ¡Todo esto! ¡Gracias!
– Date prisa. Tengo cosas que hacer.
Tenía muy poco que hacer, pero fue un alivio que Willy saliera corriendo otra vez y ella pudiera enjugarse las lágrimas en privado.
Cuando la cliente salió, Violet apartó las cortinas lavanda y entró en el salón del frente.
– Hace un rato, Willy trajo esto para ti.
Agatha miró el sobre y reconoció la escritura de Scott con una sola palabra: «Gussie».
Violet permaneció al lado, retorciéndose las manos, observando los ojos de Agatha mientras leía el mensaje en voz alta:
Querida Gussie:
Willy y yo reclamamos el placer de tu compañía, para cenar esta noche en el restaurante de Paulie. Pasaremos por tu casa a buscarte, a las seis en punto.
Con cariño,
Willy y Scott
Violet parpadeaba.
– Bueno, caramba, ¿no es amable?
Agatha dobló sin alterarse la nota y la metió otra vez en el sobre.
– Sí -dijo en voz queda.
Violet agitó una mano.
– Bueno, tienes… tienes que dejar que yo cierre esta noche, y subir a vestirte.
Agatha levantó los ojos tristes que se encontraron con los de Violet, y las dos mujeres se miraron, dejando de lado todo fingimiento. Las dos se sentían desdichadas, heridas, y no intentaron ocultarlo. Agatha apretó su mejilla firme contra la de Violet, blanda y arrugada.
– Gracias -dijo, con suavidad. Violet la abrazó con fuerza un instante, y luego Agatha retrocedió y se secó los ojos como si la irritara que ocurriese tan frecuentemente los últimos tiempos-. Si no pongo manos a la obra -dijo con brusquedad-, jamás terminaré esa camisa para Willy a tiempo.
Estaban todos vestidos con sus mejores galas cuando Agatha fue a abrir la puerta a las seis, esa noche: Scott, con el traje color ciervo y un grueso sobretodo que no le conocía; Willy, con el traje dominguero que se había puesto para el funeral del padre, y la nueva chaqueta de invierno; Agatha, con el vestido púrpura y melón que había usado en el té del gobernador, aunque no se puso el sombrero, cosa que agradó a Scott. Tenía un cabello demasiado hermoso para cubrirlo con nidos de pájaros y plumas. Siempre quiso decírselo pero, por algún motivo, nunca encontró el momento adecuado.
– Buenas noches -dijo Gandy, cuando Agatha abrió la puerta.
Los ojos de los dos se encontraron, hasta que Willy reclamó:
– Eh, Gussie, yo también estoy aquí.
De inmediato, se inclinó, le tomó las mejillas y lo besó.
– Ya lo creo. ¡Y qué apuesto!
Sonrió, orgulloso y alzó la vista.
– ¿Tan apuesto como Scotty?
La mujer contempló el rostro del hombre que no olvidaría mientras le quedara aliento, y respondió en tono mucho más sereno que el de la pregunta:
– Sí. Tan apuesto como Scotty.
Siempre quiso decírselo, pero se contenía por ser una mujer soltera. No obstante, si Willy le hacía la pregunta, ¿qué podía hacer sino responderla con sinceridad? Si hubiese podido elegir el momento, el lugar y la situación, lo habría dicho de otra forma, pero por lo menos ya lo sabía.
Scott abrió la boca, pero la cerró otra vez con un tenue suspiro.
Agatha se dio la vuelta.
– Debo tomar mi capa.
No esperaba que Gandy estuviese tan cerca cuando se apartó del guardarropa con la prenda en la mano. Al girar, chocó con el brazo de él. Ante la proximidad, el aroma, los hombros anchos enfundados en el abrigo, el atractivo abrumador del rostro, su corazón dio un salto.
– A ver, permíteme -le pidió en voz suave, quitándole la capa de la mano.
– Gracias.
Se volvió, y Gandy le puso la capa de terciopelo marrón sobre los hombros, y después le apretó los brazos y la atrajo de espaldas hacia sí.
– Por favor, no te pongas la caperuza -le pidió, en un susurro, rozándole la oreja con los labios-. Tu cabello es demasiado encantador para cubrirlo.
El latir de su pulso pareció agitar hasta el aire en torno.
– Scott… -susurró, cerrando los ojos, sumergida en emociones dulces y amargas a la vez.
– ¡Eh, tengo hambre! -exclamó Willy desde la entrada-. Vamos.
A desgana, Scott soltó a Agatha y retrocedió, cediéndole el paso. Willy bajó corriendo las escaleras a riesgo de romperse el cuello. Agatha se aferró a la baranda, pero Scott la sostuvo con firmeza del codo libre. No se le ocurrió qué decir mientras llegaban abajo y él deslizó la mano hasta la de ella. La sujetó con fuerza hasta que llegaron al final del callejón. En la acera, la tomó otra vez del codo.
La cena fue una representación que, después, Agatha no recordó con claridad. Ella y Scott conversaron, pero no supo bien de qué. Willy parloteó con infantil entusiasmo e hizo interminables preguntas a Scott:
– ¿Dónde dormirá mi nuevo gato? ¿Qué es la uva silvestre? ¿Hay víboras allá?
Scott respondía sucintamente: «en la cocina»; «una enredadera salvaje»; «sí», pero no prestaba toda su atención a Willy. Contemplaba a Agatha, sintiéndose inquieto, agitado, a medias excitado y culpable. Era adorable. ¿Cómo no lo había notado antes? ¿Por qué le llevó tanto tiempo? Y era toda una dama, más que cualquier mujer que hubiese conocido hasta entonces.
Agatha comió poco, con tan increíble delicadeza que cada movimiento de las manos y las mandíbulas parecía más una danza que los banales actos de levantar la comida y masticar. Scott percibió lo cerca que estaba de quebrarse, las lágrimas tan cerca de la superficie de los ojos que parecían del matiz de una hoja de magnolia bajo la lluvia de primavera. Tenía la respiración agitada, y se ruborizaba por el esfuerzo de contener jas emociones, tan próximas a desbordar. Le temblaban los dedos y la voz, pero se obligó a reír en beneficio de Willy cada vez que los comentarios del chico lo requerían. Al parecer, no podía mirar a Gandy en los ojos, pese a que este deseó que lo hiciera durante toda la comida. Hasta que llegó el café y Scott sacó un puro y las tijeras de oro, no levantó los luminosos ojos verdes ni una vez. Y una vez, mientras él fumaba, cerró esos ojos y exhaló un profundo suspiro dilatando los orificios de la nariz, como saboreando el aroma por última vez. Scott miró la mano que apoyaba sobre el corazón, y se preguntó si latiría tan de prisa como el propio. Luego, Agatha abrió los ojos, lo sorprendió observándola y ocultó el rostro tras la taza de café.
Gandy sacó el reloj de bolsillo:
– Es tarde -comentó.
– Sí.
Seguía sin mirarlo. Pero se dejó la caperuza baja cuando regresaban lentamente a sus respectivas moradas. Al acercarse a las escaleras, se dirigió hacia ellas pero Scott la retuvo con fuerza del codo.
– Ven conmigo. Acostaremos juntos a Willy.
Se le oprimió la garganta. Le martilleó el corazón, pero no pudo decir que no.
– Bueno.
La taberna estaba silenciosa, oscura, era un triste resto de la alegría pasada. Agatha se alegró de no poder ver bien a la luz difusa de la lámpara. Era suficiente con el espantoso cubículo de Willy. Nunca había estado ahí, y comparado el suelo de madera manchado, los olores desagradables que lo penetraban, con lo que sería en Waverley: ventanas luminosas, una cama alta y, casi seguramente, un hogar en cada dormitorio.
Lo desvistió hasta dejarlo con la ropa interior de lana y fue entregándole a Agatha cada prenda. Ella las colgó con cuidado para que estuviesen listas a la mañana, y sonrió al verlo saltar sobre el catre, temblando, con la tapa del calzón momentáneamente visible, mientras Moose aparecía y saltaba, también, sobre la cama. Sintió el frío en la médula de los huesos, en especial en la cadera izquierda, cuando se arrodilló para abrazar a Willy que la esperaba con los brazos abiertos.
– Buenas noches, Gussie.
– Buenas noches, mi amor.
¡Ah… ah… ese olor a chicuelo! Nunca olvidaría el olor de Willy, del pequeño al que había llegado a amar. Y el roce fugaz de sus labios preciosos.
– Mañana vendrás con nosotros hasta el tren, ¿no es cierto?
Le acarició el cabello de la sien con el pulgar y deslizó una mirada larga y amorosa sobre esos ojos castaños que le destrozaban el corazón:
– No, mi amor. Decidí que no: es mejor. La tienda estará abierta, y…
– Pero quiero que vengas.
Agatha sintió que Scott se arrodillaba junto a ella, que el muslo se apretaba contra los pliegues de su falda. Apoyó un brazo en la cintura de la mujer y el otro en la barriga de Willy, y lo miró a los ojos.
Bajo el brazo izquierdo, el hombre sintió el temblor de Agatha, disimulado por la capa.
– Escucha, muchacho -dijo, forzando una sonrisa-, no te habrás olvidado de Moose, ¿verdad? Tiene que cuidar de él, ¿no te acuerdas?
– Ah, sí, tienes razón. -Willy acercó más el gato a sí-. Te llevaré a Moose un poco antes de irnos, ¿de acuerdo?
Sólo pudo responder asintiendo con la cabeza.
– Bueno, buenas noches -gorjeó.
Era demasiado pequeño para comprender todas las consecuencias de las últimas veces, de los finales.
Agatha lo besó, demorando los labios en la mejilla tibia. Scott también y, al inclinarse para hacerlo, su hombro rozó el pecho de la mujer.
– Que duermas bien, muchacho -dijo Scott, en voz espesa, y tomó el codo de Agatha.
Cuando se incorporó, se le enredó el tacón en el polisón y sintió una punzada de dolor en la cadera mientras forcejeaba con torpeza para ponerse de pie. Las manos de Scott la sujetaron, firmes, y la guiaron.
Una vez apagada la lámpara, caminaron en la oscuridad hasta la puerta trasera de la taberna, la mano de Scott sujetándole el brazo. Subieron la escalera… lentamente, a desgana, contando los segundos fugaces hasta llegar al rellano de madera. Agatha se detuvo ante la puerta y miró sin ver el picaporte.
– Gracias por la cena, Scott.
Gandy se quedó cerca, detrás, inseguro de poder hablar si lo intentaba. Por fin, la voz le salió baja y ronca:
– ¿Puedo entrar un momento?
Agatha levantó la cara.
– No, prefiero que no.
– Por favor, Gussie -rogó, en un susurro áspero.
– ¿De qué serviría?
– No sé. Es que… por Dios, date la vuelta y mírame. -La hizo girar del codo, pero ella no levantó la vista-. No llores -suplicó-. Oh, Gussie, no llores.
Le oprimió los codos con ferocidad.
Agatha se sorbió y se secó los ojos.
– Lo siento. Al parecer, últimamente no puedo evitarlo.
– ¿Es verdad que mañana no irás a la estación?
– No puedo. No me lo pidas, Scott. Así ya es bastante terrible.
– Pero…
– No, me despediré aquí. ¡No pienso avergonzarme en público!
Con dificultad, Scott dijo lo que estaba atormentándolo todo el tiempo que duró la despedida:
– Willy tendría que quedarse aquí, contigo.
Agatha se soltó y se volvió a medias:
– No es sólo el chico, Scott, y tú lo sabes.
Agatha percibió la sorpresa del otro en el tenso silencio que siguió hasta que la atrajo con tal brusquedad hacia él que la caperuza de la capa le golpeó la oreja:
– Pero ¿por qué no…? -La miró, ceñudo, sujetándola de los brazos-. Nunca dijiste nada.
– No me correspondía. Yo soy la mujer. Oh… lo lamento, Scott. -Giró la cabeza de repente-. Tampoco ahora tendría que hacerlo… Es que… te e… echaré mucho de menos.
– ¿En serio, Gussie? -le preguntó, en tono maravillado, sujetándola y recorriéndola con la vista desde el cabello hasta la barbilla, de una oreja a otra-. ¿Es verdad?
– Déjame -rogó.
La atrajo unos milímetros más hacia él.
– Déjame quedarme.
Negó con la cabeza, con vehemencia:
– No.
– ¿Por qué?
– ¡Déjame ir! -gritó, alejándose de él y acercándose a la puerta, tambaleante.
– ¡Espera, Gussie!
En el mismo instante en que tendía la mano hacia el picaporte, la hizo girar y la levantó. La capa se retorció y se le enredó en los pies y le atrapó un brazo. El otro se debatió en busca de algo a qué aferrarse, y encontró el cuello del hombre. Los pies le colgaban a treinta y cinco centímetros del suelo. El codo atrapado se clavó en las costillas de él. Se miraron a los ojos; el rechazo y la excitación luchaban en el interior de ambos, teñidos por la conciencia de que, a la mañana siguiente, un tren lo separaría de ella para siempre, junto con el niño al que amaba.
– Por favor, no -dijo, en un susurro desgarrado.
– Lo siento -dijo, y cubrió los labios de ella con los suyos.
La boca abierta de él pareció repercutir en lo más hondo de su ser. Abrió la suya y las lenguas se fundieron en una danza gloriosa, rica, estremecedora. Era muy diferente del otro beso que habían compartido. Este era voraz y condenado, desesperado. Scott recorrió el interior de la boca de Agatha con la lengua, giró y, emitiendo un suave sonido gutural, la apretó contra la pared. Aun mientras despertaba en ella el más hondo de los anhelos, para sus adentros rogaba que se detuviera. Aunque su propia garganta emitía sonidos de pasión, rogó en silencio que la librara de esa tortura, antes de que le estallase el corazón.
Liberó su boca.
– Scott, si yo…
La boca del hombre ahogó la protesta, se abatió sobre los suaves labios abiertos que amenazaban la cordura. Agatha sintió el florecer de la pasión como un delicado espasmo en las entrañas, y la insistencia de la lengua provocó en ella una respuesta involuntaria. La de ella no pudo hacer otra cosa que acoplarse, explorar, excitar. En el cuerpo de Agatha sucedieron cosas deliciosas, nuevas, hasta que echó la cabeza atrás, jadeante.
Se golpeó la cabeza contra la pared. Le dolió el brazo atrapado. No llegaba al suelo.
– Bájame -rogó.
La bajó, soltando las manos, que enlazó en la cintura, bajo la capa, palpando las costillas bajo la jaula de acero y encajes. Los labios persiguieron los de ella, pero Agatha dio vuelta la cara para eludir otros besos que le quitaban la razón.
– Si es cierto que me quieres, detente. -Logró soltar el brazo, y le tomó el rostro con las manos, para obligarlo a quedarse quieto-. Estás haciéndolo más duro -dijo, en un susurro feroz.
Con el cuerpo apoyado en el de ella, de pronto se quedó quieto. Los ojos, sólo sombras, escudriñaron los de ella. Lo sacudió un temblor de remordimiento, y se aflojó contra la mujer.
– Lo siento, Gussie. No pensaba hacerlo. Pensaba acompañarte hasta la puerta.
Le sacó las manos del torso, las puso sobre la capa y la estrechó con ternura contra el pecho. Con un movimiento repentino, hizo girar a los dos, se apoyó contra la pared y sostuvo a Agatha.
– No quiero irme -dijo, en voz ronca, mirando las estrellas, la cabeza de Agatha acurrucada bajo su mentón.
– ¡Shh!
– No quiero separarte de Willy.
– Lo sé.
– ¡Jesús, voy a echarte de menos!
La mujer apoyó la sien contra el pecho de él y trató de deshacer el nudo de amor que tenía en la garganta.
– S… Scott… -Se apartó, se irguió sobre sus propios pies, y apoyó las palmas sobre el chaleco de él-. Sigue siendo impropio. Sigo siendo… la mujer. Pero tengo que decirte algo, pues, si no lo hago, lo lamentaré toda la vida. -Levantó la mano enguantada, la posó en la barbilla de Scott y le miró los labios mientras decía-: Te amo. No… -Lo silenció con un dedo en los labios-. No es necesario. Me haría la vida sin ti más insoportable. Simplemente, cuida a Willy y mándalo de visita en cuanto puedas, ¿Prometido?
Scott le tomó la mano por el dorso y la quitó de su boca.
– ¿Por qué no me dejas decirlo?
– Lo dirías porque te doy lástima. No es suficiente. Promete -repitió- que mandarás a Willy.
– Lo prometo. Y yo vendré con…
En esta ocasión, fueron los labios de Agatha los que lo silenciaron a él antes de que pudiese pronunciar una mentira. La separación parecía terrible, pero en cuanto la dejara olvidaría todo lo sucedido esa noche. Le arrojó los brazos al cuello y lo besó una vez, tal como había soñado hacerlo sosteniéndole la cabeza, apretando los pechos contra él, sintiendo los brazos que la rodeaban, los dos cuerpos pegados en toda su longitud, sin ocultar nada.
– ¡Adiós, Scott! -murmuró, apartándose.
En lo que dura un relámpago, había desaparecido dejándolo desdichado, confundido.
En el interior, Agatha hizo girar la llave en la cerradura, se apoyó en la puerta y escuchó:
– Gussie -la llamó con suavidad.
Agatha se mordió el labio
Golpeó con suavidad.
– Gussie.
Tras la tercera llamada no respondida, por fin oyó los pasos que se alejaban.
Esa noche, resultó ser como un ensayo para la dura prueba de las despedidas del día siguiente. Bajaron uno tras otro, y cada separación era más dura que la anterior, hasta que al fin, el que asomó la cabeza por la puerta fue Willy. Vino el último, cuando cesó el estrépito y los golpes de maletas y canastos en el local vecino. Otra vez, vestía el traje dominguero y apretaba a Moose contra el hombro.
– Gussie, tenemos que irnos. Casi se nos hace tarde.
– Ven aquí, querido.
Se dio vuelta en la silla giratoria ante la máquina, y el niño fue hacia ella rodeándole el cuello con un brazo, apretando con fuerza al gato en el otro.
– Scotty dice que te diga que escribirá.
– Tú también tienes que escribirme, en cuanto aprendas a hacerlo. Lamento que no puedas quedarte conmigo.
– Lo sé. Scotty dice que tengo que recordar que me amas.
– Es cierto… -Le sujetó la cara con las manos. Los dos lloraban-. Oh, claro que te amo. Te echaré terriblemente de menos.
– Qui…quisiera que… que fueses m…mi madre-dijo, ahogándose.
Lo apretó con fuerza contra el pecho y le aseguró:
– Yo también. No te amaría más si lo fuese.
– Yo también te amo, Gussie. Cuida bien a Moose y no le des leche. Le hace daño.
– No se la daré.
Rió, triste, tomando el gato del hombro del chico.
Inseguro, se detuvo con las manos a la espalda y se encogió de hombros:
– Bueno… nos veremos.
Agatha apoyó el rostro contra el pelaje tibio del animal pero no pudo pronunciar una palabra. Willy giró hacia Violet que esperaba con las lágrimas corriéndole por las mejillas.
– Adiós, Violet. -La mujer se inclinó y recibió un beso rápido. Willy corrió hacia la puerta, se detuvo, y se volvió, con la mano sobre el picaporte-. Adiós Moose -dijo, y salió corriendo.
En el compartimiento del tren, mientras Scott acomodaba el equipaje, preguntó:
– Pero, ¿por qué Agatha no viene?
– Porque no quería llorar delante de todos.
– Ah. -Todavía triste, Willy siguió mirando la bulliciosa estación, esperando que, a último momento, Agatha cambiara de idea-. Lloró cuando le di a Moose.
Scott se acomodó en el asiento, y se fortaleció contra las emociones que no podía evitar:
– Lo sé.
Si bien sabía que era inútil, de modo casi inconsciente examinó a la gente que había ido a despedir a los pasajeros, que era mucha, la mayoría, antiguos clientes que querían saludar a Jube y a las chicas por última vez.
Detestaba dejar a Agatha así, llevándose el recuerdo de sus lágrimas cuando corrió a encerrarse en el apartamento solitario. Afuera, el viento azotaba los costados del tren alejando el humo de la locomotora, elevando en el aire el agudo silbido y transportándolo a lo largo de las vías, como un lúgubre acompañamiento de la partida de ese lugar al que siempre consideró un sombrío pueblo vaquero. Nunca imaginó que le dolería tanto abandonarlo. Pero Proffitt le había dado a Agatha y, por cierto, dejarla le dolía. En el entrecejo se le formó un pliegue profundo, y miró en silencio por la ventanilla. Vio que el guardia levantaba la escalera portátil y desaparecía dentro del tren. Escudriñó, esperanzado, la muchedumbre. En el mismo instante en que el tren arrancaba, la vio.
– ¡Ahí está! -exclamó, subiendo a Willy a su rodilla y señalando-. ¡Ahí, detrás de los otros! ¿La ves? Con la capa marrón.
Estaba apartada de los demás, las manos cruzadas sobre el pecho. Llevaba la capa de terciopelo castaño con la caperuza puesta. Nunca en su vida, Gandy había visto una figura más solitaria.
– ¡Gussie! -Willy apoyó una mano contra el vidrio frío, y saludó, fervoroso, con la otra.
– ¡Adiós, Gussie!
No pudo haberlos visto a bordo, pues llegó segundos antes de que el tren comenzara a moverse. Y mientras examinaba las ventanillas que se escapaban, fue evidente que no tenía idea de en cuál estarían. Pero cuando una ráfaga de viento le agitó el ruedo de la capa y la abrió, bajó la caperuza y saludó… saludó… saludó… hasta que las ventanillas terminaron de pasar y se perdieron de vista.
Willy lloraba en silencio.
Y Gandy apoyó la cabeza atrás, cerró los ojos y tragó saliva para no hacer lo mismo.