Capítulo 2

Esa tarde, después de las cinco y media, Scott Gandy salió por la parte trasera de la taberna, y subió los mismos escalones, hasta el mismo rellano que Agatha había subido antes. Observó las dos grandes ventanas, una a cada lado de la puerta pero, como siempre, estaban tapadas por unas cortinas de encaje denso. Tiró el puro sobre la baranda y entró por su propia puerta. La taberna y los apartamentos del piso alto ocupaban tres cuartos del edificio mientras que la sombrerería y su correspondiente apartamento, el cuarto restante. Arriba, la parte de Gandy estaba dividida por un pasillo con la puerta en el extremo oeste y una ventana en el este. A la izquierda, había cuatro habitaciones de igual tamaño. A la derecha, la vivienda de Gandy y la oficina privada. Entró en ésta, que era un cuarto pequeño y despejado, con paredes revestidas de madera, una sola ventana que daba al oeste, y los muebles indispensables: un escritorio, dos sillas, perchero, caja de seguridad y una pequeña estufa de hierro.

Era una habitación fría, con las ventanas sin cortinas, la pared que quedaba sin revestir pintada de un verde pardusco, el suelo de roble basto, desnudo. Fue hasta la caja, se arrodilló, giró el dial y sacó un fajo de billetes, y después, con un suspiro, se paró y se frotó la nuca. Abajo, Ivory había dejado de tocar el piano y Jack se había ido a comer. Gandy miró por la ventana, enganchó los pulgares en los bolsillos del chaleco y tamborileó, distraído, con los otros dedos sobre la seda. La vista de afuera no tenía nada que lo atrajese. Estructuras de edificios sin pintar, calles lodosas, y la pradera. Nada más que la pradera. Ni robles bordeados de musgo, ni aroma de magnolia flotando en la brisa primaveral, ni sinsontes [1]. Echaba de menos a los sinsontes.

A esa hora del día, en Waverley, la familia acostumbraba reunirse en la amplia galería de atrás y beber té helado con menta, y Delia les arrojaba maíz molido a los sinsontes, tratando de tentarlos para que lo comiesen de su mano. Podía verla, de cuclillas en medio de un revuelo de faldas, con el grano en el hueco de la mano. La cabeza dorada, con tirabuzones que le llegaban a los hombros. La piel blanca como la leche. Cintura de violín. Y los ojos, oscuros y hechiceros como el ébano, siempre seductores.

– ¿Por qué no das de comer a los pavos reales? -le decía el padre.

Pero Delia seguía, paciente, con la mano ahuecada extendida.

– Porque los pavos son demasiado audaces. Además -Delia apoyaba la barbilla en el hombro y miraba a su marido-: no tiene gracia lograr que un pájaro doméstico coma de la mano, ¿no crees, Scotty? -bromeaba.

Y la madre lo miraba y sonreía al ver la expresión en el rostro del hijo. Pero nunca le importó quién lo supiera. Estaba tan enamorado de Delia como la primera vez que la besó, cuando tenían catorce años.

Entonces, Leatrice se acercaba lentamente a la puerta, la vieja y buena Leatrice, de piel tan oscura como melaza y pechos grandes como melones. Se preguntó dónde estaría.

– La cena, señores -anunciaba.

Dorian Gandy tomaba a la esposa del brazo; Scott se levantaba de la silla y tendía lentamente la mano a Delia. La esposa le dedicaba una sonrisa cargada de promesas para después, y permitía que la ayudara a levantarse. Entonces, de la mano, entraban tras los padres de Scott a la casa fresca, de techos altos.

Pero esa época había pasado para siempre.

Gandy contempló la pradera y parpadeó con fuerza. El estómago le gruñó, recordándole que ya era hora de cenar. Con un profundo suspiro, se alejó de la ventana hacia el escritorio y echó un vistazo al calendario. Hacía casi cuatro semanas que estaba ahí. Jubilce y las chicas llegarían en cualquier momento. Cuanto antes, mejor. Sin Jube, la vida era aburrida.

Salió de la oficina por una segunda puerta, y entró a la sala vecina, en su apartamento privado. Con cortinas color borgoña, una alfombra de fábrica, y muebles sólidos y masculinos, era mucho más alegre. Había un sofá de cuero con sillas haciendo juego, pesadas mesas de caoba, y dos lámparas de mesa. A la izquierda, una puerta daba al pasillo; a la derecha, sobre una cómoda, estaba el humidificador para guardar los cigarros, y el soporte para el sombrero. En la pared, sobre ese mueble, colgaba una acuarela tras la cual estaba metida la rama de una planta de algodón, con tres bolas agrisadas engastadas en los cálices castaños que parecían garras. La pintura representaba una mansión con columnas y un amplio porche frontal, flanqueado por lozanas enredaderas y con prados en los que se veían dos pavos reales con las colas extendidas.

Waverley.

La mirada de Scott se demoró en la pintura mientras dejaba el sombrero sobre el molde. La nostalgia lo abrumó con la fuerza de un golpe. Sacó un cigarro de la caja, tan rico y castaño como el suelo del que había brotado la planta de algodón, las feraces tierras a orillas del Mississippi, en el gran río Tombigbee. Perdido en sus pensamientos, se olvidó de encender el cigarro y lo palpó, distraído. Pensó tanto tiempo en Waverly que, finalmente, dejó el puro otra vez en el humidificador, sin fumarlo.

Fue hasta el cuarto contiguo y tiró la chaqueta sobre la cama doble. Recordó la cama de cuatro postes, de palo rosa, de Waverley, donde llevó a la novia y se acostó con ella por primera vez. Alrededor, una red de gasa los envolvía en un paraíso íntimo y privado. La luz titilante de la lámpara proyectaba una trama de sombras sobre la piel de la mujer.

Parpadeó de nuevo. ¿Qué fue lo que desató todos esos recuerdos de Waverley? No era bueno quedar anclado en los viejos tiempos. Se quitó el chaleco y la camisa y los arrojó sobre la colcha. En el lavatorio, usó la jarra y la palangana. Eso se lo había enseñado Delia. Siempre decía que le gustaban los hombres limpios. Después de Delia, aprendió que a muchas mujeres les agradaba, y los hombres limpios eran tan poco comunes que podían lograr que una mujer hiciera casi cualquier cosa por ellos. Era sólo una de las cosas tristes qué aprendió después que perdió a Delia.

¡Basta, Gandy! No se vuelve atrás. Entonces, ¿por qué te castigas?

Mientras se secaba la cara, fue hasta la ventana del frente. Daba a la calle principal y le proporcionó una vista de algo que, al menos, apartó de su mente a Delia y a Waverley: la señorita Agatha Downing, que cojeaba hacia el restaurante de Paulie para cenar. La toalla se detuvo en su mentón. La cojera era evidente, muy acentuada. ¿Cómo pudo no advertirla antes? Frunció el ceñó al recordarla cayendo de espaldas en el barro. Otra vez, estuvo a punto de sonrojarse.

La mujer entró en Paulie y desapareció. Scott se lanzó hacia la cama y sacó el reloj del bolsillo del chaleco. Las seis en punto.

Miró hacia la calle, tiró la toalla, tomó una camisa limpia del armario, y se la puso. Aunque no tenía un motivo lógico para darse prisa, lo hizo. Sujetando el chaleco con los dientes, tomó la chaqueta y el sombrero, y bajó corriendo las escaleras, aún acomodándose los faldones de la camisa. Cuando llegó al restaurante de Paulie, tenía todo abotonado y metido en su sitio.

La vio en cuanto entró. Llevaba un vestido del color del cielo nocturno y la parte de arriba del polisón asomaba tras el respaldo de la silla mientras Cyrus Paulie le tomaba el pedido. Tenía los hombros angostos, el cuello largo, el torso pequeño, los brazos delgados, y usaba los vestidos muy ceñidos. Llevaba un sombrero monumental, decorado con mariposas y moños que dejaba ver muy poco cabello.

Gandy entró, se sentó detrás de ella y oyó que pedía pollo.

¿Por qué estaba ahí, contemplando la espalda de una mujer vieja y melindrosa? Lo atribuyó a las remembranzas del hogar. Se educaba a los caballeros de Mississippi para que fuesen mucho más educados de lo que él se había mostrado ese día. Si su madre estuviese viva, lo regañaría por su rudeza. Y si Delia estuviese viva… pero si Delia estuviese viva, para empezar, él no estaría en ese pueblo vaquero dejado de la mano de Dios.

Cy le llevó el plato de pollo a la señorita Downing, y Gandy, pidió lo mismo, observándole la espalda mientras los dos comían. Cuando Cy fue a ofrecerle a Agatha el refresco de manzana y a llevarse el plato sucio, Scott le hizo una seña.

– ¿Cómo estaba la comida, Scotty?

Cyrus Paulie era un tipo jovial y sonriente. Por desgracia, sus dientes daban la impresión de que alguien le había abierto la boca y los había arrojado dentro sin fijarse dónde o en qué dirección caían. Apiló el plato de Scott sobre el de Agatha y exhibió su lamentable colección de tocones.

– La comida estaba estupenda, Cy.

– ¿Te traigo refresco de manzana? Está hecho de esta mañana.

– No, gracias, Cy. Ya me voy. -Scott sacó un dólar de plata del bolsillo del chaleco y la depositó en la palma de Cy-. Y cobra también la cena de la señorita Downing.

– ¿De la señorita Downing? -Las cejas de Cy se alzaron tanto que casi llegaron a la raíz del cabello-. ¿Te refieres a Agatha?

– Así es.

Cy lanzó una mirada a la mujer, y luego al dueño de la taberna. No tenía sentido recordarle a Gandy que esa misma mañana había tirado en el barro a esa mujer. Un hombre no olvidaba algo así.

– De acuerdo, Scotty. ¿Café?

Gandy se palmeó el vientre chato.

– No, gracias. Estoy lleno.

– Bueno, entonces… -Cy señaló con el plato sucio-. Vuelve pronto.

Al mismo tiempo, Agatha sacó las monedas correspondientes del bolso de mano y detuvo a Cyrus Paulie cuando pasaba junto a su mesa.

– Bueno, ¿cómo estuvo todo, señorita Downing? -preguntó, de pie junto a ella, apoyando los platos contra el largo delantal blanco anudado a la cintura.

– Delicioso, como siempre. Déle mis felicitaciones a Emma.

– Seguro, señora, sin duda.

Le dio las monedas, pero el hombre no las tomó, y levantó el tazón del refresco.

– No es necesario. Ya está pagada.

Agatha dilató los ojos. Alzó la cabeza y el sombrero se balanceó.

– ¿Pagada? ¿Quién la pagó? Pero…

– El señor Gandy.

Cyrus señaló con la cabeza a la mesa detrás de Agatha.

Se dio vuelta en la silla y vio al que había sido su ruina de esa mañana sentado en la mesa contigua, observando cada uno de sus movimientos. Era evidente que lo estaba haciendo desde hacía un rato; había una servilleta usada sobre la mesa, y estaba fumando el cigarro de después de la cena. Los ojos oscuros estaban clavados en Agatha. Se miraron, y lo único que se movía era el humo que ascendía en espiral sobre la cabeza del hombre, hasta que hizo un gesto cortés con la cabeza.

El rostro de Agatha se coloreó. Apretó los labios.

– Yo puedo pagar mi propia cena, señor Paulie-afirmó, en voz lo bastante alta para que Gandy pudiese oírla-. Y aunque no pudiese, no aceptaría una invitación de parte de un miserable como él. Dígale al señor Gandy que preferiría morirme de hambre.

Arrojó dos monedas sobre la mesa. Una dio en el azucarero y rodó al suelo, donde giró unos segundos hasta que cayó. En medio del silencio, resonó como un trueno.

Agatha se levantó de la silla con toda la dignidad que pudo reunir, sintiendo las miradas curiosas de los otros comensales que la observaban mientras pasaba junto a Gandy arrastrando los pies, hasta la puerta. El hombre no le quitó la vista de encima, pero la mujer alzó el mentón y fijó la suya en el picaporte de bronce.

Al salir, los ojos le ardieron de humillación. Había personas capaces de satisfacerse de manera cruel. Imaginó que debía de estar riendo entre dientes.

Al llegar a la casa, subió trabajosamente las escaleras deseando que, por una vez, ¡al menos una!, pudiese golpear los escalones con los pies con toda la ira que sentía. Pero tuvo que renguear como una vieja. Aunque no era una vieja. ¡No lo era! Para demostrarlo, cuando llegó arriba golpeó la puerta con tanta fuerza que se cayó un cuadro de la pared del vestíbulo.

Se quitó el sombrero de un tirón, y se paseó por el apartamento, frotándose la cadera izquierda. ¡Qué humillante! Todo el salón lleno de gente que miraba, y eligió ese momento para hacerlo. Pero, ¿por qué? ¿Para ridiculizarla? Agatha tenía que vérselas con las burlas desde que se cayó de las escaleras, a los nueve años. Desde entonces, los niños se reían, la molestaban y le ponían motes ridículos a la «coja». Los adultos tampoco se resistían a echarle una segunda mirada. Pero esto… esto era bajo.

Llegó un momento en que la cólera cedió, y la dejó vacía y desolada. Guardó el sombrero en una caja, la metió en un estante del ropero, fue hasta la ventana del frente y miró a la calle. Había anochecido. Enfrente, las luces de Hoof y Horn se derramaban sobre la acera, desde atrás de las puertas de vaivén. Sin duda, abajo estaría pasando lo mismo, aunque no podía ver más allá del tejado que cubría la acera, justo a la altura de su ventana. Empezaba a sonar el piano. El tintineo de la música, acompañada de risas, la puso triste. Se dio la vuelta y contempló el apartamento, los confines de su mundo. Un cuarto largo y atestado de los muebles de una vieja solterona. La preciada cama Hepplewhite, con el baúl haciendo juego, taraceado de acebo blanco, el sofá de pelo de caballo marrón, con las fundas para protegerlo tejidas a ganchillo, de color marfil, la mesa plegable, el gabinete esquinero con bibelots [2], la estufa, el reloj en forma de banjo, la muestra de bordado que había hecho caer de la pared.

Con un suspiro, la levantó. Al colgarla del clavo, leyó las líneas tan familiares:

Aguja, hilo, lazo bordado;

Puntada de satén, nudo francés, y lazada;

Paciencia, cuidado y fortaleza;

La práctica mejora mi costura.

Al contemplar la muestra, la tristeza le tiñó el semblante. ¿Cuántos años tenía cuando su madre le había enseñado a coser? ¿Siete? ¿Ocho? Lo más probable era que hubiese sido antes del accidente, pues uno de los recuerdos más antiguos que tenía era el de estar de pie junto a la silla de la madre, en la humilde casa de Sedalia, en Colorado, donde el padre presentó el reclamo de los yacimientos de oro, seguro de que esa vez se haría rico. Recordaba esa casa con más claridad que todas las que habían habitado, pues fue en ella donde eso sucedió. La que tenía los escalones empinados y la escalera angosta. Su madre había conseguido en algún sitio una hiedra y la colgó en la ventana de la cocina. Era la única nota alegre de ese lugar lamentable. Había una vieja hamaca de madera debajo de la planta. Fue junto a esa hamaca, donde Agatha estaba de pie, observando cómo su madre bordaba un pétalo perfecto, cuando dijo con su voz infantil:

– Cuando sea mayor, voy a tener hijas y les haré bordados en todos los vestidos.

Regina Downing dejó a un lado la labor, atrajo a Agatha hacia el brazo de la mecedora y la besó en la mejilla:

– En ese caso, cerciórate de hacerlo con un hombre que no se beba todo el dinero que has ahorrado para comprar esos bonitos vestidos. ¿Me lo prometes, Gussie?

– Te lo prometo, mami.

– Bien. Entonces, siéntate en el taburete y te enseñaré el punto pétalo. Tienes que conocerlo para bordar margaritas.

A lo largo de los años, el recuerdo no perdió un ápice de nitidez. Ni el tibio sol otoñal que entraba a raudales por la ventana. Ni el ruido del vapor que siseaba en la pava, sobre la cocina. Ni el olor de la sopa de cebada y cebollas que hervía para la cena. Agatha no sabía por qué se conservaba así. Tal vez fuese por la promesa que le hizo a su madre, la única que ésta le pidió jamás. Tal vez porque fue la primera vez que expresó el deseo de tener hijas. Quizá no fuese nada más complejo que el hecho de haber aprendido ese día a hacer el punto pétalo, que estuvo usando desde entonces.

Fuera cual fuese la razón, el recuerdo perduró. En esa imagen, era una niña robusta y saludable que, apoyando la barriga en el brazo de la mecedora de la madre, se sostenía sobre dos piernas sólidas. El único otro recuerdo de esa casa fue la noche que sufrió esa caída fatal escaleras abajo, empujada por el padre borracho, que liquidó para siempre sus posibilidades de tener alguna vez hijas o un marido que se las diera. ¿Para qué querría un hombre a una lisiada?

En la penumbra del apartamiento solitario, Agatha dejó la muestra colgada y se preparó para irse a dormir. Cerró la puerta con llave, colgó la ropa, incluyendo la almohadilla de algodón que se ponía sobre la cadera izquierda para que pareciera igual que la derecha. Se puso el camisón y le dio el tirón nocturno a las pesas del reloj. Se acostó en la oscuridad, y prestó oídos.

Tic. Toc. Tic. Toc.

Señor, cómo odiaba ese sonido. Todas las noches solitarias, iba a la cama y lo escuchaba marcando el paso de los días de su vida. Había tantas cosas que quería… Una casa de verdad, con un jardín donde pudiera plantar flores y verduras, y donde pudiese colgar un columpio de un álamo alto. Una cocina donde pudiese cocinar, con una gran mesa de roble para cuatro, para seis, hasta para ocho. Una cuerda para tender a secar la ropa: calcetines blancos como la nieve, grandes y pequeños, los más largos, colgados junto a una camisa de hombre de gran tamaño. Alguien que trabajara todo el día y volviese a casa hambriento, alguien que compartiera y riera con los niños. Los niños, relucientes de limpieza, con hermosos camisones cosidos a mano por ella misma, metidos en la cama, en la habitación al otro lado del pasillo, a esa hora del día. Y alguien junto a ella a la hora de dormir. Otro ser humano que le contara cómo le había ido ese día, que,le preguntara por el de ella, y la tomara de la mano mientras se dormía. La respiración regular de otra persona en el mismo cuarto. No era necesario que fuese apuesto, rico o demasiado afectuoso. Le bastaba con que fuese sobrio, honesto y bondadoso.

Pero nada de eso pasaría. Ya tenía treinta y cinco años, y casi habían terminado sus años de concepción. Además, trabajaba en un negocio cuyos únicos clientes eran mujeres.

Tic. Toc.

Tonterías, Agatha. Nada más que las divagaciones de una vieja solterona. Incluso si, por un milagro, conociera a un hombre, un viudo quizás, alguien que necesitara que le cuidara a los hijos, le echaría un vistazo y comprendería que no duraría mucho arrodillada en el jardín, o de pie ante la tina de lavar, o persiguiendo niños de pies torpes. Además, los hombres no querían mujeres que necesitaban ponerse una almohadilla para parecer simétricas. Querían a las sanas.

Tic. Toc.

Pensó en los miles de mujeres que tenían esposos como los que ella imaginaba y que se quejaban de tener que desmalezar el jardín, de fatigarse en la cocina, fregar calcetines y escuchar las peleas de los niños. No valoraban lo que tenían.

«Sería tan buena madre», pensó. Era una convicción que albergaba desde que tenía memoria. Si tuviese las piernas lo bastante fuertes para dar a luz a un niño, lo demás sería fácil. «Y también sería una buena esposa. Pues si alguna vez tuviese la oportunidad, nunca lo daría por seguro. Protegería lo mío con todo el corazón».

Desde abajo llegó la música del piano, y en lugar de la respiración regular de un hombre a su lado, lo último qué escuchó fue el grito del tallador: «¡Cartón!».


Cuando Violet Parson fue a trabajar a las once de la mañana siguiente, irrumpió en el taller parloteando:

– ¿Es cierto? ¿De verdad el señor Gandy quiso pagar tu cena, anoche?

Agatha estaba sentada a la mesa de trabajo, cerca de la ventana, cosiendo el forro de seda de color frambuesa a un sombrero Dolly Varden. Siguió cosiendo, aunque levantó la vista, irritada.

– ¿Quién te lo dijo?

Violeta vivía en la pensión de la señora Gilí, con otras seis señoras mayores. Aunque difundían las novedades más rápido que la Western Union, era un misterio cómo lo lograban.

– ¿Lo hizo?

Los ojos de Violet se abrieron como platos.

Agatha sintió un calor en la nuca.

– Ayer, cuando saliste de aquí, fuiste directamente al restaurante de la señora Gill, a cenar. Esta mañana, caminaste cuatro manzanas para llegar aquí. En nombre del cielo, ¿cómo hiciste para enterarte tan pronto de algo así?

– ¡Lo hizo! ¡Ya veo que lo hizo! -Violet se cubrió los labios-. Tt-tt. Daría el broche de perlas de mi madre si un hombre como ese me invitara a cenar. Tt-tt.

– ¡Qué vergüenza, Violet! -Agatha hizo un nudo, cortó el hilo y empezó a enhebrar otra vez-. Tu madre, que en paz descanse, se horrorizaría si te oyese decir algo semejante.

– No, no se escandalizaría. A mi madre le gustaban los hombres apuestos. ¿Alguna vez te mostré el daguerrotipo de mi padre? Ahora que lo pienso, el señor Gandy se parece a papá, pero es mucho más apuesto. Tiene el cabello más oscuro y los ojos…

– ¡Violet, ya he escuchado suficiente! Te aseguro que la gente comenzará a burlarse si no dejas de hablar de ese hombre.

– Dicen que anoche, en el restaurante de Cyrus y Emma, te pagó un pollo asado.

– Bien, están equivocados. Después de lo que me hizo ayer por la mañana, ¿crees que aceptaría que me pagara la cena? ¡La comida se me quedaría en la garganta!

– Entonces, ¿qué fue lo que pasó?

Con un suspiro, Agatha se dio por vencida. Si no contestaba, no lograría que Violet trabajara ese día.

– Se ofreció a pagar mi comida, pero le dije, en términos muy concretos, que prefería morir de hambre. Yo pagué.

– Se ofreció… -Los ojos de Violet destellaron como zafiros-. Oh, verás cuando se lo diga a las chicas.

Se llevó la mano al pecho y cerró los párpados arrugados, que se estremecieron cuando suspiró.

«Senil -pensó Agatha-. Te quiero mucho, Violet, pero estás volviéndote senil por vivir con esas mujeres ancianas». Ninguna de las «chicas» tenía menos de sesenta.

– ¿No te parece que estás un poco mayor para ponerte tan acaramelada con un hombre de cuarenta?

– No tiene cuarenta. Sólo treinta y ocho.

A Agatha la desconcertó que Violet lo supiera con tanta exactitud.

– Y tú, sesenta y tres.

– No, todavía no.

– Bueno, los tendrás el mes que viene.

Violet ignoró la precisión.

– Pasé cinco veces delante de él por la acera, y en cada ocasión me sonrió, levantó el sombrero y me dijo «señora».

– Después, sin duda fue al otro extremo de la calle y estuvo con una de las muchachas de vida airada.

– Bueno, al menos no tiene a ninguna trabajando en su local… hay que decirlo.

– No, todavía no. Pero aún no llegaron los vaqueros.

En los ojos de Violet apareció una expresión preocupada:

– Oh, Agatha, ¿crees que lo hará?

Agatha alzó una ceja y la aguja suspendida en el aire se expresó por ella.

– Después de lo que hizo llevar ayer, yo no pondría las manos en el fuego por él.

– Las chicas dijeron que el señor Gandy es un… -Al escuchar que se abría la puerta de la tienda, Violet se interrumpió-. Espera un minuto. Iré a ver quién es.

Agatha siguió cosiendo. Violet apartó la cortina y se asomó.

– ¡Oh! -escuchó Agatha.

En tono agitado e infantil.

– Buenos días, señorita Parsons. Hermosa mañana, ¿verdad? -dijo una voz de barítono, arrastrando las palabras.

Agatha se irguió y miró con la boca abierta las cortinas que revoloteaban.

– Caramba, señor Gandy, qué sorpresa.

Violet parecía haber chocado con una cerca de postes y haberse dado un golpe que la había dejado tonta.

Scott Gandy alzó el sombrero y le dirigió su más encantadora sonrisa.

– Me atrevo a decir que lo es. Supongo que no vienen muchos clientes varones.

– Ninguno.

– Y sospecho que no soy muy bienvenido después de lo que pasó en la calle, ayer por la mañana.

«¡Dulce Salvador, tiene hoyuelos!, -pensó Violet-. ¡Y trae el vestido de Agatha!» Llevaba el vestido gris y las enaguas blancas pulcramente plegados sobre el brazo. Eso le recordó a Violet que no debía disculpar la rudeza del hombre con excesiva rapidez. Se inclinó hacia adelante y murmuró:

– Agatha estaba muy enfadada, se lo aseguro.

Gandy también se inclinó y murmuró:

– Me imagino.

– Aún lo está.

– Fue un acto muy poco digno de un caballero. Muy poco caballeroso.

Tenían las narices tan juntas que Violet podía verse reflejada en los iris negros. Captó un aroma de tabaco fino y colonia, que, al trabajar en una sombrerería y vivir con mujeres, rara vez tenía ocasión de oler. No obstante, no podía permitir que el sinvergüenza saliera impune.

– Señor Gandy, asegúrese de que no vuelva a suceder -dijo, todavía en voz baja.

– Lo prometo.

Adoptó una expresión contrita, ya sin sonrisa ni hoyuelos, y el corazón de Violet se derritió. De súbito, advirtió que estaban nariz con nariz, y se enderezó, ruborizada.

– ¿En qué puedo ayudarlo, señor Gandy? -preguntó, ya en tono normal.

– Esperaba encontrar a la señorita Downing. ¿Está, señorita Parsons?

– Está en el taller. Sígame.

«¡No te atrevas, Violet!», pensó Agatha. Pero fue demasiado tarde. Las cortinas se abrieron y Violet entró en el taller seguida del dueño de la casa.

– El señor Gandy vino a verte, Agatha,

Violet se apartó y dejó pasar a Gandy. Este se movió con el ritmo lento de las personas acostumbradas a la humedad y el calor del Sur, encaminándose pausadamente hacia la mujer sentada junto a la mesa de trabajo, al lado de la ventana oeste. Estaba sentada con la espalda rígida, la boca apretada, con la atención concentrada exclusivamente en las puntadas furiosas que daba al forro del sombrero de fieltro. Tenía el rostro tan encendido como la seda que cosía.

Gandy se detuvo junto a la silla y se quitó el sombrero.

– Buenos días, señorita Downing.

Agatha no lo miró ni le respondió.

– No puedo culparla por no querer hablarme.

– Si necesita algo del negocio, la señorita Parsons podrá atenderle.

– Vine a verla a usted, no a la señorita Parsons.

– Ya tomé el desayuno. Y pagué yo misma.

Clavó la aguja en el fieltro como si fuese el pellejo del hombre.

– Sí, señora. Esta mañana, la vi ir a casa de Paulie. -Entonces, Agatha levantó la vista y las miradas se encontraron. Por primera vez, vio que tenía el vestido gris y las enaguas blancas en el brazo, y se sonrojó todavía más-. Se me ocurrió hablarle en ese momento, pero decidí que sería preferible hacerlo en privado.

Sintió como si la aguja se le resbalara de los dedos. ¿Qué motivo podía tener para observar sus idas y venidas?

– Quería hablarle acerca de la otra noche, en el restaurante de Paulie…

Nervioso, se aclaró la voz.

La mujer dejó de fingir que cosía y lo miró, ceñuda.

– La otra noche, en casa de Paulie, usted tendría que haber tenido el buen tino de irse cuando vio que yo estaba allí. ¿Fue divertido, señor Gandy? ¿Disfrutó humillándome delante de la gente que conozco? ¿Acaso sus…? -Hizo una pausa desdeñosa-. ¿Acaso sus amigos de la taberna se rieron cuando les contó que se ofreció a pagarle la cena a la vieja sombrerera solterona de la pierna baldada? -Tiró la labor-. Y dígame, ¿qué está haciendo con mis pertenencias?

Scott Gandy tuvo la fortuna de ruborizarse intensamente.

– ¿Eso es lo que piensa? ¿Que me ofrecí a pagarle la cena para burlarme de usted?

Crispó las cejas negras y entre ellas apareció un surco.

Agatha levantó el sombrero y le clavó otra vez la aguja, demasiado perturbada para mirarlo a los ojos.

– ¿No es eso?

– En absoluto, señora, se lo aseguro. Soy del Mississippi, señorita Downing. Mi madre me enseñó muy pronto a respetar a las mujeres. Al margen de lo que parezca, no tenía intenciones de empujarla al barro ayer, ni de incomodarla anoche en el restaurante. Quise invitarla a cenar a modo de disculpa, eso es todo.

Agatha no supo si creerle o no. Estaba estropeando la labor, pero siguió pasando la aguja pues no sabía qué hacer, y estaba demasiado avergonzada para mirarlo.

– En verdad, lo lamento, señorita Downing.

La voz sonaba arrepentida. La mujer levantó la vista para comprobar si en los ojos se veía lo mismo, y así fue: tanto los ojos como la boca estaban sombríos. Pocas veces en la vida había visto un rostro tan apuesto. Le resultó evidente por qué las cabezas huecas como Violet se enamoraban de él. Pero ella no era Violet, ni era una cabeza hueca.

– ¿Cree que una disculpa basta para excusar un comportamiento tan grosero?

– Para nada. Fue inexcusable. No obstante, en aquel momento yo no sabía que usted tenía dificultades para caminar. Luego, la vi yendo a la lavandería de Finn con la ropa sucia y pensé que la había lastimado cuando la hice caer. Dan Loretto me sacó del error y, cuando lo hizo, me sentí peor todavía.

Agatha bajó el mentón, removiéndose bajo esa mirada tan directa.

– Sé que no puedo remediar la vergüenza que le causa, pero supuse que al menos podía hacerme cargo de la factura de la lavandería. -Dejó la ropa con cuidado sobre la mesa de trabajo-. Aquí está. Limpia y pagada. Si hay algo estropeado, hágamelo saber y lo repararé.

Jamás un hombre había tocado las enaguas de Agatha, y que lo hiciera un hombre como ése, resultaba perturbador. Las manos de Gandy parecían muy oscuras sobre la tela blanca. Apartó la vista, inquieta, y la posó sobre la mano que sostenía el sombrero negro contra el muslo. En el meñique brillaba una sortija con un diamante del tamaño de un guisante, engastado en oro. El sombrero era fino: si había algo que conocía, eran los sombreros. Por el aspecto, ése era un Stetson de paño de castor de copa baja y ala ancha, la última moda para hombres. Si tenía dinero suficiente para diamantes y Stetson nuevos y pinturas del tamaño de una sábana… que pagara la factura de la lavandería. Ella lo merecía.

Se animó a mirarlo directamente en los ojos, con expresión fría y acusadora.

– Señor Gandy, sospecho que se enteró usted de la batalla en este pueblo para gravar la venta de licores, y quiere proteger sus intereses aplacándome con disculpas vacías. Algunas mujeres… -tuvo que esforzarse para no mirar a Violet-…quizá se dejen convencer por su conversación galante. Pero yo sé cuándo tratan de confundirme con una cháchara inspirada en el propio interés. Y si cree que voy a retroceder en cuanto a mis críticas sobre el cuadro lujurioso, se equivoca. Violet tiene miedo de que nos eche si lo contradigo, pero yo no.

Llevada por el entusiasmo, Agatha hizo algo que rara vez hacía delante de extraños: se puso de pie. Y aunque Gandy le llevaba unos cuantos centímetros, se sintió muy alta.

– No sólo pienso contradecirlo sino encontrar a otros que hagan lo mismo.

Cerca de la cortina, Violet braceaba como un molino de viento en un ventarrón, con intenciones de hacerla callar, pero Agatha continuó, eufórica:

– También podría decirle, y pronto lo comprobará, que acepté que la primera reunión de Proffitt por la templanza se realice este domingo en la sombrerería. -Hizo una pausa, apoyó las manos sobre el estómago y retrocedió-. Y ahora, si se siente con derecho a echarnos, hágalo. Lo que está bien está bien, y lo que está mal está mal, y vender alcohol está mal, señor Gandy; también lo es colgar algo tan sucio en una pared pública.

– No tengo intenciones de echarla, señorita Downing, aunque todos los luchadores por la templanza y ese periódico caigan sobre mi cabeza. Tampoco pienso dejar de vender licores. Más aún, la pintura quedará donde la colgué.

– Ya veremos.

Gandy hizo una pausa, pensó, y en su semblante apareció la expresión del cazador que ve a la gama a punto de caer en la trampa, y buscó un cigarro en el bolsillo del chaleco.

– ¿Ah, sí?

El cigarro apenas le tocó los labios cuando Agatha explotó:

– ¡Ni se le ocurra! ¡Si quiere, puede fumar esa hierba endemoniada en su sucio burdel, pero no en mi sombrerería!

Como si se hubiese dado cuenta en ese instante de que tenía el cigarro en la mano, Gandy lo miró y lo metió otra vez en el bolsillo, aunque riendo y con un solo hoyuelo.

– Sí, señora -pronunció con lentitud. Y dirigiéndose a Violet, preguntó-: ¿Y cuál es su opinión personal, señorita Parsons?

Violet se comportó como una perfecta tonta, tocándose los labios y sonrojándose como un cerdo escaldado. Disgustada, Agatha vio cómo Gandy ejercía su seducción sobre la amiga.

– Los hombres beben, juegan y les gustan las mujeres desde que existe este país. Y nosotros pensamos que hay que dejarlos divertirse un poco. Eso no es malo, ¿verdad?

Violet respondió:

– Tt-tt.

– ¡Es indecente! -repuso Agatha, indignada.

Gandy se volvió hacia ella.

– Eso es libre empresa. Intento ganar honestamente mi dinero para vivir, señora, y para eso tengo que estar un paso adelante de los otros sujetos que poseen otras empresas en esta calle.

– ¿Honestamente? ¿Llama honesto a arrebatar a los hombres en las mesas de juego y en el bar el dinero que ganan con tanto esfuerzo?

– Yo no los obligo a ir al Gilded Cage, señorita Downing. Van por su propia voluntad.

– Pero está arruinando mi negocio, señor Gandy. Con tanta bebida y tanta jarana… las señoras ya no quieren acercarse por aquí.

– Lo lamento, realmente, pero en eso también consiste la libre empresa.

Ante una declaración tan alegre de irresponsabilidad, Agatha se enfureció, y dijo con voz aguda:

– Lo diré una vez más. Si quiere, échenos, pero pienso hacer todo lo que esté a mi alcance para que le cierren el local.

Para su total consternación, el hombre sonrió, y esta vez aparecieron hoyuelos idénticos en las mejillas atezadas y un guiño en los ojos de ónix.

– Señorita Downing, ¿es esto un desafío?

– ¡Es un hecho! -le espetó.

Agatha comprendió que detestaba ese acento sureño. Y más aún, el modo gallardo en que se caló el Stetson en la cabeza y fijó en ella los risueños ojos, sin darse la menor prisa en salir.

Gandy había entrado arrepentido a la tienda, y se iba divertido. Observó a la tensa mujer vestida de azul, con el cuello alto y apretado y la severa falda con lazos atrás. Cuando la vio por primera vez, la tomó por una anciana. Al observarla mejor, descubrió que no era nada vieja. Tal vez, más joven que el propio Gandy. Delgada, con buenas formas y un destello de convicción que admiró, a su pesar. El cabello tenía un sorprendente matiz rojizo a contraluz con la ventana detrás. La línea de la mandíbula era magnífica. La piel, muy blanca. Los ojos verdes como el rocío del mar, obstinados. Un par de labios muy hermosos. Y muchos modales de dama antigua.

Pero, por cierto, no era vieja. «Si le pusiéramos una pluma en el cabello, un poco de carmín a los labios, soltáramos unos rizos de cabello, le enseñáramos una canción obscena, tendría tan buen aspecto como Jube, Pearl o Ruby». Contuvo la risa, al pensar en lo horrorizada que estaría si supiera cómo la imaginaba.

– Lo tomaré como un desafío. Usted hará todo lo que esté a su alcance para cerrarme el local. Marchar, agitar banderas, cantar… lo que a sus luchadoras por la templanza se les ocurra hacer. Y yo haré todo lo necesario para atraer clientes a la Gilded Cage.

– Le parece un juego, ¿no es cierto? Pues no lo es. La señorita Wilson no juega. Está aquí cumpliendo una misión.

– Lo sé, lo sé. -Dijo levantando las palmas, y admitió alegremente-: Ella también intenta que lo cierren.

– Por supuesto.

– En ese caso, será mejor que vuelva a trabajar y me prepare para la guerra, ¿no creen, señoras? -Se tocó el ala del sombrero e hizo una reverencia-. Buenos días, señorita Downing. -Se volvió, se aproximó a Violet que seguía junto a la entrada, con un aspecto como si acabara de elogiarle la ropa interior-. Señorita Parsons -dijo, tomando una de las manos atravesadas por venas azules y llevándosela con lentitud a los labios-. Fue un placer.

Pareció que a Violet se le saltaban los ojos de las órbitas y vio que a Agatha le pasaba lo mismo.

– ¡Violet, acompaña al señor, por favor! -dijo con brusquedad-. Después, deja abierta la puerta de adelante. Este lugar hiede a humo de cigarro.

Gandy se volvió riendo, hizo una reverencia y salió.

Cuando Violet volvió, se dejó caer en la silla de trabajo y se abanicó con el pañuelo.

– ¿Viste eso, Agatha? ¡Me besó la mano!

– Tendrías que mirar a ver si no tienes dos orificios iguales.

La euforia de Violet no cedió:

– ¡En serio, me besó la mano! -repitió, suspirando.

– ¡Oh, Violet, compórtate de acuerdo a tu edad!

– Lo hago. Es que tengo el corazón débil, y siento unas terribles palpitaciones.

Agatha se enfureció. «¡Oh, este Gandy es un manipulador audaz! Sabe reconocer a una vieja gallina embelesada y se aprovecha».

Violet se apoyó a medias sobre la mesa de trabajo, exagerando el acento sureño:

– Usted hará todo lo que esté a su alcance para que me cierren el local… ¿Alguna vez oíste algo tan maravilloso en tu vida? Cuando el señor Gandy habla, te juro que me parece sentir el perfume de la magnolia aquí mismo, en Proffitt, Kansas.

– Yo, lo único que olí fue el tabaco.

Violet se incorporó.

– Oh, Agatha, careces de romanticismo. También olía a colonia. Recuerdo que mi padre usaba la misma.

– Tu padre no dirigía una taberna, ni lo echaron a patadas de un barco por guardarse cartas bajo la manga.

– Nadie sabe eso con seguridad acerca del señor Gandy.

– ¿Ah, no? -exclamó Agatha, con aspereza-. ¿Eso significa que hay algo que las chicas no han podido verificar?

De pronto, Violet examinó la ropa de Agatha que estaba sobre la mesa y apoyó la mano encima casi con reverencia.

– ¿Te das cuenta? Pagó para que lavaran esto.

Agatha inspiró con desdén.

– Y ofreció pagarte la cena.

Agatha inspiró con más fuerza.

– Y vino aquí, especialmente para disculparse por todo.

Si hubiese inspirado con más fuerza, podría haberse tragado algunos hilos y ahogarse. En cambio, rezongó:

– Oh, de acuerdo, es un dandi de lengua suelta. Pero con la ayuda de Drasilla Wilson y de las mujeres de Proffitt, Kansas -alzó una mano hacia el cielo- ¡le borraré esa sonrisa insoportable de su cara morena!


Al otro lado de la pared, LeMaster Scott Gandy se paseaba por la taberna, golpeando las puertas con furia.

– ¡Jack, da la señal! -vociferó.

Mordió la punta del cigarro, la escupió en la escupidera con mortal puntería, y exhaló la primera bocanada de humo con la misma puntería fatal: pareció destinada a adornar uno de los floridos pezones del desnudo en la pared, detrás de la barra. Entrecerró un ojo contemplando el pezón y el anillo, como si hiciera puntería con el cañón de un Winchester.

– Haremos un concurso para ponerle nombre a la mujer del cuadro. ¡El hombre que acierte con el nombre de nuestra querida dama de pechos rosados, tendrá el primer baile con Jubilee cuando llegue! -agregó.

Y así se trazaron las estrategias de batalla.

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