Capítulo 22

Se casarían la tarde del 15 de julio, un día que empezó con densa lluvia matinal. Cuando salió el sol, Waverley se cubrió de vapor. Dentro de la mansión, era tolerable, con las puertas de la galería y las ventanas guillotina abiertas abajo, y las de la rotonda, arriba.

Una de las invitadas a la boda era Violet Parsons. Llegó una semana antes para ayudar a Agatha a confeccionar el vestido de novia y mientras esta se lo ponía, la mujer de cabello azulado rió resoplando, rebosando de alegría.

– Creo que es el más bello que hiciste jamás. Tt-tt.

Sostuvo el vestido mientras Agatha se vestía, y abotonó los veintidós botones forrados de la espalda. Estaba hecho en fina seda del tono exacto de las cerosas magnolias, con cuello alto, torso ajustado, y mangas oruga, fruncidas desde el hombro hasta la muñeca. La falda era lisa en el frente, y suelta atrás, con ondas profundas que formaban la cola.

Violet juntó las manos y aspiró, complacida:

– ¡Estás encantadora!

Estaban en el dormitorio principal, ante el espejo de pie que habían traído de abajo. Reflejaba a una novia de grueso cabello bruñido, recogido en lo alto de la cabeza, de hombros angostos, cintura esbelta, y ojos claros de largas pestañas. La expresión de dicha total le daba un resplandor casi etéreo.

– Me siento encantadora -admitió.

– Es perfecto, si se me permite decirlo.

Agatha giró y apretó la mejilla contra la de Violet.

– Estoy muy contenta de que estés aquí.

– Yo también, aunque debo confesar que estoy un poco celosa. No obstante, ya que no soy yo la que se casa con ese apuesto señor Gandy, me alegra que seas tú. Pero le dije a él… -apuntó con un dedo a la novia-…que si no resultaba, no tenía más que mover el dedo meñique y yo vendría corriendo. Tt-tt.

Agatha apretó las mejillas de Violet y rió:

– Oh, Violet, eres irreemplazable.

– Ya sé. Y ahora, tengo que ir a buscar las magnolias. Enviaré a Willy por ellas.

Cuando se fue, Agatha se acercó a la ventana del frente. El terreno estaba lleno de coches, y los grandes prados estaban adornados con toldos azules. Abajo, estaban entrando los invitados, se preparaba la comida, había llegado el ministro, y la alcoba nupcial estaba decorada con ramos de azucenas amarillas y hiedra inglesa.

Agatha se apretó con una mano el corazón que latía acelerado. Aún le costaba creer que estuviese sucediendo, que ella estuviera en el dormitorio principal de Waverley, donde esa noche compartiría el alto lecho de palo rosa con el hombre que amaba; que su ropa estaba en la cómoda, junto a la de él, y colgada en el armario, donde el aroma del tabaco de Scott se mezclaba con el de su propio perfume; que sería así por el resto de sus vidas. Y ahí afuera, los coches seguían llegando, con los invitados para tan importante ocasión.

Mientras los contemplaba escuchó tras ella el sonido: el sollozo suave de una niña.

Se volvió. No había nadie, pero el sonido continuaba. Agatha permaneció serena, casi como si esperara esa visita en un día tan fasto.

– Justine, ¿eres tú?

El llanto cesó de inmediato.

– ¿Justine?

Miró en círculo alrededor, pero estaba sola en el cuarto.

Empezó otra vez, en esta ocasión más quedo, pero inconfundiblemente real e inquietante. Agatha estiró una mano:

– Estoy aquí, Justine, y si puedo te ayudaré. -El llanto se hizo más bajo pero continuó-. Por favor, no llores. Es un día demasiado feliz para lágrimas.

Se hizo silencio, pero al extender la mano sintió una presencia con tanta claridad como si fuese visible.

– ¿Es porque voy a casarme con tu padre? ¿Es por eso? -Hizo una pausa, miró alrededor-. Debes creerme que no pretendo ocupar el lugar de tu madre en su corazón. Lo que ella fue para él, lo será para siempre. Tienes que creer eso, Justine.

Agatha guardó silencio.

– Sé que ya conociste a Willy, y lo aceptaste. Espero que, del mismo modo, me aceptes a mí.

El cambio no pudo ser más evidente si hubiese cesado de tronar. La tensión se aflojó; en el cuarto reinó la paz. Nada tocó la mano de Agatha, excepto un suave suspiro, que olía a flores. Pero cuando bajó la mano al costado, experimentó una gran tranquilidad.

En ese momento, irrumpió Willy con dos magnolias.

– Toma, Gussie, Violet y yo cortamos las mejores que pudimos encontrar.

Se inclinó para besarlo.

– Gracias, Willy.

Cuando se incorporó, miró alrededor pero la presencia se había desvanecido por completo.

– ¡Eh, hueles bien!

– ¿Sí?

Rió, y recibió las flores.

– ¡Y estás preciosa! ¡Espera a que Scotty te vea!

Agatha lo tomó de las mejillas y le estampó un beso en la nariz.

– ¿Últimamente te dije que te quiero?

El chico rió y corrió hacia la ventana.

– ¿Viste cuántos carruajes?

– Los vi. -Cuando sus pensamientos volvieron a la boda, su euforia aumentó-. ¿De dónde vienen todos ellos?

– De Columbus. Scotty conoce a todos allí.

Agatha se dio la vuelta hacia el espejo y se prendió una de las magnolias en la nuca.

– Violet me dijo que te diga que ya es la hora.

Agatha retrocedió y se apretó una mano sobre el corazón. Es hora. Hora de salir y encontrarte con tu novio, caminar con él hasta la alcoba nupcial y unir tu vida a la de él, y no estar sola nunca más. Al comprenderlo, el rostro se le iluminó con una suave luz. Willy se acercó a ella, la miró, tenía el cabello peinado con brillantina, con la conocida onda sobre la frente, sin duda hecha por Scott. Recordaba con claridad la primera vez que lo había peinado así, cuando los dos volvían de los baños, y Scott llevó a Willy otra vez a la sombrerería, vestido con la ropa nueva que le había hecho. Al mirar al niño que tanto ella como su inminente marido querían tanto, se sintió bendecida, convencida de que el destino los había reunido pensando en esto. Con su ramo nupcial, una única magnolia, extendió la mano libre.

– Vamos.

Willy sonrió y fueron hacía la puerta. Antes de abrirla, Agatha le acomodó el cuello y le preguntó:

– Recuerdas qué hacer, ¿verdad?

– Sí, señora. -Entreabrió la puerta y espió-. Vamos, está esperando.

Agatha aspiró una bocanada de aire, la retuvo para serenarse, cerró un instante los ojos y oyó la melodía del piano de Ivory que ascendía. Pero ni las profundas inspiraciones ni la música bastaban para calmar los nervios que le crispaban el estómago.

Fue hacia la entrada y su mirada se topó con los ojos de su prometido.

En efecto, estaba esperando, en el extremo opuesto del balcón, frente a la puerta del cuarto de los niños, todo vestido de marfil, esperando a echar el primer vistazo a la novia. Las miradas de los dos se encontraron a través de casi diez metros de espacio abierto, sólo circundado por la baranda, y una sensación de expectativa que aligeraba el corazón. Debajo, los invitados levantaron las miradas ansiosas, pero en ese primer momento los novios no vieron a nadie más que al otro.

Ella estaba radiante, con el vestido de cola de un blanco ceroso y una simple flor en el cabello.

Él, quitaba el aliento con los pantalones ahusados y la chaqueta de gala que resaltaban la negrura del cabello y el bigote.

Se contemplaron uno al otro con el pulso acelerado y un nudo en el estómago, registrando el momento para llevarlo siempre en los corazones, hasta que al fin, el murmullo de voces que llegaba de abajo los hizo volver a la realidad, y Agatha sonrió. Gandy le correspondió. Y luego, a Willy que, ahuecando los dedos, le envió un minúsculo saludo secreto. Scott le respondió con un guiño. Entonces, Willy le ofreció el codo a Gussie y la escoltó a la cima de la escalera oeste, mientras que Scotty subía a la del este.

Se hablaría durante años de ese descenso: la novia y el novio, los dos de marfil resplandeciente, mirándose uno a otro con sonrisas deslumbrantes, por las escaleras gemelas que los conducían abajo donde formaban una curva como los arcos incompletos de un corazón; de cómo llegaron al pie y se encontraron en el centro del suelo de la rotonda como si completaran el contorno de ese corazón; de cómo el ministro negro, el reverendo Oliver de la pequeña iglesia bautista cercana los esperaba preguntando:

– ¿Quién entrega a esta mujer? -y cómo Willy respondió:

– Yo -y luego, con gran seriedad, entregaba su futura madre al futuro padre, y recibía un beso de cada uno.

Hablarían de cómo el novio tomó la mano de la novia y la puso en el hueco de su codo, y cruzaron juntos la gran rotonda, pasaron las amplias puertas de la sala hasta la alcoba nupcial adornada con canastas de fragantes azucenas amarillas y hiedra inglesa.

Aunque la habitación estaba llena de invitados, Agatha casi no lo advirtió cuando soltó el brazo de Scott y adoptó una pose formal a su lado.

– Queridos bienamados…

El reverendo Oliver pronunció un discurso acerca de lo que era necesario para que un matrimonio fructificara, de la importancia de la entrega de sí mismo, del valor del perdón, las recompensas de la constancia, la virtud y el alcance del amor. Habló de los niños con los que podría ser bendecida la unión, y Agatha sintió el codo de Scott bien apretado contra el suyo. Miró por el rabillo del ojo y encontró la mirada del esposo fija en su rostro, pensó en concebir a los hijos de él y la invadió una explosión de esperanza tan profunda que la hizo tambalearse. Scott descruzó las manos, encontró la de Agatha entre los pliegues de satén marfil a la altura de la cadera, y se la estrechó fuerte, duplicando su alegría.

Jube cantó: «Amor Maravilloso», con su voz impecable, cristalina y los versos colmaron el corazón de Agatha con tanta abundancia como el perfume de las azucenas llegaba a su nariz. Mientras, el pulgar de Scott no dejó de acariciar sus dedos.

Entonces se pusieron frente a frente, se tomaron de las manos para que todos lo vieran, y al advertir que las mejillas de Scott estaban sonrosadas, y las manos húmedas, comprendió que no era la única conmovida.

– Yo, LeMaster Scott Gandy, te tomo a ti, Agatha Downing…

La voz, más grave que de costumbre, con un ligero temblor, traicionaba la hondura de su emoción. Pero los intensos ojos oscuros no se apartaron jamás de los de Agatha mientras pronunciaba los votos.

El corazón de la mujer se desbordó de un amor tan intenso que le provocó un dulce dolor en el pecho. Scott, antes de ti no había nada, y ahora lo tengo todo… todo. Toda una vida no tiene días suficientes para derramar sobre ti todo el amor que siento.

– …hasta que la muerte nos separe.

Y le tocó el turno a Agatha:

– Yo, Agatha Noreen Downing, te tomo a ti, LeMaster Scott Gandy…

Sosteniendo la mano de Agatha y escuchando la voz suave y temblorosa, supo que estaba a punto de llorar. Vio sus lágrimas en el borde de los párpados y se sintió conmovido hasta los rincones más recónditos del corazón. Le oprimió los dedos delicados, y se le ocurrió que era un milagro que una mujer como ella hubiese llegado a su vida apática en el preciso momento en que la necesitaba para llenarla otra vez de sentido.

Gussie, pienso cumplir esta promesa de pasar el resto de mi vida agradeciéndote lo que hiciste por mí.

– …hasta que la muerte nos separe.

– El anillo -pidió el ministro por lo bajo.

Scott se sacó el diamante del meñique y lo puso en la mano de Gussie.

Fascinada, lo vio pasar por su nudillo, y comprendió que, en verdad, los unía para siempre. Entonces, las miradas se encontraron sobre las manos entrelazadas, y el voto quedó sellado dentro de sus corazones.

– Y ahora, os declaro marido y mujer.

La cabeza oscura se inclinó sobre la cobriza, y los labios se tocaron. Al terminar el beso, Scott se irguió lo suficiente para contemplar los luminosos ojos verdes, sentir cómo se mezclaban los alientos y la trascendencia del instante se instalaba en las almas de los dos. Marido y esposa. Por siempre jamás.

Scott se irguió, le apretó un poco los nudillos, y se le iluminó el rostro con una sonrisa relampagueante acompañada de hoyuelos. La sonrisa dichosa de Agatha le respondió, y libró a los invitados del encantamiento en el que estaban sumidos. Bastaba con ver los ojos húmedos de casi todas las mujeres.

El novio puso la mano de la novia en el hueco del brazo, y los dos se acercaron a una mesa lustrosa donde estaba abierta la Biblia de la familia. En una página donde ya había varias anotaciones, Scott escribió:


15 de julio de 1881

LeMaster Scott Gandy

se casó con

Agatha Noreen Downing


La besó de nuevo, esta vez con fuerza, brusquedad y fervor, la rodeó con los brazos y le murmuró al oído:

– Te amo.

– ¡Yo también te amo!

Como el piano arrancó con una música exultante y los murmullos de los invitados subieron de volumen, tuvo que gritarlo. Entonces se les acercó Willy pidiendo besos, tan feliz como los novios mismos.

Pronto los separó la multitud que se acercaba a felicitarlos y, por extraño que parezca, el resto del día apenas se vieron. Entre los invitados había muchos que Agatha tenía que conocer, y muchos con los que Scott reanudaba el contacto. Se sirvió un banquete de bodas estilo buffet, y la gente se diseminaba por los prados, paseaba por los jardines o entraba a recorrer la casa. Algunos se sentaban en los escalones de la rotonda, otros en los bancos. El calor era pesado y se sirvió ponche de champaña como refresco. Los niños perseguían a los pavos reales y daban de comer pastel helado a los caballos. En la rotonda comenzó el baile, y Scott atrapó a Agatha unos instantes junto a una curva de la escalera, le hizo ponerle los brazos al cuello, la levantó del suelo y apretó el cuerpo con suavidad contra el propio, los labios rozándose. Pero los invitados los descubrieron y los separaron, haciéndoles comprender que tenían que seguir cumpliendo con sus deberes de anfitriones.

Una hora después se toparon en la entrada de la sala del frente, y sólo tuvieron tiempo de intercambiar una mirada cariñosa antes de que los interrumpieran Mae Ellen Bayles, su hija, Leta y A. J, que a esa altura se había convertido en amigo de Willy. Mae Ellen reclamó la atención de Agatha y, la siguiente ocasión en que vio a Scott estaba bajo uno de los toldos azules fumando un puro, conversando con un hombre delgado de traje a rayas, y otro al que le salían pelos grises de las orejas. Pero como un par de muchachas en edad casadera prorrumpieron en exclamaciones maravilladas ante el diamante de Agatha y le hicieron preguntas referidas al vestido de novia, no tuvo más remedio que ser cortés.

A medida que avanzaba el día, el calor aumentaba, y la brisa se aquietaba. Agatha se sintió acalorada y cansada. Scott, impaciente. Violet bebió demasiado ponche de champaña y coqueteó desvergonzadamente con un robusto comerciante llamado Monroe Hixby. Willy fue a chismorrear que los había visto besándose bajo la vid. Agatha también hubiese querido escaparse al huerto de la vid para conseguir unos besos robados y estar un poco de tiempo a solas con el novio. Mientras departía con uno de los huéspedes regulares de Waverley, el señor Northgood, se le escapó un suspiro y lanzó una mirada furtiva al esposo. Lo vio al otro lado del prado, inclinando la cabeza hacia la señora Northgood. Levantó la vista como si hubiese percibido la mirada de Agatha y, esta vez, cuando las miradas se encontraron, no hubo sonrisas.

Quiero estar a solas contigo, decía la expresión sufrida de Scott.

Y yo contigo, respondía la de Agatha.

La señora Northgood parloteaba acerca del costo de los calefactores domésticos en Boston, en invierno, pero Scott casi no la escuchaba. Veía que Gussie enderezaba la espalda y se apretaba la cadera izquierda, al tiempo que se volvía para escuchar algo que decía el interlocutor. Scott frunció el entrecejo y, cuando la mujer se detuvo para tomar aliento, interrumpió la cháchara tocándole el codo:

– ¿Me disculpa, señora Northgood? -pidió, la mirada preocupada fija en la novia.

Rodeó a la sorprendida mujer, y caminó sobre la hierba en dirección a Gussie para brindarle el alivio que tanto necesitaba.

Al acercarse, la tomó del codo con aire posesivo.

– Creo que lo busca su esposa, señor Northgood.

Sin disculparse, llevó a Gussie hacia los escalones de mármol, cruzaron la rotonda y entraron en la oficina, donde tres hombres fumaban y conversaban.

– Caballeros, ¿nos disculpan, por favor? Tenemos que esperar que el reverendo Oliver nos traiga el certificado de matrimonio para firmar.

Los tres se disculparon y salieron a la rotonda, y Scott cerró la puerta.

– Pero ya tenemos certificado de matrimonio -le recordó Gussie.

– Ya sé. -Cuando se volvió, la encontró de pie en el centro de la oficina, con una mueca de fatiga, el peso sobre una pierna, señal indudable de cansancio-. Desearía que se fueran todos -dijo sin rodeos.

– No es muy amable de nuestra parte.

– Estás cansada.

– Un poco.

Con los brazos a los lados, el marido se acercó lentamente.

– Vi que te frotabas la cadera, y ahora apoyas el peso en el otro pie.

– No es nada. Siempre me duele hacia el final del día.

Sin aviso previo, la alzó en los brazos y la apoyó en un sillón de cuero de respaldo alto, con los pies sobre el brazo del sillón. Sonriente, la mujer le enlazó los brazos al cuello mientras él se acomodaba respaldándose, y cruzaba un tobillo sobre la rodilla de la otra pierna. Esbozó una sonrisa burlona y se le formó un hoyuelo.

– Así que, Agatha Noreen, ¿eh?

Con ademanes lánguidos, se aflojó el nudo de la corbata.

– Así es.

– ¿Por qué no lo supe antes?

Agatha jugueteó con un mechón del pelo de él.

– Una mujer sin secretos es como acertijo con respuesta: no hay nada que adivinar.

– Ah, de modo que me casé con una mujer que tiene secretos para mí.

– De vez en cuando, puede ser.

– A ver, dime, Agatha Noreen Gandy, ¿qué otras cosas no sé de ti?

La recién casada echó la cabeza atrás, adoptó aire pensativo, y entrelazó los dedos en la nuca del esposo:

– Hoy me visitó Justine.

– ¿En serio?

– Poco antes de la boda, en nuestra habitación. Creo que hice las paces con ella.

– O sea que ahora me crees.

– Siempre te creí, ¿no es cierto? Pienso que estaba ahí, en la sala, presenciando nuestro intercambio de votos. Y que lo aprobó.

El amor absoluto que sentía por ella se reflejó en los ojos, que le recorrían el rostro. Pasó la yema de un dedo por la línea de nacimiento del cabello, bajó por la nariz a la boca, salteó el labio inferior, siguiendo el movimiento con la vista. Cuando habló, lo hizo serio, en voz baja:

– Señora Gandy, me muero por besarte todo el día.

El corazón de la mujer se agitó cuando satisfizo su deseo, uniendo su boca a la de ella al tiempo que ella estrechaba más los brazos en el cuello. Scott separó los hombros del respaldo del sillón y la acomodó sobre sus piernas. Las lenguas se unieron en lascivo complemento. La sangre, la piel, los músculos parecieron prestar atención. Los corazones dieron un vuelco de impaciencia, el hombre sacó la mano de abajo de las rodillas y le acarició el pecho encerrado en estrechos confines de seda marfil.

El aliento de Agatha se aceleró contra la mejilla del esposo. Su carne cambió de forma y él la acarició con el pulgar, sintiendo que su centro duro presionaba saliéndole al encuentro.

– ¿Quieres que los eche? -susurró contra la boca de ella, con la mano todavía en el pecho, provocándole cambios de forma, así como ese día había cambiado la vida de Agatha.

– Ojalá pudieras.

La besó una vez más, mojándole los labios, sintiendo que la lengua de ella hacía lo mismo con los de él, pasando la mano por el torso hacia abajo, por la cadera, el estómago, plano y duro, contenido por la ajustada falda de satén. Más abajo, a la sugerencia de feminidad entre las piernas, donde otra vez lo desvió la forma ajustada del vestido, que no dejaba sitio para la exploración.

Agatha se acercó más y soltó la trasera del vestido como invitándolo. Scott metió la mano entre esa parte y los pliegues sueltos, encontró una cinta, tironeó de ella y deslizó la mano dentro, contra las curvas tibias, en la parte de atrás de uno de los muslos. El beso se tornó insaciable, y un retumbo de impaciencia les recorrió los cuerpos.

Alguien llamó a la puerta:

– Señor y señora Gandy. -El reverendo Oliver abrió y asomó la cabeza-. Alguien me dijo que me necesitaban aquí.

Sintiéndose culpables, se levantaron de un salto, los rostros encendidos.

– ¡Ah, eh… sí! -Desesperado, buscó una excusa plausible y de pronto, recordó que el servicio era gratuito. Se inclinó sobre el escritorio y abrió el cajón del centro desde el otro costado-. Quería entregarle esto. -Sacó un sobre-. No es mucho, pero queremos que sepa cuánto apreciamos que celebrara el servicio en nuestra casa, en especial tratándose de un día tan caluroso. -Estrechó la mano del reverendo Oliver-. Gracias, otra vez.

– Fue un placer. -El sacerdote guardó el sobre en el bolsillo-. No tengo oportunidades frecuentes de celebrar una boda en un ambiente como este. Le aseguro que fue un placer. -Esbozó una sonrisa benigna y agregó-: Y, desde ya, les deseo una vida de felicidad. En mi opinión, ya están camino de lograrlo.

– En efecto, señor -admitió Scott. Buscó la mano de Agatha y la acercó a su costado, entrelazando los dedos.

– Bueno… -El ministro metió un dedo dentro del cuello clerical-. Hace calor, ¿no? Pienso que mi esposa y yo nos despediremos y nos iremos a casa.

Scott dejó a Agatha para acompañarlo hasta la puerta y, una vez más, perdió al esposo entre los invitados, acabando así la breve escapada.

Ya habían pasado las once de la noche cuando vieron las luces del último coche parpadear alejándose por el camino. Por fin, se habían ido todos y los huéspedes, cada uno a su habitación. A la larga Willy se desplomó y Scott lo llevó al cuarto en la planta alta. El cuenco de ponche del comedor estaba vacío. Los restos de la celebración estaban esparcidos por la sala del frente y en los últimos escalones de la escalera doble, y se recogerían al día siguiente.

– ¿Queréis que apague los picos de gas de aquí adentro? -preguntó Leatrice entrando en la rotonda, donde Scott y Gussie estaban sentados en el último escalón.

– No, yo lo haré. Ve a acostarte, Leatrice.

– Ya lo creo. Los juanetes están matándome. -Pero se acercó arrastrando los pies-. No correspondía que lo dijera antes, pero ahora que tienes señora otra vez… bueno, sería hora de que tuvieras un poco de sensatez. Y, sin duda, elegiste una buena, amo. Tu mamá y tu papá estarían contentos. Quizás ahora Waverley tenga algunos chicuelos, como debe ser. Hace muchos años que no nacen niños entre estas paredes. Sí, señor, muchos años. Y ahora, ven aquí y deja que Leatrice te dé un abrazo antes de que empiece a echar sal sobre los pisos.

Se levantó y la abrazó. Y aunque era alto, no podía abarcarla con los brazos, pero la meció con amor y besó el cabello ensortijado.

– Gracias, cariño.

La negra lo apartó de inmediato, y le dio una fingida bofetada.

– Miren quién me llama cariño, semejante cachorro. -Entonces se volvió hacia Agatha-. Ahora tú, muchacha. Ven aquí, así puedo terminar con estas reconvenciones y descansar mis pies.

Fue el turno de Agatha de hundirse en el esponjoso abrazo de Leatrice.

– Yo amo a este muchacho -dijo la voz ronca en el oído de la novia-. Serás buena con él, ¿me oyes?

– Lo prometo.

– Y tened muchos chicos. Será un buen padre.

Con ese último consejo, apartó a Agatha y se fue arrastrando los pies hacia la puerta, refunfuñando acerca de los juanetes.

Cuando se fue, Scott y Agatha se miraron y rieron. Entonces, la risa se desvaneció y permanecieron en silencio, solos, con las recomendaciones finales de Leatrice y su mensaje subyacente que atraía sus mentes hacia la enorme cama de palo de rosa.

– Espera aquí -susurró Scott.

La dejó ahí, de pie, mientras iba a apagar los picos. La encontró de nuevo en la oscuridad, se besaron con hondo entrelazar de lenguas, y la alzó en brazos para llevarla arriba. En la habitación, las llamas de los picos parpadeaban con suavidad, acompañadas de un débil siseo. La llevó dentro, cerró la puerta con el talón y volvieron a besarse, disfrutando al saber que ya estaban libres para expresarse su amor del modo que desearan.

Por fin.

Con toda la ropa puesta, demoraron saboreando los minutos de deleite, dejando crecer poco a poco la atracción sexual. Scott levantó la cabeza y se miraron en los ojos. La luz de las llamas parecía quedar atrapada en los iris oscuros de él y en los verdes de ella. La respiración de los dos había adquirido un ritmo errático, y el pulso les latía en los sitios más extraños de sus cuerpos. La apoyó en el suelo, siguieron mirándose, mientras apoyaba las manos a los costados de los pechos… cerca, pero aún demorándose.

– Señora Gandy -dijo, regocijado-. Dios, no puedo creerlo.

– Yo tampoco. Dime que no estoy soñando.

– No estás soñando. Eres mía.

– No, señor Gandy, creo que es usted el que es mío.

Le tomó las manos y las sostuvo sin apretar:

– Y me siento feliz de serlo.

– ¿Es verdad que las esposas pueden besar a los esposos cada vez que lo desean?

– Cada vez que lo deseen.

Sencillamente para ejercer el derecho, le dio un beso leve en la boca, que resultaba milagroso para alguien que durante tanto tiempo no tuvo a nadie. La dejó besarlo, dócil, y cuando terminó le sonrió con calidez al rostro alzado hacia él.

– En general, me gustaban los besos más comprometidos, pero los sencillos también tienen su encanto, ¿no?

En respuesta, le dio uno más húmedo, que finalizó con gran succión.

– A mí me gustan todos.

Scott rió, le pasó un brazo por los hombros y la hizo girar hacia la habitación.

– Me da la impresión de que alguien estuvo aquí y nos preparó varias sorpresas.

– Violet -murmuró Agatha con cariño, recorriendo la habitación con la mirada.

¿Quién otra que la querida Violet? Había abierto la cama y soltado el mosquitero de los postes, que proyectaban sombras enrejadas sobre las sábanas niveas y almidonadas. Había subido uno de los canastos de azucenas de la sala y lo puso en la cómoda junto a la cama, desde donde perfumaba toda la habitación. Como buena romántica que era, preparó con pulcritud el camisón nuevo de Agatha, donde se manifestaba la cariñosa labor en el corpiño, en la angosta cinta azul que se transformaría en un moño, bajo los pechos virginales de la novia.

El suave resplandor de las lámparas de gas inundaba la habitación, las flores le daban la bienvenida y también las sombras blandas de la red. Las ventanas estaban levantadas para dejar pasar el aire nocturno, y por una de ellas entró revoloteando una polilla blanca para inspeccionar un cepillo de mujer y un recipiente para pelos sobre el tocador, fue hacia las flores y por último hacia la red blanca, que abanicó inútilmente con las alas. Ni a una polilla se le permitiría molestar a los dos acostados ahí. Y todo eso se lo debían a Violet.

– Insistió en confeccionar ella misma el camisón -le contó Agatha-, y todo el tiempo deseaba estar aquí, en mi lugar.

Scott podría haberla rechazado, pero como no lo hizo, Agatha lo respetó más aún. Porque supo que entendía las formas del amor en sus más variadas apariencias, en mayor medida que ninguna persona que hubiese conocido.

– ¿Quieres ponértelo ahora? -le preguntó con sencillez.

Aunque con las mejillas ruborizadas, levantó el rostro.

– Hoy hizo tanto calor… ¿No podríamos… este…? -Miró la jarra y la palangana-. Creo que me gustaría lavarme, primero.

– ¿Te gustaría ir a nadar?

– ¿A nadar?

Lo miró.

– No demoraríamos mucho. Podemos ir y volver en un periquete.

Evocó con ansia el agua fresca y clara, y agradeció el alivio temporal.

– ¿Juntos?

– Por supuesto. -La tomó de los brazos, la hizo girar y empezó a soltarle los botones que sujetaban los pliegues de la cola-. Esta noche, estableceremos costumbres que quizá conservemos toda la vida. Creo que nunca lamentaremos empezar con la de ir a nadar un rato antes de acostarnos.

Pero Agatha sabía que la costumbre que le importaba no era la que mencionaba sino la que iniciaba a sus espaldas en ese mismo momento. Como al descuido, la rodeó y puso la sobrefalda sobre una de las sillas azules. Lo miró con el corazón latiéndole en el cuello, pensando en la almohadilla de la cadera. Como si fuese lo más natural, volvió y se dispuso a desabotonar la espalda del vestido. Al terminar, le besó el hombro, la hizo girar, se lo sacó por los brazos, teniéndole la mano mientras sacaba los pies de la prenda. Después de apoyarlo también en la silla, se quitó la chaqueta, la tiró encima del vestido y volvió a acercarse. Agatha era plenamente consciente de que la combinación de algodón dejaba traslucir en forma vaga los pezones. Scott les echó una breve mirada y luego retrocedió.

– ¿Hay algo que te gustaría hacer? -le preguntó en voz baja, esperando-. No tienes que pedirlo, ¿sabes?

Agatha levantó la vista pero la bajó enseguida, y tendió los dedos temblorosos hacia el chaleco del esposo.

– Me temo que no soy muy buena para esto.

Se rió, nerviosa.

Le levantó la barbilla:

– Quiero que me prometas que, en situaciones como ésta, nunca te disculparás. Y puedes estar segura de que nada complace más a un hombre que una mujer ruborizada.

Lo único que logró fue que se ruborizara más aún. Después de desabotonar el chaleco, se puso detrás y se lo quitó… con demasiada formalidad, comprendió después, si bien a Scott no le molestó. Él mismo se ocupó de los botones de los puños, mientras que Agatha lo hacía con los del pecho. Cuando la camisa quedó abierta hasta la cintura, Agatha alzó la vista y se rió otra vez, retorciéndose las manos sin advertirlo.

– Sácamela -le ordenó con suavidad-. El paso siguiente me toca a mí.

Los pantalones eran ajustados. Cuando tironeó de los faldones de la camisa, las caderas se balancearon hacia ella, pero Scott se limitó a sonreírle y la dejó seguir forcejeando. Los faldones conservaban la tibieza del cuerpo, y estaban llenos de arrugas. Mirarlos le resultó un gesto tan íntimo como contemplar la carne que los había entibiado y le hizo galopar el corazón. Para hacer gala de coraje, arrojó la camisa, que cayó cerca de la silla. Pero cuando el hombre estiró la mano hacia el botón de la cintura de la enagua, le aferró la mano.

– Scott… yo…

Dejó las manos quietas, pero no las alejó del botón.

– ¿Te da vergüenza? No seas tímida, cariño -dijo, tocándole la mejilla.

– Te advierto que… soy… torcida.

Frunció las cejas.

– ¿Que eres qué?

– Torcida. Mi deformidad… mis caderas… una es más baja que la otra y yo… uso una almohadilla en una… y… y…

Sólo una vez en la vida había tartamudeado y fue después del ataque en Proffitt. Era desconcertante, incómodo, hacerlo otra vez, medio desvestida ante el novio.

Pero Scott abordó el problema de manera directa. Le puso las manos en las caderas y apretó.

– ¿De esto se trata? ¿De esta minúscula almohadilla de guata que siento aquí? Veamos. -En un instante, la enagua yacía a los pies y el secreto estaba expuesto. La sujetó de las caderas, flexionó las rodillas y se inclinó para examinarla-. Una vez, conocí a una mujer que se ponía una de éstas en el corpiño. Meto la mano ahí, y la saco con una bola de algodón en lugar de un pecho, ¿te imaginas lo que…? Oh, maldito sea, se suponía que no debía decirlo en mi noche de bodas, ¿no es cierto?

Mucho antes de que terminara, Agatha estaba riéndose. Le rodeó el cuello con los brazos.

– Scott Gandy, te amo. Estaba tan preocupada por eso. Terriblemente preocupada.

– Bueno, no te aflijas más, señora mía. La cuestión es que nadie es perfecto, incluyéndome a mí.

– Sí, tú sí.

– No, no lo soy. Ven acá y siéntate. -La llevó hasta la escalerilla portátil junto a la cama-. Tú no te avergüenzas de tus pies, ¿verdad?

– ¿De mis pies?

– Porque voy a sacarte los zapatos.

Tomó un desabotonador de la cómoda y se acuclilló ante ella sin otra vestimenta que los arrugados pantalones color marfil. Tomó el tacón en la mano, puso el pie de la mujer en la ingle, y Agatha no pudo evitar contemplar fijamente el insólito cuadro. Cada vez que usaba el gancho, el pie se iba hacia él. Sintió que le subía un calor por el cuerpo y se le enloqueció la imaginación. Le sacó un zapato y lo dejó con cuidado, tomando con firmeza el pie embutido en la media de seda y masajeándolo. Al levantar la vista, lo sorprendió pasando la mirada de los parches oscuros en los pechos hasta los ojos de la esposa.

– ¿Alguien te sacó alguna vez los zapatos?

– N… no.

Contra su voluntad, bajó otra vez la mirada hasta la costura de los pantalones, y luego a los brazos acordonados de tendones, hasta una cicatriz en el izquierdo.

Le besó la parte interna del pie. Sintió que le ardía la cara, las entrañas se le licuaron, pero él la contemplaba con aparente calma. Al hablar, usó un insólito tono sedoso:

– Tienes unos pies muy bellos, ¿lo sabías?

Agatha contempló su pie envuelto en la media blanca de seda entre los dedos morenos del hombre y no se le ocurrió una sola palabra. ¿Los pies? ¿Todo esto provocaba en el interior de una mujer que le acariciaran los pies? Al volver a mirarlo, vio que sonreía. Entonces, dedicó la atención al otro pie, le quitó el zapato, y apoyó los codos en las rodillas… aún acuclillado.

– Quítate las medias para no mojártelas.

Se dedicó sin disimulo a disfrutar del espectáculo de verla enrollar la seda por las piernas y quitársela. Esperó a que terminara y luego se levantó y alargó la mano hacia el botón de la cintura.

– Me agrada verte hacerlo -reflexionó, mientras Agatha se preguntaba qué se exigía de una mujer en un momento así. Pero antes de que pudiese resolver si tenía que mirar o volverse, Scott se quitó los pantalones y quedó ante ella con los calzones tejidos de algodón, hasta media pierna. Le tomó la mano, cambiando bruscamente de talante-. Ven, vamos a nadar.

Hicieron el trayecto de prisa bajo las sombras de las magnolias, por la cinta blanca del sendero de coches, cruzando el camino, sobre la hierba húmeda hasta la casa de baños.

– Scott, nos olvidamos la linterna.

– ¿Quieres que vuelva a buscarla?

Era una pregunta tonta, después de lo que había estado haciéndole en el dormitorio. ¡Como si ella quisiera perder el tiempo más que él…!

Nadaron en la oscuridad, sumergiéndose en el agua helada sin pensar en los posibles peligros. Se bañaron a hurtadillas, pensando en el suave resplandor de los picos de gas en el dormitorio, el colchón alto y espeso, la tenue red, el rico perfume de las azucenas amarillas. Lo oyó sumergirse y salir, sacudiendo la cabeza y salpicando encima del agua. La oyó nadar con esfuerzo hasta el extremo de la piscina y la siguió. Entonces, giraron juntos y nadaron un largo hasta los escalones de mármol, Scott a la cabeza todo el tiempo. Estaba esperándola cuando llegó, la atrapó por el brazo mojado, resbaladizo y la atrajo hacia él, robándole un beso caliente, salvaje, impaciente, apretando el cuerpo turgente contra el de ella.

Agatha se apartó, sin aliento, sujetándolo de dos puñados de pelo.

– ¿Qué era lo que estabas haciendo allá, en el dormitorio, Scott Gandy?

– Tú lo sabes. No me digas que no lo sabes. -Percibió la seducción en el tono-. Cuéntame que te provocó.

Así como no pudo evitar que el rubor le encendiera las mejillas, no pudo expresarlo, mientras él le ponía la mano en sus propias partes íntimas.

– Scott, eres perverso.

– No, no soy perverso… estoy enamorado… excitado… practicando una danza de acoplamiento con mi esposa, a la que estos rituales le encantan pero es demasiado tímida para admitirlo. Te mostraré cada paso antes de hacerlo.

La besó. Los labios estaban fríos, pero las lenguas calientes. Los brazos esbeltos de la mujer le rodearon el cuello, y las pieles húmedas se deslizaron con movimientos sinuosos.

Y ahí, en una negrura tan absoluta como el espacio, acarició el cuerpo frío y trémulo a través del algodón mojado: los pechos, las caderas y, por primera vez, el lugar íntimo entre las piernas. El agua les chorreaba por las narices, las mejillas, por el bigote, en las bocas, por la espalda de ella, y sobre el brazo de él. El agua sedosa que los unía como un lazo líquido. El brazo izquierdo la sujetó debajo de los omóplatos, Agatha apoyó las manos sobre la espalda esbelta, mientras la mano libre del hombre merodeaba por todos lados.

– Gussie… Gussie… te quiero. Seré muy bueno contigo.

Ya era bueno sentir sus manos sobre ella. Incluso a través de la tela mojada y fría, la hizo jadear y tapó el sonido con su boca, diciendo luego:

– Dilo, Gussie… di lo que estás sintiendo.

– Amo tus manos… sobre mí… me siento… hermosa… completa.

Fue una revelación para ella comprender que la necesidad de acoplarse no tenía que quedar reservada a las camas de palo de rosa con baldaquinos, y sábanas meticulosamente limpias, cómo un cuerpo provocado podía satisfacerse con un resbaladizo y frío escalón de mármol, sólo con que la agonía de esperar se pudiese acabar.

Sin una palabra, la sacó de la piscina. Un rápido repaso con la toalla, un beso impaciente, y corrieron en la noche de ébano hacia la gran casa blanca que los recibió de nuevo en su seno.

Las lámparas de gas los esperaban, arrojando una delgada cinta amarilla sobre los husos del balcón mientras él la llevaba otra vez arriba, por los brazos curvos de la escalera. Cuando se cerró la puerta del dormitorio, la puso de pie y la acercó en un solo movimiento, los labios y los brazos pegados. Las largas horas de ese día cumplían su objetivo. Dos cuerpos excitados, privados durante demasiado tiempo.

Agatha no tuvo ocasión de timideces, pues su esposo no lo permitió. Cuando retrocedió fue sin remilgos, para soltar los botones de los hombros y bajar la ropa interior mojada hasta las caderas, donde se torció y quedó colgando. Sosteniendo los pechos en las manos ahuecadas, los elevó, los contempló, los adoró.

– Mírate… ah, Gussie.

Se apoyó en una rodilla, tomó en la boca uno de los pezones frío y erguido, y lo calentó con la lengua, tironeó con los labios, lo atrapó suavemente entre los dientes. Agatha cerró los ojos, contuvo el aliento. Zarcillos de sensaciones bajaban por su cuerpo y se adueñó de una gama completa de ellas. Scott entibió el otro pecho como había hecho con el primero, y el bigote cosquilleaba mientras jugaba el mismo juego excitante con los dientes, la lengua, con movimientos ora lentos, ora rápidos.

La mujer echó la cabeza atrás, con los ojos cerrados. La torpeza que esperaba no apareció por ningún lado. Sentirse tan amada la libró de todo, menos lo bueno que era estar de pie ante un hombre que la recorría con los labios.

Le besó los huecos entre las costillas, atrapó la recalcitrante prenda de algodón y terminó de quitársela.

Agatha levantó la cabeza y abrió los ojos. En ellos vio Scott que estaba maravillada de su propio despertar sensual, ante cada contacto, cada nueva meseta de pasión que le provocaba. La acarició otra vez, con movimientos deliberados, con un roce de las yemas sobre el cabello, el estómago, el pecho. Entonces, se incorporó, se quitó los calzones mojados y los apartó con el pie.

La mirada de la esposa se clavó en su rostro.

– ¿Tienes miedo? -le preguntó.

– No.

Aguardó, viendo que los claros ojos parpadeaban, dubitativos.

– ¿Si lo tuvieras, me lo dirías?

– No hay motivo. Te amo.

Pero le tembló la voz y no bajó la mirada. Le tomó la mano y apretó los labios sobre la sortija de bodas.

– Piensa que no deberíamos desilusionar a Violet. ¿Quieres ponerte el camisón? Tendré que sacártelo pero, tal vez, sea divertido.

Sin esperar respuesta, fue hasta la cama, apartó el mosquitero y tomó el camisón. La esposa lo contemplaba desnudo, esbelto, impúdico, y pensaba: «He recibido una doble bendición. No sólo es un hombre hermoso, sino también gentil. Gentil y paciente con su novia ignorante y virginal».

Mientras volvía, Agatha comprendió que estaba dándole tiempo para ambientarse, para observar, para aprender.

– Levanta los brazos -le indicó.

Le puso el camisón para cubrirla, después ajustó la cinta azul bajo los pechos y se tomó el trabajo de hacer una lazada. Cuando terminó, Agatha le tocó las manos.

– Creo que eres un hombre muy hermoso.

Scott dedicó largo rato a contemplarle el rostro, observando con lentitud los ojos verdes, la frente ancha, la línea de la mandíbula, lo primero que le había gustado.

– Y tú, una mujer muy hermosa, creo. Tendríamos que llevarnos bien, ¿no te parece?

La levantó, la llevó hasta la cama, la acostó sobre el alto colchón y se tendió junto a ella. Bajo el baldaquino, estaba penumbroso, íntimo, y el perfume de las azucenas flotaba sobre sus cabezas. Al otro lado del mosquitero, las polillas continuaban su danza mientras que, adentro, los ojos oscuros se clavaban en los verdes claros.

Ah, sin duda, Scott tenía un modo especial de hacer las cosas. Fácil, natural, la tomó en los brazos, la atrajo hacia él de manera que los dos cuerpos quedaran unidos en toda su extensión, la besó lánguidamente, mientras creaba otra vez con las manos la misma magia que en la piscina. Claro, Agatha había esperado pasar por momentos de incomodidad, pero, ¿cómo podía sentirse incómoda con un hombre como él? Ah, un hombre como él.

No descuidó ninguna parte del cuerpo: primero el cabello, quitándole la magnolia y apoyándola sobre el pecho mientras sacaba las hebillas, hasta que los mechones quedaron extendidos como un charco de cobre alrededor. Después, los labios: besos cálidos, lascivos, en que la lengua la invitaba a una danza. Las orejas, el cuello, los pechos, acariciándolos primero con los pétalos de la magnolia, luego, dándole besos con la textura del bordado de Violet, mordiéndola con suavidad, mojando la tela y a ella, provocándole un ronroneo gutural. Soltó la cinta azul que hacía tan poco había atado, y exploró la piel debajo del camisón. Sólo la superficie, deslizando las manos con levedad sobre los muslos, el estómago, los pechos, la clavícula, como si quisiera memorizar el exterior antes de sumergirse más a fondo.

– ¿Te gusta?

– Oh, sí… tus manos. Las conozco tan bien. Estoy viéndolas detrás de los párpados mientras me tocas.

– Descríbemelas.

– Manos bellas, con dedos largos, perfectos, el suficiente vello negro para hacerlas increíblemente masculinas, emergen de una muñeca angosta… una muñeca que sale de un puño blanco que asoma bajo la chaqueta negra. Así las imaginaba cuando estuvimos separados.

– ¿Te imaginabas mis manos mientras estábamos separados?

– Siempre. Encendiendo un puro, sosteniendo una mano de póquer, revolviendo el pelo de Willy. Cuando iba a acostarme, en mi apartamento, solía pensar en tus manos y pensaba cómo sería que hicieran esto.

– ¿Y esto?

Contuvo el aliento y se movió para acomodarse, mientras la tocaba otra vez en su parte más íntima.

– Ohhh, Scott…

Sintió que le quitaba el camisón por la cabeza con mucha más impaciencia que cuando se lo puso. Se quedaron acostados sin otra cosa que el tiempo para explorarse.

– Tócame -le dijo Scott-, no tengas miedo.

Fue un descubrimiento: lo halló firme, caliente y flexible. Y cuando lo tocó, rio se movió. Permaneció inmóvil como el dial de un reloj de sol mientras el mundo giraba. Le tomó la mano y la guió, y al primer contacto la respiración se escuchó agitada en la quietud del cuarto. Rodó hacia ella y se apartó, tocándola con una incitación que pronto se convertiría en plenitud. Dentro de Agatha fue primavera: un capullo se hinchó, germinó, floreció, y la hizo gritar su nombre sin saberlo cuando llegaba a la cima que, por ignorancia, le resultó inesperada.

– Scott… oh, Scott… -dijo después, con lágrimas en los ojos y los estremecimientos que la habían sacudido iban calmándose.

– De esto se trata, Gussie. ¿No te parece maravilloso?

No encontró manera de expresar todo lo que sentía, la maravilla, el descubrimiento, la novedad. Por eso, lo rodeó con los brazos y lo besó, cerrando con fuerza los ojos. Y antes de que el beso acabara, sucedió el milagro: ya no era virgen, al fin estaba completa. El cuerpo de Scott se unió al de Agatha con la misma facilidad y la misma gracia de todo lo anterior. Descansó dentro de ella sin moverse, permitiéndole que se adaptara. Ella sintió la presencia y susurró una única palabra contra la sien de él, mientras él permanecía dentro.

– Bienvenido.

– Gussie… mi amor…

Todo lo que siguió fue hermoso. Los movimientos ágiles, los músculos tensos, los murmullos, la aprobación, los cambios de posición, las pausas para admirarse y observarse de cerca… a continuación, otra vez los embates que los llevaban a los dos con impulsos como de seda, restableciendo en ella otra vez el maravilloso embrujo del deseo que hizo saltar los límites por segunda vez, instantes antes de que él se estremeciera… y acometiese… mostrando los dientes.


Después, cayeron de costado saciados, tocándose los rostros como si fuese por primera vez. Permanecieron tendidos quietos, con las sombras del mosquitero dándole una extraña textura a las pieles, saboreando el momento.

– ¿Estás bien? -preguntó al fin, Scott.

– Sí.

– ¿Y la cadera?

– También.

Se había olvidado de la cadera.

La atrajo hacia su pecho, enlazó una pierna sobre las de ella y acomodó los dos cuerpos como los pétalos estrujados de la magnolia que había quedado aplastada debajo de los dos. Exhaló un suspiro largo y satisfecho, y jugueteó con el fino cabello cobrizo de la nuca, y Agatha le pasó las yemas por la espalda. Las polillas se golpeaban contra la red, y sus sombras bailoteaban sobre los miembros enlazados de los novios.

– Nadie me contó nunca -le dijo Agatha, fascinada.

– ¿Qué cosa?

No sabía muy bien cómo expresar lo que sentía: la maravilla, la incredulidad.

– Yo creí que sólo existía para la procreación.

La risa de Scott sonó como un trueno bajo la oreja.

– Violet te contó.

– No con la suficiente elocuencia. -Se echó atrás para mirarle la cara-. Scott… -murmuró, tocándole la frente, el pómulo, con ansias desesperadas de explicar lo que sentía.

Pero las palabras resultaban insuficientes ante emociones tan inmensas.

– Sí, lo sé.

– No creo que lo sepas. No sabes de los años que viví sola y anhelé las cosas más simples; alguien con quien compartir la mesa a la hora de la cena, una cuerda donde tender ropa de niño, y escuchar algo, además del tictac del reloj, otra voz humana, una palabra amable. Pero esto… -Tocó la cicatriz del brazo en forma de cuña, recordando la noche en que recibió esa herida, pensando lo cerca que había estado de perderlo-. Me diste tanto… Regalos que no pueden comprarse, y…

– No es así…

– No. -Le tocó los labios-. Déjame terminar. Quiero decirlo. -Mientras hablaba, recorrió el contorno de los labios con los dedos y luego los dejó junto a la boca de Scott-. Nadar, cabalgar, bailar… son cosas que jamás esperé vivir. Me liberaron, ¿no lo entiendes? Yo estaba pegada a la tierra hasta que tú me los brindaste y me hiciste sentir que era como todos. Aun así, no fueron nada comparados con Willy. Nunca podré agradecerte lo suficiente por Willy y, en ocasiones, cuando comprendo que será nuestro para siempre, todavía se me llenan los ojos de lágrimas.

– Gussie, tú fuiste…

Pero el corazón de la mujer necesitaba manifestarse, pues no podía contener todo lo que había recibido.

– Y como si Willy no fuese bastante, me diste una familia, algo que no tuve en toda mi vida. Me brindaste todo eso… y ahora… esta noche… esto. Más de lo que hubiese imaginado. -Le besó los labios, con los suyos temblorosos-. Quiero demostrarte mi gratitud, compensarte, pero no hay nada que pueda darte. Siento… yo… oh, Scott.

Se le llenaron los ojos de lágrimas y se ahogó con las palabras.

Scott le cubrió los labios con el índice.

– ¿Y qué me dices de mí? ¿Qué obtengo yo con este matrimonio? Déjame decirte algo. Cuando te vi salir del dormitorio con Willy, fue como si…

Le apoyó el mentón en la cabeza, buscando las palabras.

– ¿Qué?

– No lo sé. -Fijó la vista en los ojos de Agatha otra vez, con la mejilla de ella en su palma-. Fue demasiado grande para describirlo. Tú, hermosa como una magnolia, con ese vestido blanco. Y Willy ahí contigo, y todos los que amo esperándonos abajo, la casa otra vez llena de gente. Me sentí como si hubiese renacido, Gussie. Anduve sin rumbo durante mucho tiempo. Vagando, buscando mi lugar en el mundo. Todos estos años aposté en los barcos fluviales, después en las tabernas, una tras otra. No te imaginas lo vacío que me sentía. Pienso que si no te hubiese conocido seguiría vagando, buscando, sin saber qué. Tú eres la que me hizo entender que tenía que regresar aquí para poder ser feliz otra vez. Tú eres la que hizo posible que Willy estuviese en mi vida, y la que me hizo prestar atención a lo que tenía con Jube, que no era más que una imitación de lo que tenemos tú y yo. Hablas de regalos… ¿crees que no me diste ninguno?

Se acurrucó de nuevo contra él, la mejilla sobre el pecho duro, cerró los ojos, sintiendo que una sola palabra más le haría estallar el corazón rebosante.

– Te amo -dijo uno de los dos.

– Te amo -replicó el otro.

No importaba quién lo dijera, pues era una verdad absoluta.

Scott la besó, y cuando los labios se separaron, la miró a los ojos con expresión seria.

– Para siempre.

– Para siempre -repitió Agatha.

Scott se levantó para apagar las luces. La mujer contempló las sombras enrejadas del mosquitero sobre la piel del hombre, lo vio desaparecer. Las sombras se lo robaron, pero se lo devolvieron en la carne, firme y tibia.

En la oscuridad, los labios se encontraron. El anhelo retornó, y lo aceptaron, lo nutrieron e hicieron el amor una vez más, en los pliegues blandos y furtivos de la noche. Y mientras alrededor Waverley extendía sus alas protectoras, y los fantasmas del pasado se mezclaban con las promesas del futuro, y Willy dormía al otro lado del pasillo, y el ciervo se alimentaba de las hojas de boj… L. Scott Gandy plantó dentro de su esposa el regalo más maravilloso de todos.

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