Agatha no había vuelto a la casa de Collinson desde aquella primera vez, pero el olor era el mismo: una mezcla de moho, aceite de petróleo, sábanas sucias y cuerpos sin lavar. Incluso antes de encender la lámpara supo que no se había producido ninguna mejora.
Buscó a tientas la mesa, encontró cerillas y una lámpara. Cuando la encendió, trató de no mirar alrededor y fue directamente a donde estaba Willy.
Parecía muy pequeño, acurrucado formando una pelota, con la barbilla contra el pecho. No se despertó, ni cuando la mujer acercó la lámpara y la dejó en el suelo. Era probable que estuviese acostumbrado a que alguien diese vueltas por la cocina encendiendo lámparas en mitad de la noche. Se quedó largo rato contemplándolo, tragando el nudo de emociones que tenía en la garganta, preguntándose qué sería de él, tan pequeño, tan carente de amor, tan solo. Las lágrimas le hicieron arder los ojos. Unió las manos bajo el mentón y rezó en silencio por él. Y por sí misma, por la tarea que debía emprender.
Se encaramó con vivacidad en el borde de la cama, intentando no pensar en las otras criaturas vivas que compartían la cama con el niño.
– ¿Willy? -Le tocó la sien, detrás de la oreja-. Willy, querido.
El pequeño se acomodó mejor en la almohada sin funda, y Agatha lo llamó de nuevo. Abrió los ojos y Agatha vio que los tenía rojos e hinchados de llorar. Cuando despertó del todo, se incorporó de un salto, con los ojos muy abiertos.
– ¡Gussie! ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Si papá te ve, los dos estaremos en problemas!
Tenía cicatrices a los costados del cuello y una marca roja sobre la oreja. En la almohada sucia, había sangre seca.
– Willy, ¿qué te ha pasado?
– ¡Gussie, tienes que irte! -La mirada se tornó frenética-. ¡Papá te…!
– Está bien. Aún está en el pueblo. ¿Él te hizo esto?
Cuando trató de tocarle la oreja, la apartó con un movimiento y bajó la vista.
– No, me resbalé cuando estaba trepando a los corrales de ganado, y me golpeé contra el travesaño.
Comprendió que estaba mintiendo, pues evitaba mirarla a los ojos y rascaba la ropa de cama con un índice sucio. Agatha le cubrió la mano y le alzó la barbilla para mirarlo a los ojos. Pensó: «Los ojos de un niño no deberían estar hinchados».
– Lo hizo él, ¿verdad? -insistió, con calma.
Los ojos de Willy comenzaron a llenarse de lágrimas. Apretó los labios, y el mentón tembló en la mano de la mujer. Al ver que se le contraía el cuello en el esfuerzo por contener las lágrimas, se sintió desgarrada entre dos emociones: el amor por este huérfano abandonado, y una ardiente gratitud de que el padre estuviese muerto y nunca más pudiese volver a lastimarlo.
– Encontró plumas en mi camisa y me preguntó de dónde las había sacado y cuando se lo dije me dio unas buenas con la correa de afilar la navaja y dijo que no podía ir más a tu casa ni a la de Scotty. Por eso, Gussie, si no quieres que me dé otra vez con la correa, será mejor que salgas de aquí.
Willy logró decirlo sin derrumbarse, aunque estuvo a punto. Agatha también.
Inspiró una honda bocanada, irguió los hombros y apretó con fuerza la mano de Willy:
– Willy querido, tengo que darte una mala noticia.
El niño la miró, aturdido, un instante, y afirmó:
– No tomaré más baños.
– No… no se trata de eso. Querido, esta noche murió tu padre.
Los ojos de Willy se agrandaron de perplejidad.
– ¿Papi?
– Sí. Lo balearon hace una hora, en la taberna de Scotty.
– ¿Lo balearon?
Agatha asintió, y le dio tiempo a que asimilara la noticia.
– ¿Eso quiere decir que no vendrá a casa?
– Me temo que no.
Los ojos castaños de Willy miraron de frente a Agatha.
– ¿En serio, está muerto?
Agatha le acarició el dorso de las manos delgadas con los pulgares.
– Sabes lo que eso significa, ¿no es así?
La mirada del niño se fijó en las sombras, al otro lado del hombro de la mujer.
– Una vez tuve un gato que se murió. Papá lo pateó, voló contra una pared, hizo un ruido raro y luego, mi amigo Joey y yo lo enterramos afuera, cerca del retrete.
Agatha ya no pudo contener las lágrimas. Willy alzó los ojos marrones, secos, y vio los de ella desbordando lágrimas.
– ¿Eso es lo que harán con mi papá?
– Claro, lo sepultarán, pero en el cementerio, donde está tu madre.
– Ah.
– E… esta noche, tú vendrás conmigo a casa. ¿Quieres?
– Sí.
Lo dijo en tono neutro, sin inflexiones.
– Willy, es probable que, en el fondo, tu padre fuese un buen hombre. Pero, como tu madre murió tan joven, tuvo muchas penas en la vida.
La boca de Willy se apretó y miró los pliegues del corpiño de Agatha. Los músculos se fueron tensando uno a uno, hasta que el rostro pequeño se transformó en una máscara desafiante:
– No me importa que esté muerto -dijo, obstinado, pero le tembló la barbilla-. ¡No me importa! -Comenzó a alzar la voz y a golpear el colchón-. ¡No me importa, aunque lo entierren ahí afuera, junto al retrete! No me importa… no me importa… n… no m… me…
Hasta que se arrojó sollozando en brazos de Agatha. Los puños aferraron el vestido, y la cabeza enmarañada se hundió en el seno de la mujer. Ésta extendió una mano sobre la espalda pequeña y la sintió agitarse.
– Oh, Willy. -Lloró junto con él meciéndolo, acunándole la cabeza y estrechándolo contra su propio corazón dolorido-. Willy, querido…
Lo entendió profundamente. Simpatizó con él por completo. Apoyó la mejilla sobre la cabeza del niño, dejó que el tiempo girara hacia atrás y se vio a sí misma, también convertida en una huérfana desafiante, que afirmaba lo mismo que Willy acababa de hacer, cuando lo que quería expresar era precisamente lo contrario.
– Willy, todo estará bien -dijo, tranquilizadora.
«Pero, ¿cómo?, -pensó-, ¿cómo?»
Lo acostó en una cama improvisada sobre el suelo, en su apartamento, pero al despertar, por la mañana, lo encontró acurrucado junto a ella en la cama, con las pequeñas nalgas tibias contra su cadera enferma. Lo primero que pensó al despertar fue que era el primer varón con el que había dormido; el siguiente, que tenerlo ahí aunque fuese por tan poco tiempo, valdría la pena el trabajo que le daría sacar los piojos.
Lo llevó a casa de Paulie a desayunar y lo observó engullir suficientes tortillas como para techar una escuela. Después, lo dejó en el Cowboy's Rest, y dio instrucciones a Kendall de que lo refregase bien por todos lados sin piedad, y se deshiciera discretamente de la ropa sucia. Media hora después, iría a buscarlo con ropa limpia. Encontró los pantalones y la camisa que le había hecho, pulcramente doblada en el cajón de la cómoda. Fue al apartamento de Gandy y golpeó la puerta con suavidad. Esperaba que le abriese Jubilee, y la sorprendió ver que, en cambio, aparecía Ruby.
– ¿Cómo está? -preguntó, en un susurro.
– Más o menos. Pero ése es fuerte como una mula. Se pondrá bien.
– Vine a buscar las botas de Willy.
– Voy a ver dónde están.
Mientras esperaba afuera, Agatha contempló el cuadro que representaba la casa blanca de la plantación, en la pared del apartamento, frente a la puerta. Debajo, sobre una consola, estaba el humidificador de cigarros y el molde para sombreros de Scott, con el Stetson negro encima. Era extraño, pero ver los objetos personales de un hombre para una mujer era como compartir algo íntimo con él.
Apareció Ruby con las botas de Willy.
– ¿Cómo lo está tomando el pequeño?
– Hasta ahora, no muy bien. Está en el Cowboy's Rest, tomando un baño, y ya sabes cuánto los odia.
– ¿Sabe lo de su padre?
– Sí. Yo se lo dije.
– ¿Cómo reaccionó?
– Afirmó que no le importaba. -Agatha se topó con los ojos negros de Ruby y suavizó el tono-. Pero lloró de un modo que partía el corazón.
– Me imagino que habrá sido duro decírselo.
– No fue una noche fácil para ninguno de nosotros, ¿verdad? -La última vez que Agatha y Ruby hablaron, la mujer negra se apartó con estoico desapego después de que ella leyó la invitación del gobernador a tomar el té. Cómo le había dolido. Pero ahora, Agatha estiró la mano-: Ruby, lamento que yo…
– Señor, lo sé, mujer. Pero, ¿no te parece que éste es un mundo muy loco y confuso?
Ruby no le aceptó la mano, pero no fue necesario. Agatha sintió como si se hubiese sacado un enorme peso de encima. Enderezó los hombros y cambió de tema.
– Willy quiere ver a Scott. ¿Crees que estará bien si lo traigo, más tarde?
– No veo el inconveniente. Tal vez distraiga al patrón de ese brazo herido.
Esa tarde, a las cuatro, cuando Agatha llamó a la puerta de Gandy, llevaba de la mano a un niño con el cabello cuidadosamente partido al costado, con una onda dorada resplandeciente sobre la frente. Además de un corte de pelo reciente, estrenaba calzoncillos y medias flamantes, de Harlorhan's Mercantile, botas de cuero marrón, lustrosas con cordones sin nudos, pantalones azules hechos en casa, y una camisa de rayas, también azules.
Esa vez, abrió Ivory. Al ver a Willy, echó las manos atrás, fingiendo sorpresa.
– Bueno, ¿qué es esto?
– Me di otro baño -rezongó, con expresión fastidiada.
– ¿Otro? -Ivory no dejó de poner cara de asombro y de lanzar sonidos de contrariedad.
– Venimo a ver a Scotty.
Agatha le tironeó de la mano:
– Vinimos a ver a Scotty.
– ¿Y yo qué dije?
Ivory rió entre dientes y le sonrió a Agatha:
– ¿Cómo está usted, señorita Agatha?
– ¿Cómo está el señor Gandy?
– Fastidiado. No le gusta mucho estar acostado.
Con un susurro conspirativo, le respondió:
– En ese caso, tendremos cuidado.
Cuando entraron, el herido tenía los ojos cerrados, acostado en una cama de arce rizado, de proporciones masculinas, apoyado en un montón de almohadas, el brazo envuelto en gasa. Tenía el pecho desnudo, y la piel y el vello parecían muy oscuros en contraste con las sábanas blancas.
Con un solo vistazo, Agatha supo cuánto había sufrido desde la noche pasada.
Serio, Willy estaba de pie a su lado.
– Hola, Scotty -dijo.
Scott abrió los ojos y sonrió:
– Muchacho -dijo con cariño, alzando la palma.
– Gussie dice que no puedo abrazarte ni saltar sobre tu cama, ni nada.
– Eso dice, ¿eh?
Los ojos castaños de Gandy se alzaron hacia la mujer que tenía al niño de la mano: se los veía bien juntos. Tenía la sensación de que estaba bien que estuviesen ahí, con él. Sintió el deseo loco de apartar las sábanas e invitar a los dos a tenderse junto a él, a hablar tonterías y a reírse juntos.
– Hola, Agatha -dijo en voz queda.
– Hola, Scott. ¿Cómo te sientes?
«Confuso», pensó.
– He vivido días mejores, pero Ruby dice que si me palpita es porque no estoy muerto.
Willy miraba con expresión suplicante, aunque no se soltaba de la mano.
– ¿Puedo sentarme junto a él? Prometo que no lo voy a tocar para nada.
– Claro que puedes.
Le soltó la mano y sonrió al verlo cruzar la habitación con desusada solemnidad y acercarse a la cama cuanto podía, sin tocarla. Scott le enlazó el brazo sano en la cintura y lo atrajo junto al colchón.
– Jovencito, tienes un aspecto radiante. También hueles bien.
– Gussie me hizo tomar otro baño. -El tono se volvió más disgustado aún-. ¡Después, me hizo ir a la barbería!
– Es molesta, ¿no es cierto? -bromeó Scott, flechando a Agatha con su sonrisa llena de hoyuelos.
Willy adelantó el vientre y se lo frotó:
– Me dio otra vez los pantalones nuevos y la camisa, y también las botas. ¡Y me dio calzoncillos nuevos!
– Con que, ¿eso hizo?
Scott dejó vagar la mirada hacia Agatha mientras la mano grande acariciaba la espalda de Willy, y una sonrisa lánguida le jugueteaba en las comisuras de la boca.
Agatha habló con vivacidad:
– Sí, eso hizo. -Acercó una silla y la colocó junto a la cama-. Pero Willy ya está pagándolo, pues barrió el suelo del taller y fue a buscar la correspondencia. Tuvimos un día muy atareado.
Se sentó y plegó las manos sobre el regazo.
– ¿Te has enterado de que mi papá ha muerto? -preguntó Willy, sin preámbulos.
La caricia de Scott se detuvo.
– Sí, Willy, lo sé.
Willy prosiguió:
– ¿Estabas presente cuando lo balearon?
– Sí.
– ¿F… fuiste tú el que le disparó?
– No, hijo, no fui yo.
– ¿Quién lo hizo?
Otra vez, Scott lanzó una mirada a Agatha, pues Dan también era amigo de Willy. Renuente a desilusionar al niño, Gandy respondió, evasivo:
– Un hombre con el que estaba jugando a los naipes.
– Ah. -Willy reflexionó un momento, miró el vendaje de Scott, y preguntó-: ¿A ti también te dispararon?
– No, yo tuve un pequeño accidente con un cuchillo, nada más.
– ¿El cuchillo de papá?
Scott se aclaró la voz y se incorporó un poco sobre el codo.
– Escucha, Willy, en verdad siento lo de tu papá, pero no quiero que te aflijas. -Palmeó el sitio en la cama, a su lado-. Ven aquí, y te lo contaré.
Willy se encaramó y se sentó junto a Scott, los ojos atentos sobre el rostro oscuro que yacía sobre las almohadas blancas.
– Hice que Marcus limpiara la habitación del fondo, abajo. Ésa donde guardamos las botellas extra, las escobas y todo eso sabes? Instaló ahí una cama pequeña para ti y ahí dormirás desde ahora. ¿Qué te parece?
El semblante de Willy se iluminó:
– ¡¿En serio?!
Agatha sintió una punzada de pena y, al mismo tiempo, le desbordó el corazón de gratitud hacia Scott. La sensatez le dijo que no podía alojar a Willy en forma permanente, pero esperaba que la situación se mantuviese incierta por unas noches más. Sin embargo, si había un lugar en el que al niño le gustaría estar, era con Scott. Se sentiría profundamente dichoso hasta en una cama improvisada sobre el suelo, en el cuarto del fondo.
– Pero, a la mañana, tendrás que levantarte y ayudar a Dan a amontonar las sillas sobre las mesas mientras barre. Y tendrás que ayudar a Jack con los vasos. Y también será tu tarea ver si las escupideras necesitan una limpieza. ¿De acuerdo?
– ¡Jesús, Scotty! ¿En serio?
– Sí, señor.
Entusiasmado, Willy se descontroló y se precipitó sobre Scott a darle un abrazo fervoroso. Éste hizo una mueca y soltó el aliento.
– ¡Willy!
Agatha se apresuró a apartarlo. De inmediato, el rostro del muchacho expresó remordimiento.
– Oh… lo… lo olvidé.
– Será mejor que bajes -dijo la mujer, con suavidad-. Otro día, cuando Scott se sienta mejor, podrás sentarte a su lado.
Se bajó, y la culpa crispó su rostro infantil:
– No quise lastimarte, Scotty.
Scotty desechó con esfuerzo las puntadas de dolor que le recorrían el brazo:
– No es nada, muchacho. Sólo me diste una punzada, pero ya casi pasó.
Al saberse perdonado, Willy se iluminó al instante.
– ¿Puedo decirle a Charlie y a los otros chicos dónde voy a vivir? -preguntó, excitado, refiriéndose a los niños que vendían comida en la estación.
– No hay problema.
– ¿Y puedo contarles lo del trabajo que me daste?
– Diste -lo corrigió Agatha.
– Diste.
Aunque el brazo le dolía mucho, Gandy forzó una risa.
– Ve, cuéntaselo.
– Pero, Scotty…
Con vertiginosa rapidez, el semblante del niño se ensombreció otra vez.
– ¿Y ahora, qué pasa?
– Mañana no puedo ayudar a Dan a barrer, porque enterrarán a mi padre y tengo que estar en el funeral.
Scott sintió un nudo en la garganta, y la ingenuidad del pequeño se le clavó en el corazón como la flecha de un cazador.
– Ven aquí -le indicó con suavidad, pero esta vez, con cuidado.
Sin hacer caso del dolor en el brazo, se estiró hacia el borde de la cama y extendió el brazo sano para recibirlo.
Tal como le indicó, Willy se acercó con cuidado y cuando la mano fuerte y morena acercó el cuerpo pequeño contra el pecho amplio del hombre, cuando la mejilla áspera, sin afeitar, se apoyó sobre el cabello rubio, la voz sonó incierta y trémula.
– Si empiezas pasado mañana, estará bien, muchacho. Y le preguntaré al médico si mañana puedo levantarme, para poder acompañarte en el funeral. ¿Qué te parece?
– Pero me llevará Gussie.
Scott miró a Agatha, todavía sentada junto a la cama, mirando a Willy con una lágrima delatora en un ojo, y una sonrisa compasiva. En ese instante, sus ojos claros se posaron en los muy oscuros del hombre.
Gandy habló con suavidad, con mechones rubios que se le enredaban en la barba:
– Gussie es una señora muy querida. Pero creo que yo también estaré.
En torno de la tumba de Alvis Collinson, se reunieron más personas de las que, probablemente, mereciera. Ahí estaba el amigo, Doc Adkins, una mujer corpulenta y huesuda llamada Hattie Twitchum, que lloró ruidosamente durante toda la ceremonia. Desde la muerte de la esposa, Alvis pasó mucho tiempo con Hattie y se rumoreaba que los últimos dos de los siete hijos se parecían mucho a Collinson. Al lado, estaba Mooney Straub, sobrio por primera vez en la historia conocida. Estaban presentes todos los empleados de la Gilded Cage: Jack, Ivory, Mareus, Dan, Ruby, Pearl y Jubilee. En un pequeño y apretado grupo, Scott y Agatha tenían de la mano a Willy. Tenían toda la apariencia de madre, padre e hijo. Willy llevaba un traje flamante, comprado en la tienda, que era una copia en miniatura del atuendo de Gandy: camisa blanca, y todo lo demás, negro. Agatha llevaba un vestido negro de bengalina, con cuello alto, generosas mangas en forma de pata de cordero que se estrechaban en los codos, y un sombrero negro de pastora echado hacia adelante, coronado por un crujiente velo negro, que formaba un moño amplio en la parte de atrás del ala. Gandy tenía un brazo en la manga de la chaqueta, y el otro le colgaba sobre el torso, de una cinta blanca.
Willy no derramó una lágrima durante la ceremonia. Cuando el reverendo Clarksdale tiró un puñado de tierra sobre el ataúd y recitó: «…Ceniza a las cenizas, polvo al polvo», Agatha le echó un vistazo, temerosa de que se desmoronara. Pero aunque se aferraba, tenaz, a la mano enguantada de Agatha y a la de Scott, mucho más grande, los ojos permanecían secos.
A medida que avanzaba la ceremonia, Agatha miraba cada vez más a menudo la palidez insólita de Scott, evidente incluso bajo la piel tostada. Al comenzar el servicio, tenía el sombrero en la mano derecha, y reservaba la izquierda para Willy. Pero después de un rato, se lo puso en la cabeza como sí, hasta el esfuerzo de sostenerlo en la mano del brazo herido, lo fatigase.
Cuando concluyó la última plegaria, y se esfumó el llanto estrepitoso de Hattie Twitchum, Agatha dio las gracias al reverendo Clarksdale, que preguntó por el bienestar de Willy.
– Por ahora, cuidaremos de él -repuso.
– ¿En plural?
– El señor Gandy y yo.
Los verdes ojos saltones del reverendo Clarksdale parecieron sobresalir más aún, pero Agatha resolvió que no le debía ninguna explicación. Más aún, estaba convencida de que Scott se había excedido en sus esfuerzos.
– Gracias, otra vez, reverendo Clarksdale. Ahora, si me disculpa, el señor Gandy necesita sentarse.
Cuando subieron a uno de los coches negros que los aguardaban, el rostro de Scott ya parecía de cera. Se recostó en un rincón del asiento. Ivory lo vio, y se acercó a tomar las riendas. Marcus también lo vio, y dio un codazo a Jube, haciendo gestos entre sí mismo, la muchacha, el niño, y su propia carreta, señalando hacia la pradera y haciendo ademanes de ir a pasear.
Jube se tocó el pecho:
– ¿Yo también?
Marcus asintió, y Jube sonrió.
Fue a decírselo a Willy.
– Marcus pagó el coche por todo el día. Es una pena devolverlo al establo sin aprovechar lo que costó. ¿Que dices si vamos los tres a dar un paseo?
Willy se encogió de hombros y miró, primero, a Scott, luego a Agatha.
– Apuesto a que encontraremos alguna liebre o un perro de la pradera -lo tentó Jube.
Agatha confirmó que constituían un grupo notable. Scott necesitaba descansar. Willy, divertirse. Entonces, aparecieron Marcus y Jube para ofrecer ambas cosas.
Pero Willy no se mostró tan entusiasta como esperaban. Era obvio que estaba ansioso de instalarse en su nuevo alojamiento.
Agatha le rodeó los hombros con el brazo.
– Scott necesita ir a la casa y acostarse -explicó-. Está doliéndole el brazo. ¿No te gustaría ir con Marcus y Jube, un rato?
– Creo que sí -respondió, sin entusiasmo. Haciéndose sombra en los ojos, Jube alzó la vista hacia Willy.
– Todavía no comiste. Podríamos llevarnos comida y hacer un almuerzo campestre.
La sugerencia provocó la primera chispa de interés en los ojos castaños.
– ¿Un picnic?
– ¿Por qué no?
– ¿Con limonada?
– Sí, si es que Emma Paulie preparó. Y si Marcus está de acuerdo.
Le dirigió una sonrisa hechicera.
– Eh, Marcus -exclamó Willy-, ¿podemos ir de picnic?
Marcus estuvo de acuerdo, y en diez minutos estaban los tres ante el restaurante de Paulie en un coche pequeño, de resplandecientes ruedas amarillas y un mullido asiento tapizado de cuero negro.
Ese día, Emma Paulie no había hecho limonada. Pero tenía pollo asado, pan fresco, y pastel de calabaza. Acomodó todo en un cesto abierto, y también llevaron una jarra de zarzaparrilla y el banjo de Marcus.
Giraron la carreta hacia el norte, cruzando los rieles del ferrocarril Union Pacific, y avanzando por la pradera, dejando atrás carretas de ganado, el pueblo y el cementerio.
Era un día despejado, y sentían el sol tibio en las espaldas. El cielo, muy azul, estaba salpicado de algodonosas nubes blancas. Alrededor, Kansas se extendía plana como la tapa de una olla. La hierba ondulante cantaba una canción sibilante y, desde arriba, un águila los observaba al pasar. Un frailecillo se apartó del camino de la carreta y oyeron cómo se perdía su canto desafinado. Willy preguntó qué era. Jube dijo que no sabía, pero después señaló un pájaro triguero encaramado en un almez.
Escuchando la charla de Jube y Willy, Marcus estaba contento y, cada tanto, echaba un vistazo a la cabeza rubia del niño, junto a su codo, y la blanca de Jube en el otro extremo del asiento. Era uno de los escasos días que no vestía de blanco. En contraste con el severo azul violáceo del vestido, el cabello tan claro brillaba como una estrella en el cielo nocturno. Era la criatura más bella que Dios había creado. Y, sin duda, sabía tratar a Willy. El chico había olvidado por completo la vacilación inicial, y en ese momento la contemplaba arrobado, mientras señalaba las nubes y cantaba con voz plena:
Oh, vuela por el aire con gran facilidad,
Este joven audaz en el trapecio.
Sus gráciles movimientos agradan a las muchachas
Y mi amor lo arrebató…
– ¡Cántalo otra vez, Jube! -exigió Willy, cuando terminó.
Jube lo miró bajo el ala del sombrero azul:
– Lo haré, pero necesito un poco de ayuda.
– Pero yo no lo sé.
– Es fácil…
Le enseñó los versos.
Oh, una vez yo era feliz,
pero ahora soy desdichada…
Pronto, los dos cantaban a voz en cuello y sus voces resonaban en la pradera infinita, la de Jube, rica y genuina, la de Willy, desafinada, y salteando una que otra palabra. Al terminar el último estribillo, el chico frunció la nariz y preguntó:
– ¿Qué es arrebató?
– Robó.
– Ah. Entonces, ¿por qué no dice, directamente, robó?
Jube lo pensó un instante y, dirigiéndose al conductor, le dijo:
– Yo no lo sé. ¿Y tú, Marcus?
Si bien Marcus lo ignoraba, le encantó sonreír a esos ojos almendrados. Y la curva de esa nariz preciosa, y el lunar en la sima entre los pechos, y la boca en forma de corazón que siempre parecía sonreír. Aunque se esforzó por recordar un momento en que Jubilee hubiese estado malhumorada o enfurruñada, no lo logró. Tenía un carácter tan luminoso como el resto de su persona. Por unos minutos, las miradas se encontraron sobre la cabeza de Willy, mientras los cuerpos se mecían al compás del carruaje. Marcus pensó: «¿Cuándo, en mi vida, fui tan feliz?». Se sentía vivo, vibrante, y disfrutaba cada instante con ella.
Lo único que arruinaba tanta bendición, era no poder decirle lo que sentía. Lo hermosa que era. Cómo la reverenciaba, que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ella, a darle lo que estuviese en su poder.
Comieron en medio de la pradera, entre una profusión de flores de fines del verano. El violeta claro de las reina Margarita, las estrellas flamígeras de los heliotropos, el amarillo intenso de las varas de San José. Pero ninguna flor silvestre resistía la comparación con la belleza de Jubilee.
Mientras la muchacha tendía la manta y se arrodillaba para sacar la comida, Marcus se sentó con las piernas cruzadas sobre la hierba y tomó el banjo. De inmediato, Willy se le abalanzó y le rodeó el cuello desde atrás.
– ¡Toca algo rápido, Marcus!
Se decidió por «Pequeña Jarrita Marrón», y Willy se puso a saltar en círculo alrededor de Marcus, al ritmo de la canción. Jube interrumpió lo que estaba haciendo y comenzó a acompañar con las palmas. Willy rió y, a cada paso, las nuevas botas marrones subían más.
Jube se levantó, se acercó a Marcus, golpeó el suelo con un pie y curvó los hombros para palmotear, riendo de las cabriolas del chico.
– Eh, Willy, ¿qué te parece si bailamos?
Sin perder el paso, gritó:
– ¡No sé!
– ¡Oh, todos podemos bailar!
– ¡Yo no!
– ¡Tú también… vamos!
Puso el codo junto al del niño y lo hizo balancearse en círculos, cantando:
Mi esposa y yo vivíamos solos
En una pequeña cabaña de troncos que era nuestra.
A ella le gustaba el gin y a mí el ron.
Les digo que nos divertíamos un montón.
¡Ja, ja, ja!, tú y yo,
Cuánto te amo, pequeña jarrita marrón
¡Ja, ja, ja!, tú y yo,
Cuánto te amo, pequeña jarrita marrón.
Cantó cada verso, y Willy la acompañaba en los estribillos. Marcus captó el ritmo y rió sin ruido mientras los otros dos, de la mano, giraban alocados hasta que las cabezas se echaron hacia atrás y a Jube se le cayó el sombrero.
Qué cuadro formaban, despreocupados y entusiastas, girando y cantando, y cayendo luego al suelo, sin aliento, riendo. Willy cayó a gatas y Jubilee de espaldas, con un brazo sobre la cabeza.
– ¡Uh, qué divertido! ¡Vaya, Willy, qué buen bailarín eres!
Willy se levantó riendo, y enjugándose la frente con la mano pequeña.
– ¡Espera a que le cuente a Gussie que estuvimos bailando y cantando!
Alarmada, Jube se incorporó apoyándose en una mano:
– ¡Willy, no te atrevas… salvo que quieras meternos en problemas a Marcus y a mí! ¡Una luchadora por la templanza, como Agatha, se escandalizaría si supiera que te enseñamos semejante canción! ¡Prométeme que no se lo contarás!
A Willy no lo perturbó la canción. Estaba más preocupado por la sed.
– ¡Quiero zarzaparrilla! -exigió.
Marcus dejó el banjo en el estuche, y los tres comieron casi toda la comida, holgazaneando en la áspera hierba amarillenta. Después, Willy se sentó cerca y comió demasiado pastel y bebió demasiada zarzaparrilla.
Apoyado en un codo, Marcus mordisqueaba un tallo y contemplaba a Jube a sus anchas. Estaba tan cerca que las faldas le rozaban los tobillos cruzados. Había dejado el sombrero donde cayó, y el alfiler arrastró un mechón de cabello. El sol resaltaba el mechón blanco caído, dándole el aspecto de una tela de araña hilada. Imaginó que le quitaba las hebillas restantes y lo dejaba caer sobre los hombros, peinándolo con los dedos, hundiendo en él la nariz, y que después la besaba.
Willy lo trajo de vuelta a la tierra.
– ¡Toca mi panza! -Se acercó andando sobre las rodillas-. Está dura como una piedra.
Marcus tocó. Jube tocó.
– Te pondrás enfermo -le advirtió.
– No-o. -Negó con la cabeza, en amplias sacudidas-. Nunca me pongo enfermo.
– Pero sería conveniente que no comas más pastel, por un rato. Ni tampoco zarzaparrilla.
Willy se dejó caer sobre la hierba, resoplando, panza arriba.
– ¡Uf!
La boca le brillaba, grasienta. Se le había salido la camisa de los pantalones y le dejaba al aire una porción de estómago. Los cordones de las botas nuevas estaban desatados. Pero no le importaba un ardite. Después de unos minutos, lanzó un resonante eructo. Jube rió, Marcus sonrió y Willy rió entre dientes.
– Se supone que debes decir: «discúlpenme» -le recordó.
– Descúlpenme.
Volvió a eructar, más fuerte aún, esforzándose por hacer más ruido. En medio de las carcajadas de todos, Jubilee guardó los elementos del picnic.
La taberna quedaría cerrada hasta la noche. No había prisa por regresar, y se quedaron sentados, oyendo el bullir de la vida a su alrededor.
– ¿Son blandas las nubes? -preguntó Willy después de un rato, contemplando los blancos retazos esponjosos.
– No lo sé. -Jubilee se apoyó en los codos para mirarlas-. Lo parecen, ¿no?
– ¿Ves ésa? -señaló el chico-. ¿No parece una gallina con la panza sucia?
Jube la observó, con la cabeza hacia atrás, el rostro al sol. Una hebilla resbaló y cayó en la hierba.
– Puede ser. Tal vez sea una tetera con el asa rota.
– No, no. Tampoco.
Jube levantó la cabeza y lo tocó con un dedo del pie.
– Pues, a mí me parece.
Willy lanzó unas risitas y se puso a gatas, encima de ella haciendo muecas, procurando más atención, más bromas.
– Parece una gallina.
– Una tetera.
– Una gallina.
– Una tetera. -Le aplastó la nariz con la punta de un dedo-. Para mí, es una tetera, Willy Collinson.
El niño se abalanzó sobre el torso de la muchacha y la hizo caer de espaldas, y golpearse la cabeza contra la cadera de Marcus. En lugar de moverse, se acomodó.
– ¿Cómo es que tú eres tan hermosa, y otras mujeres no? -preguntó Willy, con una mueca absurda de los labios y las cejas.
– Qué chico tan halagador eres. Pero, ¿cómo creer a un niño que dice que una gallina tiene el mismo aspecto que una tetera?
Willy se incorporó para contemplar otra vez el cielo, y terminó con la cabeza sobre el vientre de Jube. El lugar apropiado para la cabeza de la muchacha era el de Marcus, que no protestó cuando ella se acomodó mejor.
Permanecieron acostados sobre la gruesa hierba de la pradera, mirando las nubes con los ojos entrecerrados, apoyados uno en otro como troncos apilados. La brisa revoloteaba sobre ellos y hacía aparecer y desaparecer de la visión las briznas de avena silvestre. Una mariposa monarca pasó volando y se posó en un arbusto, donde quedó agitando las alas. En alguna parte, una gallina de la pradera sumó su cloqueo entrecortado al zumbido de las chicharras. La tierra tibia los acunaba desde abajo, el sol cálido los bañaba desde arriba, y holgazanearon, contentos.
Los dedos del niño se aflojaron, abrió las palmas y, en poco tiempo, roncaba suavemente.
Marcus tenía los dedos entrelazados bajo la cabeza, gozando del peso de la cabeza de Jube sobre el estómago, sintiendo que el corazón le latía con firmeza dentro del pecho, sobre el suelo virgen, que parecía devolverle los latidos.
Se le ocurrió estirar la mano y tocarle la garganta con las yemas de los dedos… rozarle… sólo rozar… nada más.
Pero antes de que pudiese hacerlo, la cabeza se movió. Alzó la de él y la vio observándolo, perfecta y apacible, la mejilla sobre el vientre de Marcus. Entonces, hizo algo increíble: estiró la mano y tocó la garganta de él con las yemas de los dedos, con tanta suavidad como si fuesen las alas de una mariposa monarca.
Sonrió con dulzura.
Y lo colmó de embeleso.
Le hizo retumbar el corazón como un trueno de verano.
Hizo crecer dentro de él una loca y temeraria esperanza.
«Jube, -pensó-. Oh, Jube, qué cosas te diría si pudiese. Qué cosas haría. Pero eres de Scotty, ¿no?». Marcus imaginaba que un hombre como Scotty sabía todo lo necesario acerca del modo de besar y complacer a una mujer. ¿Cómo era posible que a Jube le gustara un beso de Marcus, después de haber conocido a un hombre así?
Por lo tanto, en vez de besarla, se conformó con un único consuelo. Le tocó levemente el pelo, sintió en los dedos, por primera vez, el sol atrapado en la textura sedosa y rica.
Jube. Los labios se movieron, pero no emitió ningún sonido.
Pero la muchacha lo vio pronunciar su nombre, y respondió diciendo el de él. Y aunque Marcus oía perfectamente previrió mover los labios, nada más, como él.
Marcus.
Y por ese día… por ese día dorado, era suficiente.