Por ser septiembre, el clima fue insoportablemente caluroso y húmedo, después de dos días de lluvia. Ni el menor soplo de aire entraba en el apartamento. Las sábanas parecían pegajosas, y por mucho que Gandy empujara para apartar a Jube, ella volvía a su mitad de la cama y le apoyaba la pierna tibia encima. Le dolía el brazo y los malditos coyotes no dejaban de aullar. Ya hacía una hora que no se callaban.
Empujó otra vez la pierna de Jube. Cara abajo, los brazos hacia arriba, flexionó la rodilla y la apretó otra vez contra él. Agitado, se apartó.
Entre ellos, las cosas no iban bien. Algo se había estropeado, pero Scott no sabía bien qué. Dormía con él con menos frecuencia, y cuando hacían el amor, tenía la impresión de que no siempre lo deseaba. Esa noche lo habían hecho, pero cuando le preguntó qué pasaba, Jube le contestó:
– Es el calor. Además, estoy encantada.
– ¿Quieres que lo dejemos, Jube? No es obligatorio.
– No… no, está bien -respondió, con demasiada precipitación. Y cuando se le acercó, prosiguió-: Me gustaría que alguna vez lo hiciéramos cuando no sea la una de la madrugada y yo no esté tan cansada de bailar.
Sin embargo, antes no importaba que fuese la una de la madrugada o la una de la tarde. Jube estaba dispuesta. Y entusiasta.
En esos momentos, tendido junto a ella, Scott pensó si no sería algo que él había hecho. O algo que no había hecho. Quizá quería casarse, y esperaba que él sacara a colación el tema. Se dio la vuelta, para contemplarla en la oscuridad. Los miembros desnudos eran tan blancos como las sábanas en las que yacía. Ni el cabello blanco se distinguía. Se había mezclado con su vida del mismo modo absoluto en que se mezclaba con las sábanas. Aunque era una relación cómoda, no era el tipo de vínculo que Scott quisiera conservar para siempre. ¿Casarse con Jube? No, no lo creía. La perspectiva del matrimonio debía provocar un ramalazo de ansiedad, como cuando estuvo comprometido con Delia. Pero en este caso no era así. Había dos clases diferentes de amor, y el que sentía por Jube no era para casarse con ella.
Jube se dio la vuelta y le sacudió el brazo, provocándole un espasmo de dolor en el hombro.
Se sentó, encontró los pantalones en la oscuridad, se los puso, lo abotonó hasta arriba, menos el último botón, y fue hasta la sala de estar. Tanteando, encontró el humidificador, tomó un cigarro y una cerilla, y salió del apartamento.
Cuando abrió la puerta que daba al rellano, lo sobresaltó un movimiento en rincón opuesto.
– Gussie, ¿eres tú?
Agatha se irguió en la silla y se envolvió mejor en la bata.
– Sí. Yo… no podía dormir con este calor.
El hombre salió sin hacer ruido y cerró la puerta.
– Yo tampoco.
Agatha enlazó los pies descalzos e intentó esconderlos bajo la bata.
– ¿Te molesta si te acompaño?
– No, claro que no. También es tu rellano.
Vio que él también estaba descalzo, y sin camisa. Se acercó hasta la cima de la escalera y, con las piernas muy separadas, dirigió la mirada hacia la pradera. La piel parecía pálida contra el cielo nocturno. Arriba, las estrellas guiñaban pero había luna nueva y no iluminaba demasiado.
– Malditos coyotes. Cuando empiezan, no saben cómo detenerse.
– A mí, en realidad, no me disgustan. Me han hecho compañía.
Scott miró hacia atrás sobre el hombro y vio que la mujer sentada en una dura silla de cocina puesta en un rincón, se sostenía el cuello de la bata y era la imagen misma de la virtud amenazada. La comparó con Jube, despatarrada, desnuda, sobre la cama, y aunque resultaba cómico, no tuvo ganas de reír. Se afligió.
– Tienes un aspecto muy diferente con el pelo suelto.
Más accesible. Se preguntó qué haría si él se acercaba y lo tocaba. El cabello de Agatha, lustroso y de color intenso, siempre lo había atraído. La mujer, como avergonzada, lo sujetó sin darse cuenta, como para ocultar la melena libre.
– Yo… tendría que haberlo trenzado. Por lo general… -Se interrumpió, al comprender que iba a revelar un hábito nocturno muy personal, y que no era un tema muy apropiado de conversación entre un hombre descalzo y una mujer, a las tres de la mañana-. Cuando me quedé con Jubilee, me dijo que, a veces, el cabello necesita soltarse y entonces yo, bueno…
– No te pongas nerviosa, Agatha. Fue sólo una observación. -Para alivio de Agatha, cambió de tema y preguntó-: ¿Te molesta si fumo?
– No, en absoluto.
Fue hasta el lado opuesto del rellano y se sentó sobre la baranda, con la espalda contra la pared, una rodilla levantada, el otro pie en el suelo. Encendió la cerilla en la madera y, al ahuecar la mano, el rostro se le encendió de anaranjado por un instante. Sacudió la cerilla, la arrojó abajo y dio una chupada honda.
– ¿No es curioso? -comentó la mujer-. Solía detestar el olor del cigarro, pero ha llegado a gustarme.
Scott rió, echando la cabeza atrás.
– Sí, así es como sucede con la mayoría de las cosas malas: te conquistan.
Mientras aspiraba el cigarro, el humo, acre pero agradablemente masculino, flotaba hacia ella. A lo lejos, ladraban los coyotes y Agatha olvidó sus pudores.
– Willy me contó que le enseñaste a jugar un póquer de cinco naipes.
Scott rió y lanzó otra nube de humo.
– ¡Vaya con el pequeño cuentero!
– En serio, Scott… -lo reprendió, indulgente-. ¡Enseñarle póquer a un pequeño de cinco años…!
– Eh, el muchacho es astuto, a pesar de su edad.
– Y estoy convencida de que cada día se torna más astuto, al estar contigo.
– Estará bien, mientras te tenga a ti para mantenerlo en la buena senda, después de que yo llene su cabeza impresionable con mis hábitos perversos.
Nunca había conocido a un hombre que la hiciera olvidar sus faltas con tanta rapidez como Scott. Sonriendo, le preguntó:
– ¿Y cómo explicas que, últimamente, de pronto se ponga a cantar el estribillo de «Pequeña Jarrita Marrón»?
– Oh, no. -Le apuntó con la brasa del cigarro-. No me endosarás eso. Pregúntales a Jube y a Marcus.
– Lo haré -prometió, con un matiz de humor en la voz.
– Y ya que estás, pregúntale al muchacho por qué le enseñé a jugar un póquer de cinco.
– ¿Por qué no me ahorras tiempo y me lo dices tú mismo?
Vio que la brasa del cigarro se avivaba mientras reflexionaba. Por fin, confesó:
– Tuvimos una sola partida con apuestas altas, y perdió.
– ¿Y?
El hombre rió entre dientes:
– Y tuvo que acompañarme al Cowboy's Rest, a bañarse.
Le tocó reír a Agatha. La carcajada sonó suave y femenina, y comprendió cuan pocas veces la había oído. Así reían las mujeres sureñas: la madre de Gandy reía así, con una especie de suspiro al final, y también Delia.
– Scott Gandy, debo decir en tu favor que eres un hombre de recursos.
Se sacó el cigarro de la boca, apoyó el codo en la rodilla y dijo, marcando las palabras.
– Bueno, gracias, señorita Downing.
– Y lo bastante entretenido para que yo agradezca que Alvis Collinson no haya logrado liquidarte.
Scott examinó la punta del cigarro en la oscuridad, y giró la cabeza hacia ella.
– Recuerdo algo de esa noche. Que abrí los ojos y tú estabas arrodillada junto a mí, acariciándome la cara. -Lo único que se movía en el balcón era el humo que ascendía en espiral. Hasta los coyotes callaron y, en medio del silencio, los ojos de ambos se encontraron-. Me dijiste «querido».
El corazón de Agatha cambió de ritmo. Sintió que le ardían las mejillas pero fue incapaz de apartar el rostro de la mirada de él. ¿Sabría qué sucedía dentro de ella cada vez que lo miraba? ¿Sabría el aspecto que tenía, apoyado con languidez en la baranda, la cabeza vuelta hacia ella, el brazo flojamente apoyado en la rodilla, descalzo y con el pecho descubierto, tan atractivo a la luz de las estrellas, con la línea de los pantalones negros que acentuaba la masculinidad de la pose? Si lo supiera, probablemente correría lo más rápido posible de vuelta a Jubilee.
– Estaba muy asustada, Scott.
– Es que me resultó extraño… pues tú eres una luchadora por la abstinencia, y yo, el propietario de una taberna.
– No simplifiques tanto. Para mí, eres mucho más que el propietario de una taberna, y creo que, para ti, yo soy mucho más que una luchadora por la abstinencia. Por un extraño giro del destino, creo que nos hemos hecho amigos.
– Yo también lo creo -repuso en voz baja-. Por eso no entiendo cómo puedes ir al té del gobernador, y conversar sobre la prohibición.
Sintió como si le hubiese arrojado agua fría a la cara. Debió adivinar que llegaría el momento en que tendrían que hablar más a fondo del tema, pero esa noche no estaba preparada.
– Scott, en realidad, no crees que yo quiera hacer cerrar la Gilded Cage, ¿no? Eso significaría que os perdería a ti, a Jubilee, Pearl, Ruby, Marcus y… bueno, a todos vosotros. Y todos os convertisteis en mis amigos… creí que lo sabías. Es una circunstancia desafortunada que, si por la prohibición cierran a otros, también te cierren a ti. Por favor, compréndelo.
Saltó de la baranda y comenzó a pasearse, agitado.
– ¡No! ¡Maldición! No. -Al llegar junto a la silla de ella, se detuvo y gesticuló con el cigarro-. ¿Por qué tú? Quiero decir, ¿por qué no dejas que otras mujeres peleen por la causa? -Con un ademán del brazo, abarcó al resto del mundo-. Al menos tienen motivos… algunas. El licor afectó sus vidas.
No estaba segura de poder decírselo; a fin de cuentas, lo tenía dentro desde los nueve años. Ni siquiera cuando Annie Macintosh contó llorando su lamentable historia, Agatha pudo imitarla. La herida era demasiado honda. La había llevado consigo mucho tiempo, y guardado con demasiado celo y no podía compartirla con facilidad.
De pronto, sintió sobre la piel, bajo la bata y el camisón, un sudor frío. El corazón le golpeó con tanta fuerza que lo sintió en los oídos.
– Siéntate, Scott. Me resulta muy difícil hablarte mientras vas a zancadas de un lado a otro, como si desearas que hubiese todavía castigos para las mujeres recalcitrantes.
Acortó el paso, la miró, ceñudo un instante y se derrumbó en el primer escalón, dándole la espalda.
– Scott Gandy, en ocasiones, actúas como si tuvieras la edad de Willy. -Scott resopló, pero no dijo nada-. ¿Puedo acercarme y sentarme a tu lado, sin que me arranques la cabeza de un mordisco?
– ¡Ven! -exclamó, beligerante.
– ¿Seguro?
Le lanzó una mirada colérica sobre el hombro.
– Dije que vengas -repitió, conteniéndose con esfuerzo-. ¿Qué más quieres… una invitación impresa, como las del gobernador?
Agatha se levantó de la silla, se ajustó el cinturón y se manoseó el cuello. Scott permaneció sentado en el escalón, los hombros caídos, la irritación tan evidente que le dio miedo acercarse. Arrastró los pies descalzos por las tablas sin pulir de la terraza y se acomodó en el primer escalón, lo más lejos que pudo. Mirando de soslayo, observó la pose que manifestaba cólera: la cabeza vuelta en dirección contraria, las rodillas separadas, los hombros gachos, el cigarro apretado entre los dientes.
Agatha exhaló un suspiro trémulo, y comenzó:
– Cuando yo era niña, vivíamos en Colorado, pero nunca mucho tiempo en la misma casa, pues mi padre sufría de la fiebre del oro. Él reclamaba un posible filón, y trabajaba en él hasta que demostraba no tener nada. Entonces, empacábamos todo y nos íbamos al próximo pueblo, a la casa siguiente, al siguiente reclamo inútil. Siempre estaba seguro de que iba a dar con el filón que lo hiciera rico. Cuando tenía uno nuevo, estaba dichoso… y sobrio. Pero a medida que continuaba y no aparecía nada, comenzaba a beber. Al principio, poco, y más fuerte a medida que la desilusión aumentaba. Cuando estaba sobrio, en realidad no era mal hombre, sólo que se engañaba a sí mismo. Pero cuando estaba ebrio…
Se estremeció y se rodeó con los brazos.
Gandy irguió los hombros y se volvió a medias, cautivado por la voz meliflua y la mirada directa.
– Era uno de cuatro hermanos, el padre había muerto dejándoles partes iguales de una granja en Missouri. Mi padre prefirió vender su parte a los hermanos y marchar al oeste, en lugar de pasar la vida entera como un «campesino bruto», como él decía. -Rió con risa suave y triste-. Lo único que hizo fue cambiar un trabajo de pala y pico por otro. Pero le parecía preferible excavar buscando oro en lugar de nabos. Decía que eso era trabajo de mujeres, y se lo dejaba a mi madre.
»Era muy trabajadora, mi madre. Cada vez que nos mudábamos intentaba hacer del sitio un hogar, y las primeras casas no fueron del todo malas: todavía quedaba algo del dinero obtenido con la división de la granja. Pero cuando se acabó, las casas empezaron a ser cada vez más viejas, frías… igual que mi padre. Se volvió malo.
Scott la observaba mientras Agatha, abstraída, superponía los faldones de la bata sobre las rodillas y los alisaba una y otra vez. Levantó el rostro y fijó la mirada en el horizonte invisible.
– Empezó a culpar a mi madre por sus propios fracasos. -Unió las manos y se abrazó las rodillas-. Cuando yo tenía nueve años, nos mudamos a Sedalia, en una pequeña casa lamentable con un dormitorio en el piso alto, lleno de corrientes de aire, y para mí… bueno, yo dormía en la cocina, en un catre. -Una sonrisa melancólica le curvó los labios-. A los pies de mi cama, mi madre tenía una mecedora, frente a la ventana, y sobre ella colgaba una hiedra… -Las palabras fueron perdiéndose y dio vuelta la cara. Acarició la baranda de madera y la golpeó, distraída, con la uña-. Me encantaba esa hiedra.
Scott percibió que quería decir algo más sobre la madre, pero en ese momento se concentró en la historia del padre.
– Él llegó una noche borracho, enfadado, desilusionado. Al parecer, antes de que fuésemos a ese pueblo, tuvo la posibilidad de elegir entre dos y, como de costumbre, eligió el peor. Su amigo Dennis, que reclamó un territorio donde buscar oro cerca de la ciudad Oro, encontró el metal mientras que la mina de mi padre resultó ser estéril una vez más.
»Esa noche, estaba muy borracho: maldecía, tiraba cosas. Mi madre también estaba enfadada y lo acusaba de beberse el poco dinero que teníamos mientras teníamos que vivir en una casa indigna de ratones, donde no había siquiera un dormitorio para mí. Lo amenazó con abandonarlo, como siempre hacía, pero en esta ocasión se dirigió arriba a empacar. Recuerdo que estaba acostada en mi catre y los oía pelear arriba. Los golpes sordos en el suelo, las maldiciones de mi padre. Oí un grito ahogado y corrí escaleras arriba, con la pretensión infantil de proteger a mi madre. Sé que fue una tontería, pero a esa edad uno no piensa, reacciona. Estaban en la parte superior de la escalera, peleando. No recuerdo mucho de esos momentos, sólo que aferré el brazo de mi padre, en la esperanza de que dejara de pegar a mi madre, y cuando él me sacudió para librarse de mí, caí hacia atrás por la escalera.
El corazón de Gandy empezó a golpear como si él mismo estuviese cayendo Con ella por las escaleras. «Oh, Dios, así no -pensó-. ¡A manos de su propio padre!» De súbito, el cigarro le supo mal y lo tiró. Quería calmarla, detener esos recuerdos que debían de ser torturantes. Pero Agatha prosiguió con la misma voz serena.
– Algo… -se apretó las rodillas y tragó saliva-…algo le pasó a mi cadera. Después de eso, tuve…
Tuvo valor para decir todo, menos la palabra más dolorosa. Contemplándole el perfil que le daba una apariencia tan compuesta, Scott sintió de nuevo la culpa por aquel día en que la empujó y la hizo caer en el barro. Y odio por el hombre que le había causado el daño. Una asfixiante sensación de inutilidad, pues no podía hacer nada para remediarlo. Pero podía pronunciar la palabra:
– ¿Cojera? -preguntó, en tono bajo, comprensivo.
Asintió, sin poder mirarlo en los ojos:
– Mi cojera. -Dejó que la mirada se perdiera en la distancia-. Pero lo irónico es que logré lo que quería: que dejaran de pelear… para siempre. En aquel momento, mi madre lo abandonó y vinimos a parar aquí, donde abrió la sombrerería. Yo era adolescente. Recuerdo el día en que mi madre me dijo que mi padre había muerto: se cayó de una mula y rodó por la falda de una montaña. Encontraron el cuerpo varias semanas después.
Por la mente de Scott pasaron, fugaces, imágenes de su propia infancia superpuestas a las de ella. Seguro, amado, y sabiéndolo siempre. No había perdido mucho tiempo imaginando cómo sería crecer en otra clase de ambiente hasta que llegó a Proffitt y se topó con Willy. Y ahora, con Agatha.
– Le dije a mi madre que no me importaba nada que hubiese muerto. -El tono se hizo ligero, pero, sin advertirlo, se meció revelando las emociones más profundas que ocultaba-. Nada. -Vio que luchaba contra las lágrimas por primera vezdesde que empezó a relatar la historia-. Igual que Willy la noche en que murió su padre. Me lo gritó una y otra vez y, por fin, empezó a dar puñetazos al colchón y a llorar entre mis brazos.
– Oh, Gussie… Gussie… ven aquí. -Se deslizó por el escalón y la tomó entre los brazos, interrumpiendo los angustiosos movimientos. Agatha se dejó abrazar y empezó a llorar, sin ruido, en una quietud total. Aceptó el abrazo pasivamente y esa misma pasividad le desgarró a Scott el corazón como un cuchillo oxidado-. Gussie, lo siento -murmuró con voz quebrada.
– No quiero que me compadezcas. Nunca lo deseé.
Le apretó la cara contra el hueco de su propio cuello y sintió que las lágrimas de Agatha le corrían por el pecho desnudo.
– No lo dije en ese sentido.
– Sí, lo dijiste. Por eso nunca te lo conté hasta ahora. Nunca se lo conté a nadie. Ni a las mujeres de la U.M.C.T. Pero no soportaba que te enfadaras conmigo por lo que tengo que hacer. Por favor, Scott, no te enfades conmigo nunca más.
Era menuda, de hombros estrechos, y se acomodaba a la perfección bajo la barbilla del hombre. Le acarició el cabello y se lo apartó del rostro. En los últimos tiempos, se preguntó cómo lo sentiría bajo los dedos. Pero en ese momento, preocupado por ella, casi no lo advirtió.
– En realidad, no estoy enfadado contigo. Cada vez que miro a Willy, sé que tienes razón. Y tengo que esforzarme para olvidar que existen miles de Willy en el mundo sin nadie que los ayude a salir de una situación que no merecen.
Agatha cerró los ojos y descansó apoyada en él, absorbiendo el consuelo ofrecido. La piel desnuda estaba resbalosa por las lágrimas. Era duro y tibio y olía a cigarro. Y cuando la mano le acomodó la cabeza contra él, lo aceptó agradecida, con la mejilla apretada contra la mata áspera del pecho.
Representaba la seguridad, la fuerza, la protección, tres cosas de las que Agatha había carecido en la vida. Pasó los brazos por los costados, extendió las manos sobre la espalda desnuda y lo estrechó.
Y ahí, entre los brazos de él, comenzó a curarse esa antigua herida.
Los dedos de Scott se movían al azar sobre el cabello de Asatha. El latido firme, regular del corazón repercutía en su sien. La noche los cobijaba. Quiso quedarse así para siempre.
Pero llegó el momento en que interfirió el pudor. Tomó conciencia de que Scott estaba desnudo de la cintura para arriba y que ella sólo tenía ropa de dormir. Se apartó y lo miró.
– ¿Entiendes por qué tengo que ir a Topeka?
– Sí.
Fue desconcertante mirarlo en los ojos, después de haber llorado entre sus brazos. Apeló al sentido del humor y le dijo:
– Detesto que discutamos.
La recompensa fue una pequeña carcajada de simpatía:
– Yo también.
Agatha también rió y se secó los párpados con el dorso de las manos.
– Y jamás había llorado sobre el pecho de un hombre. Por cierto, no tengo intenciones de convertirlo en una costumbre.
– ¿Acaso me quejé?
– No, pero no es decente. Tú estás casi desnudo y yo, en ropa de dormir. Te dejé hecho un desastre.
Sujetó el borde de una manga, la mantuvo estirada y empezó a secarle el pecho.
Scott le aferró la muñeca:
– Gussie, deja eso y escúchame.
Vio que los ojos del hombre eran sólo sombras. De pronto, el pulso le latió en la garganta y comprendió que él estaba tan perturbado como ella por esa fugaz intimidad, y eso despertó el atractivo sexual que sentía hacia él. Scott le tomó las manos sin apretarlas, bajó la mirada, y después la levantó, contemplándole el rostro largo rato.
– Gracias por contármelo. Para mí significa mucho saber que soy el primero en quien confías. -Agatha bajó el mentón. Había contado todo sin ruborizarse, pero en ese momento sintió que enrojecía. Él le acarició los nudillos con los pulgares-. Y lo que dije antes es verdad. Cuando digo que lo siento, no quiero decir que me apena tu cojera. Como tú no sientes compasión por ti misma, los demás tampoco. Ésa es una de las cosas que admiro de ti. Hace mucho que no pienso en ti más que como Agatha, mi animosa vecina, a la que no puedo considerar una lisiada porque es como una espina en mi costado.
Agatha no pudo evitar una sonrisa, pero aún sin levantar la vista de las manos unidas de los dos.
– No es mi intención ser una espina en el costado de nadie, y menos en el tuyo. -Retiró las manos con delicadeza y preguntó-: ¿Qué piensas hacer conmigo?
Antes de responder, se apoyó en la baranda y la examinó bajo las cejas unos minutos:
– ¿Qué probabilidades hay de que la ley pase?
Agatha sintió alivio de que pudiesen discutir el tema sin rencor, otra vez, aunque fuesen miembros de facciones opuestas.
– En la última edición de The Temperance Banner, le dan un cuarenta por ciento de posibilidades -respondió, con sinceridad-. Pero ese margen se estrecha constantemente. -Gandy inspiró una honda bocanada, se mesó el cabello y dejó vagar la mirada, distraído, por encima del tejado del imprescindible-. ¿Qué harías si se aprobase?
– ¿Qué voy a hacer? -Apoyó los codos en las rodillas y giró el rostro hacia Agatha-. Haré las maletas y me iré de Kansas. ¿Qué otra cosa podría hacer?
Agatha sintió un flechazo de temor ante la idea.
– ¿A dónde irías?
– No sé.
Un coyote aulló, y pareció el acompañamiento adecuado para las sombrías reflexiones de ambos.
– ¿Y qué me dices respecto de Waverley?
– ¿Waverley? -Scott se crispó-. ¿Qué sabes tú de Waverley?
– Por favor, Scott, no te pongas hostil otra vez. Soy tu amiga, ¿No puedes hablarme de ello?
Vio que luchaba contra un torbellino interior hasta que, por fin, admitió:
– No sé por dónde empezar.
– Déjame ayudarte -sugirió con suavidad-. Antes de la guerra, vivías ahí con tu esposa y tu hija.
La miró con el entrecejo muy fruncido, y Agatha percibió su sorpresa por lo mucho que ella sabía. Permaneció callado tanto tiempo, que creyó que no quería contarle nada. Al fin, cambió de posición, y apoyó el mentón en los pulgares. Agatha esperó, escuchando los coyotes, sabiendo que, fuera lo que fuese lo que tenía dentro, debía de serle tan difícil revelarlo como a ella su propia historia. Por último, lanzó un hondo suspiro, dejó caer las manos entre las rodillas y dijo:
– Mi esposa se llamaba Delia. Era… -Se interrumpió, miró el cielo nocturno y concluyó, emocionado-:…cuanto yo podía desear.
Agatha se limitó a esperar. Cuando pudiese, continuaría.
– El padre era un comerciante de algodón que iba periódicamente a nuestra plantación y, a menudo, llevaba con él a Delia y a la madre. Por eso, yo la conocía de toda la vida. En ocasiones, se quedaban a dormir y nosotros, Delia y yo, teníamos todo el lugar a nuestra disposición. Y cómo corríamos. Explorábamos el río, el sitio donde se desmotaba el algodón, los gallineros, jugábamos con los niños negros, recogíamos uvas silvestres, y sumergíamos las manos en la cera derretida de la lechería, los días de hacer queso, robábamos tortas de melaza de la cocina y corríamos, salvajes como ciervos. -La evocación le provocó una suave sonrisa-. Pero el padre interrumpió todo eso antes de que ella dejara de lado las trenzas y mi voz empezara a cambiar. Tengo la sensación de que, desde aquel momento, yo supe que querría casarme con Delia. También lo sabían nuestros padres, y lo aprobaban.
»Nos casamos en Waverley, a Delia siempre le gustó, en lo que mi madre llamaba «la alcoba nupcial». Mamá insistió en que la construyesen cuando se hizo el recibidor: era una habitación con arcadas, decorada con hojas de yeso, y mi madre declaró que ahí serían bautizados y se casarían todos sus hijos antes de que a ella se la llevaran en su ataúd.
Se interrumpió, y Agatha le preguntó:
– ¿Cuántos de sus hijos fueron bautizados ahí?
– Tres. Todos varones. Aunque de nosotros, dos nunca fueron a esa alcoba en sus ataúdes.
– ¿Tenías dos hermanos?
– Rafael y Nash. Los dos murieron en la misma batalla, durante la guerra. Los sepultaron cerca de Vicksburg, en lugar de hacerlo en Waverley, con los demás. -Reflexionó unos minuto y fue evidente que se esforzaba por continuar el hilo de la narración con situaciones más dichosas-. Después de casarnos, Delia y yo fuimos a vivir a Waverley. Ah, entonces era algo especial. Me gustaría que lo hubieses visto.
Se echó hacia atrás y contempló las estrellas.
– Vi el cuadro en tu sala de estar. Es hermoso.
– Era más que hermoso. Era… -Hizo una pausa, buscando las palabras-…majestuoso. -Se inclinó hacia adelante, ansioso-. En su plenitud, Waverley mantenía a mil doscientas personas y contaba con todos los elementos para ser autosuficiente. Teníamos fábrica de hielo, desmotadora de algodón, curtiduría, aserradero, molino harinero, horno de ladrillos, huertas, viñedos, establos, jardines, perrera, ferretería, galpón para botes, y hasta una balsa.
– ¿Tanto?
Agatha estaba impresionada.
– Tanto. Y la casa… todos la llamaban la mansión… -Otra vez, el fantasma de una sonrisa-. El cuadro no le hace justicia. Siempre me recordó a un águila orgullosa que extiende las alas sobre los pichones, con la cabeza levantada, vigilante.
– Cuéntame -lo animó-. Cuéntamelo todo.
– Bueno, ya viste el cuadro.
– No muy atentamente.
– La próxima vez que vayas a mi apartamento, obsérvalo bien. Waverley es única. No hay otra casa como esa en todo el Sur. Las alas del águila son, en realidad, las alas de la casa, las habitaciones que se extienden a cada lado de una rotonda central o, como la llamaba mamá, la cúpula. Y la cabeza del águila, la rotonda misma, era una impresionante entrada en forma de octógono, con escaleras gemelas curvas que ascendían poco menos de veinte metros hasta un observatorio con ventanas en los ocho lados. Todavía puedo ver a mi papá paseando todas las mañanas por el pasadizo que pasaba junto a esas ventanas, vigilando sus dominios. Los campos de algodón se extendían hasta donde daba la vista, ¿sabes, Gussie? En aquella época, teníamos más de mil doscientas hectáreas de algodón, alimentos y cereal. Además, seis hectáreas de jardines.
Agatha pudo imaginar Waverley tal como Scott la describía, orgullosa con sus pilares, reinando sobre el verde lozano que la rodeaba.
– El interior de la casa siempre estaba fresco -continuó Scott-. Cada mañana, cuando el tiempo era caluroso, Leatrice, la vieja déspota que mandaba en ese lugar, subía las escaleras, abría todas esas ventanas y la corriente era capaz de arrancarte el pelo. Y por si no hacía suficiente fresco, en el extremo del sendero había una piscina de ladrillos y mármol, con techo para proteger del sol a las damas.
– La que le contaste a Willy la primera noche que lo encontramos.
– La única en todo el norte del Mississippi. A Delia le encantaba. Ella y yo solíamos ir por la noche a refrescarnos, cada vez que…
De pronto, se interrumpió, carraspeó y se sentó más erguido.
– Nunca nadé. ¿Cómo es?
– ¡Nunca nadaste!
Negó con la cabeza.
– Ni bailé, ni monté a caballo.
– ¿Te gustaría?
Incómoda, apartó la vista, pero no pudo mentir.
– Lo que más me gustaría, es bailar. Aunque fuese una vez. -Lo miró otra vez de frente, y habló en voz alta y entusiasta-: Pero nadar también debe de ser sensacional.
– Alguna vez, tengo que llevarte. Te encantará. Es la mayor sensación de libertad posible.
– Me encantaría -dijo en tono quedo. Luego, más alto-: Pero te interrumpí. Estabas contándome cómo era Waverley.
– Waverley… ah, sí. -Prosiguió, entusiasta-: En invierno, cuando se encendían los hogares, no existía lugar más cálido. Y además teníamos lámparas de gas, alimentadas con nuestra propia fábrica de gas, que pasaba por caños hasta dentro de la casa.
– ¿Teníais fábrica de gas propia?
– Se obtenía por combustión de leña de pino, y eso era gas de resina.
Agatha jamás había oído algo semejante, y le costaba imaginar el lujo de las lámparas de gas, que se encendían al contacto de un dedo.
– Oh, Scott, debe de ser maravilloso.
– En el centro del hall de entrada hay una lámpara que cuelga desde lo alto de la cúpula. -Miró hacia las estrellas, como si fueran las que sostenían la lámpara-. Y había más de setecientos candelabros de caoba muy esbeltos que bordeaban la escalera y sobresalían de las galerías. Y luces laterales de cristal veneciano alrededor de la puerta principal, molduras de cemento en los techos, cornisas de bronce en todas las ventanas, y espejos en el salón de baile.
– ¿Tenía salón de baile?
– En el piso principal de la rotonda. Está hecho de corazón de pino virgen, y tiene las escaleras gemelas a ambos lados. Ahí se hizo el baile de bodas de Delia y mío, y recuerdo muchos otros que se hicieron cuando yo era niño y joven.
– Habíame de Delia.
Reflexionó unos momentos, y comenzó:
– Delia era como Jube. Siempre feliz, nunca pedía más de lo que tenía. Nunca supe qué había en mí que la hacía tan dichosa pero, de cualquier modo, daba gracias de que los dos sintiéramos lo mismo respecto del otro. Tenía cabello rubio y ojos almendrados y esa risa contagiosa, capaz de levantarle a uno el ánimo con más velocidad de lo que un camaleón trepa un poste. Y cuando nació Justine, era exactamente igual a Delia, pero con el cabello negro como el mío. -Tragó con dificultad y se aclaró la voz-. Bautizamos a Justine en la alcoba nupcial, tal como lo soñó mi madre. Fue el mismo momento en que Lincoln juró el cargo. Las vi a ella y a Delia una sola vez, después de unirme al regimiento Columbus y marchamos hacia el Norte. Regresé para el funeral de papá en 1864. Pero para cuando volví para siempre, ya habían desaparecido.
Le tocó a Agatha consolarlo, y le apoyó la mano en el brazo.
– Ruby me contó lo que pasó con ellas poco después de que llegó aquí. ¿No sabes cómo murieron?
– No. Tal vez fueron ladrones. En aquella época, el Sur era pobre y la gente estaba desesperada. Al regresar, los soldados encontraban pobreza donde antes hubo riqueza. Me dijeron que, al parecer, la carreta de Delia fue asaltada en el camino. -Rió con amargura-. Quien fuese, no obtuvo demasiado pues Delia era tan pobre como la mayoría en aquellos tiempos. -Carraspeó-. Pero, ¿por qué tenían que matar también a la niña? ¿Qué clase de persona hace algo semejante?
Agatha no pudo hacer otra cosa que frotarle el brazo, y dejar que la pena lo hiciera decir las palabras más amargas que hasta el momento había contenido.
– ¿Sabes lo que es regresar y encontrar todo cambiado? La gente que amabas, ya no está. La casa vacía pero, dentro, todo parece igual, como si esperase que llegaran los fantasmas a habitarla otra vez. Todo lo demás estaba: la desmotadora, la curtiduría, la fábrica de gas, todo. Pero los esclavos se habían dispersado; a algunos los mataron en la guerra, quizás en el mismo campo de batalla que a mis hermanos. Otros se fueron, quién sabe a dónde. Unos pocos se quedaron, cultivando verduras y viviendo en las viejas casas.
Agatha buscó palabras de consuelo, pero el cuadro que le pintó era tan sombrío que no podía borrarse con meras palabras, y prefirió permanecer callada y acariciarle el brazo.
– Me quedé allí tres noches y no pude soportar más. ¿Sabes qué, Gussie? -Movió la cabeza lentamente-. No pude dormir en el dorrhitorio que compartí con Delia. No pude. Por lo tanto, dormí en el cuarto de Justine y, durante la noche, me pareció oír su voz pidiendo ayuda. Si hacía años que estaba muerta, ¿cómo era posible?
El corazón de Agatha se contrajo por él, y deseó, una vez más, encontrar palabras para consolarlo.
– Scott, quizá fue tu propia voz lo que oíste.
Scott sacudió la cabeza, como para ahuyentar el recuerdo. Se pasó los dedos por el cabello y se apretó la cabeza.
– No pude quedarme. Tuve que irme.
– ¿Y desde entonces no has vuelto?
Negó otra vez con la cabeza.
– ¿Piensas que tendrías que ir?
Gandy miró adelante y, tras un largo silencio, respondió:
– No lo sé.
– La otra vez, tus heridas eran recientes. Quizás ahora sea más fácil.
– Creo que nunca será más fácil.
– Quizá no. Pero es probable que, si vuelves, tus fantasmas puedan descansar. Y Waverley es tu herencia.
Lanzó una sola carcajada áspera.
– Gran herencia. Con enredaderas invadiendo el porche delantero y los campos desiertos. Preferiría no verlo así.
– ¿No queda nadie que conozcas?
– Ruby dice que la vieja Leatrice todavía está allá.
– Pero… tú dices que la casa está tal como la dejaste. Las enredaderas se pueden podar y los campos, volver a sembrar. ¿No existe un modo en que puedas hacerlo resurgir?
– Harían falta mil doscientas personas para dejar Waverley otra vez como antes.
«Mil doscientas personas, -pensó, abrumada-. Sí, lo entiendo».
Permanecieron en silencio largo rato, repasando lo que habían compartido esa noche. Los coyotes dieron por terminado el concierto nocturno pues se aproximaba el amanecer. En los corrales de ganado, al este del pueblo, se oyeron los primeros ruidos inquietos. La Osa Mayor comenzó a palidecer.
– ¿No es raro? -reflexionó Agatha, en voz alta-. Cuando te vi por primera vez, pensé: «He aquí un hombre sin problemas, sin conciencia, sin moral». Llegaste a Proffitt con tu ropa hecha por un sastre, con dinero suficiente para comprar el edificio y abrir un negocio destinado a hacerte rico en poco tiempo y, observando tu cuerpo perfecto y sano, y tu rostro apuesto, pensé que tenías el mundo bajo los pies. Por eso, te odié.
El repaso lo hizo volver del pasado. Giró para observarla y vio que contemplaba el cielo que iba iluminándose, con las muñecas cruzadas sobre la rodilla sana y la otra pierna estirada delante.
Nunca, hasta el momento, se le ocurrió que ella lo considerase apuesto o perfecto, en ese sentido, y al oírla decirlo sintió el corazón ingrávido.
– ¿Y ahora? -preguntó.
Agatha se encogió de hombros sin cambiar la pose, y apoyó la barbilla en el hombro. Lo hizo recordar un gesto que había visto hacer a Delia innumerables veces pero, en el caso de Agatha, era pensativo en lugar de tímido.
– Ahora -respondió, mirándolo de frente-, veo que estaba equivocada.
De pronto, cambió de actitud quebrando la sensación de intimidad.
– Tendrías que pensar en regresar, Scott. Se ratifique o no la enmienda de prohibición, es algo que te debes a ti mismo. Waverley es tu hogar. Nadie lo ama como tú, y me parece que está allá, esperándote. Muchas mansiones como esa fueron incendiadas durante la guerra, y ahora es un verdadero tesoro. Pienso que merece que su legítimo dueño regrese.
Suspiró, e hizo ademán de levantarse.
– ¡Bueno! -Se estiró, y apoyó las palmas en el suelo-. Hace tanto tiempo que estoy sentada en este escalón, que ya no sé si mi única cadera buena volverá a funcionar. Creo que es hora de que entremos e intentemos dormir un poco, antes de que suba el sol y nos sorprenda aquí encaramados, como un par de gatos esperando la crema de la mañana.
Se tambaleó al tratar de levantarse, y Scott la sujetó del codo para ayudarla. Al observarla cruzar el rellano vio que la cojera era más pronunciada. Fue hasta su puerta, entró y luego se volvió:
– ¿Scott?
– ¿Qué?
– Gracias a ti también, por contarme todo eso. Sé que no fue fácil para ti.
– Para ti tampoco, ¿verdad?
– No.
Gandy se cruzó de brazos, apoyó las manos en el torso y se acercó lentamente a la mujer, deteniéndose a un solo paso. Hasta en la sombra era evidente su distracción.
– Gussie, ¿qué crees que significa eso?
Comprender que, los últimos tiempos, cada vez decía con más frecuencia cosas por el estilo, le provocó un impacto: preguntas que revelaban un cambio en sus sentimientos hacia ella. Pero también percibió el matiz de confusión que cada uno de esos sentimientos traía consigo, y la falta de esperanzas de la situación. No tenían nada semejante. Incluso si, por breves instantes, Scott suponía que sentía por ella algo más que amistad, ¿qué podría resultar? Era dueño de una taberna, y ella llevaba en el brazo la banda blanca de la templanza. Él le enseñó a un niño a jugar a un póquer de cinco cartas el sábado, mientras que ella, el domingo, llevó a ese mismo niño a la iglesia. Gandy dormía con una mujer con la que no estaba casado, pero la moral de Agatha no permitiría semejante arreglo. Era un hombre sin defectos físicos, el más perfecto que hubiese conocido, mientras que el cuerpo de Agatha dejaba mucho que desear. Era lo bastante buen mozo para conquistar a cualquier mujer a la que mirase por segunda vez, y en cambio ella no conquistó jamás ni a uno solo.
Pero, lo más importante, si el pueblo adoptaba la enmienda de prohibición, pronto se marcharía de Kansas para siempre.
¿De qué serviría que aceptara la vacilante invitación que dejaban traslucir las palabras de Scott? Era una mujer con el cuerpo vencido: no quería tener el corazón en el mismo estado.
– Buenas noches, Scott -dijo en voz suave, retrocediendo a las sombras.
– Gussie, espera.
– Ve a la cama. Jube debe de estar preguntándose qué te pasó.
Cuando cerró la puerta sin ruido, Scott se quedó mirándola con las manos aún metidas bajo los brazos. ¿Qué demonios intentaba demostrar? Tenía razón: en ese mismo instante, Jube estaba durmiendo en su cama, y él estaba ante la puerta de Agatha, pensando en besarla.
Enfadado, se dio la vuelta.
Gandy, no es la clase de mujer para tomar a la ligera, de modo que debes cerciorarte de que, al abordarla, estés bien seguro de lo que haces.