PRIMERA PARTE

1

Paulette Lestafier no estaba tan loca como decían. Claro que distinguía los días unos de otros, puesto que ya no tenía otra cosa que hacer más que contarlos, esperar a que llegaran y olvidarlos. Sabía muy bien que hoy era miércoles. ¡Y de hecho, ya estaba preparada! Se había puesto el abrigo, había cogido su cesta y sus cupones de descuento. Incluso había oído el coche de Yvonne, a lo lejos… Pero el caso es que su gato estaba delante de la puerta, tenía hambre, y fue al inclinarse para dejar su escudilla en el suelo cuando Paulette se cayó, golpeándose la cabeza contra el primer escalón.


Paulette Lestafier se caía a menudo, pero era un secreto. No podía hablar de ello con nadie.

«Con nadie, ¿me oyes?», se amenazaba a sí misma en silencio. «Ni con Yvonne, ni con el médico y mucho menos con el chico…»


Tenía que levantarse despacio, esperar a que los objetos recuperaran la normalidad, aplicarse Synthol en la zona dolorida, y esconder esos malditos moratones.


Los moratones de Paulette no eran nunca de color morado, sino más bien amarillos, verdes o violetas, y permanecían mucho tiempo en sus cuerpo. Demasiado. A veces varios meses… Era difícil esconderlos. La gente le preguntaba por qué iba siempre vestida como en pleno invierno, por qué llevaba medias y nunca se quitaba la rebeca.

El chico, sobre todo, la atormentaba con eso:

– Pero bueno, abuela, ¿qué es esto? ¡Quítate toda esa ropa, que te vas a morir de calor!


No, Paulette Lestafier no estaba loca en absoluto. Sabía que esos moratones enormes que nunca se borraban le iban a causar muchos problemas algún día…

Sabía cómo terminan las viejas inútiles como ella. Las que dejan que se les llene el huerto de malas hierbas y se agarran a los muebles para no caer. Las viejas que no consiguen enhebrar una aguja y que ni siquiera se acuerdan de cómo subir el volumen del televisor. Las que prueban con todos los botones del mando a distancia y terminan por desenchufar el aparato, llorando de rabia.

Lágrimas minúsculas y amargas.

Con la cabeza entre las manos, delante de una televisión muerta.


Bueno, ¿y ahora qué? ¿Se acabó? ¿Ya nunca habrá ruido en esta casa? ¿Ni voces? ¿Nunca más? ¿Sólo porque se te ha olvidado el color del botón? Y eso que el chico te puso pegatinas… ¡Te puso pegatinas en los botones del mando! ¡Una para los canales, otra para el volumen, y otra para el botón de encendido y apagado! ¡Vamos, Paulette! ¡Deja de llorar así y mira un poco las pegatinas!


Eh, dejad de gritarme… Hace tiempo que ya no están las pegatinas… Se despegaron casi enseguida… Hace meses que busco el botón, que no se oye ya nada, que sólo veo las imágenes con un murmullo de voces…

Que no me gritéis así os digo, encima me vais a dejar sorda…

2

– ¿Paulette? Paulette, ¿está usted ahí?


Yvonne echaba pestes. Tenía frío, se cruzó el chal sobre el pecho, y volvió a echar pestes. No le gustaba la idea de llegar tarde al supermercado.

Eso sí que no.


Volvió suspirando hasta su coche, apagó el motor y cogió su gorro.


Paulette estaría seguramente en la otra punta del jardín. Paulette estaba siempre en la otra punta del jardín. Sentada en un banco junto a sus conejeras vacías. Permanecía allí horas y horas, de la mañana a la noche probablemente, erguida, inmóvil, paciente, con las manos en las rodillas y la mirada ausente.

Paulette hablaba sola, increpaba a los muertos y rezaba a los vivos.

Hablaba con las flores, con las lechugas, con los pajaritos y con su propia sombra. Paulette estaba perdiendo la cabeza y ya no distinguía los días unos de otros. Hoy era miércoles, y los miércoles tocaba ir a la compra. Yvonne, que pasaba a recogerla todas las semanas hacía más de diez años, levantó el cerrojo de la verja, gimiendo «Qué desgracia Dios mío, pero qué desgracia…»

Qué desgracia envejecer, qué desgracia estar tan sola, y qué desgracia llegar tarde al súper y que ya no haya carritos junto a las cajas…


Pero no. El jardín estaba vacío.

La bruja estaba empezando a preocuparse. Fue a la parte trasera de la casa y colocó las manos en forma de visera sobre el cristal de la ventana para informarse sobre aquel silencio.


«¡Jesús!», exclamó al descubrir el cuerpo de su amiga tendido en el suelo de la cocina.


Con el susto, la buena mujer se santiguó de cualquier manera, confundió al Hijo con el Espíritu Santo, blasfemó un poco también y fue a buscar una herramienta en el cobertizo. Con un escardillo rompió el cristal, y con un tremendo esfuerzo consiguió auparse hasta el alféizar de la ventana.


Atravesó la habitación con dificultad, se arrodilló y levantó el rostro de la anciana bañado en el charco rosa donde la leche y la sangre ya se habían mezclado.

– ¡Eh! ¡Paulette! ¿Está usted muerta? ¿Está muerta?


El gato lamía el suelo ronroneando, sin importarle un pimiento la tragedia, las conveniencias y los añicos de cristal desperdigados a su alrededor.

3

A Yvonne no le hacía mucha gracia, pero los bomberos le pidieron que subiera al camión con ellos para resolver los problemas administrativos y las condiciones de ingreso en urgencias:

– ¿Conoce a esta mujer?

Yvonne se ofuscó:

– ¡Y tanto que la conozco! ¡Íbamos juntas al colegio!

– Entonces suba.

– ¿Y mi coche?

– ¡Nadie se lo va a llevar! Luego la traemos de vuelta…

– Bueno… -dijo Yvonne resignada-, ya iré a la compra esta tarde…


Se estaba muy incómodo ahí dentro. Le señalaron un taburete minúsculo al lado de la camilla en el que se acomodó a duras penas. Yvonne agarraba con fuerza su bolso, y a punto estaba de caerse en cada curva.

Había un joven con ella. Gritaba porque no encontraba la vena en el brazo de la enferma, y a Yvonne no le gustaban nada esos modales:

– No grite de esa manera -rezongaba-, no grite de esa manera. Y además ¿se puede saber qué quiere hacer con ella?

– Ponerle un gotero.

– ¿Un qué?

La mirada del chico le hizo comprender que era mejor callarse y prosiguió su pequeño monólogo para el cuello de su camisa: «¡Abrase visto cómo le machaca el brazo, pero abrase visto… Qué desgracia… Prefiero no verlo… Santa María, ruega por… ¡Oiga! ¡Que le está haciendo daño!»


El chico estaba de pie, ajustando una ruedecita en el tubo. Yvonne contaba las burbujas y rezaba de cualquier manera. El sonido de la sirena no la dejaba concentrarse.


Había apoyado en su rodilla la mano de su amiga y la alisaba como si fuera el bajo de su falda, mecánicamente. La pena y el susto no le permitían mostrar más ternura…


Yvonne Carminot suspiraba, miraba esas arrugas, esos callos, esas manchas oscuras aquí y allá, esas uñas aún finas, pero duras, sucias y agrietadas. Apoyó su propia mano al lado y las comparó. Desde luego, ella era más joven y más regordeta también, pero sobre todo, había tenido menos disgustos en la vida. Había trabajado menos y recibido más caricias… Hacía ya tiempo que ella no se deslomaba en el huerto… Su marido seguía con las patatas, pero para lo demás estaba mucho mejor el súper. Las verduras estaban limpias, y no tenía que andar rebuscando en el corazón de las lechugas para sacar babosas… Y además ella tenía a su gente: su Gilbert, su Nathalie, y sus nietas a las que mimar… Mientras que a Paulette, ¿qué le quedaba? Nada. Nada bueno. Un marido muerto, una hija que era una perdida, y un nieto que nunca venía a verla. Nada más que preocupaciones, nada más que recuerdos como un rosario de desgracias…


Yvonne Carminot estaba pensativa: ¿de modo que era eso, una vida? ¿Tan poco pesaba? ¿Tan ingrata era? Y sin embargo, Paulette… ¡Qué mujer más guapa había sido! ¡Y qué buena! Qué radiante era antaño… Y entonces, ¿dónde había ido a parar todo aquello?


En ese momento, los labios de la anciana empezaron a moverse. En un segundo, Yvonne se sacudió de encima toda esa filosofía que le estorbaba:

– Paulette, soy Yvonne. No pasa nada. Paulette mía… Había venido para ir a la compra y…

– ¿Estoy muerta? ¿Estoy ya muerta? -murmuró.

– ¡Pero claro que no, Paulette! ¡Claro que no! ¡Claro que no está usted muerta, mujer!

– Ah -dijo la anciana, cerrando los ojos-, ah…

Ese «ah» era horroroso. Una sola sílaba decepcionada, desalentada, y resignada ya.

Ah, no estoy muerta… Ah, vaya… Ah, pues qué se le va a hacer… Ah, disculpe…


Yvonne no lo veía así:

– ¡Vamos! ¡Hay que vivir, Paulette! ¡Hay que vivir, caramba!


La anciana movió la cabeza de derecha a izquierda. Casi imperceptiblemente y muy despacio. Minúscula pena triste y terca. Minúscula rebelión.

La primera tal vez…


Y luego, silencio. Yvonne ya no sabía qué decir. Se sonó la nariz y volvió a tomar la mano de su amiga, con más delicadeza esta vez.


– Me van a meter en un asilo, ¿verdad?

Yvonne dio un respingo:

– ¡Que no, mujer, no la van a meter en un asilo! ¡No, mujer! ¿Y por qué dice usted eso? ¡La van a curar y listo! ¡En unos días estará en su casa!

– No. Sé muy bien que no…

– ¡Anda, vaya unas cosas se le ocurren! ¿Y eso por qué, vamos a ver?

El bombero le hizo un gesto con la mano para pedirle que no hablara tan alto.


– ¿Y mi gato?

– Ya me ocuparé yo de su gato… No se apure.

– ¿Y mi Franck?

– Ya lo vamos a llamar, a su chico, enseguida lo llamamos. Yo me encargo.

– No encuentro su número. Lo he perdido…

– ¡Ya lo encontraré yo!

– Pero no hay que molestarlo, ¿eh?… Trabaja mucho, ¿sabe?

– Sí, Paulette, ya lo sé. Le dejaré un mensaje. Ya sabe cómo son esas cosas hoy en día… Los chicos tienen todos móvil… Ya no se les molesta…

– Le dirá usted que… que me… que…

La anciana se ahogaba.


Cuando el vehículo acometió la cuesta del hospital, Paulette Lestafier murmuró llorando: «Mi huerto… Mi casa… Llévenme a mi casa por favor…»


Yvonne y el joven camillero ya se habían puesto de pie.

4

– ¿Cuándo fue la última vez que tuvo la regla?


Estaba ya detrás del biombo, peleándose con las perneras de su pantalón vaquero. Suspiró. Sabía que le iba a hacer esa pregunta. Lo sabía. Y eso que se había preparado una treta… Se había recogido el pelo con una horquilla de plata muy pesada, y se había subido al dichoso peso cerrando los puños y tensando el cuerpo lo más posible. Incluso había dado algún saltito para mover la aguja… Pero nada, no había sido suficiente, y ahora tendría que tragarse el sermón del medico…

Ya lo había visto antes en su manera de arquear la ceja al palparle el abdomen. Sus costillas, sus caderas demasiado prominentes, sus ridículos pechos y sus muslos descarnados, todo eso lo contrariaba.

Terminó de abrocharse el cinturón tranquilamente. Esta vez no tenía nada que temer. Estaba en el medico del trabajo, no en el del colegio. Un trámite sin más, y fuera.


– ¿Y bien?


Ahora estaba sentada frente a él, sonriéndole.


Era su arma mortífera, su estrategia secreta, su pequeño truco. Sonreír a un interlocutor que te pone nerviosa, todavía no se ha inventado nada mejor para escaquearse de algo. Desgraciadamente, el muy granuja había ido a la misma escuela… Apoyó los codos sobre la mesa, entrecruzó los dedos de las manos, y sobre todo puso una sonrisa que te desarmaba. No le quedaba otra con la que contestar. De hecho, tendría que habérselo imaginado, era guapo, y ella no había podido evitar cerrar los ojos cuando le tocó el abdomen…

– ¿Y bien? Sin mentiras, ¿eh? Si no, prefiero que no me conteste.

– Hace tiempo…

– Por supuesto -dijo él con una mueca-, por supuesto… Cuarenta y ocho kilos y un metro setenta y tres, a este paso pronto adiós perfil…

– ¿Cómo que adiós perfil? -preguntó ella ingenuamente.

– Pues… que si se pone usted de perfil ya no se la va a ver…

– ¡Ah! ¡De perfil! Perdone, no conocía esa expresión…


Parecía a punto de contestar algo, pero luego no. Se inclinó para coger una receta, suspirando, antes de volver a mirarla a los ojos:

– ¿No se alimenta?

– ¡Pues claro que me alimento!

Un gran cansancio la invadió de pronto. Estaba hasta las narices de toda esa palabrería sobre su peso, ya había tenido bastante. Llevaban casi veintisiete años dándole la tabarra con eso. ¿Es que no se podía hablar de otra cosa? ¡Estaba ahí, joder! Estaba viva. Vivita y coleando. Tan activa como las demás. Tan alegre, tan triste, tan valiente, tan sensible y tan desalentadora como cualquier otra chica. ¡Había alguien ahí dentro! Había alguien…


¿Por favor, es que no podían hablarle de otra cosa de una vez?


– ¿Estará de acuerdo conmigo, verdad? Cuarenta y ocho kilos, no es mucho que digamos…

– Sí -asintió ella, vencida-, sí… Estoy de acuerdo con usted… Hacía tiempo que no había llegado tan bajo… Yo…

– ¿Usted qué?

– No, nada.

– Dígame.

– He… He vivido momentos mejores, creo…

El médico no reaccionaba.

– ¿Me va a hacer el certificado?

– Sí, sí, se lo voy a hacer -contestó, saliendo de su ensimismamiento-. Esto… ¿Que empresa era?

– ¿Cuál?

– Esta en la que estamos, o sea, la suya…

– Todoclean.

– ¿Disculpe?

– Todoclean.

– T mayúscula, o-d-o-c-l-i-n -deletreó el médico.

– No, c-l-e-a-n -rectificó ella-. Ya lo sé, no es muy lógico que digamos, mejor hubiera sido «Todolimpio», pero me imagino que les gustaba un toque yanqui, ¿ve usted?… Suena más profesional, más… wonderful dream team

El médico no caía.

– ¿En qué consiste exactamente?

– ¿Perdón?

– La empresa, digo.


Se reclinó sobre el respaldo, extendiendo los brazos hacia delante para estirarse, y con una voz como de azafata expuso, con total seriedad, los pormenores de sus nuevas funciones:

Todoclean, señoras y señores, responde a todas sus exigencias en materia de limpieza. Particulares, profesionales, oficinas, sindicatos, gabinetes, agencias, hospitales, viviendas, edificios o talleres, Todoclean está aquí para su satisfacción. Todoclean ordena, Todoclean limpia, Todoclean barre, Todoclean aspira, Todoclean encera, Todoclean restriega, Todoclean desinfecta, Todoclean saca brillo, Todoclean embellece, Todo clean higieniza y Todoclean desodoriza. Horario a su gusto. Flexibilidad. Discreción. Trabajo cuidado y tarifas ajustadas. ¡Todoclean, profesionales a su servicio!


Soltó ese admirable discurso de una vez y sin respirar. El doctorcito se quedó pasmado.

– ¿Es una broma?

– Pues claro que no. De hecho, enseguida verá al resto del dream team, está al otro lado de la puerta…

– ¿Y usted qué hace exactamente?

– Se lo acabo de decir.

– No, digo usted… ¡Usted en particular!

– ¿Yo? Pues ordeno, limpio, barro, aspiro, encero y todo lo demás.

– ¿Es usted limpiad…?

– Eh, eh, eh, cuidadín… Técnico de higiene, prefiero llamarlo…

El doctorcito no sabía ni por dónde le daba el aire.

– ¿Por qué hace esto?

Ella lo miró sin comprender.

– Sí, o sea, yo me entiendo, ¿por qué «esto»? ¿Por qué no otra cosa?

– ¿Y por qué no podría hacer esto?.

– No le apetece ejercer una actividad más… más…

– ¿Gratificante?

– Sí.

– No.


El médico permaneció así un rato, con el lápiz en el aire y la boca entreabierta, y luego consultó su reloj para leer la fecha y le preguntó sin levantar la cabeza:

– ¿Apellido?

– Fauque.

– ¿Nombre?

– Camille.

– ¿Fecha de nacimiento?

– 17 de febrero de 1977.


– Tenga, señorita Fauque, es usted apta para trabajar…

– Fantástico. ¿Qué le debo?

– Nada, paga… paga Todoclean.

– ¡Aaaaah, Todoclean! -repitió ella, poniéndose de pie con un gran gesto teatral-, soy apta para limpiar retretes, es maravilloso…

La acompañó hasta la puerta.

Ya no sonreía, y había vuelto a ponerse la máscara de mandamás concienzudo.


Al mismo tiempo que giraba el picaporte, le tendió la mano:

– ¿Unos kilitos nada más? Vamos, hágalo por mí…

Camille negó con la cabeza. Con ella ya no funcionaban esos trucos. Los chantajes y los buenos sentimientos, ya no más, gracias, había tenido bastante.

– Veremos qué se puede hacer -dijo-. Veremos…

Samia entró después de ella.


Camille bajó los escalones del camión palpándose la chaqueta en busca de un cigarro. La gorda de Mamadou y Carine estaban sentadas en un banco hablando de la gente que pasaba, y refunfuñando porque querían volver a casa.

– ¿Qué pasa? -preguntó riendo Mamadou-. ¿Qué estabas haciendo ahí dentro? ¡Que tengo que coger el tren! ¿Te ha echado mal de ojo, o qué?


Camille se sentó en el suelo y le sonrió. Otro tipo de sonrisa. Una sonrisa transparente esta vez. Con su Mamadou no se hacía la lista, era demasiado inteligente…


– ¿Es majo? -preguntó Carine escupiendo un trozo de uña.

– Majísimo.

– ¡Ah, ya lo sabía yo! -exclamó Mamadou, radiante-. ¡Ya me lo imaginaba yo! ¡A que os lo he dicho a ti y a Sylvie, ¿eh?, a que os lo he dicho que estaba desnuda ahí dentro!

– Te va a obligar a pesarte…

– ¿A quién? ¿A mí? -gritó Mamadou-. ¡Pues si se cree que me voy a pesar yo, va listo!

Mamadou debía de pesar unos cien kilos como mínimo. Dándose palmetazos en los muslos, exclamaba:

– ¡Jamás de los jamases! ¡Si me subo a ese peso, lo espachurro, y al médico también de paso! ¿Y qué más?

– Te van a poner inyecciones -soltó Carine.

– ¿Inyecciones de qué, a ver?

– Que no, mujer, que no -la tranquilizó Camille-, sólo te va a escuchar el corazón y los pulmones…

– Ah, eso vale.

– También te va a tocar la tripa…

– Pero bueno -rezongó-, pero bueno, pues sólo faltaba. Si me toca la tripa, me lo como enterito… Los doctorcitos blancos están para chuparse los dedos…

Exageraba su acento y se frotaba la tripa.

– Sí, sí, están bien ricos… Me lo han dicho mis antepasados. Con mandioca y crestas de gallo… Mmm…

– ¿Y a la Bredart qué le va a hacer?


La Bredart, Josy Bredart, era la bruja, la mala pécora, la pesada de turno y el chivo expiatorio de todas ellas. Dicho sea de paso, era también su jefa. Su «Jefa principal de sección» como indicaba claramente la chapita prendida en su uniforme. La Bredart les amargaba la vida, dentro de los límites impuestos por los medios de que disponía, cierto, pero así y todo era relativamente pesada…

– A ella, nada. Cuando la huela, le pedirá que se vuelva a vestir echando leches.

Carine tenía razón. Josy Bredart, además de todas las virtudes expuestas más arriba, sudaba de lo lindo.


Después le tocó a Carine, y Mamadou sacó de su capacho un fajo de papeles que dejó en las rodillas de Camille. Ésta le había prometido que les echaría una ojeada, e intentó descifrar todo aquello:

– ¿Esto qué es?

– ¡Pues lo de los subsidios familiares!

– Ya, pero te digo que qué son todos estos nombres.

– ¡Pues mi familia, qué va a ser!

– ¿Tu familia? ¿Cuál?

– ¿Cómo que cuál, cómo que cuál? ¡Pues la mía! ¡A ver si pensamos un poquito, Camille!

– ¿Todos estos nombres son de tu familia?

– Todos -asintió Mamadou, orgullosa.

– ¿Pero cuantos hijos tienes?

– Míos tengo cinco, y de mi hermano, cuatro…

– ¿Pero por qué están todos aquí?

– ¿Aquí, dónde?

– Pues… en este papel.

– Así es más práctico porque mi hermano y mi cuñada viven en nuestra casa y tenemos el mismo buzón, de modo que…

– No, pero no puede ser… Dicen que no puede ser… Que no puedes tener nueve hijos…

– Anda, ¿y por qué no voy a poder? -se indignó Mamadou-. ¡Pues mi madre tiene doce!

– Espera, Mamadou, no te alteres, yo sólo te digo lo que pone aquí. Te piden que aclares la situación y que te presentes con tu libro de familia.

– ¿Y eso para qué?

– Pues supongo que porque esta historia vuestra no debe de ser legal… No creo que tu hermano y tú podáis reunir a todos vuestros hijos en una misma declaración…

– ¡Sí, pero es que mi hermano no tiene nada!

– ¿Trabaja?

– ¡Claro que trabaja! ¡En las autopistas!

– ¿Y tu cuñada?

Mamadou arrugó la nariz:

– ¡Ésa sí que no hace nada! Nada de nada, te digo. ¡Ésa no se mueve, la muy gruñona, ésa nunca se molesta en mover su culazo!


Camille sonreía para sus adentros, sin llegar a imaginarse del todo qué podía ser un «culazo» para Mamadou…


– ¿Y ellos tienen papeles?

– ¡Pues claro!

– Pues entonces pueden hacer una declaración por su cuenta…

– Pero mi cuñada no quiere ir a la oficina de los subsidios, y mi hermano trabaja de noche, y entonces duerme de día, así que ya ves…

– Ya veo, sí. Pero en este momento, ¿para cuántos hijos recibes subsidio?

– Para cuatro.

– ¿Para cuatro?

– Sí, es lo que te estoy diciendo desde el principio, ¡pero tú eres como todos los blancos, siempre tienes razón y nunca escuchas!

Camille soltó un suspirito irritado.


– El problema que te quería decir es que se han olvidado de mi Sissi…

– ¿Qué número hace Misissi?

– ¡No es ningún número, tonta!-se alteraba Mamadou-, ¡es mi benjamina! La pequeña Sissi…

– ¡Ah! ¡Sissi!

– Eso.

– ¿Y ella por qué no figura aquí?

– Oye, Camille, ¿lo haces aposta, o qué? ¡Es lo que te estoy preguntando desde hace un buen rato!

Camille ya no sabía qué decir…

– Lo mejor sería ir a la oficina esta con tu hermano o tu cuñada y todos vuestros papeles y explicarle todo a la señora…

– ¿Por qué dices «la señora»? ¿Qué señora?

– ¡Pues la que sea! -gritó Camille.

– Ah, bueno, vale, no te pongas nerviosa. No, si yo te lo preguntaba porque creía que la conocías…

– Mamadou, yo no conozco a nadie en esa oficina. No he ido en mi vida, ¿entiendes?


Le devolvió todo su lío de papelajos, había incluso anuncios, fotos de coches y facturas de teléfono.

La oyó refunfuñar: «Me dice la señora entonces le pregunto qué señora, es normal porque también habrá señores, digo yo, entonces, si nunca ha ido como dice, ¿cómo lo puede saber, cómo puede saber que no hay más que señoras? También habrá señores, digo yo… ¿Es una sabelotodo, o qué?»

– ¿Qué pasa? ¿Estás de morros?

– No, no estoy de morros. Dices que me vas a ayudar, y luego no me ayudas. ¡Y hala! ¡Te quedas tan pancha!

– Iré con vosotros.

– ¿A la oficina esa?

– Sí.

– ¿Hablarás con la señora?

– Sí.

– ¿Y si no es ella?

A Camille se le pasó por la cabeza perder un poco la calma, pero justo entonces volvió Samia:

– Te toca, Mamadou… Toma -dijo, volviéndose hacia Camille-, es el teléfono del matasanos…

– ¿Para qué?

– ¿Para qué? ¿Para qué? ¡Y a mí qué me cuentas! ¡Para jugar a los médicos, para qué va a ser! Me ha pedido que te lo diera…


Había apuntado su número de móvil en una receta, y había añadido: «Le receto una buena cena, llámeme.»


Camille Fauque arrugó el papel y lo tiró a la cuneta.


– ¿Quieres que te diga una cosa? -añadió Mamadou levantándose pesadamente y señalándola con el dedo índice-, si me arreglas lo de mi Sissi, le pediré a mi hermano que te haga venir al ser querido…

– Yo pensaba que tu hermano se ocupaba de las autopistas.

– De las autopistas, de echar mal de ojo y de quitarlo.

Camille tuvo un gesto de impaciencia.

– ¿Y a mí? -intervino Samia-. ¿A mí también me puede encontrar un tío?

Mamadou pasó por delante de ella, amagando un zarpazo delante de su cara:

– ¡Tú, maldita, primero me devuelves mi cubo, y luego ya veremos!

– ¡Joder, qué pesada estás con eso! ¡Que no tengo tu cubo, que es el mío! ¡El tuyo era rojo!

– Maldita -dijo la otra entre dientes-, mal-di-ta…


No había terminado de subir los escalones cuando ya el camión se tambaleaba. Ánimo, doctorcito, sonreía Camille recuperando su bolso. Ánimo…


– ¿Nos vamos?

– Voy.

– ¿Tú qué haces? ¿Te coges el metro con nosotras?

– No. Me vuelvo andando.

– Ah, es verdad que tú vives en un barrio pijo…

– Sí, lo que tú digas…

– Hala, hasta mañana…

– Adiós, chicas.


Camille estaba invitada a cenar a casa de Pierre y Mathilde. Les llamó para cancelar la cita y tuvo la suerte de dar con su contestador.


La ligerísima Camille Fauque se alejó pues. Lo único que la retenía al suelo era el peso de su mochila y aquel, más difícil de expresar, de los pedruscos y los guijarros que se amontonaban en el interior de su cuerpo. Eso es lo que tendría que haberle contado antes al médico del trabajo. Si hubiera tenido ganas de hacerlo… ¿O fuerzas? ¿O tiempo tal vez? Seguramente tiempo, se tranquilizaba a sí misma Camille, sin creérselo demasiado. El tiempo era una noción que ya no llegaba a entender. Habían pasado demasiadas semanas y demasiados meses sin que ella participara de ese tiempo en modo alguno, y su discursito de antes, ese monólogo absurdo en el que intentaba persuadirse de que era tan valiente como cualquiera no era sino una mentira pura y dura.

¿Qué palabra era la que había empleado? «Viva», ¿no? Era ridículo, Camille Fauque no estaba viva.


Camille Fauque era un fantasma que trabajaba de noche y de día amontonaba pedruscos. Se desplazaba despacio, hablaba poco y se zafaba con delicadeza.

Camille Fauque era una mujer siempre de espaldas, frágil e inasible.


Uno no debía fiarse de la escena anterior, en apariencia tan ligera. Tan fácil. Tan sencilla. Camille Fauque mentía. Se contentaba con dar el pego, hacía un esfuerzo y respondía «presente» para pasar desapercibida.


Sin embargo volvía a pensar en ese médico… Le traía sin cuidado su número de teléfono, pero pensaba que tal vez había dejado pasar su oportunidad… Ese chico parecía paciente, y más atento que los demás… Tal vez debería haber… En un momento dado había estado a punto… Estaba cansada, ella también debería haber apoyado los codos en la mesa, y haberle contado la verdad. Decirle que si ya no comía, o apenas nada, era porque las piedras ocupaban todo el espacio en su estómago. Que cada día se levantaba con la sensación de masticar grava, que aún no había abierto los ojos y ya se estaba ahogando. Que el mundo que la rodeaba ya no tenía la más mínima importancia y que cada nuevo día era como un peso que le era imposible levantar. Entonces, lloraba. No porque estuviera triste, sino para poder tragar todo aquello. Las lágrimas, que no eran sino líquido al fin y al cabo, la ayudaban a digerir su montón de piedras y le permitían volver a respirar.

¿La habría escuchado acaso? ¿La habría comprendido? Por supuesto. Y por esa razón se había callado.


No quería terminar como su madre. Se negaba a tirar del hilo. Si empezaba a hacerlo, no sabía adónde la llevaría ese gesto. Lejos, demasiado lejos, a algún lugar demasiado hondo, y demasiado oscuro. Por el momento, no tenía ganas de mirar atrás.

De dar el pego, sí, pero no de mirar atrás.


Entró en el supermercado de debajo de su casa y se obligó a comprar algo de comer. Lo hizo en honor a la amabilidad de ese joven médico y a la risa de Mamadou. La risa enorme de esa mujer, la birria de trabajo en Todoclean, la Bredart, las historias increíbles de Carine, las broncas, los cigarros compartidos, el cansancio físico, la risa floja que les entraba por cualquier estupidez, y el mal humor de algunos días, todo eso la ayudaba a vivir. La ayudaba a vivir, sí.

Se paseó varias veces delante de los estantes del supermercado antes de decidirse, y por fin compró unos plátanos, cuatro yogures y dos botellas de agua.


Vio al tipo raro de su edificio. Ese chico alto y extraño, con sus gafas remendadas con esparadrapo, sus pantalones rabicortos, y sus modales como de otra galaxia. En cuanto cogía un producto, lo dejaba inmediatamente, se alejaba unos pasos, luego se arrepentía, lo volvía a coger, sacudía la cabeza, y terminaba por abandonar precipitadamente la cola ante la caja justo cuando le tocaba pagar para ir a dejar el producto en su lugar. Una vez incluso, Camille lo había visto salir del supermercado y volver a entrar para comprar el bote de mayonesa que se había negado tan sólo un instante antes. Era un extraño payaso triste, el hazmerreír de todo el barrio, tartamudeaba ante las cajeras y hacía que a ella se le encogiera el corazón.


A veces se cruzaba con él en la calle o delante de la puerta de su casa y entonces todo eran complicaciones, emociones y motivos de angustia. Una vez más ahí estaba, gimiendo delante del telefonillo.

– ¿Algún problema? -le preguntó Camille.

– ¡Ah! ¡Oh! ¡Esto…! ¡Disculpe! -Se retorcía las manos-. Buenas noches, señorita, discúlpeme si… si la molesto, porque… la molesto, ¿verdad?

Era horrible. Camille nunca sabía si debía reírse o sentir lástima. Esa timidez enfermiza, su forma de hablar tan alambicada, las palabras que empleaba, y esos gestos tan exagerados la incomodaban tremendamente.

– ¡No, no, en absoluto! ¿Se le ha olvidado el código?

– Diantre, no. O sea, no que yo sepa… O sea, no… no había considerado la cuestión desde ese ángulo… Dios santo, yo…

– ¿Lo han cambiado acaso?

– ¿De verdad lo cree usted? -le preguntó, como si acabara de anunciarle el fin del mundo.

– Pues ahora lo veremos… 342B7…

Se oyó el clic metálico de la puerta.

– Oh, me siento confuso… Me siento tan confuso… Yo… Pero si es lo que yo había marcado… No lo entiendo…

– No importa -le dijo Camille, haciendo fuerza sobre la puerta.


Él hizo un gesto brusco para empujar la puerta y, queriendo pasar el brazo por encima de ella, erró en la puntería y le dio un golpetazo en la coronilla.

– ¡Virgen santa! No le habré hecho daño, espero. Pero qué torpe soy, verdaderamente, le ruego que me disculpe… Yo…

– No importa -repitió Camille por tercera vez.

Él no se movía.

– Esto… -le suplicó por fin Camille-, ¿le importa quitar el pie? Es que me está aplastando el tobillo, y me está haciendo un daño espantoso…

Camille se reía. Era una risa nerviosa.


Una vez en el vestíbulo, se precipitó hacia la puerta acristalada para franquearle el paso:

– Desgraciadamente, yo no subo por ahí -le dijo Camille afligida, señalándole el fondo del patio interior.

– ¿Vive usted en el patio?

– Pues… no exactamente… Debajo del tejado, más bien…

– ¡Ah! Perfecto. -Tiraba del asa de su cartera, que se había quedado enganchada en el picaporte de latón-. Debe… debe de ser muy agradable…

– Pues… sí -contesta ella con una mueca, alejándose rápidamente-, es una forma de verlo…

– Buenas noches, señorita -le gritó-, y… ¡muchos recuerdos a sus padres!


A sus padres… A ese tío se le iba la olla… Camille recordaba que una noche, puesto que ella siempre regresaba a casa en plena noche, lo había sorprendido en el vestíbulo, en pijama, calzado con botas de caza, con un paquete de croquetas en la mano. Parecía muy nervioso, y le preguntó si no había visto a un gato por ahí. Camille le contestó que no, y dio unos pasos con él por el patio, en busca del animal perdido. «¿Cómo es?», le preguntó. «Desgraciadamente, lo ignoro…» «¿No sabe cómo es su gato?» Él se quedo muy quieto: «¿Y por que habría de saberlo? ¡Si yo nunca he tenido gato!» Camille estaba agotada y lo dejó ahí plantado, sacudiendo la cabeza. Decididamente, ese tío era demasiado flipante.


«Un barrio pijo…» Camille volvía a pensar en la frase de Carine mientras subía el primer peldaño de los ciento setenta y dos que la separaban de su cuchitril. Un barrio pijo, si, claro… Camille vivía en el séptimo piso de la escalera de servicio de un edificio elegante que daba al Campo de Marte y, en ese sentido, sí, se podía decir que vivía en un barrio elegante, pues subiéndose a un taburete, e inclinándose peligrosamente hacia la derecha, se podía ver, es cierto, lo alto de la Torre Eiffel. Pero por lo demás, bonita mía, por lo demás no era muy chic que digamos…

Camille se agarraba a la barandilla, escupiendo los pulmones por la boca y arrastrando tras ella sus botellas de agua. Intentaba no detenerse. Jamás. En ningún piso. Una noche lo hizo, y ya no pudo volver a levantarse. Se sentó en el cuarto, y se quedo dormida, con la cabeza apoyada en las rodillas. El despertar fue horrible. Estaba congelada y tardó varios segundos en comprender dónde se encontraba.


Por temor a una tormenta había cerrado la claraboya antes de marcharse y suspiró al imaginarse el calor que haría ahí arriba… Cuando llovía, se mojaba, cuando hacía bueno como hoy, se asaba, y en invierno, se moría de frío. Camille se sabía de memoria esas condiciones climáticas pues ya llevaba viviendo allí más de un año. No se quejaba, ese cuchitril había sido inesperado, y todavía recordaba la expresión incomoda de Pierre Kessler el día en que empujó la puerta de ese trastero delante de ella, tendiéndole la llave.

Era un lugar minúsculo, sucio, lleno de trastos y providencial.

Cuando la recogió una semana antes delante de la puerta de su casa, hambrienta, huraña y callada, Camille Fauque acababa de pasar varias noches durmiendo en la calle.

Al principio se asustó al ver esa sombra delante de su casa:

– ¿Pierre?

– ¿Quién anda ahí?

– Pierre… -gimió una voz.

– ¿Quién es?

Encendió el interruptor y su miedo se hizo aún mayor:

– ¿Camille?¿Eres tú?

– Pierre -sollozó Camille empujando ante ella una maletita-, tiene que guardarme esto… Es mi material, ¿comprende?, y me lo van a robar… Me lo van a robar todo… Todo, todo… No quiero que se lleven mis bártulos porque si no me muero… ¿Comprende? Me muero…

Pierre creyó que estaba delirando:

– ¡Camille! ¿Pero de qué estás hablando? ¿Y de dónde vienes? ¡Entra!

Mathilde apareció detrás de el, y la chica se desmayó sobre el felpudo.


La desnudaron y la acostaron en la habitación del fondo. Pierre Kessler acercó una silla a la cama y se quedó mirando a Camille, asustado.

– ¿Está dormida?

– Creo que sí…

– ¿Qué ha pasado?

– No tengo ni idea.

– ¡Pero mira en qué estado está!

– Shhh…


Se despertó en mitad de la noche del día siguiente y se preparó un baño, sin hacer ruido, para no despertarlos. Pierre y Mathilde, que no estaban dormidos, pensaron que era mejor dejarla tranquila. Estuvo así con ellos varios días, le dejaron una copia de las llaves, y no le hicieron ninguna pregunta. Ese hombre y esa mujer eran una bendición.


Cuando le propuso instalarla en una buhardilla que había conservado en el edificio de sus padres, tras la muerte de éstos, Pierre sacó de debajo de su cama la maletita escocesa que había llevado hasta ellos:

– Toma -le dijo.

Camille negó con la cabeza:

– Prefiero dejarla a…

– Ni hablar -la interrumpió secamente-, te la llevas contigo. ¡En nuestra casa no pinta nada!


Mathilde la acompañó a unos grandes almacenes, la ayudó a elegir una lámpara, un colchón, sábanas y toallas, unas cuantas sartenes, una parrilla eléctrica y una minúscula neverita.

– ¿Tienes dinero? -le preguntó, antes de dejarla marchar.

– Sí.

– ¿Estás bien, bonita?

– Sí -repitió Camille, aguantándose las ganas de llorar.

– ¿Te quieres quedar con nuestras llaves?

– No, no, estaré bien. Que… que puedo decir… que…

Camille lloraba.

– No digas nada.

– ¿Gracias?

– Sí -dijo Mathilde, abrazándola-, gracias está muy bien.


Fueron a verla unos días más tarde.

Los siete pisos los dejaron agotados y se dejaron caer sobre el colchón.

Pierre se reía, decía que todo eso le recordaba su juventud, y cantaba «La bohêêê-mee». Bebieron champán en vasitos de plástico y Mathilde sacó de una gran bolsa un montón de viandas maravillosas. Con la ayuda del champán, y de su carácter bondadoso, se atrevieron a hacerle unas cuantas preguntas. Camille contestó a algunas, y no insistieron más.


Cuando estaban a punto de irse, y Mathilde ya había bajado unos cuantos escalones, Pierre Kessler se dio la vuelta y la cogió de las muñecas:

– Tienes que trabajar, Camille… Ahora debes trabajar…

Ella bajó la mirada:

– Tengo la sensación de haber trabajado mucho estos últimos tiempos… Mucho, mucho…

Pierre aumentó la presión sobre sus muñecas, hasta casi hacerle daño.

– ¡Eso no era trabajo, y lo sabes muy bien!

Camille levantó la cabeza y sostuvo su mirada:

– ¿Por eso me ha ayudado? ¿Para decirme esto?

– No.

Camille temblaba.

– No -repitió el, liberándola-, no. No digas tonterías. Sabes muy bien que siempre te hemos considerado como nuestra propia hija…

– ¿Pródiga o prodigio?

Pierre le sonrió y añadió:

– Trabaja. De todas maneras, no tienes más remedio…


Camille cerró la puerta, guardó la comida, y en el fondo de la bolsa encontró un gran catálogo de Sennelier, la tienda de material de dibujo. Tu cuenta sigue abierta… le recordaba un Post-it. No tuvo el valor de hojearlo, y se bebió a morro lo que quedaba del champán.


Le había obedecido. Estaba trabajando.

Actualmente limpiaba la mierda de los demás, lo cual la satisfacía plenamente.


En efecto, hacía un calor horrible allí arriba… SuperJosy les había advertido el día anterior: «No os quejéis, chicas, estamos viviendo los últimos días de sol, ¡después llegará el invierno y nos pelaremos de frío! Así que nada de quejarse, ¿eh?»

Por una vez tenía razón. El mes de septiembre llegaba a su fin, y los días eran sensiblemente más cortos. Camille pensó que ese año tendría que organizarse de otra manera, acostarse antes y levantarse por la tarde para ver el sol. Ese tipo de pensamiento la sorprendió a ella misma y con una cierta despreocupación pulsó la tecla de su contestador:


«Soy mamá. Bueno… -rió amargamente la voz-, no sé si sabes de quién te hablo… Mamá, ¿te dice algo esa palabra? Es la que emplean los niños buenos para dirigirse a quien los trae al mundo, creo… Porque tienes una madre, Camille, ¿te acuerdas? Disculpa que te lo recuerde, pero como es el tercer mensaje que te dejo desde el martes… Sólo quería saber si seguía en pie lo de comer jun…»


Camille la interrumpió y guardo en la nevera el yogur que acababa de empezar. Se sentó con las piernas cruzadas, cogió el tabaco, y se esforzó por liarse un cigarrillo. Sus manos la traicionaban. Necesitó varios intentos para enrollar el papel sin romperlo. Se concentraba en sus gestos como si no hubiera nada más importante en el mundo y se mordía los labios hasta hacerse sangre. Era demasiado injusto. Era demasiado injusto pasarlas así de canutas por una puta hojita de papel cuando acababa de vivir un día casi normal. Había hablado, escuchado, reído, sociabilizado incluso. Había coqueteado con ese médico y le había hecho una promesa a Mamadou. Parecía una tontería, y sin embargo… Hacía mucho tiempo que no prometía nada. Jamás. A nadie. Pero ahora unas frases salidas de una máquina le destartalaban la cabeza, la llevaban hacia atrás, y la obligaban a tumbarse, aplastada como estaba bajo el peso de imaginarios escombros…

5

– ¡Lestafier!

– ¡Sí, señor!

– Teléfono…

– ¡No, jefe!

– ¿Cómo que no?

– ¡Estoy ocupado, jefe! Diga que me llamen más tarde…

El hombre sacudió la cabeza y volvió a la especie de armario que le servia de despacho.


– ¡Lestafier!

– ¡Sí, jefe!

– Es su abuela…

Risotadas por doquier.

– Dígale que luego la llamo -repitió el chico, que estaba deshuesando un trozo de carne.

– ¡No me toque los cojones, Lestafier! ¡Coja el puto teléfono de una vez! ¡Que yo no soy su secretaria!


El chico se limpió las manos en el trapo que colgaba de su delantal, se enjugó la frente en la manga y le dijo al chaval que trabajaba a su lado, con un gesto como de rebanarle el cuello:

– Tú, mucho cuidadito con tocar nada, porque si no… ras…

– Que sí, que vale -le contestó aquél-, ve a encargar tus regalos de Reyes, que te está esperando tu abuelita…

– Calla, gilipollas…

Entró en el despacho y cogió el teléfono, suspirando:

– ¿Abuela?

– Hola, Franck… No soy tu abuela, soy la señora Carminot…

– ¿La señora Carminot?

– ¡Huy! Cuánto me ha costado dar contigo… Primero he llamado a un sitio, y me han dicho que ya no trabajabas allí, entonces he llam…

– ¿Qué pasa? -la interrumpió Franck bruscamente.

– Dios mío, es Paulette…

– Espere. No cuelgue.


Se levantó, cerró la puerta, volvió a coger el auricular, se sentó, asintió con la cabeza, palideció, buscó un boli sobre la mesa, dijo unas palabras más, y colgó. Se quitó el gorro de cocinero, apoyó la cabeza entre las manos, cerró los ojos, y permaneció así varios minutos. El chef lo miraba fijamente a través del cristal de la puerta. Terminó por guardarse el pedazo de papel en el bolsillo y salió.

– ¿Todo bien, chico?

– Sí, jefe…

– ¿Es grave?

– El cuello del fémur…

– ¡Ah! -dijo el chef-, eso les pasa a menudo a los viejos… A mi madre le pasó hace diez años, y si la viera ahora… ¡No para quieta!

– Una cosa, jefe…

– Algo me dice que me va a pedir el día libre…

– No, voy a hacer el turno del mediodía, y prepararé el de la noche durante el descanso, pero luego sí me gustaría irme…

– ¿Y quien hará el plato caliente esta noche?

– Guillaume. Lo puede hacer…

– ¿Sabrá?

– Sí, jefe.

– ¿Y quien me dice a mí que sabrá?

– Yo, jefe.

El hombre hizo una mueca, increpó a un camarero que pasaba por ahí y le ordenó que se cambiara de camisa. Se volvió de nuevo hacía Lestafier y añadió:

– Está bien, pero se lo advierto, Lestafier, si pasa algo durante el turno de esta noche, si tengo que hacer un solo comentario, uno solo, ¿me oye? La culpa será suya, ¿entendido?

– Entendido, jefe.


Franck volvió a su sitio y cogió su cuchillo.

– ¡Lestafier! ¡Vaya primero a lavarse las manos! ¿Dónde se cree que estamos, en un restaurante de provincias?

– Hasta los cojones -murmuró Franck cerrando los ojos-. Me tenéis todos hasta los cojones…


Se puso a trabajar en silencio. Al cabo de un rato, el pinche se atrevió a preguntarle:

– ¿Estás bien?

– No.

– He oído lo que le decías al gordo… El cuello del fémur, ¿es eso?

– Sí.

– ¿Es grave?

– No, no creo, pero el problema es que estoy solo…

– ¿Solo para que?

– Para todo.

Guillaume no comprendió, pero prefirió dejarle en paz con sus problemas.


– Si me has oído hablar con el viejo, quiere decir que sabes lo que te toca esta noche…

– Yes.

– ¿Te ves capaz?

– Eso habría que negociarlo…

Siguieron trabajando en silencio, uno inclinado sobre su conejo, y el otro sobre su solomillo de cordero.

– Mi moto…

– ¿Qué?

– Te la presto el domingo…

– ¿La nueva?

– Sí.

– Caray -dijo el otro-, pues sí que quieres a tu abuelita… Vale. Hecho.

Franck esbozó un rictus amargo.

– Gracias.

– ¿Eh?

– ¿Qué?

– ¿Donde está tu vieja?

– En Tours.

– ¿Entonces? Necesitarás la moto el domingo si quieres ir a verla, ¿no?

– Ya me apañaré de alguna manera…

La voz del chef los interrumpió:

– ¡Silencio, señores, por favor! ¡Silencio!

Guillaume afiló su cuchillo y aprovechó el ruido para murmurar:

– Bueno, venga… Ya me la prestarás cuando se cure…

– Gracias.

– No me des las gracias. Te voy a robar el puesto…

Franck Lestafier asintió con la cabeza, sonriendo.


No pronunció una sola palabra más. El turno se le hizo más largo que de costumbre. Le costaba concentrarse, ladraba cuando el chef le pedía las cosas, y trataba de no quemarse. Estuvo a punto de pasarse en el punto de cocción de un chuletón de ternera, y no paraba de insultarse en voz baja. Pensaba que en las próximas semanas iba a estar de mierda hasta el cuello. Ya era bastante complicado acordarse de ella e ir a verla cuando estaba bien, con que ahora… Acababa de comprarse una moto carísima con un crédito como una catedral, y se había comprometido a muchas horas extra para pagar las letras. ¿De dónde iba a sacar un hueco para ella en todo eso? Aunque… No se atrevía a confesárselo, pero también se alegraba de la ocasión… El Titi le había puesto a punto la moto e iba a poder probarla en la autopista…

Si salía todo bien, se lo pasaría en grande, y llegaría allí en poco más de una hora…


Se quedó pues solo en la cocina durante el descanso con los mendas que lavaban los platos. Preparó las salsas para la carne, hizo inventario de su mercancía, numeró pedazos de carne y le dejó una larga nota a Guillaume. No le daba tiempo a pasar por casa, así que se duchó en el vestuario, buscó un producto para limpiar la visera del casco y se marchó de allí con el espíritu confundido.

Feliz y preocupado a la vez.

6

No eran todavía las seis cuando dejó la moto en el aparcamiento del hospital.

La recepcionista le dijo que se había terminado el tiempo de visita, y que podía volver al día siguiente a partir de las diez. Él insistió, y ella se puso tensa.

Franck dejó el casco y los guantes sobre el mostrador.

– Espere, espere… No nos hemos entendido bien -intentó articular sin ponerse nervioso-, vengo desde París, y tengo que marcharme dentro de un rato, así que si no le importa…

Entonces apareció una enfermera:

– ¿Qué ocurre?

Ésta le imponía un poco más.

– Buenas tardes… esto… perdone si la molesto, pero tengo que ver a mi abuela, que llegó ayer de urgencias y…

– ¿Cual es su apellido?

– Lestafier.

– ¡Ah, sí! -Le hizo un gesto a su colega-. Sígame…


Le explicó brevemente la situación, le comentó la operación, le dijo cuál sería el periodo de rehabilitación, y le preguntó detalles sobre el estilo de vida de la paciente. A Franck le costaba entenderla, molesto por el olor del lugar y por el ruido del motor que seguía zumbando en sus oídos.

– ¡Aquí esta su nieto! -anunció alegremente la enfermera abriendo la puerta-. ¿Lo ve? ¡Ya le había dicho yo que vendría! Bueno, les dejo -añadió-, pásese luego por mi despacho, porque si no, no le dejarán salir…

Franck no acertó a darle las gracias. Lo que veía ahí delante de él, en esa cama, le partía el corazón.


Primero se dio la vuelta para reunir un poco de fuerzas. Se quitó la cazadora y el jersey, y buscó con la mirada dónde colgarlos.

– Hace calor aquí, ¿no?

Su voz sonaba rara.


– ¿Cómo estás?

La anciana, que trataba valientemente de sonreírle, cerró los ojos y se echó a llorar.


Le habían quitado la dentadura postiza. Sus mejillas parecían horriblemente hundidas y su labio superior flotaba dentro de su boca.

– ¿Qué ha sido? ¿Otra de tus locuras, es eso?

Adoptar ese tono de broma exigía de Franck un esfuerzo sobrehumano.


– He hablado con la enfermera, ¿sabes?, y me ha dicho que la operación ha ido muy bien. Ahora llevas dentro un buen pedazo de hierro…

– Me van a meter en un asilo…

– ¡Que no, mujer! ¿Qué tonterías son ésas? Te vas a quedar aquí unos días, y luego irás a una clínica de convalecencia. No es un asilo, es como un hospital, pero no tan grande. Te van a mimar, y te van a ayudar a que vuelvas a andar, y luego, ¡hala, de vuelta a tu huerto!

– ¿Y eso cuántos días va a durar?

– Unas semanas… Después, dependerá de ti… Tendrás que aplicarte…

– ¿Vendrás a verme?

– ¡Pues claro que vendré!. Tengo una moto muy bonita, ¿sabes?…

– No correrás mucho, ¿no?

– Qué va, voy a paso de burra…

– Mentiroso…

Le sonreía entre las lágrimas.

– Para, abuela, que si no yo también me voy a poner a lloriquear…

– No, tú no. Tú no lloras nunca… Ni siquiera cuando eras niño, ni cuando te torciste el brazo, nunca te he visto derramar una sola lágrima…

– Bueno, pero para de todas maneras.

No se atrevía a cogerle la mano por culpa de los tubos.


– ¿Franck?

– Estoy aquí, abuela.

– Me duele.

– Es normal, ya se te pasará, tienes que dormir un poco.

– Me duele demasiado.

– Se lo diré a la enfermera antes de irme, le pediré que te dé algo para aliviarte el dolor…

– ¿No te vas a ir enseguida, verdad?

– ¡Que no!

– Háblame un poco. Háblame de ti…

– Espera, voy a apagar… Esta luz es demasiado fea.


Franck subió la persiana, y la habitación, que estaba orientada al Oeste, quedó bañada de pronto en una dulce penumbra. Luego cambió de lugar el sillón para situarse del lado de la mano sin tubos, y la tomó entre las suyas.


Al principio le costó encontrar las palabras, él que nunca había sabido hablar, y menos de sí mismo… Empezó por nimiedades, el tiempo que hacía en París, la contaminación, el color de su Suzuki, le describió los menús, y todas esas tonterías.


Y después, ayudado por el declive del día y por el rostro casi sosegado de su abuela, encontró recuerdos más precisos y confidencias menos fáciles. Le contó por qué lo había dejado con su novia, y cómo se llamaba la que tenía esperando en el banquillo, sus progresos en la cocina, su cansancio… Imitó a su nuevo compañero de piso y oyó que su abuela se reía bajito.

– Estás exagerando…

– ¡Te juro que no! Lo conocerás cuando vengas a visitarnos, y ya comprenderás…

– Huy, pero si yo no tengo ganas de ir hasta París…

– Entonces iremos a verte nosotros, ¡y nos prepararás una buena comida!

– ¿Tú crees?

– Sí. Le harás tu pastel de patatas…

– Oh, no, eso no… Es demasiado rústico…


Después le habló del ambiente del restaurante, de las broncas del chef, de aquel día que vino un ministro a la cocina a felicitarlos, de la destreza del joven Takumi y del precio de las trufas. Le dio noticias de Momo y de la señora Mandel. Calló por fin para escuchar su respiración y comprendió que estaba dormida. Se levantó sin hacer ruido.


Cuando iba a salir, ella lo llamó:

– ¿Franck?

– ¿Sí?

– No he avisado a tu madre, ¿sabes…?

– Has hecho bien.

– Yo…

– Shhh, ahora tienes que dormir, cuanto más duermas, antes saldrás de aquí.

– ¿He hecho bien?

Franck asintió con la cabeza y se llevó un dedo a los labios.

– Sí. Venga, ahora a dormir…


Se sintió agredido por la violencia de las luces de neón y le costó muchísimo encontrar la salida. La enfermera de antes lo pilló por banda en un pasillo.


Le indicó una silla y abrió el historial que le concernía. Empezó por hacerle algunas preguntas prácticas y administrativas, pero el chico no reaccionaba.

– ¿Está bien?

– Cansado…

– ¿No ha comido nada?

– No, es que…

– Espere. Aquí tenemos todo lo necesario…

Sacó de un cajón una lata de sardinas y un paquete de biscotes.

– ¿Tiene bastante con esto?

– ¿Y usted?

– ¡No se preocupe! ¡Mire! ¡Tengo un montón de galletas! ¿Una copita de vino para acompañar?

– No, gracias. Me voy a sacar una lata de la máquina…

– Vaya, vaya, yo me voy a servir una copita para acompañarlo, pero… chitón, ¿eh?


Comió un poco, contestó a todas sus preguntas, y recogió sus bártulos.


– Dice que le duele…

– Mañana se sentirá mejor. Le hemos puesto antiinflamatorios en el gotero y cuando se despierte estará mucho mejor…

– Gracias.

– Es mi trabajo.

– Lo decía por las sardinas…


Franck condujo deprisa, se desplomó sobre su cama y hundió la cabeza bajo la almohada para no derrumbarse. Ahora no. Había aguantado el tipo tanto tiempo… Todavía podía luchar un poco más…

7

– ¿Café?

– No, una Coca-Cola, por favor.


Camille se la bebió a sorbitos. Estaba en la barra de un bar frente al restaurante en el que había quedado con su madre. Extendió las manos a ambos lados del vaso, y con los ojos cerrados, empezó a respirar muy despacito. Esas comidas, por muy espaciadas que fueran, siempre la machacaban por dentro. Terminaba hecha polvo, tambaleándose, y como desollada viva. Como si su madre se dedicara, con una meticulosidad sádica, aunque probablemente inconsciente, a levantar las costras y volver a abrir, una a una, miles de pequeñas cicatrices. Camille la vio reflejada en el espejo, detrás de las botellas, cuando franqueaba las puertas del Paraíso de Jade. Se fumó un cigarrillo, bajó al cuarto de baño, pagó su consumición y cruzó la calle, con las manos en los bolsillos, y los bolsillos apretados contra el estómago.


Vio su silueta encorvada y fue a sentarse en frente de ella, respirando hondo:

– ¡Hola, mamá!

– ¿No me das un beso? -dijo la voz.

– Hola, mamá -articuló Camille más despacio.


– ¿Estás bien?

– ¿Por qué me lo preguntas?

Camille se aferró al borde de la mesa para no levantarse inmediatamente.

– Te lo pregunto porque es lo que la gente suele preguntarse cuando se ve…

– Yo no soy «la gente»…

– Y entonces, ¿qué eres?

– Oh, por favor, ¡no empieces, ¿eh?!

Camille ladeó la cabeza y contempló la decoración inmunda, compuesta por estucos y bajorrelieves seudoasiáticos. Las incrustaciones de carey y de nácar eran de plástico, y la laca, de formica amarilla.

– Qué sitio más bonito…

– No, es horroroso. Pero no me puedo permitir invitarte a la Tour d'Argent, mira tú por dónde. De hecho, aunque pudiera, no te llevaría… Con lo que comes tú, sería tirar el dinero…

Mmm, pero qué buen rollito.


Soltó una risita amarga:

– Lo que son las cosas, podrías ir sin mí, ¡porque a ti el dinero no te falta! La desgracia de unos hace la felicidad de otros…

– Deja esa historia ahora mismo -amenazó Camille-, deja esa historia o me voy. Si necesitas dinero, me lo dices y te lo presto.

– Es verdad, que la señorita trabaja… Un buen trabajo… Interesante, además… Señora de la limpieza… Es increíble, alguien tan desastre como tú… Nunca dejarás de sorprenderme, ¿sabes?

– Para, mamá, para. No podemos seguir así. No podemos, ¿entiendes? Por lo menos yo no puedo. Busca otra cosa, por favor. Busca otra cosa…

– Tenías una bonita profesión y lo estropeaste todo…

– Una bonita profesión… Lo que hay que oír… Y que sepas que no lo echo de menos, no era feliz allí…

– No te habrías pasado allí la vida entera… Y además, ¿qué quiere decir eso de «feliz»? Es la nueva palabra de moda… ¡Feliz! ¡Feliz! Si te crees que estamos en este mundo para retozar y coger florecitas, eres una ingenua, hija mía…

– No, no, no te preocupes, no pienso que estemos aquí para eso. Tuve una buena maestra y sé que estamos aquí para pasarlas bien putas. Me lo has dicho bastantes veces…

– ¿Saben ya lo que van a tomar? -les preguntó la camarera.

Camille la hubiera besado.


Su madre extendió sus pastillas sobre la mesa y las contó con el dedo.

– ¿No estás hasta las narices de tragarte toda esa mierda?

– No hables de lo que no sabes. Si no las tuviera, hace tiempo que ya no estaría aquí…

– ¿Y tú qué sabes? ¿Y por qué no te quitas esas gafas horribles? Aquí no hace sol…

– Estoy mejor con gafas. Así veo el mundo tal cual es…

Camille decidió sonreírle y darle palmaditas en la mano. Era eso, o saltarle al cuello para estrangularla.


Su madre se achispó un poco, se quejó otro poquito, evocó su soledad, sus dolores de espalda, lo tontos que eran sus compañeros de trabajo, y las miserias de la copropiedad. Comía con apetito y frunció el ceño cuando su hija se pidió otra cerveza.

– Bebes demasiado.

– ¡Eso es verdad! ¡Anda, brinda conmigo! Por una vez que no dices tonterías…

– Nunca vienes a verme…

– ¿Y ahora? ¿Qué estoy haciendo ahora?

– Siempre tienes que tener la última palabra, ¿verdad? Como tu padre…

Camille se puso tensa.

– ¡Ah! No te gusta que te hable de él, ¿eh? -declaró su madre, triunfante.

– Mamá, te lo pido por favor… No vayas por ahí…

– Voy por donde me da la gana. ¿No te terminas el plato?

– No.

Su madre sacudió la cabeza en un gesto de desaprobación.

– Mírate… Pareces un esqueleto… Si te crees que así vas a gustar a los chicos…

– Mamá…

– ¿«Mamá», qué? ¡Es normal que me preocupe por ti, uno no trae hijos al mundo para verlos morirse de hambre!

– ¿Y tú para qué me has traído al mundo, mamá?


En el mismo instante en que pronunció esta frase, Camille supo que había ido demasiado lejos, y que le iba a tocar tragarse un buen numerito. Un numerito sin sorpresas, mil veces ensayado, y perfectamente ejecutado: chantaje afectivo, lágrimas de cocodrilo, y amenaza de suicidio. En ese u otro orden.


Su madre lloró, le reprochó que la hubiera abandonado, igual que su padre hacía quince años, le recordó que no tenía corazón, y le preguntó qué la retenía aún en este mundo.

– Dame una sola razón de seguir aquí, una sola.

Camille se estaba liando un cigarrillo.

– ¿Me has oído?

– Sí.

– ¿Y bien?

– …

– Gracias, cariño, gracias. Tu respuesta no puede ser más clara…

Se sorbió la nariz, dejó dos tickets restaurantes sobre la mesa y se marchó.


Sobre todo nada de conmoverse, pues la salida precipitada siempre había sido la apoteosis, la caída del telón en cierta manera, del gran numerito.

Normalmente la artista espera hasta el final del postre, pero es cierto que esta vez habían quedado en un restaurante chino, y a su madre no le gustaban especialmente esos buñuelos, lichis y demás pastelitos demasiado dulzones.


Sí, nada de conmoverse.

Era un ejercicio difícil, pero Camille hacía tiempo que había aprendido a manejar su pequeño kit de supervivencia… Hizo pues como de costumbre y trató de concentrarse para repetirse mentalmente ciertas verdades. Ciertas frases harto sencillas y cargadas de sentido común. Pequeñas muletas fabricadas deprisa y corriendo que le permitían seguir viéndola… Porque esos encuentros forzosos, esas conversaciones absurdas y destructivas no tendrían al fin y al cabo ningún sentido si Camille no tuviera la certeza de que a su madre le aportaban algo. Y, desgraciadamente, a Catherine Fauque claro que le aportaban algo, y tanto. Restregarse el barro de las botas sobre la cabeza de su hija le proporcionaba un inmenso consuelo. Y aunque a menudo atajara sus encuentros con un gesto ultrajado, histriónico, siempre se quedaba satisfecha. Satisfecha y saciada. Llevándose con ella su abyecta buena fe, sus patéticos triunfos y su buena dosis de bilis para la próxima vez.


Camille había necesitado tiempo para comprender todo eso, y de hecho no lo había comprendido ella sola. La habían ayudado. Personas cercanas a ella, sobre todo hacía unos años, cuando era aún demasiado joven para juzgarla, le habían dado las claves necesarias para comprender la actitud de su madre. Sí, pero eso había sido hacía mucho tiempo, y todas esas personas que habían velado por ella ya no estaban aquí…

Y hoy la niña sufría.

De qué manera.

8

La camarera quitó la mesa y el restaurante se fue vaciando. Camille no se movió. Fumaba y pedía café tras café para que no la echaran.

Al fondo había un señor desdentado, un anciano asiático que hablaba y se reía solo.

La chica que les había servido estaba ahora detrás de la barra, secando unos vasos, y de vez en cuando amonestaba al viejo en su lengua. Éste refunfuñaba, callaba un rato, y luego retomaba su estúpido monólogo.


– ¿Van a cerrar? -preguntó Camille.

– No -contestó la chica, poniéndole un cuenco delante al anciano-, ya no servimos, pero no cerramos. ¿Quiere otro café?

– No, no, gracias. ¿Me puedo quedar un poco más?

– ¡Claro, quédese! ¡Mientras esté usted aquí, él se entretiene!

– Quiere decir que soy yo quien le hace reírse así…

– Usted o quien sea…

Camille miró detenidamente al anciano y le devolvió la sonrisa.


La angustia en la que la había sumido su madre se fue difuminando. Camille oía un ruido de agua y de cacerolas que se escapaba de la cocina, la radio, esos estribillos incomprensibles de sonoridades agudas que la chica repetía balanceándose, observaba al anciano que atrapaba largos tallarines con sus palillos, llenándose la barbilla de caldo, y de pronto tuvo la sensación de encontrarse en el comedor de una verdadera casa…


Salvo una taza de café y su paquete de tabaco, no había nada ante ella. Dejó ambas cosas en la mesa de al lado y se puso a alisar el mantel.


Despacio, muy despacio, pasaba una y otra vez la palma de la mano por el papel de mala calidad, áspero y manchado aquí y allá.


Repitió ese gesto durante largos minutos.

Su espíritu se calmó y los latidos de su corazón se hicieron más rápidos.

Sentía miedo.

Tenía que intentarlo. Tienes que intentarlo, se dijo. Sí, pero hace tanto tiempo que

«Shh -se murmuró a sí misma-, shh, estoy aquí. Todo va a salir bien, bonita. Mira, es ahora o nunca… Venga… No tengas miedo…»


Levantó la mano, la dejó a varios centímetros de la mesa, y esperó a que cesara el temblor. Así está bien, ¿lo ves…? Cogió su mochila y rebuscó en su interior. Ahí estaba.

Sacó la caja de madera y la dejó sobre la mesa. La abrió, cogió una piedrecita rectangular y se la pasó por la mejilla. Era una sensación tibia y suave. Abrió entonces un paquetito de tela azul y extrajo un bastoncillo de tinta del cual emanaba un fuerte olor a sándalo y, por fin, desenrolló un mantelito de tablillas de bambú en el que descansaban dos pinceles.

El más gordo era de pelo de cabra, el otro, mucho más fino, de cerdas de seda.


Se levantó, cogió una jarra de agua de la barra, dos guías telefónicas, y le hizo una pequeña reverencia al anciano loco.


Colocó las dos guías sobre su silla para poder extender el brazo sin tocar la mesa, vertió unas gotas de agua sobre la piedra de pizarra y empezó a desmenuzar la tinta. La voz de su maestro volvió a sus oídos: «Dale vueltas a la piedra muy despacio, mi pequeña Camille… ¡Huy, mucho más despacio! ¡Y más tiempo! Tal vez doscientas veces, al hacerlo flexibilizas la muñeca y preparas tu espíritu para grandes cosas… No pienses ya en nada, ¡no me mires, ni se te ocurra! Concéntrate en tu muñeca, ella te dictará el primer trazo, y sólo el primer trazo importa, es el que dará vida a tu dibujo…»


Cuando la tinta estuvo lista, desobedeció a su maestro y empezó por unos pequeños ejercicios en un rincón del mantel para recuperar recuerdos demasiado lejanos. Hizo primero cinco manchas, de la más oscura a la más diluida, para recordar los colores de la tinta, luego intentó varios trazos y se dio cuenta de que se le habían olvidado casi todos. Sólo quedaban algunos en su memoria: la cuerda suelta, el cabello, la gota de lluvia, el hilo enrollado y los pelos de buey. Luego le tocó el turno a los puntos. Su maestro le había enseñado más de veinte, pero sólo recordó cuatro: el redondel, la roca, el arroz y el escalofrío.

Basta así. Ya estás preparada… Tomó el pincel más fino entre los dedos pulgar y corazón, extendió el brazo por encima del mantel y aguardó unos segundos más.

El anciano, que no se había perdido ni uno solo de sus gestos, la animó cerrando los ojos.


Camille Fauque salió de un largo sueño con un gorrión, y otro, y otro más, y después con una bandada de pájaros de aire burlón.


Llevaba más de un año sin dibujar nada.


***

De niña hablaba poco, menos aún que ahora. Su madre la había obligado a dar clases de piano, y ella lo odiaba. Una vez que su profesora se retrasaba, cogió un rotulador grueso y, concienzudamente, dibujó un dedo en cada una de las teclas. Su madre le retorció el cuello y su padre, para calmar los ánimos de toda la familia, volvió el fin de semana siguiente con la dirección de un pintor que daba clases un día a la semana.


Su padre murió poco después y Camille no volvió a abrir la boca. Ni siquiera hablaba durante las clases de dibujo con el señor Doughton (ella lo pronunciaba Duguetón), al que tanto quería.


El anciano inglés no se lo tomó a mal y siguió indicándole temas o enseñándole técnicas en silencio. Él le daba ejemplo y ella lo imitaba, limitándose a asentir o negar con la cabeza. Con él, y sólo en ese lugar, se sentía a gusto. Su mutismo parecía incluso convenirles. Él no tenía que esforzarse por encontrar las palabras adecuadas en una lengua que no era la suya, y ella se concentraba más fácilmente que sus compañeros.


Un día, sin embargo, cuando todos los demás alumnos se habían marchado ya, rompió su acuerdo tácito y le dirigió la palabra mientras ella se divertía con unas pinturas pastel:

– ¿Sabes a quién me recuerdas, Camille?

Ella negó con la cabeza.

– Pues bien, me recuerdas a un pintor chino que se llamaba Chu Ta… ¿Quieres que te cuente su historia?

Camille asintió con la cabeza, pero él se había dado la vuelta para retirar el agua del fuego.

– No te oigo, Camille… ¿No quieres que te la cuente?

Ahora sí la estaba mirando.

– Contéstame, pequeña.

Ella le lanzó una mirada de odio.

– ¿Cómo dices?

– Sí -articuló ella por fin.

Él cerró los ojos en señal de satisfacción, se sirvió una taza de té, y vino a sentarse junto a ella.


– De niño, Chu Ta era muy feliz.

Bebió un sorbo de té.

– Era un príncipe de la dinastía Ming… Su familia era muy rica y poderosa. Su padre y su abuelo eran célebres pintores y calígrafos, y el pequeño Chu Ta había heredado su talento. Y fíjate tú que un día, cuando apenas contaba ocho años, dibujó una flor, una simple flor de loto flotando en un estanque… Su dibujo era tan bello, tan bello que su madre decidió colgarlo en el salón. Afirmaba que, gracias a él, en esa gran habitación se sentía una ligera brisa fresca y que incluso se podía respirar el aroma de la flor al pasar por delante del dibujo. ¿Te das cuenta? ¡Hasta el aroma! Y su madre debía de ser bastante exigente… Con un marido y un padre pintores, sabía de qué hablaba…

El anciano se inclinó de nuevo sobre su taza de té.

– Así fue creciendo Chu Ta, sin preocupaciones, con la alegría y la certeza de que un día él también sería un gran artista… Pero desgraciadamente, cuando tenía dieciocho años, los manchúes tomaron el poder, arrebatándoselo a la dinastía Ming. Los manchúes eran gente cruel y brutal, que no gustaba de pintores y escritores. Así pues les prohibieron trabajar. Te puedes imaginar que era lo peor que se les podía imponer… La familia de Chu Ta no volvió a conocer la paz y su padre murió de desesperación. De la noche a la mañana, su hijo, que era un muchacho travieso, a quien le gustaba reír, cantar, decir tonterías o recitar largos poemas, hizo algo increíble… ¡Anda!, ¿quién viene por aquí? -preguntó el señor Doughton, descubriendo a su gato de pie sobre el alféizar de la ventana. Entonces inició con él, a propósito, una larga conversación sin importancia.


– ¿Qué hizo? -murmuró por fin Camille.


El profesor escondió su sonrisa entre su barba y prosiguió como si nada:

– Hizo algo increíble. Una cosa que nunca adivinarías… Decidió callar para siempre. Para siempre, ¿me oyes? ¡De su boca ya no saldría una sola palabra más! Estaba asqueado por la actitud de quienes lo rodeaban, aquellos que renegaban de sus tradiciones y sus creencias para ser bien vistos por los manchúes, y no quería volver a dirigirles la palabra nunca más. ¡Que se fueran al diablo! ¡Todos! ¡Eran unos esclavos! ¡Unos cobardes! Entonces, escribió la palabra «Mudo» en la puerta de su casa, y si algunas personas intentaban de todas maneras hablar con él, desplegaba ante su rostro un abanico en el que también había escrito «Mudo» y lo agitaba de un lado a otro para ahuyentarlas…


La niña bebía sus palabras.


El problema es que nadie puede vivir sin expresarse. Nadie… es imposible… Entonces a Chu Ta, que como todo el mundo, como tú y yo por ejemplo, tenía muchas cosas que contar, se le ocurrió una genial idea. Se marchó a las montañas, lejos de todos aquellos que lo habían traicionado, y se puso a dibujar… Desde ese momento, era así como pensaba expresarse y comunicarse con el resto del mundo: a través de sus dibujos… ¿Quieres verlos?

Fue a buscar un gran libro blanco y negro en su biblioteca y se lo colocó delante:

– Mira qué bonito… Qué sencillo… Un solo trazo, y ya está… Una flor, un pez, un saltamontes… Mira este pato qué enfadado parece, y estas montañas envueltas en bruma… Mira cómo ha dibujado la bruma… Como si no fuera nada, sólo vacío… Y esos pollitos, ¿ves? Parecen tan suaves que dan ganas de acariciarlos. Mira, su tinta es como una pelusilla… Su tinta es suave…

Camille sonreía.


– ¿Quieres que te enseñe a dibujar como él?

Camille asintió con la cabeza.

– ¿Quieres que te enseñe?

– Sí.


Cuando todo estuvo preparado, cuando terminó de enseñarle cómo sostener el pincel, y de explicarle lo importante que era el primer trazo, Camille se quedó un momento perpleja. No lo había entendido bien y creía que había que realizar todo el dibujo de un solo trazo, sin levantar la mano del papel. Era imposible.


Reflexionó largo tiempo sobre qué dibujar, miró a su alrededor y acercó el brazo al papel.

Hizo un largo trazo ondulado, una montañita, un pico, otro pico más, llevó el pincel hacia abajo en un largo trazo contoneante, y volvió sobre la primera ondulación. Como el profesor no la miraba, aprovechó para hacer trampa, levantó el pincel para añadir una gran mancha negra y seis rayitas. Prefería desobedecerle antes que dibujar un gato sin bigotes.

Malcolm, su modelo, seguía dormido sobre el alféizar de la ventana y Camille, en un afán de hacer honor a la verdad, terminó pues su dibujo con un fino rectángulo alrededor del gato.


Se levantó después para acariciarlo y, cuando se dio la vuelta, vio que su profesor la estaba mirando con una cara muy rara, casi severa:

– ¿Esto lo has hecho tú?

De modo que había visto en su dibujo que había levantado el pincel varias veces… Camille hizo una mueca.

– ¿Esto lo has hecho tú, Camille?

– Sí…

– Ven aquí, por favor.

Camille avanzó, un poco avergonzada, y se sentó junto a él.


El profesor lloraba:

– Es magnífico esto que has hecho, ¿sabes…? Magnífico… A este gato se lo oye ronronear… Oh, Camille…

Sacó un gran pañuelo, lleno de manchas de pintura, y se sonó ruidosamente.

– Escúchame, pequeña, yo no soy más que un pobre viejo, y un mal pintor encima, pero escúchame bien… Sé que la vida no es fácil para ti, me imagino que en tu casa no debe de haber mucha alegría, y también sé lo de tu padre, pero… No, no llores… Ten, toma mi pañuelo… Pero hay una cosa que te tengo que decir: las personas que dejan de hablar se vuelven locas. Chu Ta, por ejemplo, no te lo he dicho antes pero se volvió loco, y también muy desgraciado… Muy, muy desgraciado y muy, muy loco. Sólo recuperó la paz cuando ya era un anciano. Tú no vas a esperar hasta ser una anciana, ¿verdad? Dime que no. Tienes mucho talento, ¿sabes? Eres la mejor de todos los alumnos que he tenido nunca, pero eso no es razón, Camille… No es razón… El mundo actual ya no es como el de Chu Ta y tienes que volver a hablar. No te queda más remedio, ¿comprendes? Porque si no, te encerrarán con locos de verdad y nadie verá nunca estos dibujos tan bonitos que haces…


La llegada de su madre los interrumpió. Camille se levantó y le advirtió, con una voz ronca y entrecortada:

– Espérame… No he terminado de guardar mis cosas…


Un día, no hace mucho tiempo, recibió un paquete mal atado acompañado de una breve nota:


Hola,

Me llamo Eileen Wilson. Mi nombre probablemente no dice nada a usted, pero yo era amiga de Cecil Doughton que hace tiempo fue su profesor de dibujo. Tengo la triste de anunciarle que Cecil nos ha dejado a nosotros hace dos meses de ello. Sé que aprecia que le digo (perdón que no me expreso bien) que lo hemos enterrado en su región de Darlmoor que le tanto gustaba en un cementerio al cual la vista es preciosa. He puesto sus brochas y sus pinturas en la tierra con él.

Antes de morir, me había pedido que le doy esto. Creo que estaría contento que usted lo usa pensando en él.

Eileen w.


Camille no pudo contener las lágrimas al ver el material de pintura china de su viejo profesor, el mismo que utilizaba ahora…


***

Intrigada, la camarera vino a recuperar la taza vacía y echó una ojeada al mantel. Camille acababa de dibujar una multitud de tallos de bambú. «Los tallos y las hojas del bambú son lo más difícil de dibujar que hay. Una hoja, bonita, una simple hoja que se balancea al compás del viento exigía de esos maestros años de trabajo, a veces toda una vida… Juega con los contrastes. Sólo tienes un color a tu disposición, y sin embargo puedes sugerirlo todo… Concéntrale más. Si quieres que algún día te grabe tu sello, tienes que hacerme unas hojas mucho más ligeras…»


El soporte de papel era de mala calidad, y se combaba y empapaba la tinta demasiado rápido.


– ¿Me permite? -preguntó la chica.

Le tendió un paquete de manteles sin usar. Camille se echó para atrás y dejó su trabajo en el suelo. El anciano gemía, y la camarera lo regañó.

– ¿Qué dice?

– Refunfuña porque no puede ver lo que está usted haciendo…

Añadió:

– Es mi tío abuelo… Está paralítico…

– Dígale que el próximo será para él…

La chica volvió a la barra y le dijo unas palabras al anciano. Éste se calmó y miró a Camille severamente.


Ella se lo quedó mirando largo rato y luego dibujó, en toda la superficie del mantel, un hombrecillo risueño que se le parecía, y que corría por un arrozal. Camille nunca había estado en Asia, pero improvisó, en segundo plano, una montaña envuelta en bruma, unos pinos, unas rocas e incluso la cabañita de Chu Ta en lo alto de un promontorio. Bosquejó al anciano con su gorra Nike y su chaqueta de chándal, pero sin nada en las piernas más que el taparrabos tradicional. Añadió algunas salpicaduras de agua que salían despedidas bajo sus pies, y una pandilla de chavales que lo perseguía.


Camille se echó hacia atrás para juzgar su trabajo.

Muchos detalles no le gustaban, por supuesto, pero bueno, el anciano parecía feliz, verdaderamente feliz, así que colocó un plato debajo del mantel como soporte, abrió el frasquito de cinabrio rojo y aplicó su sello en el centro, a la derecha. Se levantó, despejó la mesa del anciano, volvió a buscar su dibujo, y se lo colocó delante.

El anciano no reaccionaba.


Ahí va, se dijo Camille, he debido meter la pata en algo


Cuando su sobrina nieta volvió de la cocina, dejó escapar un largo y doloroso quejido.

– Lo siento mucho -dijo Camille-, pensaba que…

Ésta la interrumpió con un gesto, sacó unas gafas muy grandes de detrás de la barra y se las deslizó al anciano debajo de la gorra. Éste se inclinó ceremoniosamente y se echó a reír. Una risa infantil, cristalina y alegre. También lloró, y luego volvió a reír, balanceándose, con los brazos cruzados sobre el pecho.


– Quiere beber sake con usted.

– Genial…


La chica trajo una botella, el anciano soltó un grito, ella suspiró y regresó a la cocina.

Volvió con otra botella, seguida del resto de la familia. Una mujer madura, dos hombres de unos cuarenta años y un adolescente. Todo fueron risas, gritos, efusiones y reverencias de todo tipo. Los hombres le daban palmaditas en el hombro, y el chaval le chocaba los cinco como hacen los deportistas.


Luego todos regresaron a sus quehaceres y la chica colocó un vasito delante de cada uno. El anciano la saludó y vació el suyo, para volver a llenarlo inmediatamente después.

– Se lo advierto, le va a contar su vida…

– No hay problema -dijo Camille-. Huuuuy… qué fuerte está esto, ¿no?

La camarera se alejó riendo.


Se habían quedado solos. El viejo parloteaba y Camille lo escuchaba con una expresión muy seria, limitándose a asentir con la cabeza cada vez que éste le pasaba la botella.


Le costó levantarse y reunir sus bártulos. Cuando estaba cerca de la salida, después de haberse inclinado mil veces para despedirse del hombrecillo, la camarera se dirigió hacia ella para ayudarla a tirar de la puerta, que Camille se empeñaba en empujar desde hacía un buen rato, riéndose como una tonta.

– Ésta es su casa, ¿de acuerdo? Puede venir a comer cuando quiera. Si no viene, mi tío abuelo se enfadará… Y se pondrá triste también…


Cuando llegó al curro tenía una buena tajada.

Samia le preguntó muy intrigada:

– Eh, tú, ¿qué pasa? ¿Has conocido a algún tío?

– Sí -confesó Camille, confusa.

– ¿En serio?

– Sí.

– No… No lo dices en serio… ¿Cómo es? ¿Es mono?

– Monísimo.

– Joé, cómo mola, tía… ¿Qué edad tiene?

– 92 años.

– Venga, déjate de paridas, tonta, ¿qué edad tiene?

– Bueno, chicas… Cuando vosotras digáis, ¿eh?

La Josy señalaba su reloj.


Camille se alejó riendo y tropezando con el tubo de la aspiradora.

9

Ya habían pasado más de tres semanas. Franck, que hacía horas extra todos los domingos en otro restaurante del Campo de Marte, iba todos los lunes a visitar a su abuela.


Ella se encontraba ahora en una clínica de convalecencia a varios kilómetros al norte de la ciudad y acechaba su llegada desde el amanecer.


Él, en cambio, no tenía más remedio que poner el despertador. Bajaba como un zombi hasta el bar de la esquina, se bebía dos o tres cafés seguidos, se subía a la moto e iba a dormirse junto a su abuela en un horroroso sillón de eskai negro.


Cuando le traían la comida, la anciana se llevaba un dedo a los labios y, con un gesto de cabeza, señalaba al chico acurrucado que le hacía compañía. Se lo comía con los ojos y velaba por que la cazadora le tapara bien el pecho.

La anciana se sentía feliz. Franck estaba ahí. Ahí mismo. Para ella solita…


No se atrevía a llamar a la enfermera para pedirle que le subiera la cama, cogía delicadamente el tenedor y comía en silencio. Escondía algunas cosas en su mesilla de noche, pedazos de pan, un trozo de queso, o algo de fruta para dárselas cuando se despertara. Luego apartaba con cuidado la mesita y cruzaba las manos sobre su regazo, sonriendo.


Cerraba los ojos y dormitaba, acunada por la respiración de su nieto y por los excesos del pasado. Lo había perdido tantas veces ya… Tantas veces… Le daba la sensación de que se había pasado la vida yendo a buscarlo… Allá, en la otra punta del huerto, en lo alto de un árbol, en casa de los vecinos, escondido en un establo o repantingado delante de su televisión, y años más tarde, en los billares, por supuesto, y ahora en trocitos de papel donde le garabateaba números de teléfono que siempre resultaban ser falsos…


Y eso que ella había hecho todo lo que había podido… Lo había alimentado, besado, mimado, reconfortado, regañado, castigado y consolado, pero todo aquello no había servido de nada… En cuanto aprendió a andar, el chaval puso pies en polvorosa, y en cuanto tuvo sombra de barba, se acabó. Se marchó del todo.


A veces esbozaba muecas en medio de sus ensoñaciones. Le temblaban los labios. Demasiadas penas, demasiados problemas, y tantos pesares… Había habido momentos tan duros, tan duros… Oh, pero no, ya no había que pensar en todo eso, de hecho Franck se estaba despertando, con el pelo revuelto y una cicatriz en la mejilla que le había dejado el reborde del sillón.

– ¿Qué hora es?

– Van a ser las cinco…

– ¡Joder!, ¿ya?

– Franck, ¿por qué siempre dices «joder»?

– Oh, caramba, ¿ya?

– ¿Tienes hambre?

– No, estoy bien, más bien lo que tengo es sed… Voy a dar una vuelta…

Ya estamos, pensó la anciana, ya estamos

– ¿Te vas?

– ¡Que no, hombre, que no me voy, jo… caramba!

– Si te cruzas con un señor pelirrojo con una blazer blanca, ¿le puedes preguntar cuándo voy a salir de aquí?

– Sí, sí, vale -dijo, saliendo por la puerta.

– Uno alto con gafas y…

Pero Franck ya estaba en el pasillo.


– ¿Y bien?

– No lo he visto…

– ¿Ah, no?

– Anda, abuela… -le dijo cariñosamente-, ¿no te irás a poner a llorar otra vez, no?

– No, pero… Pienso en mi gato, en mis pajaritos… Y además ha llovido toda la semana y me hago mala sangre por mis herramientas… Como no las guardé, se van a oxidar, seguro…

– En el camino de vuelta me paso por casa y te las guardo…

– ¿Franck?

– ¿Qué?

– Llévame contigo…

– Ay… No me hagas esto a cada vez… Ya no puedo más…

La anciana volvió a decir:

– Las herramientas…

– ¿Qué?

– Habría que darles un poco de aceite…

La miró hinchando los carrillos:

– ¡Eh, eh, a ver!, si me da tiempo, ¿eh? Bueno, y ya está bien de tanta charla, que nos toca clase de gimnasia… A ver, ¿dónde está tu andador?

– No lo sé.

– Abuela…

– Detrás de la puerta.

– ¡Hala, arriba, viejita, te voy a enseñar yo pajaritos, ya lo verás!

– Bah, aquí no hay. Aquí sólo hay buitres y carroñeros…

Franck sonreía. Le encantaba la mala fe de su abuela.


– ¿Estás bien?

– No.

– ¿Y ahora qué pasa?

– Me duele.

– ¿Dónde te duele?

– Todo el cuerpo.

– Todo el cuerpo no puede ser, no es verdad. Encuéntrame una parte precisa que te duela.

– Me duele por dentro de la cabeza.

– Eso es normal. Eso nos pasa a todos, anda… Venga, mejor me enseñas quiénes son tus amigas…

– No, da la vuelta. A ésas no quiero verlas, no las aguanto.

– Y ese de ahí, el viejo del blazer, ése no está mal, ¿no?

– No es un blazer, tontorrón, es un pijama, y además está sordo como una tapia… Y encima es un arrogante…


Paulette ponía un pie delante del otro y hablaba mal de sus compañeros, todo iba bien.


– Bueno, me voy…

– ¿Ahora?

– Sí, ahora. Si quieres que me ocupe de tu casa… Que yo mañana madrugo, a ver qué te has creído, y a mí nadie me trae el desayuno a la cama…

– ¿Me llamarás por teléfono?

Franck asintió con la cabeza.

– Dices que sí y luego nunca lo haces…

– No tengo tiempo.

– Sólo decirme hola y después cuelgas.

– Vale. Por cierto, no sé si podré venir la semana que viene… El chef nos va a llevar por ahí de paseo…

– ¿Adónde?

– Al Moulin Rouge.

– ¿De verdad?

– ¡Que no, hombre, que no! Vamos a la región del Limousin a visitar al tío que nos vende las reses…

– A quién se le ocurre…

– Es idea de mi jefe… Dice que es importante…

– ¿Entonces no vas a venir?

– No lo sé.

– ¿Franck?

– Sí…

– El médico…

– Que sí, ya lo sé, el panocha ese, voy a ver si hablo con él… Y tú me haces bien los ejercicios, ¿eh? Porque según tengo entendido, el fisio no está muy contento contigo que digamos…

Al ver la cara de asombro de su abuela, añadió, bromeando:

– ¿Ves como alguna vez sí que llamo…?


Guardó las herramientas, se comió las últimas fresas del huerto y se sentó un momento en el jardín. El gato vino a restregarse contra sus piernas, gruñendo.

– No te preocupes, viejo, no te preocupes. Volverá…

El timbre de su móvil lo sacó de su ensimismamiento. Era una chica. Imitó el canto de un gallo, y ella se rió.

Le propuso ir al cine.

Franck condujo a más de ciento setenta durante todo el trayecto, pensando en algún truco para tirársela sin tener que tragarse la película. No le gustaba mucho el cine. Siempre se quedaba dormido antes del final.

10

Hacia mediados de noviembre, cuando el frío empezaba a ensañarse de lo lindo, Camille se decidió por fin a ir a una tienda de bricolaje para mejorar sus condiciones de supervivencia. Se tiró allí un sábado entero, recorrió todas las secciones, tocó los paneles de madera, admiró las herramientas, los clavos, las tuercas, los picaportes, las barras de cortinas, los botes de pintura, las molduras, las cabinas de ducha y demás grifos cromados. Luego fue a la sección de jardinería, e hizo inventario de todo cuanto llamaba su atención: guantes, botas de caucho, escardillos, corrales para gallinas, semilleros, abono, y sobrecitos de semillas de todo tipo. Se pasó tanto tiempo inspeccionando la mercancía como observando a los clientes. La señora embarazada en medio de los papeles pintados de tonos pastel, esa pareja joven que discutía por un aplique horroroso, o aquel recién prejubilado, con sus zapatos náuticos, su cuaderno de espiral en una mano y el metro en la otra.


La vida le había enseñado a desconfiar de las certezas y de los proyectos de futuro, pero había algo de lo que Camille estaba segura: un día, dentro de mucho, mucho tiempo, cuando fuera muy vieja, mucho más vieja que ahora, con el pelo blanco, miles de arrugas y manchas oscuras en las manos, tendría su propia casa. Una casa de verdad, con una olla de cobre para hacer mermelada, y galletas dentro de una caja de hojalata escondida en el fondo de un aparador. Una larga mesa de granja, de madera bien gruesa, y cortinas de cretona. Camille sonreía. No tenía ni tenía ni idea de lo que era la cretona, ni siquiera sabía si le gustaría, pero esas palabras le encantaban: cortinas de cretona… Tendría habitaciones de invitados y, ¿quién sabe, tal vez incluso invitados? Un jardincito lindo, gallinas que le darían huevos de primera que tomaría pasados por agua, gatos para perseguir a los ratones, y perros para perseguir a los gatos. Un rincón de plantas aromáticas, una chimenea, sillones muy cómodos y libros por todas partes. Manteles blancos, servilleteros comprados a chamarileros, una cadena de música para escuchar las mismas óperas que su padre, y una cocina de carbón donde prepararía a fuego lento, durante toda la mañana, guisos de ternera y zanahorias…

Ternera y zanahorias… vaya unas tonterías se le ocurrían.


Una casita como las que dibujan los niños, con una puerta y ventanas a cada lado. Anticuada, discreta, silenciosa, invadida por la hiedra y los rosales. Una casa con adornos en la entrada. Un porche calentito, que habría acumulado todo el calor del día, y en el que se sentaría por la noche, para acechar el regreso de las garzas…

Y un viejo invernadero que haría las veces de taller… Bueno, eso no era seguro… Hasta entonces, sus manos siempre la habían traicionado, y más valía quizá no volver a contar con ellas…

¿Tal vez al final el sosiego no habría de llegar por ese camino?

Pero, ¿por cuál, entonces? Por cuál, se angustiaba Camille de pronto.

¿Por cuál?


Se serenó enseguida, y llamó a un vendedor antes de perder pie. La pequeña choza del bosque era una imagen muy linda, sí, pero mientras tanto se pelaba de frío en el fondo de un pasillo húmedo, y ese joven del polo amarillo chillón seguro que podría ayudarla:

– ¿Dice que deja pasar el aire?

– Sí.

– ¿Es un Velux?

– No, un tragaluz.

– ¿Todavía existen esos chismes?

– Desgraciadamente, sí…

– Pues tenga, esto es lo que necesita…

Le tendió un rollo de burlete para clavar, «especial ventanas», de goma espuma con una base de PVC, duradero, lavable e impermeable. Una maravilla.

– ¿Tiene grapadora?

– No.

– ¿Un martillo? ¿Clavos?

– No.


Camille siguió como un perrito al vendedor por toda la tienda, mientras el chico le iba llenando la cesta.


– ¿Y para calentarme?

– ¿Ahora mismo qué tiene?

– ¡Un radiador eléctrico que se apaga en plena noche y que encima huele mal!


El vendedor se tomó su papel muy en serio y le dio una clase magistral.

Con tono docto, alabó, comentó y comparó las virtudes de los inyectores de aire, el calor por irradiación, los infrarrojos, las placas de cerámica, las estufas y los convectores. A Camille le daba vueltas la cabeza.

– Bueno, ¿y entonces qué me llevo?

– Ah, eso ya, usted verá…

– Pero es que justamente… no lo veo nada claro.

– Llévese una estufa de éstas, no son muy caras y calientan bien. La Oleo de la marca Calor no está mal…

– ¿Tiene ruedas?

– Pues… -vaciló el dependiente, inspeccionando la ficha técnica-… termostato mecánico, recogecable automático, potencia regulable, humidificador integrado, blablabla, ¡y ruedas! ¡Sí, señorita!

– Genial. Así la podré poner cerca de mi cama…

– Eh… Si me permite un comentario… Un chico tampoco está mal… Da calorcito, en una cama…

– Sí, pero no lleva recogecable incorporado…

– Ah, eso no…

El vendedor sonreía.


Al acompañarlo hacia la caja para que le firmara la garantía, Camille vio al pasar una chimenea falsa, con brasas falsas, leña falsa, llamas falsas y morillos falsos.

– ¡Hala! ¿Y esto qué es?

– Una chimenea eléctrica, pero no se la aconsejo, es un timo…

– ¡Sí, sí! ¡Enséñemela!


Era la Sherbone, un modelo inglés. Sólo los ingleses podían inventar algo tan feo y tan kitsch. Según la potencia (1.000 o 2.000 vatios), las llamas alcanzaban una determinada altura. Camille estaba encantada:

– ¡Es genial, parece de verdad!

– ¿Ha visto el precio?

– No.

– 532 euros, a quién se le ocurre… Es una estupidez… No se deje engañar…

– De todas maneras yo con los euros no me aclaro…

– Pero si no es tan difícil, vienen a ser unos 3.500 francos, para un chisme que le dará menos calor que la Oleo, que cuesta menos de…

– Me llevo la chimenea.


El vendedor era un chico sensato, y nuestra cigarra cerró los ojos mientras le tendía su tarjeta de crédito. Ya puestos, se apuntó también al servicio a domicilio. Cuando anunció que vivía en un séptimo sin ascensor, la señora la miró mal y le dijo que entonces le costará diez euros más…

– No hay problema -contestó Camille poniéndose tensa.

El vendedor tenía razón. Era una locura.


Sí, era una locura, pero el lugar en el que vivía también era de locos. Quince metros cuadrados debajo de un tejado, de los cuales, tan sólo en seis podía mantenerse erguida del todo, un colchón en el suelo, en un rincón, un minúsculo lavabo que más parecía un urinario, y que le servía de fregadero y de cuarto de baño. Una barra que hacía las veces de armario ropero, y dos cajas de cartón una encima de la otra a modo de estantería. Una parrilla eléctrica apoyada sobre una mesita de camping. Una mini neverita que también servía de encimera, de mesa de comedor y de mesita de café. Dos taburetes, una lámpara halógena, un espejito, y otra caja de cartón como despensa. ¿Y qué más? La maletita escocesa donde guardaba el poco material que le quedaba, tres cuadernos de dibujo y… No, nada más. Ésa era toda su casa.

El retrete era un agujero en el suelo, al fondo del pasillo a la derecha, y la ducha estaba encima del retrete. No había más que colocar encima del agujero el entramado de madera podrida, previsto para tal efecto…


No había vecinos, o tal vez un fantasma, pues a veces oía susurros detrás de la puerta del número 12. En la suya había un candado y el nombre de la antigua inquilina, escrito con una bonita letra de color violeta, sobre un pedacito de cartón clavado en el quicio de la puerta con una chincheta: Louise Leduc

Una criada jovencita del siglo pasado…


No, Camille no se arrepentía de haber comprado su chimenea, aunque le hubiera costado la mitad de su sueldo… Nada menos que la mitad… Pero bah… para lo que hacía con su sueldo… Camille pensaba en todas esas cosas en el autobús, preguntándose a la vez a quién podría invitar para inaugurarla…


Unos días más tarde, dio con el personaje adecuado:

– ¡Tengo una chimenea, ¿sabe?!

– Perdón, ¿cómo dice? ¡Ah! ¡Oh! Es usted… Buenos días, señorita. Un tiempo algo tristón, ¿verdad?

– ¡Y que lo diga! Y entonces, ¿por qué se quita el gorro?

– Pues… pues… para saludarla.

– ¡No, hombre, no, vuélvaselo a poner! ¡Va a agarrar una pulmonía! Justamente lo estaba buscando. Quería invitarlo un día de estos a cenar al calor de la chimenea…

– ¿A mí? -preguntó, atragantándose.

– ¡Sí! ¡A usted!

– Oh, no, pero si yo… esto… ¿Por qué? Esto es de verdad…

– Esto es ¿qué? -soltó Camille, de repente cansada, mientras tiritaban los dos de frío delante de su tienda de alimentación preferida.

– Es… esto…

– ¿No es posible?

– No, es… ¡Es demasiado honor para mí!

– ¡Ah! -dijo Camille, divertida-. Es demasiado honor para usted… Que no, hombre, que no, ya lo verá, será algo muy sencillo. ¿Acepta entonces?

– Pues, sí… me… me encantará compartir su mesa…

– Mmm… No es exactamente una mesa, ¿sabe?…

– ¿Ah, no?

– Digamos que será más bien un picnic… Una cena sencilla en plan merienda campestre…

– ¡Muy bien, me encanta ir de picnic! Puedo incluso venir con mi manta de cuadros y mi cesta, si quiere…

– ¿Su cesta de qué?

– ¡Mi cesta de picnic!

– ¿Un chisme con vajilla dentro y todo?

– Pues sí, en efecto, tiene cubiertos, un mantel, cuatro servilletas, un sacacor…

– ¡Huy, sí, qué buena idea! ¡Yo no tengo nada de eso! ¿Pero cuándo? ¿Esta noche?

– Pues, esta noche… es que… yo…

– ¿Usted, qué?

– Es decir que no he avisado a mi compañero de piso…

– Entiendo. Pero puede venir él también, eso no es problema.

– ¿Él? -preguntó extrañado-. No, él no… Para empezar no sé sí… o sea, no sé si se trata de un chico muy… muy… Entendámonos, no hablo de su conducta, aunque… en fin… yo no la comparto, ¿sabe usted? No, me refiero más bien a… Oh, bueno, de todas maneras no está aquí esta noche. Ni ninguna otra noche, de hecho…

– Recapitulemos -dijo Camille, perdiendo la paciencia-, no puede usted venir porque no ha avisado a su compañero de piso, que de todas maneras nunca está en casa, ¿es así la cosa?

Él bajaba la cabeza, toqueteando los botones de su abrigo.

– Oiga, no hay ninguna obligación, ¿eh? Si no quiere, no tiene por qué aceptar mi invitación, ¿sabe…?

– Es que…

– Es que, ¿qué?

– No, nada. Iré.

– Esta noche o mañana. Porque después vuelvo a trabajar hasta el fin de semana…

– De acuerdo -murmuró-, de acuerdo, mañana… Estará… Estará en casa, ¿verdad?

Camille sacudió la cabeza de lado a lado.

– ¡Anda que no es usted complicado ni nada! ¡Pues claro que estaré en casa, puesto que le invito a cenar!

Él esbozó una sonrisa insegura.

– ¿Hasta mañana entonces?

– Hasta mañana, señorita.

– ¿A eso de las ocho?

– A las ocho en punto, allí estaré.

Se inclinó, y dio media vuelta.

– ¡Eh!

– ¿Disculpe?

– Tiene que tomar por la escalera de servicio. Vivo en el séptimo piso, la puerta número 16, ya verá, es la tercera a mano izquierda…

Con un gesto de cabeza, el hombre le indicó que había entendido sus indicaciones.

11

– ¡Pase, pase! ¡Huy, pero si está usted elegantísimo!

– Oh -dijo él, poniéndose colorado-, no es más que un canotier… Era de mi tío abuelo, y he pensado que, para un picnic…


Camille no daba crédito. El sombrero de paja no era más que la guinda. Su invitado llevaba un bastón con el mango de plata bajo el brazo, y vestía un traje claro con una corbata de pajarita roja. Le tendió una enorme maleta de mimbre.

– ¿Es ésta la cesta de la que me hablaba?

– Sí, pero espere, aún hay una cosa más…

Se fue al fondo del pasillo y volvió con un ramo de rosas.

– Qué detalle…

– ¿Sabe?, no son flores de verdad…

– ¿Cómo dice?

– No, vienen de Uruguay, creo… Hubiera preferido verdaderas rosas de rosal, pero en pleno invierno, es… es…

– Es imposible.

– ¡Sí, eso! ¡Es imposible!

– Vamos, pase, está usted en su casa.


Era tan alto que tuvo que sentarse enseguida. Hizo un esfuerzo por encontrar las palabras adecuadas pero, por una vez, no era un problema de tartamudez, sino de… estupefacción.

– Su casa es… es…

– Pequeña.

– No, es, cómo diría yo… Es coquetona. Sí, es muy coquetona y… pintoresca, ¿verdad?

– Muy pintoresca -repitió Camille riendo.

Se quedó un momento callado.

– ¿De verdad vive usted aquí?

– Pues sí…

– ¿Completamente?

– Completamente.

– ¿Todo el año?

– Todo el año.

– Es un poco pequeño, ¿no?

– Me llamo Camille Fauque.

– Ah, claro, por supuesto, encantado. Yo soy Philibert Marquet de la Durbellière -anunció poniéndose de pie y dándose un coscorrón contra el techo.

– ¿Todo eso se llama usted?

– Pues sí…

– ¿Tiene usted algún apodo?

– No, que yo sepa…

– ¿Ha visto mi chimenea?

– ¿Disculpe?

– Ahí… Mi chimenea…

– ¡Ah, hela aquí! Muy bien… -añadió, volviéndose a sentar y estirando las piernas delante de las llamas de plástico-, muy, pero que muy bien… Se diría que estamos en un cottage inglés, ¿no le parece?

Camille estaba contenta. No se había equivocado. Ese chico era todo un personaje, pero un ser perfecto a la vez…


– Es bonita, ¿eh?

– ¡Magnífica! ¿Tira bien, al menos?

– Impecablemente.

– ¿Y la leña?

– Huy, con la tormenta… Hoy en día ya no hay más que agacharse…

– Ay, sí, demasiado bien lo sé yo… tendría usted que ver la maleza en casa de mis padres… Un verdadero desastre… Pero, ¿qué es lo que arde? Madera de roble, ¿no?

– ¡Bravo!

Se sonrieron.

– ¿Le parece bien una copa de vino?

– Me parece perfecto.


A Camille le maravilló el contenido de la maleta de mimbre. No faltaba un detalle, los platos eran de porcelana; los cubiertos, de esmalte, y los vasos, de cristal fino. Había incluso un salero, un pimentero, unas aceiteras, tacitas de café, de té, servilletas de lino bordadas, una ensaladera, una salsera, una mantequillera, una cajita para los mondadientes, un azucarero, cubiertos de pescado, y una chocolatera. Todo ello con el escudo de la familia de su invitado.

– Nunca había visto nada tan bonito…

– Ahora entiende por qué no podía venir ayer… Si supiera la de horas que he pasado limpiándola y sacándole brillo a todo…

– ¡Pero habérmelo dicho!

– ¿De verdad cree que si le hubiera puesto como excusa: «Esta noche no, tengo que dejar como nueva mi maleta», no me habría tomado usted por loco?

Camille se guardó muy mucho de hacer ningún comentario.


Extendieron un mantel en el suelo y Philibert Fulano de Tal puso la mesa.


Se sentaron con las piernas cruzadas, encantados y alegres, como dos niños estrenando un juego de cocinitas, con modales exquisitos y mucho cuidadito de no romper nada. Camille, que no sabía cocinar, había ido a una tienda de comida preparada y había comprado un surtido de taramas, salmón ahumado, pescados marinados y mermelada de cebolla. Llenaron concienzudamente todas las fuentes del tío abuelo e idearon una especie de tostador muy ingenioso, fabricado con una vieja tapa y papel de estaño, para calentar los blinis sobre la parrilla eléctrica. Apoyaron la botella de vodka sobre el canalón, y así bastaba abrir el tragaluz para servirse. Esas idas y venidas enfriaban la habitación, desde luego, pero en la chimenea chisporroteaba un fuego maravilloso.


Como de costumbre, Camille bebió mucho y comió poco.

– ¿Le molesta que fume?

– No, por Dios, adelante… Lo que sí me gustaría es estirar las piernas porque me siento anquilosado…

– Siéntese en mi cama…

– P… por supuesto que no, yo no… De ninguna manera…

A la mínima, Philibert volvía a atorarse y a perder la serenidad.

– ¡Que sí, hombre! De hecho, es un sofá cama…

– En ese caso…

– Tal vez podríamos tutearnos, ¿no le parece, Philibert?

Éste palideció.

– Oh, no, yo… En lo que a mí respecta, sería incapaz, pero usted… usted…

– ¡Alto, que no cunda el pánico! ¡No he dicho nada! ¡No he dicho nada! Además, encuentro que esto de llamarse de usted está muy bien, es muy distinguido, muy…

– ¿Pintoresco?

– ¡Eso mismo!


Philibert tampoco comía mucho, pero era tan lento y tan meticuloso, que nuestra perfecta amita de casa se congratuló de haber previsto una cena fría. También había comprado requesón de postre. En realidad, se había quedado paralizada delante del escaparate de una pastelería, totalmente desconcertada e incapaz de elegir ni siquiera un pequeño pastel. Camille sacó su pequeña cafetera italiana y se tomó el café en una taza tan fina que estaba segura de poderla romper de un solo mordisco.


No hablaban mucho. Habían perdido la costumbre de compartir una comida. El protocolo no se llevó pues a rajatabla, y a ambos les resultó difícil sacudirse de encima la soledad… Pero eran personas de buena educación e hicieron un esfuerzo por quedar bien. Se divirtieron, brindaron, y hablaron del barrio. Las cajeras del supermercado -a Philibert le gustaba la rubia, Camille prefería la pelirroja-, los turistas, los juegos de luz sobre la Torre Eiffel y las cacas de perro. Contra todo pronóstico, su invitado resultó ser un gran conversador, manteniendo viva la conversación en todo momento, y trayendo a colación mil y un temas fútiles y agradables. Le apasionaba la historia de Francia, y le confesó que pasaba la mayor parte de su tiempo en las mazmorras de Luis XI, en la antecámara de Francisco I, sentado a la mesa de campesinos de la Edad Media, o en la Conserjería con María Antonieta, mujer por la cual alimentaba una verdadera pasión. Camille proponía un tema o un periodo, y él le contaba mil y un detalles interesantes. La ropa, las intrigas de la Corte, la tasa de impuestos, o la genealogía de los Capetos.

Era muy entretenido.

Camille se sentía como en la página web de Alain Decaux.

Un clic con el ratón, un resumen.

– ¿Y es usted profesor, o algo así?

– No, soy… Quiero decir… Trabajo en un museo…

– ¿De conservador?

– ¡Eso son palabras mayores! No, yo me ocupo más bien del servicio comercial…

– Ah -asintió ella gravemente-, debe de ser apasionante… ¿En qué museo?

– Depende, voy cambiando… ¿Y usted?

– Oh, yo… Lo mío, desgraciadamente, es menos interesante, trabajo en unas oficinas…

Al ver su expresión contrariada, Philibert tuvo el tacto de no insistir.

– Tengo un requesón muy bueno, con mermelada de albaricoque, ¿le apetece?

– ¡Encantado! ¿Y me acompañará usted?

– Se lo agradezco, pero todas estas delicias rusas me han saciado…

– Está usted muy delgada…

Por miedo a haber pronunciado una palabra hiriente, se apresuró a añadir:

– Pero es usted… cómo diría yo… grácil… su rostro me recuerda al de Diana de Poitiers…

– ¿Era guapa?

– ¡Oh! ¡Mucho más que guapa! -Se ruborizó-. He… Ha… ¿Ha estado usted alguna vez en el castillo de Anet?

– No.

– Pues debería… Es un lugar maravilloso que le regaló su amante, el rey Enrique II…

– ¿Ah, sí?

– Sí, es un lugar muy bello, una especie de himno al amor donde sus iniciales están entrelazadas por doquier. Sobre la piedra, el mármol, el hierro, la madera, y en su tumba. Es también muy conmovedor… Si no recuerdo mal, sus frascos de ungüentos y sus cepillos de pelo siguen ahí, en su cuarto de aseo. Ya la llevaré algún día…

– ¿Cuándo?

– ¿Tal vez en primavera?

– ¿De picnic?

– Naturalmente…


Permanecieron un momento en silencio. Camille trató de no reparar en los agujeros de los zapatos de Philibert, y éste hizo otro tanto con las manchas que cubrían las paredes. Se contentaban con beberse el vodka a sorbitos.

– ¿Camille?

– ¿Sí?

– ¿De verdad vive usted aquí todos los días?

– Sí.

– Pero… para… o sea… El tocador…

– En el pasillo.

– ¿Ah, sí?

– ¿Necesita usted ir?

– No, no, sólo me lo preguntaba.

– ¿Está usted preocupado por mí?

– No, bueno… sí… Es que… esto es tan espartano…

– Es usted muy amable… Pero estoy bien. Estoy bien, se lo aseguro, ¡y además ahora tengo una bonita chimenea!

Él ya no parecía tan entusiasmado.

– ¿Qué edad tiene? Si no es indiscreción, claro…

– Veintiséis años. Cumpliré veintisiete en febrero…

– Como mi hermana pequeña…

– ¿Tiene usted una hermana?

– ¡No una, sino seis!

– ¡Seis hermanas!

– Sí. Y un hermano…

– ¿Y vive usted solo en París?

– Sí, bueno, con mi compañero de piso…

– ¿Se llevan bien?

Como no contestaba, Camille insistió:

– ¿No muy bien?

– Sí, sí… ¡bastante bien! Pero no nos vemos nunca…

– ¿Y eso?

– ¡Pues bien, digamos que no es exactamente el castillo de Anet!

Camille se reía.

– ¿Trabaja?

– A todas horas. Trabaja, duerme, trabaja, duerme. Y cuando no duerme, trae chicas a casa… Es un curioso personaje que no sabe expresarse más que ladrando. Me resulta difícil comprender qué ven en él todas esas chicas. Bueno, alguna idea sí que tengo sobre esa cuestión, pero bueno…

– ¿A qué se dedica?

– Es cocinero.

– ¿Ah, sí? Y por lo menos le preparará cosas ricas de comer, ¿no?

– Jamás. Nunca le he visto en la cocina. Salvo por las mañanas, para fustigar a mi pobre cafetera…

– ¿Es amigo suyo?

– ¡Diantre, no! Lo descubrí mediante un anuncio, un anuncio de nada en el mostrador de la panadería de enfrente: Joven cocinero busca habitación para echar la siesta por la tarde durante descanso en su trabajo. Al principio sólo venía unas horas al día, y luego, poquito a poco, hasta que ahí está…

– ¿Le molesta?

– ¡En absoluto! Si se lo propuse yo incluso… Porque, como ya tendrá ocasión de comprobar, la casa se me hace un poco grande… Y además es un auténtico manitas. Y yo que no soy capaz ni de cambiar una bombilla, pues me viene muy bien… Sabe hacer de todo, y es un pillo redomado, sí señor… Desde que está en mi casa, el recibo de la luz ha bajado una barbaridad…

– ¿Ha trucado el contador?

– Yo diría que truca todo lo que toca… Como cocinero no sé cómo será, pero como manitas, no hay dos como él. Y como en mi casa todo está que se cae… No, no es sólo eso, también le aprecio… Nunca he tenido ocasión de hablar con él, pero me da la impresión de que… Bueno, no lo sé… A veces tengo la sensación de vivir bajo el mismo techo que un mutante…

– ¿Como en Alien?

– ¿Cómo dice?

– No, nada.

Como Sigourney Weaver nunca había retozado con un rey, prefirió dejar el tema…


Lo recogieron todo juntos. Al ver su minúsculo lavabo, Philibert le rogó que le dejara lavar los platos. Como su museo cerraba los lunes, al día siguiente no tendría otra cosa que hacer…

Se despidieron ceremoniosamente.

– La próxima vez vendrá usted a mi casa.

– Encantada.

– Pero desgraciadamente, yo no tengo chimenea.

– ¡Bueno! No todo el mundo tiene la suerte de tener un cottage en París…

– ¿Camille?

– ¿Sí?

– Hará el favor de cuidarse, ¿verdad?

– Lo intentaré. Pero usted también, Philibert…

– Yo… yo…

– ¿Qué?

– Tengo que decirle algo… Lo cierto es que no trabajo de verdad en un museo, ¿sabe…? Más bien en el exterior… O sea, en las tiendas, vaya… Me… me dedico a vender postales…

– Y yo no trabajo de verdad en una oficina, ¿sabe…? Más bien en el exterior también… Soy la señora de la limpieza…


Intercambiaron una sonrisa fatalista y se separaron, avergonzados.

Avergonzados y aliviados.


Fue una cena rusa de lo más lograda.

12

– ¿Qué se oye?

– No te preocupes, es el duque…

– ¿Pero qué coño hace? Parece que estuviera inundando la cocina…

– Pasa de él, nos trae al pairo… Y ven aquí conmigo, anda…

– No, déjame.

– Anda, que vengas, te digo… Ven… ¿Por qué no te quitas la camiseta?

– Tengo frío.

– Que vengas, te digo.

– Es un poco raro, ¿no?

– Está totalmente chalao… Tenías que haberlo visto antes, ha salido con bastón y sombrero de payaso… He pensado que se iba a un baile de disfraces…

– ¿Y adónde iba?

– A ver a una chica, creo…

– ¡A una chica!

– Sí, creo que sí, pero no sé… Pero a ti y a mí eso nos trae sin cuidado… Venga, joder, date la vuelta…

– Déjame.

– Joder, Aurélie, mira que eres pesada, tía…

– Aurelia, no Aurélie.

– Aurelia, Aurélie, tanto da. Bueno… ¿qué pasa, los calcetines también te los vas a dejar toda la noche, o qué?

13

Aunque estaba terminantemente prohibido, strictly forbidden, Camille dejaba la ropa sobre el dintel de su chimenea, se quedaba en la cama lo más posible, se vestía debajo del edredón, y calentaba entre sus manos los botones de los pantalones vaqueros antes de ponérselos.

El burlete de PVC no parecía muy eficaz y Camille había tenido que cambiar de sitio el colchón para dejar de sentir esa horrorosa corriente de aire que le taladraba la frente. Ahora su cama estaba pegada a la puerta, y para entrar y salir era todo un tejemaneje. Camille se pasaba el tiempo tirando del colchón hacia un lado u otro para poder dar tres pasos. Qué vida más perra, pensaba, qué vida más perra… Y además, ya había claudicado, y ahora hacía pis en el lavabo de su habitación, sujetándose a la pared para no desempotrarlo. En cuanto a los baños turcos, mejor no hablar…


Estaba pues sucia. Bueno, sucia tal vez no, pero sí menos limpia que de costumbre. Una o dos veces por semana iba a casa de los Resalen cuando sabía seguro que no estaban. Conocía los horarios de la asistenta y ésta le tendía una gran toalla, suspirando. Todo el mundo estaba al corriente. Siempre se marchaba con algo rico de comer, o con otra manta más… Un día, sin embargo, Mathilde consiguió pillarla por banda cuando se estaba secando el pelo:

– ¿No quieres venirte a vivir aquí una temporadita? Podrías volver a ocupar tu habitación, ¿qué te parece?

– No, muchas gracias a los dos, pero no hace falta. Estoy bien…

– ¿Estás trabajando?

Camille cerró los ojos.

– Sí, sí…

– ¿Tienes algo ya? ¿Necesitas dinero? Pásanos algo, Pierre podría darte un anticipo, sabes…

– No. Por ahora no tengo nada terminado…

– ¿Y todos los cuadros que están en casa de tu madre?

– No sé… Habría que clasificarlos… No tengo ganas de hacerlo…

– ¿Y tus autorretratos?

– No están en venta.

– ¿Qué estás haciendo exactamente?

– Cosas…

– ¿Te has pasado por Sennelier?

– Todavía no.

– ¿Camille?

– Sí.

– ¿Te importa apagar ese dichoso secador para que podamos oírnos un poco?

– Tengo prisa.

– ¿Qué estás haciendo exactamente?

– ¿Perdón?

– Tu vida… ¿En qué consiste ahora tu vida, qué haces, a qué te dedicas?


Para no tener que volver a contestar nunca más a ese tipo de preguntas, Camille bajó las escaleras del edificio de cuatro en cuatro y se metió en la primera peluquería que encontró.

14

– Rápeme -le dijo al chico que veía reflejado encima de ella en el espejo.

– ¿Cómo?

– Quisiera que me rapara la cabeza, por favor.

– ¿Al cero?

– Sí.

– No. No puedo hacer eso…

– Sí, sí, claro que puede. Coja la maquinilla y adelante.

– No, esto no es el ejército. No tengo inconveniente en cortarle el pelo muy corto, pero no al cero. No es el estilo de la casa… ¿Verdad que no, Carlo?

El tal Carlo estaba leyendo un periódico deportivo detrás de la mesa.

– Verdad que no, ¿qué?

– Esta señorita, que quiere que la rapemos al cero…

El otro esbozó un gesto que más o menos quería decir: «Me la suda, acabo de perder diez euros en la séptima carrera, así que no me deis la vara…»

– Cinco milímetros…

– ¿Cómo?

– Le dejo cinco milímetros, si no ni se atreverá a salir de aquí…

– Tengo gorro.

– Y yo tengo principios.


Camille le sonrió, asintió con la cabeza para mostrar que estaba de acuerdo, y sintió la cuchilla en su nuca. Mechones de pelo caían desperdigados por el suelo mientras observaba a la extraña persona que tenía delante. No la reconocía, ya no recordaba qué aspecto tenía un momento antes. Le traía sin cuidado. A partir de ahora, le sería mucho más cómodo salir al pasillo a ducharse, y eso era lo único que contaba.


Se dirigió a su reflejo en silencio: ¿Y bien? ¿Ése era el plan? ¿Buscarse la vida, aunque hubiera que afearse, aunque hubiera que perderse de vista, para no deberle nunca nada a nadie?

No, de verdad, ¿ése era el plan?

Se pasó la mano por la cabeza rasposa, y le entraron muchas ganas de llorar.


– ¿Le gusta?

– No.

– Ya se lo había dicho yo…

– Ya lo sé.

– Le volverá a crecer…

– ¿Usted cree?

– Estoy seguro.

– Será otro de sus principios…


– ¿Me puede prestar un boli?

– ¿Carlo?

– Mmm…

– Un boli para la señorita…

– No aceptamos cheques por menos de quince euros…

– No, no, es para otra cosa…


Camille cogió su cuaderno y dibujó lo que veía en el espejo.


Una chica calva de mirada dura que sostenía en la mano el lápiz de un aficionado a las carreras amargado, bajo la mirada divertida de un chico apoyado sobre el mango de una escoba. Apuntó su edad y se levantó para pagar.

– ¿Ese de ahí soy yo?

– Sí.

– ¡Caray, dibuja de miedo!

– Lo intento…

15

El bombero, que no era el mismo que la otra vez pues de ser así Yvonne lo hubiera reconocido, revolvía incansablemente el café con la cucharilla.

– ¿Está demasiado caliente?

– ¿Cómo?

– El café. Que si está demasiado caliente.

– No, no, está bien, gracias. Bueno, todo esto está muy bien, pero tengo que redactar este informe…

Paulette seguía postrada en el otro extremo de la mesa. Ahora sí que la había hecho buena.

16

– ¿Tenías piojos? -le preguntó Mamadou.

Camille se estaba poniendo la bata. No tenía ganas de hablar. Demasiados pedruscos, demasiado frío, demasiada fragilidad.

– ¿Estás de morros?

Camille negó con la cabeza, sacó su carrito del cuarto de la basura y se dirigió hacia los ascensores.

– ¿Vas a la quinta?

– Mmmm…

– ¿Y por qué siempre te toca a ti la quinta? ¡Eso no es normal! ¡No te dejes! ¿Quieres que hable yo con la jefa? ¡A mí no me importa armar un buen pollo! ¡Lo armo si quieres, ¿eh?!

– No, gracias. La quinta planta, o cualquier otra, me da exactamente lo mismo…


A las chicas no les gustaba esa planta porque era la de los jefes y los despachos cerrados. Las otras, las de los «open espeis», como decía la Bredart, eran más fáciles, y sobre todo más rápidas de limpiar. Bastaba con vaciar las papeleras, pegar las sillas contra la pared, y pasar la aspiradora por toda la sala. Ni siquiera hacía falta ir con cuidado, te podías permitir chocar contra las patas de los muebles porque eran de mala calidad y a todo el mundo le traía sin cuidado.


En la quinta plata, cada habitación exigía todo un ceremonial, era un fastidio: vaciar las papeleras, los ceniceros, las trituradoras de papel, limpiar los escritorios con la orden de no tocar nada, de no cambiar de sitio ni un clip, y por si eso fuera poco, también había que apechugar con los saloncitos anexos y los despachos de las secretarias. Esas brujas que pegaban Post-it por todas partes, como si se dirigieran a sus propias asistentas, ellas que ni siquiera podían permitirse el lujo de tener una asistenta en sus casas… Y hágame esto y aquello, y la última vez movió usted esta lámpara y rompió este chisme y blablabla… Era el tipo de comentario estúpido que tenía el don de irritar a Carine o a Samia de mala manera, pero que dejaba a Camille totalmente indiferente. Cuando una de esas notas era demasiado seca, escribía debajo: Yo no comprender, y volvía a pegar el Post-it en pleno centro de la pantalla.


En las plantas inferiores, los ejecutivos dejaban sus cosas más o menos limpias y ordenadas, pero aquí quedaba mejor no mover un dedo. Se trataba de demostrar que estaban desbordados, que seguramente se habían marchado del despacho porque no tenían más remedio, pero podían regresar en cualquier momento para recuperar su lugar, su cargo y sus responsabilidades y volver a tomar las riendas de este mundo. Bueno, por qué no… suspiraba Camille. Pase, podía ser. Cada uno tenía sus propias quimeras… Pero había uno, allá, al fondo del pasillo a la izquierda, que estaba empezando a tocarle las narices de mala manera. Pez gordo o no, ese tío era un guarro, y Camille ya estaba empezando a hartarse. Aparte de ser un puerco, su despacho apestaba a desprecio.


Diez veces, o incluso cien, había vaciado y tirado innumerables vasitos de plástico donde flotaban siempre algunas colillas, y había recogido trozos rancios de bocadillo, pero esa noche, no. Esa noche, Camille no tenía ganas. Juntó pues todos los desperdicios del tío ese, sus viejas tiritas llenas de pelos, sus miasmas, sus chicles pegados en el borde del cenicero, sus cerillas y sus papeles arrugados, los reunió en un montoncito sobre su bonita carpeta de piel de cebú, y le dejo una notita: Señor, es usted un cerdo, y de ahora en adelante le ruego que deje este lugar tan limpio como le sea posible. Posdata: mire debajo de la mesa, encontrará ese objeto tan cómodo que recibe el nombre de papelera… Adornó su parrafada con un dibujo lleno de mala leche en el que se veía a un cerdito vestido con traje y corbata, agachado para ver qué era pues aquel objeto tan extraño que se escondía bajo su escritorio. Hecho esto, Camille fue a reunirse con sus compañeras para ayudarlas a terminar el vestíbulo.

– ¿Y tú de qué te ríes? -preguntó Carine extrañada.

– De nada.

– Mira que eres rarita tú, eh…

– ¿Qué toca ahora?

– Las escaleras del B…

– ¿Otra vez? ¡Pero si las hemos limpiado hace nada!

Carine se encogió de hombros.

– ¿Vamos?

– No. Hay que esperar a la Superior para el informe…

– ¿El informe de qué?

– No sé. Parece que utilizamos demasiado producto…

– A ver si se aclaran… El otro día, que si no usábamos bastante… Voy a fumarme un cigarro a la calle, ¿te vienes?

– Hace demasiado frío…


Camille salió pues sola, y se apoyó en una farola.

«… 02-12-03… 00:34… -4°…», desfilaba en letras luminosas en el escaparate de una óptica.


Cayó entonces en la cuenta de qué tendría que haberle contestado antes a Mathilde Kessler cuando ésta le preguntó, con un deje de excitación en la voz, en qué consistía su vida en ese momento.

«… 02-12-03… 00:34… -4°…»


Hala.

En eso consistía.

17

– ¡Si ya lo sé! ¡Lo sé de sobra! ¿Pero por qué dramatizan todos tanto? ¡Esto es absurdo, hombre!

– Mira, Franck, para empezar, tú a mí no me hablas en ese tono, y luego, déjame que te diga que no eres el más indicado para darme lecciones. Figúrate que hace ya más de doce años que me ocupo de ella, que paso a visitarla varias veces por semana, que la llevo a la ciudad, y que cuido de ella. Más de doce años, ¿me oyes? Y hasta ahora, no se puede decir que te haya importado mucho… Nunca un gesto de agradecimiento, nunca un detalle, nada. La otra vez incluso, cuando la acompañé al hospital y al principio fui a verla todos los días, a ti ni se te pasó por la cabeza llamarme por teléfono, o mandarme unas flores, ¿eh? Bueno, no importa, porque no lo hago por ti, sino por ella. Porque tu abuela es una buena persona… Una buena persona, ¿entiendes? No te echo la culpa, hijo, eres joven, vives lejos y tienes tu propia vida, pero a veces, ¿sabes?, todo esto me pesa. Me pesa… Yo también tengo una familia, tengo mis preocupaciones y mis propios achaques, así que te lo digo claramente: ha llegado el momento de que afrontes tus responsabilidades…

– ¿Quiere que le fastidie la vida y que la meta en una perrera sólo porque se dejó una cacerola en el fuego, es eso?

– ¡Pero bueno! ¡Hablas de ella como si se tratara de un perro!

– ¡No, no estoy hablando de ella! ¡Y sabe muy bien de qué estoy hablando! ¡Sabe perfectamente que si la meto en un moridero no va a aguantar! ¡Joder! ¡Ya vio el número que nos montó la otra vez!

– No es necesario que seas tan maleducado, ¿sabes?

– Perdóneme, señora Carminot, perdóneme… Es que estoy muy perdido… No… No puedo hacerle eso, ¿lo entiende? Para mí sería como matarla…

– Si se queda sola, se matará ella…

– ¿Y qué? ¿Acaso no sería mejor?

– Ésa es tu manera de ver las cosas, pero yo no funciono así. Si el cartero no hubiera llegado en el momento oportuno el otro día, habría ardido toda la casa, y el problema es que no siempre va a estar ahí el cartero… Y yo tampoco, Franck… Yo tampoco… Esto ya es demasiada carga… Demasiada responsabilidad… Cada vez que me acerco a vuestra casa, me pregunto qué es lo que me voy a encontrar, y los días que no me acerco, no consigo pegar ojo. Cuando la llamo y no contesta, me pongo enferma, y al final siempre acabo por ir a ver qué le ha pasado esta vez. El accidente que tuvo la ha trastornado, ya no es la misma mujer. Se pasa el día entero en bata, ya no come, no habla, no lee el correo… Ayer, sin ir más lejos, volví a encontrármela en combinación en el jardín… Estaba totalmente helada, la pobrecita… No, esto es un sin vivir, siempre estoy imaginándome lo peor… No se la puede dejar así… No se puede. Tienes que hacer algo…

– …

– ¿Franck? ¿Franck, estás ahí?

– Sí…

– Tienes que resignarte, hijo…

– No. Vale, estoy dispuesto a meterla en un asilo porque no hay más remedio, pero no me puede pedir que me resigne, eso es imposible.

– Perrera, moridero, asilo… ¿Por qué no dices «residencia de ancianos» sencillamente?

– Porque sé muy bien cómo va a terminar esto…

– No digas eso, hay sitios que están muy bien. La madre de mi marido, por ejemplo, estuvo…

– ¿Y usted, Yvonne? ¿No se puede ocupar usted de ella del todo? Le pagaré… Le doy todo lo que quiera…

– No, eres muy amable, pero no, soy demasiado vieja. No quiero asumir una cosa así, bastante tengo ya con ocuparme de mi Gilbert… Y además tu abuela necesita seguimiento médico…

– Pensaba que era amiga suya…

– Y lo es.

– Es amiga suya, pero no le importa empujarla a la tumba…

– ¡Franck, retira ahora mismo lo que acabas de decir!

– Son todos iguales… ¡Usted, mi madre, los demás, todos! Dicen que quieren a la gente, pero en cuanto se trata de demostrarlo, todo el mundo se escaquea…

– ¡Haz el favor de no meterme en el mismo saco que a tu madre! ¡Eso sí que no! Pero qué ingrato eres, hijo… ¡Ingrato y malo!

Yvonne colgó el teléfono.


No eran más que las tres de la tarde, pero Franck sabía que no podría dormir.

Estaba agotado.

Golpeó la mesa, golpeó la pared, aporreó todo cuanto había a su alcance.

Se puso el chándal para ir a correr y se desplomó sobre el primer banco que encontró.


Al principio no fue más que un pequeño gemido, como si acabaran de pellizcarlo, y después todo su cuerpo lo abandonó. Empezó a temblar de pies a cabeza, su pecho se abrió en dos y liberó un enorme sollozo. No quería, no quería, joder. Pero ya no era capaz de controlarse. Lloró como un crío, como un desgraciado, como un tío a punto de cargarse a la única persona del mundo que lo había querido en su vida. La única a la que él había querido.


Estaba doblado en dos, desgarrado por la tristeza y lleno de mocos.

Cuando admitió por fin que ya nada podía parar aquello, se envolvió la cabeza en el jersey y cruzó los brazos.


Sentía dolor, frío y vergüenza.


Permaneció bajo la ducha, con los ojos cerrados y los músculos de la cara tensos hasta que se terminó el agua caliente. Se cortó al afeitarse porque no tenía el valor de mirarse al espejo. No quería pensar en ello. Ahora no. Ya no. Los diques eran frágiles y si se dejaba llevar, miles de imágenes arrasarían su cabeza. Nunca había visto a su abuelita en otro sitio que en esa casa. Por la mañana, en el jardín, el resto del día, en la cocina, y por la noche, sentada junto a su cama…


Cuando era niño, no podía dormir por la noche, tenía pesadillas, gritaba, la llamaba, insistiendo en que cuando cerraba la puerta, sus piernas se caían por un agujero y él tenía que agarrarse a los barrotes de la cama para no hundirse con ellas. Todas las maestras le habían aconsejado que fuera a ver a un psicólogo, las vecinas asentían gravemente con la cabeza, y le decían que lo que tenía que hacer era llevarle al sanador para que le pusiera los nervios en su sitio. En cuanto a su marido, no quería dejarla subir. «¡La que lo mima eres tú! -le decía-, ¡eres tú la que trastorna al muchacho! ¡Me cago en la mar lo que tienes que hacer es quererlo menos! Lo que tienes que hacer es dejarlo que llore un rato, para empezar se meará menos, y verás como termina por dormirse…»

Paulette decía «sí, sí, claro que sí» a todo el mundo, pero no hacía caso de nadie. Le preparaba un vaso de leche caliente con azúcar con un poco de agua de azahar, le sostenía la cabeza mientras bebía, y se sentaba en una silla. «Aquí, ¿ves?, a tu ladito.» Cruzaba los brazos, suspiraba, y se quedaba dormida a la vez que él. A menudo antes que él. No importaba, mientras estuviera ahí, a Franck le bastaba. Podía estirar las piernas…


– No queda agua caliente, te aviso… -soltó Franck.

– Ah, qué contratiempo… no sé qué decir, lo siento…

– ¡Pero deja de disculparte, joder! He sido yo el que se la ha terminado, ¿vale? He sido yo. ¡Así que no te disculpes!

– Perdona, creía que…

– ¡Bueno, mira, a mí me la suda, si quieres ir siempre en ese plan lastimero, es tu problema…!


Salió del cuarto de baño y fue a plancharse el uniforme. Necesitaba urgentemente comprarse alguna chaqueta más porque ya no conseguía tener siempre alguna a punto para el servicio, limpia y planchada. No tenía tiempo. Nunca tenía tiempo. ¡Nunca tenía tiempo para nada, joder!

Sólo libraba un día a la semana, ¡y no se lo iba a pasar en un asilo de viejos en el quinto cuerno, mirando lloriquear a su abuela!


Philibert ya se había instalado en su sillón con sus pergaminos, sus escudos y toda la pesca.

– Philibert…

– ¿Sí?

– Esto… mira… Quería disculparme por lo de antes, es que… En este momento estoy muy puteado, y estoy a la que salto, sabes… Además estoy baldao, tío…

– No tiene importancia…

– Sí, sí que la tiene.

– No, mira, lo importante es que digas «quería pedirte disculpas», y no «quería disculparme». No puedes disculparte tú solo, no es correcto lingüísticamente hablando…

Franck se lo quedó mirando un momento antes de sacudir la cabeza:

– Desde luego, tío, mira que estás pirao


Antes de salir por la puerta, añadió:

– Ah, oye, mira en la nevera, te he traído algo. Ya no me acuerdo qué era… Pato, creo…


Philibert le dio las gracias a una corriente de aire.

Nuestro carretero ya estaba en el vestíbulo, jurando en arameo porque no encontraba las llaves.


Trabajó sin pronunciar una sola palabra, no dijo ni mu cuando el chef vino a quitarle la sartén de las manos para hacerse el interesante, apretó los dientes cuando le devolvieron un magret demasiado crudo, y restregó sus fogones para limpiarlos como si hubiese querido arrancarles virutas de metal.


La cocina se vació y Franck esperó en un rincón a que su colega Kermadec terminara de separar manteles y contar servilletas. Cuando éste lo vio, sentado en un rincón hojeando una revista de motos, le preguntó con un gesto de barbilla:

– ¿Qué quiere el cocinero?

Lestafier echó la cabeza para atrás y se llevó el pulgar a los labios.

– Enseguida voy. Termino un par de cosas y estoy contigo…


Tenían intención de recorrerse todos los bares del barrio, pero Franck ya estaba borracho perdido nada más salir del segundo.

Esa noche volvió a hundirse en un agujero, pero no el de su infancia. Otro.

18

– Pues nada, era para disculparme… O sea, para pedírselas, vamos…

– ¿Para pedirme qué, hijo?

– Pues disculpas…

– Pero si ya te he perdonado, hombre… Sé muy bien que no pensabas lo que decías, pero aun así tienes que tener cuidado… ¿Sabes?, tienes que cuidar de las personas que son amables contigo… Cuando te vayas haciendo viejo verás que no te cruzas con tantas…

– ¿Sabe?, he estado pensando en lo que me dijo ayer, y aunque me cueste mogollón reconocerlo, sé muy bien que la que tiene razón es usted…

– Claro que tengo razón… Conozco bien a los viejos, yo, veo viejos todo el día por aquí…

– Entonces…

– ¿Qué?

– El problema es que no tengo tiempo para ocuparme de ello, me refiero a encontrar una plaza y todo eso…

– ¿Quieres que me ocupe yo?

– Le puedo pagar las horas que necesite, ¿sabe…?

– No empieces otra vez con tus groserías, yo estoy dispuesta a ayudarte, pero se lo tienes que anunciar tú. Te corresponde a ti explicarle la situación…

– ¿Vendrá usted conmigo?

– De acuerdo, si prefieres, voy contigo, pero mira, tu abuela sabe de sobra lo que pienso yo de todo esto… Anda que no llevo tiempo repitiéndole siempre la misma cantinela…

– Hay que encontrarle un sitio de primera, ¿eh? Con una habitación bien bonita, y sobre todo un gran jardín…

– Que sepas que todo eso es carísimo, ¿eh…?

– ¿Cómo de caro?

– Más de un millón al mes…

– Esto… Espere, Yvonne, ¿en qué me está hablando? Ahora contamos en euros…

– Huy, en euros… Yo te hablo como tengo costumbre de hablar, y para una buena residencia, hay que poner más de un millón de los antiguos francos al mes…

– …

– ¿Franck?

– Eso… Eso es lo que yo gano…

– Tienes que ir al ministerio a solicitar una ayuda, ver a cuánto asciende la jubilación de tu abuelo, y luego apuntarte en la APA en el Consejo General…

– ¿Qué es la apa?

– Es una ayuda para las personas dependientes o minusválidas.

– Pero… mi abuela no es minusválida de verdad, ¿no?

– No, pero tendrá que hacer como que sí cuando le manden al experto. Que no parezca que está como una rosa, porque si no, no os darán gran cosa…

– Joder, esto es la hostia… Perdón.

– Me tapo los oídos.

– No me va a dar tiempo a hacer todos esos papeleos… ¿Le importaría desbrozarme un poco el terreno, por favor?

– No te preocupes, el viernes saco el tema en el Club, ¡y verás qué revuelo armo!

– Se lo agradezco, señora Carminot…

– Ya ves… Es lo mínimo que puedo hacer…

– Bueno, pues nada, me voy al curro que ya toca…

– Según parece ya cocinas como un maestro, ¿eh?

– ¿Y eso quién se lo ha dicho?

– La señora Mandel…

– Ah…

– Huy, madre, si supieras… ¡Todavía lo comenta! Aquella noche les preparaste una liebre que estaba para chuparse los dedos…

– No me acuerdo.

– ¡Pues ella desde luego sí que se acuerda, créeme! Y dime una cosa, Franck…

– ¿Sí?

– Ya sé que no es asunto mío, pero… ¿tu madre?

– ¿Qué pasa con ella?

– No sé, antes me preguntaba si no habría a lo mejor que avisarla… Lo mismo te podría ayudar a pagar…

– Ahora la que dice groserías es usted, Yvonne, y no será porque no la conoce…

– Pero, ¿sabes?, a veces la gente cambia…

– Ella, no.

– …

– No. Ella, no. Bueno, la dejo ya, que tengo prisa…

– Adiós, hijo.

– Esto…

– ¿Sí?

– Intente encontrar algo menos caro…

– Voy a ver, ya te diré…

– Gracias.


Hacía tanto frío aquel día que Franck se alegró de volver a su puesto de esclavo, al calorcito de la cocina. El chef estaba de buen humor. Otra vez lleno total en el restaurante y acababa de enterarse de que le iban a hacer una buena crítica en una revista de pijos.

– Con el tiempo que hace, chavales, ¡esta noche todo va a ser pedir foie y vinos de primera! ¡Ah, se acabaron las ensaladas, los entremeses y todas esas mariconadas! ¡Se acabó, sí, señor! ¡Quiero platos ricos, de primera, y quiero que los clientes salgan de aquí con diez grados más en el cuerpo! ¡Hala, chavales, a trabajar!

19

A Camille le costó trabajo bajar las escaleras. Las agujetas la tenían medio tullida, y sufría una migraña espantosa. Como si alguien le hubiera clavado un cuchillo en el ojo derecho y se divirtiera girando delicadamente la hoja en cuanto hacía el más mínimo movimiento. Al llegar al portal se agarró a la pared para recuperar el equilibrio, tiritaba, se ahogaba. Durante un segundo pensó en regresar a la cama, pero la idea de volver a subir esos siete pisos le pareció más insoportable que ir a trabajar. Al menos en el metro podría sentarse un rato…


Justo cuando franqueaba la puerta, se tropezó con un oso. Era su vecino, vestido con una larga pelliza.

– Oh, perdone, caballero -se disculpó éste-, no…

Levantó los ojos.

– Camille, ¿es usted?

No tenía el valor de darle ni la más mínima conversación, de modo que se escabulló por debajo de su brazo.

– ¡Camille! ¡Camille!

Ésta escondió el rostro en su bufanda y apretó el paso. Ese esfuerzo pronto la obligó a apoyarse en una boca de incendios para no caerse redonda.

– Camille ¿se encuentra bien? Dios mío, pero… ¿qué se ha hecho en el pelo? Oh, pero qué mala cara tiene… ¡Una cara malísima! ¿Y su pelo? Un pelo tan bonito…

– Tengo que irme, ya llego tarde…

– ¡Pero hace un frío de perros, amiga mía! No vaya por ahí sin cubrirse la cabeza, se podría usted morir de frío… Tenga, póngase al menos mi gorro ruso…


Camille hizo un esfuerzo por sonreír.

– ¿Éste también era de su tío?

– ¡Diantre, no! Más bien de mi bisabuelo, el que acompañó a ese bajito general en sus campañas en Rusia…

Le encasquetó el gorro hasta las cejas.

– ¿Quiere decir que este chisme estuvo en la batalla de Austerlitz? -se esforzó por bromear Camille.

– ¡Y tanto que sí! Y en el Beresina también, desgraciadamente… Pero está usted muy pálida… ¿Seguro que se encuentra bien?

– Un poco cansada…

– Dígame, Camille, ¿siente usted mucho frío ahí arriba?

– No lo sé… Bueno, tengo… tengo que irme… Gracias por el gorro.


Aletargada por el calor del vagón, Camille se quedó dormida y no se despertó hasta el final de la línea. Se sentó en el otro sentido y se caló el gorro de oso hasta los ojos para llorar de agotamiento. Buf, esa antigualla olía a rayos…


Cuando, por fin, salió en la estación adecuada, el frío que sintió fue tan cortante que tuvo que sentarse bajo la marquesina de una parada de autobús. Se tumbó sobre los asientos y le pidió a un chico que había ahí que le parara un taxi.


Subió hasta su buhardilla de rodillas y se desplomó sobre el colchón. No tuvo fuerzas para desnudarse y, durante un segundo, pensó en morirse ahí mismo. ¿Quién se enteraría? ¿A quién le importaría? ¿Quién la lloraría? Tiritaba de calor y el sudor la envolvió, como un sudario helado.

20

Philibert se levantó hacia las dos de la madrugada para ir a beber agua. El suelo de la cocina estaba helado, y el viento golpeaba con furia contra los cristales de las ventanas. Se quedó un momento mirando fijamente la avenida desierta y desolada, murmurando retazos de infancia… Se acerca el invierno, asesino de los pobres… El termómetro exterior marcaba seis grados bajo cero y no podía evitar pensar en esa mujercita, arriba, bajo el tejado. ¿Estaría durmiendo en ese preciso momento? Y válgame Dios, ¿qué se había hecho en el pelo?


Tenía que hacer algo. No podía dejarla así. Sí, pero su educación, sus modales, y su discreción, lo enredaban de mil y una maneras, bloqueándolo…

¿Acaso era decente importunar a una muchacha en plena noche? ¿Cómo se lo tomaría? Bueno, y tal vez no estuviera sola, después de todo. ¿Y si estaba desnuda? Oh, no… Prefería no imaginárselo siquiera… Y como en los comics de Tintín, el ángel y el demonio se peleaban en la almohada de al lado.

Bueno… Los personajes eran un poco distintos…

Un ángel congelado de frío decía: «Pero hombre, esta muchacha se está muriendo de frío…», y el otro, con aire molesto, le replicaba: «Ya lo sé, amigo mío, pero estas cosas no se hacen. Ya irá usted a ver cómo se encuentra mañana por la mañana. Y ahora haga el favor de irse a dormir.»

Philibert asistió a su pequeña discusión sin tomar partido, dio diez, veinte vueltas en la cama, suplicándoles que se callaran, y terminó por robarles la almohada para no oírlos más.


A las tres y cincuenta y cuatro buscó sus calcetines en la oscuridad.


La raya de luz que se filtraba por debajo de su puerta volvió a infundirle valor.

– ¿Señorita Camille?

Repitió, apenas un poco más fuerte:

– ¿Camille? ¿Camille? Soy Philibert…

No hubo respuesta. Lo intentó una última vez antes de dar media vuelta. Ya estaba al final del pasillo cuando oyó un sonido ahogado.

– Camille, ¿está ahí? Me tenía usted preocupado y… y…

– … puerta… abierta -gimió ella.


La buhardilla estaba helada. Le costó trabajo entrar por culpa del colchón y se tropezó con un montón de trapos. Se arrodilló. Levantó una manta, otra más, y un edredón, antes de dar por fin con su cara. Estaba empapada.

Le puso la mano en la frente:

– ¡Pero si tiene una fiebre de caballo! No puede permanecer así… Aquí no… Sola, no… ¿Y su chimenea?

– … no he tenido fuerzas para moverla…

– ¿Me permite que la lleve conmigo?

– ¿Adónde?

– A mi casa.

– No tengo ganas de moverme…

– Voy a cogerla en brazos.

– ¿Como un príncipe azul?

Philibert le sonrió:

– Vamos, tiene tanta fiebre que delira…


Arrastró el colchón hasta el centro de la habitación, le quitó los zapatones y la cogió en brazos con infinita torpeza.

– Desgraciadamente, no soy tan fuerte como un príncipe de verdad… Eeee… ¿Podría intentar rodearme el cuello con los brazos, por favor?

Camille dejó caer la cabeza sobre su hombro, y Philibert se quedó desconcertado por el olor agrio que emanaba de su nuca.


El rapto fue desastroso. Golpeó a su dama contra todas las esquinas, y a punto estuvo de perder el equilibrio en cada escalón. Afortunadamente, se le había ocurrido coger la llave de la puerta de servicio y sólo tuvo que bajar tres pisos. Cruzó el office, la cocina, poco le faltó para caerse diez veces en el pasillo y por fin la depositó sobre la cama de su tía Edmée.

– Mire, me imagino que tendré que desvestirla un poco… Esto… quiero decir, usted… Vamos, que me resulta muy violento…

Camille había cerrado los ojos.


Bien.

Philibert Marquet de la Durbellière se hallaba pues en una situación harto difícil.

Rememoró las hazañas de sus antepasados, pero la Convención de 1793, la toma de Cholet, el valor de Cathelineau y el coraje de La Rochejaquelein de repente no le parecieron gran cosa…


El demonio enojado estaba ahora de pie sobre su hombro con la guía de las buenas costumbres de la baronesa Von Staffe bajo el brazo. Se estaba desahogando a gusto: «Y bien, amigo mío, estará contento, ¿eh? ¡Ah, muy bien, he aquí a nuestro caballero valiente! Deje que lo felicite… Y ahora, ¿qué? ¿Qué hacemos ahora?» Philibert estaba totalmente desorientado. Camille murmuró:

– … sed…

Su salvador se precipitó a la cocina, pero el aguafiestas de antes lo esperaba encaramado al fregadero: «¡Claro que sí! Siga, siga… ¿Y el dragón? ¿No piensa ir también a luchar contra el dragón?», «¡Cállate la boca, leche!», le contestó Philibert. No daba crédito a lo que acababa de hacer, y volvió a la cabecera de la enferma con el corazón más ligero. Al final no era tan complicado. Tenía razón Franck: a veces valía más soltar un buen taco que todo un discurso. Con estas nuevas fuerzas, Philibert dio de beber a Camille y cogió el toro por los cuernos: la desnudó.


No resultó fácil porque llevaba más capas de ropa que una cebolla. Primero le quitó el abrigo, y luego la cazadora vaquera. Después le tocó el turno a un jersey, a otro más, un cuello vuelto, y por fin, una especie de camiseta de manga larga. Bueno, se dijo Philibert, no puedo dejársela puesta, está empapada… Bueno, qué se le va a hacer, le veré el… O sea, el sostén… ¡Horror! ¡Por todos los santos! ¡No llevaba sostén! Rápidamente la cubrió con la sábana. Bien… Ahora por abajo… Se sentía menos incómodo porque podía maniobrar a tientas por debajo de la manta. Tiró con todas sus fuerzas de las perneras del pantalón. Alabado sea el Señor, la braguita no se movió de su sitio…

– ¿Camille? ¿Tiene fuerzas para ducharse?

No hubo respuesta.


Sacudió la cabeza de lado a lado, en un gesto de desaprobación. Fue al cuarto de baño, llenó un barreño con agua caliente, vertió en ella unas gotas de colonia y se armó con una manopla de baño.


¡Valor, soldado!


Apartó las sábanas y le refrescó el cuerpo, primero rozándolo apenas con la manopla, y después ya con algo más de decisión.

Le frotó la cabeza, el cuello, la cara, la espalda, las axilas, el pecho, puesto que no había más remedio, y de hecho, ¿se le podía llamar pecho a eso? La tripa y las piernas. Lo demás, ya vería ella… Escurrió la manopla y se la puso en la frente.

Ahora necesitaba una aspirina… Tiró con tanta fuerza del cajón de la cocina que desperdigó por el suelo todo lo que contenía. Diantre. Una aspirina, una aspirina…


Franck estaba en la puerta, con el brazo por debajo de la camiseta, rascándose el bajo vientre:

– Uuuuaa… -dijo, bostezando-, ¿qué pasa aquí? ¿Qué coño es todo este jaleo?

– Estoy buscando una aspirina…

– En el armarito…

– Gracias.

– ¿Te duele el tarro?

– No, es para una amiga…

– ¿La piba del séptimo?

– Sí.

Franck se rió con malicia:

– Espera, espera, ¿estabas con ella? ¿Estabas arriba con ella?

– Sí, apártate, por favor…

– Qué dices tío, no me lo creo… ¡Entonces ya te has estrenao!

Sus sarcasmos lo perseguían por el pasillo:

– ¿Qué pasa? ¿Que te viene con lo de la jaqueca desde la primera noche? Joder, tío, pues lo llevas chungo…


Philibert entró y cerró la puerta, se dio la vuelta y murmuró con total claridad: «Tú también cállate la boca, leche…»

Esperó a que el comprimido efervescente se deshiciera del todo antes de volver a molestarla por última vez. Le pareció oírle susurrar «papá…» A no ser que fuera «para», pues probablemente ya no tuviera más sed. Philibert no sabía.

Volvió a mojar la manopla, la arropó bien con las sábanas, y permaneció allí un momento.

Desconcertado, asustado y orgulloso de sí mismo.

Sí, orgulloso de sí mismo.

21

Camille se despertó con la música de U2. Al principio creyó estar en casa de los Kessler, y volvió a quedarse dormida. No, pensó confusa, no, eso no era posible… Ni Pierre, ni Mathilde, ni su asistenta podían poner a Bono a pleno volumen de esa manera. Había algo que no cuadraba… Abrió lentamente los ojos, gimió a causa del dolor de cabeza, y aguardó en la penumbra hasta poder reconocer algo.


Pero, ¿dónde estaba? ¿Qué…?


Camille ladeó la cabeza. Todo su cuerpo parecía querer oponerse. Sus músculos, sus articulaciones, y las pocas chichas que tenía se negaban a hacer el más mínimo movimiento. Apretó los dientes y se incorporó unos centímetros. Sentía escalofríos y volvía a sudar abundantemente.

La sangre latía en sus sienes. Esperó un momento, inmóvil, con los ojos cerrados, a que pasara el dolor.


Abrió delicadamente los párpados y constató que se encontraba en una cama extraña. La luz pasaba apenas entre los intersticios de los estores, y unas enormes cortinas de terciopelo, medio desprendidas de la barra, colgaban miserablemente a cada lado. Delante de ella había una chimenea de mármol, sobre la cual se veía un espejo lleno de manchitas oscuras. El papel pintado era de flores, de unos colores que Camille no acertaba a distinguir del todo. Había cuadros por todas parles. Retratos de hombres y mujeres vestidos de negro que parecían tan asombrados como ella de encontrarla allí. Camille se volvió entonces hacia la mesilla de noche y descubrió una preciosa jarra de agua junto a un vasito de cristal con dibujos de Scoobidoo. Se moría de sed y la jarra estaba llena, pero no se atrevía a tocarla: ¿en qué siglo la habrían llenado?


¿Pero dónde diablos estaba, y quién la había traído a este museo?


Junto a una palmatoria vio una pequeña nota de papel: «No me he atrevido a molestarla esta mañana. Me voy a trabajar. Volveré sobre las siete. Su ropa está doblada sobre la butaca. En la nevera encontrará algo de pato, y al pie de la cama, una botella de agua mineral. Philibert.»

¿Philibert? ¿Pero qué narices hacía en la cama de ese tío?

Socorro.


Camille se concentró para recuperar los retazos de una improbable orgía, pero sus recuerdos no iban más allá del bulevar Brune… Estaba sentada, doblada en dos bajo la marquesina de una parada de autobús, rogándole a un tío alto con un abrigo oscuro que le parara un taxi… ¿Sería Philibert? No, sin embargo… No, no era él, lo habría recordado…

Alguien acababa de apagar la música. Volvió a oír pasos, gruñidos, un portazo, y luego otro, y después nada más. Silencio.

Necesitaba urgentemente ir al cuarto de baño, pero esperó un poco más, atenta al menor ruido y agotada ante la sola idea de mover su pobre esqueleto.

Apartó las sábanas y levantó el edredón que le pareció casi tan pesado como un muerto.


Al tocar el suelo, los dedos de sus pies se encogieron. Unas babuchas de cabritilla la esperaban a la orilla de la alfombra. Se levantó, vio que llevaba la parte de arriba de un pijama de hombre, se calzó las zapatillas y se echó su cazadora vaquera por los hombro.

Giró el picaporte despacito y se encontró en un inmenso pasillo, muy oscuro, que tendría por lo menos quince metros de largo.

Y se puso a buscar el cuarto de baño…


No, eso era un armario, esto una habitación de niño con dos camitas y un caballito balancín todo apolillado. Esto… Camille no sabía qué sería… ¿Un despacho, tal vez? Había tantos libros sobre una mesa delante de la ventana que apenas podía entrar la luz del día. Un sable y una bufanda blanca colgaban de la pared, así como una cola de caballo, enganchada a una anilla de latón. Una auténtica cola de un caballo de verdad. Qué reliquia más rara…

¡Ahí estaba! ¡El cuarto de baño!

La taza, así como el pomo de la cisterna eran de madera. Ésta, dado lo vieja que era, tenía que haber visto pasar múltiples generaciones de bombachitos de encaje… Camille tuvo ciertas reticencias al principio, pero no, todo funcionaba perfectamente. El ruido de la cisterna era desconcertante. Como si acabaran de caérsele encima las cataratas del Niágara…


Sentía vértigo, pero prosiguió su periplo en busca de unas aspirinas. Entró en una habitación que parecía una leonera. Había ropa tirada por todas partes, así como revistas, latas de refresco vacías, hojas de papel: nóminas, fichas técnicas de cocina, un manual de mantenimiento GSXR, y diferentes Letras del Tesoro. Sobre la preciosa cama estilo Luis XVI había un horroroso edredón de colorines… y toda la parafernalia necesaria para fumar porros aguardaba su momento sobre la fina marquetería de la mesilla de noche. Buf, la habitación olía a tigre…


La cocina estaba en la otra punta del pasillo. Era una habitación fría, gris y triste, con un viejo suelo de baldosas pálidas con cabujones negros. Las encimeras eran de mármol, y los pequeños armarios estaban casi todos vacíos. Nada, salvo la presencia ruidosa de un antiguo frigorífico, dejaba suponer que allí viviera alguien… Encontró el tubo de comprimidos efervescentes, cogió un vaso junto al fregadero, y se sentó en una silla de formica. Los techos tenían una altura vertiginosa, y el blanco de las paredes llamó su atención. Debía de ser una pintura muy antigua, a base de plomo, y los años le habían dado una pátina aterciopelada. No era un blanco marfil, ni crema, sino el blanco del arroz con leche, o de los entremeses sosos del comedor del colegio… Realizó mentalmente varias mezclas, y se prometió a sí misma volver algún día con dos o tres tubos de pintura para investigar. Camille se perdió en el piso y pensó que nunca volvería a encontrar su habitación. Se desplomó sobre la cama, pensó un segundo en llamar a su jefa en Todoclean pero se quedó dormida al instante.

22

– ¿Qué tal se encuentra?

– ¿Es usted, Philibert?

– Sí…

– ¿Estoy en su cama?

– ¿En mi cama? Pero, pero… por supuesto que no… Jamás me…

– ¿Dónde estoy?

– En los aposentos de mi tía Edmée, la tía Mee, para los amigos… ¿Qué tal se encuentra, querida?

– Agotada. Como si me hubieran pegado una paliza…

– He llamado a un médico…

– ¡No, no tenía que hacerlo!

– ¿No tenía que hacerlo?

– Ay, bueno… Por qué no… Ha hecho usted bien… De todas maneras voy a necesitar una baja laboral…

– He puesto a calentar sopa…

– No tengo hambre…

– Tendrá que hacer un esfuerzo. Tiene que alimentarse un poco, si no su cuerpo no tendrá fuerzas suficientes para desterrar a este virus fuera de sus fronteras… ¿Por qué sonríe?

– Porque habla como si fuera la guerra de los Cien Años…

– ¡Espero que no le lleve tanto tiempo! Ah, ¿oye la puerta? Debe de ser el médico…

– ¿Philibert?

– ¿Sí?

– No llevo nada encima… ni talonario, ni dinero, nada…

– No se preocupe. Ya arreglaremos eso más tarde… Cuando llegue el momento del tratado de paz…

23

– ¿Y bien?

– Está dormida.

– Ah…

– ¿Es familiar suyo?

– Es una amiga…

– ¿Qué tipo de amiga?

– Pues es… esto… una vecina, o sea, u… una vecina amiga -se trabó Philibert.

– ¿La conoce bien?

– No. No muy bien.

– ¿Vive sola?

– Sí.

El médico esbozó una mueca.

– ¿Le preocupa algo?

– Sí, por así decirlo, sí… ¿Tiene usted una mesa? ¿Algún sitio donde pueda sentarme?

Philibert lo llevó a la cocina. El médico sacó su libreta de recetas.

– ¿Conoce su apellido?

– Fauque, creo…

– ¿Lo cree o está seguro?


– ¿Su edad?

– Veintiséis años.

– ¿Seguro?

– Sí.

– ¿Trabaja?

– Sí, en una empresa de mantenimiento.

– ¿Cómo?

– Limpia oficinas…

– ¿Estamos hablando de la misma persona? ¿De la chica que descansa en esa gran cama antigua al fondo del pasillo?

– Sí.

– ¿Sabe cuál es su horario de trabajo?

– Trabaja por la noche.

– ¿Por la noche?

– Sí, bueno, a primera hora de la noche, cuando las oficinas se quedan vacías…


– Parece usted contrariado -se atrevió a decir Philibert.

– Lo estoy. Su amiga está agotada… Francamente, no le queda ni un gramo de fuerza… ¿Se había dado usted cuenta de ello?

– No, bueno, sí… Saltaba a la vista que tenía mala cara, pero yo… El caso es que no la conozco muy bien, ¿sabe?… Yo… Yo me limité a ir a buscarla la otra noche porque no tiene calefacción y…

– Escúcheme, le voy a hablar claramente: dado su estado de anemia, su peso y su tensión, podría hospitalizarla inmediatamente, pero cuando le he mencionado esta posibilidad, me ha parecido tan angustiada que… Bueno, yo no tengo su historial, ¿comprende? No conozco ni su pasado, ni sus antecedentes, y no quiero precipitarme, pero cuando se encuentre un poco mejor, tendrá que someterse a una serie de pruebas, es evidente…

Philibert se retorcía las manos.


– Mientras tanto, una cosa está muy clara: tiene usted que ayudarla a recuperarse. Es absolutamente necesario que la obligue a alimentarse y a dormir, porque si no… Bueno, por ahora le voy a firmar una baja de diez días. Aquí tiene también una receta para los analgésicos y la vitamina C, pero se lo repito: nada de esto podrá sustituir nunca un buen filetón, pasta, verdura y fruta fresca, ¿comprende?

– Sí.

– ¿Tiene familia en París?

– No lo sé. ¿Y la fiebre?

– Un gripazo. No hay nada que hacer… Esperar a que pase… Vigile que no se abrigue demasiado, evite las corrientes, y oblíguela a guardar cama durante varios días…

– Bueno…

– ¡Ahora el que parece preocupado es usted! Bueno, es verdad que se lo he pintado todo muy negro, pero… tampoco tanto en realidad… ¿La cuidará bien, verdad?

– Sí.

– Y dígame, ¿ésta es su casa?

– Pues… sí…

– ¿Cuántos metros cuadrados tiene en total?

– Algo más de trescientos…

– ¡Caray! -exclamó el médico con un silbido-. Tal vez le parezca un poco indiscreto pero, ¿qué hace usted en la vida?

– Arca de Noé.

– ¿Cómo?

– No, nada. ¿Qué le debo?

24

– Camille, ¿está usted durmiendo?

– No.

– Mire, tengo una sorpresa para usted…

Abrió la puerta y entró empujando su chimenea sintética.

– He pensado que le haría ilusión…

– Huy… Es usted muy amable, pero no me voy a quedar aquí, ¿sabe…? Mañana me subo a mi casa…

– No.

– No, ¿qué?

– Subirá usted cuando también suba el barómetro, mientras tanto se quedará aquí para descansar, lo ha dicho el médico. Y le ha dado diez días de baja…

– ¿Tantos?

– Pues sí…

– Tengo que mandarla…

– ¿Cómo?

– La baja…

– Voy a buscarle un sobre.

– No, pero… No puedo quedarme tanto tiempo, no… No quiero.

– ¿Prefiere ir al hospital?

– No bromee con eso…

– No estoy bromeando, Camille.

Camille se echó a llorar.

– No les dejará que me lleven al hospital, ¿verdad?

– ¿Se acuerda de la guerra de la Vendée?

– Pues… No mucho, no…

– Ya le prestaré unos cuantos libros… Mientras tanto recuerde que está en casa de los Marquet de la Durbellière, ¡y que aquí no les tenemos miedo a los Bleus!

– ¿Los Bleus?

– La República. Quieren meterla en un hospital público, ¿no es así?

– Seguramente…

– Entonces no tiene usted nada que temer. ¡Echaré aceite hirviendo a los camilleros por el hueco de la escalera!

– Está usted totalmente chalado…

– ¿No lo estamos todos un poco? ¿Por qué se ha rapado usted la cabeza, vamos a ver?

– Porque ya no tenía fuerzas para lavarme el pelo en el pasillo…

– ¿Se acuerda de lo que le dije sobre Diana de Poitiers?

– Sí.

– Pues bien, acabo de encontrar algo en mi biblioteca, espere…


Volvió con un libro de bolsillo deteriorado, se sentó en el borde de la cama y carraspeó.

Toda la Corte -salvo la señora d'Étampes, por supuesto (más tarde le diré por qué)- convenía en que era adorablemente hermosa. Se imitaban sus andares, sus gestos, sus peinados. De hecho, sirvió para establecer los cánones de belleza, los cuales todas las mujeres, durante cien años, buscaron ardientemente seguir:

Tres cosas blancas: la piel, los dientes, las manos.

Tres negras: los ojos, las cejas, los párpados.

Tres rojas: los labios, las mejillas, las uñas.

Tres largas: el cuerpo, el cabello, las manos.

Tres cortas: los dientes, las orejas, los pies.

Tres estrechas: la boca, la cintura, el empeine.

Tres gruesas: los brazos, los muslos, las pantorrillas.

Tres pequeñas: el pezón, la nariz, la cabeza.

Una bonita forma de expresarlo, ¿verdad?


– ¿Y cree usted que me parezco a ella?

– Sí, bueno, según ciertos criterios…

Estaba colorado como un tomate.

– No… no todos, por supuesto, pero ¿sa… sabe usted?, es una cuestión de estilo, de gra… gracia, de… de…

– ¿Es usted quien me ha desnudado?


Se le cayeron las gafas sobre el regazo y se puso a ta… tartamudear como nunca.

– Yo… yo… Sí, o sea… yo… yo… Muy ca… castamente, se lo pro… prometo, primero la ta… tapé con las sábanas, y…

Camille le tendió sus gafas.

– ¡Eh, no se ponga así! Era sólo por saberlo, nada más… Estoo… ¿estaba también el otro?

– ¿Q… quién?

– El cocinero…

– No. ¡Por supuesto que no!

– Ah, bueno, menos mal… Ayyy… Me duele tanto la cabeza…

– Voy a bajar a la farmacia… ¿Necesita algo más?

– No. Gracias.

– Muy bien. Ah, sí, tenía que decirle que… nosotros aquí no tenemos teléfono… pero si quiere avisar a alguien, Franck tiene un móvil en su habitación y…

– No hace falta, gracias. Yo también tengo uno… Sólo necesito el cargador, que lo tengo arriba…

– Si quiere puedo ir yo a buscarlo…

– No, no, puede esperar…

– Como usted quiera.

– ¿Philibert?

– ¿Sí?

– Gracias.

– Pero si no es nada…


Estaba ahí, de pie delante de ella, con su pantalón demasiado corto, su chaqueta demasiado ceñida y sus brazos demasiado largos.

– Es la primera vez en mucho tiempo que me cuidan de esta manera…

– Pero si no es nada…

– Sí, sí, de verdad… Quiero decir… sin esperar nada a cambio… Porque usted… no espera nada, ¿verdad?

Philibert estaba escandalizado:

– Pero, pero… ¿qué… qué se imagina usted?

Camille ya había vuelto a cerrar los ojos.

– No me imagino nada, se lo digo: no tengo nada que dar.

25

Camille ya no sabía ni qué día era. ¿Sábado? ¿Domingo? Hacía años que no dormía tanto.

Philibert acababa de asomarse para ofrecerle un plato de sopa.

– Me voy a levantar. Me voy a la cocina con usted…

– ¿Está usted segura?

– ¡Claro que sí, hombre! Ni que me fuera a romper…

– De acuerdo, pero no venga a la cocina, hace demasiado frío. Espéreme en el saloncito azul…

– ¿Cómo?

– Ahí va, es verdad… ¡Seré tonto! Ya no es verdaderamente azul, puesto que está vacío… La habitación que da al vestíbulo, ¿sabe a cuál me refiero?

– ¿La del sofá?

– Bueno, sofá tal vez sea demasiado decir… Franck lo encontró un día tirado en la acera y lo subió hasta aquí con uno de sus amigos… es feísimo, pero he de reconocer que es muy cómodo…

– Dígame, Philibert, ¿qué es este lugar exactamente? ¿Quién es el dueño? ¿Y por qué vive como si fuera una casa okupada?

– ¿Cómo?

– ¿Como si estuviera de cámping?

– Oh, desgraciadamente es una sórdida historia de herencia… Como las hay en todas partes… Incluso en las mejores familias, ¿sabe usted…?

Parecía sinceramente contrariado.

– Ésta es la casa de mi abuela materna, que falleció el año pasado, y mientras se solucionan los asuntos de la sucesión, mi padre me ha pedido que me instale aquí, para evitar que se convierta en una casa de… ¿Cómo lo ha llamado usted?

– ¿De okupas?

– ¡De okupas, eso! Pero no me refiero a esos jóvenes drogadictos con imperdibles en la nariz, no, hablo de personas mucho mejor vestidas, pero cuánto menos elegantes: nuestros primos hermanos…

– ¿Sus primos aspiran a heredar esta casa?

– ¡Y creo que hasta se han gastado ya el dinero que pensaban sacar de ella, los pobres! Un consejo de familia se reunió pues con un notario, y se me designó portero, conserje, y vigilante nocturno. Por supuesto, al principio hubo alguna que otra maniobra de intimidación… De hecho numerosos muebles se volatilizaron, como habrá podido constatar, y más de una vez he abierto la puerta a distintos ordenanzas, pero ya todo parece haberse normalizado… Este asunto tan engorroso ya sólo concierne al notario y a los abogados…

– ¿Cuánto tiempo estará usted aquí?

– No lo sé.

– ¿Y sus padres aceptan que hospede a desconocidos como el cocinero o yo?

– En lo que a usted respecta, no será necesario que se enteren, me imagino… Y en cuanto a Franck, fue casi un alivio para ellos… Saben lo torpe que soy… Pero bueno, están lejos de imaginarse cómo es este chico y… ¡Menos mal! ¡Creen que lo conocí a través de la parroquia!

Philibert se reía.

– ¿Les ha mentido?

– Digamos que me he mostrado algo… evasivo…


Camille había adelgazado tanto que se podía meter los faldones de la camisa por dentro del vaquero sin tener que desabrochárselo.

Parecía un fantasma. Se hizo una mueca en el gran espejo de su habitación para demostrarse lo contrario, se anudó al cuello su pañuelo de seda, se puso la chaqueta, y se aventuró en ese increíble dédalo haussmaniano.

Acabó por encontrar el horroroso sofá hecho polvo y se asomó a las ventanas de la habitación para ver los árboles llenos de escarcha del Campo de Marte.


Cuando se dio la vuelta, tranquilamente, con el espíritu todavía en las nubes y las manos en los bolsillos, dio un respingo y no pudo evitar soltar un estúpido gritito.

Justo detrás de ella había un tío alto, todo vestido de cuero negro, con botas y casco.


– Esto… hola -consiguió articular Camille por fin.

El hombre no contestó nada y se dio la vuelta.

Se quitó el casco en el pasillo y entró en la cocina frotándose el pelo:

– Eh, Philou, macho, ¿quién es el maricón que está en el salón? ¿Uno de tus amiguitos de los boy scouts, o qué?

– ¿Cómo?

– El marica que hay detrás de mi sofá…


Philibert, que ya estaba bastante nervioso por la magnitud de su desastre culinario, perdió algo de su flema aristocrática:

– El marica, como tú dices, se llama Camille -le corrigió con voz tensa-, es amiga mía, y te ruego que te comportes como un caballero pues tengo intención de hospedarla aquí durante un tiempo…

– Bueno, vale… No te pongas así… ¿Dices que es una chica? ¿Seguro que hablamos de la misma persona? ¿El flacucho ese sin pelo?

– En efecto, es una joven…

– ¿Estás seguro?

Philibert cerró los ojos.


– ¿Ese tío es tu novieta? O sea, ¿es ella? Bueno, ¿y qué le estás preparando? ¿Perdices confitadas?

– Es una sopa, mira tú por dónde…

– ¿Esto? ¿Una sopa?

– Pues claro que sí. Una sopa de sobre, pero de las mejores del mercado, de puerros y patatas…

– Vaya una mierda. Además se te ha quemado, va a estar asquerosa… ¿Y qué más le has echado? -añadió horrorizado, levantando la tapa de la cacerola.

– Pues… quesitos de la Vaca que ríe y trozos de pan de molde…

– ¿Para qué? -preguntó Franck alarmado.

– Es que el médico me dijo que la tenía que… ayudar a recuperarse…

– Joder, pues si se recupera con eso, ¡la felicito! Pa' mí que con eso más bien la mandas al otro barrio…

Dicho esto, cogió una cerveza de la nevera y fue a encerrarse en su habitación.


Cuando Philibert se reunió con su protegida, ésta seguía algo desconcertada:

– ¿Es él?

– Sí -murmuró Philibert, dejando la gran bandeja sobre una caja de cartón.

– ¿Nunca se quita el casco?

– Sí, pero cuando vuelve los lunes por la noche, siempre está de un humor malísimo… En general, esos días evito cruzarme con él…

– ¿Es porque tiene demasiado trabajo?

– No, justamente los lunes libra… No sé lo que hace… Se marcha por la mañana tempranito, y vuelve siempre con un humor de perros… Problemas familiares, creo… Tenga, sírvase mientras aún está caliente…

– Eh… ¿qué es esto?

– Una sopa.

– Ah -dijo Camille, tratando de revolver el extraño brebaje.

– Una sopa a mi manera… Una especie de ponche, si prefiere llamarlo así…

– Aaaah… Perfecto -dijo Camille, riéndose.


También esta vez se trataba de una risa nerviosa.

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