SEGUNDA PARTE

1

– ¿Tienes un momento? Tenemos que hablar…


Philibert siempre desayunaba leche con cacao, y su mayor placer era apagar el fuego justo antes de que se saliera la leche. Más que un rito o una manía, era su pequeña victoria cotidiana. Su hazaña, su triunfo invisible. La leche volvía a bajar y el día podía empezar: Philibert dominaba la situación.


Pero aquella mañana, desconcertado, agredido incluso por el tono de su compañero de piso, apagó el fuego equivocado. La leche salió a borbotones y un olor desagradable invadió de pronto la habitación.


– ¿Cómo?

– Digo que tenemos que hablar.

– Hablemos -respondió tranquilamente Philibert, dejando el cazo en remojo-, te escucho…

– ¿Cuánto tiempo se va a quedar?

– ¿Perdón?

– Mira, no te hagas el listo, ¿eh? Tu amiguita. ¿Cuánto tiempo se va a quedar?

– Tanto como desee…

– Te mola, ¿es eso?

– No.

– Mentiroso. Se te ve el plumero… Con tus modales exquisitos, esos aires de noble que te das y todo eso…

– ¿Estás celoso?

– ¡No, joder! ¡Sólo faltaba! ¿Yo, celoso de un saco de huesos? Oye, tío, que no soy una hermanita de la caridad, ¿eh?

– No digo celoso de mí, sino de ella. ¿Tal vez sientes que te falta espacio, y no te apetece desplazar el vasito con tu cepillo de dientes unos centímetros más hacia la derecha?

– Hala, ya saltó… Tú y tus frases grandilocuentes… Cada vez que abres el pico, parece que tus palabras tuvieran que quedar escritas en algún lado de lo bien que suenan…

– …

– Mira tío, ya sé que ésta es tu casa… Pero el problema no es ése. Puedes invitar a quien te dé la gana, hospedar a quien te dé la gana, puedes incluso ir por ahí haciendo obras benéficas si te sale de los cojones, pero joder tío, yo qué sé… Estábamos aquí de puta madre los dos, ¿no?

– ¿Tú crees?

– Pues sí, lo creo. Vale, yo tengo mi mal genio, y tú tienes todas tus estúpidas manías, tus historias, tus chorradas compulsivas, pero en general todo marchaba bien hasta ahora…

– ¿Y por qué habrían de cambiar las cosas?

– Pfff… Cómo se ve que no conoces a las tías… Ojo, que esto no te lo digo para ofenderte, ¿eh? Pero es verdad… Mira, macho, en cuanto metes a una tía en una casa, todo se va a la mierda… Todo se complica, todo se vuelve una jodienda, y hasta los mejores colegas terminan cabreados, tío… ¿Se puede saber de qué te ríes?

– Pues de que hablas como… como un actor en una película… No sabía que fuera tu… tu colega.

– Vale, olvídalo. Yo lo único que te digo es que me lo podrías haber comentado antes, nada más.

– Te lo iba a comentar.

– ¿Cuándo?

– Ahora, en este momento, ante mi tazón de leche con cacao, si me hubieras dejado preparármelo…

– Vale, entonces me disculpo… Ah, no, mierda, no puedo disculparme solo, ¿no?

– Exactamente.

– ¿Te vas al curro?

– Sí.

– Yo también. Anda, venga, te invito a un chocolate en el bar de la esquina…


Ya en el patio interior del edificio, Franck gastó sus últimos cartuchos:

– Además, ni siquiera sabemos quién es… Ni siquiera sabemos de dónde ha salido esta tía…

– Te voy a enseñar de dónde ha salido… Sígueme.

– Oye… no cuentes conmigo para tragarme los siete pisos a pata…

– Sí. Justamente, cuento contigo. Sígueme.

Desde que se conocían, era la primera vez que Philibert le pedía algo. Franck refunfuñó todo lo que pudo y más, y lo siguió por la escalera de servicio.


– ¡Joder, qué frío hace aquí dentro!

– Esto no es nada… Espera a estar arriba del todo…


Philibert abrió el candado y empujó la puerta.

Franck se quedó callado unos segundos.

– ¿Aquí es donde vive?

– Sí.

– ¿Seguro?

– Ven, te voy a enseñar otra cosa…

Lo llevó hasta el fondo del pasillo, abrió la puerta destartalada de una patada, y añadió:

– Su cuarto de baño… Abajo, el retrete, y arriba, la ducha… No me negarás que es ingenioso este sistema…


Bajaron la escalera en silencio.


Franck no recuperó el habla hasta el tercer café:

– Bueno, vale, sólo una cosa entonces… Explícale de mi parte lo importante que es para mí dormir por la tarde y todo eso…

– Sí, se lo diré. Se lo diremos los dos. Pero a mi juicio eso no debería representar un problema porque ella también estará durmiendo…

– ¿Por qué?

– Trabaja de noche.

– ¿Qué hace?

– Limpia.

– ¿Qué?

– Trabaja de señora de la limpieza…

– ¿Estás seguro?

– ¿Por qué habría de mentirme?

– No sé… Lo mismo es bailarina en un bar de alterne…

– Tendría más… más curvas, ¿no?

– Sí, tienes razón… Oye, tú al final no eres tan tonto, ¿eh? -añadió, dándole una gran palmada en la espalda.

– Cu… cuidado, me… me has hecho soltar el cruasán, i… imbécil… Mira, ahora pa… parece una medusa…

A Franck le traía sin cuidado, estaba leyendo los titulares del periódico que estaba encima de la barra.


Se desperezaron los dos a la vez.

– Oye…

– ¿Qué?

– ¿Y esta tía no tiene familia?

– ¿Ves? -contestó Philibert-. Ésa es una pregunta que nunca me he permitido hacerte…

Franck levantó la vista para sonreírle.


Al llegar a sus fogones, le pidió a su pinche que le guardara un poco de caldo.

– ¡Eh!

– ¿Qué?

– Del bueno, ¿eh?

2

Camille había decidido no tomarse ya más el medio comprimido de Lexomil que el médico le había recetado para dormir. Por un lado, ya no soportaba esa especie de estado semicomatoso en el que se quedaba sumida, y por otro, no quería correr el riesgo de caer en quién sabe qué adicción. Durante toda su infancia, había visto a su madre histérica ante la sola idea de tener que dormir sin sus pastillas y esas crisis la habían traumatizado para siempre.


Acababa de despertar de otra de sus innumerables siestas, no tenía ni la más remota idea de la hora que era, pero decidió levantarse, espabilarse, y vestirse por fin para subir a su casa y ver si estaba preparada para retomar el curso de su vida allí donde la había dejado.


Al cruzar la cocina para llegar a la escalera de servicio, vio una notita debajo de una botella llena de un líquido amarillento.

Calentar en una cacerola, sobre todo que no llegue a ervir. Añadir la pasta justo antes, calentar durante 4 minutos remobiendo despacito.

No era la letra de Philibert…


Alguien había arrancado su candado y había arrasado con todo lo que poseía en este mundo, sus últimas amarras, su minúsculo reino, todo.

Instintivamente se precipitó sobre la maletita roja despanzurrada en el suelo. No, menos mal, no se habían llevado nada, y ahí seguían sus cuadernos de dibujo…


Con la boca torcida y el corazón en un puño, se puso a ordenar para ver lo que faltaba.

No faltaba nada, y no era de extrañar, pues Camille no poseía nada. Ah, sí, una radio despertador… Ea, toda esa carnicería por un chisme que había comprado en el bazar de los chinos y le había costado cuatro perras…


Recuperó su ropa, la metió toda en una caja de cartón, se agachó para coger su maleta y se marchó sin mirar atrás. Esperó a estar en la escalera para relajarse un poco.


Una vez ante la puerta de la escalera de servicio, dejó toda su impedimenta en el suelo, y se sentó en un escalón para liarse un cigarrillo. El primero en mucho tiempo… La luz se había apagado, pero no importaba, al contrario.

Al contrario, murmuró, al contrario…


Estaba pensando en esa estúpida teoría según la cual mientras uno se está hundiendo, no puede hacer nada, hay que esperar a tocar fondo para darse ese pequeño impulso tan sano con el talón, el único que permite volver a salir a la superficie…

Bueno.

Ya había tocado fondo, ¿no?


Camille miró su caja de cartón, se pasó la mano por el rostro anguloso y se apartó para dejar pasar a un bicho asqueroso que correteaba entre dos grietas.


A ver… Tranquilizadme un poco… ¿Ya había tocado fondo, no?


Cuando entró en la cocina, el que dio un respingo fue él:

– Ah, ¿está aquí? Pensaba que estaba durmiendo…

– Hola.

– Franck Lestafier.

– Camille.

– ¿Ha… ha visto mi nota?

– Sí, pero…

– ¿Está trasladando sus cosas? ¿Necesita que le eche una mano?

– No, yo… A decir verdad sólo me queda esto… Me han robado.

– Vaya, qué putada.

– Sí, eso mismo digo yo… No se me ocurre una palabra mejor… Bueno, me vuelvo a la cama porque estoy un poco mareada, y…

– ¿Quiere que le prepare el consomé?

– ¿Cómo?

– El consomé.

– ¿Qué consomé?

– ¡Pues el caldo este! -se irritó Franck.

– Ah, perdone… No, gracias. Primero voy a dormir un poco…


– ¡Eh! -le gritó, cuando ya estaba en el pasillo-. ¡Si está mareada es justamente porque no come bastante!


Camille suspiró. Hacía falta un poco de diplomacia… Vista la pinta de bruto que tenía el tío, más valía no fastidiarla ya desde el primer día. Volvió pues a la cocina y se sentó en el otro extremo de la mesa.

– Tiene razón.

El tipo refunfuñó para el cuello de su camisa. «A ver si se aclara… Pues claro que tenía razón… Joder, ahora iba a llegar tarde…»

Le dio la espalda para ponerse manos a la obra.


Vertió el contenido de la cacerola en un plato hondo, sacó de la nevera un paquete de papel de estaño y lo abrió con mucho cuidado. Dentro había una cosa verde que empezó a cortar en pedacitos, espolvoreándolos sobre la sopa hirviendo.

– ¿Eso qué es?

– Cilantro.

– ¿Y esa pasta cómo se llama?

– Perlas de Japón.

– ¿En serio? Qué nombre más bonito…


Franck cogió su cazadora y se marchó dando un portazo, meneando la cabeza en un gesto de incredulidad:

¿En serio? Qué nombre más bonito…

Pero qué tía más tonta…

3

Camille suspiró y cogió el plato sin pensar, preguntándose quién habría sido su ladrón. ¿El fantasma del pasillo? ¿Un visitante que se habría perdido? ¿Habría entrado por el tejado? ¿Volvería? ¿Debía contárselo a Pierre?


El olor, el aroma más bien, del caldo no le dejó seguir dándole vueltas al tarro. Mmm, era maravilloso, y casi le dieron ganas de ponerse una toalla en la cabeza para inhalarlo bien. ¿Pero qué tenía esa sopa? El color era extraño. Cálido, graso, con reflejos dorados como el amarillo de cadmio… Con las perlas translúcidas y los puntitos verde esmeralda de los trocitos de hierba, daba gusto verla… Camille permaneció así unos segundos, con deferencia, la cuchara suspendida en el aire, y luego se tomó el primer sorbo, con mucho cuidado porque estaba muy caliente.


Exceptuando la infancia, se encontró en el mismo estado que Marcel Proust: «atenta a lo que en ella ocurría de extraordinario» y se terminó el plato religiosamente, cerrando los ojos entre cada cucharada.


Tal vez fuera porque se moría de hambre sin saberlo, o porque llevaba tres días esforzándose por tragarse, entre muecas, las sopas de sobre de Philibert, o tal vez fuera también porque había fumado menos, pero en todo caso, una cosa era segura: nunca en su vida había disfrutado tanto comiendo sola. Se levantó para ver si quedaba un poco en la cacerola. Desgraciadamente, no… Se llevó el plato a la boca para no perderse ni una gota, chasqueó la lengua, lavó su cubierto y cogió el paquete de pasta empezado. Con unas cuantas perlas escribió «¡Qué rico!» sobre la notita de Franck y se volvió a la cama, acariciándose la tripa bien llena.

Gracias, Jesusito.

4

El final de su convalecencia transcurrió demasiado deprisa. No veía nunca a Franck, pero sabía cuándo estaba en casa: portazos, cadena de música, televisión, conversaciones animadas al teléfono, risotadas y tacos, nada de todo aquello era natural, Camille lo notaba. Franck hacía ruido y dejaba que su vida resonara por toda la casa como un perro que mea aquí y allá para marcar su territorio. Algunas veces Camille sentía muchas ganas de volverse a su casa para recuperar su independencia y no deberle ya nada a nadie. Otras veces, no. Otras veces, sentía escalofríos ante la sola idea de volver a tumbarse en el suelo y subir los siete pisos agarrándose a la barandilla para no caer.

Era complicado.


Ya no sabía dónde estaba su lugar y aparte apreciaba mucho a Philibert… ¿Por qué tendría siempre que fustigarse y llorar con lágrimas de sangre, apretando los dientes? ¿Por su independencia? Pues vaya una conquista… Durante años sólo había soñado con eso, y total, ¿para qué? ¿Para llegar adónde? ¿A ese cuchitril, a fumar cigarrillo tras cigarrillo, rumiando su triste suerte? Qué patético. Y qué patética ella también. Iba a cumplir veintisiete años y hasta la fecha no había conseguido nada bueno. Ni amigos, ni recuerdos, ni motivo alguno para otorgarse la más mínima benevolencia. ¿Qué había pasado? ¿Por qué nunca había logrado cerrar las manos y conservar entre sus dedos dos o tres cosas un poco valiosas? ¿Por qué?


Camille estaba pensativa, y descansada. Y cuando ese curioso personaje venía a leerle libros, cuando cerraba con cuidado la puerta, levantando los ojos al cielo porque el bestia ese estaba escuchando su música «de salvaje», Camille le sonreía y por un momento escapaba al ojo del huracán…


Había vuelto a dibujar.

Porque sí.

Por nada. Por ella misma. Por gusto.


Había cogido un cuaderno nuevo, el último, y lo había domesticado empezando por plasmar en él todo cuanto la rodeaba: la chimenea, los dibujos del papel pintado, la falleba de la ventana, las sonrisas bobas de Sammy y de Scoobidoo, los marcos, los cuadros, el camafeo de la dama y la levita severa del caballero. Una naturaleza muerta de su ropa con la hebilla de su cinturón arrastrando por el suelo, las nubes, la estela de un avión, la copa de los árboles tras los hierros del balcón y un autorretrato desde su cama.

Por culpa de las manchitas del espejo y de su cabello corto, parecía un chico con varicela…


Volvía a dibujar de nuevo como respiraba. Volviendo las páginas sin pensar y parando tan sólo para verter un poco de tinta china en un pequeño cuenco y recargar el cartucho de su pluma. Hacía años que no se sentía tan tranquila, tan viva, tan sencillamente viva…


Pero lo que le gustaba por encima de todo eran los ademanes de Philibert. Parecía tan cautivado por sus historias, su rostro se volvía de pronto tan expresivo, tan encendido o tan abatido (¡ah, la pobre María Antonieta…!) que le había pedido permiso para esbozar su retrato.

Por supuesto, Philibert había tartamudeado un poco, para no faltar a la costumbre, pero pronto había olvidado el ruido de la pluma que corría sobre el papel.


Unas veces leía así:

– Pero la señora d'Étampes no vivía el amor como la señora de Châteaubriant, el mero entretenimiento no le bastaba en absoluto. Soñaba ante todo con obtener favores para ella y su familia. Tenía treinta hermanos… Con tesón, se puso manos a la obra.

»Hábil como era, supo aprovechar todos los momentos de descanso que otorgaba la necesidad de recuperar el aliento entre dos noches de amor para arrancarle al rey, colmado y jadeante, los cargos o ascensos que deseaba.

»Por fin, todos los Pisseleu llegaron a desempeñar cargos importantes y generalmente eclesiásticos, pues la amante del rey era "piadosa"…

»Antoine Seguin, su tío materno, llegó a ser abad de Fleury-sur-Loire, obispo de Orleans, cardenal y, por fin, arzobispo de Toulouse. Charles de Pisseleu, su hermano, logró el puesto de abad de Bourgueil y el de obispo de Condom…


Philibert levantaba la cabeza:

– De Condom… No me negará que es divertido…


Y Camille se apresuraba a plasmar esa sonrisa, ese entusiasmo divertido de un joven que repasaba la historia de Francia como otros hojearían una revista porno.


Otras veces, Philibert leía:

– … como las cárceles resultaban ya insuficientes, Carrier, autócrata omnipotente, rodeado de colaboradores dignos de él, habilitó nuevas prisiones y confiscó naves en el puerto. Pronto el tifus habría de hacer estragos entre los miles de seres encarcelados en condiciones espantosas. Como la guillotina no funcionaba al ritmo deseado, el procónsul ordenó que se fusilara a miles de presos y añadió a los pelotones de ejecución un «cuerpo de enterradores». Después, como los prisioneros seguían llegando a las ciudades, inventó los ahogamientos.

»Por su parte, el general de brigada Westermann escribe: " La Vendée ya no existe, ciudadanos republicanos. Ha perecido, bajo nuestro sable libre, con sus mujeres y sus niños. Acabo de enterrarla en los pantanos y en los bosques de Savenay. Siguiendo las órdenes que me habían dado, he aplastado a los niños bajo los cascos de los caballos, y asesinado en masa a las mujeres, y así, al menos éstas ya no alumbrarán más bandidos. No tengo un solo prisionero que reprocharme."


Y no había nada más que dibujar que una sombra en el rostro tenso de Philibert.


– ¿Me está escuchando o está dibujando?

– Lo escucho mientras dibujo…

– Este Westermann… Mire por dónde, este monstruo que sirvió a su nueva patria con tanto fervor será capturado junto con Dalton unos meses más tarde y decapitado con él…

– ¿Por qué?

– Acusado de cobardía… Era un tibio…


Otras veces, pedía permiso para sentarse en la butaca al pie de la cama y ambos leían en silencio.

– ¿Philibert?

– Mmm…

– Eso de las postales…

– ¿Sí?

– ¿Va a durar mucho?

– ¿Perdón?

– ¿Por qué no hace de la Historia su profesión? ¿Por qué no intenta ser historiador, o profesor? ¡Podría usted enfrascarse en todo estos libros durante sus horas de trabajo, y encima le pagarían por ello!

Philibert dejó el libro sobre la pana desgastada de sus rodillas huesudas y se quitó las gafas para frotarse los ojos:

– Lo intenté… Soy licenciado en Historia, y me presenté tres veces a las oposiciones para Archivos y Bibliotecas, pero suspendí…

– ¿No era lo suficientemente bueno?

– ¡Oh, sí que lo era! Bueno… -dijo, poniéndose colorado-, eso creo… Lo creo humildemente, pero… Nunca he podido aprobar un examen… Me angustio demasiado… Cada vez que lo intento pierdo el sueño, la vista, el pelo, ¡hasta los dientes!, y todas mis capacidades. Leo las preguntas, sé las respuestas, pero soy incapaz de escribir una sola línea. Me quedo petrificado ante la hoja en blanco…

– Pero aprobó el examen de bachillerato, ¿no? ¿Y la licenciatura?

– Sí, pero a qué precio… Y nunca a la primera… Bueno, y además era verdaderamente fácil… La licenciatura la obtuve sin haber pisado jamás la Sorbona… o sólo para escuchar clases magistrales de grandes profesores a los que admiraba y que no tenían nada que ver con mi programa de estudios…

– ¿Qué edad tiene?

– Treinta y seis años.

– Pero, con una licenciatura, en esa época habría podido ser profesor, ¿no?

– ¿Me imagina usted en un aula con treinta chavales?

– Sí.

– No. La sola idea de dirigirme a un público, por restringido que sea, me da escalofríos. Tengo… tengo dificultades para… para desenvolverme en sociedad, creo…

– ¿Y en el colegio? ¿Cuando era pequeño?

– No fui al colegio hasta sexto. Y encima, me metieron interno… Fue un año horrible. El peor de mi vida… Como si me hubieran tirado a una piscina sin saber nadar…

– ¿Y después?

– Después, nada. Sigo sin saber nadar…

– ¿En sentido literal o metafórico?

– En ambos, mi general.

– ¿Nunca le enseñaron a nadar?

– No. ¿Para qué?

– Pues… para nadar…

– Culturalmente, provenimos más bien de una generación de soldados de infantería y artillería, ¿sabe…?

– ¿Pero qué me está usted contando? ¡No le hablo de dirigir una batalla! ¡Le hablo de ir a la playa! Y para empezar, ¿por qué no fue antes al colegio?

– Era mi madre quien nos daba clase…

– ¿Cómo la de san Luis?

– Exactamente.

– ¿Cómo se llamaba, que no me acuerdo?

– Blanca de Castilla…

– Sí, eso. ¿Y por qué? ¿Vivían demasiado lejos?

– Había una escuela pública en el pueblo de al lado, pero sólo estuve en ella unos pocos días…

– ¿Por qué?

– Porque era pública, justamente…

– ¡Ah! Otra vez esa historia de Bleus, ¿no es eso?

– Eso es…

– ¡Eh, pero eso era hace dos siglos! ¡Desde entonces las cosas han evolucionado!

– Que hayan cambiado es innegable. Pero evolucionado… No… no estoy tan seguro…

– …

– ¿La escandalizo?

– No, no, respeto sus… sus…

– ¿Mis valores?

– Sí, si quiere, si la palabra le parece adecuada. Pero entonces, ¿de qué vive?

– ¡Vendo postales!

– Eso es absurdo… No tiene sentido…

– ¿Sabes?, en comparación con mis padres, yo estoy muy… muy evolucionado, como dice usted, he tomado ciertas distancias al fin y al cabo.

– ¿Y sus padres cómo son?

– Pues…

– ¿Como si estuvieran disecados? ¿Embalsamados? ¿Metidos en un frasco de formol con flores de lis?

– Algo de eso hay, en efecto… -contestaba Philibert, divertido.

– ¿¡No me irá a decir que se desplazan en una silla con porteadores, no!?

– No, ¡pero porque ya no encuentran porteadores!

– ¿Qué hacen?

– ¿Cómo?

– ¿En qué trabajan?

– Son propietarios agrícolas.

– ¿Nada más?

– Es mucho trabajo, ¿sabe…?

– Pero… ¿son ustedes muy ricos?

– No, en absoluto. Al contrario…

– Esto es increíble… ¿Y cómo pudo sobrevivir en el internado?

– Gracias al Gaffiot.

– ¿Y ése quién es?

– No es nadie, es un diccionario de latín muy gordo que metía en la cartera, para utilizarla como honda. Cogía la cartera por la correa, le daba vueltas y… ¡zaca!, descalabraba al enemigo…

– ¿Y luego?

– ¿Luego, qué?

– ¿Actualmente?

– Pues bien, querida mía, actualmente la cosa es muy sencilla, tiene ante sí un magnífico ejemplar de Homo Degeneraris, es decir, ¡un ser en absoluto apto para la vida en sociedad, totalmente aislado, ridículo y anacrónico!

Philibert se reía.

– ¿Cómo se las va a apañar?

– No lo sé.

– ¿Va a un psiquiatra?

– No, pero he conocido a una chica en mi lugar de trabajo, una especie de locuela divertida e insistente que está venga a decirme que la acompañe una tarde a su taller de teatro. Ella ha probado todos los psiquiatras posibles e imaginables, y sostiene que el teatro es el más eficaz…

– ¿En serio?

– Según ella, sí…

– ¿Y no sale usted nunca? ¿No tiene amigos? ¿Ninguna afición? ¿Ningún… contacto con el siglo veintiuno?

– No. No muchos, no… ¿Y usted?

5

La vida retomó pues su curso. Camille se enfrentaba al frío al caer la noche, cogía el metro en sentido contrario a la multitud que volvía del trabajo y observaba todos esos rostros extenuados.

Esas madres que se quedaban dormidas con la boca abierta contra los cristales llenos de vaho antes de ir a recoger a sus hijos a zonas ajardinadas de la periferia, esas señoras cargadas de bisutería que pasaban bruscamente las hojas de sus revistas de televisión, humedeciéndose cada tanto sus dedos índices demasiado puntiagudos, esos señores calzados con mocasines y calcetines de colorines que subrayaban con rotuladores fluorescentes informes improbables suspirando ruidosamente, y esos jóvenes ejecutivos de piel grasa que se entretenían partiendo ladrillos en las pantallitas de sus móviles de prepago…

Y todos los demás, los que no tenían nada mejor que hacer que agarrarse instintivamente a las barras de seguridad para no perder el equilibrio… Los que no veían nada ni a nadie. Ni los anuncios de Navidad -días de oro, regalos de oro, salmón a precio de saldo y foie a precio de mayorista-, ni el periódico del vecino, ni al pesado de turno con la mano tendida y su lamento nasal mil veces repetido, y ni siquiera a esa joven sentada justo delante, que bosquejaba sus miradas inexpresivas y los pliegues de sus gabardinas grises…


Después, Camille intercambiaba cuatro palabras sin importancia con el guardia de seguridad del edificio, se cambiaba de ropa apoyándose en su carrito de limpieza, se ponía un pantalón de chándal sin forma, una bata de nailon turquesa Profesionales a su servicio, e iba entrando en calor trabajando como una loca antes de volver a enfrentarse al frío, fumarse el enésimo cigarrillo del día y coger el último metro.


Cuando la vio, SuperJosy se metió los puños hasta el fondo de los bolsillos y le plantó una mueca casi dulce:

– Caray… Ha vuelto el fantasma… Adiós a mis diez euros… -masculló.

– ¿Cómo?

– Una apuesta con las chicas… Pensaba que no iba a volver…

– ¿Por qué?

– No sé, tenía esa corazonada… ¡Pero nada, los pago y no se hable más! Bueno, y ahora basta de charla y a trabajar. Con este tiempo de perros, nos lo ponen todo perdido. Una se pregunta si esta gente no ha aprendido nunca para qué sirve un felpudo… Mire, mire, ¿ha visto cómo está el vestíbulo?

Mamadou se acercó arrastrando los pies:

– Eh, tú has dormido como un bebé toda la semana, ¿a que sí?

– ¿Cómo lo sabes?

– Por tu pelo. Ha crecido muy deprisa…

– ¿Y tú estás bien? No tienes muy buena cara…

– Estoy bien, estoy bien…

– ¿Hay algo que te preocupa?

– Que si hay algo que me preocupa, dice… Tengo varios críos enfermos, un marido que se juega la paga, una cuñada que me pone de los nervios, un vecino que se ha cagado en el ascensor, y me han cortado el teléfono, pero quitando eso, todo bien…

– ¿Por qué lo ha hecho?

– ¿Quién?

– El vecino.

– Por qué, eso no lo sé, pero ya le he avisado, ¡la próxima vez que lo haga, le hago comerse la mierda! ¡Eso te lo aseguro! ¿Y de qué te ríes, si se puede saber…?

– ¿Qué les pasa a tus hijos?

– Uno tiene tos, y el otro gastroenteritis… Bueno, vamos a dejar de hablar de esto porque me pongo triste, y cuando me pongo triste, no valgo pa' na'

– ¿Y tu hermano? ¿No los puede curar con toda esa magia que sabe?

– ¿Y los caballos? ¿No te parece que también podría saber cuáles van a ganar? Mira, no me hables de ese vaina…


El cochino de la quinta planta debía de haberse avergonzado de verdad pues su despacho estaba más o menos ordenado. Camille dibujó un ángel visto de espaldas, con un par de alas por encima del traje y una bonita aureola.


En el piso también, cada uno empezaba a encontrar su lugar. Los movimientos incómodos del principio, ese ballet incierto y todos esos gestos torpes se fueron transformando poco a poco en una coreografía discreta y rutinaria.

Camille se levantaba a última hora de la mañana, pero se las apañaba siempre para estar en su habitación hacia las tres, cuando Franck volvía del trabajo. Éste se marchaba de nuevo hacia las seis y media y a veces se cruzaba en la escalera con Philibert. Camille tomaba el té con él, o una cena ligera antes de marcharse a su vez al trabajo, del cual nunca volvía antes de la una de la madrugada.


A esa hora Franck aún no se había ido a la cama, escuchaba música o veía la tele. Efluvios de hierba se colaban por debajo de su puerta. Camille se preguntaba cómo conseguía aguantar ese ritmo de locos, y muy pronto tuvo la respuesta: no lo aguantaba.

Entonces, inevitablemente, a veces estallaba. Se ponía a gritar como un loco al abrir la nevera porque la comida estaba mal ordenada, o mal embalada, y entonces Franck la dejaba sobre la mesa, tirando de paso la tetera, y regañándolos, furioso:

– ¡Joder! ¿Cuántas veces hay que deciros las cosas? ¡La mantequilla tiene que ir en una mantequillera porque coge todos los olores! ¡Y el queso, igual! ¡El film transparente está para algo, hostia! ¿Y esto qué es? ¿Lechuga? ¿Por qué la dejáis en una bolsa de plástico? ¡Las bolsas lo echan todo a perder! ¡Te lo he dicho mil veces, Philibert! ¿Dónde están todos los envases que os traje el otro día? Bueno, ¿y esto? Ese limón de ahí… ¿qué coño hace en el compartimiento de los huevos? Un limón empezado hay que embalarlo, o darle la vuelta sobre un plato, ¿capito?


Luego se marchaba con su cerveza, y nuestros dos criminales esperaban a oír el portazo antes de retomar su conversación:

– Pero de verdad dijo: «Si no hay pan, que les den bollos…»

– Pero claro que no, por Dios… ella nunca hubiera pronunciado una estupidez así… Era una mujer muy inteligente, ¿sabe…?


Por supuesto, podrían haber dejado sus tazas de té, suspirando, y haberle replicado que se le veía muy nervioso para no comer nunca en casa y no utilizar la nevera más que para poner a enfriar sus cervezas… Pero no, no valía la pena.

Ya que le gustaba gritar, pues que gritara.

Que gritara.


Y además, Franck no esperaba más que eso. La más mínima ocasión para saltarles a la yugular. A Camille sobre todo. La tenía enfilada, y cada vez que se cruzaba con ella, le ponía una cara de odio de aquí te espero. Por mucho que Camille se pasara la mayor parte del tiempo en su habitación, a veces se cruzaban en un pasillo, y entonces ella se hundía bajo el peso de todas esas vibraciones asesinas que, según su humor, le hacían sentirse terriblemente incómoda, o le arrancaban una media sonrisa.

– ¿Y ahora qué pasa? ¿De qué coño te ríes? Te hace gracia mi careto, ¿o qué?

– No, no. No me río por nada, por nada…

Y Camille se apresuraba a pasar a otra cosa.


En las zonas comunes Camille se mantenía a raya. Deje este lugar tan limpio como le gustaría encontrarlo al entrar, se encerraba en el cuarto de baño cuando Franck no estaba en casa, escondía todos sus productos de belleza, pasaba dos veces mejor que una la bayeta por la mesa de la cocina, vaciaba su cenicero en una bolsita de plástico que se tomaba la molestia de cerrar con un nudo antes de tirarla a la basura, trataba de pasar lo más desapercibida posible, se hacía pequeñita, esquivaba los golpes, pero siempre terminaba por preguntarse si al final no acabaría marchándose antes de lo previsto…

Volvería a pasar frío, qué se le iba a hacer, pero ya no tendría que aguantar a ese gilipollas, qué alivio.


Philibert se entristecía mucho:

– Pero Ca… Camille… Es usted de… demasiado inteligente para de… dejarse impresionar por este… este zangolotino, por Dios… Está usted por… por encima de todo esto, ¿no se da cuenta?

– Pues no, justamente. Estoy exactamente al mismo nivel. Y por eso duele tanto…

– ¡No, mujer, no! ¡Por supuesto que no! ¡Por Dios, si ustedes dos no navegan por las mismas aguas! Pero, ¿ha… ha visto usted cómo escribe? ¿Lo ha oído reír cuando escucha las groserías de ese estúpido pre… presentador? ¿Lo ha visto alguna vez leer algo que no sean sus revistas de motos de segunda mano? Pe… pero bueno, ¡pero si este chico tiene dos años de edad mental! Po… pobre, no es culpa suya… Me… me imagino que debió de entrar a trabajar en una cocina muy joven, y desde en… entonces no ha salido… Vamos, tó… tómese las cosas con un poco de distancia… Sea más tolerante, «pase de todo», como dicen ustedes…

– …

– ¿Sabe lo que me contestaba mi madre cuando me atrevía a evocar (con una voz a… apenas audible) la mitad de la mitad de los horrores a los que me sometían mis compañeros de cuarto, en el internado?

– No.

– «Aprenda, hijo mío, que las babas del sapo no alcanzan a la blanca paloma.» Eso me contestaba…

– ¿Y le consolaba?

– ¡En absoluto! ¡Al contrario!

– ¿Lo ve…?

– Sí, pero usted, con usted no es lo… lo mismo. Ya no tiene doce años… Y además no se trata aquí de tener que be… beberse el orín de un mocoso…

– ¿Le obligaron a hacer eso?

– Desgraciadamente, sí…

– Entonces claro… Entonces comprendo que lo de la blanca paloma, a usted…

– Como usted bien dice, lo de la blanca pa… paloma, nunca pude digerirlo… De hecho, aún la… la tengo aquí atragantada -bromeó Philibert algo forzadamente, señalándose la nuez.

– Sí… Bueno, veremos cómo van yendo las cosas…

– Y además, la verdad es muy simple, y usted sabe cuál es tan bien como yo: está ce… celoso. Se muere de celos. Intente ponerse en su lugar… Tenía la casa para él so… solo… iba y venía cuando y como le daba la gana, a menudo en calzoncillos, o persiguiendo a sus chicas por los pasillos. Podía gritar, blasfemar, eructar cuando quisiera, y nuestra relación se limitaba a algunos intercambios de orden p… práctico sobre el estado de la fontanería o las reservas de papel higiénico…

»Yo casi nunca salía de mi habitación y cuando necesitaba concentrarme me ponía tapones en los oídos. Franck estaba aquí como un rey… Hasta tal punto que incluso debía de tener la impresión de que, in fine, ésta era su casa… Y de pronto llega usted, y todo se va al traste. No sólo tiene que subirse la bragueta, sino que además sufre de nuestra complicidad, nos oye reír a veces y le… le llegan retazos de conversaciones de las que me imagino no debe de entender gran cosa… No de… debe de resultar fácil para él, ¿no cree?

– No pensaba que yo pudiera abultar tanto en esta casa…

– No, al contrario, es usted mu… muy discreta, pero si quiere que… que le diga la verdad… creo que usted le impone…

– ¡Ésta sí que es buena! -exclamó Camille-. ¿Yo? ¿Que yo le impongo? No lo dirá usted en serio. Pero si nunca antes me había sentido tan despreciada…

– ¿Pero qué dice, insensata? Este chico no tiene mucha cultura, eso es un hecho, pero está lejos de ser e… estúpido, y no se puede decir que sus novietas y usted jueguen en la misma liga precisamente, ¿sabe…? ¿Ha coincidido ya con a… alguna desde que está aquí?

– No.

– Pues ya verá usted, ya… Es s… sorprendente, de verdad… Sea como fuere, se lo ruego, manténgase por encima de todo esto. Hágalo por mí, Camille…

– Pero no me voy a quedar aquí mucho tiempo, lo sabe muy bien…

– Yo tampoco. Él tampoco, pero mientras tanto, intentemos vivir como buenos vecinos… El mundo ya da bastante miedo de por sí, ¿no le parece? Y además, me… me hace usted ta… tartamudear cuando dice to… tonterías…

Camille se levantó para apagar el fuego.

– N… no parece usted muy convencida…

– Sí, sí, lo voy a intentar. Pero no se me dan muy bien este tipo de enfrentamientos… En general tiro la toalla antes de empezar siquiera a buscar mis argumentos…

– ¿Por qué?

– Porque sí.

– ¿Porque es menos cansado?

– Sí.

– No es una buena estrategia, créame. A… a largo plazo, será su ruina.

– Ya lo ha sido.


– A propósito de estrategia, la semana que viene voy a asistir a una co… conferencia sobre las artes militares de Napoleón Bonaparte, ¿le apetece acompañarme?

– No, pero ahora que lo menciona, le escucho; hábleme de Napoleón…

– ¡Ah! Tema amplísimo este… ¿Quiere limón con el té?

– ¡Quite, quite! ¡Yo el limón ya no lo toco! De hecho, ya no pienso tocar nada…

Philibert la miró con aire reprobador:

– Manténgase p… por encima de todo eso, le he dicho.

6

El tiempo recuperado, vaya nombrecito para un sitio al que la peña iba a palmarla… Desde luego, a quién se le ocurre…

Franck estaba de mal humor. Su abuela ya no le dirigía la palabra desde que estaba allí ingresada, y él tenía que estrujarse la cabeza desde que salía de París para encontrar cosas que contarle. La primera vez no había pensado en nada, y se pasaron la tarde mirándose sin decir nada… Por fin se colocó delante de la ventana, y se puso a comentar en voz alta lo que ocurría en el aparcamiento: los familiares cargando y descargando viejos en los coches, las parejas discutiendo, los niños correteando entre los coches, uno que acababa de llevarse una colleja, una chica llorando, que si el Porsche Roadster, la Ducati, el serie 5 nuevecito y el continuo ir y venir de las ambulancias. Una jornada verdaderamente apasionante.


La señora Carminot se encargó del traslado y él llegó tan campante el primer lunes, sin imaginarse ni remotamente lo que lo esperaba…

Para empezar el lugar en sí… Por motivos económicos, se había tenido que contentar con una residencia pública construida deprisa y corriendo en las afueras de la ciudad, entre un restaurante de carretera y una planta de tratamiento de residuos. Una Zona de Urbanización Concertada, una Zona de Intervención Urbanística, una Zona de Urbanización Prioritaria, una mierda. Una gran mierda colocada en medio de ninguna parte. Se perdió, y se tiró dando vueltas más de una hora por todas esas naves gigantescas buscando un nombre de calle que no existía y parándose en cada rotonda para tratar de descifrar unos planos incomprensibles, y cuando por fin aparcó la moto, y se quitó el casco, por poco sale volando del viento que hacía. «¿Pero de qué va esta movida? ¿Desde cuándo se planta a los viejos en plena corriente? Y yo que siempre había oído decir que el viento les hace perder la cabeza… Joder… Por favor, no puede ser verdad… No puede estar aquí… Que me haya equivocado, por favor…»


Dentro hacía un calor infernal, y conforme se iba acercando a su habitación, Franck notaba un nudo cada vez más grande en la garganta, tan grande que necesitó varios minutos antes de poder pronunciar una sola palabra.

Todos esos viejos tan feos, tristes, deprimentes, venga a quejarse y a gemir, arrastrando las zapatillas, haciendo ruidos de succión con la boca, con las dentaduras postizas, esos viejos con esos tripones y esos brazos esqueléticos. Uno con un tubo en la nariz, otro que hablaba solo en un rincón, y una hecha un ovillo en la silla de ruedas, como si le acabara de dar un ataque de tetania… Hasta se le veían las medias y el pañal…


¡Y qué calor, hostia! ¿Por qué no abrían nunca las ventanas? ¿Para que la palmaran antes?


Cuando volvió el lunes siguiente, se dejó puesto el casco hasta la habitación 87 para no tener que volver a ver nada de aquello, pero una enfermera lo pilló por banda y le ordenó que se lo quitara inmediatamente porque estaba asustando a los ancianos.


Su abuela ya no le dirigía la palabra, pero buscaba sus ojos para quedárselo mirando, para desafiarlo y avergonzarlo: «¿Qué? ¿Estás orgulloso, hijo? Contéstame. ¿Estás orgulloso?» Eso le repetía en silencio mientras él apartaba las cortinas, buscando su moto con la mirada.


Estaba demasiado nervioso para poder dormir. Seguía acercando el sillón a su cama, buscaba las palabras adecuadas, frases, anécdotas, chorradas y luego, cansado, terminaba por encender la televisión. No le prestaba atención, miraba el reloj que había detrás en la pared y contaba las horas que le quedaban de estar allí: dentro de dos horas me largo, dentro de una hora me largo, dentro de veinte minutos…


Como cosa excepcional, aquella semana se presentó un domingo porque Potelain no lo necesitaba en el curro. Atravesó deprisa el vestíbulo, encogiéndose apenas de hombros al descubrir la nueva decoración chillona y a todos esos pobres viejos con sombreritos de fiesta.

– ¿Qué pasa, es carnaval o qué? -le preguntó a la señora de bata blanca que subió con él en el ascensor.

– Estamos ensayando una pequeña función navideña… Es usted el nieto de la señora Lestafier, ¿verdad?

– Sí.

– Su abuela no coopera demasiado…

– ¿Ah, no?

– No. No mucho que digamos… Es más terca que una mula…

– Yo creía que sólo era así conmigo. Pensaba que con ustedes sería más… mmm… más fácil…

– Oh, con nosotros es encantadora. Una joya. Amabilísima. Pero con los demás ancianos, en cambio… No quiere verlos y antes prefiere quedarse sin almorzar que bajar al comedor…

– ¿Y entonces? ¿No come?

– Bueno, al final hemos acabado cediendo… Se queda en su habitación…


Como no lo esperaba hasta el día siguiente, Paulette se sorprendió al verlo allí y no tuvo tiempo de ponerse la máscara de anciana ultrajada. Por una vez, no estaba en la cama, tiesa como un palo, sino sentada junto a la ventana, cosiendo algo.

– ¿Abuela?

Vaya, le hubiera gustado adoptar su expresión de reproche, pero no pudo reprimir una sonrisa.

– ¿Estás mirando el paisaje?

Casi le dieron ganas de decirle la verdad: «¿Me tomas el pelo? ¿Qué paisaje? No. Estoy atenta, esperando verte aparecer. Me paso los días así… Incluso cuando sé que no vas a venir, aquí estoy. Aquí estoy siempre… ¿Sabes?, ahora ya reconozco el ruido de tu motocicleta a lo lejos y espero hasta ver que te quitas el casco para meterme en la cama y presentarte mi fachada de enfado…» Pero se contuvo y se contentó con refunfuñar.


Franck se dejó caer a sus pies y apoyó la espalda contra el radiador.

– ¿Estás bien?

– Mmm.

– ¿Qué estás haciendo?

– …

– ¿Estás cabreada?

– …

Se miraron fijamente sin decir nada durante quince minutos por lo menos, y después Franck se rascó la cabeza, cerró los ojos, suspiró, se movió un poco para colocarse delante de ella, y soltó con voz monocorde:


– Escúchame, Paulette Lestafier, escúchame bien:

»Vivías sola en una casa que adorabas y que yo también adoraba. Todas las mañanas te despertabas al alba, te preparabas tu malta y te la tomabas mirando el color de las nubes para saber qué tiempo haría. Luego dabas de comer a tus animalitos, ¿no?: a tu gato, a los gatos de los vecinos, a tus petirrojos, a tus patos y a todos los gorriones de la creación. Cogías las tijeras de podar, y aseabas a tus flores antes de asearte tú. Te vestías, y esperabas la visita del cartero o del carnicero. El gordo de Michel, ese caradura que siempre te cortaba filetes de 300 gramos cuando se los habías pedido de 100, y eso que sabía muy bien que ya no tenías buena dentadura… ¡Pero tú no decías nada! Por miedo a que el martes siguiente se olvidara de tocar el claxon… El resto de la carne lo ponías en la olla para dar sabor a la sopa. Hacia las once cogías tu cesta y te acercabas al café de Grivaud para comprar el periódico y tu pan de dos libras. Hace tiempo que ya no te lo comías, pero seguías comprándolo… Por costumbre… Y para dárselo a los pájaros… A menudo te encontrabas con una amiga de toda la vida que se había leído las esquelas antes que tú, y hablabais de vuestros muertos suspirando. Después, le dabas noticias mías. Aunque no tuvieras… Para esa gente, yo ya era tan famoso como Bocuse, ¿verdad? Vivías sola desde hace casi veinte años, pero seguías poniéndote un mantel limpio, una vajilla bonita, una copa para el agua y flores en un jarrón. Si mal no recuerdo, en primavera eran anémonas, en verano, reinas margaritas, y en invierno comprabas un ramo en el mercado, repitiéndote en cada comida que era muy feo y demasiado caro… Por la tarde te echabas una siestecita en el sofá, y tu gato aceptaba subirse a tus rodillas durante unos segundos. Luego terminabas lo que habías empezado por la mañana en el jardín o en el huerto. Ay, el huerto… Ya no hacías gran cosa allí, pero con todo aún te daba de comer un poco y no te gustaba que Yvonne comprara las zanahorias en el supermercado. Para ti, era el colmo de la deshonra…

»Las noches ya se te hacían un poquitín más largas, ¿verdad? Esperabas que te llamara, pero yo no lo hacía, entonces encendías la tele, hasta que todas esas tonterías te dieran sueño. La publicidad te hacía despertar sobresaltada. Dabas una vuelta por la casa, arropándote bien en tu chal, y cerrabas las persianas. Ese ruido, el ruido de las persianas que crujen en la penumbra lo oyes todavía, y lo sé porque a mí me pasa igual. Ahora vivo en una ciudad tan agotadora que ya no se oye nada, pero esos ruidos, el de las persianas de madera y el de la puerta del cobertizo, me basta aguzar el oído para oírlos…

»Es verdad, no te llamaba, pero pensaba en ti, ¿sabes…? Y cada vez que iba a verte no necesitaba los informes de la santa de Yvonne que me llevaba aparte, apretándome el brazo, para comprender que todo eso se estaba yendo al garete… No me atrevía a decirte nada, pero me daba perfecta cuenta de que el jardín no estaba tan arreglado como antes, ni el huerto tan bien cuidado… Me daba cuenta de que tú ya no eras tan coqueta, que tu pelo tenía un color verdaderamente raro y que llevabas la falda del revés. Veía que tenías sucios los fogones, que los jerseys feísimos que seguías tejiéndome estaban llenos de agujeros, que llevabas medias descabaladas y que te dabas golpes con todo… Sí, no me mires así, abuela… Siempre he visto esos cardenales enormes que intentabas esconder debajo de tus rebecas…

»Te podría haber dado la tabarra mucho antes con todo esto… Obligarte a ir al médico, y regañarte para que dejaras de cansarte jardineando con esa vieja azada que ya no podías ni levantar, habría podido pedirle a Yvonne que te vigilara, que te controlara y me mandara los resultados de tus análisis de sangre… Pero no, me decía a mí mismo que era mejor dejarte en paz, y que cuando ya no estuvieras bien, por lo menos no te arrepentirías de nada, y yo tampoco… Por lo menos habrías vivido bien. Feliz. Tranquila. Hasta el final.


»Ahora, ha llegado ese día. Aquí estamos… y tienes que resignarte, abuela. En lugar de estar de morros conmigo, tendrías que pensar en la suerte que has tenido de vivir más de ochenta años en una casa tan bonita y…

Paulette lloraba.

– … y además eres injusta conmigo. ¿Acaso tengo yo la culpa de estar lejos, y de estar solo? ¿Acaso tengo yo la culpa de que seas viuda? ¿Acaso tengo yo la culpa de que no hayas tenido más hijos que la loca de mi madre para que se ocuparan ahora de ti? ¿Acaso tengo yo la culpa de no tener hermanos para repartirnos los días de visita?

»No, yo no tengo la culpa. Mi única culpa es haber elegido un trabajo tan mierda. Aparte de currar como un esclavo, no puedo hacer nada, ¿y lo peor sabes qué es?, que aunque quisiera, no sabría hacer otra cosa… No sé si te das cuenta, pero trabajo todos los días salvo los lunes, y ese día, vengo aquí a verte. Venga, no te hagas la sorprendida… Ya te había dicho que los domingos hago horas extra para pagarme la moto, así que ya ves, no tengo un solo día para dormir hasta las tantas… Todas las mañanas entro a currar a las ocho y media, y por la noche nunca termino antes de las doce… Por eso tengo que dormir un rato por la tarde porque si no, no aguanto.

»Así que, ea, mira, ésa es mi vida: nada. No hago nada. No veo nada. No conozco nada y lo peor es que no entiendo nada… En toda esta mierda sólo había una cosa positiva, una nada más, y era la casa que había encontrado, con esta especie de tío raro del que suelo hablarte. Ese que es noble, ¿te acuerdas? Bueno, pues hasta eso, últimamente, es una mierda… Se ha traído a casa a una tía que vive ahora con nosotros, y que me toca las pelotas de una manera que no te puedes ni imaginar… ¡Y ni siquiera es su novia! No sé si ese tío llegará a mojar alguna vez, esto… perdón, no sé si llegará a dar el paso alguna vez… No, no es más que una pobre chica que le ha dado por proteger, y ahora, el ambiente en casa es francamente difícil, y tendré que buscarme otro sitio… Pero bueno, eso no es tan grave, me he mudado tantas veces que ya no es que me importe mucho… Ya me las apañaré… Pero en cambio, contigo, no me las puedo apañar, ¿entiendes? Por una vez, tengo un buen jefe. Te cuento a menudo que siempre anda gritando y tal, pero a pesar de eso es un tío legal. No sólo se trabaja bien con él, sino que encima es un crack… Con él de verdad tengo la impresión de estar progresando, ¿entiendes? Así que no me puedo largar así como así, en todo caso no antes de finales de julio. Porque le he dicho lo que pasaba contigo, ¿sabes? Le he dicho que quería volver a trabajar por aquí para estar más cerca de ti y sé que me ayudará, pero con el nivel que tengo ya, no quiero aceptar cualquier cosa. Si vuelvo por aquí, será para ser segundo cocinero en un restaurante normal, o para ser chef en uno de cocina tradicional. Ya no quiero hacer de criado, ya he tenido bastante… Así que tienes que tener paciencia, y dejar de mirarme con esa cara porque si no, te lo digo claramente: ya no vendré más a verte.

»Te lo repito, sólo tengo un día libre a la semana y si ese día me tiene que deprimir, entonces estoy apañado… Además, llegan las fiestas de Navidad y voy a currar aún más que de costumbre, así que tú también tienes que ayudarme un poco, joder…

»Espera, una última cosa… Me ha dicho una empleada que no querías ver a los demás viejos, que conste que te entiendo porque tus amiguitos no parecen la alegría de la huerta, pero por lo menos podrías hacer un pequeño esfuerzo… A lo mejor, quién sabe, también hay por aquí otra Paulette, escondida en su habitación, tan perdida como tú… A lo mejor a ella también le gustaría hablar de su jardín y de su maravilloso nieto, ¿pero cómo quieres que te encuentre si te quedas aquí encerrada, de morros, como una cría?


Paulette lo miraba desconcertada.


– Bueno, pues ya está, he dicho todo lo que me agobiaba, y ahora no puedo levantarme porque me duele el c… el trasero. Bueno, a ver, ¿qué estás cosiendo ahí?


– ¿Eres tú, Franck? ¿Eres tú de verdad? Es la primera vez en mi vida que te oigo hablar durante tanto tiempo… ¿No estarás enfermo, no?

– Qué va, no estoy enfermo, sólo cansado. Estoy hasta el cuello, ¿entiendes?


Paulette se lo quedó mirando largo rato y luego sacudió la cabeza como si por fin despertara de su torpor. Le mostró su labor:

– Huy, no es nada… Es de Nadège, una chiquita muy amable que trabaja aquí por las mañanas. Es su jersey, se lo estoy zurciendo… Ya que estamos, ¿me puedes enhebrar la aguja, que no encuentro mis gafas?

– ¿No te importa volverte a la cama, para que yo me pueda sentar en el sillón?


En cuanto se repantingó en el sillón, se quedó dormido.

El sueño de los justos.


Lo despertó el sonido de la bandeja.


– ¿Qué es eso?

– La cena.

– ¿Por qué no bajas al comedor?

– La cena siempre nos la sirven en la habitación…

– ¿Pero qué hora es?

– Las cinco y media.

– ¿Pero de qué va esta gente? ¿Os hacen cenar a las cinco y media?

– Sí, los domingos es así. Para que se puedan marchar antes…

– Pues vaya… ¿Pero qué es eso? Qué mal huele, ¿no?

– No sé lo que es y prefiero no saberlo…

– ¿Qué es? ¿Pescado?

– No, parece más bien un gratén de patatas, ¿no crees?

– Qué dices, pero si huele a pescado… Y esa cosa marrón de ahí, ¿qué es?

– Una compota…

– Anda ya…

– Sí, creo que sí…

– ¿Estás segura?

– Huy, qué sé yo…

En ese punto estaban de su investigación cuando volvió a aparecer la chica:

– ¿Ya? ¿Ha terminado?

– Pero oiga -intervino Franck-, si acaba de traerle la bandeja hace dos minutos… ¡Déjele al menos tiempo para comer tranquilamente!

La chica se marchó dando un portazo.

– Es así todos los días, pero los domingos es aún peor… Tienen prisa por marcharse… No se les puede culpar, ¿eh?

La anciana bajó la cabeza.

– Ay, pobre abuela… Todo esto es una mierda… Una mierda…


Paulette dobló su servilleta.

– ¿Franck?

– ¿Qué?

– Quería pedirte perdón…

– No, la culpa es mía. Nada funciona como a mí me gustaría. Pero no importa, ya empiezo a acostumbrarme…

– ¿Me la puedo llevar ya?

– Sí, sí, llévesela…

– Felicite al cocinero, señorita -añadió Franck-, de verdad, estaba todo delicioso…


– Bueno, pues me voy a ir yendo…

– ¿Te importa esperar a que me ponga el camisón?

– Vale.

– Ayúdame a levantarme…

Oyó ruido de agua en el cuarto de baño y se volvió de espaldas púdicamente mientras su abuela se metía en la cama.

– Apaga la luz, mi vida.

Paulette encendió su lamparita de noche.

– Ven, siéntate aquí, un minutito nada más…

– Sólo un minutito, ¿eh? Que no vivo a la vuelta de la esquina…

– Un minutito.

Apoyó la mano en la rodilla de su nieto y le hizo una pregunta del todo inesperada:

– Dime una cosa, esa chica de la que me hablabas antes… La que vive con vosotros… ¿Cómo es?

– Tonta, pretenciosa, flaca y tan chalada como Philibert…

– Caray…

– Y…

– ¿Qué?

– Parece una intelectual… No, no es que lo parezca, lo es. Philibert y ella siempre están metidos en sus libros, y como todos los intelectuales, son capaces de hablar durante horas de cosas que le traen al pairo a todo el mundo, pero además, lo más raro es que trabaja de señora de la limpieza…

– ¿De verdad?

– De noche…

– ¿De noche?

– Sí… Ya te digo, es de lo más rara… Y si vieras lo flaca que está… Te daría hasta pena…

– ¿Es que no come?

– Ni idea. Me trae sin cuidado.

– ¿Cómo se llama?

– Camille.

– ¿Cómo es?

– Ya te lo he dicho.

– ¿Cómo es de cara?

– Eh, ¿pero por qué me preguntas todo esto?

– Para que te quedes más tiempo conmigo… No, porque me interesa.

– Pues a ver, tiene el pelo muy corto, casi rapado, castaño, castaño claro… Tiene los ojos azules, creo. Yo qué sé… bueno, claros en todo caso. Y… ¡bueno, yo qué sé, te he dicho que paso!

– Y su nariz, ¿cómo es?

– Normal y corriente.

– …

– También me parece que tiene pecas… Y también… ¿Por qué sonríes?

– Por nada, dime, te estoy escuchando…

– No, paso, me largo, que eres una pesada…

7

– Odio el mes de diciembre. Tanta fiesta me deprime…

– Ya lo sé, mamá. Es la cuarta vez que me lo dices desde que estamos aquí…

– ¿A ti no te deprime?

– Y aparte, ¿qué tal todo? ¿Has ido al cine?

– ¿Qué se me ha perdido a mí en el cine?

– ¿Vas a ir a Lyon en Navidad?

– Qué remedio… Ya sabes cómo es tu tío… Le trae sin cuidado cómo me encuentre, pero si me pierdo su pavo, me monta un cirio… ¿Te vienes conmigo este año?

– No.

– ¿Por qué?

– Tengo que trabajar.

– ¿Tienes que barrer las agujas del árbol de Navidad? -le preguntó, sarcástica.

– Exactamente.

– ¿Me estás tomando el pelo?

– No.

– Que conste que yo te entiendo, eh… Tener que aguantar a todos esos imbéciles alrededor de una fuente de langostinos, no hay cosa peor, ¿eh?

– Eres una exagerada. Pero si son simpáticos al fin y al cabo…

– Pfff… la simpatía también me deprime, mira lo que te digo…

– Invito yo -dijo Camille, interceptando la cuenta-. Bueno, tengo que irme.


– Anda, ¿te has cortado el pelo? -le preguntó su madre delante de la boca de metro.

– Me preguntaba si te darías cuenta…

– Estás francamente horrorosa. ¿Por qué lo has hecho?


Camille bajó las escaleras corriendo.

Un poco de aire, rápido.

8

Supo que estaba allí antes siquiera de verla. Por el olor.

Una especie de perfume dulzón y empalagoso que le dio arcadas. Se dirigió rápidamente hacia su cuarto y los vio en el salón. Franck estaba medio tumbado en el suelo, riéndose como un tonto mientras miraba a una chica contonearse. Había puesto la música a todo volumen.

– Hola -les lanzó al pasar.

Cuando cerraba la puerta de su habitación, le oyó mascullar:

«Tú, ni caso. Pasa de ella, te digo… Venga, coño, sigue moviéndote…»


No era música, era ruido. Una cosa de locos. Las paredes, los marcos de los cuadros y el parqué temblaban. Camille esperó unos segundos más y luego fue a interrumpirlos:

– Tienes que bajar la música… Vamos a tener problemas con los vecinos…

La chica se había quedado inmóvil, y empezó a reírse como una tonta.

– Eh, Franck, ¿es ella? ¿Es ella? ¿Eh? ¿Eres tú la Conchita?

Camille se la quedó mirando un buen rato. Philibert tenía razón: era asombroso.

Un concentrado de estupidez y vulgaridad. Zapatos de plataforma, vaqueros con volantes, sujetador negro, jersey de malla muy ancha, mechas caseras y labios de caucho, no faltaba un detalle.


– Sí, soy yo. -Y dirigiéndose a Franck, añadió-: baja el volumen, por favor…

– ¡Joder, qué pesada eres, tía! Anda… vete a la camita y no des la vara…

– ¿No está Philibert en casa?

– No, está con Napoleón. Venga, tía, que te vayas a la cama te hemos dicho.

La chica se reía ahora a más no poder.

– ¿Dónde está el retrete? Eh, ¿dónde está el retrete?

– Baja el volumen o llamo a la poli.

– Sí, eso, llama a la poli y deja de tocarnos los huevos. ¡Venga! ¡Que te largues, he dicho!


Para mala suerte de Franck, Camille volvía de pasar unas horas con su madre.

Pero eso, Franck no podía saberlo…

Mala suerte para Franck, pues.


Camille entró en su habitación, pisoteó todo lo que estaba tirado por el suelo, abrió la ventana, desenchufó la cadena de música, y la tiró al vacío desde un cuarto piso.

Volvió al salón y soltó tranquilamente:

– Bien. Ya no necesito llamar a la poli…

Y, dándose la vuelta, añadió:

– Eh, tú, pedorra… Cierra esa bocaza que tienes, no te vayan a entrar moscas.


Se encerró con llave en su habitación. Franck aporreó la puerta, gritó, rugió, la amenazó con las peores represalias. Mientras tanto, Camille se miraba sonriendo en el espejo, y descubrió en él un autorretrato interesante. Desgraciadamente, en ese momento no hubiera podido dibujar nada: tenía las manos demasiado húmedas…


Esperó hasta oír cerrarse la puerta de un buen portazo antes de aventurarse en la cocina, comió un bocado y se fue a la cama.


Fanck se tomó la revancha en plena noche.

Hacia las cuatro de la madrugada, Camille se despertó por el jaleo de gemidos que venía de la habitación de al lado. Él gruñía, ella gemía, él gemía, ella gruñía.

Camille se levantó y permaneció un momento en la oscuridad, preguntándose si no sería mejor hacer la maleta inmediatamente y volver a su buhardilla.

No, murmuró, no, eso es lo que más le gustaría a él… Qué jaleo, Dios mío, pero qué jaleo… Seguro que lo hacían aposta, si no, no era posible… Probablemente Franck le estaba diciendo que exagerara… ¿Pero es que la tía esa tenía un botón que al apretarlo sonaba «aaahhh, aaahhh», o qué?


Había ganado él.

Camille había tomado una decisión.

Ya no pudo volver a dormirse.


Por la mañana se levantó temprano y se puso manos a la obra en silencio. Deshizo su cama, dobló las sábanas y buscó una gran bolsa para llevarlas a la lavandería. Recogió sus cosas y las metió todas en la misma caja de cartón que cuando llegó. Camille se sentía mal. Lo que la angustiaba no era tanto volver allá arriba, sino dejar esa habitación… El olor a polvo, la luz, el ruido sordo de las cortinas de seda, los crujidos, las pantallas de las lámparas y el brillo apagado y dulce del espejo. Esa impresión extraña de encontrarse fuera del tiempo… Lejos del mundo… Los antepasados de Philibert habían terminado por aceptarla y Camille se había entretenido dibujándolos de otra manera, y en otras situaciones. El viejo marqués sobre todo había resultado ser mucho más divertido de lo que se había imaginado. Más alegre… Más joven… Desenchufó su chimenea y lamentó la ausencia de un recogecable. No se atrevió a hacerla rodar por el pasillo y la dejó ante su puerta.

Después cogió su cuaderno, se preparó una taza de té y volvió a sentarse en el cuarto de baño. Se había prometido llevárselo consigo. Era la habitación más bonita de la casa.


Quitó todas las cosas de Franck, su desodorante X de Mennen «para nosotros los hombres», su viejo cepillo de dientes de cochino, sus maquinillas Bic, su gel para pieles sensibles -ésa sí que era buena- y su ropa que apestaba a fritanga. Lo metió todo en la bañera.


La primera vez que había entrado ahí, no había podido reprimir un «¡Oh!» de admiración, y Philibert le había contado que se trataba de un modelo de la casa Porcher que databa de 1894. Un antojo de su bisabuela, que era la parisina más coqueta de la Belle Époque. Un poco demasiado, de hecho, a juzgar por cómo arqueaba las cejas su abuelo cuando la evocaba y contaba sus calaveradas… Todo Offenbach estaba ahí…


Cuando instalaron la bañera, todos los vecinos se congregaron para poner una denuncia, pues temían que reventara el suelo, y después para admirarla y extasiarse ante ella. Era la más bonita del edificio, y tal vez incluso de toda la calle…


Estaba intacta; desportillada, pero intacta.


Camille se sentó sobre el cesto de la ropa sucia y dibujó la forma del suelo de baldosas, los frisos, los arabescos, la gran bañera de porcelana con sus cuatro patas de león con garras, los apliques cromados que habían perdido su brillo, la enorme alcachofa de ducha que no había escupido nada desde la guerra del 14, las jaboneras, con su forma de pileta de agua bendita, y los toalleros medio desempotrados de la pared. Los frascos vacíos, Shocking de Schiaparelli, Transparent de Houbigant, o Le Chic de Molyneux, las cajas de polvos de arroz La Diaphane, los iris azules que corrían por el borde del bidé y los lavabos tan trabajados, tan barrocos, tan cargados de flores y de pájaros que a Camille siempre le había dado reparo dejar su horroroso neceser sobre el borde amarillento. Parte del inodoro había desaparecido, pero el depósito de agua de la cisterna seguía en la pared y Camille terminó su inventario dibujando las golondrinas que revoloteaban allí arriba desde hacía más de un siglo.


Casi había llegado al final del cuaderno. Sólo quedaban dos o tres páginas…

No tuvo el valor de hojearlo y vio en ello una señal. Fin del cuaderno, fin de las vacaciones.


Enjuagó su taza y salió del cuarto de baño cerrando la puerta sin hacer ruido. Mientras las sábanas daban vueltas en la lavadora, fue a una tienda de sonido y le compró a Franck otra cadena de música. No quería deberle nada. No le había dado tiempo a ver la marca de la suya y se dejó guiar por el vendedor.

Eso le gustaba mucho, dejarse guiar…


Cuando volvió, el piso estaba vacío. O silencioso. Camille no buscó saber cuál de las dos cosas. Depositó la caja de cartón de Sony delante de la puerta de su vecino de pasillo, dejó las sábanas sobre su antigua cama, se despidió de la galería de antepasados, cerró las persianas y arrastró su chimenea hasta la puerta de la escalera de servicio. No encontró la llave. Bueno, dejó la caja de cartón con sus cosas encima, su hervidor, y se marchó a trabajar.


Conforme iba anocheciendo y el frío volvía a la carga con la saña de costumbre, Camille sintió que se le secaba la boca y se le endurecía el estómago: los pedruscos estaban ahí de nuevo. Hizo un gran esfuerzo para no llorar y terminó por convencerse de que era como su madre: le deprimían las fiestas.

Trabajó sola y en silencio.


Ya no tenía muchas ganas de proseguir el viaje. No lo conseguía, y no le quedaba más remedio que reconocerlo.

Volvería a subir ahí arriba, a la habitacioncita de Louise Ledu, y se quedaría allí.

Por fin.


Una breve nota sobre el escritorio del señor Excerdo la sacó de sus pensamientos negros:

¿Quién es usted?, preguntaba una letra negra y apretada.

Dejó sus productos de limpieza y sus trapos, tomó asiento en el enorme sillón de cuero, y buscó dos hojas blancas.


En la primera dibujó una especie de muñecajo, hirsuto y desdentado, apoyado en una escoba, con una sonrisa malvada. Una botella de vino peleón asomaba por el bolsillo de su bata, Todoclean, profesionales a su servicio, etc., y afirmaba: Ésta soy yo…

En la otra hoja dibujó una pin-up de los años cincuenta. Con la mano en la cadera, una boquita de piñón, una pierna doblada y el busto comprimido en un bonito delantal de encaje. Sostenía un plumero en la mano, y replicaba: No hombre, no… soy yo…

Camille utilizó un rotulador fino para colorearle las mejillas…


Por culpa de todas esas tonterías, perdió el último metro y volvió andando. Bah, qué más daba… Otra señal más… Casi había tocado fondo, pero no del todo, ¿no?

Un pequeño esfuerzo más.

Unas horas más pasando frío y se acabó.


Cuando abrió la puerta del edificio, Camille recordó que no había devuelto sus llaves y que tenía que arrastrar sus cosas por la escalera de servicio.

¿Y escribirle una nota a su anfitrión, tal vez?


Se dirigió a la cocina y le disgustó ver que había luz. Seguramente sería el señor Marquet de la Durbellière, caballero de la triste figura, con su patata caliente en la boca y su lista de argumentos estúpidos para retenerla. Durante un instante, pensó en dar media vuelta. No tenía valor para escuchar sus tartamudeos. Pero bueno, en el caso de que no muriera esa misma noche, necesitaba su chimenea…

9

Estaba sentado en el otro extremo de la mesa, jugueteando con la anilla de su lata de cerveza.

Camille apretó el picaporte y sintió que se le clavaban las uñas en la palma de la mano.

– Te estaba esperando -le dijo él.

– ¿Ah, sí?

– Sí…

– …

– ¿No quieres sentarte?

– No.

Permanecieron así, en silencio, durante un buen rato.

– ¿No habrás visto las llaves de la escalera de servicio? -terminó por preguntar Camille.

– Las tengo en el bolsillo…

Camille suspiró:

– Dámelas.

– No.

– ¿Por qué?

– Porque no quiero que te vayas. El que se larga soy yo… Si te vas de aquí, Philibert estará cabreado conmigo hasta el día en que se muera… Hoy mismo, cuando ha visto la caja de cartón con tus cosas, me ha empezado a dar la vara, y desde entonces no ha salido de su habitación… Así que me voy a marchar. No por ti, por él. No puedo hacerle esto. Volverá a ser como era antes, y no quiero. No se merece eso. A mí me ayudó cuando estaba jodido, y no quiero hacerle daño. No quiero volver a verlo sufrir, y retorcerse nervioso cada vez que alguien le pregunta algo, eso ya no puede ser… Ya estaba mejor antes de que tú llegaras, pero desde que estás aquí, está casi normal, y sé que se medica menos, así que… No hace falta que te vayas… Yo tengo un colega que me presta su casa después de Navidad…

Silencio.


– ¿Te puedo coger una cerveza?

– Claro.

Camille se sirvió y se sentó frente a el.

– ¿Puedo encenderme un cigarro?

– Que sí, claro. Haz como si yo ya no estuviera aquí…

– No, eso no puedo. Es imposible… Cuando estás en una habitación, hay tanta electricidad en el aire, tanta agresividad que no puedo ser natural, y…

– ¿Y?

– Y me pasa lo mismo que a ti, mira tú por donde, estoy cansada. No por las mismas razones, supongo… Trabajo menos, pero es lo mismo. Es por otra cosa, pero es lo mismo. Es mi cabeza la que está cansada, ¿entiendes? Además, quiero irme. Me doy perfecta cuenta de que ya no soy capaz de vivir en compañía y yo…

– ¿Tú, que?

– No, nada. Que estoy cansada, te digo. Y tú no eres capaz de dirigirte a los demás de una manera normal. Siempre tienes que gritar, que ser agresivo… Me imagino que será por tu trabajo, que te habrá contagiado el ambiente de las cocinas… Yo que sé… Y bueno, en realidad me resbala… Pero una cosa está clara: os voy a devolver vuestra intimidad.

– No, el que os deja soy yo, no tengo más remedio, te digo… Para Philou, cuentas más tú, has llegado a ser más importante que yo… Así es la vida -añadió Franck, riéndose.

Y, por primera vez, se miraron a los ojos.


– ¡Yo lo alimentaba mejor que tú, eso seguro! Pero a mí me traían sin cuidado las canas de Maria Antonieta… Pero vamos, me traían al pairo por completo, y eso es lo que me ha perdido… ¡Ah, por cierto!, gracias por el equipo de música…

Camille se había levantado:

– Es más o menos el mismo que tenías antes, ¿no?

– Seguro que sí…

– Fantástico -concluyo Camille con voz monocorde-. Bueno, ¿y las llaves?

– ¿Qué llaves?

– Venga…

– Tus cosas están otra vez en tu cuarto, y te he vuelto a hacer la cama.

– ¿En forma de petaca?

– Joder, tía, eres la hostia…


Camille iba a salir de la cocina cuando Franck le señaló el cuaderno con la barbilla:

– ¿Eso lo has hecho tú?

– ¿Dónde lo has encontrado?

– Eh… Tranqui, tía… Estaba ahí, encima de la mesa… No he hecho más que hojearlo mientras te esperaba…

Camille iba a cogerlo cuando él añadió:

– Si te digo algo amable, ¿no me vas a morder?

– Prueba a ver…

Franck cogió el cuaderno, pasó algunas páginas, lo volvió a dejar sobre la mesa y esperó un poco más, hasta que Camille se dio por fin la vuelta:

– Mola un montón, sabes… Es precioso… Está súper bien dibujado… Es… bueno, o sea… Yo no es que entienda mucho de esto, ¿eh? No entiendo nada, vamos. Pero llevo casi dos horas esperándote aquí, en esta cocina donde hace una rasca que te cagas, y el tiempo se me ha pasado volando. No me he aburrido ni un segundo. He… he mirado todas esas caras… Mi Philou, y toda esa peña… Qué bien los has captado, qué guapos haces que sean todos… Y el piso… Yo hace más de un año que vivo aquí y pensaba que estaba vacío, o sea, no veía nada… Y tú, tú… Vamos, que mola un montón…

– …

– Pero tía, ¿y ahora por qué lloras?

– Los nervios, creo…

– Joder, pues vaya… ¿Quieres otra cerveza?

– No, gracias. Me voy a ir a la cama…


Cuando estaba en el cuarto de baño, lo oyó aporrear la puerta de la habitación de Philibert, gritando:

– ¡Venga, tío! Tranqui. ¡Está aquí, no se ha largado! ¡Ya puedes ir a mear, si quieres!


A Camille le pareció ver que el marqués le sonreía entre patilla y patilla al apagar la luz, y se quedó dormida inmediatamente.

10

El tiempo había mejorado un poco. Había una alegría, una ligereza, something in the air. La gente iba corriendo de un lado a otro para comprar regalos y Josy Bredart se había teñido el pelo de nuevo. Unos reflejos caoba preciosos que hacían resaltar la montura de sus gafas. Mamadou también se había puesto unas extensiones fantásticas. Les había dado una lección de peluquería una noche, entre planta y planta, mientras brindaban las cuatro con una botella de champán que habían comprado con el dinero de la apuesta.

– ¿Pero cuánto te tiras en la peluquería para que te depilen así toda la frente?

– Oh… Tampoco mucho… Dos o tres horas a lo mejor… Hay peinados que llevan mucho más tiempo, ¿sabes? A mi Sissi le llevó más de cuatro horas…

– ¡Más de cuatro horas! ¿Y qué hace durante todo ese tiempo? ¿Se porta bien?

– ¡Pues claro que no se porta bien! Hace como nosotras, se divierte, come, y nos escucha contar nuestras historias… Nosotros contamos muchas historias… Mucho más que vosotros…

– ¿Y tú, Carine? ¿Que vas a hacer en Navidad?

– Voy a engordar dos kilos. ¿Y tú, Camille, qué vas a hacer en Navidad?

– Yo voy a perder dos kilos… No, es broma…

– ¿La celebras con tu familia?

– Sí -les mintió.

– Bueno, basta de charla y a trabajar… -dijo SuperJosy, dándose golpecitos en la esfera del reloj.


¿Como se llama?, leyó Camille sobre el escritorio.

Tal vez era pura coincidencia, pero la foto de su mujer y de sus hijos había desaparecido. Mmm, qué chico más previsible… Camille tiró la hoja y pasó el aspirador.


También en el piso el ambiente era algo más relajado. Franck ya no dormía allí y pasaba como un rayo cuando venía a echarse la siesta por la tarde. Ni siquiera había desembalado su nuevo equipo de música.


Philibert no hizo nunca la menor alusión a lo que se había tramado a sus espaldas la noche en que se fue a su conferencia sobre Napoleón. Era una persona que no toleraba el más mínimo cambio. Su equilibrio pendía de un hilo, y Camille apenas empezaba a ser consciente de la gravedad de su acto la noche en que fue a buscarla a su buhardilla… Lo violento que tenía que haber sido para él… También pensaba en lo que Franck le había dicho de que se medicaba…


Philibert le anunció que se tomaba unas vacaciones y que estaría fuera hasta mediados de enero.

– ¿Se marcha a su castillo?

– Sí.

– ¿Le hace ilusión?

– Bueno, me alegra volver a ver a mis hermanas…

– ¿Cómo se llaman?

– Anne, Marie, Catherine, Isabelle, Aliénor y Blanche.

– ¿Y su hermano?

– Louis.

– Todo nombres de reyes y de reinas…

– Pues sí…

– ¿Y el suyo?

– Oh, yo… Yo soy el patito feo…

– No diga eso, Philibert… Mire, yo no entiendo nada de todas esas historias suyas de la aristocracia, y eso de los apellidos rimbombantes a mí nunca me ha interesado mucho. Si quiere que le diga la verdad, me parece incluso un pelín ridículo, un poco… anticuado, pero una cosa está muy clara: usted es un príncipe. Un verdadero príncipe.

– Oh -dijo él, ruborizándose-, un hidalguito nada más, un hidalgüelo de provincias, como mucho…

– Un hidalguito, sí, eso es exactamente… Y dígame, ¿cree que el año que viene ya podremos tutearnos?

– ¡Ah! ¡Ya saltó otra vez mi querida sufragista! Siempre queriendo revoluciones… A mí me va a costar tutearla, ¿sabe…?

– A mí, no. A mí me encantaría decirle: Philibert, te agradezco mucho todo lo que has hecho por mí, porque no lo sabes, pero, en cierta manera, me has salvado la vida…

Philibert no contestó nada, y una vez más, bajo la mirada.

11

Camille se levanto temprano para acompañarlo a la estación. Estaba tan nervioso que tuvo que arrancarle el billete de las manos para validarlo por él. Fueron a tomarse un chocolate, pero Philibert ni lo probó. Conforme se iba acercando la hora de su tren, Camille veía cómo se le crispaba la cara. Sus tics nerviosos habían vuelto, y era de nuevo el pobre infeliz del supermercado. Un chico alto, nervioso y torpe que tenía que meterse las manos en los bolsillos para no arañarse la cara cuando se ajustaba las gafas.


Camille le puso la mano en el brazo.

– ¿Se encuentra bien?

– S… sí, mu… muy bien, e… está al t… tanto de la hora, ¿verdad?

– Eeeeh -le dijo ella-. Eeeeh… Tranquilo… Tranquilo…

Philibert trató de asentir con la cabeza.

– ¿Tanto le agobia reunirse con su familia?

– N… no -contestó, a la vez que decía que sí con la cabeza.

– Piense en sus hermanitas…

Philibert le sonrió.

– ¿Cual es su preferida?

– La… la pequeña…

– ¿Blanche?

– Sí.

– ¿Es guapa?

– Es… es más que eso todavía… Es… es dulce conmigo…


No fueron capaces de besarse, pero Philibert la cogió por el hombro en el andén:

– Se… se va a cuidar mucho, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Se… se va con su familia?

– No…

– ¿Ah, no? -preguntó con una mueca.

– Yo no tengo hermanita que me haga soportable todo lo demás…

– Ah…


Asomado a la ventanilla, Philibert la sermoneó:

– ¡So… sobre todo no se deje impresionar por nuestro cocinerito, eh!

– Qué va, qué va… -lo tranquilizó Camille.

Philibert añadió algo, pero Camille no lo oyó por culpa de la megafonía. En la duda, dijo que sí con la cabeza, y el tren arrancó.


Decidió volver a pie y se equivocó de camino sin darse cuenta. En lugar de tomar a la izquierda y bajar por el bulevar Montparnasse hasta llegar a la Academia Militar, siguió todo recto y fue a parar a la calle Rennes. Fue por culpa de las tiendas, las guirnaldas, la animación…

Camille era como un insecto; la atraía la luz y la sangre caliente de la muchedumbre.


Tenía ganas de ser parte de esa multitud, de ser como toda esa gente, de ir con prisa, de estar emocionada y atareada. Tenía ganas de entrar en las tiendas y comprar tonterías para mimar a las personas a las que quería. Aflojó el paso para preguntarse: ¿a quien quería? Vamos, vamos, se reprendió, subiéndose el cuello de la chaqueta, no empieces, anda, están Pierre y Mathilde, Philibert, y tus amigas de Todoclean… Aquí, en esta tienda de bisutería seguro que encuentras alguna cosita para Mamadou, que es tan coqueta… Y por primera vez desde hacía mucho tiempo, hizo lo mismo que todo el mundo, y al mismo tiempo: se paseó por las calles, calculando su paga extra… Por primera vez en mucho tiempo, no pensaba en el día de mañana. Y no era una simple expresión. El día de mañana, o sea, el día siguiente.

Por primera vez desde hacía mucho tiempo, el día siguiente le parecía… posible e imaginable. Sí, eso era exactamente: posible e imaginable. Tenía un lugar en el que le gustaba vivir. Un lugar extraño y singular, como las personas que lo habitaban. Camille apretaba con fuerza las llaves que tenía en el bolsillo, pensando en las semanas que acababan de pasar. Había conocido a un extraterrestre. Un ser generoso, anacrónico, que estaba a mil leguas del mundo real, y no parecía vanagloriarse en absoluto de ello. También estaba el cabeza de chorlito del otro. Bueno, con él sería todo más complicado… Quitando sus historias de motos y de cacerolas, Camille no veía muy bien qué más se podía sacar de él, pero por lo menos le había emocionado su cuaderno, bueno, tanto como emocionado… qué exagerada, digamos que le había llamado la atención. Era más complicado, y a la vez podía ser más sencillo: el manual de instrucciones parecía bastante básico…


Sí, había progresado, pensaba Camille, pisando huevos detrás de la gente.


El año anterior por esa época se encontraba en un estado tan lamentable que no había sabido decirle su nombre al tío del Samur que la había recogido en la calle, y el año anterior, estaba trabajando tanto que ni se había dado cuenta de que era Navidad; su «benefactor» se abstuvo de recordárselo no fuera a ser que perdiera el ritmo… Así que lo podía decir, ¿no? Podía pronunciar esas pocas palabras que no hace tanto tiempo se le hubieran quedado atragantadas en la garganta: estaba bien, se encontraba bien y la vida era bella. Uf, por fin lo había dicho. Anda, tonta, no te pongas colorada. No te des la vuelta. Tranquila, nadie te ha oído pronunciar estas locuras.


Tenía hambre. Entró en una panadería y se compró unos pastelillos. Unas cositas riquísimas, ligeras y dulces. Se chupó largo rato los dedos antes de atreverse a volver a entrar en una gran superficie, donde encontró regalitos para todo el mundo. Un perfume para Mathilde, bisutería para las chicas, unos guantes para Philibert, y unos puros para Pierre. ¿Se podía ser más convencional? No. Eran los regalos de Navidad más tontos del mundo, pero eran perfectos.


Terminó sus compras cerca de la plaza de Saint-Sulpice y entró en una librería. Eso también era la primera vez que lo hacía en mucho tiempo… Ya no se atrevía a aventurarse en ese tipo de sitios. Era difícil de explicar, pero le hacía demasiado daño, era… No, no podía decir eso… Ese abatimiento, esa cobardía, ese riesgo que ya no quería correr… Entrar en una librería, ir al cine, ver exposiciones o echar una ojeada a los escaparates de las galerías de arte era tocar con el dedo su mediocridad, su pusilanimidad, y recordar que había tirado la toalla un día de desesperación y que desde entonces ya nunca la había recuperado…

Entrar en cualquiera de esos lugares cuya legitimidad dependía de la sensibilidad de algunos era recordar que su vida era vana…

Camille prefería las secciones de cualquier gran superficie.


¿Quien podía entender eso? Nadie.

Era una batalla personal. La más invisible de todas. La más desgarradora también. ¿Y cuántas noches de trabajo, de soledad y de limpiar retretes tendría que infligirse todavía para salir vencedora?


Al principio evitó la sección de Bellas Artes, que conocía de memoria por haberla frecuentado mucho en la época en que intentaba estudiar en la facultad del mismo nombre, y luego, más tarde, con fines menos gloriosos… De hecho, no tenía intención de visitar esa sección. Era demasiado pronto. O demasiado tarde justamente. Era como esa historia de tocar fondo e impulsarse hacia arriba… ¿Tal vez estaba en un momento de su vida en el que ya no podía contar con la ayuda de los grandes maestros?


Desde que había tenido edad para sujetar un lápiz, le habían repetido que tenía talento. Mucho talento. Demasiado. Era muy prometedora, demasiado lista o demasiado mimada. A menudo, sinceros, otras veces más ambiguos, esos halagos no la habían llevado a ninguna parte, y ahora, cuando ya sólo valía para llenar frenéticamente de bosquejos cuaderno tras cuaderno, como una obsesa, Camille se decía que no le importaría nada cambiar esas dos toneladas de talento por un poco de inocencia. O por una pizarra mágica, por ejemplo… Una pasada y, ¡hala!, borrarlo todo. Adiós técnica, adiós referencias, adiós talento, adiós todo. A empezar de cero.

Así que mira, el bolígrafo se coge entre los dedos índice y pulgar… No, de hecho, lo puedes coger como te dé la gana. Luego, es muy fácil, ya no tienes que pensar en nada. Tus manos ya no existen. Ya no son lo importante. No, así no está bien, sigue siendo demasiado bonito. No se te pide que hagas algo bonito, ¿sabes…? Lo bonito nos trae sin cuidado. Para eso ya están los dibujos de los niños y el papel cuché de las revistas. Eh, tú, genio, tú que crees que tienes tanto talento pero estas vacía por dentro, ponte unas manoplas, hala, que sí, que te las pongas te digo, y quizá por fin verás que dibujarás un círculo fallido casi perfecto…


Camille deambuló pues entre los libros. Se sentía perdida. Había tantos, y hacía tanto tiempo que había perdido el hilo de la actualidad que todas esas fajas rojas en las portadas la mareaban. Miraba las cubiertas, leía las sinopsis, comprobaba la edad de los autores, haciendo una mueca cuando veía que habían nacido después que ella. No era un método de selección muy bueno que digamos… Se dirigió hacia la sección de libros de bolsillo. El papel de mala calidad y la letra pequeña la intimidaban menos. La portada de ese libro, en la que salía un niño con gafas de sol, era muy fea, pero el principio de la historia le gustaba:

«Si tuviera que resumir mi vida con un solo hecho, esto es lo que diría: tenía siete años cuando el cartero me atropelló la cabeza. Ningún otro acontecimiento habrá sido más formador para mí. Mi existencia caótica, tortuosa, mi cerebro enfermo y mi fe en Dios, mis agarradas con las alegrías y las penas, todo eso, de una forma o de otra, se deriva de ese instante en el que, una mañana de verano, la rueda trasera izquierda del todoterreno de Correos aplastó mi cabeza de niño contra la gravilla ardiente de la reserva apache de San Carlos.»


No estaba mal, no… Además el libro era un buen tocho, bien gordo y bien denso. Había diálogos, fragmentos de cartas y unos bonitos subtítulos. Siguió hojeándolo y, al final del primer tercio aproximadamente, leyó lo siguiente:

«"Gloria", dijo Barry, adoptando su tono doctoral. "Éste es tu hijo Edgar. Hace tiempo que aguarda el momento de volver a verte."

»Mi madre miró a todos lados, salvo hacia mí. "¿Queda alguna todavía?", le preguntó a Barry con una vocecita aguda que me encogió el estomago.

»Barry suspiró y fue a la nevera a buscar otra lata de cerveza. "Es la última, luego iremos a comprar más." La dejó encima de la mesa, delante de mi madre, y luego sacudió ligeramente el respaldo de su silla, "Gloria, es tu hijo", volvió a decir, "está aquí".»

Sacudir el respaldo de la silla… ¿Tal vez fuera ése el truco?


Cuando, cerca del final, cayó sobre este párrafo, cerró el libro, segura de sí misma:

«Sinceramente, no tengo ningún merito. Salgo con mi cuaderno y la gente se pone a mis pies. Llamo a su puerta y me cuentan su vida, sus pequeños triunfos, sus motivos de rabia y sus anhelos ocultos. En cuanto a mi cuaderno, que de todas maneras sólo llevo para aparentar, me lo suelo guardar en el bolsillo, y escucho pacientemente hasta que me hayan dicho todo lo que tenían que decir. Después viene lo más fácil. Vuelvo a mi casa, me instalo delante de mi máquina Hermès Jubilé y hago lo que llevo haciendo desde hace casi veinte años: escribo todos los detalles interesantes.»

Una cabeza espachurrada en la infancia, una madre medio zumbada y un cuadernito en el fondo del bolsillo…

Qué imaginación…


Un poco más adelante, Camille descubrió el último libro ilustrado de Sempé. Se quitó la bufanda y se la sujetó entre las piernas junto con el abrigo para extasiarse más cómodamente. Pasó las páginas despacio y, como a cada vez, se le colorearon las mejillas de placer. Nada le gustaba tanto como ese pequeño mundo de grandes soñadores, ese trazo certero, las expresiones de los rostros, las marquesinas de los chalés de la periferia, los paraguas de las señoras mayores, y la infinita poesía de las situaciones. ¿Cómo lo hacía? ¿Dónde encontraba Sempé todo aquello? Camille volvió a ver los cirios, los incensarios y el gran altar barroco de su personaje preferido, la beata. Esta vez, estaba sentada en el fondo de la iglesia, con un móvil en la mano, y la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, tapándose la boca con la mano: «¿Marthe? Soy Suzanne. Estoy en la iglesia Sainte-Eulalie-de-la-Rédemption, ¿quieres que pida algo para ti?»

Buenísimo.

Unas páginas después, un señor se dio la vuelta al oírla reírse sola. Y eso que no era nada, tan solo una señora gorda que hablaba con un pastelero mientras éste seguía trabajando. El pastelero tenía un gorro de cocinero, una expresión como desengañada, y una barriguita monísima. La señora decía: «El tiempo ha pasado, he rehecho mi vida, pero ¿sabes, Roberto?, nunca te he olvidado…» Ella llevaba un sombrero con forma de pastel, una especie de bocadito de crema igualito a los que el pastelero acababa de hacer…


No era apenas nada, dos o tres trazos de tinta, y sin embargo se la veía parpadear con una cierta languidez nostálgica, con la cruel indolencia de quien se sabe aún deseable… Pequeñas Ava Gardner de extrarradio, mujercitas fatales de pelo teñido…

Seis minúsculos trazos para decir todo eso… ¿Cómo lo hacía?


Camille devolvió esa maravilla a su estantería pensando que el mundo se dividía en dos categorías: los que comprendían los dibujos de Sempé, y los que no los comprendían. Por muy ingenua y maniquea que pudiera parecer, esa teoría se le antojaba absolutamente pertinente. Por poner un ejemplo, ella conocía a una persona que, cada vez que hojeaba un Paris-Match y descubría una de esas viñetas, no podía evitar ridiculizarse: «Yo francamente no le veo la gracia a esto… A ver si alguien me explica algún día de qué hay que reírse…» Mala suerte, esa persona era su madre. Sí, desde luego, que mala suerte…

De camino hacía la caja, se cruzó con la mirada de Vuillard. Esto tampoco es una mera expresión; la estaba mirando, a ella. Con dulzura.

Autorretrato con bastón y canotier… Camille conocía ese cuadro, pero nunca había visto una reproducción tan grande. Era la portada de un enorme catálogo. Entonces, ¿había una exposición en ese momento? ¿Pero dónde?

– En el Grand Palais -le confirmó uno de los vendedores.

– ¿Ah, si?


Qué extraña coincidencia… No había dejado de pensar en él en esas últimas semanas… Los tapices recargados de su habitación, el diván con su colcha, los cojines bordados, las alfombras amontonadas y la luz tamizada de las lámparas… Más de una vez, Camille se había hecho la reflexión de que tenía la impresión de estar en un cuadro de Vuillard… Esa misma sensación de estar dentro de un útero, un capullo. Una sensación atemporal, tranquilizadora, agobiante, opresiva también…

Hojeó el ejemplar de exposición y volvió a sufrir una crisis aguda de admiracionitis. Era tan bonito… Tan bonito… Esa mujer de espaldas abriendo una puerta… Su corsé, rosa, su vestido negro de tubo y ese perfecto contoneo… ¿Cómo había podido plasmar ese movimiento? ¿El ligero contoneo de una mujer elegante vista de espaldas?

¿Sin emplear nada más que un poco de pintura negra?

¿Cómo era posible ese milagro?

«Cuanto más puros son los elementos empleados, más pura es la obra. En pintura, hay dos medios de expresión, la forma y el color, cuanto más puros son los colores, más pura es la belleza de la obra…»

Fragmentos del diario de Vuillard componían los comentarios.


Su hermana dormida, la nuca de Misia Sert, las amas de cría en los parques, los estampados de los vestidos de las niñas, el retrato de Mallarmé a carboncillo, los estudios para el de Yvonne Printemps, esa linda carita carnívora, las páginas garabateadas de su agenda, la sonrisa de Lucie Belin, su amiga… Plasmar una sonrisa es totalmente imposible, y él, sin embargo, lo había logrado… Desde hace casi un siglo, recién interrumpida su lectura, esta mujer nos sonríe dulcemente y parece decirnos: «Ah, ¿eres tu?» con un lánguido movimiento de la nuca…


Y ese pequeño lienzo de ahí, Camille no lo conocía… No era un lienzo, de hecho, sino un dibujo sobre cartón… La oca… Genial… Cuatro tipos, dos de los cuales vestidos con traje de etiqueta y chistera, intentando atrapar a una oca burlona… Esas masas de colores, la brutalidad de los contrastes, la incoherencia de las perspectivas… ¡Oh, qué bien debió de pasárselo Vuillard ese día!


Una hora larga y una tortícolis más tarde, Camille terminó por levantar la cabeza del catálogo y miró el precio: ay ay ay, cincuenta y nueve euros… No. No era razonable. El mes que viene tal vez… Para ella, tenía ya otra idea de regalo: una pieza de música que había oído en la radio el otro día mientras barría la cocina.

Gestos ancestrales, escoba paleolítica y baldosas hechas polvo, Camille refunfuñaba, enfrascada en su tarea, cuando la voz de una soprano le erizó, uno a uno, cada pelo de los antebrazos. Se acercó a la radio conteniendo el aliento: Nisi Dominus, Vivaldi, Vespri Solenni per la Festa dell'Assunzione di Maria Vergine…


Bueno, ya estaba bien de soñar, de extasiarse y de gastar, era hora de volver al trabajo…


Aquella noche se alargó más por culpa de la copa de Navidad organizada por el comité de empresa de una de las sociedades de las que se encargaban. Josy meneó la cabeza en un gesto reprobador al ver todo aquel desorden, y Mamadou se llevó mandarinas y pastelitos para sus hijos. Perdieron el último metro, pero no importaba: ¡Todoclean les pagaba un taxi a todas! ¡Qué derroche! Cada una eligió a su taxista riendo, y se desearon feliz Navidad anticipadamente pues solo Camille y Samia se habían apuntado para trabajar el 24.

12

Al día siguiente, domingo, Camille comió en casa de los Kessler. Imposible escaquearse. No estaban más que ellos tres, y la conversación fue más bien animada. No hubo preguntas delicadas, ni respuestas ambiguas, ni silencios violentos. Una verdadera tregua de Navidad. ¡Ah, sí! En un momento dado, cuando Mathilde se inquietó por sus condiciones de supervivencia en la buhardilla, Camille tuvo que mentir un poco. No quería mencionar su mudanza. Aún no… Por desconfianza… El mequetrefe aún no se había marchado, y todavía podía surgir algún psicodrama…


Sopesando su regalo, Camille aseguro:

– Ya sé lo que es…

– No.

– ¡Que sí!

– Pues venga, a ver, di… ¿Qué es?

El regalo estaba envuelto en papel de estraza. Camille quitó el lazo, alisó bien el papel, y se preparó para el examen.

Pierre estaba nerviosísimo. Ojalá esta tonta se volviera a poner a ello…


Cuando terminó, Camille volvió el dibujo hacia él: el sombrero de paja, la barba pelirroja, los ojos como dos grandes botones, la chaqueta oscura, el quicio de la puerta, y el pomo con dibujos en espiral, era exactamente como si acabara de calcar la portada.

Pierre tardó un momento en comprender:

– ¿Cómo lo has hecho?

– Ayer me pasé más de una hora mirándolo…

– ¿Ya lo tienes?

– No.

– Uf…

Un momento después:

– ¿Te has vuelto a poner a ello?

– Un poco…

– ¿En este plan? -dijo, indicando el retrato de Edouard Vuillard-. ¿Copiando?

– No, no… Yo… hago bosquejos… bueno, casi nada… Cositas así, vaya…

– ¿Por lo menos disfrutas con ello?

– Sí.

Pierre se estremecía de impaciencia:

– Aaaah, perfecto… ¿Me los dejas ver?

– No.

– ¿Y que tal está tu madre? -interrumpió Mathilde, siempre tan diplomática-. ¿Sigue al borde del abismo?

– Más bien al fondo…

– Entonces es que todo va bien, ¿no?

– Perfectamente -sonrió Camille.


Pasaron el resto de la tarde hablando de pintura. Pierre comentó el trabajo de Vuillard, buscó afinidades, estableció paralelismos y se perdió en interminables digresiones. Varias veces se levantó para ir a buscar a su biblioteca las pruebas de su perspicacia y, al cabo de un rato, Camille tuvo que sentarse en una esquinita del sofá para dejar sitio a Maurice (Denis), a Pierre (Bonnard), a Félix (Valloton) y a Henri (de Toulouse-Lautrec).

Como marchante, Pierre era un pesado, pero como aficionado ilustrado, era verdaderamente maravilloso. Por supuesto, decía tonterías -¿quién no lo hacía en materia de arte?- pero las decía bien. Mathilde bostezaba, y Camille se iba terminando la botella de champaña. Piano ma sano.


Cuando su rostro hubo casi desaparecido tras las volutas de humo de su puro, se ofreció a llevarla a casa en su coche. Camille dijo que no. Había comido demasiado y se imponía una buena caminata.


El piso estaba vacío y le pareció demasiado grande, se encerró en su habitación y pasó el resto de la noche sin despegar la vista de su regalo.


Durmió unas horas por la mañana y se reunió con Samia más temprano que de costumbre, era Nochebuena y las oficinas se vaciaban a las cinco de la tarde. Trabajaron deprisa y en silencio.

Samia se marchó la primera y Camille se quedó un momento bromeando con el guardia de seguridad:

– ¿Pero te han obligado a ponerte la barba y el gorro?

– ¡Qué va, era una iniciativa personal para crear ambientillo!

– ¿Y ha funcionado?

– Pfff, ya ves… La peña pasa… El único que lo ha notado ha sido mi perro… No me ha reconocido y me ha gruñido, el muy idiota… Te lo juro, he tenido perros imbéciles, pero éste se lleva la palma…

– ¿Cómo se llama?

Matrix.

– ¿Es una perra?

– No, ¿por?

– Eh… no, por nada, por nada… Bueno, pues adiós… Feliz Navidad, Matrix -le dijo al gran doberman tumbado a sus pies.

– No esperes que te conteste, no se cosca de nada te digo…

– No, no -contesto Camille riendo-, si no lo esperaba…

Este tío era el Gordo y el Flaco en uno.


Eran casi las diez de la noche. La gente, muy elegante, iba de aquí para allá cargada de paquetes. A las señoras ya les dolían los pies con sus zapatitos de salón, los niños zigzagueaban entre las horquillas de las aceras y los señores consultaban sus agendas delante de los telefonillos.

Camille observaba todo aquello, divertida. No tenía prisa e hizo cola ante el escaparate de una tienda de comida preparada para comprarse una buena cena. O más bien una buena botella. Para comer no sabía muy bien qué elegir… Al final le señaló al dependiente un trozo de queso de cabra y dos panecillos con nueces. Bah, era más que nada para acompañar al vino…


Descorchó la botella y la dejó no muy lejos de un radiador para ponerla a temperatura ambiente. Luego se dedicó a ella. Llenó la bañera, y se tiró dentro más de una hora, con la nariz a ras del agua caliente. Se puso el pijama, unos gruesos calcetines y eligió su jersey preferido. Uno de cachemira carísimo… Vestigio de una época remota… Desembaló la cadena de música de Franck, la instaló en el salón, se preparó una bandeja con la cena, apagó todas las luces y se acurrucó en el viejo sofá, envuelta en su edredón.


Hojeó el libreto; el Nisi Dominus estaba en el segundo disco. Bueno, las Vísperas de la Ascensión no era exactamente la misa adecuada, y además, iba a escuchar los salmos en desorden, no tenía ni pies ni cabeza…

Bueno, pero ¿qué más daba?

¿Qué más daba?

Pulsó el botón del mando a distancia y cerró los ojos: estaba en el séptimo cielo… Sola, en ese piso inmenso, con un vaso de buen vino en la mano, escuchando la voz de los ángeles.

Hasta los adornos de pasamanería de la araña se estremecían de placer.


Cum dederit dilactis suis somnum.

Ecce, haereditas Domin filii: merces fructus ventris.


Era la pista número 5, y debió de escucharla unas catorce veces.

Y una vez más, a la decimocuarta vez, su caja torácica explotó en mil pedazos.


Un día que iban solos en el coche y Camille acababa de preguntarle por qué escuchaba siempre la misma música, su padre le contestó: «La voz humana es el instrumento más bello, el más emocionante… Y ni el mejor virtuoso del mundo podrá darte jamás ni la mitad de la mitad de la emoción que te proporciona una bella voz… Es lo que los seres humanos tenemos de divino… Es algo que uno comprende al hacerse viejo, me parece… Bueno, yo por lo menos he tardado en reconocerlo, pero dime… ¿quieres oír otra cosa? ¿Quieres La mamá de los pececitos


Ya se había bebido la mitad de la botella y acababa de poner el segundo disco cuando alguien encendió la luz.

Fue horrible, Camille se tapó los ojos con las manos y la música le pareció de golpe fuera de contexto, y las voces, incongruentes, nasales incluso. En dos segundos, era como estar en el purgatorio.


– Anda, ¿estás aquí?

– …

– ¿No estás en tu casa?

– ¿Allí arriba?

– No, en casa de tus padres…

– Pues ya ves que no…

– ¿Has currado hoy?

– Sí.

– Ah, bueno, pues perdona, perdona… Pensaba que no había nadie…

– No pasa nada…

– ¿Qué es eso que escuchas? ¿ La Castafiore?

– No, una misa…

– ¿En serio? ¿Eres creyente?

Tenía que presentárselo sin falta al guardia de seguridad del perro… Vaya par… Mucho mejores que los dos viejitos de los Teleñecos…

– No, no especialmente… ¿Te importa apagar la luz por favor?


Franck obedeció y salió de la habitación, pero ya no era lo mismo. Se había roto el hechizo. Camille ya no sentía exaltación alguna, y hasta el sofá había perdido su forma de nube. Sin embargo trató de concentrarse, cogió el libreto y buscó donde se había quedado:

Deus in adiutorium meum intende

¡Dios, ven en mi auxilio!

Sí, de eso se trataba exactamente.


Al parecer, el tonto del culo ese estaba buscando algo en la cocina y gritaba, vengándose de las puertas de todos los armarios. Volvió al salón y le preguntó:

– Oye, ¿no habrás visto los dos Tupper amarillos?

Aaaajjjj, hay que fastidiarse…

– ¿Los grandes?

– Sí.

– No. Yo no los he tocado…

– Joder, me cago en la puta… En esta casa no se encuentra nunca nada… ¿Se puede saber qué coño hacéis con la vajilla? ¿Os la coméis, o qué?

Camille le dio al botón de pausa, suspirando:

– ¿Te puedo hacer una pregunta indiscreta? ¿Por qué buscas un Tupper amarillo en Nochebuena a las dos de la mañana?

– Porque sí. Lo necesito.

Bueno, ya no había nada que hacer, a la porra el disco. Camille se levantó y apagó la música.

– ¿Ésa es mi cadena de música?

– Sí… Me he tomado la libertad de…

– Joder, es súper bonita… ¡Caray, tía, no me has comprao cualquier cosa!

– Pues no, caray, tío, no te he comprao cualquier cosa…

Abrió como platos sus ojos de besugo:

– ¿Por qué repites lo que yo digo?

– Por nada. Feliz Navidad, Franck. Anda, venga, vamos a buscar tu chisme… Mira, ahí está, encima del microondas…


Camille volvió a sentarse en el sofá mientras Franck ordenaba la nevera. Después, cruzó la habitación sin decir una palabra y fue a darse una ducha. Camille se escondió detrás de su copa de vino. Seguramente se había acabado toda el agua caliente…

– ¡Joder, ¿pero quién ha gastado toda el agua caliente, hostia?!


Volvió media hora más tarde, vestido tan solo con unos vaqueros.

Como quien no quiere la cosa, tardó un momentito más de lo necesario en ponerse el jersey… Camille sonreía: su falta de sutileza clamaba al cielo…

– ¿Puedo? -preguntó, señalando la alfombra.

– Tú, como en tu casa…

– No me lo puedo creer, ¿estás comiendo?

– Queso y uvas…

– ¿Y antes?

– Nada.

Franck hizo un gesto de desaprobación con la cabeza.

– Pero es un queso muy bueno, ¿sabes…? Y las uvas también son muy buenas… Y el vino… Por cierto, ¿quieres un poco?

– No, no, gracias…

Uf, pensó Camille, le hubiera roto el corazón tener que compartir su Mouton-Rothschild con él…


– ¿Qué tal?

– ¿Cómo dices?

– Te pregunto que qué tal estás -repitió él.

– Pues… bien… ¿Y tú?

– Cansado…

– ¿Trabajas mañana?

– No.

– Qué bien, así puedes descansar.

– No.

Una maravilla de conversación.


Franck se acercó a la mesita de centro, se apoderó de una funda de disco y sacó una china:

– ¿Te preparo uno?

– No, gracias.

– Qué chica más seria…

– He elegido otra cosa -dijo Camille, blandiendo su copa de vino.

– Haces mal.

– ¿Por qué, el alcohol es peor que la droga?

– Sí, y puedes creerme, porque yo, borrachos en mi vida he visto mogollón… Y además esto no es droga… Esto es como un dulce, es como Toblerone pero para adultos…

– Si tú lo dices…

– ¿No quieres probar?

– No, que me conozco… ¡Seguro que me gusta!

– ¿Y?

– Y nada… Es sólo que tengo un problema de voltaje… No sé como decirte… Muchas veces tengo la sensación de que me falta un botón… Ya sabes, un chisme para regular el volumen… Siempre me paso en un sentido o en otro… Nunca consigo encontrar un buen equilibrio, y mis inclinaciones siempre terminan mal…

Camille se sorprendió de sí misma. ¿Por qué se confiaba así? ¿Estaría algo borracha, tal vez?

– Cuando bebo, bebo demasiado, cuando fumo, me hago polvo, cuando amo, pierdo la razón, y cuando trabajo, me deslomo… No sé hacer nada normalmente, serenamente, no…

– ¿Y cuando odias?

– Eso ya no lo sé…

– Yo creía que a mí me odiabas…

– Todavía no -sonrió Camille-, todavía no… Cuando eso ocurra ya verás… Ya verás la diferencia…

– Bueno… ¿qué? ¿Se ha terminado la misa?

– Sí.

– ¿Y ahora qué escuchamos?

– Pues… la verdad es que no creo que nos gusten las mismas cosas…

– A lo mejor sí que tenemos algo en común… Espera… Déjame pensar… Seguro que encuentro un cantante que te guste a ti también…

– Venga, a ver, dime.

Franck estaba concentrado en la preparación de su porro. Cuando lo terminó, fue a su habitación, volvió y se acuclilló delante de la cadena de música.


– ¿Qué es?

– Una trampa para chicas.

– ¿Es Riccardo Cocciante?

– No, hombre, no…

– ¿Julio Iglesias? ¿Louis Mariano? ¿Fréderic François?

– No.

– ¿Herbert Leonard?

– Calla…

– ¡Ah, ya lo tengo! ¡Roch Voisine!


I guess I´ll have to stay… This album is dedicated to you…


– Nooooooo.

– Síííííííí.

– ¿Marvin Gaye?

– A ver -dijo, encogiéndose de hombros-, una trampa para chicas… Ya te lo había dicho…

– Me encanta.

– Ya lo sé…

– ¿Tan predecibles somos?

– No, desgraciadamente no sois nada predecibles, pero Marvin Gaye es que no falla, oye. Todavía no he conocido a una sola chica a quien no le encante…

– ¿Ninguna?

– Hombre, tanto como ninguna… ¡Alguna seguro que sí! Pero no me acuerdo. No fueron importantes… O no tuvimos ocasión de llegar hasta ahí…

– ¿Has conocido a muchas chicas?

– ¿Qué quiere decir «conocer»?

– ¡Eh! ¿Por qué lo quitas?

– Porque me he equivocado, no era lo que quería poner…

– ¡Que sí, que lo dejes! ¡Es mi disco preferido! Querías el de Sexual Healing, ¿no? Pufff, vosotros sí que sois predecibles… ¿Al menos te sabes la historia de ese disco?

– ¿De cuál?

Here my dear.

– No, ése no lo escucho mucho…

– ¿Quieres que te la cuente?

– Espera… que me voy a poner cómodo… Pásame un cojín…

Se encendió el porro y se tumbó a la romana, con la cabeza apoyada en la palma de la mano.

– Te escucho…

– Bueno… yo… yo no soy como Philibert, ¿eh?, no te cuento todos los detalles… A ver, Here my dear quiere decir más o menos «aquí tienes, querida».

– ¿Qué es lo que tiene?

– Pues… el disco… -explicó Camille-. El primer gran amor de Marvin Gaye era una chica que se llamaba Anna Gordy. Dicen que el primer amor es siempre el último, no sé si será verdad, pero para él, en todo caso, está claro que no habría llegado a ser lo que fue si no la hubiera conocido… Era la hermana de un pez gordo de la Motown, el fundador me parece: Berry Gordy. Ella estaba super bien introducida en todo el mundillo, y él, se moría de impaciencia, desbordaba talento, apenas tenía veinte años, y ella casi el doble cuando se conocieron. Bueno, fue un flechazo, pasión, romance y toda la pesca, y de ahí, hala, directo al estrellato… Fue ella quien lo lanzó, lo encarriló, lo ayudó, lo guió, lo animó, etc. Una especie de Pigmalión, por decirlo de alguna manera…

– ¿Una especie de qué?

– De gurú, de guía, de combustible… Tuvieron muchas dificultades para tener un hijo, y al final terminaron por adoptar uno, después, rebobino hacia delante, llegamos a 1977 y la pareja empieza a llevarse mal. Él había llegado a lo más alto, era una estrella, un dios incluso… Y su divorcio, como todos los divorcios, fue encarnizado. Ya te imaginarás que lo que estaba en juego no era moco de pavo… Total, que fue sangriento, y para calmar a todo el mundo y saldar sus cuentas, el abogado de Marvin Gaye propuso que todo el dinero recibido por los derechos de autor de su siguiente disco fuera a parar íntegro a su ex. El juez se mostró de acuerdo, y nuestro ídolo se frotaba las manos: tenía pensado hacerle un disco de mierda en un par de días para quitarse de encima el muerto… Pero ¿qué ocurrió?, que no podía… No se puede liquidar una historia de amor como ésa. Bueno… los hay que lo consiguen muy bien, pero él no… Cuanto más pensaba en ello, más llegaba a la conclusión de que era una ocasión demasiado bonita… o demasiado estúpida… Entonces se encerró y compuso esta pequeña maravilla que cuenta toda su historia: su encuentro, su pasión, las primeras grietas, su hijo, los celos, el odio, la rabia… ¿Oyes la rabia, ahí? Anger, cuando todo se va a la mierda… Y luego la calma, y el comienzo de un nuevo amor… Es un regalo precioso, ¿no te parece? Se entregó a fondo, sacó lo mejor de sí mismo para un disco que, de todas maneras, no le iba a reportar ni un centavo…

– ¿Le gustó?

– ¿A quién, a ella?

– Sí.

– No, no le gustó nada. Estaba furiosa y durante mucho tiempo le reprochó haber expuesto su vida privada a la vista de todos… Mira, ésta es: This is Anna's Song… ¿Oyes qué bonito? Reconoce que esto no suena a revancha… Que es todavía amor…

– Sí…

– Te ha dejado pensativo…

– ¿Tú te lo crees?

– ¿El qué?

– ¿Que el primer amor es siempre el último?

– No lo sé… Espero que no…

Escucharon el final del disco sin volver a dirigirse la palabra.


– Bueno, hala… Joder, son casi las cuatro… Voy a estar fino yo, mañana…

Se levantó.

– ¿Te vas con tu familia? -le preguntó Camille.

– Lo que queda de ella, sí…

– ¿No te queda mucha?

– Me queda esto -dijo Franck, acercando mucho el índice al pulgar-. ¿Y a ti?

– Ésta -dijo ella, pasándose la mano por encima de la cabeza.

– Pues… bienvenida al club… Hala… buenas noches…

– ¿Duermes aquí?

– ¿Te molesta?

– No, no, era simple curiosidad…


Franck se dio la vuelta:

– ¿Duermes conmigo?

– ¿Cómo dices?

– Nada, nada, era simple curiosidad… -dijo riéndose.

13

Cuando Camille se levantó, a eso de las once, Franck ya se había marchado. Se preparó una gran tetera y se volvió a la cama.

Si tuviera que resumir mi vida con un solo hecho, esto es lo que diría: tenía siete años cuando el cartero me atropelló la cabeza…


Se despegó a duras penas del libro a última hora de la tarde para ir a comprar tabaco. Al ser fiesta no lo iba a tener muy fácil, pero no importaba, era sobre todo un pretexto para dejar reposar la historia, y darse el gusto de volver a encontrarse más tarde con su nuevo amigo.

Las grandes avenidas del distrito VII estaban desiertas. Caminó largo rato en busca de un café abierto y aprovechó para llamar a su tío. Los lamentos de su madre (he comido demasiado, etc.) se diluyeron un poco en el cariño lejano de los lazos familiares.

Ya había muchos árboles de Navidad tirados en las aceras…


Camille permaneció un momento observando a los acróbatas con patines del Trocadero y lamentó no haberse llevado el cuaderno. Más que sus piruetas, a menudo elaboradas y sin mucho interés, lo que le gustaba eran sus ingeniosas construcciones: trampolines temblorosos, pivotitos fluorescentes, latas de refrescos alineadas, tablas del revés, y mil otras maneras de partirse los piños enseñando los calzoncillos…


Pensaba en Philibert… ¿Que estaría haciendo en ese preciso momento?


Pronto el sol desapareció y el frío se abatió de golpe sobre ella. Se pidió un sándwich en una de esas cafeterías elegantes que bordean la plaza y dibujó en el mantel de papel las caras aburridas de los adolescentes del barrio, que comparaban entre sí los talones con los aguinaldos de sus abuelas, abrazando por la cintura a unas chicas preciosas, artificiales como muñecas Barbie.


Camille se leyó otros cinco milímetros más de La vida milagrosa de Edgar Mint y volvió a cruzar el Sena, tiritando de frío. Se sentía sola como un perro.


Me siento sola como un perro, se repetía a sí misma en voz baja, me siento sola como un perro…


¿Ir al cine tal vez? Bah… ¿Y luego con quién hablaría de la peli? ¿De qué sirven las emociones si no se pueden compartir? Se apoyó con todo su peso en la puerta cochera para abrirla, y para su gran decepción encontró el piso vacío.


Hizo un poco de limpieza para variar y retomó su libro. «No hay pena que un libro no pueda consolar», decía el gran sabio, vamos a ver si es verdad…

Cuando oyó el ruido de la cerradura, se hizo la sueca, y dobló las piernas por debajo del cuerpo, acurrucándose en el sofá.


Franck estaba con una chica. Una distinta. Menos llamativa.


Pasaron rápidamente por el pasillo y se encerraron en su habitación.

Camille volvió a poner un poco de música para cubrir el sonido de sus efusiones.

Ejem…

Hasta los cojones. Sí, esa era la expresión. Camille estaba hasta los cojones.

Por fin cogió su libro y emigró a la cocina, en la otra punta de la casa.


Un poco más tarde, sorprendió su conversación en el vestíbulo:

– Pero… ¿no te vienes conmigo? -preguntó la chica extrañada.

– No, estoy roto, no me apetece salir…

– Pero tío, no me toques las narices… He dejado plantada a toda mi familia para estar contigo… Me habías prometido que iríamos a cenar a algún sitio…

– Te he dicho que estoy roto…

– A tomar una copa, al menos…

– ¿Tienes sed? ¿Quieres una cerveza?

– Aquí no…

– Pero si hoy está todo cerrado… ¡Y además yo mañana tengo que currar!

– O sea, no me lo puedo creer… Ya sólo me queda largarme ¿es eso?

– Anda -añadió él con más dulzura-, no irás a montarme un numerito… Pásate mañana por la noche por el restaurante…

– ¿Cuándo?

– Hacia las doce…

– Hacia las doce… Lo que hay que oír… Hala, adiós…

– ¿Te has cabreado?

– Adiós.


No imaginaba encontrarla en la cocina acurrucada en su edredón:

– Anda, ¿estabas aquí?

Camille levantó la mirada sin responder.

– ¿Por qué me miras así?

– ¿Cómo?

– Como si yo fuera una mierda.

– ¡Yo no te miro así para nada!

– Sí, sí, lo veo perfectamente -dijo Franck, perdiendo los nervios-. ¿Tienes algún problema? ¿Qué pasa, te molesta algo?

– Mira tío… pasa de mí, ¿quieres?… No te he dicho nada. Tu vida me trae al pairo. ¡Haz lo que te dé la gana! ¡Yo no soy tu madre!

– Ah, vale. Eso ya esta mejor.


– ¿Qué hay de comer aquí? -preguntó, inspeccionando el contenido de la nevera-. Nada, por supuesto… Aquí nunca hay nada… Oye, ¿Philibert y tú de qué os alimentáis? ¿De libracos? ¿De las moscas a las que primero dais por culo?

Camille suspiró y se cruzó el chal sobre el pecho.

– ¿Te largas? ¿Tú ya has comido?

– Sí.

– Ah, sí, es verdad, has engordado un poco, parece…

– Eh -le dijo Camille, dándose la vuelta-, yo no juzgo tu vida, y tú no juzgas la mía, ¿entendido? Por cierto, ¿no te ibas a vivir a casa de un colega tuyo después de las fiestas? Era eso, ¿no? Bueno, entonces ya sólo nos queda aguantarnos una semana… Tendríamos que poder conseguirlo, ¿no? Así que, mira, lo más sencillo sería que no me volvieras a dirigir la palabra…


Un poco después, Franck llamó a la puerta de su habitación.

– ¿Sí?

Tiró un paquete sobre su cama.

– ¿Qué es eso?

Ya había salido de la habitación.


Era un paquete cuadrado y blandito. El papel era horroroso, todo arrugado, como si ya lo hubieran utilizado otras veces, y olía raro. Un olor como a cerrado. A comedor de colegio…

Camille lo abrió con cuidado y al principio le pareció que era una fregona. Regalo de dudoso gusto del guaperas de la habitación de al lado. Pero no, era una bufanda, muy larga, de punto muy ancho, y muy mal tejida: un agujero, un hilo, dos puntos, un agujero, un hilo, etc. ¿Sería tal vez un nuevo punto? Los colores eran… bueno… especiales digamos…


Había también una pequeña nota.

Una letra de maestra de principios de siglo, de color azul pálido, temblorosa y barroca, pedía disculpas:


Señorita,

Franck no ha sabido decirme de qué color eran sus ojos, así que he puesto un poco de todo. Le deseo una feliz Navidad.

Paulette Lestafier


Camille se mordió el labio. Con el libro de los Kessler, que no contaba porque sobreentendía algo así como: «Pues sí, hija, los hay que hacen una obra…», era su único regalo.

Uuuuf, qué fea era… Oh, qué bonita era…

Se puso de pie sobre su cama y se la enrolló alrededor del cuello a guisa de boa para divertir al marqués.

Guauuuuuuu…


¿Quién sería Paulette? ¿Su madre?


Terminó el libro de madrugada.


Bueno. Ya había pasado el día de Navidad.

14

De nuevo la misma rutina: de casa al trabajo, y del trabajo a casa. Franck ya no le dirigía la palabra, y ella lo evitaba cuanto podía. Por la noche rara vez estaba en casa.


Camille se espabiló un poco. Fue al jardín de Luxemburgo a ver la exposición de Botticelli, y la de Zao Wou-Ki en el Jeu de Paume, pero levantó los ojos al cielo cuando vio la cola que había para Vuillard. ¡Y además, enfrente estaba Gauguin! ¡Qué dilema! Vuillard estaba muy bien, pero Gauguin… ¡Un genio! Camille estaba ahí, indecisa, sin saber hacia qué lado tirar… Era horrible…


Al final dibujó a la gente que hacía cola, el tejado del Grand Palais, y la escalera del Petit Palais. Una japonesa la abordó, suplicándole que fuera a comprarle un bolso en la tienda Louis Vuitton. Le tendía cuatro billetes de quinientos euros, retorciéndose como si fuera cuestión de vida o muerte. Camille abrió mucho los brazos:

«Look… Look at me… I am too dirty…» Le señalaba sus zapatones, su vaquero dado de sí, su enorme jersey de hombre, su estrafalaria bufanda y el capote militar que Philibert le había prestado… «They won't let me go in the shop…» La japonesa hizo una mueca, se guardó los billetes y abordó a otro viandante diez metros más allá.


De repente, Camille decidió dar un rodeo por la avenida Montaigne. Por curiosidad.

Los guardias de seguridad eran verdaderamente impresionantes… Camille odiaba ese barrio en el que el dinero exhibía lo menos divertido que tenía que ofrecer: el mal gusto, el poder y la arrogancia. Apretó el paso delante del escaparate de Malo, la tienda de jerseys de cachemira… demasiados recuerdos…, y volvió caminando por los muelles del Sena.


En el trabajo, nada que destacar. El frío, una vez terminada su jornada, seguía siendo lo más difícil de soportar.

Volvía a casa sola, cenaba sola, dormía sola y escuchaba Vivaldi, rodeándose las rodillas con los brazos.


Carine tenía un plan para Nochevieja. A Camille no le apetecía nada ir, pero ya había pagado los treinta euros de la entrada, para así no tener más remedio que ir a la fiesta.

– Hay que salir un poco -se sermoneaba a sí misma.

– A mí no me gusta…

– ¿Por qué no te gusta?

– No sé…

– ¿Tienes miedo?

– Sí.

– ¿De qué?

– Tengo miedo de que me agiten la pulpa como a un zumo de naranja… Y además… cuando me pierdo dentro de mí, es como si saliera… Me paseo por mi interior… Es un espacio amplio, ¿sabes…?

– ¿Estás de coña? ¡Es enano! Anda, vente, que tu interior empieza a oler a cerrado…


Ese tipo de conversación entre ella y su pobre conciencia le roía el cerebro durante horas…


Cuando volvió a casa esa noche, se lo encontró en el descansillo:

– ¿Se te han olvidado las llaves?

– …

– ¿Llevas mucho tiempo aquí?

Franck hizo un gesto irritado señalándose la boca para indicar que no podía hablar. Camille se encogió de hombros. Ya no tenía edad para jugar a esa clase de paridas.

Franck se fue a la cama sin ducharse, sin fumar, y sin buscar una excusa para darle la vara. Estaba agotado.


Salió de su habitación a la mañana siguiente a eso de las diez y media, no había oído el despertador, y ni siquiera tenía fuerzas para cabrearse. Camille estaba en la cocina, Franck se sentó delante de ella, se sirvió un litro de café, y tardó un momento en decidirse a bebérselo.

– ¿Qué tal estás?

– Cansado.

– ¿Nunca te coges vacaciones?

– Sí. A primeros de enero… Para mudarme…

Camille miró por la ventana.


– ¿Estarás en casa sobre las tres?

– ¿Para abrirte?

– Sí.

– Sí.

– ¿Nunca sales?

– Sí, de vez en cuando, pero esta vez no voy a hacerlo porque si no tú luego no vas a poder entrar…

Franck asintió con la cabeza como un zombi:

– Bueno, tengo que irme, si no me van a echar…

Se levantó para enjuagar su taza.

– ¿Cuál es la dirección de tu madre?

Franck se quedó inmóvil delante del fregadero.

– ¿Por qué me preguntas eso?

– Para darle las gracias…

– Darrrrle -tenía carraspera- las gracias, ¿por qué?

– Pues… por la bufanda.

– Aaaaah… ¡Pero si no te la ha hecho mi madre, sino mi abuela! -le corrigió, aliviado-. ¡La única que teje así de bien es mi abuela!

Camille sonreía.

– Oye, no es obligatorio que te la pongas, eh…

– Me gusta mucho…

– Yo no pude evitar llevarme un buen susto cuando me la enseñó…


Se reía.

– Bueno, y la tuya no es nada… Espera a ver la de Philibert…

– ¿Cómo es?

– Naranja y verde.

– Seguro que se la pone… Lo único que lamentará es no poder besarle la mano en señal de gratitud…

– Sí, eso mismo me dije yo al marcharme… Menos mal que se trata de vosotros dos… Sois las dos únicas personas del mundo que conozco que pueden llevar esos horrores sin parecer ridículos…

Camille lo miró fijamente:

– Eh, ¿te das cuenta de que acabas de decir algo amable?

– ¿Es amable decir que sois unos payasos?

– Ah, perdona… Creía que hablabas de nuestra elegancia natural…

Tardó un momento antes de contestar:

– No, hablaba de… de vuestra libertad, creo… De esa suerte que tenéis de vivir pasando olímpicamente de todo…

En ese momento, sonó su móvil. Qué pena, para una vez que trataba de decir algo filosófico…


«Enseguida llego, jefe… Que sí, de verdad, que ya estoy listo… Pues que los haga Jean-Luc… Espere, jefe, estoy intentando camelarme a una chica que es mucho más inteligente que yo, así que claro, me está llevando más tiempo del normal, a ver, qué remedio… ¿El qué? No, todavía no lo he llamado… De todas formas, ya le he dicho que no va a poder… Ya sé que están todos desbordados, ya lo sé… Vale, yo me encargo… Ahora mismo le llamo… ¿El qué?… ¿Que me olvide de esta chica? Sí, seguro que tiene usted razón, jefe…»


– Era mi jefe -le anunció, con una sonrisa boba.

– ¿En serio? -le contestó ella.

Franck enjuagó su taza, salió de la cocina y frenó la puerta de milagro para impedir que se cerrara con un portazo.


Vale, esa chica era imbécil, pero no tenía un pelo de tonta, y eso era lo que molaba.


Con cualquier otra tía, habría colgado el teléfono y punto. Mientras que con ella, le había dicho que era su jefe para hacerla reír, y ella era tan lista que se había hecho la sorprendida para devolverle la broma. Hablar con ella era como jugar al ping-pong: ella aguantaba el ritmo y te mandaba un mate de repente, cuando menos te lo esperabas, y hacía que te sintieras menos tonto.


Franck bajaba las escaleras agarrándose a la barandilla y oía el crujido de la madera por encima de su cabeza. Con Philibert pasaba lo mismo, por eso le gustaba hablar con él…

Porque Franck sabía que no era tan burro como parecía, pero su problema eran justamente las palabras… Nunca encontraba las palabras adecuadas, entonces no tenía más remedio que ponerse nervioso para hacerse entender… ¡Qué jodienda, de verdad!


Por todos esos motivos no le hacía ninguna gracia irse del piso… ¿Qué coño iba a hacer en casa de Kermadec? ¿Beber, fumar, ver DVDs y hojear revistas de tuning en el retrete?

De puta madre.

Vuelta a la casilla de salida, cuando tenía veinte años.


Hizo su trabajo distraídamente.

La única chica del universo capaz de llevar una bufanda tejida por su abuela, y seguir estando guapa, nunca sería para él.

Qué cosas tenía la vida…


Se pasó por el obrador antes de irse, le cayó otra bronca por no haber llamado todavía a su antiguo pinche, y volvió a casa a acostarse.


Sólo durmió una hora porque tenía que ir a la lavandería. Reunió toda su ropa sucia y la metió en la funda de su edredón.

15

Desde luego…

Ahí estaba otra vez. Sentada junto a la máquina número siete con su bolsa de ropa mojada entre las piernas. Estaba leyendo.


Franck se sentó delante de ella sin que Camille se percatara de su presencia. Eso era algo que siempre lo fascinaba… Cómo eran capaces Philibert y ella de concentrarse… Le recordaba a ese anuncio en que un tío se comía tranquilamente un pedazo de queso mientras el mundo se venía abajo a su alrededor. De hecho, muchas cosas le recordaban a anuncios… Seguramente era porque de niño había visto mucho la tele…


Se entretuvo con el jueguecito siguiente: pon que acabas de entrar en esta lavandería de mala muerte de la avenida de La Bourdonnais, un 29 de diciembre a las cinco de la tarde y ves esa silueta por primera vez en tu vida, ¿que pensarías?


Se arrellanó en su silla de plástico, se metió las manos en los bolsillos de la cazadora, y entornó los ojos.


Para empezar, pensarías que es un tío. Como la primera vez. Tal vez no una loca, pero sí un tío súper afeminado… Así que dejarías de mirar. Aunque… a pesar de todo te quedaría alguna duda… Por las manos que tiene, el cuello, esa forma de acariciarse el labio inferior con la uña del pulgar… Sí, dudarías un poco… ¿Tal vez sea una chica al fin y al cabo? Una chica vestida de tío. ¿Como si quisiera ocultar su cuerpo? Intentarías mirar a otra parte, pero no podrías evitar volverla a mirar. Porque habría algo… El aire era especial alrededor de esa persona. ¿O la luz, tal vez?

Sí. Eso era.

Si acabaras de entrar en una lavandería de mala muerte de la avenida de La Bourdonnais, un 29 de diciembre a las cinco de la tarde y vieras esta silueta bajo la triste luz de los neones, te dirías exactamente esto: ahí va… un ángel…


Camille levantó la cabeza en ese mismo momento, lo vio, se quedó un momento sin reaccionar como si no lo hubiera reconocido y terminó por sonreírle. Oh, casi nada, apenas un pequeño destello, un gestito de reconocimiento entre clientes habituales…

– ¿Son tus alas? -le dijo, señalándole la bolsa.

– ¿Cómo?

– No, nada…

Una de las secadoras dejo de dar vueltas y Camille suspiró, lanzándole una ojeada al reloj de pared. Un mendigo se acercó a la máquina y sacó una cazadora y un saco de dormir todo deshilachado.

Vaya, eso sí que era interesante… Los hechos ponían a prueba su teoría… Ninguna chica normal pondría su ropa a secar después de la de un mendigo, y Franck sabía muy bien de qué hablaba: llevaba casi quince años de lavanderías automáticas a sus espaldas…

Franck escrutó el rostro de Camille.


Ni el más mínimo ademán de echarse atrás, o de vacilación, ni un asomo de mueca. Se levantó, metió su ropa en la máquina rápidamente, y le preguntó si tenía cambio.

Luego volvió a su sitio y retomó su libro.

Franck estaba un poco decepcionado.

La gente perfecta le ponía un poco de los nervios…


Antes de volver a enfrascarse en su lectura, le dijo:

– Oye…

– Qué.

– Si le regalo a Philibert por Navidad una lavadora con secadora, ¿crees que se la podrás instalar antes de marcharte?

– …

– ¿Por qué sonríes? ¿Qué pasa, he dicho una tontería?

– No, no…

Franck hizo un gesto con la mano:

– No lo entenderías…

– Eh -le dijo Camille, dándose golpecitos en los labios con los dedos índice y corazón-, ¿estás fumando demasiado últimamente, no?


– El caso es que eres una chica normal…

– ¿Por qué me dices eso? Claro que soy una chica normal…

– …

– ¿Te decepciona?

– No.


– ¿Qué estas leyendo?

– Un diario de viaje…

– ¿Está bien?

– Genial…

– ¿De qué va?

– Oh… No sé si te interesaría…

– No, te lo digo tal cual, no me interesa un pimiento -dijo Franck riendo-, pero me gusta mucho que me cuentes… ¿Sabes?, ayer volví a escuchar el disco de Marvin Gaye…

– ¿Ah, sí?

– Sí…

– ¿Y qué tal?

– Pues el problema es que no me entero de nada… De hecho por eso me voy a ir a currar a Londres… Para aprender inglés…

– ¿Cuándo te vas?

– En principio pensaba irme después del verano, pero ahora ya no sé, es un lío… Es por mi abuela, justamente… Es por Paulette…

– ¿Qué le pasa?

– Pufff… no me apetece mucho hablar de esto… Mejor me cuentas tu libro de viajes…

Acercó su silla.


– ¿Conoces a Durero?

– ¿El escritor?

– No. El pintor.

– No lo había oído en mi vida…

– Sí, estoy segura de que habrás visto algunos de sus dibujos… Algunos son muy famosos… Una liebre… Unas malas hierbas… Unos dientes de león…

– …

– Bueno, pues Durero es mi dios. Bueno… tengo varios, pero él es el número uno… ¿Tú tienes algún dios?

– Pues…

– ¿En tu trabajo, por ejemplo? Qué sé yo… ¿Escoffier, Carême, Curnonsky?

– Pues…

– ¿Bocuse, Robuchon, Ducasse?

– ¡Ah, quieres decir que si tengo modelos! Sí, tengo, pero no son conocidos… bueno, o sea, no tanto… Se hacen notar menos, vaya… ¿Conoces a Chapel?

– No.

– ¿Y a Pacaud?

– No.

– ¿A Senderens?

– ¿El del restaurante Lucas Carton?

– Sí… Jo, yo alucino con todo lo que sabes… ¿Cómo lo haces?

– Bueno, vamos a ver, lo conozco de oídas, pero nunca he ido…

– Ese sí que es bueno… Tengo hasta un libro en mi cuarto… Ya te lo enseñaré… Él o Pacaud, para mí son dos maestros… Y si son menos famosos que los demás, pues justamente es porque no salen de la cocina… Bueno, digo yo, no sé… Por lo menos es la idea que yo me hago… Aunque a lo mejor me cuelo por completo…

– Pero entre cocineros hablaréis un poco, ¿no? ¿Os contáis vuestras experiencias?

– No mucho… No somos muy habladores, ¿sabes…? Estamos demasiado cansados para darle al pico. Nos enseñamos cosas, truquitos, intercambiamos ideas, trozos de recetas que hemos sacado de aquí y de allá, pero poco más…

– Pues es una pena…

– Si supiéramos expresarnos bien, con frases bonitas y tal, no haríamos este trabajo, eso está claro. Yo por lo menos, lo dejaría enseguida.

– ¿Por qué?

– Porque sí… Porque no tiene ningún sentido… Es un trabajo de esclavos… ¿Tú has visto mi vida cómo es? De locos. Bueno… esto… no me gusta nada hablar de mí… ¿Y tu libro, entonces, de qué iba?

– Sí, mi libro… Pues es el diario íntimo que escribió Durero durante su viaje a los Países Bajos entre 1520 y 1521… Es una especie de cuaderno, o de agenda… Es sobre todo la prueba de que hago mal en considerarlo un dios. La prueba de que él también era un tipo normal y corriente. Un tipo que contaba su dinero, que se ponía furioso cuando se daba cuenta de que acababa de dejarse enganchar por alguien, que siempre dejaba tirada a su mujer, que no podía evitar perder dinero en el juego, un tipo ingenuo, goloso, machista y también un poco orgulloso… Pero bueno, nada de esto importa demasiado, al contrario, lo hace más humano… Y… entonces…

– Sí.

– Al principio, el viaje lo emprende por un motivo muy serio, a saber, su supervivencia, la de su familia y las personas que trabajaban con él en su taller… Hasta ese momento, estaba bajo la protección del emperador Maximiliano I. Un megalómano perdido que le había hecho un encargo descabellado: representarlo a la cabeza de un cortejo extraordinario para inmortalizarlo para siempre… Una obra que será realizada por fin unos años más tarde, y que llegará a medir más de cincuenta y cuatro metros de largo… ¿Te haces una idea?

»Para Durero, era lo mejor que le podía pasar… Años de trabajo asegurado… Pero mala suerte, Maximiliano la palma poco después, y por ello, su renta anual queda en entredicho… Un drama… De modo que aquí tenemos a nuestro hombre, que se echa a los caminos con su mujer y su criada, para congraciarse con Carlos V, el futuro emperador, y con Margarita de Austria, la hija de su antiguo protector, porque es absolutamente necesario para él recuperar esa renta oficial…

»Éstas son pues las circunstancias… De modo que al principio de su viaje Durero está un poco agobiado, pero eso no le impide ser un turista perfecto, que se maravilla ante todo: los rostros, las costumbres, los trajes. Va a visitar a otros pintores, a artesanos, para admirar su obra. Entra en todas las iglesias, compra un montón de chucherías recién llegadas del Nuevo Mundo: un loro, un babuino, un caparazón de tortuga, coral, canela, y sobre todo, entusiasmo como para parar un tren, etc. Se comporta como un niño… Llegará incluso a dar un rodeo para ver una ballena varada pudriéndose a orillas del Mar del Norte… Y, por supuesto, dibuja. Como un loco. Tiene cincuenta años, está en la cumbre de su talento, y haga lo que haga, un loro, un león, una morsa, un candelabro o el retrato del posadero es… es…

– ¿Qué?

– Toma, míralo tú mismo…

– ¡No, no, que yo no entiendo nada de esto!

– ¡Pero que no hace falta entender! Mira este anciano de aquí, ¿a que impone…? Y este joven tan guapo, ¿ves qué orgulloso se siente? ¿Ves cuánta seguridad en sí mismo aparenta? Se parece a ti, mira tú por donde… La misma altanería, la misma nariz…

– ¿Ah, sí? ¿Te parece guapo?

– Tiene un poco cara de tonto, ¿no?

– Es por el sombrero…

– Ah, sí… Tienes razón -sonrió Camille-, debe de ser por el sombrero… ¿Y esa calavera de ahí? No me digas que no es adorable… Parece que nos estuviera desafiando, provocando: «Eh… a vosotros también os llegará la hora, chicos… Esto es lo que os espera…»

– A ver.

– Ésta. Pero lo que más me gusta son sus retratos, y lo que me fascina es la desenvoltura con la que los realiza. Aquí, en el transcurso de este viaje, los utiliza sobre todo como moneda de cambio, como un trueque, ni más ni menos: tu habilidad a cambio de la mía, tu retrato a cambio de una cena, un rosario, una baratija para mi mujer, o un abrigo de piel de conejo… Me hubiera encantado vivir en esa época… Para mí el trueque es una economía fantástica…

– ¿Y cómo acaba? ¿Al final recupera el dinero?

– Sí, pero a qué precio… la gordinflona de Margarita lo desprecia, la muy tonta llegó incluso a rechazar el retrato de su padre, que Durero había hecho sólo para ella… ¡Así que él lo cambió por unas sábanas! Además, volvió enfermo, pilló no sé qué cosa al ir a ver a la ballena, justamente… La fiebre de los pantanos, creo… Anda, mira, ahí tienes una máquina libre…

Franck se levantó suspirando.

– Date la vuelta, no quiero que veas mis gayumbos…

– Huy, los tuyos no me hace falta verlos para imaginármelos… los de Philibert serán más bien boxers sueltos, de rayas, pero tú, seguro que llevas esos boxers apretaditos, con la marca en la goma de la cintura…

– Pero qué lista eres… Anda, mira para otro lado de todas maneras…


Franck se concentró en su tarea, fue a buscar su media botella de detergente y apoyó los codos sobre la máquina:

– Pero no, no eres tan lista como pareces… Si no, no trabajarías de señora de la limpieza, harías como el tío del libro… Te lo currarías…

Silencio.

– Tienes razón… Yo sólo sé de gayumbos…

– ¡Bueno, eso tampoco está tan mal, ¿eh?! Lo mismo tiene futuro… Por cierto, ¿estás libre el 31?

– ¿Tienes una fiesta que proponerme?

– No. Un curro.

16

– ¿Por qué no?

– ¡Porque no valgo para nada!

– ¡Pero si no se trata de que cocines! Sólo tienes que echar una mano en la preparación…

– ¿Y qué es eso de la preparación?

– Es todo lo que se prepara de antemano para ganar tiempo en el momento del pistoletazo de salida…

– ¿Y qué tendré que hacer?

– Pelar castañas, limpiar mízcalos, quitarles las pepitas a las uvas, lavar la lechuga… Vamos, un montón de cosas sin importancia…

– Ni siquiera sé si voy a saber hacer eso…

– Yo te lo enseñaré todo, y te explicaré bien…

– No tendrás tiempo…

– No. Por eso te pondré al corriente de todo antes. Mañana traeré material a casa y te formaré durante mi hora de descanso…

– …

– Anda, que te vendrá bien estar con gente… Tú vives sólo entre muertos, sólo hablas con tíos que ya no están aquí para contestarte… Estás siempre sola… Es normal que estés mal…

– ¿Yo estoy mal?

– Sí.


– Mira, te lo pido como un favor… Le he prometido a mi jefe que le encontraría a alguien para echarnos una mano, y no hay manera… Estoy jodido…

– …

– Anda… Un último esfuerzo… Después me largo y ya no me volverás a ver el pelo en tu vida…

– Tenía previsto ir a una fiesta…

– ¿A qué hora tienes que estar allí?

– No sé, hacia las diez…

– No hay problema. Allí estarás. Yo te pago el taxi…

– Bueno…

– Gracias. Date la vuelta otra vez. Ya está seca mi ropa.

– Tengo que irme de todas maneras… Ya llego tarde…

– Vale, hasta mañana…


– ¿Duermes en casa esta noche?

– No.


– ¿Qué, decepcionada?

– Joooooder, tío, mira que eres pesao

– ¡Lo digo por ti, eh! Porque, ¿quién sabe?, a lo mejor te has colado en lo de los gayumbos, ¿eh…?

– ¡Si supieras cómo paso de tus gayumbos!

– Pues tú te lo pierdes…

17

– ¿Preparada?

– Te escucho. ¿Eso qué es?

– ¿El qué?

– Ese maletín.

– ¿Ah, esto? Es mi caja de cuchillos. Vienen a ser como para ti tus pinceles, vaya… Si no la tuviera, no serviría para nada -suspiró-. ¿Ves a qué se reduce mi vida? A una vieja caja que cierra mal…

– ¿Desde cuándo la tienes?

– Ufff… Desde que era un chaval… Me la regaló mi abuela cuando empecé la formación profesional…

– ¿Puedo echar una ojeada?

– Adelante.

– Cuéntame…

– ¿El qué?

– Para qué sirven… Me gusta aprender…

– A ver… El grande es el cuchillo de cocina, o el cuchillo de chef, sirve para todo, el cuadrado es para los huesos, las articulaciones, o para aplanar la carne, el pequeñajo es el cuchillo normal, el que hay en todas las cocinas, de hecho cógelo, lo vas a necesitar… El largo sirve para cortar verduras bien finitas, ese pequeño de ahí sirve para quitar los nervios y la grasa de un pedazo de carne, y su hermano gemelo, el de la hoja rígida, es para deshuesarlo, ese súper fino es para preparar filetes de pescado, y el último, para cortar jamón…

– Y esto es para afilarlos…

– Yes.

– ¿Y esto?

– Eso no es nada… Es para hacer lindezas, pero hace tiempo que no lo utilizo…

– ¿Qué se hace con él?

– Maravillas… Ya te enseñaré algún día… Bueno, ¿estás preparada?

– Sí.

– Tú mira bien, ¿eh? Las castañas, te lo digo ya mismo, son una jodienda… Éstas ya las han metido en agua hirviendo, así que son más fáciles de pelar… Bueno, deberían… Sobre todo no hay que estropearlas… Las venitas tienen que quedar intactas, y que se vean bien… Después de la cáscara, hay esta pelusilla como de algodón, esta de aquí, y la tienes que quitar con el mayor cuidado posible…

– ¡Pero me voy a tirar horas!

– ¡Claro! Para eso te necesitamos…


Franck se mostró paciente con ella. Después le explicó cómo limpiar los mízcalos con un trapo húmedo, y cómo raspar la tierra sin estropearlos.

Camille se divertía. Era hábil con las manos. Le desesperaba ser tan lenta comparada con él, pero se lo pasaba bien. Las pepitas de uva rodaban entre sus dedos, y pronto pilló el truquillo para sacarlas con la punta del cuchillo.


– Bueno, para lo demás, ya veremos mañana… La ensalada no debería causarte mucho problema…

– Tu jefe se dará cuenta enseguida de que no valgo para nada…

– ¡Eso, fijo! Pero tampoco tiene mucho donde elegir… ¿Qué talla usas?

– No sé.

– Te conseguiré una chaqueta y un pantalón… ¿Y qué pie calzas?

– Un 10.

– ¿Tienes zapatillas de deporte?

– Sí.

– No es lo ideal, pero por esta vez te apañas así…


Camille se lió un cigarrillo mientras Franck recogía la cocina.

– ¿Dónde es tu fiesta?

– En Bobigny… En casa de una chica de mi curro…

– ¿No te asusta empezar mañana por la mañana a las nueve?

– No.

– Te lo aviso, sólo habrá un pequeño descanso… Una hora como mucho… No hay que preparar almuerzo, pero por la noche serán más de sesenta cubiertos. Menú de degustación para todo quisque… Va a ser la pera… Doscientos veinte euros por barba, creo… Intentaré liberarte lo antes posible, pero me imagino que tendrás que estar ahí hasta las ocho de la tarde, como mínimo…

– ¿Y tú?

– Pufff… Yo prefiero no pensarlo siquiera… Las cenas de Nochevieja siempre son una paliza… Pero bueno, pagan bien… Por cierto, para ti también pediré un buen pico…

– Oh, eso no importa…

– Sí, sí que importa. Verás mañana la que te espera…

18

– Hay que irse… El café nos lo tomamos allí.

– ¡Pero si este pantalón me está enorme!

– No importa.


Cruzaron corriendo el Campo de Marte.


A Camille le sorprendió la agitación y la concentración que reinaba ya en la cocina.

Hacía tanto calor de repente…

– Aquí tiene, jefe. Un pinche recién salido del horno.

El chef rezongó algo, y les mandó a paseo con un gesto de la mano. Franck presentó a Camille a un tío alto, medio dormido todavía:

– Éste es Sébastien. Es el despensero. Es también tu jefe hoy, tu mandamás, ¿entendido?

– Encantada.

– Mmmm…

– Pero tú no tratarás con él, sino con su pinche…

Y dirigiéndose al chico:

– ¿Cómo se llamaba, que no me acuerdo?

– Marc.

– ¿Está aquí?

– En las cámaras frigoríficas…

– Bueno, aquí te la entrego…

– ¿Qué sabe hacer?

– Nada. Pero ya lo verás, lo hace bien.

Y se marchó al vestuario a cambiarse.


– ¿Te ha dicho Franck cómo pelar las castañas?

– Sí.

– Pues ahí están -le dijo, señalándole un montón enorme.

– ¿Puedo sentarme?

– No.

– ¿Por qué?

– En una cocina no se hacen preguntas, se dice «sí, señor», o «sí, jefe».

– Sí, jefe.

Sí, gilipollas. ¿Pero por qué había aceptado ese curro? Si estuviera sentada, trabajaría mucho más rápido…

Afortunadamente, ya estaba en marcha el café. Dejó su vasito en una estantería y se puso manos a la obra.


Un cuarto de hora más tarde -ya le dolían las manos-, alguien se dirigió a ella:

– ¿Todo bien?

Camille levantó la mirada y se quedó desconcertada.

No lo reconoció. Pantalón impecable, chaqueta perfectamente planchada, con su doble hilera de botones redondos y su nombre bordado en letras azules, pañuelito al cuello, delantal y trapo inmaculados, y gorro de cocinero bien plantado en lo alto de la cabeza. Camille, que sólo lo había visto vestido en plan zarrapastroso, lo encontró muy guapo.

– ¿Qué pasa?

– Nada. Te encuentro muy guapo.


Y Franck, ese imbécil, ese chulo, ese fardón, ese ligón de tres al cuarto, ese bocazas, con su moto macarra y su larga lista de tías buenas que según él se había pasado por la piedra, sí, ese, no pudo evitar ponerse colorado.

– Será el prestigio del uniforme -añadió Camille para hacerle pasar el momento de corte.

– Sí… será eso…

Se alejó, dándole un empujón a un tío y mascullándole un insulto al pasar.


Nadie hablaba. Solo se oía el chac-chac de los cuchillos, el clac-clac de los recipientes, el blom-blom de las puertas de la cocina, y el teléfono sonando cada cinco minutos en el despacho del chef.


Fascinada, Camille se debatía entre concentrarse para que no le echaran la bronca, y levantar la cabeza para no perderse detalle. Veía a Franck de espaldas, a lo lejos. Le pareció más alto y mucho más tranquilo que de costumbre. Le pareció que no lo conocía.


En voz baja, le preguntó a su compañero de faena:

– ¿Franck qué hace?

– ¿Quién?

– Lestafier.

– Se ocupa de las salsas y supervisa las carnes…

– ¿Y eso es difícil?

El chico granujiento levantó los ojos al cielo:

– Mogollón. Es lo más difícil. Después del chef y del segundo cocinero, él es el número tres del equipo…

– ¿Es bueno?

– Sí. Es gilipollas, pero es bueno. Más que bueno, es un crack. Y además, ya lo verás, el chef siempre le pregunta a él las cosas, y no al segundo… Al segundo lo vigila, mientras que a Lestafier, sólo lo mira trabajar…

– Pero…

– Calla…

Cuando el chef dio una palmada para anunciar la hora de la pausa, Camille levantó la cabeza haciendo una mueca. Le dolía la nuca, la espalda, las muñecas, las manos, las piernas, los pies, y más cosas, sólo que ya no recordaba cuáles.

– ¿Comes con nosotros? -le preguntó Franck.

– ¿Es obligatorio?

– No.

– Entonces prefiero salir y caminar un poco…

– Como quieras… ¿Estás bien?

– Sí. Pero hace calor… Curráis mogollón…

– ¿Estás de coña? ¡Pero si no estamos haciendo nada! ¡Si ni siquiera hay clientes!

– Jopé…

– ¿Vuelves dentro de una hora?

– Vale.

– No salgas de golpe, ve acostumbrándote un poco al frío, que si no vas a pillar una pulmonía…

– Vale.

– ¿Quieres que vaya contigo?

– No, no. Tengo ganas de estar sola…

– Tienes que comer algo, ¿eh?

– Sí, papá.

Franck se encogió de hombros.

– Tú misma…


Camille se compró un bocadillo asqueroso en un puesto para turistas y se sentó en un banco al pie de la Torre Eiffel.

Echaba de menos a Philibert.

Llamó al castillo de su familia.

– Buenas tardes, Aliénor de la Durbellière al aparato -dijo una voz infantil-. ¿A quién debo el honor?

Camille se quedó desconcertada.

– A… A… ¿Puedo hablar con Philibert, por favor?

– Estamos comiendo. ¿Quiere dejar algún recado?

– ¿No está Philibert?

– Sí, pero estamos en la mesa. Se lo acabo de decir…

– Ah… Bueno, pues… No, nada, dígale sólo que un abrazo y que le deseo un feliz año…

– ¿Me podría recordar su nombre?

– Camille.

– ¿Camille a secas?

– Sí.

– Muy bien. Adiós, señora Asecas.

Adiós, mocosa pedorra.

¿Pero de qué iba eso? ¿De qué iba esa gente?

Pobre Philibert…


– ¿La tengo que lavar cinco veces?

– Sí.

– ¡Pues sí que va a estar limpia!

– Así es la cosa…

Camille se tiró la intemerata lavando la lechuga, y apartando las hojas más estropeadas. Había que mirar y remirar cada hoja, calibrarla e inspeccionarla con lupa. Nunca había visto unas hojas así, las había de todos los tamaños, formas y colores.

– ¿Esto qué es?

– Verdolaga.

– ¿Y esto?

– Espinacas.

– ¿Y esto?

– Jaramago.

– ¿Y esto?

– Lechuga iceberg.

– Hala, qué nombre más bonito…

– Pero tía, ¿tú de donde has salido? -le preguntó el pinche.

Camille no insistió.

Luego lavó hierbas aromáticas y las secó tallo a tallo con papel absorbente. Tenía que dejarlas en cuencos de acero inoxidable, cubrirlos muy bien con film transparente, y repartirlos por distintas cámaras frigoríficas. Cascó nueces y avellanas, peló higos, limpió una gran cantidad de mízcalos e hizo rodar bolitas de mantequilla entre dos espátulas estriadas. Sin equivocarse, tenía que dejar, en cada pequeño cuenco, una bolita de mantequilla con sal, y otra sin sal. En un momento dado le asaltó una duda, y tuvo que probar una de las bolitas con la punta del cuchillo. Buaj, no le gustaba nada la mantequilla, y a partir de ese momento se concentró el doble. Los camareros seguían sirviendo cafés a quienes se los pedían y se notaba en el aire que la tensión aumentaba por momentos.

Algunos ya no abrían la boca, otros soltaban tacos en voz baja, y el chef hacía de reloj parlante:

– Las cinco y veintiocho, señores… Las seis y tres minutos, señores… Las seis y diecisiete, señores…

Como si toda su intención fuera estresarlos al máximo.


Camille ya no tenía nada que hacer, y se apoyó en la mesa, levantando primero un pie y luego el otro, para aliviar el dolor de sus piernas. El tío que tenía al lado se entrenaba para hacer arabescos de salsa junto a una porción de foie servido en unos platos rectangulares. Con un gesto delicado, sacudía una cucharita con salsa y suspiraba al ver sus garabatos. Nunca quedaba contento. Y sin embargo era bonito…

– ¿Qué quieres hacer?

– No sé… Algo un poco original…

– ¿Puedo probar yo?

– Venga.

– Me da miedo echarlo a perder…

– No, no, tú ve sin miedo, es un plato que no sirve, es sólo para practicar…

Los cuatro primeros intentos fueron lamentables, pero al quinto, ya lo había cogido el tranquillo…

– Anda, eso está muy bien… ¿Lo puedes volver a hacer?

– No -dijo Camille riendo-, mucho me temo que no… Pero… ¿no tenéis jeringuillas o algo así?

– Pues…

– ¿Y peras de goma?

– Sí. Mira en el cajón…

– ¿Me la llenas?

– ¿Para qué?

– Nada, una idea nada más…

Camille se inclinó, sacó la lengua y dibujó tres ocas pequeñitas.

El chaval llamó al chef para que las viera.

– ¿Qué tonterías son éstas? ¡Vamos, niños, que esto no es una película de Walt Disney!

Se alejó, sacudiendo la cabeza con aire reprobador.

Camille se encogió de hombros, tristona, y volvió a ocuparse de sus lechugas.


– Esto no es cocinar… Son tonterías… -seguía rezongando el chef desde el otro extremo de la habitación-, ¿y sabéis qué es lo peor? ¿Sabéis qué es lo que acaba conmigo? Pues que a esos idiotas les va a encantar… Hoy en día, ¡eso es lo que quiere la gente: tonterías! Pero bueno, hoy es Nochevieja, después de todo… Hala, señorita, hágame el favor de pintarrajearme un corral entero en sesenta platos… ¡Hala, a correr!


– Contesta «sí, jefe» -le susurró el pinche.

– ¡Sí, jefe!


– No lo conseguiré nunca… -se lamentó Camille.

– No tienes más que dibujar una sola a cada vez…

– ¿A la izquierda o a la derecha?

– A la izquierda sería más lógico…

– Queda un poco morboso, ¿no?

– Qué va, mola… De todas maneras, ya no tienes más remedio…

– Más me valía no haber abierto el pico…

– Principio número uno. Por lo menos habrás aprendido una cosa… Toma, la salsa…

– ¿Por qué es roja?

– Está hecha a base de remolacha… Hala, venga, yo te voy pasando los platos…


Se cambiaron de sitio. Camille dibujaba, y el pinche cortaba los pedazos de foie, los colocaba en el plato, los espolvoreaba con sal fina y pimienta gruesa, y luego le pasaba el plato a otro chaval que disponía al lado la ensalada con gestos de orfebre.

– ¿Qué hacen los demás?

– Van a cenar… Nosotros iremos luego… Somos los que inauguramos el baile, bajaremos a cenar cuando les toque a ellos… ¿Me vas a ayudar también con las ostras?

– ¡¿Hay que abrirlas?!

– No, no, sólo dejarlas bien bonitas… Por cierto, ¿has pelado tú las manzanas verdes?

– Sí. Están ahí… ¡Mierda! Esto parece más un pato mareado…

– Perdona. Ya me callo.


Franck pasó junto a ellos, con el ceño fruncido. Los encontró muy alborotados. O muy contentos.

Lo cual no le hacía mucha gracia…

– ¿Qué, os divertís? -les preguntó, con aire burlón.

– Se hace lo que se puede…

– Eh, cuidado… no se te vaya a calentar el plato.


– ¿Por qué ha dicho eso?

– Olvídalo, es una cosa nuestra… Los que hacen los platos calientes se piensan que tienen una misión divina, mientras que a nosotros, por mucho que trabajemos como locos, siempre nos desprecian. Nosotros no tocamos el fuego… ¿Conoces bien a Lestafier?

– No.

– Ah, ya decía yo…

– ¿Por qué?

– No, por nada…


Mientras los demás cenaban, dos negros limpiaron el suelo con agua abundante, y dieron una pasada con unos trapos para que se secara antes. El chef hablaba con un tío súper elegante en su despacho.

– ¿Es ya algún cliente?

– No, es el maître.

– Caray… Pues sí que tiene clase, el tío…

– En el comedor todos van de punta en blanco… Al principio del turno, los que estamos limpios somos nosotros, y ellos pasan la aspiradora en mangas de camisa, pero conforme va pasando el tiempo, es al revés: nosotros apestamos y nos vamos poniendo guarros, y ellos pasan delante de nosotros, como un pincel, con sus peinados de peluquería y sus uniformes impecables…


Franck se acercó a verla justo cuando terminaba la última hilera de platos:

– Ya te puedes ir si quieres…

– No… Ahora ya no me apetece irme… Sería como perderme el espectáculo…

– ¿Te queda algo de curro para ella?

– ¡Y tanto! ¡Todo el que quiera! Se puede ocupar de la salamandra…

– ¿Eso qué es? -quiso saber Camille.

– Es ese chisme de ahí, esa especie de grill que sube y baja… ¿Te puedes encargar de las tostadas?

– No hay problema… Ah, y… ¿me da tiempo a fumarme un cigarrillo?

– Venga, baja.

Franck la acompañó.

– ¿Estás bien?

– Genial. Al final este Sébastien es bastante majo…

– Psé…

– …

– ¿Por qué pones esa cara?

– Porque… antes he intentado hablar con Philibert para desearle feliz año pero una mocosa pedorra me ha mandado a paseo…

– Anda, trae, que lo llamo yo…

– No. A estas horas también estarán en la mesa…

– Tú déjame hacer a mí…


– ¿Oiga?… Perdonen que les moleste, Franck de Lestafier al aparato, el compañero de piso de Philibert… Sí… Eso es… Buenas noches, señora… ¿Podría hablar con él, si es tan amable?, es sobre la caldera… Sí… Eso es… Adiós, señora…


Le hizo un guiño a Camille, que exhalaba sonriendo el humo de su cigarrillo.


– ¡Philou! ¿Eres tú, chavalote? ¡Feliz año, majete! No te mando un beso, pero te paso a tu princesita. ¿Qué? ¡No nos da por saco la caldera! Hala, que empieces el año con salud, y muchos besos a tus hermanas. Bueno… ¡sólo a las más tetonas!


Camille cogió el teléfono entornando los ojos. No, la caldera estaba bien. Sí, yo también le mando un beso. No, Franck no la había encerrado en un armario. Sí, ella también se acordaba mucho de él. No, todavía no había ido a hacerse los análisis. Sí, a usted también, Philibert, le deseo un feliz año…

– Tenía la voz bien, ¿no? -añadió Franck.

– Sólo ha tartamudeado ocho veces.

– Pues eso, lo que yo decía.


Cuando regresaron a sus puestos, cambiaron las tornas. Los que aún no se habían puesto el gorro de cocinero lo hicieron entonces, y el chef apoyó la barriga sobre el pasaplatos y cruzó los brazos por encima. Ya no se oía volar una mosca.

– Señores, a trabajar…


Era como si, cada segundo que pasaba, en la habitación hubiera un grado más de temperatura. Cada uno se atareaba en sus quehaceres tratando de no molestar al vecino. Los rostros estaban tensos. Tacos medio ahogados sonaban aquí y allá. Unos permanecían bastante serenos, otros, como ese japonés de ahí, parecían al borde de la implosión.


Los camareros esperaban en fila delante del pasaplatos mientras el chef se inclinaba sobre cada plato, inspeccionándolo frenéticamente. El camarero que estaba frente a él utilizaba una minúscula esponjita para limpiar posibles marcas de dedos o manchas de salsa en los bordes del plato y, cuando el gordo asentía con la cabeza, otro camarero levantaba la gran bandeja plateada apretando los dientes.


Camille se ocupaba de los aperitivos con Marc. Colocaba cositas en un plato, una especie de patatas fritas, o de cortezas de algo un poco rojizo. Ya no se atrevía a hacer ninguna pregunta. Luego disponía alrededor los tallos de cebolleta.

– Ve más rápido, esta noche no hay tiempo para adornitos.

Camille encontró un trozo de cuerda para ajustarse el pantalón a la cintura, y estaba harta porque el gorro de cocinero se le caía todo el rato sobre los ojos. Su vecino sacó una pequeña grapadora de su caja de cuchillos:

– Toma…

– Gracias.

Luego escuchó a uno de los camareros mientras le explicaba cómo preparar las rebanadas de pan de molde en triangulitos, cortando los bordes:

– ¿Como las quieres de tostadas?

– Pues… bien doraditas…

– Hala, hazme un modelo. Enséñame exactamente qué color quieres…

– El color, el color… Esto no se ve en el color, es una cuestión de feeling

– Sí, bueno, lo que tú digas, pero yo me guío por el color, así que hazme un modelo porque si no me agobio.


Se tomó su misión muy a pecho, y nunca la pillaron con las manos vacías. Los camareros cogían las tostadas metiéndolas entre los pliegues de una servilleta. Le hubiera gustado algún cumplido de vez en cuando: «¡Ah, Camille, qué tostadas más maravillosas nos estás haciendo» pero bueno…


Veía a Franck, siempre de espaldas, agitándose delante de sus fogones como un batería con su instrumento: que si ahora levanto una tapadera por aquí, otra por allá, ahora añado una cucharadita por aquí, y otra por allá. El chico alto y delgado, el segundo cocinero, según había podido comprender, no dejaba de hacerle preguntas, a las cuales rara vez respondía, o si acaso con onomatopeyas. Todas sus cacerolas eran de cobre, y tenía que ayudarse con un trapo para cogerlas. Alguna que otra vez se debía de quemar, porque Camille le veía sacudir la mano antes de llevársela a la boca.


El chef se estaba poniendo nervioso. Las cosas no iban lo suficientemente rápido, o iban demasiado rápido. La comida no estaba lo suficientemente caliente, o se habían pasado en la cocción. «¡Concentración, señores, concentración!», repetía sin cesar.


Cuanto más se relajaba el sector de Camille, más se agitaba el de los demás. Era impresionante. Camille los veía sudar y frotarse la cabeza con el hombro como hacen los gatos para enjugarse la frente. El tipo que se ocupaba del asador sobre todo, estaba rojo como un tomate, y bebía de una botella de agua cada vez que iba y venía para vigilar las aves. (Unos bichos con alas, algunos mucho más pequeños que un pollo, y otros el doble de gordos…)


– Hace un calor espantoso… ¿Cuántos grados crees que habrá?

– Ni idea… Allí, por encima de los fogones, habrá por lo menos cuarenta… ¿Cincuenta a lo mejor? Físicamente son los puestos más duros… Toma, lleva esto a los lavaplatos… Ten cuidado de no molestar a nadie…


Camille abrió unos ojos como platos al ver la montaña de cacerolas, placas, sartenes, cuencos, coladores y cazuelas apilados en equilibrio en los enormes fregaderos. Ya no se veía un solo blanco en el horizonte, y el tío bajito al cual se dirigió le cogió los platos de las manos asintiendo con la cabeza. A juzgar por su aspecto no entendía ni una palabra de francés. Camille se quedó un momento observándolo y, como a cada vez que se encontraba frente a un desarraigado de la otra punta del mundo, sus lucecitas de madre Teresa de pacotilla se pusieron a parpadear como locas: ¿de dónde vendría? ¿De la India? ¿De Pakistán? ¿Y por qué azar de la vida había ido a parar allí? ¿Un día como hoy? ¿En que barcos habría venido? ¿Mediante qué tráficos? ¿Con qué esperanzas? ¿A qué precio? ¿A qué había renunciado, qué angustias debía soportar? ¿Qué porvenir lo esperaba? ¿Dónde vivía? ¿Con cuántas personas? ¿Y dónde estaban sus hijos?

Cuando se dio cuenta de que su presencia lo ponía nervioso, se marchó moviendo la cabeza de lado a lado.


– ¿De dónde viene el que lava los platos?

– De Madagascar.

Primera metedura de pata.

– ¿Habla francés?

– ¡Pues claro! ¡Lleva veinte años aquí!

Anda, vete a paseo, hermanita de los pobres…


Camille estaba cansada. Siempre había algo más que cortar, limpiar, lavar o guardar. Vaya jaleo… ¿Pero cómo podía comer tanto esa gente? ¿Qué sentido tenía llenarse la panza de esa manera? ¡Iban a explotar! ¿Cuánto eran 220 euros? Casi 1.500 francos… Buf… La de cosas que se podía comprar uno con ese dinero… Buscándose bien la vida, hasta se podía apañar un viajecito… A Italia, por ejemplo… Sentarse en la terraza de un café y dejarse acunar por la conversación de chicas bonitas que seguro que se contaban las mismas tonterías que todas las chicas del mundo, llevándose a los labios unas tacitas de loza muy gruesas, en las que el café era siempre demasiado dulce…

La cantidad de dibujos, de plazas, de rostros, de gatos indolentes y de maravillas que se podían conseguir por ese precio… La cantidad de libros, discos, ropa incluso, que podían durarnos toda una vida, mientras que eso… En pocas horas, toda la comida estaría terminada embaulada, digerida y evacuada…


Era un error razonar así, Camille lo sabía. Era lúcida. Había empezado a perder el interés por la comida cuando era niña porque la hora del almuerzo o de la cena era sinónimo de demasiados sufrimientos. Momentos demasiado pesados para una hija única y sensible. Una hija única con una madre que fumaba como un carretero y tiraba sobre la mesa un plato cocinado sin ternura: «¡Come! ¡Es bueno para la salud!», aseguraba, encendiéndose otro cigarro. Una hija única sentada a la mesa con sus padres, bajando la cabeza lo más posible para pasar desapercibida y no caer entre sus garras: «¿Verdad Camille que echas de menos a papá cuando no está? ¿Eh, verdad que sí?»


Después, ya era demasiado tarde… Había perdido el placer por la comida… De todas formas, en un momento dado su madre ya no preparaba nada… Camille había desarrollado ese apetito de pajarito como otros adolescentes se llenan de acné. La gente siempre le había dado la vara con eso, pero ella siempre se las había apañado bien. Nunca habían conseguido pillarla porque la niña era muy sensata… Ya no quería tener nada que ver con su patético mundo, pero cuando tenía hambre, comía. ¡Claro que comía, si no ahora no estaría ahí! Pero sin ellos. En su habitación. Yogures, fruta o galletas Granola, mientras hacía otra cosa a la vez… Mientras leía, soñaba, dibujaba caballos o copiaba las letras de las canciones de Jean-Jacques Goldman.

«Llévame volando», cantaba éste.


Sí, Camille conocía sus debilidades y había que ser muy tonta para juzgar a quienes tenían la suerte de ser felices alrededor de una mesa. Pero de todas formas… 220 euros por una comida, y sin contar el vino, era una burrada, ¿no?


A medianoche, el chef les deseó feliz año y vino a servirles a todos una copa de champán:

– Feliz año, señorita, y gracias por los patos… Me ha dicho Charles que a los clientes les han encantado… Ya lo sabía yo, desgraciadamente… Feliz año, señor Lestafier… Si pierde un poco ese mal carácter que tiene en el 2004, le concedo un aumento…

– ¿De cuánto, jefe?

– ¡Ah! ¡Qué pesado! ¡Lo que aumentará será la estima que le tengo!


– Feliz año, Camille… No… ¿no me das un beso?

– ¡Sí, sí, un beso, claro!

– ¿Y a mí? -quiso saber Sébastien.

– Y a mí -añadió Marc-… ¡Eh, Lestafier! ¡Corre a tus fogones, que se te pasa la carne!

– Sí, sí, chaval, lo que tú digas. Bueno… ya ha terminado, ¿no? Ya la podéis dejar que se siente un poco, ¿no?

– Muy buena idea, venga a mi despacho, señorita -añadió el chef…

– No, no, quiero quedarme aquí hasta el final. Denme algo que hacer.

– Bueno, ahora estamos esperando al pastelero… Le puedes echar una mano con los adornos…


Camille apiló tejas tan finas como papel de fumar, unas lisas, otras con aristas, amontonadas de mil maneras, jugó con virutas de chocolate, cáscaras de naranja, frutas confitadas, arabescos de sirope y marrons glacés. El pinche del pastelero la miraba hacer, juntando las manos. Repetía una y otra vez: «¡Pero si es una artista! ¡Pero si es una artista!» El chef consideraba esas extravagancias con otros ojos: «Bueno, esta noche pasa porque es Nochevieja, pero aquí no basta con que sea bonito… ¡No se cocina para hacer bonito, leche!»


Camille sonreía, adornando las natillas con sirope de frutas del bosque.

No, claro que no… ¡No bastaba con que fuera bonito! Demasiado bien lo sabía ella…


Hacia las dos de la madrugada la tormenta amainó un poco. El chef ya no se separaba de su botella de champán y algunos cocineros se habían quitado el gorro. Estaban todos agotados, pero hacían un último esfuerzo para limpiarlo todo y largarse de allí cuanto antes. Desenrollaban kilómetros de film transparente para embalarlo todo, arremolinándose ante las cámaras frigoríficas. Muchos comentaban la jornada y analizaban cómo lo habían hecho: lo que habían fallado y por qué, de quién era la culpa, y cómo eran los productos… Como atletas recién terminada la competición, no conseguían desconectar y se ensañaban con sus fogones para dejarlos como los chorros del oro. Camille pensó que sería una forma de eliminar el estrés y de terminar de agotarse por completo…


Camille les ayudó hasta el final. Estaba agachada, limpiando el interior de un armario frigorífico.

Después se apoyó contra la pared y observó el baile de los camareros alrededor de las máquinas de café. Uno entró empujando un enorme carrito lleno de pastelitos, bombones, dulces, caramelos, borrachitos, milhojas y demás… Mmm, qué rico… También le apetecía un cigarrillo…


– Vas a llegar tarde a la fiesta…

Camille se dio la vuelta y vio a un anciano.

Franck se esforzaba por mantener el tipo, pero estaba extenuado, empapado, encorvado, pálido, con los ojos rojos y las facciones cansadas.

– Aparentas diez años más…

– Puede ser. Estoy roto… He dormido mal, y además no me gusta hacer este tipo de banquete… Es siempre el mismo plato… ¿Quieres que te acerque a Bobigny? Tengo dos cascos… Sólo me queda preparar los pedidos, y nos vamos.

– No… La fiesta ya no me apetece… Cuando llegue ya estarán todos borrachos… Lo divertido es emborracharse al mismo tiempo que los demás, si no es un poco deprimente…

– Bueno, yo también me voy a casa, que ya no me tengo en pie…


Sébastien los interrumpió:

– ¿Esperamos a Marco y a Kermadec y nos vemos luego?

– No, yo estoy molido… Me voy a casa…

– ¿Y tú, Camille?

– Ella también está mol…

– ¡Qué va! -le interrumpió esta-. ¡Bueno, sí, pero aun así tengo ganas de divertirme!

– ¿Estás segura? -preguntó Franck.

– Pues claro, hay que recibir bien el año… Para que sea mejor que el anterior, ¿no?

– Pensaba que odiabas las fiestas…

– Es verdad, pero mira por dónde, es mi primer buen propósito: «En el 2003, pasaba de fiestas, pero en el 2004, ¡me pienso desmadrar!»

– ¿Dónde vais a ir?-añadió Franck, suspirando.

– Al bar de Ketty…

– Oh, no, ahí no… Ya sabes por qué…

– Bueno, pues a La Vigie, entonces…

– Tampoco.

– Joder, Lestafier, qué pesado eres, tío… ¡Con eso de que te has tirado a todas las camareras del barrio, ya no podemos ir a ninguna parte! ¿Cuál de ellas era la del bar de Kelly? ¿La gorda que ceceaba?

– ¡No ceceaba! -se indignó Franck.

– No, borracha hablaba normal, pero en ayunas, déjame que te diga que ceceaba… Bueno, de todas formas ya no curra ahí…

– ¿Estás seguro?

– Sí.

– ¿Y la pelirroja?

– La pelirroja, tampoco. Bueno, ¿pero qué más te da? Estás con ella, ¿no?

– ¡Que no, que no está conmigo! -se indignó Camille.

– Sí, bueno… Vosotros dos aclaraos, pero quedamos ahí cuando terminen estos…


– ¿Te apetece ir?

– Sí. Pero antes quiero ducharme…

– Vale. Te espero. Yo no vuelvo a casa, porque si no ya no hay quien me mueva de allí…

– Oye…

– ¿Qué?

– Pues que antes, al final no me has dado un beso…

– Pues hala, toma… -dijo Camille, dándole un besito en la frente.

– ¿Nada más? Pensaba que en 2004 habías decidido desmadrarte…

– ¿Qué pasa, que tú has cumplido alguna vez tus buenos propósitos?

– No.

– Pues yo tampoco.

19

Tal vez porque estaba menos cansada que ellos, o porque aguantaba mejor el alcohol, pero el caso es que Camille pronto tuvo que pasar de la cerveza a algo más fuerte para reírse al mismo ritmo que ellos. Era como haber retrocedido diez años en el tiempo, a una época en la que ciertas cosas aún le parecían evidentes… El arte, la vida, el futuro, su talento, su novio, su lugar en el mundo, y todas esas paridas…

Y la verdad es que tampoco era tan desagradable…


– Eh, Franck, ¿esta noche qué pasa, tío, no bebes o qué?

– Estoy muerto…

– No, venga, tío, tú no… ¿No estás de vacaciones, además?

– Sí.

– ¿Entonces?

– Me hago viejo…

– Anda, tómate otra… Ya dormirás mañana.


Tendió su copa aunque no estaba muy convencido: no, no dormiría mañana. Mañana le tocaba ir a El tiempo recuperado, (que era como una Sociedad Protectora de Animales pero para viejos), a comer bombones asquerosos con dos o tres viejas abandonadas que jugarían con sus dentaduras postizas mientras su abuela miraba por la ventana, suspirando.

Ahora a Franck le dolían las tripas desde la salida del peaje…

Prefería no pensarlo y se bebió la copa de un solo trago.

Miraba a Camille sin que ésta se diera cuenta. Sus pecas aparecían o desaparecían según el momento, era un fenómeno la mar de extraño…

Le había dicho que lo encontraba guapo, y ahora estaba coqueteando con ese tontorrón, pfff… son todas iguales…


Franck Lestafier no estaba de humor.

Tenía incluso un poquito de ganas de llorar…

Pero bueno, ¿qué te ocurre, corazón?


Pues… ¿por dónde empiezo?

Un curro de mierda, una vida de mierda, una abuela medio ida, y una mudanza en perspectiva. Volver a dormir en una porra de sofá, perder una hora en cada descanso de trabajo. No volver a ver nunca a Philibert. No volver a pincharle más para enseñarle a defenderse, a contestar, a irritarse, a imponerse por fin. No llamarlo «mi gatito de porcelana» nunca más. No acordarse más de guardarle algo bueno de comer. No impresionar más a las chicas con su cama de rey de Francia y su cuarto de baño de princesa. No oírlos más, a Camille y a él, hablar de la guerra del 14 como si la hubieran vivido, o de Luis XI como si acabara de tomarse unas copas con ellos. No esperarla más, no husmear el aire al abrir la puerta para saber, por el olor a cigarrillo, si estaba ya en casa. No precipitarse más sobre su cuaderno, en cuanto ésta miraba para otro lado, para ver los dibujos del día. No volver a acostarse y tener la Torre Eiffel iluminada como lamparita de noche. Y quedarse en Francia, seguir perdiendo un kilo por cada turno de trabajo, y recuperarlo en cervezas justo después. Seguir obedeciendo. Siempre. Todo el rato. No había hecho otra cosa: obedecer. Y ahora, estaba atrapado hasta que… ¡Anda, di hasta cuándo, venga, dilo! Pues si, así era… Hasta que su abuela la palmara… Como si su vida sólo pudiera solucionarse con la condición de volver a hacerle sufrir…

¡Vale ya, joder! ¿No la podéis tomar con otro? No, es que es verdad, yo ya he tenido bastante…

Yo estoy ya hasta el culo, así que id a buscar a otro a quien joder… Yo ya he tenido bastante. Ya he pagado lo mío.


Camille le dio una patada por debajo de la mesa.

– Eh… ¿estás bien?

– Feliz año -le dijo.

– ¿No te encuentras bien?

– Me voy a la cama. Adiós.

20

Camille no se quedó hasta muy tarde. Esos tíos tampoco es que fueran unos lumbreras… No paraban de repetir que hacían un trabajo de gilipollas… mmm… por algo sería, ¿no…? Y además el Sébastien ese ya empezaba a tocarle las narices… Para tener una posibilidad de acostarse con ella tendría que haber sido agradable desde por la mañana, el muy idiota. Eso es lo que distingue a un tío que merece la pena: el que es agradable con una chica antes siquiera de que se le pase por la cabeza tirársela.


Camille lo encontró acurrucado en el sofá.

– ¿Estás dormido?

– No.

– ¿No te encuentras bien?

– En el año entrante, no estoy muy boyante -gimió.

Camille sonrió:

– Bravo…

– Qué va, hace tres horas que me estrujo la cabeza para encontrar una buena rima… Se me había ocurrido: en este año que entra, la bilis se me concentra, pero lo mismo te pensabas que te iba a potar encima…

– Menudo poeta estás tú hecho…

Franck se calló. Estaba demasiado cansado para seguirle el juego.


– Pon música bonita, como la que estabas escuchando el otro día…

– No, si ya estás triste, lo que te faltaba ya…

– ¿Si pones tu disco de la Castafiore, te quedas todavía un poco?

– Lo que tarde en fumarme un cigarro…

– Trato hecho.

Y Camille, por enésima vez aquella semana, volvió a poner el Nisi Dominus de Vivaldi…


– ¿De qué trata?

– A ver, ahora te lo digo… El Señor colma a sus amigos mientras duermen…

– Fantástico.


– Es bonito, ¿verdad?

– Ni ideaaaa -bostezó-. No entiendo nada de esto…

– Tiene gracia, es justo lo que me dijiste el otro día cuando te pregunté sobre Durero… ¡Pero que esto no se aprende! Es bonito, y ya está.

– No, no es así. Quieras que no, se aprende…

– …

– ¿Eres creyente?

– No. Bueno, sí… Cuando escucho este tipo de música, cuando entro en una iglesia muy bonita o cuando veo un cuadro que me conmueve, una Anunciación, por ejemplo, se me engrandece tanto el corazón que me da la sensación de creer en Dios, pero estoy equivocada: en quien creo es en Vivaldi… En Vivaldi, en Bach, en Haendel o en Fra Angelico… Ellos son los dioses… El otro, el Viejo, no es más que un pretexto… De hecho, es lo único bueno que le encuentro: el haber sabido inspirar a todos ellos todas esas obras maestras…

– Me gusta cuando me hablas… Me da la sensación de hacerme más inteligente…

– Calla…

– Que sí, que es verdad…

– Has bebido demasiado.

– No. No lo bastante, justamente…

– Mira, escucha… Esta parte también es muy bonita… Es mucho más alegre… De hecho es lo que me gusta de las misas: los momentos alegres, como los Gloria y tal, vienen siempre a salvarte después de un momento triste… Como en la vida…


Largo silencio.


– ¿Ahora ya sí te has dormido?

– No, estoy pendiente de cuándo se acaba tu cigarro…

– ¿Sabes?, creo…

– ¿Qué crees?

– Que deberías quedarte. Pienso que todo lo que me has dicho sobre Philibert a propósito de mi marcha es también válido para ti… Pienso que si te fueras se pondría muy triste, y que eres tan garante de su frágil equilibrio como puedo serlo yo…

– Mmm… ¿la última frase me la puedes repetir pero en cristiano?

– Quédate.

– No… Yo… yo soy demasiado diferente de vosotros dos… No se pueden mezclar las churras con las merinas, como diría mi abuela…

– Somos diferentes, es cierto, pero, ¿hasta qué punto? A lo mejor me equivoco, pero me parece que los tres formamos una buena panda de lisiados, ¿no?

– Tú lo has dicho…

– Y además, ¿qué quiere decir eso de «diferentes»? Yo, que no sé ni freír un huevo, me he tirado todo el día en una cocina, y tú, que sólo escuchas música tecno, te duermes con Vivaldi… Esa historia tuya de las churras y las merinas es una chorrada… Lo que impide que la gente conviva no es la diferencia, sino la estupidez… Al contrario, sin ti nunca habría sabido reconocer una hoja de lechuga iceberg…

– Para lo que te va a servir…

– Esto también es una parida. ¿Por qué tendría que «servirme»? ¿Por qué siempre este concepto de rentabilidad? Me trae al pairo que me sirva o no, lo que me interesa es saber que existe…

– Ves como somos diferentes… Ni Philou ni tú estáis en el mundo real, no tenéis ni idea de la vida, de lo que hay que luchar para sobrevivir y todo eso… Yo nunca había visto a ningún intelectual antes de conoceros, pero sois igualitos que la idea que me había hecho…

– ¿Y qué idea era ésa?

Franck agitó las manos como si volara.

– Era: pío, pío… huy, los pajaritos y las maripositas… pío, pío, ¡qué lindos son! ¿Tomará un poco más de capítulo, querido? ¡Por Dios, claro que sí, dos incluso! Así no tendré que bajar de la nube en la que estoy… ¡Oh, no, no baje usted, huele demasiado mal allí abajo!


Camille se levantó y apagó la música.

– Tienes razón, no lo vamos a conseguir… Más vale que te largues… Pero déjame decirte un par de cosas antes de desearte buen viaje: la primera tiene que ver con los intelectuales, justamente… Es muy fácil descojonarse de ellos… Sí, es fácil que te cagas… Muchas veces no son muy cachas y además no les gusta meterse con nadie… No les emocionan las demostraciones de fuerza, ni las medallas, ni los cochazos, así que sí, es muy fácil… Basta con arrebatarles el libro de las manos, la guitarra, la pluma o la cámara de fotos, y ya no dan pie con bola, los muy gilipollas… De hecho, es la primera cosa que suelen hacer los dictadores: romper gafas, quemar libros o prohibir conciertos, no les sale caro, y les puede evitar más de un problema más adelante… Pero déjame que te diga que si ser intelectual significa que a uno le guste aprender, ser curioso, atento, admirar, emocionarse, tratar de comprender cómo funcionan las cosas e intentar irse a la cama un poco menos tonto que la víspera, entonces sí, reivindico mi condición totalmente: no sólo soy una intelectual, sino que además estoy orgullosa de serlo… Súper orgullosa incluso… Y porque soy una intelectual, como dices, no puedo evitar leer las revistas de motos que dejas tiradas en el retrete, y sé que la nueva BMW R 1200 GS tiene un chismito electrónico que le permite funcionar con gasolina de mierda… ¡Ea!

– ¿Pero tía, de que me estás hablando?

– Y con todo lo intelectual que soy, el otro día te mangué tus cómics de Joe Bar Team y me estuve descojonando toda la tarde… Y la segunda cosa que quería decirte es que no eres el más indicado para darnos lecciones, chaval… ¿Tú te crees que tu cocina es el mundo real? Pues claro que no. Al contrario. No salís nunca, siempre estáis entre vosotros. ¿Qué conoces tú del mundo? Nada. Llevas más de quince años encerrado con tus horarios inamovibles, tu pequeña jerarquía de opereta y tu rutina cotidiana. ¿A lo mejor incluso has elegido ese curro por ese mismo motivo? Para no salir nunca de la tripa de tu madre y tener la certeza de que siempre estarás en un lugar calentito, con mucha comida alrededor… Vete tú a saber… Trabajas más y más duro que nosotros, eso es indiscutible, pero nosotros, por muy intelectuales que seamos, tenemos que lidiar con este mundo. Pío, pío, todas las mañanas bajamos al mundo desde nuestra nube. Philibert, a su tienda de postales, y yo, a mis oficinas, y no te preocupes que contacto con el mundo tenemos de sobra. Y esa historia tuya de supervivencia… En plan la vida es una jungla, hay que luchar para sobrevivir, esa cantinela ya nos la sabemos de memoria… Hasta te podríamos dar clases si quisieras… Dicho esto, adiós, buenas noches, y feliz año.


– ¿Cómo?

– Nada. Decía que no eres la alegría de la huerta, precisamente…

– No, yo más bien peco de acrimonia.

– ¿Y eso qué es?

– Abre un diccionario y lo sabrás…

– ¿Camille?

– ¿Sí?

– Dime algo agradable…

– ¿Por qué?

– Para que empiece bien el año…

– No. Yo no suelto cumplidos por encargo.

– Anda…

Camille se dio la vuelta y le dijo:

– Mezcla un poco las churras con las merinas, la vida es más divertida cuando hay un poco de desorden…

– ¿Y yo? ¿No quieres que te diga yo algo agradable para que empieces bien el año?

– No. Sí… Venga, dime.

– ¿Sabes…?, eran maravillosas tus tostadas…

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