QUINTA PARTE

1

No cambió nada, todo cambió. Franck perdió el apetito, y Camille, su tez tan pálida. La ciudad se volvió más bella, más luminosa, más alegre. La gente estaba más sonriente, y el asfalto, más elástico. Todo parecía al alcance de la mano, los contornos del mundo estaban ahora más dibujados, y el mundo, más ligero.

¿Microclima en el Campo de Marte? ¿Recalentamiento del planeta? ¿Fin provisional de la ingravidez? Ya nada tenía sentido, y nada tenía ya importancia.

Navegaban de la cama de uno al colchón del otro, se tumbaban con cuidado y se decían palabras cariñosas acariciándose la espalda. Como ninguno de los dos quería desnudarse delante del otro, eran un poco torpes, un poco tontorrones, y se sentían en la obligación de cubrir su pudor con las sábanas antes de entregarse al desenfreno.

¿Nuevo aprendizaje o primer boceto? Se mostraban atentos y se aplicaban en silencio.


Pikou dejó de llevar jersey y la señora Pereira volvió a sacar sus tiestos con flores. Para los pajaritos, aún era un poco pronto.

– Eh, eh, eh -le dijo a Camille una mañana-, tengo algo para usted…

La carta tenía matasellos de Côtes-d'Armor.


10 de septiembre de 1889. Comillas de apertura. Lo que tenía en la garganta tiende a desaparecer, todavía como con cierta dificultad, pero por lo menos vuelvo a hacerlo. Comillas de cierre. Gracias.


En el reverso de la postal, Camille descubrió el rostro febril de Van Gogh.

Lo guardó entre las páginas de su cuaderno.


Los grandes almacenes del barrio se resintieron mucho gracias a los tres libros que les había regalado Philibert, París secreto e insólito, París: 300 fachadas para los curiosos y Guía de los salones de té de París, Camille y Paulette ya no paraban. Camille levantaba los ojos y ya no criticaba su barrio, donde el Art Nouveau se mostraba en todo su esplendor.

Ahora, iban desde las Isbas rusas del bulevar Beauséjour hasta el barrio de la Mouzaia, en el parque de Buttes-Chaumont, pasando por el hotel del Norte y el cementerio Saint-Vincent, donde un día comieron con Maurice Utrillo y Eugène Boudin sobre la tumba de Marcel Aymé.

«En cuanto a Théophile Alexandre Steinlen, maravilloso pintor de los gatos y las miserias humanas, descansa bajo un árbol, en el rincón sudoeste del cementerio.»

Camille dejo la guía sobre sus rodillas y repitió:

«Maravilloso pintor de los gatos y las miserias humanas, descansa bajo un árbol, en el rincón sudoeste del cementerio…» Es un bonito comentario, ¿verdad?

– ¿Por qué me llevas siempre con los muertos?

– ¿Cómo?

– …

– ¿Y usted dónde quiere ir, mi Paulette? ¿A una discoteca?

– …

– ¡Yuju! ¿Paulette?

– Volvamos a casa. Estoy cansada.


Y una vez más, acabaron en un taxi, con un taxista cabreado por tener que cargar con la silla de ruedas.

Ese chisme era un verdadero detector de gilipollas…


Paulette estaba cansada.

Cada vez más cansada y cada vez más pesada.

Camille no quería reconocerlo pero siempre estaba sosteniéndola y peleándose con ella para conseguir vestirla, alimentarla y obligarla a mantener una conversación. Bueno, ni siquiera una conversación, una respuesta. La anciana testaruda no quería ir al médico y la joven tolerante no quiso ir en contra de su voluntad, primero porque no era su talante, y segundo porque si alguien tenía que convencerla, era Franck. Pero cuando iban a la biblioteca, Camille se enfrascaba en revistas o libros médicos y leía cosas deprimentes sobre la degeneración del cerebelo y demás historias de alzheimer. Después cerraba esas cajas de Pandora suspirando y decidía tomar malos buenos propósitos: si Paulette no quería que la viera un médico, si no quería mostrar interés por el mundo actual, si no quería terminarse el plato, y si prefería ponerse el abrigo encima de la bata para salir de paseo, después de todo, estaba en su derecho. Su derecho más legítimo. Camille no iba a darle la tabarra con eso, y aquellos a quienes todo eso entristecía no tenían más que hacerle hablar sobre su pasado, su madre, el día en que el cura del pueblo casi se ahoga en el Louère porque lanzó las redes un poco deprisa y el chisme se enganchó en uno de los botones de su sotana, las tardes de vendimia, o su jardín, para que sus ojos ahora ya casi opacos recuperaran la chispa. En todo caso, ella, Camille, no había encontrado nada mejor…

– ¿Y qué lechuga cultivaba?

– La Reina de Mayo, o la rubia gorda y perezosa.

– ¿Y las zanahorias?

– Las Palaiseau, claro…

– ¿Y las espinacas?

– Uh… las espinacas… las Monstruosas de Viroflay. Ésas se daban bien…

– ¿Pero cómo hace para recordar todos esos nombres?

– Todavía me acuerdo de los paquetitos de semillas… Yo hojeaba el catálogo Vilmorin todas las noches, como otros sobetean sus misales… Me encantaba… Mi marido soñaba con cartucheras mientras leía su Manufrance y a mí me gustaban las plantas… La gente venía de lejos para admirar mi jardín, ¿sabes?

Camille la colocaba a la luz y la dibujaba mientras la escuchaba hablar.

Y cuanto más la dibujaba, más la quería.


¿Se habría esforzado más por mantenerse en pie de no haber tenido la silla de ruedas? ¿Acaso la había infantilizado al pedirle que se sentara cada dos por tres para ir más deprisa? Probablemente…

Qué se le iba a hacer… lo que estaban viviendo las dos, todas esas miradas y ese cogerse de la mano mientras la vida se desmoronaba al menor recuerdo, nadie se lo podría quitar nunca. Ni Franck ni Philibert, que estaban a mil leguas de concebir cuán poco razonable era su amistad, ni los médicos que nunca habían podido evitar que un anciano volviera a la orilla de un río, con ocho años, para gritar «¡Señor cura! ¡Señor cura!» llorando porque si se ahogaba, todos los monaguillos se irían directos al infierno…

– Yo le lancé mi rosario, imagínate cuánto debió de ayudarlo al pobre… Creo que ese día empecé a perder la fe, porque en vez de implorar a Dios, llamaba a gritos a su madre… Eso me dio mala espina…

2

– ¿Franck?

– Mmm…

– Me preocupa Paulette…

– Ya lo sé.

– ¿Qué hay que hacer? ¿Obligarla a ir al médico?

– Creo que voy a vender la moto…

– Vale. Veo que te la suda lo que te estoy diciendo…

3

No la vendió. Se la cambió al pinche por su Golf de macarra. Aquella semana Franck estaba hecho polvo pero se cuidó bien de que nadie se lo notara y, el domingo siguiente, se las apañó para reunir los a todos alrededor de la cama de Paulette.

Qué suerte, hacía bueno.

– ¿No te vas a trabajar? -le preguntó ella.

– Bah… Hoy no tengo muchas ganas… Oye, dime una cosa… ¿No empezó ayer la primavera?

Los demás se enredaron en cálculos, entre uno que vivía encerrado entre libros, y las otras dos que habían perdido la noción del tiempo desde hacía semanas, era mucho pedir esperar una respuesta…

Pero Franck no tiró la toalla:

– ¡Que sí, ratas de ciudad! ¡Es primavera, a ver si os enteráis!

– ¿Ah, sí?

Un poco remolón este público suyo…

– ¿Os trae sin cuidado?

– No, no, qué va…

– Sí. Ya veo que os trae sin cuidado…

Franck se acercó a la ventana:

– No, si yo sólo lo decía por decir… Nada, estaba pensando que era una lástima quedarse aquí mirando a los turistas del Campo de Marte cuando tenemos una preciosa casa de campo como todos los pijos de este edificio, y que si os dierais un poco de prisa, podríamos pasar por el mercado de Azay y comprar algo rico para comer… Pero bueno, nada… Si no os apetece, nada, me vuelvo a la cama…


Igual que una tortuga, Paulette estiró su cuello arrugado, y salió de su concha:

– ¿Cómo?

– Oh… Nada, algo sencillito… Estaba pensando en unas chuletitas de ternera con menestra… Y a lo mejor unas fresitas de postre… Si tienen buena pinta, ¿eh? Si no, haré una tarta de manzana… Ya veremos… Y de guinda, un vinito de mi amigo Christophe, y una buena siesta al sol, ¿qué me decís?

– ¿Y tu trabajo? -quiso saber Philibert.

– Pfff… Ya trabajo bastante, ¿no crees?

– ¿Y cómo se supone que vamos a ir? -preguntó Camille con ironía-. ¿Apilados en tu súper moto?


Franck bebió un sorbito de café y soltó tranquilamente:

– Tengo un bonito coche, os espera en la puerta, el cabrón de Pikou ya me lo ha bautizado dos veces esta mañana, la silla de ruedas está en el maletero y acabo de llenar el depósito…

Dejó la taza y se levantó con la bandeja.

– Hala, venga, chavales, a espabilarse. Que tengo que preparar la menestra…

Paulette se cayó de la cama. No fue culpa del cerebelo, sino de la precipitación.


Tal y como se dijo se hizo, y se repitió todas las semanas.

Como todos los pijos (pero sin ellos, puesto que salían un día más tarde que todos ellos) se levantaban muy temprano el domingo y volvían el lunes por la noche, cargados de provisiones, de flores, de bosquejos y de cansancio del bueno.


Paulette resucitó.


A veces, Camille sufría crisis de lucidez y se atrevía a considerar las cosas fríamente. Lo que estaba viviendo con Franck era muy agradable. Viva la alegría, viva la locura, encerrémonos en la habitación, grabemos nuestras iniciales en los troncos de los árboles, mezclemos nuestra sangre, sin pensar en ello, descubrámonos, hojeémonos, suframos un poco, cojamos hoy mismo las rosas de la vida y patatín y patatán, pero eso no podría funcionar nunca. Camille no tenía ganas de entrar en detalles, pero vamos, que su historia no tenía mucho futuro. Demasiadas diferencias, demasiadas… Bueno, total, corramos un tupido velo. No conseguía yuxtaponer a la Camille que se abandonaba y la Camille que permanecía al acecho. Siempre una de las dos miraba a la otra frunciendo el ceño.

Era triste, pero era así.


Pero algunas veces, no. Algunas veces conseguía llegar a un acuerdo y las dos pesadas se fundían en una sola, tontorrona y desarmada. Algunas veces, Franck la dejaba boquiabierta.


Como ese día, por ejemplo… El golpe del coche, la siesta, el mercado y toda la pesca, no había estado mal, pero lo mejor vino después.

Lo mejor fue cuando detuvo el coche a la entrada del pueblo y se dio la vuelta:

– Abuela, deberías andar un poco, y terminar el camino a pie con Camille… Nosotros mientras tanto vamos a ir abriendo la casa…

Una idea genial.

Porque había que verla, a esa ancianita en zapatillas de fieltro, aferrada a su bastón de juventud, la misma que se alejaba del borde desde hacía meses para ir hundiéndose en el barro, había que ver cómo avanzaba, muy despacito al principio, muy despacito para no resbalarse, y poco a poco alzaba la cabeza, levantaba las rodillas y aflojaba la mano que aferraba a Camille…


Había que ver aquello para calibrar palabras tan tontas como «felicidad» o «beatitud». Ese rostro de repente radiante, ese porte de reina, esos pequeños gestos con la barbilla para señalar los visillos, y sus implacables comentarios sobre el estado de las jardineras y los felpudos…

Qué deprisa caminaba de pronto, cómo le volvía a fluir la sangre con los recuerdos y el olor del asfalto tibio…


– Mira, Camille, ésta es mi casa. Mi casa.

4

Camille se quedó parada.

– Pero bueno… ¿qué te pasa?

– ¿Es… es su casa?

– ¡Pues claro que sí! Pero mira cómo está todo esto… todo lleno de malas hierbas… qué desgracia…

– Se parece a la mía…

– ¿Cómo dices?


La suya, no la de Meudon donde sus padres se tiraban los trastos a la cabeza, sino la que ella se dibujaba a sí misma desde que tuvo edad para sostener un rotulador. Su casita imaginaria, el lugar en el que se refugiaba con sus sueños de gallinas y de cajas de hojalata. Su casita de Pin y Pon, su roulotte de la Barbie, su hogar de los Clics de Playmobil, su casita azul en plena colina, su Tara, su granja en África, su promontorio en las montañas…


La casa de Paulette era una señora robusta que estiraba el cuello y le recibía con las manos en jarras con ese aire de suficiencia de las que se hacen las remilgadas. Esas que bajan los ojos y fingen modestia cuando todo en ellas rezuma placidez y satisfacción de la buena.


La casa de Paulette era la rana de la fábula, la que había querido ser tan grande como un buey. Una casita humilde, como de guardabarrera, que no se dejaba intimidar en absoluto por los grandes castillos del Loira.


Sueños de grandeza, campesinita vanidosa y orgullosa que decía:

– Mírame bien, hermana. Ya no me hace falta más, ¿verdad? Mira mi tejado de tejas, con su toba blanca que realza los marcos de la puerta y las ventanas, ya estoy a la altura, ¿verdad?

– Nones.

– ¿Nones? ¿Y qué me dices de mis dos buhardillas? ¿A que son bonitas, eh, mis dos buhardillas de piedra labrada?

– Nada de nada.

– ¿Nada de nada? ¿Y mi cornisa? ¡Me la talló un obrero!

– Nada, nada, querida, ni por esas.

La escuchimizada pécora se molestó tanto que se cubrió de hiedra, se adornó con tiestos descabalados, y llevó su desdén hasta el punto de clavarse una herradura encima de la puerta. ¡Envidia cochina, ni Agnés Sorel ni todas las favoritas de los reyes tenían una así en sus casas!


La casa de Paulette existía.


No tenía ganas de entrar, quería ver su jardín y su huerto. «Qué desgracia… Todo se ha ido al garete… Hay malas hierbas por todas partes… Y además es la época de la siembra… Hay que sembrar coles, zanahorias, fresas, puerros… Toda esta buena tierra pasto de las malas hierbas… Qué desgracia… Menos mal que me quedan mis flores… Aunque bueno, todavía es un poco pronto… ¿Dónde están los narcisos? ¡Ah, ahí están! ¿Y mis crocus? Y mira, Camille, agáchate y verás qué bonito… No las veo, pero tienen que estar por aquí…»

– ¿Las florecitas azules?

– Sí.

– ¿Cómo se llaman?

– Almizcleñas… Oh… -gimió Paulette.

– ¿Qué?

– Pues que habría que dividirlas…

– ¡No hay problema! ¡Ya nos ocuparemos de eso mañana! Me explicará lo que hay que hacer…

– ¿Y tú harías eso por mí?

– ¡Pues claro! ¡Y ya verá cómo me aplico más que en la cocina!

– Y guisantes de olor, también… Habría que plantar… Era la flor preferida de mi madre…

– Todo lo que usted quiera…

Camille palpó su bolso. Bien, no se le habían olvidado los colores…


Colocaron la silla de ruedas al sol y Philibert la ayudó a sentarse. Demasiadas emociones.


– ¡Mira, abuela! ¡Mira quién está aquí!

Franck apareció en el porche de la casa, con un gran cuchillo en la mano y un gato en la otra.

– ¡Creo que al final os voy a preparar un buen conejo!


Sacaron las sillas y comieron al aire libre, con el abrigo puesto. Al llegar el postre, se lo desabrocharon y, con los ojos cerrados, la cabeza hacia atrás y las piernas bien estiradas, se llenaron los pulmones del agradable sol del campo.


Los pajaritos cantaban, y Franck y Philibert se picaban a ver quién tenía razón:

– Te digo que es un mirlo…

– No, un ruiseñor.

– ¡Un mirlo!

– ¡Un ruiseñor! ¡Joder, que yo he nacido y me he criado aquí! ¡Los conozco bien!

– Anda, calla -suspiró Philibert-, te pasabas el tiempo abriéndoles las tripas a las motos, ¿cómo ibas a oír a los pájaros? Mientras que yo, que leía en silencio, tuve todas las oportunidades del mundo para familiarizarme con sus dialectos… El canto del mirlo se parece a un arrullo, mientras que el del petirrojo suena como gotitas que caen… Y esto que oímos ahora, te prometo que es un mirlo… Escucha bien el arrullo… Se parece a Pavarotti cuando calienta la voz…

– Abuela… ¿qué pájaro es?

Paulette dormía.

– Camille… ¿qué es?

– Dos pingüinos que me estropean el silencio.

– Muy bien… Conque esas tenemos… Ven, mi querido Philou, nos vamos de pesca.

– ¿De pesca? Bueno… es que… no se me da muy bien… siempre se me enreda la ca… caña…

Franck se reía.

– Ven, Philou, ven, ven a contarme lo de tu novia, que yo mientras te explico cómo se maneja una caña…

Philibert miró enfadado a Camille.

– ¡Eh, oye, que yo no he dicho nada!

– Que no, hombre, no me lo ha dicho ella, me lo ha dicho un pajarito…


Y allá se fueron los dos cogidos del brazo; parecían dos personajes de dibujos animados, el gran hidalgo con su corbata de pajarita y su monóculo y el cocinerito con su pañuelo de pirata…

– Bueno, chavalote, cuéntale a tu tío Franck qué cebo tienes… Porque el cebo es muy importante, ¿sabes? Y es que estos bichos no tienen un pelo de tontos… Qué va, qué va, lo que yo te diga, ni un pelo de tontos…


Cuando Paulette se despertó, dieron una vuelta por la aldea empujando la silla de ruedas, y luego Camille la obligó a darse un baño para que entrara en calor.

Camille se mordía los carrillos.

Nada de aquello era muy razonable que digamos…

Pero qué más daba.


Philibert encendió el fuego en el hogar y Franck preparó la cena. Paulette se acostó temprano y Camille dibujó a los chicos mientras echaban una partida de ajedrez.

– ¿Camille?

– Mmm…

– ¿Por qué dibujas todo el rato?

– Porque no sé hacer otra cosa…

– ¿Y ahora que estás dibujando?

– A un caballero y a un majadero.


Quedó decidido que los chicos dormirían en el sofá y Camille en la camita de Franck cuando era niño.


– Estooo… -replicó Philibert-… no sería mejor que Camille… mmm… ocupara la cama grande…

Los dos lo miraron sonriendo.

– Soy miope, desde luego, pero tampoco hasta ese punto…

– No, no -contestó Franck-, ella duerme en mi habitación… Hacemos como tus primos… Nunca antes del matrimonio…


Era porque quería dormir con ella en su camita de niño. Bajo los pósters de fútbol y sus trofeos de motocross. No sería muy cómodo ni muy romántico, pero sí la prueba de que la vida podía tratarlo bien después de todo.


Se había aburrido tanto en esa habitación… Pero tanto, tanto…


Si le hubieran dicho que un día traería ahí una princesa y que se tumbaría a su lado, en esa camita de latón donde antaño había un agujero, en la que solía perderse y en la que después se frotaba pensando en criaturas mucho menos bellas que ella… No se lo habría creído jamás… Él, el adolescente granujiento, con sus piezacos, y una cacerola siempre en la mano… No tenía muchas papeletas de que pudiera pasarle algo así algún día…


Sí, la vida era una cocinera imprevisible… Uno se pasaba años en la cámara refrigeradora y de la noche a la mañana, ¡hala, chaval, a la parrilla!

– ¿En qué piensas? -preguntó Camille.

– En nada… En chorradas… ¿Tú estás bien?

– No me llego a creer que hayas crecido aquí…

– ¿Por qué?

– Pfff… Es que esto es un agujero perdido… Ni siquiera es un pueblo, es… No es nada… Apenas cuatro casitas de nada con viejitos asomados a la ventana… Y este caserón, donde nada ha cambiado desde los años cincuenta… Nunca había visto unos fogones así… ¡Y cuánto abulta esa estufa! ¡Y el retrete en el jardín! ¿Cómo puede un niño crecer feliz aquí? ¿Cómo lo hiciste tú? ¿Cómo conseguiste salir adelante?

– Te estaba buscando…

– Para… Hemos dicho que esas cosas, no…

has dicho…

– Venga…

– Sabes muy bien cómo me las apañé, tus circunstancias fueron parecidas… Sólo que yo tenía la naturaleza… Tuve esa suerte… Me pasaba el día fuera de casa… Y Philou puede decir lo que le dé la gana, pero eso era un ruiseñor. Lo sé, me lo dijo mi abuelo, y mi abuelo de pájaros sabía más que nadie… No necesitaba señuelos…

– ¿Y cómo consigues vivir en París?

– No vivo…

– ¿No había trabajo por aquí?

– No. Nada interesante. Pero si algún día tengo hijos, te juro que no dejaré que crezcan entre los coches, eso sí que no… Un niño que no tiene un par de botas, una caña de pescar, y un tirachinas, no es un niño de verdad. ¿Por qué sonríes?

– Por nada. Porque me pareces muy lindo.

– Preferiría parecerte otra cosa…

– Tú nunca estás contento.

– ¿Tú cuántos querrías?

– ¿Cómo?

– ¿Cuántos niños?

– Eh… -se quejó Camille-. ¿Lo haces aposta o qué?

– Oye, tía, ¡que no me refería a que tuviera que ser conmigo!

– No quiero niños.

– ¿Ah, no? -preguntó, decepcionado.

– No.

– ¿Por qué?

– Porque no.

La agarró por el cuello y la obligó a acercarse a su oído.

– Dime por qué…

– No.

– Sí. Dímelo. No se lo diré a nadie…

– Pues porque si me muero, no quiero que se quede solo…

– Tienes razón. Por eso hay que tener montones de niños… Y además, ¿sabes una cosa…?

La abrazó aún más fuerte.

– Tú no te vas a morir… Eres un ángel… Y los ángeles no se mueren nunca…

Camille estaba llorando.

– ¿Pero qué te pasa?

– No, nada… Es que me va a venir la regla… Me pasa igualito todas las veces… Me pongo triste por todo y lloro por cualquier cosa…

Sonreía entre lágrimas y mocos.

– ¿Ves como no soy un ángel…?

5

Llevaban ya un buen rato a oscuras, incómodos y abrazados cuando Franck soltó:

– Hay una cosa que me preocupa…

– ¿El qué?

– Tienes una hermana, ¿no?

– Sí…

– ¿Por qué no la ves?

– No lo sé.

– ¡Eso es una chorrada! ¡Tienes que verla!

– ¿Por qué?

– ¡Porque sí! ¡Es genial tener una hermana! ¡Yo lo hubiera dado todo por tener un hermano! ¡Todo! ¡Hasta mi bici! ¡Hasta mis sitios de pesca más secretos! ¡Hasta las partidas que ganaba en la máquina de millón! ¿Entiendes lo que te digo?

– Sí… En un momento lo pensé, pero no me atreví…

– ¿Por qué?

– Pues por mi madre, supongo…

– No me hables de tu madre… No te hizo más que daño… No seas masoca… No le debes nada, ¿lo sabes?

– Claro que sí.

– Claro que no. Cuando se comportan mal, uno no tiene obligación de querer a sus padres.

– Claro que sí.

– ¿Por qué?

– Pues justamente porque son tus padres…

– Bah… Ser padres no es difícil, basta con follar. Lo complicado viene luego… Yo por ejemplo no pienso querer a una tía sólo porque le echaron un polvo en un aparcamiento… Qué quieres que le haga…

– Pero mi caso es distinto…

– No, el tuyo es peor. En qué estado vuelves cada vez que la ves… Es horrible… Vuelves con una cara completamente…

– Basta. No me apetece hablar de esto.

– Vale, vale, una última cosa nada más. No tienes obligación de quererla. No tengo nada más que decirte. Me vas a contestar que soy así por cómo me ha tratado la vida, y tienes razón. Pero justamente porque ya he recorrido ese camino te lo puedo enseñar: uno no tiene obligación de querer a sus padres cuando se comportan como cabronazos, y punto.

– …

– ¿Te has cabreado?

– No.

– Perdóname.

– …

– Tienes razón. Tu caso es distinto… La tuya siempre se ocupó de ti al fin y al cabo… Pero no te tiene que impedir que veas a tu hermana si tienes una… Francamente, tu madre no vale ese sacrificio…

– No…

– No.

6

Al día siguiente, Camille se ocupó del jardín tal como le indicó Paulette, Philibert se instaló en un extremo del mismo para escribir, y Franck les preparó una ensalada deliciosa.

Después del café, se quedó dormido sobre la hamaca. Huy, cuánto le dolía la espalda…

Para la próxima vez pensaba encargar un colchón. Nada de dos noches así… Ni hablar… La vida se portaba bien, pero no merecía la pena correr riesgos innecesarios… No, no, ni hablar…


Volvieron todos los fines de semana. Con o sin Philibert. Más bien con.


Camille (lo sabía desde siempre) se estaba convirtiendo en toda una profesional de la jardinería.

Paulette calmaba un poco su ardor:

– No. ¡Eso no se puede plantar! Acuérdate que sólo venimos una vez a la semana. Necesitamos semillas que resistan bien, que sean vivaces… Altramuces, si quieres, flox, cosmos… Las cosmos son muy bonitas… Muy ligeritas… Te gustarían mucho…


Y Franck, gracias al cuñado del compañero de trabajo de la hermana del Titi, consiguió una vieja moto para bajar al mercado o para ir a saludar a René…


Había aguantado pues treinta y dos días sin moto y todavía se preguntaba cómo lo había conseguido…


La moto era vieja y fea, pero petardeaba de lo lindo:

– Escuchad esto -les gritó desde el cobertizo donde siempre acababa encerrándose cuando no estaba en la cocina-, ¡escuchad qué maravilla!

Todos levantaron la cabeza con desgana de sus semillas o de sus libros.

«Prrrr, prrr, prrrrrr…»

– ¿Qué os parece? Es la pera, ¿eh? ¡Parece una Harley!

Bah… Volvieron a sus distracciones sin molestarse en hacer el más mínimo comentario…

– Pfff… No entendéis nada…

– ¿Quién es esa Jarlei? – le preguntó Paulette a Camille.

– Jarlei Davidson… Una cantante buenísima…

– No la conozco.


Philibert se inventó un juego para los trayectos en coche. Cada uno tenía que enseñar algo a los demás con el fin de transmitirles un saber.

Philibert habría sido un excelente profesor…


Un día, Paulette les explicó cómo atrapar abejorros:

– Por la mañana, cuando todavía están aletargados por el frío de la noche, y permanecen inmóviles sobre las hojas, hay que sacudir los árboles en los que están, agitar las ramas con un palo, y recogerlos con una tela. Entonces se machacan, se cubren de cal y se entierran en un agujero, y así se obtiene un abono muy bueno… ¡Y no hay que olvidar cubrirse la cabeza!


Otro día, Franck les despiezó una ternera:

– A ver, empecemos por las piezas de primera categoría: la landrecilla, el solomillo, el lomo, la babilla, la tapilla, la tapa, la contra, la aguja, es decir las cinco primeras costillas y las tres segundas, y la espaldilla. Las de segunda categoría: la bajada de pecho, el brazuelo y el morcillo. Y para terminar, las de tercera categoría: la falda, el rabo y… Joder, me falta una…


En cuanto a Philibert, daba clases de recuperación a esos descreídos que no sabían otra cosa de Enrique IV que lo que contaban las canciones populares, como su célebre pene, que ignoraba que no fuera un hueso


– Enrique IV nace en Pau en 1553, y muere en París en 1610. Es hijo de Antonio de Borbón y de Juana de Albret. Una de mis primas lejanas, dicho sea de paso. En 1572, se casa con la hija de Enrique II, Margarita de Valois, prima de mi madre, por cierto. Cabeza del partido calvinista, abjurará del protestantismo para escapar a la matanza de la noche de San Bartolomé. En 1594 es coronado en Chartres y entra en París. Con el Edicto de Nantes de 1598, restablece la paz religiosa. Era muy popular. Os ahorro todas sus batallas, porque me imagino que os traen sin cuidado… Pero es importante recordar que estuvo siempre rodeado, entre otros, de dos hombres relevantes: Maximiliano de Béthune, duque de Sully, que saneó las finanzas del país, y de Oliverio de Serres, que fue una bendición para la agricultura de la época…


En cuanto a Camille, no quería contar nada.

– No sé nada -decía-, y lo que creo saber, ni siquiera estoy segura…

– ¡Háblanos de pintores! -la animaron-. De movimientos, de periodos, de cuadros célebres, ¡o incluso del material que usas tú, si quieres!

– No, yo todo eso no lo sé contar… Me da mucho miedo equivocarme…

– ¿Cuál es tu periodo preferido?

– El Renacimiento.

– ¿Por qué?

– Porque… No sé… Todo es bello. En todos los ámbitos… Todo…

– Todo, ¿qué?

– Todo.

– Bueno… -bromeó Philibert- gracias. No se puede ser más escueto. Para quienes quieran saber más, la Historia del Arte de Élie Faure se encuentra en nuestras estanterías detrás del especial Enduro 2003.

– Pues dinos quién te gusta… -añadió Paulette.

– ¿Qué pintores me gustan?

– Sí.

– Pues… A ver, sin ningún orden… Rembrandt, Durero, Da Vinci, Mantegna, Tintoretto, La Tour, Turner, Bonington, Delacroix, Gauguin, Vallotton, Corot, Bonnard, Cézanne, Chardin, Degas, el Bosco, Velázquez, Goya, Lotto, Hiroshige, Piero della Francesa, Van Eyck, los dos Holbein, Bellini, Tiepolo, Poussin, Monet, Chu Ta, Manet, Constable, Ziem, Vuillard y… Es horrible, seguro que se me están olvidando un montón…

– ¿Y no nos puedes decir algo sobre alguno de ellos?

– No.

– A ver, uno cualquiera, al azar… Bellini… ¿Por qué te gusta?

– Por su retrato del dux Leonardo Loredan…

– ¿Por qué?

– No lo sé… Hay que ir a Londres, a la National Gallery si mal no recuerdo, y mirar ese cuadro para tener la certeza de que se está… De que es… Es… No, no tengo ganas de andar hurgando en esto sin encontrar las palabras adecuadas…

– Bueno -se resignaron los demás-, al fin y al cabo no es más que un juego… No te vamos a obligar…

– ¡Ah! ¡Ya sé cuál se me olvidaba! -exclamó Franck, feliz-. ¡El pescuezo, claro! O el cuello, como uno quiera llamarlo… Se usa para ciertos guisos…


Camille se sentía dividida en dos, por supuesto.


Y sin embargo, un lunes por la noche, en el atasco que se formaba después del peaje de Saint-Arnoult, cuando todos estaban cansados y enfurruñados, declaró de pronto:

– ¡Ya lo tengo!

– ¿Qué?

– ¡Mi saber! ¡El único que tengo! ¡Además, me lo sé de memoria desde hace años!

– Pues hala, somos todo oídos…

– Se trata de Hokusaï, un pintor que me encanta… ¿Conocéis su dibujo de la ola? ¿Y las vistas del Monte Fuji? Sí, hombreeeee… ¿Esa ola turquesa con ribetes de espuma? Ese pintor sí que… Qué maravilla… Si supierais todo lo que ha hecho, es que no os lo podéis ni imaginar…


– ¿Eso es todo? Aparte de «qué maravilla», ¿no tienes nada más que añadir?

– Sí, sí… Me estoy concentrando.


Y en la penumbra de un extrarradio igual a tantos otros, entre un Usine Center a la izquierda y un gran almacén a la derecha, entre la grisura de la ciudad y la agresividad del rebaño que volvía al redil, Camille pronunció despacio estas palabras:


«Desde los seis años, tenía la manía de dibujar la forma de los objetos.


Cuando tenía unos cincuenta, había publicado ya una infinidad de dibujos, pero todo lo que produje antes de los setenta años no merece tenerse en cuenta.


Cuando cumplí los sesenta y tres, empecé a comprender poco a poco la estructura de la naturaleza verdadera, los animales, los árboles, los pájaros y los insectos.


Por consiguiente, a la edad de ochenta años, habré hecho aún más progresos; a los noventa, penetraré el misterio de las cosas; a los cien, habré llegado sin duda a un cierto grado de embelesamiento, y cuando tenga ciento diez años, todo en mí, ya sea un punto, o una línea, estará vivo.


Pido a los que vivan tanto como yo que comprueben si cumplo mi palabra.


Escrito a la edad de setenta y cinco años por mí, Hokusaï, el anciano loco por la pintura.»


«Todo en mi, ya sea un punto, o una línea, estará vivo…», repitió Camille.


Probablemente, habiendo encontrado cada uno en estas frases lo necesario para alimentar su pobre cerebro, el final del trayecto se llevo a cabo en silencio.

7

En Semana Santa los invitaron al castillo.

Philibert estaba nervioso.

Temía perder algo de su prestigio…


Trataba de usted a sus padres, sus padres lo trataban de usted a él, y ésos a su vez se trataban de usted entre sí.

– Buenos días, padre.

– Ah, ya está usted aquí, hijo… Isabelle, vaya a avisar a su madre, por favor… Marie-Laurence, ¿sabe dónde se encuentra la botella de whisky? No aparece por ninguna parte…

– ¡Récele a san Antonio, amigo mío!

Al principio, se les hacía un poco raro, pero al cabo del rato ya ni se fijaban en ello.


La cena fue penosa. El marqués y la marquesa les hacían un montón de preguntas, pero no esperaban sus respuestas para juzgarlos. Además, eran preguntas un poco difíciles, del tipo:

– ¿Y a qué se dedica su padre?

– Murió.

– Ah, perdón.

– No se preocupe…

– Mmm… ¿y el suyo?

– No llegué a conocerlo…

– Muy bien… ¿Les… les apetece tal vez un poco más de macedonia?

– No, gracias.

Por el comedor revestido de madera pasó todo un convoy de ángeles…


– Entonces usted… es cocinero, ¿no es así?

– Pues sí…

– ¿Y usted?

Camille se volvió hacia Philibert.

– Es una artista -respondió éste en su lugar.

– ¿Una artista? ¡Cuán pintoresco! ¿Y vive… vive usted de ello?

– Sí. Bueno… eso… eso creo…

– Cuán pintoresco, sí… Y viven todos en el mismo edificio, ¿no es así?

– Sí. Justo encima.

– Justo encima, justo encima…

El marqués rebuscaba mentalmente en el disco duro de su guía telefónica de la aristocracia.

– ¡… Entonces es usted vástaga de la familia Roulier de Mortemart!

Camille estaba empezando a angustiarse.

– Esto… Yo me apellido Fauque…

Sacó entonces todo su pedigrí:

– Camille, Marie, Élisabeth Fauque.

– ¿Fauque? Cuán pintoresco… Hace tiempo conocí a un Fauque… Un hombre muy cabal, sí señor… Charles, creo que se llamaba… ¿Un pariente suyo, tal vez?

– Pues… no…


Paulette no abrió el pico en toda la velada. Durante más de cuarenta años, había estado al servicio de gente de esa ralea, y estaba demasiado incómoda para poder aportar su granito de arena a ese mantel bordado.


También el café fue penoso…

Esta vez le tocó a Philou ser el blanco de todas las preguntas.

– ¿Y bien, hijo mío, todavía en el negocio de las postales?

– Todavía, padre…

– Apasionante, ¿verdad?

– No lo sabe usted bien…

– No sea usted irónico, haga el favor… Sólo los miserables hacen alardes de ironía, no dirá que no se lo he repetido veces…

– Sí, padre… Ciudadela, de Saint-Ex…

– ¿Perdón?

– Saint-Exupéry.

El marqués se tragó lo que fuera a decir.


Cuando por fin pudieron abandonar esa habitación glauca donde todos los animales de la región estaban disecados en la pared, por encima de sus cabezas, (hasta un cervato, hay que joderse, hasta Bambi estaba ahí), Franck acompañó a Paulette hasta su habitación. «Como una recién casada», le susurró al oído, y meneó tristemente la cabeza cuando se dio cuenta de que iba a dormir a miles de kilómetros de sus princesas, dos pisos más arriba.


De espaldas a ellas, Franck toqueteaba una pata de jabalí trenzada mientras Camille desvestía a Paulette.

– Joder, es que esto es la monda… ¿Habéis visto qué mal hemos comido? ¿Pero de qué va esta gente? ¡Estaba todo asqueroso! ¡Yo nunca me atrevería a servir algo así a mis invitados! ¡Ya puestos más vale hacer una tortilla o unos espaguetis!

– ¿A lo mejor es que no tienen medios?

– Joder, pero si todo el mundo tiene medios suficientes para hacer una buena tortilla babosita, ¿no? Yo es que no lo entiendo… No lo entiendo… Comer mierda con cubiertos de plata maciza y servir un vinorro infame en una jarra de cristal de Bohemia, yo seré gilipollas, pero aquí hay algo que no me cuadra… Vendiendo uno solo de sus tropecientos candelabros tendrían para comer como Dios manda un año…

– Me imagino que ellos no ven las cosas de esa manera… La idea de vender un solo mondadientes de la familia les debe de parecer tan incongruente como a ti servir macedonia de lata a tus invitados…

– ¡Joder, y es que ni siquiera era una buena marca! He visto la lata vacía en la basura… ¡Era de Leader Price! ¿Pero tú te lo puedes creer? ¡Vivir en un castillo así, con foso, lámparas de araña, miles de hectáreas y toda la pesca y comprar en Leader Price! Yo es que no lo entiendo, colega… Hacerse llamar «señor marqués» por el guarda y luego dar de comer a tus invitados mayonesa de bote con macedonia para pobres, te lo juro, tía, yo es que no lo entiendo…

– Anda, tranquilízate… Que tampoco es para tanto…

– ¡Pues sí que es para tanto, joder, sí que lo es! ¿Qué significa eso de transmitirles el patrimonio a tus críos cuando ni siquiera eres capaz de hablarles con cariño? Joder, ¿pero tú has visto cómo le habla a mi Philou? ¿Has visto la mueca de asco que pone levantando así el labio de arriba…? «¿Todavía en el negocio de las postales, hijo mío?», «pedazo de gilipollas de hijo mío», se sobreentiende que dice, te lo juro, tía, me estaban entrando unas ganas de meterle una hostia… Mi Philou es un dios, es el ser humano más maravilloso que he conocido en mi vida, y el cretino este se permite tocarle los huevos, hay que joderse…

– Joder, Franck, deja de decir palabrotas, mierda -se lamentó Paulette, afligida.

El carretero se quedó con un palmo de narices.


– Pfff… Y encima me toca dormir en la Conchinchina… ¡Eh, os aviso que yo mañana no pienso ir a misa! Pfff… ¿De qué tendría yo que dar gracias al Señor, eh? ¿Sabes lo que te digo? Que lo mismo tú, que yo, que Philou, más valdría que nos hubiéramos conocido en un orfanato…

– ¡Ay, sí! ¡El de la señorita Pony!

– ¿Quién?

– No, nada.

– ¿Tú vas a misa?

– Sí, me gusta…

– ¿Y tú, abuela?

– …

– Tú te quedas conmigo. Les vamos a enseñar a estos paletos lo que es comer como Dios manda… ¡Ya que no tienen medios, los vamos a alimentar nosotros!

– Yo ya no valgo para mucho, sabes…

– ¿Te acuerdas de la receta de tu paté de Pascua?

– Claro.

– ¡Pues nada, mañana mismo lo hacemos! ¡Y todos los aristócratas, al paredón! Bueno, me voy que si no al final me van a meter en el calabozo…


Y al día siguiente, cuál no sería la sorpresa de «la señora marquesa» cuando bajó a su cocina a las ocho.

Franck ya había vuelto del mercado y dirigía a su invisible conjunto de pinches.


Se quedó turulata:

– Dios mío, pero…

– No hay ningún problema, señora marquesa. ¡No hay ningún, ningún problema! -canturreaba Franck, abriendo todos los armarios-. No tiene que preocuparse por nada, yo me encargo del almuerzo…

– ¿Y… y mi asado?

– Lo he metido en el congelador. Dígame, ¿no tendría un chino por casualidad?

– ¿Disculpe?

– No, nada. ¿Un escurridor, tal vez?

– Eee… Sí, ahí, en ese armario…

– ¡Huy! ¡Pero si es fantástico! -se extasió Franck, blandiendo el chisme al que le faltaba una pata-. ¿De qué época es? De finales del siglo xii, diría yo, ¿no?


Volvieron todos hambrientos y de buen humor, Jesús había vuelto a sus corazones, y se repartieron alrededor de la mesa, relamiéndose. Huy, Franck y Camille se pusieron de pie enseguida. Otra vez se les había olvidado lo de bendecir la mesa…


El paterfamilias se aclaró la voz:

– Bendícenos, Señor, bendice estos alimentos y a quienes los han preparado -(Philou le guiñó el ojo al cocinero) y blablablá-, y da pan a quien no tiene…

– Amén -respondió el corrillo de adolescentes, agitándose nerviosas.

– Vamos a hacer pues honor a este maravilloso almuerzo… Louis, haga el favor de ir a buscar dos botellas del tío Hubert…

– Oh, amigo mío, ¿está seguro? -se inquietó su señora.

– Sí, mujer, sí… Y usted, Blanche, deje de peinar a su hermano, no estamos en una peluquería que yo sepa…


Les sirvieron espárragos con una salsa holandesa de nata batida para chuparse los dedos, y después vino el paté de Pascua firmado Paulette Lestafier, seguido de un asado de cordero acompañado de un gratén de tomates y calabacines a la flor de tomillo, y para terminar, una tarta de fresas del bosque con nata casera.

– Montada con estas manitas…


Pocas veces fueron tan felices alrededor de esa mesa enorme, y nunca rieron de tan buena gana. Tras unos cuantos vasitos de vino, el marqués perdió su rigidez y contó portentosas anécdotas de caza en las que no siempre salía muy bien parado… Franck estaba a menudo en la cocina, y Philibert se ocupaba de servir la mesa. Un tándem perfecto.

– Deberían trabajar juntos -murmuró Paulette a Camille-, el bajito, ajetreado en los fogones, y el hidalgo altote en el comedor, sería estupendo…


Tomaron el café en los escalones del porche y Blanche trajo más deliciosos dulces antes de volver a sentarse en las rodillas de Philibert.


Uf… Franck pudo descansar por fin. Después de una trabajera como ésa, le hubiera encantado poder liarse un porrito pero… en fin… en lugar de eso le robó un cigarro a Camille…

– ¿Y esto qué es? -le preguntó ella, mirando la fuente sobre la que todos se abalanzaban.

– Buñuelos de cuaresma, también llamados «pedos de monja» -dijo Franck entre risas-, no he podido reprimirme, ha sitio mas fuerte que yo…


Bajó un escalón y se recostó contra las piernas de su amada.

Ésta apoyó el cuaderno sobre su cabeza.


– ¿Estás bien así? -le preguntó Franck.

– Muy bien.

– Pues entonces, bonita mía, tendrías que pararte a pensarlo…

– A pensar ¿qué?

– A pensar en esto. En cómo estamos, aquí, ahora…

– No entiendo nada… ¿Quieres que te despioje?

– Sí, eso… tú me despiojas y yo te desposo.

– Franck… -suspiró Camille.

– ¡Que no, hombre, que te lo digo en plan simbólico! Me refería a que yo descansaba sobre ti y tú podías trabajar sobre mí. Una cosa así, ya sabes…

– Qué intenso te pones…

– Sí… Anda, mira, voy a afilar los cuchillos, por una vez que tengo un rato para hacerlo… Seguro que aquí tienen todo lo necesario…


Recorrieron la propiedad con Paulette en su silla de ruedas, y se despidieron sin grandes efusiones, que no venían a cuento. Camille les regaló una acuarela del castillo, y a Philibert, el perfil de Blanche.

– Tú lo das todo… Nunca serás rica…

– No importa.


Al final de la avenida flanqueada de álamos, Philibert se dio una palmada en la frente:

– ¡Cáspita! Se me ha olvidado avisarles…

No hubo reacción alguna en el habitáculo.

– ¡Cáspita! Se me ha olvidado avisarles… -repitió un poco más fuerte.

– ¿Eh?

– ¿De qué?

– Oh, nada… Un detallito de nada…


Bueno.

Silencio de nuevo.


– Franck y Camille…

– Que sí, que sí, que ya lo sabemos… Nos vas a dar las gracias porque has visto reír a tu padre por primera vez desde el legendario incidente del vaso de Soissons…

– No, en… en absoluto.

– ¿Entonces qué?

– ¿A… aceptáis s… ser mis tes… mis tes… mis tes…?

– Tus tes ¿qué? ¿Tus tesoreros?

– No. Mis tes…

– ¿Tus testículos?

– N… no, mis tes… tes…

– ¿Tus qué? ¡Dilo ya, hostia!

– ¿Mis tes… tigosdeboda?


El coche frenó en seco y Paulette se comió el reposacabezas delantero.

8

No quiso decirles más.

– Cuando sepa mas ya os pondré al corriente…

– ¿Eeeeh? Pero… a ver, tranquilízanos… ¿Por lo menos tienes alguna novieta?

– Una novieta -se indigno Philibert- ¡jamás de los jamases! Una novieta… Qué palabra mas fea… Una prometida, querido amigo…

– Pero… ¿y ella lo sabe?

– ¿Cómo dices?

– ¿Sabe que estáis prometidos?

– Todavía no… -reconoció Philibert, bajando la mirada.

Franck suspiro:

– Ya veo de qué va la historia… Esto es un concentrado de Philou puro y duro… Bueno… tampoco esperes a la misma víspera para invitarnos, ¿eh? Que me de tiempo a comprarme un traje chulo…

– ¡Y a mí un vestido! -añadió Camille.

– Y a mí un sombrero… -replicó Paulette.

9

Los Kessler fueron una noche a cenar a casa de Camille. Recorrieron la casa en silencio. Los dos viejos burgueses bohemios alucinaban… Era un espectáculo francamente regocijante.

Franck no estaba en casa y Philibert tuvo un comportamiento exquisito.


Camille les enseñó su taller. Paulette aparecía en él, en todas las posturas, todas las técnicas y todos los formatos. Un templo a su alegría, su dulzura y a los remordimientos y los recuerdos que a veces le agrietaban el rostro…


Mathilde estaba emocionada, y Pierre, confiado:

– ¡Bien! ¡Muy bien! Con la ola de calor del verano pasado, los viejos vuelven a estar muy de moda, ¿sabes? Va a funcionar… Estoy seguro.

Camille estaba abrumadísima.

A-bru-ma-dí-si-ma.


– No le hagas caso… -añadió su mujer-. Es pura provocación… Está emocionado, el hombre…

– ¡Oh! ¡Y esto! ¡Es sublime!

– Aún no esta terminado…

– Éste me lo guardas, ¿eh? ¿Me lo reservas?

Camille asintió con la cabeza.

Ni hablar. No se lo daría jamás porque nunca estaría terminado. Y nunca estaría terminado porque su modelo no volvería nunca… Camille lo sabía…

Qué mala pata.

Qué buena suerte.

Este boceto pues nunca se separaría de ella… No estaba terminado… Se quedaría en suspenso… Como su imposible amistad… Como todo lo que las separaba en este mundo…


Era un sábado por la mañana, hacía unas cuantas semanas… Camille estaba trabajando. Ni siquiera había oído el timbre, cuando Philibert llamó a su puerta:

– ¿Camille?

– ¿Sí?

– La… la reina de Saba está aquí… En mi salón…


Mamadou estaba imponente. Se había puesto su traje típico más bonito y todas sus joyas. Llevaba dos tercios de la cabeza depilados, y un pañuelito a juego con el traje.

– Ya te dije que vendría, pero tienes que darte prisa porque voy a una boda familiar a las cuatro… ¿Aquí es donde vives entonces? ¿Aquí es donde trabajas?

– ¡Cuánto me alegro de volver a verte!

– Vamos… Ya te he dicho que no pierdas tiempo…


Camille la instaló bien cómoda.

– Así. Ponte derecha.

– ¡Eeeeeh, pero si yo estoy siempre derecha! ¿Tú qué te has creído?


Al cabo de unos cuantos bosquejos, Camille dejó el lápiz sobre el cuaderno:

– No puedo dibujarte si no sé cómo te llamas…

Mamadou levantó la cabeza y sostuvo su mirada con un desdén apabullante:

– Me llamo Marie-Anastasie Bamundela M'Bayé.


Camille tenía la certeza de que Marie-Anastasie Bamundela M'Bayé no volvería nunca a ese barrio vestida de reina de Diouloulou, la aldea de su infancia. Su retrato nunca estaría terminado y nunca sería para Pierre Kessler, que no era ni remotamente capaz de adivinar a la pequeña Buli en los brazos de esa «negra tan guapa»…


Quitando esas dos visitas, y quitando una fiesta a la que fueron para celebrar que un compañero de trabajo de Franck cumplía treinta años y en la que Camille se soltó el pelo, gritando «tengo más hambre que una barracuda, una baaaarraaaacuuuudaaaa», no ocurrió nada del otro mundo.


Los días se iban haciendo más largos, la silla de ruedas acumulaba kilómetros, Philibert ensayaba su teatro, Camille dibujaba y Franck perdía cada día un poco más de seguridad en sí mismo. Camille le tenía cariño, pero no lo amaba, se ofrecía a él, pero no se entregaba, y sin embargo lo intentaba, pero sin llegar a creérselo del todo.


Una noche, Franck no volvió a casa a dormir. Para ver qué pasaba.

Camille no hizo ningún comentario.

Y una noche más, y otra. Esta vez para beber.

Dormía en casa de Kermadec. Solo casi siempre, con una chica una noche de muerte súbita.

Le proporcionó un orgasmo y luego le dio la espalda.

– ¿Qué pasa?

– Déjame.

10

Paulette apenas andaba ya, y Camille evitaba hacerle preguntas. La retenía a su lado de otra manera. A la luz del día o bajo la aureola de las pantallas de las lámparas. Algunos días no estaba ahí, y otros, estaba como una rosa. Era agotador.

¿Dónde terminaba el respeto ajeno y dónde empezaba la noción de denegación de auxilio en situación de peligro? Esta pregunta obsesionaba a Camille, y cada vez que se despertaba por la noche, decidida a pedir hora con el médico, la anciana se levantaba animada y como una rosa…


Y Franck que ya no conseguía que una antigua conquista del trabajo le pasara sus medicinas sin receta…

Hacía semanas que Paulette ya no tomaba nada.


La noche de la función de Philibert, por ejemplo, no se encontraba muy bien, y tuvieron que pedirle a la señora Pereira que le hiciera compañía…

– ¡No hay problema! Tuve a mi suegra en casa durante doce años, así que ya se imaginan… ¡Sé cómo tratar a los viejos!


La función tenía lugar en un Instituto de la Juventud y la Cultura en un rincón perdido del extrarradio.

Cogieron el metro y el tren de cercanías de las 19:34, se sentaron uno enfrente del otro, y saldaron sus cuentas en silencio.


Camille miraba a Franck sonriendo.


Guárdate esa sonrisita de mierda, que yo no la quiero. Es lo único que sabes dar… Sonrisitas para desconcertar a la gente… Que te la guardes, tía, que te la guardes. Terminarás más sola que la una en una mazmorra con tus lápices de colores, y te lo tendrás bien merecido. Yo ya me estoy cansando… Lo del gusano enamorado de la estrella mola un rato, pero luego cansa…


Franck miraba a Camille con las mandíbulas apretadas.


Pero qué mono te pones cuando te enfadas… Qué guapo te pones cuando pierdes los papeles… ¿Por qué no consigo dejarme llevar contigo? ¿Por qué te hago sufrir? ¿Por qué llevo un corsé debajo de la coraza y dos cartucheras en bandolera? ¿Por qué me cierro en banda por tonterías? ¡Coge un abrelatas, joder! Mira en tu caja de herramientas, seguro que tienes lo necesario para dejarme respirar…


– ¿En qué piensas? -le preguntó él.

– En tu apellido… Leí el otro día en un viejo diccionario que un estafier era un gran lacayo que seguía a un caballero y le sostenía el escudo…

– ¿Ah, sí?

– Sí.

– O sea, un criado, vamos…


– ¿Franck Lestafier?

– Presente.

– Cuando no duermes conmigo, ¿con quién duermes?

– …

– ¿Les haces las mismas cosas que a mí? -añadió Camille mordiéndose el labio.

– No.


Se cogieron de la mano al volver a la superficie.

Cogerse la mano está bien.

No compromete mucho al que la da, y sosiega mucho al que la recibe…


El lugar era un poco tristón.

Olía a barba de tres días, a Fantas recalentadas y a sueños de gloria mal forjados. Unos carteles amarillo fosforito anunciaban la gira triunfal de Ramón Riobambo y su orquesta andina. Camille y Franck sacaron las entradas y no tuvieron problema para encontrar un buen sitio…


Pero poco a poco la sala se fue llenando. El ambientillo era como de parroquia y fiesta benéfica. Las mamás se habían puesto guapas, y los papás comprobaban las baterías de las cámaras de vídeo.

Como siempre que estaba nervioso, Franck no paraba de mover el pie. Camille le puso la mano en la rodilla para tranquilizarlo.

– Saber que mi Philou va estar solo delante de tanta gente me mata… No creo que pueda soportarlo… Pon que se le queda la mente en blanco… Pon que empieza a tartamudear… Pfff… Otra vez se quedará hecho polvo y habrá que recogerlo con pala…

– Calla… Todo va a salir bien…

– Al primero que se ría, te juro que lo echo a patadas de aquí…

– Tranqui…

– ¡Tranqui, tranqui! ¡Me gustaría verte a ti! ¿Acaso te subirías tú ahí a hacer el ridículo delante de toda esta gente que no conoces de nada?


Primero les tocó el turno a los niños. Venga a desfilar escenas de Molière, de Queneau, del Principito y compañía.

Camille no conseguía dibujarlos, se reía demasiado.


Después, una pandilla de adolescentes desgarbados en plena reinserción experimental subieron a rapear su existencialismo, sacudiendo pesadas cadenas chapadas en oro.

– Joder, colega, ¿pero qué es eso que llevan en la cabeza? -preguntó Franck, preocupado-. ¿Medias, o qué?


Entreacto.

Mierda. La Fanta recalentada y ni rastro de Philibert.


Cuando la sala volvió a sumirse en la oscuridad, hizo su aparición una chica de lo más estrafalaria.

No levantaba tres palmos del suelo y llevaba unas Converse rosas pintarrajeadas, leotardos de rayas multicolores, una minifalda de tul verde y una cazadorita de aviador cubierta de perlas. El color de su cabello iba a juego con el de sus zapatillas.


Una elfa… Un puñadito de confeti… La clásica chica rara y conmovedora que o bien te gustaba nada más verla, o no llegabas nunca a entenderla.

Camille se inclinó y vio que Franck sonreía como un tonto.


– Buenas noches… Bien… Estooo… He pensado mucho en cómo podría presentarles el… el número siguiente y, al final, me… me he dicho que lo mejor sería co… contarles cómo nos conocimos…

– Oh, oh… tartamudea. Es de la misma cuerda que Philibert… -murmuró Franck.

– Pues bien… Fue más o menos el año pasado…

No paraba de hacer aspavientos.

– Ya saben que soy monitora de talleres para niños y… Me fijé en él porque siempre estaba dando vueltas alrededor de los expositores contando una y otra vez sus postales… Cada vez que pasaba por ahí, me las apañaba para verlo, y nunca fallaba: ahí estaba contando sus postales, gimiendo. Como Chaplin, ¿se dan cuenta? Con esa especie de gracia que te conmueve… Que ya no sabes si reír o llorar… Ya no sabes nada… Y te quedas ahí, como una tonta, con el corazón agridulce… Un día, decidí ayudarlo y… le cogí mucho cariño, vaya… Ustedes también, ya lo verán… Es imposible no cogerle cariño… Este chico es… Reúne él solo todas las luces de esta ciudad…

Camille machacaba la mano de Franck de lo fuerte que la apretaba.

– ¡Ah!, y otra cosa más… Cuando se presentó la primera vez, me dijo: «Philibert de la Durbellière», entonces yo claro, muy educada, le respondí igual, geográficamente hablando: «Suzy… eeeeh… de Belleville…» Y entonces él exclamó: «¡Ah! ¿Es usted descendiente de Geoffroy de Lajemme de Belleville que luchó contra los Habsburgo en 1672?» ¡Caray! «No, no, qué va -farfullé yo-, de… de Belleville en… en París, vaya…» ¿Y saben ustedes lo peor? Pues que ni siquiera se llevó una desilusión…


La chica daba saltitos.


– Así que nada, con esto ya está todo dicho. Les voy a pedir un aplauso muy fuerte…

Franck silbó con los dedos.


Philibert entró pesadamente. Vestido con una armadura, con su cota de maya, su gran espada, su escudo y toda la impedimenta.


Al público le dieron escalofríos.


Empezó a hablar pero no se le entendía nada. Al cabo de unos minutos, se acercó un niño con un taburete para levantarle la visera.

Y la voz de Philibert, imperturbable, se hizo por fin audible.

Esbozos de sonrisas.

La gente todavía no sabía muy bien a qué atenerse.


Philibert inició entonces un strip-tease genial. Cada vez que se quitaba un pedazo de hierro, su pajecito lo nombraba en voz muy alta:

– El casco… el bacinete… la babera… la gorguera… la mentonera… el plastrón… el pancellar… el brazal… la canillera… la falda… las rodilleras…


Completamente deshuesado, nuestro caballero terminó por desplomarse y entonces el niño le quitó los «zapatos».

– Los escarpes -anunció por fin, levantándolos por encima de su cabeza tapándose la nariz.

Esta vez sonaron carcajadas de verdad.

No hay nada mejor que un chiste para meterte al público en el bolsillo…


Mientras tanto, Philibert, Jehan, Louis-Marie, Georges Marquet de la Durbellière detallaba, con una voz monocorde e inexpresiva, las ramas de su árbol genealógico, enumerando los hechos de armas de su prestigioso linaje.


Su antepasado Charles contra los turcos con san Luis en 1271, su tatatatatarabuelo Bertrand en un campo de coles en Azincourt en 1415, su tío abuelo Fulanito en la batalla de Fontenoy, su abuelo Louis en las orillas del Moine en Cholet, su tío abuelo Maximiliano junto a Napoleón, su bisabuelo en el Camino de las Damas y su abuelo materno prisionero de los alemanes en Pomerania.

Con todo lujo de detalles. Los niños se habían quedado mudos. La historia de Francia en tres dimensiones. Arte con mayúsculas.


– Y la última hoja del árbol -concluyó-, aquí la tienen.


Se levantó del suelo. Muy blanco y escuchimizado, vestido únicamente con un calzoncillo largo estampado de flores de lis.

– Soy yo, ¿saben? El que cuenta las postales…


Su paje le trajo un capote militar.

– ¿Por qué? -preguntó al público-. ¿Por qué diantre el delfín de tal linaje cuenta y cuenta sin parar trozos de cartón en un lugar que aborrece? Pues bien, se lo voy a decir…


Y entonces cambió de tercio. Contó su nacimiento chapucero porque, «ya entonces», se presentaba mal, suspiró, y su madre se negaba a ir a un hospital en el que se realizaban abortos. Contó su infancia aislada del resto del mundo durante la cual le enseñaron a guardar distancias con el populacho. Contó sus años de internado con su diccionario de latín como arma y las innumerables canalladas de las que fue víctima, él que de las relaciones de fuerza sólo conocía los movimientos lentos de sus soldaditos de plomo…

Y la gente se reía.


Se reía porque era divertido. Lo de beberse el pis, las burlas, las gafas que solían terminar dentro del váter, las provocaciones obscenas, la crueldad de los hijos de los campesinos de la Vendée y los consuelos dudosos del vigilante. La paloma blanca que le decía su madre, los largos rezos por la noche para perdonar a los que nos ofenden y no caer en la tentación, y su padre que le preguntaba cada sábado si había sabido conservar su rango y mantenerse a la altura de sus antepasados, mientras él se agitaba, nervioso, porque una vez más le habían embadurnado la pilila con jabón.


Sí, la gente se reía. Porque él se reía de todo ello, y el público estaba con él, se lo había ganado.

Príncipes todos…

Detrás todos de su estandarte blanco…

Emocionados todos.


Habló de sus síndromes obsesivo-compulsivos. Del Lexotanil, de los formularios de la seguridad social donde nunca cabía su apellido entero, de sus tartamudeos y sus titubeos, de cuando estaba nervioso y se le trababa la lengua, de sus ataques de angustia en los lugares públicos, sus muelas desvitalizadas, su calvicie, su espalda un poco encorvada ya y de todo lo que había perdido en el camino por haber nacido en otro siglo. Educado sin televisión, sin periódicos, sin salir, sin humor y sobre todo sin la más mínima ternura.


Dio clases de recuperación, normas de saber estar, recordó los buenos modales y otros usos del mundo recitando de memoria el manual de su abuela:

«Las personas generosas y delicadas no emplean jamás, en presencia del servicio, ningún término de comparación que pueda resultar insultante para éste. Por ejemplo: "Mengano se comporta como un lacayo." Las damas de antaño no hacían gala de tal sensibilidad, me replicarán ustedes, y en efecto sé que cierta duquesa del siglo xviii tenía costumbre de mandar a sus criados a la plaza de Grève cada vez que tenía lugar una ejecución, espetándoles crudamente: "¡Id a la escuela!"

»Hoy en día salvaguardamos mejor la dignidad humana y la justa susceptibilidad de los más pequeños y humildes; es lo que honra a nuestro tiempo…


»Pero pese a todo -añadió Philibert-, la cortesía de los señores para con sus criados no debe degenerar en familiaridad excesiva. Por ejemplo, no hay cosa más vulgar que escuchar los chismes de los criados…»


Y el público seguía sonriendo. Aunque aquello no tuviera gracia.


Por último habló en griego clásico, recitó una retahíla de oraciones en latín, y confesó no haber visto nunca la película La Grande Vadrouille porque en ella se ridiculizaba a las monjas.

– Creo que soy el único francés que no ha visto La Grande Vadrouille, ¿no?

Unas voces amables lo tranquilizaron: «No, qué va… No eres el único…»


– Afortunadamente, ahora… ahora me encuentro mejor. Creo… creo que he cruzado el puente levadizo… Y he… he abandonado mis tierras para disfrutar de la vida… He conocido a personas mucho más nobles que yo y… En fin… algunas están en esta sala y no quisiera hacerles pa… pasar vergüenza pero…


Como los estaba mirando, todos se volvieron hacia Franck y Camille que trataban desesperadamente de tra… ejem… de tragarse el nudo que se les había formado en la garganta.

Porque ese tío que estaba hablando ahí, ese tipo alto y desgarbado que hacía reír a todo el mundo contando sus desgracias no era otro que su Philou, su ángel de la guarda, su SuperNesquick bajado del cielo. El que los había salvado estrechando entre sus grandes brazos escuchimizados sus espaldas desalentadas…


Mientras el público lo aplaudía, Philibert terminó de vestirse. Ahora llevaba frac y chistera.

– Pues esto ha sido todo… Creo que no me queda nada por decir… Espero no haberles molestado demasiado con estas batallitas llenas de polvo… Si desgraciadamente así ha sido, les ruego me disculpen, y presenten por favor sus quejas a la señorita del cabello rosa, pues es ella quien me obligó a estar aquí ante ustedes esta noche… Les prometo que no lo volveré a hacer, pero…

Sacudió su bastón mirando hacia los bastidores y su paje volvió con un par de guantes y un ramo de flores.


– Fíjense en el color… -añadió mientras se los ponía-, amarillo pálido… Dios mío… Soy de un clasicismo incurable. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! El cabello rosa… Sé… sé que los señores Martin, los padres de la señorita de Belleville, están presentes en la sala y… y… y…

Se puso de rodillas:

– ¿Estoy ta… tartamudeando, verdad?

Risas.

– Tartamudeo, y por una vez, no tiene nada de extraño puesto que vengo a pedirles la mano de su hi…

En ese momento, una bala de cañón atravesó el escenario y chocó contra él, haciéndole tropezar. Su rostro desapareció entonces bajo una corola de tul y se oyó:

– ¡¡¡Yupiii, voy a ser marquesaaa!!!


Con las gafas medio torcidas, Philibert se levantó del suelo, llevándola en brazos:

– Una gran conquista, ¿no les parece?

Philibert sonreía.

– Mis antepasados pueden estar orgullosos de mí…

11

Camille y Franck no asistieron a la copa de despedida del grupo de teatro porque no podían permitirse perder el tren de las 23:58.


Esta vez se sentaron uno al lado del otro, y no hablaron mucho más que a la ida.

Demasiadas imágenes, demasiadas emociones…

– ¿Crees que volverá a casa esta noche?

– Mmm… Me parece que esta chica pasa un poco de las cuestiones de etiqueta…

– Es alucinante, ¿no?

– Totalmente alucinante…

– ¿Te imaginas el careto de la Marie-Laurence cuando descubra a su nueva nuera?

– A mí me da que falta aún mucho para eso…

– ¿Por qué lo dices?

– No lo sé… Intuición femenina… El otro día, en el castillo, cuando estábamos dando un paseo después de comer con Paulette, Philibert nos dijo, temblando de rabia: «¿Os dais cuenta? Estamos en Pascua y ni siquiera han escondido huevos en el jardín para Blanche…» Tal vez me equivoque, pero tengo la sensación de que eso fue la nota de agua que cortó el cordón umbilical… A él, le hicieron pasar de todo sin que les guardara apenas rencor, pero eso ya… No esconder huevos de Pascua para esa niña, era demasiado lamentable… Demasiado lamentable… Me pareció que Philibert evacuaba su rabia tomando lúgubres decisiones… Me vas a decir que tanto mejor… Y tienes razón: no se merecían a alguien como él…


Franck asintió con la cabeza y la conversación quedó ahí. Si hubieran ido más lejos, habrían tenido que hablar del futuro en condicional (Y si se casaran, ¿dónde vivirían? Y nosotros, ¿dónde vamos a vivir?, etc.), y no estaban demasiado preparados para ese tipo de conversación… Demasiado arriesgada… Demasiado temeraria…


Franck pagó a la señora Pereira mientras Camille le contaba la noticia a Paulette, y luego picaron algo en el salón escuchando música tecno soportable.

– No es música tecno sino electrónica.

– Ah, usted perdone.


En efecto, Philibert no volvió aquella noche, y la casa les pareció horriblemente vacía… Se alegraban por él, pero no por ellos… Un viejo regusto de abandono les volvía a la boca…

Philou…


No necesitaron explayarse para comunicarse su desasosiego. Se entendían por completo.

Tomaron la boda de su amigo como excusa para darle al alcohol de alta graduación, y brindaron a la salud de todos los huérfanos del mundo. Éstos eran tantos que concluyeron esa agitada velada con una curda magistral.

Magistral y amarga.

12

Marquet de la Durbellière, Philibert, Jehan, Louis-Marie, Georges, nacido el 27 de septiembre de 1967 en La Roche-sur -Yon (Vendée) contrajo matrimonio con Martin, Suzy, nacida el 5 de enero de 1980 en Montreuil (Seine-Saint-Denis) en el ayuntamiento del distrito XX de París el primer lunes del mes de junio de 2004 ante la mirada emocionada de sus testigos Lestafier, Franck, Germain, Maurice, nacido el 8 de agosto de 1970 en Tours (Indre-et-Loire) y Fauque Camille, Marie, Élisabeth, nacida el 17 de febrero de 1977 en Meudon (Hauts-de-Seine) y en presencia de Lestafier, Paulette, que rehúsa decir su edad.


También estaban presentes los padres de la novia así como su mejor amigo, un chico alto de cabello rubio apenas más discreto que ella…


Philibert llevaba un magnífico traje de lino blanco con un pañuelo rosa de lunares verdes.

Suzy lucía una magnífica minifalda rosa de lunares verdes, con trasero postizo y una cola de más de dos metros de largo. «¡Mi sueño!», repetía ella riendo.

Se reía todo el rato.

Franck vestía el mismo traje que Philibert, en un tono más caramelo. Paulette llevaba un sombrero que le había hecho Camille. Una especie de sombrerito nido con pájaros y plumas por todas partes, y Camille llevaba una de las camisas blancas de esmoquin del abuelo de Philibert que le llegaba a las rodillas. Se había atado una corbata a la cintura y estrenaba unas adorables sandalias rojas. Era la primera vez que se ponía una falda desde… Puf, ni se sabe…


Después, toda esta buena gente se fue de picnic a los jardines de Buttes-Chaumont con la gran cesta de la familia de la Durbellière, y agenciándoselas para que no los vieran los guardias.


Philibert trasladó 1/100.000 de sus libros al pequeño apartamento de su esposa, a quien no se le pasó ni un segundo por la cabeza abandonar su adorado barrio a cambio de un entierro de primera categoría al otro lado del Sena…

Con esto queda demostrado cuán desinteresada era ella, y cuánto la quería él…


Philibert sin embargo había conservado su habitación, y dormían en ella siempre que venían a cenar. Philibert aprovechaba para traerse algunos libros y llevarse otros, y Camille para continuar el retrato de Suzy.

No lo asía del todo… Suzy era otra que no se dejaría atrapar… Qué se le iba a hacer, eran los riesgos del oficio…


Philibert ya no tartamudeaba, pero dejaba de respirar en cuanto Suzy se alejaba de su vista.

Y cuando Camille se extrañaba de la rapidez con la que se habían comprometido, la miraban con cara rara. Esperar ¿qué? ¿Por qué perder tiempo de felicidad? «Eso que estás diciendo es una tontería…»

Camille negaba con la cabeza, dubitativa y enternecida, mientras Franck la miraba a hurtadillas…


Olvídalo, tú no lo puedes entender… Tú eso no lo puedes entender… Eres de piedra… Lo único bonito que tienes son tus dibujos… Dentro de ti estás toda contraída… Cuando pienso que llegué a creer que estabas viva… Joder, muy colado por ti tenía que estar esa noche para engañarme hasta ese punto… Creía que habías venido a hacerme el amor, cuando simplemente estabas hambrienta… joder, macho, hay que ser gilipollas…

¿Sabes lo que habría que hacer contigo? Había que purgarte la cabeza como se vacía a un pollo y sacarte de una vez por todas toda la mierda que tienes ahí metida. Será la hostia el tío que consiga desplegarte… De hecho, lo mismo ni siquiera existe… Philou me dice que si dibujas bien es justamente porque eres así, pues joder, anda que no es alto el precio que tienes que pagar por ello…


– ¿Qué pasa, Franck? De repente le has quedado como muy mustio…

'Toy cansado…

– Ánimo… Que ya pronto llegan las vacaciones…

– Puf… Todavía queda todo el mes de julio… De hecho me voy a la cama porque mañana madrugo: tengo que llevar a las señoras al campo…


Ir al campo a pasar el verano… Era una idea de Camille, y Paulette no le veía ninguna pega… Aunque tampoco estaba loca de contenta, la abuelita… Pero sí dispuesta. Paulette siempre estaba dispuesta a todo mientras no se la obligara a nada…


Cuando le anunció su plan, Franck empezó por fin a resignarse.


Camille podía vivir lejos de él. No estaba enamorada y no lo estaría jamás. Además se lo había avisado: «Gracias, Franck. Yo tampoco.» El problema era suyo si se había creído más fuerte que ella y que el mundo entero. Pero no, chaval, no eres el más fuerte… Qué va… Pero no será porque no te lo han advertido, ¿eh? Pero tú eres tan cabezota, tan arrogante…


Cuando todavía no habías nacido tu vida ya era absurda, ¿así que por qué habría de cambiar ahora? ¿Qué te creías? Que porque te la tirabas con toda tu alma y eras dulce con ella, la felicidad te caería del cielo en bandeja de plata… Desde luego… Mira que eres patético… Pero haz el favor de pararte a mirar un poco tu juego… ¿Adónde pensabas tú llegar con eso, a ver? ¿Adónde pensabas llegar? Ahora en serio, ¿adónde?


Camille dejó su bolsa y la maleta de Paulette en el vestíbulo y se reunió con él en la cocina.

– Tengo sed.

– …

– ¿Estás cabreado? ¿Te molesta que nos marchemos?

– ¡Qué va! Por fin voy a poder disfrutar un poco…

Camille se levantó y lo cogió de la mano:

– Anda, ven…

– ¿Adónde?

– A acostarte.

– ¿Contigo?

– ¡Pues claro!

– No.

– ¿Por qué?

– Ya no tengo ganas… Sólo eres tierna cuando estás pedo… No paras de hacer trampa conmigo, estoy harto…

– Bueno…

– Das una de cal y otra de arena… Vaya una mierda de actitud…

– …

– Vaya una mierda…

– Pero yo estoy bien contigo…

– «Pero yo estoy bien contigo…» -repitió Franck con voz burlona-. Me la suda que estés bien conmigo. Yo quería que estuvieras conmigo y punto. Todo lo demás… Tus matices, tu vaguedad artística, los apañitos que te traes con tu coño y tu conciencia, guárdatelos para otro gilipollas. Éste ya se ha quedado vacío. Ya no sacarás nada de él, así que puedes mandar esta historia a paseo, princesa…

– Te has enamorado, ¿es eso?

– ¡Joder, Camille, no me toques los cojones, tía! ¡Lo que faltaba! ¡Ahora háblame como si tuviera una enfermedad grave! ¡Joder, tía, un poco de pudor, hostia! ¡Un poco de decencia! ¡No me merezco esto, joder! Anda… Lárgate que me va a venir muy bien… ¿Quién me manda a mi también dejarme liar por una tía que moja las bragas con la sola idea de pasar dos meses en un agujero perdido con una vieja? No eres una tía normal, y si fueras mínimamente sincera contigo misma, irías a un psiquiatra antes de agarrarte al primer gilipollas que pasa por tu lado.

– Paulette tiene razón, Es increíble lo basto que eres…


El trayecto, a la mañana siguiente, se hizo… mmm… bastante largo.


Les dejó el coche y se marchó con su viejo cacharro.

– ¿Vas a volver el sábado que viene?

– ¿Pará que?

– Pues… Para descansar…

– Ya veremos…

– Te lo pido…

– Ya veremos…

– ¿No nos damos un beso?

– No. Vendré a echarte un polvo el sábado que viene si no tengo nada mejor que hacer pero ya no te beso más.

– Bueno.

Franck fue a despedirse de su abuela y desapareció por el sendero.

Camille volvió a sus grandes botes de pintura. Ahora le había dado por la decoración de interiores…

Empezó a pensar, pero cortó en seco. Sacó sus pinceles del frasco de white-spirit y los secó largo rato. Franck tenía razón: ya veremos.


Y la tranquila vida de Camille y Paulette retomó su curso. Como en París, pero más despacio todavía. Y al solecito.


Camille conoció a una pareja inglesa que estaba reformando la casa de al lado. Intercambiaron ideas, truquillos, herramientas y gin tonics a la hora en que los vencejos revolotean, alborotados, por todo el jardín.


Fueron al museo de Bellas Artes de Tours, Paulette esperó bajo un cedro inmenso (demasiadas escaleras) mientras Camille descubría el jardín, la preciosa mujer y el nieto del pintor Édouard Debat-Ponsan. Éste no figuraba en el diccionario… Como Emmanuel Lansyer, cuyo museo en Loches habían visitado hacía unos días… A Camille le gustaban mucho esos pintores que no figuraban en el diccionario… Esos maestros menores, como se les llamaba… Los regionales de la etapa, los que no tenían más cimacio que las ciudades que los habían acogido. El primero será ya para siempre el abuelo de Olivier Debré, y el segundo, el discípulo de Corot… Bah… Sin la capa protectora del genio y la posteridad, sus cuadros se dejaban apreciar con más tranquilidad. Y con más sinceridad tal vez…


Camille le preguntaba todo el rato si necesitaba ir al baño. Era una tontería eso de la incontinencia, pero Camille se aferraba a esa idea fija para que Paulette no se desmandara… La anciana se había abandonado un par de veces, y Camille la había regañado muchísimo:

– ¡Ni hablar, Paulette! ¡Esto sí que no! ¡Todo lo que quiera salvo esto! ¡Estoy aquí sólo para usted! ¡Pídamelo! ¡No se abandone, caramba! ¿A qué viene esto de hacérselo encima de esta manera? Que yo sepa no está usted encerrada en una jaula, ¿no?

– …

– ¡Eh, eh! ¡Paulette! Contésteme. ¿Es que además se está volviendo sorda?

– No quería molestarte…

– ¡Mentirosa! ¡La que no quería molestarse es usted!


El resto del tiempo Camille se ocupaba del jardín, hacía bricolaje, dibujaba, pensaba en Franck y leía, por fin, El cuarteto de Alejandría. A veces en voz alta… Para meterla un poco en ambiente… Y luego le tocaba a ella contarle la historia de las óperas…


– Escuche esto, es precioso… Don Rodrigo le propone a su amigo ir a morir a la guerra con él para hacerle olvidar su amor por Elisabeth…

»Espere, que subo el volumen… Escuche este dúo, Paulette… Dieu, tu semas dans nos â-â -âmes… -cantaba Camille, moviendo las muñecas, na ninana ninana…

»Es precioso, ¿verdad?

Paulette se había quedado dormida.


Frank no vino el sábado siguiente, pero recibieron la visita de los inseparables señores Marquet.


Suzy colocó su cojín de yoga entre las malas hierbas y Philibert, recostado en una tumbona, leía guías de España, adonde pensaban ir la semana siguiente en su luna de miel…

– Hospedados por Juan Carlos… Primo mío por alianza.

– Debería habérmelo imaginado… -dijo Camille con una sonrisa.

– Pero… ¿y Franck? ¿No está aquí?

– No.

– ¿Se ha ido por ahí con la moto?

– No lo sé…

– ¿Quieres decir que se ha quedado en París?

– Supongo…

– Oh, Camille… -dijo Philibert, afligido.

– ¿Como que «oh, Camille»? -se irritó ésta-. ¿Qué es eso de «Oh, Camille»? Fuiste tú mismo quien me dijo cuando me hablaste de él por primera vez que era un lío imposible… Que no había leído nada en su vida aparte de los anuncios por palabras de su macarrada de revistas de motos, que… que…

– Calla. Tranquilízate. No te estoy reprochando nada.

– No, lo que haces es peor…

– Parecíais tan felices…

– Sí. Justamente. Quedémonos en eso. No lo estropeemos…

– ¿Crees que son como las minas de tus lápices? ¿Crees que se gastan cuando se utilizan?

– ¿El qué?

– Los sentimientos.


– ¿Cuándo hiciste tu último autorretrato?

– ¿Por qué me lo preguntas?

– ¿Cuándo?

– Hace tiempo…

– Justo lo que me imaginaba…

– No tiene nada que ver.

– No, claro que no…


– ¿Camille?

– Mmm…

– El día uno de octubre de 2004 a las ocho de la mañana…

– ¿Sí?

Le tendió la carta del señor Buzot, notario de París.


Camille la leyó, se la devolvió, y se tumbó en la hierba a sus pies.


– ¿Perdona, cómo has dicho?

– Que era demasiado bonito para durar…

– Lo siento mucho…

– Calla.

– Suzy está mirando anuncios en nuestro barrio… También está muy bien, ¿sabes? Es… es pintoresco, como diría mi padre…

– Calla. ¿Lo sabe Franck?

– Todavía no.


Éste anunció que vendría la semana siguiente.

– ¿Me echas demasiado de menos? -le susurró Camille al teléfono.

– Qué va. Tengo que arreglar unas cosas de la moto… ¿Te ha enseñado Philibert la carta?

– Sí.

– …

– ¿Estás pensando en Paulette?

– Sí.

– Yo también.

– Hemos jugado al yo-yo con ella… Tendríamos que haberla dejado donde estaba…

– ¿De verdad piensas eso? -preguntó Camille.

– No.

13

La semana pasó.


Camille se lavó las manos y volvió al jardín para reunirse con Paulette, que tomaba el sol, sentada en su silla.

Había preparado una quiche… Bueno, una especie de torta con trozos de tocino dentro… Bueno, algo de comer, vamos…


Una auténtica mujercita sumisa que espera a su hombre…


Ya estaba de rodillas, escarbando en la tierra, cuando su anciana amiga murmuró a su espalda:

– Lo maté.

– ¿Cómo?

Qué desgracia. Últimamente cada vez desvariaba más…


– Maurice… Mi marido… Lo maté.


Camille se enderezó sin darse la vuelta.


– Yo estaba en la cocina, buscando el monedero para ir a comprar el pan y le… le vi caer… Estaba muy mal del corazón, ¿sabes? Gruñía, suspiraba, tenía la cara… Y yo… me puse la rebeca y me fui.

»Me tomé mi tiempo… Me paré delante de cada casa… "¿Y qué tal está el niño? ¿Y usted, está mejor ya del reuma? ¿Ha visto la tormenta que se avecina?" Yo que no soy muy habladora, esa mañana estaba de lo más amable… Y lo peor de todo es que jugué incluso a la lotería… ¿Te das cuenta? Como si fuera mi día de suerte… Bueno, al final volví a casa y él ya estaba muerto.

Silencio.

– Tiré el billete porque nunca habría tenido la osadía de comprobar los números ganadores, y después llamé a los bomberos… O a una ambulancia… Ya no me acuerdo… Y era demasiado tarde. Y yo lo sabía…

Silencio.

– ¿No dices nada?

– No.

– ¿Por qué no dices nada?

– Porque pienso que había llegado su hora.

– ¿Tú crees? -suplicó Paulette.

– Estoy segura. Un ataque al corazón es un ataque al corazón. Me dijo usted un día que había tenido quince años de tregua. Pues ya está, tuvo sus quince años.

Y para demostrarle su buena fe, retomó lo que estaba haciendo antes como si no pasara nada.


– ¿Camille?

– Sí.

– Gracias.


Cuando volvió a incorporarse media hora larga después, Paulette dormía sonriendo.

Camille fue a buscarle una manta.


Luego se lió un cigarrillo.

Luego se limpió las uñas con una cerilla.

Luego fue a vigilar su «quiche».

Luego cortó en trocitos tres cogollitos de lechuga y unas hojitas de cebolleta.

Luego lo lavó lodo.

Luego se sirvió un vasito de vino blanco.

Luego se duchó.

Luego volvió al jardín, poniéndose un jersey.


Apoyó la mano en su hombro:

– Eh… Se va usted a enfriar, Paulette…

La zarandeó suavemente:

– ¿Paulette?


Nunca le resultó tan difícil un dibujo.

No hizo más que uno.

Y tal vez, fuera el más bello…

14

Era más de la una cuando Franck despertó a todo el pueblo.


Camille estaba en la cocina.


– ¿Otra vez bebiendo?


Dejó su cazadora sobre una silla y cogió un vaso del armario que estaba encima de la cabeza de Camille.

– No te muevas.


Se sentó delante de ella:

– ¿Ya se ha acostado mi abuela?

– Está en el jardín…

– En el jar…

Y cuando Camille levantó la cara, Franck se puso a gemir.

– Oh no, joder… No…

15

– ¿Y la música? ¿Tiene usted alguna preferencia?

Franck se volvió hacia Camille.

Ésta lloraba.

– Te encargas tú de encontrar algo bonito, ¿eh?

Camille asintió.

– ¿Y la urna? ¿Está… está al corriente de las tarifas?

16

Camille no tuvo el valor de volver a la ciudad para buscar un disco decente. Además, no estaba segura de encontrarlo… Y no tenía valor para hacerlo.


Sacó la cinta que había en la radio del coche y se la dio al empleado del crematorio.

– ¿No hay nada que hacer?

– No.


Porque ése sí que era su preferido… Y la prueba es que había cantado una canción sólo para ella, así que…


Camille se la había grabado para darle las gracias por el jersey horroroso que le había hecho aquel invierno, y el otro día la volvieron a escuchar religiosamente a la vuelta de los jardines de Villandry.

Camille la miraba sonreír por el retrovisor…


Cuando ese joven alto cantaba, ella también volvía a tener veinte años.

Lo había visto en 1952, cuando aún había una sala de fiestas cerca de los cines.

– Ah… Era tan guapo… -suspiraba Paulette-, tan guapo…

Se le confió pues a monseñor Yves Montand la tarea de encargarse de la oración fúnebre.

Y del réquiem…


Quand on partait de bon matin, quand on partait sur les chemins

À bicy-clèèè teu,

Nous étions quelques bons copains,

Y avait Fernand, y avait Firmin, y avait Francis et Sébastien,

Y avait Pau lèèè teu…


On était tous amoureux d'elle, on se sentait pousser des ailes.

Á bicy- clèèè teu…


Y ni siquiera estaba ahí Philou…

Se había ido a los castillos de España…

Franck estaba muy tieso, con las manos detrás de la espalda.

Camille lloraba.


La, la, la… Mine de rien,

la voilà qui revient

La chanso-nnet-teu…

Elle avait disparu.

Le pavé de ma rue,

Était tout bê- teu…


Les titis, les marquis

C'est parti mon kiki…


Y sonreía… les titis, les marquis… Los don nadie, los marqueses… «Anda, pero si ésos somos nosotros…»


La, la, la, haut les cœurs

Avec moi tous en choeur…

La chanso-nne-teu…


La señora Carminot estrujaba su rosario sorbiéndose los mocos.

¿Cuántos eran en esa falsa capilla do falso mármol?

¿Unos diez, tal vez?

Exceptuando a los ingleses, no había más que viejos…

Sobre todo viejas.

Sobre todo viejas que asentían tristemente con la cabeza.

Camille se derrumbó sobre el hombro de Franck, que seguía triturándose las falanges.


Trois petites notes de musique,

Ont plié boutique,

Au creux du souvenir…

C'en est fini d'leur tapage,

Elles tournent la page,

Et vont s'endormir…


El señor del bigote le hizo una seña a Franck.

Éste asintió con la cabeza.


La puerta del horno se abrió, el ataúd rodó, la puerta se cerró y… Fffffuuuuuffff…

Paulette se consumió por última vez escuchando a su cantante preferido.


… Et s’en alla… clopin… clopant… dans le soleil… Et dans… le vent…


Y todos se dieron besos. Las viejas recordaron a Franck cuánto querían a su abuela. Y éste les sonreía, apretando con fuerza las mandíbulas para no llorar.


Los asistentes se dispersaron. El señor del bigote le hizo firmar unos papeles y otro le tendió una cajita negra.

Muy bonita. Muy elegante.

Brillaba bajo la falsa lámpara de araña de intensidad variable.

Daban ganas de potar.


Yvonne los invitó a tomar una copita.

– No, gracias.

– ¿Seguro?

– Seguro -contentó Franck, agarrándose al brazo de Camille.


Y salieron a la calle.

Solos.

Los dos.


Una señora de unos cincuenta años los abordó.

Les dijo que fueran a su casa.

La siguieron con el coche.

Habrían seguido a cualquiera.

17

Les preparó un té y sacó un bizcocho del horno.

Se presentó. Era la hija de Jeanne Louvel.

Franck no caía…

– Normal. Cuando me vine a vivir a casa de mi madre, hacía tiempo que usted ya se había ido…


Les dejó beber y comer tranquilamente.

Camille salió a fumar al jardín. Le temblaban las manos.

Cuando volvió con ellos, su anfitriona fue a buscar una gran caja.

– Espere, espere, que ahora se la encuentro… ¡Ah, aquí está! Mire…


Era una fotografía sepia muy pequeñita, con los bordes que hacían como piquitos, y una firma cursilona abajo a la derecha.


Dos chicas. La de la derecha se reía mirando a la cámara y la de la izquierda mantenía la vista fija en el suelo bajo el ala de un sombrero negro.

Calvas las dos.

– ¿La reconoce?

– ¿Cómo?

– Esta de aquí… Es su abuela.

– ¿Ésta?

– Sí. Y la de al lado es mi tía Lucienne… La hermana mayor de mi madre…

Franck le pasó la foto a Camille.


– Mi tía era maestra. Decían que era la chica más guapa de la región… También decían que se creía mejor que nadie, la niña… Tenía estudios y había rechazado a varios pretendientes, así que sí, se creía mejor que nadie… El 3 de junio de 1945, Rolande. F., costurera de profesión, declara… Mi madre se sabía la denuncia de memoria… «La vi divertirse, reír, bromear e incluso jugar un día con ellos (unos oficiales alemanes) a regarse en bañador en el patio del colegio.»

Silencio.


– ¿Le raparon la cabeza? -preguntó por fin Camille.

– Sí. Mi madre me contó que permaneció postrada durante días y que una mañana su buena amiga Paulette Mauguin vino a buscarla. Se había rapado la cabeza con la navaja de su padre y se reía ante su puerta. La cogió de la mano y la obligó a acompañarla a un estudio de fotografía de la ciudad. «Anda, ven -le dijo-, así tendremos un recuerdo… ¡Que vengas, te digo! No les des el gustazo… Anda… levanta la cabeza, Lulu… Vales más que todos ellos, anda…» Mi tía no se atrevió a salir sin sombrero y se negó a quitárselo en el estudio, pero su abuela… Mírela… Esa expresión traviesa… ¿Qué edad tendría entonces? ¿Veinte años?

– Es de noviembre del 21.

– Veintitrés años… Una muchacha valiente, ¿eh? Tenga… Se la regalo…

– Gracias -contestó Franck, con la boca torcida.


Una vez en la calle, se volvió hacia ella y le soltó, con arrogancia:

– Hay que ver cómo era mi abuela, ¿eh?

Y se echó a llorar.

Por fin.


– Mi viejecita… -sollozaba-. Mi viejecita mía… La única que tenía en el mundo…


Camille se quedó parada de pronto, y luego volvió corriendo a buscar la caja negra.


Franck durmió en el sofá y se levantó muy temprano al día siguiente.


Desde la ventana de su habitación, Camille lo vio dispersar unos polvitos muy finos por encima de las amapolas y los guisantes de olor…


No se atrevió a salir inmediatamente y cuando por fin se decidió a llevarle una taza de café hirviendo, oyó el rugido de su moto que se alejaba.


La taza se rompió y Camille se derrumbó sobre la mesa de la cocina.

18

Se levantó varias horas más tarde, se sonó la nariz, se dio una ducha fría y volvió a sus botes de pintura.

Había empezado a pintar esa dichosa casa y pensaba terminar su tarea.


Encendió la radio y se pasó los días siguientes subida a una escalera.


Le mandaba un mensaje de texto a Franck cada dos horas para contarle por dónde iba:


09:13 Indochine, parte de arriba del aparador

11:37 Aïcha, Aïcha, écoute-moi, toca pintar ventanas

13:44 Souchon, cigarro jardín

16:12 Nougaro, techo

19:00 noticias, bocadillo jamón

10:15 Beach Boys, c. de baño

11:55 Bénabar, c'est moi, c'est Nathalie, aquí sigo

15:03 Sardou, he limpiado pinceles

21:23 Daho, a la cama


Franck sólo le contestó una vez:

01:16 silencio


¿Quería decir: fin de programación, paz, tranquilidad, o más bien: cállate la boca?

En la duda, Camille apagó el móvil.

19

Camille cerró las persianas, fue a decirle adiós a… a las flores y acarició al gato cerrando los ojos.


Finales de julio.

París se asfixiaba de calor.


El piso estaba en silencio. Era como si ya los hubieran echado…

Eh, eh, eh, que yo todavía tengo que terminar una cosita…


Camille se compró un cuaderno muy bonito, pegó en la primera hoja la carta estúpida que escribieron aquella noche en La Coupole y luego reunió todos sus dibujos, sus estudios, sus bocetos, etc., para recordar todo lo que dejaban atrás y que desaparecería al mismo tiempo que ellos…

Había papeles para parar un tren…


Después, y sólo después, se ocuparía de vaciar la habitación de al lado.

Después…

Cuando las horquillas y el tubo de Polident hubieran muerto ellos también…


Al ordenar sus dibujos, puso de lado los retratos de su amiga.

Hasta entonces, no le hacía mucha ilusión la idea de la exposición, pero ahora, sí. Ahora se había convertido en una obsesión para ella: hacerla vivir un poco más. Pensar en ella, hablar de ella, mostrar su rostro, su espalda, su cuello, sus manos… Lamentaba no haberla grabado cuando contaba sus recuerdos de infancia, por ejemplo… O lo del amor de su vida.

»-Que quede entre nosotras, ¿eh?

»-Sí, sí…

»-Pues bien, se llamaba Jean-Baptiste… Es un nombre bonito, ¿no te parece? Yo, si hubiera tenido un hijo, lo habría llamado Jean-Baptiste…»

Por ahora, todavía oía el sonido de su voz, pero… ¿hasta cuándo?


Como se había acostumbrado a trabajar escuchando música, fue a la habitación de Franck para cogerle prestada su cadena.


No la encontró.

Y por un motivo.

Ya no quedaba nada en la habitación.

Sólo tres cajas de cartón apiladas contra la pared.


Apoyó la cabeza en el marco de la puerta y el parqué se convirtió en arenas movedizas…

Oh, no… Él no… Él también no…

Camille se mordía los puños.

Oh, no… Otra vez igual… Otra vez volvía a perder a todo el mundo…

Oh, no, joder…

Oh, no…


Cerró dando un portazo y corrió hasta el restaurante.

– ¿Está Franck? -preguntó sin aliento.

– ¿Franck? No, creo que no -le contestó con desgana un tío alto y fofo.

Camille se pellizcaba la nariz para no llorar.

– ¿Ya… ya no trabaja aquí?

– No…

Camille se soltó la nariz y…

– Bueno, a partir de esta noche ya no… Anda… ¡míralo, ahí esta!


Subía del vestuario con toda su ropa hecha una bola.

– Anda, mira quién está aquí -dijo al verla-, nuestra bella jardinera…

Camille lloraba.

– ¿Qué pasa?

– Creía que te habías ido…

– Mañana.

– ¿Qué?

– Me voy mañana.

– ¿Adónde?

– A Inglaterra.

– ¿Por… por qué?

– Primero a tomarme unas vacaciones, y luego a currar… Mi jefe me ha encontrado un puesto buenísimo…

– ¿Vas a cocinar para la reina? -Camille trató de sonreír.

– Qué va, mejor que eso… Chef del Westminster…

– ¿En serio?

– Lo mejor de lo mejor.

– Ah…

– ¿Y tú estás bien?

– …


– Anda, vente a tomar una copa… No nos vamos a despedir así sin más, ¿no…?

20

– ¿Dentro o en la terraza?

– Dentro…


Franck la miró contrariado:

– Ya has perdido todos los kilos que habías cogido conmigo…

– …

– ¿Por qué te vas?

– Pues ya te lo he dicho… Es un ascenso buenísimo y… nada, eso… Yo no puedo permitirme el lujo de vivir en París… Me dirás que siempre puedo vender la casa de Paulette, pero no puedo…

– Lo entiendo…

– No, no, si no es por eso… No es por los recuerdos que dejo allí y eso… No, es sólo que… Esa casa no es mía.

– ¿Pertenece a tu madre?

– No. A ti.

– …

– Las últimas voluntades de Paulette… -añadió, sacando una hoja de su cartera-. Toma… Puedes leerla…


Querido Franck,

No te fijes en lo mala que es mi letra, es que ya apenas veo.

Pero lo que sí veo es que a Camille le gusta mucho mi jardín, y ésa es la razón por la cual me gustaría legárselo, si a ti no te importa…

Cuídate mucho y cuida de ella si puedes.

Un abrazo muy fuerte,

TU ABUELA

– ¿Cuándo la recibiste?

– Unos días antes de que… de que se fuera… Me llegó el día que Philou me anunció la venta del piso… Paulette… Paulette comprendió que… que todo se iba al garete, vaya…


Huuuuuuuy… Qué daño ese nudo en la garganta…

Menos mal que llegó el camarero:

– ¿Qué tomará el señor?

– Perrier con limón, por favor…

– ¿Y la señorita?

– Un coñac… doble…


– Habla del jardín, no de la casa…

– Sí… bueno… pero no nos vamos a poner a racanear, ¿no?


– ¿Te marchas?

– Te lo acabo de decir. Ya me he sacado el billete…

– ¿Cuándo te vas?

– Mañana por la noche…


– ¿Qué?

– Creía que estabas harto de currar para otros…

– Claro que estoy harto, ¿pero qué otra cosa quieres que haga?


Camille rebuscó en su bolso y sacó su cuadernito.

– No, no, basta ya con eso… -se defendió Franck, tapándose la cara con las manos-. Que ya no estoy aquí, te digo…

Camille pasaba las hojas.

– Mira… -le dijo, volviendo el cuaderno hacia él.

– ¿De qué es esta lista?

– De todos los locales que descubrimos, Paulette y yo, mientras paseábamos…

– ¿Los locales de qué?

– Los locales vacíos donde podrías montar tu negocio… Está todo pensado, ¿sabes…? ¡Antes de apuntar las direcciones, lo hablamos un montón ella y yo! Los que están subrayados son los mejores… Éste sobre todo, sería genial… En una placita detrás del Panteón… Un antiguo café con mucha solera, estoy segura de que te gustaría…

Se bebió de un trago lo que quedaba de coñac.


– Estás desvariando a lo bestia… ¿Pero tú sabes cuánto cuesta montar un restaurante?

– No.

– Estás desvariando a lo bestia… Bueno, hala… Tengo que irme a terminar de guardar mis cosas… Esta noche voy a cenar a casa de Philou y Suzy, ¿te apuntas?

Camille lo sujetó del brazo para que no se pudiera levantar.

– Yo tengo dinero…

– ¿Tú? ¡Pero si vives siempre como una pordiosera!

– Sí, porque no lo quiero tocar… No me gusta esa pasta, pero a ti sí te la quiero dar…

– …

– ¿Te acuerdas cuando te dije que mi padre era agente de seguros y que se murió de un… de un accidente de trabajo, te acuerdas?

– Sí.

– Bueno, pues hizo muy bien las cosas… Como sabía que me iba a abandonar, por lo menos se le ocurrió blindarme…

– No entiendo.

– Un seguro de vida… A mi nombre…

– ¿Y entonces por qué…? ¿Por qué nunca te has comprado un par de zapatos como Dios manda?

– Ya te lo he dicho… Yo este dinero no lo quiero. Apesta a carroña. Yo lo que quería era a mi padre, vivo. No su dinero.

– ¿Cuánto?

– Lo suficiente para que un banco te haga la pelota y te proponga un buen crédito, me imagino…

Camille recuperó su cuadernito.

– Espera, creo que lo tengo dibujado en alguna parte…

Frank se lo arrancó de las manos.


– Para, Camille… Basta ya. Deja de esconderte detrás de este puto cuaderno. Basta… Sólo esta vez, te lo suplico…

Camille miraba hacia la barra.

– ¡Eh! ¡Que te estoy hablando!

Miró hacia su camiseta.

– No, a mí. Mírame a mí.

Lo miró.

– ¿Por que no me dices sencillamente: «No quiero que te vayas»? Yo no soy como tú… A mí este dinero me la refanfinfla si es para gastármelo yo solo… Yo… Yo qué sé, joder… «No quiero que te vayas» tampoco es una cosa tan difícil de decir, ¿no?

– Yatelodije.

– ¿Qué?

– Ya te lo dije…

– ¿Cuándo?

– La noche del 31 de diciembre…

– Sí, pero eso no cuenta… Eso era con respecto a Philou…

Silencio.

– ¿Camille?

Articuló despacio:

– No… quie… ro… que… te… va… yas.

– Franck…

– Muy bien, sigue… No… quie…

– Tengo miedo.

– ¿Miedo de qué?

– Miedo de ti, miedo de mí, miedo de todo.


Franck suspiró.

Y suspiró otra vez.


– Mira. Haz como yo.

Adoptaba poses de fisioculturista en pleno concurso de belleza.

– Cierra los puños, arquea la espalda, dobla los brazos, crúzalos y acércatelos a la barbilla… Así…

– ¿Por qué? -se extrañó Camille.

– Porque sí… Tienes que reventar esa piel que se te ha quedado pequeña, así… Mira… Te estás ahogando dentro de esa piel… Tienes que salir de ella ya… Venga… Quiero oír cómo revienta la costura de la espalda…


Camille sonreía.

– Joder, no… Guárdate esa sonrisa de mierda… No la quiero… ¡No es eso lo que te pido! ¡Yo te pido que vivas, joder! ¡No que me sonrías! Para eso están las presentadoras de la tele… Bueno, me largo porque si no otra vez voy a perder los papeles… Hala, nos vemos esta noche…

21

Camille se hizo un sitito en medio de los cincuenta mil cojines de colorines de Suzy, no tocó su plato y bebió lo suficiente para reírse cuando tocaba.

Aun sin diapositivas, tuvieron que tragarse una sesión de Conocimiento del Mundo

– Aragón o Castilla -precisaba Philibert.

– ¡… perdieron su silla! -repetía Camille a cada foto.

Estaba alegre.

Triste y alegre.


Franck se fue enseguida porque había quedado para despedirse de su vida de francés con sus compañeros de curro.


Cuando Camille consiguió levantarse por fin, Philibert la acompañó hasta la calle.

– ¿Estás bien?

– Sí.

– ¿Quieres que te llame a un taxi?

– No, gracias. Tengo ganas de andar un poco.

– Bueno… pues entonces que tengas un buen paseo…


– ¿Camille?

– Sí.

Se dio la vuelta.

– Mañana… A las cinco y cuarto de la tarde en la estación del Norte…

– ¿Tú vas a ir?

Philibert dijo que no con la cabeza.

– No, desgraciadamente tengo que trabajar…


– ¿Camille?

Volvió a darse la vuelta.

– Ve tú… Ve tú por mí… Por favor…

22

– ¿Has venido a agitar el pañuelo?

– Sí.

– Qué detalle…

– ¿Cuántas somos?

– ¿Cuántas qué?

– ¿Cuántas chicas hemos venido a agitar el pañuelo y a llenarte la cara de marcas de carmín?

– Pues ya ves…

– ¡¿Sólo yo?!

– Pues sí… -dijo Franck con una mueca-. Son malos tiempos… Menos mal que a las inglesas les va la marcha… ¡Por lo menos eso me han dicho!

– ¿Les vas a enseñar el French kiss?

– Entre otras cosas… ¿Me acompañas hasta el andén?

– Sí.


Consultó el reloj de la estación:

– Bueno. Sólo te quedan cinco minutos para pronunciar una frase de cinco palabras, es factible, ¿no? Venga -suplicaba en broma-, si cinco son demasiadas, me conformo con tres… Pero las adecuadas, ¿eh? ¡Mierda! No he validado el billete… Bueno, ¿y bien?

Silencio.

– Bueno, qué se le va a hacer… Seguiré siendo un sapo…

Se volvió a colgar el bolsón del hombro y le dio la espalda.

Corrió para alcanzar al revisor.

Camille lo vio recuperar el billete y agitar el brazo en un gesto de despedida…


Y el Eurostar se le escapó…

Y se puso a llorar, la muy tontorrona.

Y ya no se veía más que un puntito gris a lo lejos…


Sonó su móvil.

– Soy yo.

– Ya lo sé, se ve en la pantalla…

– Estoy seguro de que estás en plena escena súper romántica… Estoy seguro de que estás sola en el andén, como en una película, llorando por tu amor perdido, entre una nube de humo blanco…

Camille lloraba y sonreía.

– Pa… para nada -consiguió articular-. Justo estaba saliendo de la estación…


«Mentirosa», dijo una voz a su espalda.


Camille cayó entre sus brazos y lo apretó fuerte fuerte fuerte fuerte.

Hasta que la piel reventó.


Lloraba.


Se abandonaba, se limpiaba la nariz en su camisa, seguía llorando, evacuaba veintisiete años de soledad, de tristeza, de golpes dolorosos, lloraba las caricias que nunca había recibido, la locura de su madre, los bomberos de rodillas sobre la moqueta, la distracción de su padre, la mala vida, los años sin tregua, nunca, el frío, el placer del hambre, los malos pasos, las traiciones que se había impuesto, y siempre ese vértigo, ese vértigo al filo del abismo y del alcohol. Y las dudas, y su cuerpo que siempre se zafaba, y el sabor del éter, y el miedo de no estar nunca a la altura. Y también lloró a Paulette. La dulzura de Paulette pulverizada en cinco segundos y medio…


Franck la envolvió en su cazadora y apoyó la barbilla sobre su cabeza.

– Vamos… Vamos… -murmuraba bajito, sin saber si era vamos, llora, o vamos, no llores más.


Lo que ella quisiera.


Su pelo le hacía cosquillas, estaba todo lleno de mocos y era muy feliz.

Muy feliz.

Sonreía. Por primera vez en su vida, estaba en el lugar adecuado, en el momento oportuno.


Frotaba su barbilla contra la cabeza de Camille.

– Vamos, bonita… No te preocupes, lo vamos a conseguir… No lo haremos mejor que los demás, pero tampoco peor… Lo vamos a conseguir, te digo… Lo vamos a conseguir… Nosotros no tenemos nada que perder, puesto que no tenemos nada… Vamos… Ven.

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