TERCERA PARTE

1

Eran más de las once cuando Franck entró en su habitación a la mañana siguiente. Camille le daba la espalda. Vestía un kimono, y estaba sentada frente a la ventana.

– ¿Qué haces? ¿Estás dibujando?

– Sí.

– ¿Y qué dibujas?

– El primer día del año…

– Enséñamelo.

Camille levantó la cabeza y se mordió el interior de los carrillos para no reír.

Franck llevaba un traje súper hortera, estilo Hugo Boss de los linos ochenta, un pelín demasiado grande y brillante, con hombreras en plan Mazinger Z, una camisa de viscosa color mostaza y una corbata de colorines. Los calcetines iban a juego con la camisa, y los zapatos, de piel de cabra lacada, le hacían un daño espantoso.


– Bueno, ¿se puede saber qué te pasa?

– No, nada, es que… Estás hecho un brazo de mar…

– Muy graciosa… Es porque voy a invitar a mi abuela a comer…

– Caray… -Camille ahogó a duras penas una carcajada-. Pues estará orgullosísima de salir con un chico tan guapo como tú…

– Muy graciosa. Si supieras qué poco me apetece… Pero bueno, no hay más remedio…

– ¿Es Paulette? ¿La de la bufanda?

– Sí. Por eso estoy aquí, por cierto. ¿No me habías dicho que tenías algo para ella?

– Sí. Claro que sí.

Camille se levantó, apartó el sillón, y fue a rebuscar en su maletita.

– Siéntate aquí.

– ¿Para qué?

– Para hacerle un regalo a Paulette.

– ¿Me vas a dibujar?

– Sí.

– No quiero.

– ¿Por qué?

– …

– ¿No sabes por qué?

– No me gusta que me miren.

– Lo haré muy rápido.

– No.

– Como quieras… Había pensado que le haría ilusión tener un retrato tuyo… Otra vez esa historia de trueque de la que te hablé, ¿sabes? Pero no voy a insistir. Nunca lo hago. No es mi estilo…

– Bueno, venga, vale, pero rapidito, ¿eh?


– Así no está bien…

– ¿Y ahora qué pasa?

– El traje… la corbata y todo lo demás, no está bien. No eres tú.

– ¿Quieres que me quede en pelotas? -Franck se rió con malicia.

– ¡Ay, sí, qué bien! Un desnudo, fantástico… -contestó ella sin inmutarse.

– ¿Lo dices en serio?

Estaba muerto de miedo.

– Que no, hombre, que es una broma… ¡Eres demasiado viejo! Y además seguro que también eres demasiado peludo…

– ¡Qué va! ¡Qué va! ¡Peludo lo justo, nada más!

Camille se reía.

– Anda, quítate la chaqueta por lo menos y aflójate la corbata…

Joé, pero si he tardao tres horas en hacerme el nudo…


– Mírame. No, así no… Ni que te hubieras tragado un palo de escoba, relájate… No te voy a comer, tonto, sólo te voy a bocetear.

– ¿A abofetear? O sea que te va la marcha, ¿eh…? -dijo con un tono lleno de sobreentendidos.

– Sí, perfecto. No borres esa sonrisa de bobo. Así eres tú, clavadito…


– ¿Falta mucho?

– Ya está casi.

– Me aburro. Háblame. Cuéntame algo para pasar el rato…

– ¿Esta vez de quién quieres que te hable?

– De ti…

– …

– ¿Qué vas a hacer hoy?

– Voy a ordenar mi habitación… Y a planchar un poco, también… Y voy a irme por ahí de paseo… Hay una luz muy bonita… Terminaré probablemente en un café o en un salón de té… Me tomaré unas magdalenas con mermelada de arándanos… Mmm, qué ricas… Y con un poco de suerte, también habrá un perro… Ahora me ha dado por coleccionar perros de salón de té… Tengo un cuaderno especial para ellos, un Moleskine, precioso… Antes tenía uno para las palomas. Soy una experta en palomas. Las de Montmartre, las de Trafalgar Square, en Londres, o las de la plaza de San Marcos, en Venecia, las plasmé a todas…

– Dime una cosa…

– Qué…

– ¿Por qué estás siempre sola?

– No lo sé.

– ¿No te gustan los hombres?

– Ya estamos… Una chica que no es sensible a tu irresistible encanto a la fuerza tiene que ser lesbiana, ¿no?

– No, no, sólo me lo preguntaba… Nunca te arreglas, llevas la cabeza rapada, todo eso…

Silencio.

– Sí, sí, me gustan mucho los chicos… Ojo, las chicas también, ¿eh?, pero prefiero a los chicos…

– ¿Te has acostado alguna vez con chicas?

– ¡Huy, la tira de veces!

– ¿Me tomas el pelo?

– Sí. Hala, ya está. Ya puedes vestirte.

– Enséñamelo.

– No te vas a reconocer. La gente nunca se reconoce…

– ¿Qué es esta mancha que has hecho aquí?

– La sombra.

– ¿Ah, sí?

– Se llama una aguada…

– Ah. ¿Y esto qué es?

– Tus patillas.

– Ah.

– Decepcionado, ¿eh? Toma, llévate éste también… Es un boceto que hice el otro día mientras jugabas con la Play Station…


Sonrisa de oreja a oreja:

– ¡Ah, éste sí! ¡Éste sí que soy yo!

– A mí me gusta más el otro, pero bueno… Mételos en un libro grande y así no se te estropean para llevarlos…

– Dame una hoja.

– ¿Por qué?

– Porque sí. Yo también puedo hacer tu retrato si quiero…


Se la quedó mirando un momento, luego se inclinó sobre sus rodillas sacando la lengua y le tendió unos garabatos.

– ¿A ver? -dijo Camille, curiosa.


Había dibujado una espiral. Una concha de caracol con un puntito negro al fondo del todo.

Camille no reaccionaba.

– El puntito negro eres tú.

– Ya… ya me lo había figurado.

Le temblaban los labios.

Franck le arrancó la hoja de las manos.

– ¡Eh, Camille! ¡Que era de coña! ¡Esto es una chorrada! ¡No significa nada!

– Sí, sí -confirmó ella, llevándose la mano a la frente-. Es una chorrada, soy plenamente consciente… Anda, ahora vete, que vas a llegar tarde…


Franck se puso el mono de motorista en el vestíbulo y cerró la puerta, dándose un porrazo en la cabeza con el casco.

El puntito negro eres tú…

Pero qué tío más gilipollas.

2

Para una vez que no tenía que cargar con una mochila llena de provisiones, Franck se tumbó sobre el depósito y dejó que la velocidad llevara a cabo su maravillosa tarea de limpieza: con las piernas pegadas a ambos lados de la moto, los brazos tensos, el pecho resguardado y el casco a punto de fisurarse, giraba la muñeca al máximo para dejar atrás sus follones y no pensar en nada.

Iba deprisa. Demasiado deprisa. Lo hacía a propósito. Para ver qué sentía.


Que él recordara, siempre había tenido un motor entre las piernas y una especie de desazón en las palmas de las manos y, que él recordara, nunca se había planteado la muerte como algo muy serio. Una contrariedad más como mucho… Ni siquiera… ¿Qué importaba, si total él ya no estaría ahí para sufrir por ello?


Siempre que pudo juntar cuatro perras, se endeudó para comprarse motos demasiado grandes para el tamaño de su cerebro, y en cuanto dio con tres colegas que sabían buscarse bien la vida, desembolsaba siempre más y más para ganarle algunos milímetros al contador. Mantenía la calma en los semáforos, nunca dejaba rastros de goma en el asfalto, no se medía con nadie, y no le veía el sentido a correr riesgos estúpidos. Simplemente, en cuanto tenía ocasión, se escapaba, se largaba a pisarle al máximo y a atormentar a su ángel de la guarda.

Le gustaba la velocidad. De verdad. Más que nada en el mundo. Más que las chicas, incluso. Le había dado los únicos momentos felices de su vida: momentos de serenidad, de sosiego y de libertad… A los catorce años, tumbado sobre su moto como un sapo sobre una caja de cerillas (era una expresión que se usaba entonces…), era el rey de las carreteras secundarias de Touraine. A los veinte, se compró su primera moto de gran cilindrada, de segunda mano, después de haber sudado sangre todo el verano en las cocinas de un tugurio de la región, y hoy se había convertido en su único pasatiempo entre dos turnos en el curro: soñar con una moto, comprársela, sacarle brillo, agotarla, soñar con otra, pasarse las horas muertas en un concesionario, vender la antigua, comprarse una nueva, sacarle brillo, etc.


Sin la moto, seguramente se habría conformado con llamar a la vieja más a menudo rezando por que no le contara su vida a cada vez…


El problema es que el truco ya no era tan eficaz… El sosiego no llegaba ni a 200 por hora.

Incluso a 210, y a 220, seguía dándole vueltas al tarro. Por mucho que zigzagueara, virara, rozara el suelo en las curvas y por muchos caballitos que hiciera, algunas ideas no se le despegaban de la cazadora de cuero y seguían carcomiéndole la cabeza entre una gasolinera y otra.


Y así hoy, un primero de enero con un sol radiante, sin alforjas, ni mochila y sin más plan que una buena comilona con dos abuelitas encantadoras, por fin se había incorporado y no había necesitado separar la pierna de la moto para dar las gracias a los precavidos automovilistas que, sobresaltados, se apartaban a su paso.


Había enterrado el hacha de guerra y se conformaba con ir de un lugar a otro repasando en su cabeza el disco rayado de siempre: ¿Por qué esta vida? ¿Hasta cuándo? ¿Y qué hacer para escapar de ella? ¿Por qué esta vida? ¿Hasta cuándo? ¿Y qué hacer para escapar de ella? ¿Por qué esta vida? ¿Hasta…?

Estaba muerto de cansancio y de bastante buen humor. Había invitado también a Yvonne en señal de agradecimiento y, todo hay que decirlo, para endilgarle a ella todo el peso de la conversación. Gracias a ella, Franck podría poner el piloto automático. Una sonrisita por aquí, otra sonrisita por allá, unos cuantos tacos para mantenerlas contentas y en un pispás llegaría la hora del café… De puta madre…

Yvonne pasaba a buscar a Paulette a su jaula, y luego habían quedado los tres en el Hôtel des Voyageurs, un pequeño restaurante lleno de tapetitos y de jarrones con flores secas en el que, en tiempos, Franck había hecho prácticas, y más adelante había trabajado, y del que guardaba buenos recuerdos… Era allá por 1990. Lo que venía a ser como hace mil millones de años…

¿Qué tenía por aquel entonces? Una Yamaha Fazer, ¿no?


Franck zigzagueaba entre las líneas blancas y se había subido la visera del casco para sentir el calor del sol. No se iba a mudar. Por lo menos no por el momento. Podría quedarse allí, en ese piso demasiado grande en el que la vida había vuelto un buen día, con una chica venida del espacio en plena noche. No hablaba mucho, y sin embargo, desde que estaba allí, de nuevo volvía a haber ruido. Philibert salía por fin de su habitación y desayunaban juntos todas las mañanas. Franck ya no daba portazos para no despertarla y le costaba menos dormirse cuando la oía trajinar en la habitación de al lado.

Al principio, no la podía ni ver, pero ahora estaba bien. La había dominado…


Oye, tú, ¿has oído lo que acabas de decir?

¿El qué?

Sí, sí, no te hagas el tonto… Sinceramente, Lestafier, mírame a los ojos, ¿te parece a ti que a esta tía la has dominado?

Pues… no…

¡Ah, vale! Eso ya me gusta más… Ya sé que muy listo no eres, no, pero tío, ¡es que me habías asustado!

Vale, vale… Joder, cómo está el patio, uno ya no puede ni hacer una broma…

3

Franck se quitó el mono debajo de una marquesina y entró en el restaurante ajustándose el nudo de la corbata.

La dueña abrió los brazos de par en par:

– ¡Pero mira qué guapo estás! ¡Ah, cómo se ve que te vistes en París! Un abrazo de parte de René. Pasará a verte cuando termine el turno…


Yvonne se levantó y su abuela le sonrió con ternura.

– ¿Qué tal, chicas? Veo que os habéis pasado la mañana en la peluquería…

Las dos ahogaron una risita por encima de sus copitas de licor y le hicieron sitio para cederle el panorama sobre el Loira.

Su abuela se había puesto el traje de chaqueta de vestir, con su broche de bisutería y el cuello de piel. Al peluquero de la residencia se le había ido la mano con el tinte, y tenía el pelo color salmón, a juego con el mantel.

– Caray, qué colorín te ha puesto tu peluquero…

– Era justo lo que yo le estaba diciendo -lo interrumpió Yvonne-, es un color muy bonito, ¿verdad, Paulette?

Paulette asentía con la cabeza, nerviosa, limpiándose la comisura de los labios con su servilleta de cuadros. Se comía a su nieto con los ojos y hacía melindres consultando la carta.


Fue todo exactamente como Franck lo había imaginado: «sí», «no», «¿en serio?», «anda ya, no puede ser», «joder…», «perdón», «hostia», «huy…», y «caramba» fueron las únicas palabras que pronunció, pues del resto de la conversación se encargó Yvonne a la perfección…


Paulette no hablaba mucho.

Contemplaba el río.


El cocinero vino a darles palique un momento y les sirvió una copita de aguardiente que las señoras rechazaron en un primer momento, antes de bebérselo a sorbitos como un vinito dulce. Le contó a Franck anécdotas de cocineros y le preguntó cuándo pensaba volver a trabajar por allí…

– Los parisinos no saben comer… Las mujeres están todas a régimen, y los hombres no piensan más que en ahorrarse unos cuartos… Seguro que a tu restaurante nunca van parejas de novios… A mediodía no tendrás más que ejecutivos, y a ésos les trae sin cuidado lo que se llevan a la boca, y por la noche no tendrás más que parejas mayores que celebran sus bodas de plata cabreados porque han aparcado en doble fila y acojonados de que se les lleve el coche la grúa… ¿Me equivoco?

– Bah, a mí me trae al fresco, ¿sabe? Yo hago mi trabajo y punto…

– ¡Pues de eso te hablo! En París, cocinar para ti no es más que un ganapán… Tú vuelve por aquí y verás, nos iremos de pesca con los amigos…

– ¿Está pensando en vender, René?

– Pfff… ¿A quién?


Mientras Yvonne iba a buscar el coche, Franck ayudó a su abuela a encontrar la manga de su gabardina:

– Toma, Camille me ha dado esto para ti…

Silencio.

– ¿Qué pasa, no te gusta?

– Sí, sí que me gusta…

Paulette volvió a echarse a llorar:

– Qué guapo sales en éste…

Le señalaba el dibujo que a Franck no le gustaba.

– ¿Sabes?, se pone tu bufanda todos los días…

– Mentiroso…

– ¡Te lo juro!

– Pues entonces tienes razón… Esta chica no es normal -añadió, entre risas y lágrimas.

– Abuela… No llores… Vamos a salir de esta…

– Sí… Con los pies por delante…

– …

– ¿Sabes?, a veces me digo a mí misma que estoy preparada, y otras, en cambio, no… no…

– Ay… abuelita mía…

Y por primera vez en su vida, la abrazó.


Se despidieron en el aparcamiento, y Franck sintió alivio al no tener que llevarla hasta su agujero.

Cuando le quitó el pie, la moto se le antojó más pesada que de costumbre.

Había quedado con su chica, tenía pasta, un techo, un curro, había vuelto a ver a René y a su mujer, y sin embargo, se sentía solo como un perro.


Vaya mierda, murmuró dentro del casco, vaya mierda… No lo repitió una tercera vez porque no servía de nada, y además le llenaba la visera de vaho.

Vaya mierda…

4

– Otra vez se te han olvidado las lla…

Camille no terminó la frase porque se había equivocado de interlocutor. No era Franck, sino la chica del otro día. Aquella a la que puso de patitas en la calle en Nochebuena después de habérsela tirado…

– ¿No está Franck?

– No. Se ha ido a ver a su abuela…

– ¿Qué hora es?

– Pues… alrededor de las siete, creo…

– ¿Te importa que le espere aquí?

– Claro que no… Entra…

– ¿Te molesto?

– ¡Qué va! Estaba vegetando delante de la tele…

– ¿Pero tú ves la tele?

– Pues sí, ¿por qué me lo preguntas?


– Te aviso que he elegido el peor programa… No salen más que chicas vestidas de putas y presentadores con trajes ceñidos, que leen tarjetitas separando virilmente las piernas… Creo que es una especie de karaoke con famosos, pero no conozco a nadie…

– Sí, ése sí es conocido, es el de Star Academy…

– ¿Qué es eso de Star Academy?

– Ah, ves, si tenía razón yo… Ya me lo había dicho Franck, tú no ves nunca la tele…

– No mucho, no… Pero esto me encanta… Me siento como si me estuviera revolcando en una pocilga calentita… Mmm… Son todos guapos, no paran de darse besos, y todas las chicas se sostienen el rímel cuando lloriquean. Vas a ver qué conmovedor es todo…

– ¿Me haces un sitio?

– Toma… -dijo Camille apartándose un poco y tendiéndole el otro extremo de su edredón-. ¿Quieres beber algo?

– ¿Tú qué estás tomando?

– Un buen vinito de Borgoña.

– Pues espera, que voy por un vaso…


– ¿Qué pasa ahora?

– No entiendo nada…

– Sírveme una copa que ahora te lo explico.


Se contaron cosas durante los anuncios. La chica se llamaba Myriam, era de Chartres, trabajaba en una peluquería de la calle Saint-Dominique y había subalquilado un estudio en el distrito XV. Se preocuparon por Franck, le dejaron un mensaje en el buzón de voz, y subieron el volumen cuando terminaron los anuncios. Al final de la tercera pausa publicitaria, ya se habían hecho amigas.

– ¿Hace cuánto que lo conoces?

– No sé… Hará cosa de un mes…

– ¿Vais en serio?

– No.

– ¿Por qué?

– ¡Porque no para de hablar de ti! No, que es broma… Sólo me ha dicho que dibujabas súper bien… Oye, ¿no quieres que te dé un repaso mientras estoy aquí?

– ¿Cómo?

– A tu pelo, digo.

– ¿Ahora?

– ¡Pues sí, porque luego estaré demasiado pedo y lo mismo te corto una oreja!

– Pero si no tienes nada aquí, ni siquiera tienes tijeras…

– ¿No hay cuchillas en el cuarto de baño?

– Eeeh… sí. Creo que Philibert todavía usa una especie de navaja paleolítica…


– ¿Qué me vas a hacer exactamente?

– Dejarte un corte un poco más femenino…

– ¿Te importa que nos pongamos delante de un espejo?

– ¿Tienes miedo? ¿Me quieres vigilar?

– No, quiero mirarte…


Myriam le cortaba el pelo mientras Camille las dibujaba.

– ¿Me lo das?

– No, te doy lo que quieras pero esto no… Los autorretratos, aun truncados como éste, me los quedo…

– ¿Por qué?

– No lo sé… Me da la impresión de que, a fuerza de dibujarme, algún día terminaré por reconocerme…

– Cuando te ves en un espejo, ¿no te reconoces?

– Me veo siempre fea.

– ¿Y en tus dibujos?

– En mis dibujos no siempre…


– Así queda mejor, ¿no?

– Me has hecho patillas, como a Franck…

– Te quedan bien.

– ¿Sabes quién es Jean Seberg?

– No, ¿quién es?

– Una actriz. Tenía un peinado exactamente igual, pero en rubio…

– ¡Anda, pues si te hace ilusión, te puedo teñir de rubio la próxima vez!

– Era una chica monísima… Vivía con uno de mis escritores preferidos… Y un día la encontraron muerta en su coche… ¿Cómo una chica tan guapa tuvo el valor de destruirse? Es injusto, ¿no te parece?

– A lo mejor tendrías que haberla dibujado antes… Para que se viera…

– Yo tenía dos años…

– Eso también me lo ha dicho Franck…

– ¿Que se había suicidado?

– No, que contabas un montón de historias…

– Es porque me gusta mucho la gente… Estooo… ¿cuánto te debo?

– Anda, anda, déjate…

– Pues entonces te voy a hacer un regalo a cambio…

Volvió con un libro en la mano y se lo tendió.

La angustia del rey Salomón… ¿Está bien?

– Está genial… ¿Puedes volver a llamarle? No sé, es que estoy un poco preocupada… ¿Habrá tenido un accidente?

– Pfff… Haces mal en agobiarte… Se habrá olvidado de mí y punto… Ya empiezo a acostumbrarme…

– ¿Entonces por qué sigues con él?

– Para no estar sola…


Ya iban por la segunda botella cuando Franck apareció en el salón, quitándose el casco.

– ¿Pero qué coño hacéis aquí?

– Estamos viendo una peli porno -contestaron las dos riendo-. La hemos encontrado en tu cuarto… Nos ha costado elegir, ¿eh, Mimi? ¿Cómo se titula, que no me acuerdo?

Quita la lengua que me voy a tirar un pedo.

– Ah, sí, eso… Está genial…

– ¡Pero qué chorradas estáis diciendo! ¡Si yo no tengo pelis porno!

– ¿Ah, no? Qué raro… ¿Se la habrá dejado alguien olvidada en tu cuarto, entonces? -preguntó Camille con ironía.

– O será que te has equivocado -añadió Myriam-, te pensabas que habías cogido Amélie, y luego resulta que era Quita la lengua que…

– Pero qué coño me estáis contando… -Franck miró la pantalla mientras las chicas se reían a más no poder-. ¡Vaya curda lleváis las dos!

– Pues sí… -contestaron ellas, avergonzadillas.

– ¡Eh! -dijo Camille, cuando Franck salía del salón refunfuñando.

– ¿Qué pasa ahora?

– ¿No le vas a enseñar a tu novia lo guapo que ibas hoy?

– No. No me deis la tabarra.

– ¡Ay, sí! -suplicó Myriam-. ¡Enséñame, cariño!

– Un strip-tease -saltó Camille.

– ¡Que se desnude! -añadió Myriam.

– ¡Que se desnude! ¡Que se desnude! ¡Que se desnude! -corearon las dos.


Franck movió la cabeza de lado a lado, levantando los ojos a cielo. Trataba de hacerse el escandalizado, pero no lo conseguía. Estaba agotado. Tenía ganas de desplomarse sobre su cama y dormir una semana entera.

– ¡Que se desnude! ¡Que se desnude! ¡Que se desnude!

– Muy bien. Vosotras lo habéis querido… Apagad la tele y preparad las propinas, bonitas…


Puso la canción Sexual Healing -por fin- y empezó por sus guantes de motorista.


Y cuando volvió a sonar el estribillo,

(get up, get up, get up, let's make love tonight

wake up, wake up, wake up, cause you dooooo it right)

arrancó de golpe los tres últimos botones de su camisa color mostaza y la hizo girar por encima de su cabeza en un magnífico contoneo a lo Travolta.


Las chicas pataleaban desternillándose de risa.


Ya sólo le quedaba el pantalón, se dio la vuelta y se lo bajó despacito, moviendo los riñones primero hacia una chica, y luego hacia la otra, y cuando apareció el borde de su calzoncillo, una ancha banda elástica en la que se podía leer DIM DIM DIM, se volvió hacia Camille y le guiñó un ojo. En ese momento la canción terminó y Franck se subió corriendo el pantalón.

– Bueno, hala, se os ocurren chorradas muy divertidas, pero yo ya me voy al sobre…

– Oh…

– Qué desgracia…


– Tengo hambre -dijo Camille.

– Yo también.

– Franck, tenemos hambre…

– Pues nada, la cocina está siguiendo por ese pasillo, todo recto y luego a la izquierda…


Volvió a aparecer unos segundos más tarde vestido con el batín escocés de Philibert.

– ¿Qué pasa? ¿No vais a comer nada?

– No, qué se le va a hacer. Nos moriremos de hambre… Un boy que no se desnuda del todo, un cocinero que no cocina, desde luego, ésta no es nuestra noche…

– Bueno -suspiró-, ¿qué queréis? ¿Salado o dulce?


– Mmm… Qué rico…

– Si no es más que un plato de pasta… -contestó, modesto, imitando la voz del cocinero italiano del anuncio.

– ¿Pero qué le has echado?

– Pues nada, unas cosillas…

– Está delicioso -repitió Camille-. ¿Y de postre?

– Plátanos flambeados… Tendrán que disculparme, señoritas, pero me tengo que apañar con lo que hay… Pero bueno, ya veréis que el ron no es de garrafa, ¡eh!

– Mmm -volvieron a decir, rebañando el plato-. ¿Y después?

– Después a la cama, y para quien le interese, mi habitación es por ese pasillo, al fondo a la derecha.


En lugar de seguir sus indicaciones se tomaron una infusión y se fumaron el último cigarro mientras Franck se quedaba roque en el sofá.

– Mmm, qué guapo nuestro Don Juan, con su healing, y su bálsamo sexual… -dijo Camille entre dientes.

– Sí, es verdad, es monísimo…

Franck sonreía en su estado semicomatoso, y se llevó un dedo a los labios para suplicarles silencio.


Cuando Camille entró en el cuarto de baño, encontró allí a Franck y a Myriam. Estaban demasiado cansados para andarse con rollitos de cederse el turno unos a otros, así que Camille cogió su cepillo de dientes mientras Myriam guardaba el suyo, y le deseó buenas noches.

Franck estaba inclinado sobre el lavabo, enjuagándose la boca, y cuando se incorporó, sus miradas se cruzaron.

– ¿Eso te lo ha hecho ella?

– Sí.

– Te queda bien…


Sonrieron a sus reflejos en el espejo y ese medio segundo duró más que un medio segundo normal.


– ¿Me puedo poner tu camiseta gris de tirantes? -preguntó Myriam desde la habitación.


Franck se cepilló los dientes enérgicamente y volvió a dirigirse a la chica del espejo llenándose la barbilla de pasta:

Ya che que ech una onnería, ero ech gontigo on guien yo gueía dormir…

– ¿Qué has dicho? -preguntó Camille frunciendo el ceño.

Franck escupió la pasta.

– He dicho: ya sé que es una tontería, pero bendigo tener un techo bajo el que dormir…

– Sí, desde luego -dijo Camille sonriendo-. Francamente, qué razón tienes…


Luego se volvió hacia él:

– Escúchame, Franck, tengo algo importante que decirte… Ayer te confesé que nunca cumplía mis buenos propósitos, pero hay uno que me gustaría que los dos adoptáramos y respetáramos…

– ¡¿Quieres que dejemos de beber?!

– No.

– ¿De fumar?

– No.

– ¿Pues entonces qué quieres?

– Querría que te dejaras de jueguecitos conmigo…

– ¿Qué jueguecitos?

– Lo sabes perfectamente… Tu sexual planning, todas esas indirectas tan poco sutiles… No… no me apetece perderte, ni que nos cabreemos. Tengo ganas de que todo salga bien, aquí y ahora… Que éste siga siendo un lugar… o sea, un lugar en el que los tres estemos bien… Un lugar tranquilo, sin líos… Yo… tú… Tú y yo no iríamos nunca a ninguna parte, te das cuenta, ¿verdad? O sea, vamos a ver, quiero decir… claro que podríamos acostarnos, vale, muy bien, pero luego, ¿qué? Lo nuestro no funcionaría nunca y me… vamos, que me parecería una lástima estropearlo todo…


Franck estaba contra las cuerdas, y necesitó varios segundos para saltarle a la yugular:

– ¡Pero tía, ¿qué me estás contando?! ¡Yo nunca he dicho que quisiera acostarme contigo! Y aunque quisiera, ¡nunca podría hacerlo! ¡Estás demasiado flaca! ¿Cómo quieres que un tío tenga ganas de acariciarte? ¡Pero tía, tócate! ¡Tócate! Tía, estás desvariando…

– ¿Ves como hago bien en advertirte? ¿Ves como te veo venir? Entre tú y yo nunca podría funcionar… Intento decirte las cosas con el mayor tacto posible y a ti no se te ocurre otra cosa que contestarme con tu agresividad de mierda, tu estupidez, tu mala fe y tu maldad. ¡Menos mal que nunca podrías acariciarme! ¡Menos mal! ¡No quiero tus sucias manos coloradotas y tus uñas mordisqueadas! ¡Ésas déjalas para las camareras!


Camille seguía aferrada al picaporte:

– Nada, que me ha salido mal la cosa… Más me habría valido callarme… ¡Pero mira que soy tonta…! Mira que soy tonta… Además, no suelo ser así normalmente. Qué va, para nada… Lo mío es más hacerme la longuis y darme el piro cuando la cosa se pone fea…

Franck se sentó en el borde de la bañera.


– Sí, así suelo reaccionar yo normalmente… Pero en este caso, como una idiota, me he obligado a hablarte porque…

Franck levantó la cabeza.

– ¿Porque qué?

– Porque… ya te lo he dicho, me parece importante que este piso siga siendo un lugar tranquilo… Estoy a punto de cumplir veintisiete años y, por primera vez en mi vida, vivo en un sitio en el que me siento bien, un sitio al que vuelvo feliz por la noche, y mira, aunque no lleve aquí mucho tiempo, y pese a todos las burradas que me acabas de soltar, aquí sigo, pisoteando mi amor propio para no arriesgarme a perderlo… Eee… ¿entiendes lo que te estoy diciendo, o ahora mismo no sabes ni por dónde te da el aire?

– …

– Bueno, pues nada… Me voy a tocar, digo a acostar…

Franck no pudo evitar sonreír:

– Perdóname, Camille… No sé cómo comportarme contigo y siempre la cago…

– Sí.

– ¿Por qué soy así?

– Buena pregunta… Bueno, ¿qué? ¿Enterramos el hacha?

– Venga, yo voy cavando…

– Genial. Bueno, ¿qué? ¿Nos damos un besito de buenas noches?

– No. Acostarme contigo, pase, pero besarte en la mejilla, ni hablar. No vaya a ser que me claves el pómulo…

– Mira que eres tonto…


Franck tardó un momento en levantarse, se acurrucó, se miró largo rato los dedos de los pies, las manos, las uñas, apagó la luz, y se tiró a Myriam distraídamente, aplastándola contra la almohada para que Camille no oyera nada.

5

Aunque esa conversación le costó cara, aunque se desnudó esa noche rozando su cuerpo con más desconfianza aún, impotente y desalentada por todos esos huesos que sobresalían en los lugares más estratégicos de la feminidad (las rodillas, las caderas, los hombros), aunque tardó en conciliar el sueño, pues estuvo pasando revista a todos sus defectos, no se arrepintió de ella. Ya desde la mañana siguiente, por la manera en que se movía, en que bromeaba, y se mostraba atento sin exagerar y egoísta sin darse ni cuenta, Camille compendió que Franck había captado el mensaje.

La presencia de Myriam en su vida facilitó las cosas, y aunque seguía tratándola de cualquier manera, dormía a menudo fuera de casa y volvía más relajado.


A veces Camille echaba de menos el jueguecito que se traían antes… Qué pava soy, se decía, con lo agradable que era… Pero esas crisis de debilidad nunca le duraban demasiado. De haber escupido tanto en la taza del váter, sabía cuál era el precio de la serenidad: exorbitante. Y además, ¿en qué consistía todo eso exactamente? ¿Dónde terminaba la sinceridad y empezaba el juego con él? En ese punto estaba de sus divagaciones, sentada sola ante un gratén mal descongelado cuando descubrió algo extraño en el alféizar de la ventana…

Era el retrato que le había hecho Franck el día anterior.

En la entrada de la concha había un corazón de alcachofa fresco…

Camille volvió a sentarse, y se puso a comer sus calabacines fríos sonriendo como una tonta.

6

Fueron juntos a comprar una lavadora ultraperfeccionada y la pagaron a medias. Franck se puso contentillo cuando el vendedor le replicó: «Pero si la señora tiene toda la razón…», y la llamó querida todo el tiempo que duró la explicación.


– La ventaja de estos aparatos combinados -recitaba el charlatán-, de los «dos en uno», si prefieren llamarlo así, es evidentemente lo que ganamos en espacio… Desgraciadamente todos sabemos cómo son las viviendas de las jóvenes parejas hoy en día…

– ¿Le decimos que lo nuestro consiste en un trío de hecho y que compartimos un piso de 400 metros cuadrados? -murmuró Camille, cogiéndolo por el brazo.

– Cariño, por favor… -contestó Franck irritado-, déjame escuchar lo que dice el señor…


Camille insistió en que la dejara enchufada antes de que volviera Philibert, «si no verás cómo se agobia» y se tiró toda una tarde limpiando una habitacioncita junto a la cocina que antes debía de recibir el nombre de «lavadero»…


Descubrió montones y montones de sábanas, trapos bordados, manteles, delantales y servilletas de nido de abeja… Trozos viejos y duros de jabón, y productos resecos dentro de unas cajas preciosas: cristales de sodio, aceite de lino, albayalde, alcohol para limpiar pipas, cera de la abadía de Saint-Wandrille, almidón Remy, suaves al tacto como piezas de un puzzle de terciopelo… Una impresionante colección de cepillos de todos los tipos y tamaños, un plumero tan bonito que parecía una sombrilla, un molde de madera de boj para que los guantes no se deformaran, y una especie de raqueta de mimbre para sacudir las alfombras.

Concienzudamente, Camille alineaba todos esos tesoros, plasmándolos en un gran cuaderno.

Se había empeñado en dibujarlo todo para poder regalárselo a Philibert el día que tuviera que dejar la casa.


Cada vez que Camille se ponía a ordenar un poco, terminaba sentada en el suelo, enfrascada en enormes sombrereras llenas de cartas y fotos, y se tiraba horas con atractivos bigotudos de uniforme, señoras que parecían sacadas de un cuadro de Renoir, y niños vestidos de nenas, que con cinco años posaban con la mano derecha apoyada en un caballo balancín, a los siete, en un aro, y en una Biblia a los doce, con los hombros un poco ladeados para exhibir sus bonitos brazaletes de pequeños comulgantes tocados por la gracia del Señor…

Sí, le encantaba ese lugar, y a menudo ocurría que diera un respingo al consultar su reloj, tuviera que correr por los pasillos del metro, y aguantar la bronca de SuperJosy mientras ésta le señalaba la hora que marcaba su propio reloj… Pero bah…


– ¿Dónde vas?

– A currar, llego súper tarde…

– Abrígate bien, no veas la rasca que hace…

– Sí, papá… Por cierto… -añadió Camille.

– ¿Qué?

– Mañana vuelve Philou…

– ¿Ah, sí?

– He pedido el día libre… ¿Vas a estar en casa?

– No sé…

– Bueno…

– Ponte al menos una bufan…

Ya se había cerrado la puerta…


«A ver si se aclara», refunfuñó Franck, «si la cuido, mal hecho, si le digo que se abrigue, se burla de mí. Joder, esta tía va a acabar conmigo…»


Año nuevo, y las mismas pejigueras de siempre. Las mismas enceradoras que pesaban como muertos, los mismos aspiradores con la bolsa siempre llena, los mismos cubos numerados («¡Así se acabaron las peleas, chicas!»), los mismos productos entregados con cuentagotas, los mismos lavabos atascados, la misma Mamadou encantadora, las mismas compañeras cansadas, la misma Josy nerviosa… Todo igual.


Camille se encontraba mejor, y se afanaba menos. Había dejado los pedruscos en la puerta, había vuelto al trabajo, disfrutaba más de la luz del día, y ya no encontraba tantos motivos para vivir al revés… Era por la mañana cuando más productiva era, ¿y cómo trabajar por la mañana cuando nunca se iba a la cama antes de las dos o las tres de la madrugada, exhausta por un curro agotador?


Sentía un cosquilleo en las manos, y su cerebro parecía efervescente: Philibert estaba a punto de volver, Franck era soportable, los atractivos del piso, inestimables… Una idea le rondaba la cabeza… Una especie de fresco… bueno, un fresco no, qué palabra más grandilocuente… Más bien una evocación… Sí, eso, una evocación. Una crónica, una biografía imaginaria del lugar en el que vivía… Había en él tanta materia, tantos recuerdos… No sólo los objetos. No sólo las fotos, sino una ammósfera, como diría Franck… Murmullos, palpitaciones… Todos esos libros, esos tapices, esas molduras arrogantes, esos interruptores de porcelana, esos cables pelados, esos calentadores de metal, esos frasquitos de cataplasmas, esas hormas a medida y todas esas etiquetas amarillentas…

El ocaso de un mundo…


Philibert les había avisado: un día, quién sabe si mañana, tendrían que marcharse, coger su ropa, sus libros, sus discos, sus recuerdos, sus dos Tupper amarillos y abandonarlo lodo.

¿Y después? ¿Quién sabe? En el mejor de los casos, el reparto; en el peor, a venderlo todo de cualquier manera u organizar un Rastrillo… Por supuesto, el reloj de pared y las chisteras encontrarían comprador, ¿pero quién se preocuparía del alcohol para limpiar pipas, los pesados pliegues de las cortinas, la cola de caballo con su pequeño exvoto In memoriam Venus, 1887-1912, espléndida alazana de cabeza moteada, y el culín de quinina en su frasco azul, sobre el poyete del cuarto de baño?


¿Convalecencia? ¿Somnolencia? ¿Dulce demencia? Camille no sabía ni cómo ni cuándo se le había ocurrido esa idea, pero hete aquí que se había forjado la pequeña convicción de bolsillo -¿o tal vez, por qué no, se la habría soplado el marqués?- de que todo eso, esa elegancia, ese mundo agonizante, ese museíto de artes y tradiciones burguesas sólo esperaba su llegada, su mirada, su dulzura y su pluma embelesada para resignarse por fin a desaparecer…


Esa idea descabellada iba y venía, desaparecía durante el día, ahuyentada a menudo por una avalancha de rictus burlones: pero hija mía… ¿de qué vas? ¿Y quién te crees que eres? Y a ver, dime, ¿a quién podría interesarle todo esto?

Pero por la noche… ¡Ah, por la noche! Cuando volvía de sus rascacielos horrorosos donde se había pasado la mayor parte del tiempo en cuclillas delante de un cubo, limpiándose el moquillo con la manga de su bata de nailon, cuando se había agachado una y mil veces para tirar vasitos de plástico y papelajos, cuando había recorrido kilómetros de subterráneos de luces macilentas en los que insípidos graffiti no conseguían cubrir este tipo de cosas: «¿Y él? ¿Qué siente cuando está dentro de ti?», cuando dejaba sus llaves en la consola de la entrada y atravesaba ese enorme piso de puntillas, Camille no podía no oír todas esas voces: «Camille… Camille…» chirriaba el parqué, «Retennos…», suplicaban las antiguallas, «¡Demonios! ¿Por qué los Tupper y no nosotros?», se indignaba el viejo general fotografiado en su lecho de muerte. «¡Tiene razón! ¿Por qué?», exclamaban a coro a su vez los botones de cobre y las astrosas costuras.


Entonces Camille se sentaba a oscuras y, lentamente, se liaba un cigarrillo para calmar las voces. Primero, me traen sin cuidado los Tupper, segundo, estoy aquí, no tenéis más que despertarme antes de mediodía, panda de listillos…

Y se ponía a pensar en el príncipe Salina que volvía solo, a pie, después del baile… El príncipe, que venía de asistir, impotente, al declive de su mundo y que, al ver la carcasa sanguinolenta de un buey en la calzada, imploraba al Cielo que no se demorara demasiado…


El tío de la quinta planta le había dejado una caja de bombones Mon Chéri de su parte. Será chalado, se rió Camille, y se los regaló a su jefa preferida. Dejó que el muñecajo hirsuto le diera las gracias por ella: «Vaya, muchas gracias, pero dígame una cosa… ¿no los tendría de licor por un casual?»

Jajá, qué graciosa soy, suspiró Camille dejando su dibujo sobre la mesa, pero qué graciosa soy…


Y así, con ese estado de ánimo medio soñador medio burlón, con un pie en El Gatopardo y el otro en el arroyo, Camille abrió la puerta del cuartito situado detrás de los ascensores donde guardaban los bidones de lejía y todos sus trastos.


Era la última en marcharse y empezó a desnudarse en la penumbra cuando se dio cuenta de que no estaba sola…

Su corazón dejó de latir y sintió que algo caliente resbalaba por sus muslos: acababa de orinarse encima.

– ¿Quién… quién anda ahí? -articuló, tanteando la pared en busca del interruptor.


Estaba ahí, sentado en el suelo, asustado, con una mirada de loco, los ojos hundidos en sus cuencas por culpa del caballo o del mono. Ese tipo de rostro Camille se lo sabía de memoria. No se movía, ya no respiraba y amordazaba la boca de su perro con las dos manos.

Permanecieron así unos segundos, mirándose en silencio, el tiempo de comprender que ninguno de los dos iba a morir por culpa del otro, y cuando apartó la mano derecha para llevarse un dedo a los labios, Camille lo sumió de nuevo en la oscuridad.

Su corazón volvía a latir. Cogió su abrigo de cualquier manera y salió caminando de espaldas.

– ¿El código? -gimió él.

– ¿C… cómo?

– ¿El código para salir del edificio?

Camille ya no se acordaba, tartamudeó, se lo dio por fin, buscó la salida agarrándose a las paredes y se encontró en la calle, temblando como una hoja y bañada en sudor.


Se cruzó con el vigilante:

– Un frío que pela, ¿eh?

– …

– ¿Estás bien? Parece que hubieras visto un fantasma…

– Cansada…


Camille estaba helada, se cruzó el abrigo sobre el pantalón de chándal empapado y echó a andar en la dirección equivocada. Cuando se dio cuenta por fin de dónde se encontraba, fue caminando por la calzada para coger un taxi.

Era un coche lujoso que indicaba las temperaturas interior y exterior (+ 21°, -3°). Camille separó los muslos, apoyó la frente en la ventanilla y se pasó el resto del trayecto observando los bultos formados por seres humanos acurrucados sobre las rejillas de ventilación y en los zaguanes de los portales.

Los testarudos, los cabezotas, los que rechazaban las mantas de aluminio para que no los iluminaran los faros de los coches y que preferían el asfalto tibio a los azulejos de los albergues.

Camille hizo una mueca.

Unos horribles recuerdos le atenazaron la garganta…

¿Y el fantasma aturdido de antes? Parecía tan joven… ¿Y su perro? Era una tontería… Con un perro no podía ir a ningún lado… Debería haber hablado con él, advertirle que tuviera cuidado con la bestia de Matrix, y preguntarle si tenía hambre… No, lo que quería era su chute… ¿Y el chucho? ¿Cuándo sería la ultima vez que había comido? Camille suspiró. Qué idiota… Angustiarse por un perro callejero cuando media humanidad soñaba con un rinconcito sobre una boca de ventilación, qué idiota… Anda, tía, cállate que me avergüenzas. ¿De qué vas? Apagas la luz para no verlo más y luego te reconcomes en el asiento de atrás de un cochazo de lujo empapando en lágrimas tu pañolito de encaje…

Anda que desde luego…


La casa estaba vacía. Camille buscó algo de alcohol, lo que fuera, bebió lo necesario para encontrar el camino de la cama y se levantó en plena noche para vomitar.

7

Con las manos en los bolsillos y el cuello estirado, Camille daba saltitos debajo del panel de información cuando una voz conocida le dio el dato que buscaba:

– Tren procedente de Nantes. Efectuará su llegada a las 20:35 por la vía 9. Se calcula un retraso de unos quince minutos… Como de costumbre…

– ¡Anda! ¿Estás aquí?

– Pues sí… -añadió Franck-. He venido de carabina… ¡Anda, pero si te has puesto guapa! ¿Y esto qué es? ¿Me equivoco o te has pintado los labios?

Camille escondió su sonrisa entre los agujeros de su bufanda.


– Mira que eres tonto…

– No, estoy celoso. Por mí nunca te pintas los labios…

– No es pintalabios, es una cosa para cuando tienes los labios cortados…

– Mentirosa. Enséñamela…

– No. ¿Sigues de vacaciones?

– Mañana por la noche vuelvo al curro…

– ¿Ah, sí? ¿Qué tal tu abuela? ¿Bien?

– Sí.

– ¿Le diste mi regalo?

– Sí.

– ¿Y qué dijo?

– Pues dijo que para dibujarme tan bien, tienes que estar loca por mí…

– Anda ya…

– ¿Vamos a tomar algo?

– No. Llevo todo el día encerrada en casa… Me voy a sentar aquí, a mirar a la gente…

– ¿Puedo echar una ojeada contigo?


Se acurrucaron pues en un banco, entre un quiosco de prensa y una máquina validadora de billetes, y observaron el gran carrusel de viajeros apresurados.


– ¡Hala, chaval! ¡Corre! Huy, por poco… Demasiado tarde…


– ¿Un euro? No. Un cigarro si quieres…


– ¿Me podrías explicar por qué son siempre las chicas con peor tipo las que llevan pantalones de talle bajo? Yo es que no lo entiendo…


– ¿Un euro? ¡Eh, tío, que ya me has preguntado antes!


– Eh, mira a la viejita esa con su peinado de rulos, ¿te has traído el cuaderno? ¿No? Qué pena… Y ese de ahí… Mira qué contento parece de ver a su mujer…

– Es sospechoso -opinó Camille-, debe de ser su amante…

– ¿Por qué dices eso?

– Un hombre que llega a la ciudad con un maletín y se precipita sobre una mujer con abrigo de piel, besándola en el cuello… Hazme caso, es sospechoso…

– Qué va… a lo mejor es su mujer, ¿no?

– ¡Que no, hombre, que no! ¡Su mujer está en casita, y a la hora que es estará acostando a los niños! Mira, ésa sí que es una pareja de verdad -rió Camille con malicia señalándole a un hombre y un mujer muy vulgares que discutían a gritos junto al andén…

Franck negó con la cabeza:

– Eres una pesimista…

– Y tú, un sentimental…


Entonces pasaron delante de ellos dos viejitos a paso de burra, encorvados, tiernos, cautelosos, y cogiditos del brazo. Franck le dio un codazo a Camille:

– ¿Y ahora qué me dices?

– Esto merece una reverencia…


– Me encantan las estaciones.

– A mí también -dijo Camille.

– Para conocer un país, no hace falta hacer el chorra en un autocar de turistas, basta visitar las estaciones y los mercados y con eso ya lo entiendes todo…

– Estoy totalmente de acuerdo contigo… ¿Tú en qué sitios has estado?

– En ninguno…

– ¿Nunca has salido de Francia?

– Estuve dos meses en Suecia… De cocinero en la embajada… Pero fue en invierno y no vi nada. Allí no se puede beber… No hay bares, no hay nada…

– Pero… ¿y la estación? ¿Y los mercados?

– Nunca vi la luz del día…

– ¿Te gustó? ¿De qué te ríes?

– De nada…

– Cuéntamelo…

– No.

– ¿Por qué?

– Porque no…

– Oh, oh… Aquí hay una historia de faldas…

– No.

– Mentiroso, te lo veo en la… en cómo te está creciendo la nariz…

– Bueno, qué, ¿vamos? -dijo, señalándole los andenes.

– Antes cuéntame…

– Pero si no es nada… Son chorradas…

– ¿Te tiraste a la mujer del embajador, es eso?

– No.

– ¿A su hija?

– ¡Sí! ¡Has acertado! ¿Qué, estás contenta?

– Muy contenta -asintió Camille-, ¿y era mona?

– Un cardo borriquero.

– Anda ya…

– Sí. No se hubiera fijado en ella ni un sueco que se hubiera largado a Dinamarca a cogerse una buena cogorza…

– ¿Entonces por qué lo hiciste? ¿Por compasión? ¿Por capricho?

– Por crueldad…

– Cuenta.

– No. A no ser que me digas que te has equivocado y que la rubia de antes era de verdad su mujer…

– Me he equivocado: la puta del abrigo de piel de nutria sí que era su mujer. Llevan dieciséis años casados, tienen cuatro hijos, se adoran, y ahora mismo ella debe de estar precipitándose sobre su bragueta en el ascensor del aparcamiento sin perder de vista el reloj porque se dejó un guiso de ternera en el horno antes de irse y le gustaría hacerle llegar al orgasmo antes de que se le quemen los puerros…

– Anda ya… ¡El guiso de ternera no lleva puerros!

– ¿Ah, no?

– Lo confundes con el potaje…

– Bueno, ¿y qué pasó con la sueca?

– Que no era sueca, era francesa te digo… De hecho, la que me ponía era su hermana… Una princesita demasiado mimada… Una colegiala vestida a lo Spice Girl y más caliente que la boca del infierno… Supongo que ella también debía de aburrirse… Y para pasar el rato, venía a sentar su culito sobre nuestros fogones. Provocaba a todo quisque, mojaba el dedo en mis salsas y se lo chupaba lentamente mirándome con lascivia… Ya me conoces, soy un tío más bien simple, así que un día la pillé por banda en el sótano, y la muy gilipollas se puso a gritar. Que se lo iba a contar a su padre y tal… Madre mía, soy un tío más bien simple, vale, pero no me gustan las calientapollas… Así que me tiré a su hermana mayor para darle una lección…

– ¡Pero eso para la fea es una putada!

– Para los feos todo es una putada, eso ya lo sabes…

– ¿Y después?

– Después me largué…

– ¿Por qué?

– …

– ¿Incidente diplomático?

– Si quieres llamarlo así… Venga, ahora sí que nos vamos…

– A mí también me gusta que me cuentes historias…

– Sí, no veas qué historia…

– ¿Tienes muchas más así?

– No. ¡Normalmente prefiero currármelo para liarme con la guapa!


– Tendríamos que ir más allá -gimió Camille-, si coge las escaleras de allí y sube hacia los taxis, nos vamos a cruzar…

– Tú tranqui… Conozco a Philou… Siempre sigue todo recto hasta que se choca con un poste, luego se disculpa y levanta la cabeza para ver dónde está la salida…

– ¿Seguro?

– Que sí, hombre… Eh, tía, tranqui… ¿Estás enamorada, o qué?

– No, pero ya sabes cómo son estas cosas… Sales del vagón con todos tus bártulos. Estás un poco grogui, un poco desanimado… No esperas a nadie y ¡zas!, de repente ves a alguien ahí, al final del andén, esperándote… ¿Tú nunca has soñado con eso?

– Yo es que no sueño…

– Yo es que no sueño -repitió ella, poniendo un tono macarra-, yo es que no sueño y no me gustan las calientapollas. Estás avisada, nena…

Franck parecía consternado.

– Eh, mira -añadió Camille-, creo que es ese de ahí…


Estaba en la otra punta del andén y tenía razón Franck: era el único que no llevaba vaqueros, ni zapatillas de deporte, ni bolsón, ni maleta con ruedas. Iba muy tieso, caminando despacio, y en una mano llevaba una gran maleta de cuero sujeta con una correa y en la otra, un libro aun abierto…


Camille dijo sonriendo:

– No, no estoy enamorada de él, pero ¿sabes?, es el hermano mayor que me hubiera encantado tener…

– ¿Eres hija única?

– No… no lo sé -murmuró, precipitándose hacia su adorado zombi bizco.


Éste, por supuesto, estaba confuso, por supuesto tartamudeó, por supuesto soltó su maleta, que fue a caer sobre los pies de Camille, por supuesto se deshizo en mil disculpas, a la vez que se le caían las gafas. Por supuesto.

– Oh, Camille, no exagere… Parece usted un cachorrito, pero, pero…

– No me hables, está insoportable… -masculló Franck.

– Anda, coge su maleta -le ordenó Camille mientras se colgaba del cuello de Philibert-. ¿Sabes?, tenemos una sorpresa para ti…

– Una sorpresa, Dios mío, no… No… no me gustan mucho las sorpresas, no e… era necesario…

– ¡Eh, tortolitos! ¿Os importa no ir tan rápido? Es que aquí, el mozo de las maletas está un poco cansado… ¡Joder, tío, ¿pero qué llevas aquí?! ¿Una armadura, o qué?

– Oh, unos cuantos libros… Nada más…

– Joder, Philou, pero si ya tienes miles, tío… ¿Éstos no podías habértelos dejado en el castillo?

– Caramba, nuestro amigo parece estar en forma… -le dijo a Camille al oído-, y usted, ¿qué tal?

– ¿Usted? ¿A quién te refieres?

– Pues… a usted, claro…

– ¿Cómo?

– ¿T… tú?

– ¿Yo? -dijo Camille, sonriendo-, muy bien. Me alegro de que estés aquí…

– Yo también… ¿Ha ido todo bien? ¿No ha habido que cavar trincheras en el piso? ¿Ni poner alambradas? ¿Ni sacos terreros?

– Ningún problema. Ahora mismo tiene una novia…

– Ah, muy bien… ¿Y qué tal las fiestas?

– ¿Qué fiestas? ¡La fiesta es esta noche! De hecho, nos vamos por ahí a cenar… ¡Invito yo!

– ¿Dónde? -refunfuñó Franck.

– ¡A La Coupole!

– Oh, no… Eso no es un restaurante, es una fábrica de comida…

Camille frunció el ceño y declaró:

– Sí. A La Coupole. A mí me encanta ese sitio… No se va por la comida, sino por el sitio en sí, el ambiente, la gente y para estar juntos…

– ¿Qué quiere decir eso de «no se va por la comida»? ¡Lo que hay que oír!

– Bueno, pues si no te quieres venir, peor para ti, pero yo invito a Philibert. ¡Podéis tomároslo como mi primer capricho del año!

– No habrá sitio…

– ¡Que sí, hombre! Y si no, esperaremos en el bar…

– ¿Y la biblioteca del señor marqués? ¿Me toca a mí tragármela hasta allí?

– No hay más que dejarla en la consigna y ya vendremos luego a buscarla…

– Anda… ¡joder, Philou! ¡Di tú algo!

– ¿Franck?

– ¿Qué?

– Tengo seis hermanas…

– ¿Y?

– Entonces te lo diré muy clarito: abandona. Las que mandan son las mujeres…

– ¿Y eso quién lo dice?

– La sabiduría popular…

– ¡Y dale! ¡Ya estáis otra vez! Joder, qué pesados sois con tanto refrán…


Franck se calmó cuando Camille lo cogió a él también del brazo. En el bulevar Montparnasse, la gente se apartaba para dejarlos pasar.

De espaldas estaban muy lindos los tres…


A la izquierda, un chico alto y delgado, con una pelliza a lo doctor Zhivago, a la derecha, uno bajito y cachas, con una cazadora Lucky Strike, y en medio, una chica que charlaba animadamente, reía, daba saltitos y soñaba en secreto con que la levantaran en volandas, diciendo: «¡A la de una! ¡A la de dos, y a la deeeee… tres! ¡Arribaaaaa!…»

Se apretaba contra ellos con todas sus fuerzas. Todo su equilibrio estaba ahí ese día. Ni delante, ni detrás, sino ahí. Justo ahí. Entre esos dos codos bonachones…


El chico alto y delgado inclinaba ligeramente la cabeza, y el bajito cachas hundía los puños en los bolsillos gastados de su cazadora.

Los dos, sin ser tan conscientes de ello, pensaban exactamente lo mismo: nosotros tres, aquí, ahora, hambrientos, juntos, y que venga lo que tenga que venir…


Durante los primeros diez minutos, Franck estuvo insoportable, criticando por turnos la carta, los precios, el servicio, el ruido, los turistas, los parisinos, los americanos, los que fumaban, los que no fumaban, los cuadros, los bogavantes, a su vecina, su cuchillo y la estatua inmunda que seguramente le quitaría el apetito.

Camille y Philibert se reían.

Después de una copa de champán, dos de vino, y seis ostras, por fin cerró el pico.


Philibert, que no tenía costumbre de beber, se reía todo el rato y sin ningún motivo. Cada vez que volvía a dejar la copa sobre la mesa, se limpiaba la boca, e imitaba al cura de su pueblo, soltando sermones místicos y torturados antes de concluir: «Aaaamén, ahhh, pero qué bien se está con vosotros…» Respondiendo a sus súplicas, les habló de su pequeño reino húmedo, de su familia, de las inundaciones, de la cena de fin de año en casa de sus primos integristas, y de paso les explicó numerosos ritos y costumbres alucinantes con un humor serio que les encantó.

Franck, sobre todo, abría unos ojos como platos y repetía «Anda ya… ¡No puede ser! ¿¿En serio??» cada dos por tres:

– Dices que son novios desde hace dos años y que nunca han… Anda ya… No me lo creo…


– Deberías hacer teatro -lo apremiaba Camille-, estoy segura de que serías un showman buenísimo… Tienes tanto vocabulario, y cuentas las cosas con tanto humor… Tanta distancia… Tendrías que hacer un monólogo sobre el encanto especial de la vieja nobleza francesa, o algo por el estilo…

– ¿Tú… tú crees?

– ¡Estoy segura! ¿Verdad que sí, Franck? Pero… ¿no me habías hablado de una chica del museo que quería llevarte a sus clases?

– Sí, en e… efecto… pero, pero t… tartamudeo demasiado…

– No, cuando estás contando algo no tartamudeas…

– ¿De… de verdad lo creéis?

– Sí. ¡Venga! ¡Es tu buen propósito del año! -dijo Franck, haciendo un brindis-. ¡Al escenario, monseñor! Y no te quejes, ¿eh?, porque tu propósito no es nada difícil de cumplir…


Camille les pelaba las gambas, quebraba patas, pinzas y caparazones, y les preparaba unas tostas deliciosas. Desde muy pequeña le encantaban las fuentes de marisco porque siempre había mucho que hacer y poco que comer. Con una montaña de hielo picado entre ella y sus interlocutores, podía dar el pego durante toda la comida sin que nadie se metiera con ella o le diera la tabarra. Y de nuevo aquella noche, cuando ya llamaba al camarero para pedirle otra botella, estaba muy lejos de haber hecho honor a su ración. Se enjuagó los dedos, cogió una rebanada de pan de centeno, y apoyó la espalda en la pared cerrando los ojos.


Clic clac.

Que nadie se mueva.

Momento suspendido en el tiempo.

Felicidad.


Franck hablaba de carburadores con Philibert, que lo escuchaba pacientemente demostrando así, una vez más, su exquisita educación y su gran corazón:

– Desde luego, 89 euros no es poco -decía muy serio, asintiendo con la cabeza-, y… ¿qué opina tu amigo el… el gordo ese…?

– ¿El gordo de Titi?

– ¡Sí, ése!

– Huy, a Titi se la suda… Pedazos de chatarra así, tiene los que quiere y más…

– Naturalmente -contestó Philibert, sinceramente afligido-, el gordo de Titi es el gordo de Titi…

No lo decía en plan de burla. En sus palabras no había la más mínima ironía. El gordo de Titi era el gordo de Titi, y no había más que hablar.


Camille preguntó quién quería compartir unas crêpes flambeadas con ella. Philibert prefería un sorbete y Franck tomó sus precauciones:

– Espera, espera… ¿Tú qué tipo de tía eres? ¿De las que dicen «compartimos» y luego se ponen moradas haciéndose las finas? ¿De las que dicen «compartimos» y apenas prueban la tarta? ¿O de las que dicen «compartimos» y comparten de verdad?

– Arriésgate y lo sabrás…


– Mmm, están riquísimas…

– Qué va, están recalentadas, son demasiado gruesas y les han puesto demasiada mantequilla… Ya te las haré yo algún día y verás qué diferencia…

– Cuando quieras…

– Cuando te portes bien.


Philibert se daba perfecta cuenta de que algo había cambiado, pero no sabía muy bien qué.

No era el único.

Y eso era lo gracioso…


Como Camille insistía, y las mujeres son las que mandan, hablaron de dinero: ¿quién paga qué, cuándo y cómo? ¿Quién hace la compra? ¿Cuánto se le da a la portera de aguinaldo? ¿Qué nombres ponemos en el buzón? ¿Instalamos una línea telefónica? ¿Nos dejamos amedrentar por las cartas exasperadas del Tesoro Público? ¿Y la limpieza? Cada uno su habitación, vale, ¿pero por qué le tocaba siempre a ella o a Philou el marrón de limpiar la cocina y el cuarto de baño? Hablando del cuarto de baño, hace falta una papelera, ya me ocupo yo… Tú, Franck, a ver si reciclas tus latas de cerveza, y ventilas de vez en cuando tu habitación porque si no, nos va a dar algo a todos… Y el retrete, tres cuartos de lo mismo. Se ruega bajar la tapa del váter, y cuando ya no quede papel higiénico, se avisa. Bueno, y también podríamos comprarnos un aspirador en condiciones, digo yo… La escoba de paja del año de la tana tiene su encanto, pero sólo hasta cierto punto… Y… ¿algo más?

– ¿Qué, Philou, entiendes ahora por qué te decía yo que no dejaras que se te colara una chica en casa? ¿Has visto en qué jaleo nos ha metido? Y tú espera, que esto no ha hecho más que empezar…


Philibert Marquet de la Durbellière sonreía. No, no lo entendía. Acababa de pasar quince días humillantes bajo la mirada exasperada de su padre, que ya no lograba ocultar su desaprobación. Un hijo primogénito a quien no interesaban ni las tierras, ni los bosques, ni las mujeres, ni las finanzas y menos aún su rango social. Un incapaz, un tontorrón que vendía postales para el Estado y tartamudeaba cuando su hermana pequeña le pedía que le pasara la sal. El único heredero de título y ni siquiera era capaz de mostrar un poco de aplomo cuando se dirigía al guarda forestal. No, él no se merecía un hijo así, se decía cada mañana rechinando los dientes cuando lo sorprendía a cuatro patas en la habitación de Blanche jugando a las muñecas con ella…

– ¿No tiene nada mejor que hacer, hijo mío?

– No, padre, p… pero dígame, si m… me necesita para algo…

Pero salió de la habitación dando un portazo antes de que Philibert tuviera tiempo de terminar la frase.

– ¿Vale que tú hacías la comida y yo iba a la compra? ¿Y vale que tú hacías gofres y después íbamos al parque a sacar de paseo a lo bebés…?

– Sí, bonita, vale, lo que tú quieras…


Para él, Blanche o Camille eran la misma cosa: chiquillas que lo querían y a veces le daban besitos. Y a cambio de eso, estaba dispuesto a tragarse el desprecio de su padre y a comprar cincuenta aspiradores si era necesario.

No había ningún problema.


Como le gustaban los manuscritos, los juramentos, los pergaminos, los mapas y otros tratados, fue Philibert quien apartó las tazas de café y sacó una hoja de su maletín, sobre la que escribió ceremoniosamente: «Carta Magna de la avenida Émile Deschanel para uso de sus ocupantes y demás visit…»

Aquí se interrumpió:

– ¿Y quién era Émile Deschanel, niños?

– ¡Un presidente de la República!

– No, ése se llamaba Paul. Émile Deschanel era un hombre de letras, profesor en la Sorbona y destituido a causa de su obra Catolicismo y socialismo… O al revés, ya no me acuerdo… De hecho, a mi abuela le sentaba un poco mal que en sus tarjetas de visita apareciera el nombre de este canalla… Bueno, esto… ¿por dónde iba?

Retomó punto por punto todo cuanto se había decidido, incluí do el papel higiénico y las bolsas de basura, y les pasó el nuevo protocolo para que cada uno pudiera añadir sus propias convenciones.

– Estoy hecho todo un jacobino… -suspiró.


Franck y Camille dejaron sus copas de vino de mala gana y escribieron muchas tonterías…


Imperturbable, Philibert sacó su lacre, sobre el que fijó el sello de su anillo ante la mirada pasmada de los otros dos, y luego dobló la hoja en tres y se la guardó con total naturalidad en el bolsillo de su chaqueta.

– Oye… ¿siempre vas por ahí con tus bártulos de Luis XIV encima? -preguntó Franck por fin, meneando la cabeza en un gesto de incredulidad.

– Mi lacre, mi sello, mis sales, mis escudos de oro, mi plastrón y mis venenos… Desde luego que sí, querido amigo…


Franck, que había reconocido a uno de los camareros, fue a echar una ojeada a las cocinas.

– Sigo diciendo, una fábrica de comida. Pero una fábrica bonita, eso sí.


Camille se apoderó de la cuenta, que sí, que sí, insisto, vosotros pasaréis la aspiradora, recuperaron la maleta, pasando por encima de los cuerpos de algunos mendigos tumbados aquí y allá, Lucky Strike se subió a su moto, y los otros dos llamaron a un taxi.

8

Camille lo esperó en vano al día siguiente, al otro, y el resto de la semana. Ni rastro. Del guardia de seguridad, con el que ya pegaba un poco la hebra (a Matrix no le había bajado el cojón derecho, un drama…), tampoco sacó ninguna información. Sin embargo; Camille sabía que andaba por ahí. Cuando dejaba una bolsa de provisiones detrás de los bidones de detergente, con pan, queso, lechuga, plátanos y comida para perros, ésta desaparecía sistemáticamente. Nunca había un solo pelo de perro, nunca una miga, ni el más mínimo olor… Para ser un yonqui, a Camille le parecía que se organizaba muy bien, hasta tal punto que incluso llegó a dudar de quién sería el destinatario de sus atenciones… Lo mismo era el chalado del guardia, que alimentaba por la gorra a su monocojónico… Tanteó un poco el terreno, pero no, Matrix sólo comía croquetas enriquecidas con vitamina B12 con una cucharada de aceite de ricino para el pelo. Las latas eran una mierda. ¿Por qué darle a tu perro algo que tú mismo no te comerías?

Eh, a ver, ¿por qué?

– Pero las croquetas será lo mismo, ¿no? Tú no te las comerías…

– ¡Pues claro que me las como!

– Sí, anda ya…

– ¡Te lo juro!

Lo peor de todo era que Camille lo creía. El monocojón y el mononeurona, mano a mano, mordisqueando croquetas de pollo y viendo una peli porno, en la garita recalentada, en plena noche. Claro que sí, cuadraba por completo.


Y así transcurrieron varios días. Algunas veces no venía. El pan se ponía duro y ahí seguían los cigarrillos. Otras veces, se pasaba por ahí pero no cogía nada más que la comida del perro… Demasiado colocado, o no lo suficiente como para poder darse un atracón… Otras veces, era Camille quien faltaba a la cita… Pero ya no se comía el coco con eso. Echaba un vistazo rápido al fondo del cuartito para saber si tenía que vaciar su bolsa de provisiones, y listo.


Tenía otras preocupaciones…


En el piso no había problema, la cosa funcionaba, con o sin carta magna, con o sin Myriam, con o sin manías compulsivas cada uno iba a su bola sin molestar a los demás. Se saludaban cada mañana, y se drogaban al volver a casa por la noche, sin armar jaleo. Costo, marihuana, vino peleón, incunables, María Antonieta o Heineken, cada uno con su vicio particular, y Marvin Gaye para todos.


Durante el día, Camille dibujaba y, cuando estaba en casa, Philibert le leía libros o le comentaba las fotos de familia:

– Éste es mi tatarabuelo… El joven a su lado es su hermano, Élie, y los que están delante son sus perros… Organizaban carreras de perros y era el cura, ese que está sentado ahí junto a la meta, el que proclamaba al ganador.

– Jopé, pues qué bien se lo pasaban, ¿no…?

– Y muy bien que hacían… Dos años más tarde se fueron al frente de las Ardenas, y seis meses después, murieron los dos…


No, donde la cosa no marchaba bien era en el curro… Para empezar, el tío de la quinta planta la abordó una noche preguntándole que si quería sujetarle el mango de la escoba. Jajá, estaba encantado con su broma, y la persiguió por toda la planta repitiendo: «¡Estoy seguro de que es usted! ¡Estoy seguro de que es usted!» Quita de en medio, gilipollas, que me estorbas.

«No, es ella», terminó por soltarle Camille, señalándole a SuperJosy, ocupada en contarse las varices.

Game over.


Y segundo, ya no soportaba a la Josy, justamente…

Era más tonta que Abundio, tenía un poco de poder y abusaba de él sin moderación (¡jefa de plantilla en Todoclean, ni que fuera el Pentágono!), sudaba, echaba perdigones al hablar, siempre estaba cogiendo capuchones de boli para hurgarse entre las muelas de atrás y sacarse hebras de carne, y en cada planta tenía que soltar un chiste racista, amparándose en Camille, pues era la única blanca del equipo aparte de ella.


Camille tenía que agarrarse muy fuerte a la fregona para no metérsela por un ojo, y un día le pidió que se tragara sus chorradas porque estaba empezando a tocarles las narices a todas.

– Anda, mira la otra con lo que sale… ¡Y mira cómo me habla! Para empezar, ¿qué coño pintas tú aquí? ¿Qué coño pintas tú con nosotras? ¿Nos estás espiando, o qué? Esto mismo me pregunté yo el otro día, mira tú por dónde… Que lo mismo te habían mandao los jefes para espiarnos o algo así… He visto en tu nómina dónde vives, y cómo hablas y todo eso… Tú no eres de los nuestros. Apestas a burguesa, apestas a dinero. ¡Vendida!

Las otras chicas no reaccionaban. Camille empujó su carrito y se alejó.


Se dio la vuelta y les espetó a las demás:

– A mí, lo que me diga ella me resbala porque la desprecio… Pero vosotras, vosotras sois subnormales… Si he rechistado ha sido por vosotras, para que dejara de humillaros, y no es que espere que me deis las gracias, eso también me la suda, pero al menos, podríais venir a limpiar los retretes conmigo… Porque por muy burguesa que sea, no es por nada pero siempre me toca a mí comerme ese marrón…


Mamadou hizo un ruido raro con la boca y soltó un enorme lapo a los pies de Josy, algo de verdad monstruoso. Después cogió su cubo, lo lanzó hacia delante, y le dio con él un golpe a Camille en el trasero:

– ¿Cómo una chica con un culo tan pequeño puede tener la boca tan grande? Desde luego, nunca vas a dejar de asombrarme, chica…


Las otras mascullaron no se sabe qué y se dispersaron sin armar jaleo. Samia le traía sin cuidado. Lo de Carine ya le dolía más… A Carine la apreciaba… A Carine, que en realidad se llamaba Rachida, no le gustaba su nombre y le lamía el culo a una fascista. Pues sí que iba a llegar lejos, la niña…


A. partir de ese día, cambiaron las cosas. El trabajo seguía siendo una mierda, y el ambiente se volvió nauseabundo. Era ya demasiado…

Camille había perdido compañeras de trabajo, pero tal vez estaba ganando una amiga… Desde ese día, Mamadou la esperaba en la boca de metro y hacía equipo con ella. No daba ni golpe mientras Camille curraba por dos. No es que Mamadou lo hiciera aposta, no, sencillamente, la verdad, la pura verdad era que estaba demasiado gorda para ser eficaz. Lo que a ella le llevaba un cuarto de hora, Camille lo limpiaba en dos minutos, y además, a Mamadou le dolía todo el cuerpo. No era cuento. Su pobre mole ya no podía aguantar más todo eso: unos muslos monstruosos, unas tetas enormes, y un corazón más grande todavía. Éste se quejaba, y no le faltaba razón.

– Tienes que adelgazar, Mamadou…

– Sí, claro… ¿Y tú qué? ¿Cuándo vienes a mi casa a comer pollo «mafé»? -le replicaba a cada vez.


Camille le había propuesto un trato: yo doy el callo, pero tú me das conversación.


Estaba lejos de imaginarse lo lejos que la llevaría esa frasecita… La infancia en Senegal, el mar, el polvo, las cabritas, los pájaros, la miseria, los nueve hermanos, el misionero blanco que se quitaba el ojo de cristal para hacerles reír, su llegada a Francia en el 72 con su hermano Léopold, su trabajo de barrendera, el fracaso de su matrimonio, su marido, que con todo era un buen hombre, sus hijos, su cuñada, que se pasaba las tardes por ahí de tiendas mientras ella tenía que apechugar con todo el trabajo, el vecino que se había vuelto a cagar de nuevo, pero esta vez en la escalera, las fiestas que solían montar en casa, los problemas, su prima hermana, Germaine, que se ahorcó el año anterior, dejando huérfanas a dos gemelitas preciosas, los domingos por la tarde en la cabina telefónica, los trajes típicos africanos, las recetas de cocina y mil imágenes más de las que Camille nunca se cansaba. Ya no necesitaba leer el Courrier International, ni al poeta senegalés Senghor, ni la edición de Seine-Saint-Denis de Le Parisien, bastaba pasar más veces la fregona y abrir los oídos de par en par. Y cuando Josy se dejaba caer por ahí (lo cual no era frecuente), Mamadou se agachaba, pasaba un poquito el trapo por el suelo y esperaba a que se disipara el olor antes de incorporarse.


Confidencia tras confidencia, Camille se atrevió a hacer preguntas más indiscretas. Su compañera le contaba cosas horribles, o que por lo menos a Camille le parecían horribles, con una tranquilidad que la dejaba pasmada.

– ¿Pero cómo te las apañas? ¿Cómo lo aguantas? ¿Cómo lo haces? Tu vida es un infierno…

– Anda, anda, anda… No hables de lo que no sabes. El infierno es mucho peor que eso… El infierno es cuando ya no puedes ver a la gente que quieres… Todo lo demás no importa… Oye, ¿quieres que vaya a buscarte trapos limpios?

– Pero seguro que podrías encontrar un curro más cerca de tu casa… Tus hijos no deberían quedarse solos por la noche, nunca se sabe lo que puede pasar…

– Está mi cuñada.

– Pero me dices que no puedes contar con ella…

– A veces, sí…

– Todoclean es una gran empresa, seguro que podrías encontrar alguna oficina más cerca de tu casa… ¿Quieres que te ayude? ¿Que lo pregunte por ti? ¿Que escriba a la dirección de personal? -dijo Camille levantándose del suelo.

– No. ¡No muevas un dedo, loca! La Josy es como es, pero hace la vista gorda en muchas cosas, ¿sabes…? Parlanchina y gorda como soy, ya me puedo considerar afortunada por tener trabajo… ¿Te acuerdas de la revisión médica que pasamos en septiembre? El idiota del medicucho ese… Me la quiso liar porque según él tenía el corazón ahogado en grasa, o no sé qué me dijo… Bueno, pues la que me sacó las castañas del fuego fue ella, así que ya te digo que sobre todo no muevas un dedo…

– Espera un momento… ¿Hablamos de la misma persona? ¿De la gilipollas que te trata siempre como a una mierda?

– ¡Que sí, mujer, que sí hablamos de la misma! -dijo Mamadou riéndose-. Yo sólo conozco a una. ¡Y menos mal, oye!

– ¡Pero si acabas de escupirle!

– ¿Pero dónde has visto tú eso? -preguntó, enfadada-. ¡No le he escupido! Yo no me permitiría algo así…

Camille vació la papelera en silencio. La de matices que había en la vida, oye…

– Pero bueno, es muy amable por tu parte. Eres una chica maja tú… Una noche tienes que venir a mi casa para que mi hermano te haga venir una vida bonita, con un amor definitivo y muchos hijos.

– Bah…

– ¿Cómo que «bah»? ¿No quieres hijos?

– No.

– No digas eso, Camille. Que vas a atraer el mal de ojo…

– El mal de ojo ya está aquí…

Mamadou la miró, furiosa:

– Debería darte vergüenza decir esas cosas… Tienes trabajo, una casa, dos brazos, dos piernas, un país, un novio…

– ¿Cómo?

– ¡Ah, ah! -exclamó Mamadou, feliz-. ¿Te crees que no te he visto abajo con Nourdine? Siempre alabándole el perro… ¿Te crees que los ojos también los tengo ahogados en grasa, o qué, chica?

Y Camille se puso colorada.

Para complacer a Mamadou.

Nada más y nada menos que Nourdine, que esa noche estaba de los nervios, y aún más morcillón que nunca, embutido en su uniforme de justiciero, Nourdine que excitaba a su perro, y se creía Harry el sucio…

– ¿Pero qué le pasa a este animal? -le preguntó Mamadou-. ¿Por qué gruñe de esta manera?

– No sé qué es, pero aquí hay algo raro… No os quedéis por aquí, chicas. No os quedéis por aquí…


¡Ah, estaba en su salsa, Nourdine…! Sólo le faltaban las Ray-Ban y el Kalachnikov…

– ¡Que no os quedéis aquí, os digo!

– Eh, tío, tranquilo -le contestó Mamadou-, no te pongas así…

– ¡Tú, bola de grasa, déjame hacer mi trabajo! ¡Yo no te digo a ti cómo tienes que pasar la fregona!

Así era Nourdine, genio y figura hasta la sepultura…


Camille hizo como que cogía el metro con ella, pero luego subió las escaleras y salió por la otra puerta. Dio dos vueltas a la manzana y los encontró por fin en el zaguán de una tienda. El chico estaba sentado, con la espalda apoyada en el escaparate, y el perro dormía sobre sus rodillas.

– ¿Estás bien? -le preguntó Camille con naturalidad.

El chico levantó los ojos y tardó un momento en reconocerla.

– ¿Eres tú?

– Sí.

– ¿También las provisiones?

– Sí.

– Ah, pues gracias…

– …

– ¿El loco ese va armado?

– Ni idea…

– Bueno, pues… Hasta luego…

– Te puedo enseñar un sitio para dormir, si quieres…

– ¿Una casa okupada?

– Algo así…

– ¿Quién hay dentro?

– Nadie…

– ¿Está lejos?

– Cerca de la Torre Eiffel…

– No.

– Como quieras…

Apenas había dado tres pasos cuando se oyó la sirena de un coche de la policía que se paraba delante de un Nourdine hecho un manojo de nervios. El chico la alcanzó en el bulevar:

– ¿Qué quieres a cambio?

– Nada.

Ya no había metro. Caminaron hasta la parada del búho.

– Sube tú primero y déjame al perro… A ti no te dejará subir con él… ¿Cómo se llama?

Barbès…


– Ahí fue donde lo encontré, en el barrio de Barbès…

– Ah, ya, como el osito Paddington…

Camille cogió al perro en brazos y le dedicó una sonrisa de oreja a oreja al conductor, aunque a éste le traía sin cuidado.


Se reunieron atrás del todo.

– ¿De qué raza es?

– ¿Tenemos que hablar a la fuerza?

– No.


– He vuelto a poner un candado, pero está de adorno, más que nada… Toma, la llave. Sobre todo no la pierdas, no tengo más que ésta…

Camille abrió la puerta y añadió tranquilamente:

– En las cajas todavía hay algo de comida… Arroz, salsa de tomate y galletas, creo… Ahí tienes mantas… Aquí está el radiador eléctrico… No lo pongas muy fuerte porque salta… En el pasillo tienes un retrete. Normalmente tendrías que ser el único en usarlo… Digo «normalmente», porque he oído ruidos ahí enfrente pero nunca he visto a nadie… Y… ¿qué más? ¡Ah, sí! Hace tiempo viví con un yonqui, así que sé exactamente lo que va a pasar. Sé que un día, mañana tal vez, habrás desaparecido y te habrás llevado todo lo que hay aquí. Sé que intentarás venderlo todo para pegarte la gran vida un tiempo. El radiador, la cocina, el colchón, el paquete de azúcar, las toallas, todo… Bueno… Eso ya lo sé. Lo único que te pido es que seas discreto. Esta buhardilla no es mía… Así que te pido por favor que no me metas en un lío… Si sigues aquí mañana, iré a hablar con la portera para que te deje en paz. Y nada más.

– ¿Quién ha pintado eso? -preguntó el chico, señalando el trampantojo. Una inmensa ventana abierta sobre el Sena con una gaviota posada en el balcón…

– Yo…

– ¿Has vivido aquí?

– Sí.

Barbès inspeccionó el lugar con desconfianza, y luego se acurrucó sobre el colchón.

– Bueno, yo me voy ya…

– Oye.

– ¿Qué?

– ¿Por qué?

– Porque a mí me pasó exactamente lo mismo… Estaba en la calle y alguien me trajo aquí…

– No me quedaré mucho tiempo…

– Me trae sin cuidado. No digas nada. De todas maneras, nunca decís la verdad…

– Sigo un tratamiento en una clínica…

– Sí, seguro… Hala… Que sueñes con los angelitos…

9

Tres días más tarde, en el portal, la señora Pereira apartó sus preciosísimos visillos y la llamó:

– Oiga, señorita…

Mierda, tiempo le había faltado. Qué jodienda… Y eso que le había dado cincuenta euros…

– Buenos días.

– Sí, buenos días, pero a ver, dígame una cosa…

Con una mueca, le preguntó:

– ¿Es amigo suyo ese cochino?

– Perdón, ¿cómo dice?

– ¿El de la moto?

– Ah… Sí -contestó Camille, muy aliviada-. ¿Hay algún problema?

– ¡Un problema, dice! ¡No uno, sino varios! ¡Ya me está a mí calentando el chaval este! ¡Créame, ya me está cargando, sí! ¡Venga, venga a ver!

Camille la siguió hasta el patio.

– ¿Y bien? ¿Qué me dice?

– Eh… No veo a qué…

– Las manchas de aceite…


En efecto, con una buena lupa se podían distinguir con mucha claridad cinco puntitos negros sobre los adoquines…

– La mecánica está muy bien, pero ensucia, así que dígale de mi parte que los periódicos están para algo, ¿entendido?


Una vez resuelto este problema, se le pasó un poco el cabreo. Un pequeño comentario sobre el tiempo: «Está muy bien. Nos limpia un poco todo esto.» Sobre lo brillantes que estaban los picaportes de latón: «Eso está claro, pa' que brillen como antes… ¡hay que frotar con fuerza, ¿eh?!» Sobre las ruedas de los carritos de bebé, llenas de cacas de perro. Sobre la señora del quinto, que acababa de quedarse viuda, la pobre. Y con eso se calmó del todo.

– Señora Pereira…

– Ésa soy yo.

– No sé si lo habrá visto, pero estoy hospedando a un amigo arriba, en la buhardilla…

– ¡Huy, yo no ando metiendo las narices en los asuntos de los demás! Unos van, otros vienen… Tampoco es que yo lo entienda todo, pero bueno…

– Le hablo del chico del perro…

– ¿Vincent?

– Pues…

– ¡Sí, mujer, Vincent! ¿El sidoso del chucho?

Camille ya no sabía qué decir.

– Vino a verme ayer porque mi Pikou aullaba como un loco detrás de la puerta, así que nos hemos presentado a los chuchos entre sí… Así es todo más fácil… Ya sabe lo que hacen… Se olisquean el trasero de una vez por todas y con eso ya nos dejan tranquilos a los demás… ¿Por qué me mira así?

– ¿Por qué dice que tiene sida?

– ¡Válgame Dios, pues porque me lo dijo él! Nos tomamos una copita de Oporto… ¿Le apetece a usted una también?

– No, no… pero… pero gracias de todas formas…

– Pues sí, es una lástima, pero como le decía yo, eso ahora se cura bien… Han dado con las medicinas adecuadas…


Camille estaba tan perpleja que se le olvidó coger el ascensor. ¿Pero qué era toda esa historia? ¿Por qué las churras no estaban con las churras, y las merinas con las merinas?

¿Pero hasta dónde vamos a llegar?

La vida era menos complicada cuando lo único que tenía que hacer era amontonar sus pedruscos… Anda, tonta, no digas eso…

No, tienes razón. No digo eso.


– ¿Qué pasa?

– Joder… Mira mi jersey… -rezongó Franck, cabreadísimo-. ¡Es esta mierda de lavadora! Joder, y éste además me gustaba un montón… ¡Mira! ¡Pero tú mira! ¡Se ha quedado enano!

– Espera, le corto las mangas y se lo regalas a la portera para su rata…

– Sí, tú ríete. Un Ralph Lauren nuevecito…

– ¡Pues justamente, le va a encantar! Además, te adora…

– ¿En serio?

– Justo ahora me lo acaba de decir otra vez: «¡Ah! ¡Pero qué buen mozo que es ese amigo suyo, con esa moto tan bonita!»

– Anda ya.

– Palabra.

– Bueno, pues hala, venga… Se lo bajo al marcharme…


Camille ahogó una risa y le hizo a Pikou un chalequito de lo más elegante.


– Qué suerte, te van a comer a besos…

– Calla, calla, miedo me da…

– ¿Y Philou?

– ¿Quieres decir Cyrano? En su taller de teatro…

– ¿De verdad?

– Tendrías que haberlo visto al marcharse… Otra vez se había disfrazado de qué sé yo qué… Con una capa larga y todo…

Camille y Franck se reían.

– Me encanta…

– A mí también.

Camille fue a prepararse un té.


– ¿Quieres?

– No, gracias contestó Franck-, tengo que irme. Oye…

– ¿Qué?

– ¿No te apetece ir a tomar un poco el aire?

– ¿Cómo?

– ¿Cuánto hace que no has salido de París?

– Siglos…

– El domingo que viene hacemos la matanza del cerdo, ¿te quieres venir? Estoy seguro de que te interesaría… Lo digo por lo del dibujo, ¿eh?

– ¿Dónde es eso?

– En casa de unos amigos míos, en la región de Cher…

– No sé…

– ¡Sí, mujer! Vente… Esto hay que verlo al menos una vez en la vida… Un día se dejará de hacer, ¿sabes?

– Me lo voy a pensar.

– Eso, eso, tú piénsatelo. Es tu especialidad, eso de pensar. ¿Dónde está mi jersey?

– Ahí -le dijo Camille, señalándole una maravillosa funda para chuchos verde clarito.

– Joder… Un Ralph Lauren, además… Hay que joderse…

– Anda… Te vas a hacer dos amigos para toda la vida…

– ¡Joder, más le vale no volver a mearse en mi moto al chucho este de los cojones!

– Tú tranquilo, ya verás como no… -dijo Camille, conteniendo la risa mientras le abría la puerta-. «Sí, sí, como se lo digo, bien guapetón que iba su amigo en su motocicleta el otro día…»


Camille corrió a retirar el agua del fuego, cogió su bloc de dibujo, y se sentó junto al espejo. Por fin pudo echarse a reír. A reír como una loca. Vaya cría estaba hecha. Se imaginaba la escena: Franck, siempre tan seguro de sí mismo, llamando con los nudillos al cristal de la ventana, con esa chulería tan suya, ofreciéndole a la portera el chaleco de lana en bandeja de plata… ¡Ah, qué bien sentaba reírse así! Qué bien sentaba… Estaba despeinada, dibujó su cabello revuelto, sus hoyuelos, su risa tonta y escribió: Camille, enero 2004, luego se duchó y decidió que sí, iría a la matanza con él.

Le debía eso como mínimo…


Un mensaje en su buzón de voz. Era su madre… Oh, no, hoy no… Para borrar el mensaje, pulse la tecla asterisco.

Así de fácil. Hala. Asterisco.


Se pasó el resto del día escuchando música, con sus tesoros y su caja de acuarelas. Fumó, picó algo de comer, alisó bien las cerdas de sus pinceles, se rió sola y gruñó malhumorada cuando llegó la hora de irse al curro.


Ya has despejado bastante camino, pensaba correteando hasta la boca de metro, pero todavía te queda, ¿eh? ¿No te irás a parar aquí?

Hago lo que puedo, hago lo que puedo…

Pues hala, venga, confiamos en ti.

No, no, no confiéis en mí, que me agobio.

Anda, calla, calla… Y date prisa, que vas a llegar tardísimo…

10

Philibert sufría. Persiguió a Franck por toda la casa.

– Es una insensatez. Vais a salir demasiado tarde… Dentro de una hora ya será de noche… Va a helar… Es una verdadera insensatez… Marchaos ma… mañana…

– La matanza es mañana por la mañana.

– ¡Pero ya… además, a quién se le ocurre! Ca… Camille -decía, retorciéndose las manos-, quédate conmigo, te llevaré al Palacio del Té…

– Tranqui, tío -rezongó Franck, metiendo su cepillo de dientes en un par de calcetines-, que tampoco está tan lejos… En una hora estamos allí…

– Oh, n… no me digas eso… O… otra vez vas a co… conducir como un loco…

– Que no, hombre…

– Que sí, que te co… conozco…

– ¡Philou, para ya, tío! Que no te la rompo, te lo juro… ¿Vienes, nena?

– Oh… es que… es que…

– ¿Es que qué? -preguntó Franck, exasperado.

– Aparte de vosotros, no tengo a… a nadie más en el mundo…

Silencio.

– Madre mía… No me lo puedo creer… Ahora te pones en plan melodramático…

Camille se puso de puntillas para darle un beso.

– Yo tampoco tengo a nadie más en el mundo… No te preocupes…

Franck dejó escapar un suspiro.

– ¡Pero qué coño hago yo con este par de chalados! ¡Esto parece un culebrón! ¡Que no nos vamos a la guerra, hostia! ¡Que solo estaremos fuera dos días!

– Te voy a traer un buen entrecot -le dijo Camille a Philibert, metiéndose en el ascensor.

Las puertas se cerraron tras ellos.


– Oye.

– ¿Qué?

– No hay entrecots de cerdo…

– ¿Ah, no?

– Pues claro que no.

– ¿Y entonces qué hay?

Franck levantó los ojos al cielo.

11

Todavía no habían salido de París cuando Franck se paró en la cuneta y le indicó que se bajara de la moto.

– Oye, así no podemos seguir…

– ¿Por qué, qué pasa?

– Cuando yo me inclino, te tienes que inclinar conmigo.

– ¿Estás seguro?

– ¡Pues claro que estoy seguro! ¡Como sigas con estas paridas nos la pegamos!

– Pero… yo pensaba que al inclinarme hacia el lado contrario, nos equilibraba…

– Joder, Camille… Mira, no sabría darte una clase de física, pero es una cuestión de eje de gravedad, ¿entiendes? Si nos inclinamos juntos, los neumáticos se adhieren mejor a la carretera…

– ¿Estás seguro?

– Segurísimo. Inclínate conmigo. Confía en mí…

– ¿Franck?

– ¿Qué pasa ahora? ¿Te da miedo? Todavía estás a tiempo de coger el metro, ¿eh?

– Tengo frío.

– ¿Ya?

– Sí…

– Bueno… Suelta el manillar y pégate a mí… Pégate lo más posible y mete las manos por debajo de mi cazadora…

– Vale.

– Eh…

– ¿Qué?

– Pero no te aproveches, ¿eh? -añadió, burlón, y le bajó la visera del casco de un golpe seco.


Cien metros después, Camille volvía a tener frío, al llegar al peaje estaba congelada, y en el patio de la granja, no sentía los brazos.


Franck la ayudó a bajar y la sostuvo hasta llegar a la puerta.

– Hombre, ya estás aquí… ¿Pero qué es esto que nos traes?

– Una chica congelada.

– ¡Pero pasad, hombre, pasad!… ¡Jeannine! Ha llegado el Franck con su chavala…

– Huy, pobrecita -se lamentó la mujer-, ¿pero qué le has hecho? Huy… da penita verla… Toda morada está la chica… Quitaos de ahí… ¡Jean-Pierre! ¡Acerca una silla a la chimenea, hombre!


Franck se arrodilló delante de ella:

– Eh, tienes que quitarte el abrigo…

Camille no reaccionaba.

– Espera, que te ayudo… Anda, dame los pies…

Le quitó los zapatos y los tres pares de calcetines.

– Así… muy bien… Hala… y ahora la parte de arriba…

Camille estaba tan anquilosada que a Franck le costó Dios y ayuda sacarle los brazos de las mangas… «Así… Tú déjate hacer, pedacito de hielo…»


– ¡Válgame Dios! ¡Pero dadle algo caliente! -exclamó alguno de los que estaban allí reunidos…


Camille era el nuevo centro de atención.

O cómo descongelar a una parisina sin romperla…

– ¡Hay riñones calentitos! -bramó Jeannine.

Oleada de pánico en la chimenea, Franck le echó un capote:

– No, no, dejadme a mí… Habrá sobrado algo de caldo por ahí, ¿no? -preguntó, levantando las tapas de todas las cacerolas.

– De la gallina de ayer…

– Perfecto, eso es cosa mía… Mientras tanto, ponedle una copita.


Conforme iba bebiéndose el cuenco de caldo, sus mejillas fueron recuperando un poco de color.

– ¿Estás mejor?

Camille asintió con la cabeza.


– ¿Eh?

– Decía que es la segunda vez que me preparas el mejor consomé del mundo…

– Y más que te prepararé… ¿Vienes a sentarte a la mesa con nosotros?

– ¿Puedo quedarme todavía un ratito aquí junto a la chimenea?

– ¡Pues claro! -gritaron los demás-. ¡Déjala! ¡Vamos a ahumarla como los jamones!

Franck se levantó de mala gana…

– ¿Puedes mover los dedos?

– Mmm… sí…

– Tienes que dibujar, ¿eh? Yo encantado de cocinarte, pero tú tienes que dibujar… Nunca tienes que parar de dibujar, ¿entendido?

– ¿Ahora?

– No, mujer, ahora no, pero siempre…

Camille cerró los ojos.

– Vale.

– Bueno… me voy para allá. Pásame tu copa que te la rellene…

Y Camille se fue descongelando poco a poco. Cuando se reunió con ellos, tenía las mejillas encendidas.


Asistió a su conversación sin entender nada, observando todos esos rostros fascinantes, y sonriendo feliz.


– Hala… ¡El último trago y a la cama! ¡Porque mañana hay que madrugar, señores! El Gastón estará aquí a las siete…

Todo el mundo se levantó.

– ¿Quién es el Gastón?

– El matarife -murmuró Franck-, todo un personaje… ya lo verás…


– Bueno, pues es aquí… -añadió Jeannine-, el cuarto de baño está ahí enfrente, y en la mesa tenéis toallas limpias… ¿Os vale así?

– Genial -contestó Franck-, genial… Gracias…

– No digas eso, hijo, con la alegría que tenemos de verte, bien lo sabes tú… ¿Y la Paulette?

Franck bajó la cabeza.

– Bueno, bueno… No hablemos de eso -dijo, apretándole el brazo-, ya se arreglará todo, ya lo verás…

– No la reconocería, Jeannine…

– No hablemos de eso, te digo… Ahora estás de vacaciones.


Cuando se marchó, cerrando la puerta tras de sí, Camille comentó, inquieta:

– ¡Oye, que no hay más que una cama…!

– ¡Pues claro que no hay más que una cama, tú, que estamos en el campo, no en un hotel!

– ¿Les has dicho que salíamos juntos? -le preguntó, furiosa.

– ¡No, mujer! ¡Sólo les he dicho que venía con una amiga, nada da más!

– Pues vaya…

– Pues vaya, ¿qué? -preguntó Franck, irritado.

– Una amiga quiere decir una chica a la que te tiras. ¿Pero en qué estaba yo pensando?

– ¡Joder, tía, mira que eres pesadita, ¿eh?

Franck se sentó en la cama mientras deshacía su equipaje.


– Es la primera vez…

– ¿Cómo?

– Es la primera vez que traigo a alguien aquí.

– Está claro, la matanza del cerdo no es lo más elegante que hay para ligarte a una tía…

– No tiene nada que ver con el cerdo. No tiene nada que ver contigo. Es…

– ¿Es qué?


Franck se tumbó en diagonal sobre la cama y empezó a hablar, dirigiendo sus palabras al techo:

– Jeannine y Jean-Pierre tenían un hijo… Frédéric… Un tío legal… Era mi colega… El único que he tenido en mi vida… Estudiamos hostelería juntos, y de no ser por él, yo no estaría donde estoy… No sé dónde estaría, pero… Bueno, en fin… Murió hace diez años… En un accidente de coche… Ni siquiera fue culpa suya… Un gilipollas que se saltó un stop… Y entonces nada, yo no soy Fred, claro, pero me parezco a él… Vengo todos los años… Lo de la matanza es una excusa… Me miran, ¿y qué ven? Recuerdos, palabras, y la cara de su chaval cuando apenas tenía veinte años… La Jeannine está venga a tocarme, a sobarme… Según tú, ¿por qué lo hace? Porque yo soy la prueba de que Fred sigue ahí… Estoy seguro de que nos ha puesto sus mejores sábanas, y ahora mismo estará llorando en silencio en la escalera…

– ¿Ésta era su habitación?

– No. La suya está cerrada…

– ¿Entonces para qué me has traído?

– Ya te lo he dicho, para que dibujes, y…

– ¿Y?

– No sé, me apetecía…


Franck se levantó, estirándose.


– Y por la cama no te preocupes… Ponemos el colchón en el suelo, y yo dormiré en el somier… ¿Le vale así a la princesa?

– Le vale.

– ¿Has visto Shrek, la peli de dibujos animados?

– No, ¿por qué?

– Porque me recuerdas a la princesa Fiona… En menos maciza, claro…

– Claro.

– Anda… ¿me echas una mano? Estos colchones pesan un huevo…

– Tienes razón -gimió Camille-. ¿Pero qué llevan dentro?.

– Generaciones y generaciones de campesinos muertos de cansancio.

– Pues sí que…


– ¿No te vas a desnudar?

– Pero si… ¡ya estoy en pijama!

– ¿Te dejas el jersey y los calcetines?

– Sí.

– ¿Entonces apago?

– ¡Pues sí!


– ¿Estás dormido? -le preguntó Camille al cabo de un ratito.

– No.

– ¿En qué piensas?

– En nada.

– ¿En tu juventud?

– Puede ser… O sea que eso, en nada, como te acabo de decir…

– ¿Tu juventud no era nada?

– Poca cosa…

– ¿Por qué?

– Joder… Si empezamos con eso, estamos aquí hasta mañana.


– ¿Franck?

– Sí.

– ¿Qué le pasa a tu abuela?

– Que está vieja… Está sola… Durante toda su vida ha dormido en una cama grande y buena como ésta, con un colchón de lana y un crucifijo en la pared, y ahora se está dejando morir en una especie de birria de cajón de hierro…

– ¿Está en el hospital?

– No, en una residencia de ancianos…


– ¿Camille?

– Sí.

– ¿Tienes los ojos abiertos?

– Sí.

– ¿Notas lo oscura que es la noche aquí? ¿Lo bonita que es la luna? ¿Lo que brillan las estrellas? ¿Oyes cómo suena la casa? Las tuberías, la madera, los armarios, el reloj de pared, el fuego en el hogar de abajo, los pájaros, los animales, el viento… ¿Oyes todo eso?

– Sí.

– Pues ella ya no lo oye… Su habitación da a un aparcamiento que está siempre iluminado, oye los ruidos metálicos de los carritos de la comida, las conversaciones de las enfermeras, los gruñidos de sus vecinos, y el parloteo de los televisores toda la noche. Y… y eso la está matando…

– Pero ¿y tus padres? ¿No pueden ocuparse ellos de tu abuela?

– Oh, Camille…

– ¿Qué?

– No me lleves por ahí… Ahora duérmete.

– No tengo sueño.


– ¿Franck?

– ¿Qué pasa ahora?

– ¿Dónde están tus padres?

– Ni idea.

– ¿Cómo que ni idea?

– No tengo padres.

– …

– A mi padre nunca lo conocí… Era un desconocido que se vació las pelotas en el asiento de atrás de un coche… Y mi madre…

– ¿Qué?

– Pues a mi madre no le hizo mucha gracia que un gilipollas del que ni siquiera recordaba el nombre le hubiera hecho eso… entonces, pues…

– ¿Qué?

– Pues nada…

– ¿Nada, qué?

– Pues que no lo quería…

– ¿A quién, al tío?

– No, al niño.

– ¿Te crió tu abuela?

– Mi abuela y mi abuelo…

– ¿Y tu abuelo murió?

– Sí.


– ¿Nunca la volviste a ver?

– Camille, te lo digo en serio; para. Si no, luego te vas a sentir obligada a abrazarme…

– Venga. Es un riesgo que estoy dispuesta a correr…

– Mentirosa.

– ¿Nunca la volviste a ver?

– …

– Perdona. Ya me callo.


Camille le oyó darse la vuelta en la cama.

– Hasta… hasta que cumplí diez años, nunca supe nada de ella… Bueno, sí, siempre recibía un regalo por Navidad y por mi cumpleaños, pero más tarde supe que era trola. Una artimaña más para camelarme… Con buenas intenciones, pero no dejaba de ser eso, una artimaña… Ella no nos escribía nunca, pero sé que mi abuela le mandaba todos los años la foto que nos hacían en el colegio… ¿Quién sabe, tal vez ese día el maestro me repeinó? ¿O el fotógrafo sacó un Mickey Mouse de plástico para hacerme sonreír? El caso es que el chavalín de la foto la llenó de añoranza, y anunció que volvía para llevarme a vivir con ella… No veas el cirio que se montó, mejor no te lo cuento… Yo gritando que quería quedarme, mi abuela consolándome, diciéndome que era estupendo, que por fin iba a tener una familia de verdad, pero sin poder evitar llorar más que yo, ahogándome contra su pecho enorme… Mi abuelo callado todo el rato… No, mejor no te lo cuento… Eres lo bastante lista para entenderlo tú solita, ¿eh? Pero créeme, fue la hostia…

»Después de darnos varios plantones, mi madre vino por fin. Me subí en su coche. Me presentó a su marido, a su otro hijo, y me enseñó mi nueva cama…

»Al principio estaba encantado con eso de dormir en una litera, pero por la noche me puse a llorar. Le dije que quería volver a mi casa. Ella me dijo que aquélla era mi casa, y que me callara porque si no iba a despertar al pequeño. Esa noche, y todas las siguientes, me hice pis en la cama. Eso la ponía nerviosa. Decía: "Estoy segura de que lo haces aposta, así que ahora te aguantas y te quedas toda la noche mojado. Es tu abuela. Te ha podrido el carácter." Y después de eso, ya no di pie con bola.

»Hasta entonces, yo había vivido en el campo; todas las tardes, después del colegio, me iba a pescar, en invierno mi abuelo me llevaba a coger setas, a cazar, al bar del pueblo… Yo andaba siempre correteando por ahí, tiraba la bici en la cuneta y me iba con los cazadores furtivos, y de repente, de la noche a la mañana, voy a parar a un apartamento de mierda, en un barrio de mierda, encerrado entre cuatro paredes, con una tele, y otro chaval que se llevaba todos los mimos… Entonces se me fue la olla. Me… No… Da igual… Tres meses después, mi madre me metió en un tren, repitiéndome que lo había estropeado todo…

»"Lo has estropeado todo, lo has estropeado todo…" Esas palabras seguían resonando en mi cabecita cuando me subí en el Simca de mi abuelo. Y, ¿sabes?, lo peor fue que…

– ¿Qué?

– Que me hizo pedazos, la cabrona… Después ya nada volvió a ser como antes… Había dejado atrás la infancia, ya no quería mimos ni toda esa mierda… Porque lo peor que hizo mi madre no fue volver a buscarme, lo peor fueron todos los horrores que me contó sobre mi abuela antes de volver a dejarme tirado otra vez. Cómo me comió el tarro con sus historias… Que si fue su madre quien la obligó a abandonarme antes de echarla de casa. Que ella había hecho todo lo posible para llevarme con ella pero que ellos sacaron la escopeta y tal y cual…

– ¿Todo eso eran mentiras?

– Claro… Pero yo entonces no lo sabía… Ya no entendía nada y además, ¿tal vez también necesitaba creerla? A lo mejor me convenía pensar que nos habían separado a la fuerza, y que si mi abuelo no hubiera sacado el mosquetón, yo habría tenido la misma vida que todo el mundo, y nadie me habría llamado hijo de puta detrás de la iglesia… «Tu madre es una puta -me decían-, y tú un bastardo.» Palabras que yo ni siquiera entendía… Yo sólo sabía que bastardo rimaba con petardo… Un gilipollas, eso es lo que era…

– ¿Y después?

– Después me convertí en un cabronazo… Hice todo lo que pude para vengarme… Para hacerles pagar por haberme privado de una mamá tan buena…

Franck se reía amargamente.

– Y lo conseguí… Me fumaba los cigarrillos de mi abuelo, robaba del monedero de mi abuela, monté pollos en el colegio hasta que me expulsaron, y me pasaba la mayor parte del tiempo subido a una moto o en el fondo de los billares, planeando golpes y metiéndole mano a las tías… Hacíamos cada burrada… Ni te lo imaginas… Yo era el jefe. El mejor. El rey de los gilipollas…

– ¿Y después?

– Después a la cama. La continuación en el próximo episodio…


– ¿Bueno, qué? ¿No te entran ganas ahora de abrazarme?

– No sé, estoy dudando… Al fin y al cabo no te han violado…

Franck se inclinó hacia ella:

– Pues mejor. Porque yo no querría que me abrazaras, bueno, no así, de esta manera… Ya no… He jugado a este jueguecito mucho tiempo, pero ya no… Ya no me divierte. Nunca funciona… Joder, ¿pero cuántas mantas te has puesto?

– Pues… tres y el edredón…

– Esto no es normal… No es normal que siempre tengas frío, que tardes dos horas en reponerte de un viaje en moto… Tienes que engordar, Camille…

– …

– Tú tampoco… Me da a mí que tú tampoco tienes un bonito álbum de fotos con toda la familia sonriendo a tu alrededor, ¿o sí?

– No.

– ¿Me lo contarás algún día?

– Puede…

– ¿Sabes?, ya nunca te daré la murga con eso…

– ¿Con qué?

– Antes cuando le contaba de Fred te he dicho que había sido mi único colega, pero no es verdad. Tengo otro… Pascal Lechampy, el mejor repostero del mundo… Acuérdate de su nombre, porque ya verás… Ese tío es un dios. Del pastelito más sencillo al Saint-Honoré, pasando por las tartas, el chocolate, los milhojas, el caramelo, los buñuelos o lo que sea, todo lo que toca se transforma en algo inolvidable. Delicioso, bonito, fino, asombroso y súper bien hecho. En mi vida me he cruzado con muy buenos reposteros, pero él es otra cosa… Es la perfección absoluta. Y encima es un tío encantador… Un pedazo de pan, un buenazo, un sol… Bueno, pues resulta que este tío es enorme. Tremendo. Hasta ahí, pase… Peores cosas se han visto… El problema es que le cantaban las maracas que te mueres… No podías estar un segundo a su lado sin que te entraran ganas de potar. Bueno, te ahorro los detalles, las burlas, los comentarios, las veces que le dejaban jabón en su taquilla, y todo eso… Un día coincidimos en la misma habitación de hotel porque le había acompañado a un concurso para hacerle de pinche… Tuvo lugar la demostración, por supuesto la ganó, pero yo, al final del día, no quiero decirte cómo estaba… Ya no podía ni respirar, y estaba decidido a pasarme la noche en un bareto antes que estar ni un minuto más cerca de él… Pero lo que me extrañaba era que se había duchado por la mañana, y lo sé porque yo estaba con él en la habitación. Por fin volvimos al hotel, yo me bebí un buen trago para darme valor, y terminé por soltárselo… ¿Sigues ahí?

– Sí, sí, le estoy escuchando…

– Le dije: «Joder, Pascal, hueles que apestas. Hueles a muerto, tío. ¿De qué vas? ¿Es que no te lavas, o qué?» Y entonces, ese osito de peluche enorme, con su corpachón monstruoso, ese genio, con sus carcajadas sonoras y su montaña de grasa se puso a llorar, y a llorar, y a llorar… No paraba… Era horrible, con sollozos como de crío, encima… El muy idiota era inconsolable… Joder, yo me sentía fatal… Al cabo de un rato, empezó de pronto a desnudarse, así, sin avisar… Entonces yo me di la vuelta, me fui para el cuarto de baño, pero él me cogió del brazo, y me dijo: «Mírame, Lestaf, mira toda esta mierda…» ¡Joder, tía, por poco echo la pota!

– ¿Por qué?

– Pues para empezar, su cuerpo… Era francamente asqueroso. Pero sobre todo, y era lo que él quería enseñarme, era… uf, sólo de pensarlo, me vuelven a dar arcadas. Tenía como ronchas, costras, o no se qué, entre los pliegues de la piel… Y era eso lo que apestaba, esa especie de sarna sanguinolenta… Joder, te lo juro, tuve que beber toda la noche para recuperarme del susto… Además el tío me contaba que le dolía un huevo cuando se lavaba pero que se restregaba como un loco para quitar el olor, y que se echaba colonia a montones, apretando los dientes para no llorar… Qué noche, qué angustia, cuando me acuerdo…

– ¿Y luego qué pasó?

– Al día siguiente me lo llevé a rastras al hospital, a urgencias… estábamos en Lyon, me acuerdo… Y hasta al médico casi le da algo cuando lo vio… Le limpió las llagas, y le mandó mogollón de cosas, una receta enorme con pomadas y pastillas como para parar un tren. Le soltó el rollo de que tenía que adelgazar, y al final se atrevió a preguntarle: «¿Pero por qué ha esperado tanto tiempo?» Pascal no dijo nada. Y yo, en la estación, volví a la carga: «Es verdad, tío, joder, ¿por qué has esperado tanto tiempo?» «Porque me daba demasiada vergüenza…», contestó, bajando la cabeza. Y entonces, en ese momento, me juré a mí mismo que era la última vez.

– ¿La última vez que qué?

– Que me metía con los gordos… Que los despreciaba, que… bueno, ya sabes, la última vez que juzgaba a la gente por su físico… Así que, volviendo ahora a ti… Lo mismo vale para los flacos. Y aunque lo siga pensando, aunque tenga la certeza de que con unos cuantos kilos más pasarías menos frío y estarías más apetitosa, ya no te volveré a decir nada. Palabra de honor.


– ¿Franck?

– ¡Eh! ¡Que hemos dicho que a dormir ya!

– ¿Me ayudarás?

– ¿A qué? ¿A pasar menos frío y a estar más apetitosa?

– Sí…

– Ni hablar. Para que luego te largues con el primero que pase… De eso nada, monada. Te prefiero raquítica, pero con nosotros… Y estoy seguro de que Philou estará más que de acuerdo conmigo en eso…


Silencio.


– Bueno, pero sólo un poquito… En cuanto vea que te crecen las tetas, se acabó.

– Trato hecho.

– Ea, me has convertido en un gurú de la dietética y la nutrición, no te digo… Joder, tía, yo alucino contigo, lo que me haces hacer… ¿Cómo nos organizamos? Para empezar, tú ya no vas al súper porque no compras más que tonterías. Se acabaron las barritas de cereales, las galletas y los flanes. No sé a qué hora te despiertas tú por las mañanas, pero a partir del martes, recuerda que el que te alimenta soy yo, ¿entendido? Todos los días, cuando llegue a casa a las tres de la tarde, te traeré un plato de algo… No te preocupes, que ya sé cómo sois las chicas, no te traeré confit de pato, ni callos… Te prepararé algo rico, para ti solita… Pescado, carne a la brasa, verduritas, sólo cosas que te gusten… No te haré grandes cantidades, pero te lo tendrás que comer todo, porque si no, no sigo. Y por la noche no estaré en casa, así que no te daré la murga, pero te prohíbo que picotees tonterías. Seguiré haciendo una gran olla de sopa al principio de la semana para Philou como he hecho siempre, y se acabó. El objetivo es que te enganches a mi cocina. Que te levantes todas las mañanas pensando qué habrá hoy en el menú. Bueno… no te prometo cosas grandiosas todos los días, pero no estará mal, ya lo verás… Y cuando empieces a ponerte bien hermosa, te…

– ¿Me, qué?

– ¡Te como!

– ¿Como la bruja del cuento de Hansel y Gretel?

– Exactamente. ¡Y no vale la pena que me des un hueso cuando quiera palpar tu brazo, porque yo no soy cegato! Y ahora ya no quiero oír ni una palabra… Son casi las dos y mañana nos espera un día muy largo…

– Por cierto, tú te las das de duro y tal, pero en el fondo eres un cielo…

– Anda ya.

12

– ¡Arriba, gordinflona!

Franck dejó la bandeja al pie del colchón.

– ¡Hala, el desayuno en la c…!

– No te embales. No es cosa mía, sino de Jeannine. Venga, date prisa que llegamos tarde… Y tómate por lo menos una tostada, coge fuerzas, si no luego te va a dar un patatús…


Apenas había tenido tiempo de poner un pie fuera de casa, con la cara todavía llena de churretes de café con leche, cuando le tendieron un vaso de vino blanco.

– ¡Hala, bonita! ¡Esto para que te armes de valor!


Ahí estaban todos, los de la noche anterior y toda la gente de la aldea, unas quince personas más o menos. Todos exactamente como uno se los imagina, con ese aire un poco paleto de quien se compra la ropa por catálogo. Las más viejas en bata, y los más jóvenes, en chándal. Golpeando el suelo con los pies, aferrando sus vasitos de vino, llamándose unos a otros, riendo y, de pronto, silencio total: ahí estaba el Gastón con su enorme cuchillo.

Franck se encargaba de retransmitirle el espectáculo a Camille:

– Ése es el matarife.

– Ya me lo imaginaba…

– ¿Te has fijado en sus manos?

– Impresionantes…

– Hoy se matan dos cerdos. Esos bichos no son tontos, esta mañana no les han dado de comer, así que saben que les ha llegado la hora… Lo sienten… Anda, mira, ahí viene el primero justamente… ¿Tienes listo el cuaderno?

– Sí, sí…

Camille no pudo evitar dar un respingo. No le parecía tan gordo…


Lo arrastraron hasta el patio, el Gastón lo dejó inconsciente con una porra, lo tumbaron sobre un banco y lo ataron a toda velocidad, con la cabeza colgando. Hasta ahí, pase, porque el animal estaba medio grogui, pero cuando el matarife le hundió la hoja en la carótida, fue dantesco. En lugar de matarlo, fue como si lo despertara de golpe. Todos los hombres se echaron encima de él, la sangre manaba a borbotones, una vieja puso una olla debajo para recogerla, y se arremangó para removerla. Sin cuchara ni nada, sólo con la mano. Buaj. Pero eso tampoco era lo peor, lo insoportable era oír al animal… Cómo gritaba y gritaba sin parar… Cuanto más se vaciaba, más gritaba, y cuanto más gritaba, menos se parecía aquello al grito de un animal… Era casi humano. Estertores, súplicas… Camille se aferraba a su cuaderno, y los otros, los que se sabían todo el ritual de memoria, tampoco parecían muy enteros… ¡Hala!, otra copita para darse valor…

– Gracias, gracias.

– ¿Estás bien?

– Sí.

– ¿No dibujas?

– No.


Camille, que no era una pava, se contuvo y no hizo ningún comentario estúpido. Para ella, lo peor estaba aún por llegar. Para ella, lo peor no era la muerte en sí. No, después de todo, así era la vida, pero lo que le pareció más cruel fue cuando trajeron al segundo cerdo… La podían acusar de caer en el antropomorfismo, de ser una tiquismiquis, o de lo que quisieran, a Camille le traía sin cuidado, pero de verdad le costó horrores contener la emoción. Porque el otro cerdo, que lo había oído todo, sabía lo que su colega acababa de sufrir, y no esperó a que le clavaran el cuchillo para chillar como una rata. Bueno… «como una rata» es una expresión estúpida, más bien como un cerdo degollado…

– ¡Joder, podían haberle tapado los oídos!

– ¿Con qué, con perejil? -preguntó Franck, riéndose.


Y ahí ya sí que dibujó, para no ver nada más. Se concentró en las manos del Gastón para no oír los chillidos.

No le salía bien el trazo. Le temblaba el pulso.


Cuando se apagó la sirena, se metió el cuaderno en el bolsillo y se acercó. Ya está, ya se había terminado, ahora sentía curiosidad y tendió su vaso hacia la botella.


Les pasaron un soplete por el cuerpo, y se elevó un olor a carne quemada, ésta sí que es la expresión adecuada. Luego les raparon la piel con un cepillo rarísimo: era una tabla de madera sobre la que habían clavado chapas de cerveza boca arriba.

Camille lo dibujó.

El carnicero empezó a descuartizar al animal, y ella se colocó detrás de la mesa matancera para no perderse un solo gesto. Franck estaba encantado.

– ¿Eso qué es?

– ¿Qué?

– Esa especie de bola transparente y toda viscosa…

– La vejiga… De hecho, no es normal que esté tan llena… Al tío le molesta para trabajar…

– ¡A mí qué me va a molestar! ¡Hala, ahí va! -añadió el carnicero, rebanándola con su cuchillo.

Camille se agacho para mirarla, estaba fascinada.


Unos chavales con bandejas iban y venían del cerdo aún humeante a la cocina.

– Deja de beber.

– Sí, mi gurú.

– Estoy contento, te has portado bien.

– ¿Te preocupaba?

– Tenía curiosidad… Bueno, y ahora basta de charla que tengo trabajo…

– ¿Dónde vas?

– A buscar mis bártulos… Vete dentro al calorcito, si quieres…


Camille las encontró a todas en la cocina. Una hilera de amas de casa alegres, armadas de tablas de madera y cuchillos.

– ¡Ven acá! -gritó Jeannine-. Hala, Lucienne, hazle sitio junto a la estufa… Señoras, os presento a la amiga de Franck, ya sabéis, la chiquita de la que os estaba hablando antes… A la que tuvimos que resucitar anoche… Ven a sentarte con nosotras…


El aroma del café se mezclaba con el de las vísceras calientes, y todas estaban venga a reír… Venga a parlotear… Un auténtico gallinero.


Entonces llegó Franck. «¡Ah, aquí está! ¡Aquí está el cocinero!» Las mujeres se reían aún más. Cuando lo vio, vestido con su chaqueta blanca, Jeannine se emocionó.


Al pasar detrás de ella, camino de los fogones, Franck le apretó el hombro. Ella se sonó la nariz en un trapo y volvió a unirse a las risas de las demás.


En ese preciso instante de la historia, Camille se preguntó si no estaría empezando a enamorarse de él… Mierda. Eso no estaba en el guión… No, no, se dijo, cogiendo su tabla. No, no, era porque la noche anterior le había montado la escenita en plan melodrama de Dickens… Pero bueno, ya sólo faltaba que cayera en su trampa, hasta ahí podíamos llegar…


– ¿Me dejan que les eche una mano? -preguntó Camille.

Le explicaron cómo cortar la carne en trocitos muy pequeños.

– ¿Y con esto qué se hace?

Se elevaron mil voces:

– ¡Salchichón! ¡Salchichas! ¡Patés! ¡Chicharrones!

– ¿Y usted qué está haciendo con ese cepillo de dientes? -preguntó Camille, inclinándose hacia su vecina.

– Limpiar las tripas…

Buaj.

– ¿Y Franck?

– Franck nos va a hacer todo lo que es cocinado… las morcillas, los callos, y las golosinas…

– ¿Qué son las golosinas?

– La cabeza, la cola, las orejas, las manitas…

Buaj, buaj, y requetebuaj.

Esto… habíamos quedado en que su plan de nutrición no empezaba hasta el martes, ¿no?


Cuando Franck subió de la bodega con las patatas y las cebollas, y la vio observando a sus vecinas para aprender a sostener el cuchillo, vino a arrancárselo de las manos:

– Tú esto ni tocarlo. Cada uno su oficio. Si te cortaras un dedo, estarías apañada… Cada uno su oficio, te digo. ¿Dónde tienes el cuaderno?

Y luego, dirigiéndose a las comadres:

– Eh… ¿os importa si os dibuja?

– Pues claro que no.

– Pues claro que sí, tengo la permanente hecha un cristo…

– ¡Anda, Lucienne, no seas tan coqueta! ¡Si todos sabemos que llevas peluca!

Así era el ambientillo: como el Club Méditerranée, pero en una granja…


Camille se lavó pues las manos y estuvo dibujando hasta la noche. Dentro de la casa y fuera. La sangre, la acuarela. Los perros, los gatos. Los niños, los viejos. El fuego, las botellas. Las batas, los chalecos. Debajo de la mesa, las zapatillas de borreguito. Encima de la mesa, las manos estropeadas. Franck de espaldas, y ella, reflejada en la superficie convexa y borrosa de una olla de acero inoxidable.


Les regaló a cada una su retrato, provocando escalofríos de nervios y de gusto, y luego pidió a los niños que le enseñaran la granja para tomar un poco el aire. Y para desembriagarse también…


Chavales vestidos con sudaderas de Batman y botas de suela gruesa correteaban por todas partes, perseguían riendo a las gallinas y hacían rabiar a los perros arrastrando ante ellos largos trozos de tripas…

– ¡Bradley, se te va la olla, tío! ¡No arranques el tractor, que te vas a matar!

– Pero si es para enseñárselo…

– ¿Te llamas Bradley?

– ¡Pues claro!

Saltaba a la vista que Bradley era el tipo duro de la panda. Se desnudó a medias para enseñarle sus cicatrices.

– Si las pusiera unas al lado de las otras, serían 18 centímetros de costuras…

Camille asintió gravemente con la cabeza y le dibujó dos Batman: uno echando a volar, y otro luchando contra el pulpo gigante.

– ¿Cómo haces para dibujar tan bien?

– Tú también dibujas bien. Todo el mundo dibuja bien…


Por la noche, el banquete. Veintidós personas reunidas alrededor de la mesa, venga a comer cerdo. Las colas y las orejas se asaban en la chimenea y se echó a suertes a qué platos irían a parar. Franck se había entregado a fondo, empezó poniendo en la mesa una especie de sopa gelatinosa y muy aromática. Camille mojó un trozo de pan, pero de ahí no pasó, y luego llegaron las morcillas, las manitas, la lengua, y mejor no sigo… Camille apartó su silla unos centímetros de la mesa y dio el pego tendiendo su vaso cada vez que alguien le ofrecía vino. Luego llegaron los postres, cada una había traído una tarta o un dulce, y por fin, el licor…

– Ah… esto, bonita, hay que probarlo… Las pimpinelas que dicen que no, se quedan siempre vírgenes…

– Ah, bueno, en ese caso… pero sólo una gotita, ¿eh…?

Camille aseguró su futuro sexual bajo la mirada astuta de su vecino de mesa, que sólo tenía un diente y medio, y aprovechó la confusión general para irse a la cama.


Se desplomó sobre el colchón y se quedó dormida, acunada por el jaleo alegre que se colaba entre las tablillas del parqué.


Dormía profundamente cuando Franck vino a acurrucarse junto a ella. Camille gruñó.

– Tranquila, estoy demasiado borracho, no te voy a hacer nada… -murmuró.


Camille estaba tumbada de espaldas a él, así que Franck acercó la nariz a su nuca y deslizó un brazo por debajo de ella para unir su cuerpo al suyo lo mejor posible. Su pelillo corto le hacía cosquillas en la nariz.

– ¿Camille?

¿Estaba dormida? ¿O se lo hacía? En cualquier caso no hubo respuesta.

– Me gusta mucho estar contigo…

Sonrisita.

¿Estaría soñando? ¿Durmiendo? Quién sabe…


A mediodía, cuando se despertaron por fin, cada uno estaba en su cama. Ninguno de los dos hizo el más mínimo comentario.

Resaca, aturdimiento, cansancio. Colocaron el colchón en su sitio, doblaron las sábanas, se turnaron para el cuarto de baño y se vistieron en silencio.


La escalera les pareció muy empinada, y Jeannine les tendió a cada uno un buen tazón de café sin dirigirles una palabra. En el otro extremo de la mesa había ya dos señoras con las manos pringadas en la carne para hacer salchichas. Camille giró su silla hacia la chimenea y se bebió el café sin pensar en nada. Estaba más que claro que le había sobrado el licor, y cerraba los ojos entre cada sorbo. Bah… era el precio que había que pagar para dejar de ser una niña…


Los olores de la cocina le daban arcadas. Se levantó, se sirvió otro tazón de café, cogió su tabaco del bolsillo de su abrigo y salió a sentarse al patio, sobre la mesa matancera.

Franck se reunió con ella al cabo de un ratito.

– ¿Puedo?

Camille le hizo sitio.

– ¿Te duele el tarro?

Camille asintió con la cabeza.

– Mira, yo… ahora tendría que acercarme a ver a mi abuela… Así que tenemos tres opciones: o te dejo aquí y paso luego a buscarte por la tarde, o te vienes conmigo y me esperas en algún sitio mientras estoy un rato con ella, o te dejo de camino en la estación y te vuelves sola a París…

Camille tardó un momento en contestar. Dejó el tazón, se lió un cigarrillo, lo encendió, y aspiró una calada larga y relajante.

– ¿Tú qué prefieres?

– No lo sé -mintió Franck.

– No me apetece mucho quedarme aquí sin ti…

– Bueno, entonces te acerco a la estación… Porque visto cómo estás ahora, no vas a aguantar el paseo en moto… Se tiene aún más frío estando cansado…

– Muy bien -contestó Camille.

Mierda…


Jeannine insistió. «Sí, sí, os lleváis algo de carne, yo os la preparo.» Los acompañó hasta la carretera, abrazó a Franck y le susurró al oído algo que Camille no llegó a oír.


Y cuando apoyó un pie en el suelo, en el primer stop antes de la nacional, Camille levantó las viseras de sus cascos:

– Voy contigo…

– ¿Estás segura?

Asintió con el casco y salió despedida hacia atrás. Ahí va. La vida se aceleraba de repente. Bueno… qué se le iba a hacer.

Camille se arrimó al cuerpo de Franck, apretando los dientes.

13

– ¿Quieres esperarme en un café?

– No, no, me quedo aquí abajo…


Apenas habían dado cuatro pasos en el vestíbulo cuando una señora con una bata azul celeste se precipitó sobre él. Lo miró fijamente, sacudiendo la cabeza de lado a lado, con tristeza.

– Vuelve a las andadas…

Franck suspiró.

– ¿Está en su habitación?

– Sí, pero ha vuelto a empaquetar todas sus cosas y no quiere que nadie la toque. Está postrada, con el abrigo puesto desde anoche…

– ¿Ha comido algo?

– No.

– Gracias.

Franck se volvió hacia Camille:

– ¿Te importa si te dejo todas mis cosas?

– ¿Qué pasa?

– ¡Pues pasa que Paulette está empezando a tocarme los huevos con sus tonterías!

Estaba pálido como una sábana.

– Ya ni siquiera sé si es bueno que vaya a verla… Estoy… estoy perdido… Me siento totalmente perdido…

– ¿Por qué se niega a comer?

– ¡Porque la muy tonta se cree que la voy a sacar de aquí! Me hace el mismo numerito cada vez que vengo… Joder, me entran ganas de largarme, eso es…

– ¿Quieres que vaya contigo?

– No cambiará nada.

– No, no cambiará nada, pero así por lo menos se distrae un poco…

– ¿Tú crees?

– Pues claro… Anda, ven.


Franck entró primero y anunció con una vocecita casi aguda:

– Abuela… Soy yo… Te he traído una sorpr…

No tuvo el valor de terminar la frase.

La anciana estaba sentada en la cama, y miraba fijamente la puerta. Se había puesto el abrigo, los zapatos, el pañuelo y hasta su sombrerito negro. A sus pies había una maleta mal cerrada.


«Me parte el corazón…» Otra expresión impecable, pensó Camille, que sentía cómo de pronto se agrietaba el suyo.

Era tan linda, con sus ojitos claros y su cara angulosa… Una ratita… Una ratita esperando, muy tiesecita…


Franck hizo como si nada:

– ¡Pero bueno! ¡Otra vez te has abrigado demasiado! -bromeó, quitándole el abrigo en un santiamén-. Y no será porque aquí haga frío… ¿Cuántos grados habrá aquí dentro? Por lo menos veinticinco… Y eso que se lo he dicho, les he dicho que ponían la calefacción demasiado alta, pero nunca me hacen caso… Venimos ahora de la matanza donde la Jeannine, y te puedo asegurar que ni en la habitación donde ahúman las salchichas hace tanto calor como aquí… Bueno, ¿y qué tal estás? ¡Hala, qué colcha más bonita! Eso es que por fin te han mandado lo que habías encargado por catálogo, ¿no? Pues ya iba siendo hora… Oye, y lo de las medias, ¿las he elegido bien? ¿No he metido la pata? Es que con tu letra, cualquiera se aclara… Quedé como un tonto, yo, en la tienda, cuando le pregunté a la vendedora si tenían Eau de toilette de Monsieur Michel… La tía me miró con mala cara y le tuve que enseñar tu nota. Necesitó ir a buscar las gafas y todo… no veas la que se armó, hasta que por fin comprendió. Era Mont-Saint- Michel… Jolín, es que tu letra… Toma, aquí la tienes, no se me ha roto el frasco de milagro…

Le volvió a poner las zapatillas, contándole cualquier cosa, embriagándose de palabras para no tener que mirarla.


– ¿Es usted Camille? -le preguntó ella con una preciosa sonrisa.

– Eeee… sí…

– Acérquese que la vea bien.

Camille se sentó junto a ella.

Paulette le tomó las manos:

– Pero si tiene las manos heladas…

– Es por la moto…

– ¿Franck?

– ¿Sí?

– ¡Prepáranos un té, hombre! ¡Que esta chiquilla tiene que entrar en calor!

Franck respiró, aliviado. Gracias, Señor, lo peor ya había pasado… Metió las cosas en el armario y se puso a buscar el hervidor eléctrico.

– Coge las galletitas pequeñas que están en mi mesilla de noche… -Y volviéndose hacia Camille-: Así que es usted… Es usted Camille… Oh, cuánto me alegro de verla…

– Yo también… Gracias por la bufanda…

– Ah, pues justamente, mire…

Se levantó y volvió con una bolsa llena de viejos catálogos de venta por correo.

– Todos éstos me los ha traído para usted Yvonne, una amiga… Dígame lo que le gusta… Pero no de punto de arroz, ¿eh? Ése no lo se hacer…

Marzo de 1984. Casi


Camille pasó despacio las páginas gastadas.

– ¿Ésta es bonita, no cree?

Paulette le mostraba una chaqueta feísima con ochos y botones dorados.

– Eee… Yo más bien preferiría un jersey gordo…

– ¿Un jersey gordo?

– Sí.

– ¿Pero cómo de gordo?

– Pues así, ya sabe, de esos con cuello vuelto y tal…

– ¡Ah, pues pase, pase las páginas, vaya a ver la sección de caballero!

– Éste…

– Franck, bonito, acércame mis gafas…

Franck estaba tan feliz de oírla hablar así… Así, muy bien, abuela, sigue así. Dame órdenes, ridiculízame delante de ella tratándome como a un crío, pero no llores. Te lo suplico. No llores más.


– Toma… Bueno… pues nada, os dejo… Voy a orinar…

– Eso, eso, tú déjanos a lo nuestro.

Franck sonreía.

Qué felicidad, pero qué felicidad…


Cerró la puerta tras de sí y se puso a dar saltos por el pasillo. Habría besado al primer anciano que se le hubiera cruzado por delante. ¡Qué potra, chaval! ¡Ya no estaba solo! ¡Ya no estaba solo! «Déjanos», había dicho su abuela. ¡Claro que sí, chicas, os dejo a lo vuestro! ¡Joder, pero si lo estoy deseando! ¡Lo estoy deseando!

Gracias, Camille, gracias. ¡Aunque ya no vengas más, tenemos tres meses de tregua con lo de tu jersey dichoso! Que si la lana, que si los colores, que si te lo pruebes… Conversación asegurada durante un buen rato… Bueno, ¿y ahora, dónde estaba el retrete que no me acuerdo?


Paulette se acomodó en el sillón y Camille se sentó con la espalda apoyada en el radiador.

– ¿Está cómoda en el suelo?

– Sí.

– Franck también se sienta siempre ahí… ¿Se ha tomado alguna galleta?

– ¡Cuatro!

– Eso está bien…


Se miraron fijamente y se dijeron mil cosas en silencio. Sin pronunciar una sola palabra, hablaron de Franck, claro, de las distancias, de la juventud, de algunos paisajes, de la muerte, de la soledad, del tiempo que pasa, de la felicidad de estar juntos, y de los altibajos de la vida.


Camille se moría de ganas de dibujarla. Su rostro evocaba las matitas de los taludes, violetas silvestres, francesillas, raspillas… era abierto, dulce, luminoso, fino como papel de arroz. Las arrugas de la tristeza desaparecían entre las volutas del té y dejaban paso a miles de huellas de bondad en la comisura de sus ojos.

Camille la encontraba hermosa.


Paulette pensaba exactamente lo mismo. Era tan grácil esta chiquilla, tan serena, tan elegante en su atuendo de vagabunda, tenía ganas de que fuera primavera para enseñarle su jardín, las ramas del membrillo en flor y el olor de las flores. No, esta chica no era como las demás.

Un ángel caído del cielo que tenía que llevar zapatones pesados para poder permanecer entre nosotros…


– ¿Se ha ido? -preguntó Franck, inquieto.

– ¡No, no, estoy aquí! -respondió Camille, levantando un brazo por encima de la cama.


Paulette sonrió. No eran necesarias las gafas para ver ciertas cosas… Un gran sosiego se extendió por su pecho. Tenía que resignarse. Iba a resignarse, Tenía que aceptarlo por fin. Por él. Por ella. Por ellos.

Adiós estaciones, bueno… Qué se le iba a hacer… Así eran las cosas, cada uno tenía su momento. Ya no lo molestaría. Ya no pensaría en su jardín cada mañana… Trataría de no pensar en nada, Ahora le tocaba vivir a él…

Le tocaba vivir a él…


Franck le contó la matanza del cerdo con una alegría nueva y Camille le enseñó sus bocetos.

– ¿Eso qué es?

– Una vejiga de cerdo.

– ¿Y eso?

– ¡Unas botas-zapatillas-zuecos revolucionarios!

– ¿Y este niño?

– Mmm… ya no me acuerdo de cómo se llamaba…

– ¿Y esto?

– Éste es Spiderman… ¡Sobre todo no hay que confundirlo con Batman!

– Es maravilloso tener tanto talento…

– Oh, qué va, no es nada…

– No hablaba de sus dibujos, bonita, hablaba de su mirada… ¡Ah, ya me traen la cena! Tendríais que ir pensando en marcharos, niños… Ya es noche cerrada…


Espera, espera… ¿Nos está diciendo ella que nos marchemos? Franck alucinaba. Estaba tan pasmado que tuvo que agarrarse a la cortina para levantarse y arrancó la barra de la pared.

– ¡Mierda!

– ¡Deja, deja, no te preocupes, y para ya de hablar como un gamberro!

– Vale, ya paro.

Bajó la cabeza sonriendo. Así, Paulette, así, muy bien. Tú no te cortes. Grita. Quéjate. Regáñame. Vuelve a este mundo.


– ¿Camille?

– ¿Sí?

– ¿Puedo pedirle un favor?

– ¡Claro!

– Llámeme cuando lleguen a París para que me quede tranquila… Él nunca me llama… O si lo prefiere, deje sonar el teléfono una vez y luego cuelgue, yo ya sabré que es usted y podré dormir tranquila…

– Prometido.


Todavía estaban en el pasillo cuando Camille se dio cuenta de que se había olvidado los guantes. Se fue corriendo a la habitación y vio que Paulette estaba ya junto a la ventana, esperando para verlos marchar.

– Me… mis guantes…

La anciana del cabello rosa no tuvo la crueldad de darse la vuelta. Se contentó con levantar la mano asintiendo con la cabeza.


– Es horrible… -dijo Camille mientras Franck se arrodillaba al pie del antirrobo.

– No, no digas eso… ¡Hoy estaba genial!. Gracias a ti, de hecho… Gracias.

– No, es horrible…


Se despidieron con un gesto de la minúscula silueta del tercer piso y ocuparon su lugar en la cola, esperando para salir del aparcamiento. Franck se sentía más ligero. Camille, en cambio, no era capaz de encontrar las palabras necesarias para pensar.


Franck se detuvo delante de la puerta del garaje de su edificio sin apagar el motor.

– ¿No… no vienes a casa?

– No -contestó el casco.

– Bueno, pues nada… Adiós.

14

Serían algo menos de las nueve y el piso estaba completamente a oscuras.

– ¿Philou? ¿Estás en casa?

Se lo encontró sentado en la cama. Completamente postrado. Con una manta echada sobre los hombros y la mano aprisionada en un libro.

– ¿Estás bien?

– …

– ¿Te encuentras mal?

– Tenía el corazón en un p… puño… Pensaba que… que llegaríais m… mucho antes…

Camille suspiró. Joder… Cuando no era uno, era el otro…


Apoyó los codos en la chimenea, de espaldas a él, y se sujetó la frente con las manos:

– Philibert, para, por favor. Para de tartamudear. No me hagas esto. No lo estropees todo. Era la primera vez que me marchaba un par de días desde hace años… Incorpórate, quítate ese poncho astroso, deja tu libro, adopta un tono natural, y dime: «¿Y bien, Camille? ¿Qué tal esa escapadita?»

– ¿Y… y bien, Ca… Camille? ¿Qué tal esa escapadita?

– ¡Muy bien, gracias! ¿Y tú? ¿Qué batalla tocaba hoy?

– Pavía…

– Ah… muy bien…

– No, un desastre.

– ¿Quiénes son esta vez?

– Los Valois contra los Habsburgo… Francisco I contra Carlos V…

– ¡Ah, sí, hombre! ¡Carlos V ya sé yo quién es! ¡Es el que viene después de Maximiliano I en el imperio germánico!

– ¡Demonios! ¿Y cómo sabes tú eso?

– ¡Jajá! ¡Te he dejado de piedra, ¿eh?!


Philibert se quitó las gafas para restregarse los ojos.

– ¿Qué tal vuestra escapadita?

– De lo más pintoresca…

– ¿Me enseñas tu cuaderno?

– Sólo si te levantas… ¿Ha sobrado algo de sopa?

– Creo que sí…

– Te espero en la cocina.

– ¿Y Franck?

– Se ha dado el piro…


– ¿Tú sabías que era huérfano? Bueno… ¿que su madre lo había abandonado?

– Eso me había parecido comprender…


Camille estaba demasiado cansada para poder dormir. Arrastró su chimenea hasta el salón y se fumó sus cigarrillos con Schubert.

El viaje de invierno.


Se echó a llorar, y de pronto volvió a sentir en la garganta el odioso sabor de los pedruscos.

Papá…

Camille, para. Vete a dormir. Entre este chaparrón romántico, el frío, el cansancio, y Philibert que se pone a jugar con tus nervios… Para inmediatamente. Es absurdo.


¡Mierda!

¿Qué?

Se me ha olvidado llamar a Paulette…

¡Pues hala, llámala!

Pero es que se ha hecho un poco tarde…

¡Pues razón de más! ¡Date prisa!


– Soy yo. Camille… ¿La he despertado?

– No, no…

– Se me había olvidado llamarla…

Silencio.

– ¿Camille?

– Sí.

– Se va a cuidar, ¿verdad, bonita?

– …

– ¿Camille?

– Va… vale.


Al día siguiente se quedó en la cama hasta la hora de irse a trabajar. Cuando se levantó, vio encima de la mesa el plato que le había preparado Franck, con una notita: «Solomillo de ayer con ciruelas pasas y pasta fresca. Microondas 3 minutos.»

Y sin una falta de ortografía, hay que ver…

Comió de pie y enseguida se sintió mejor.


Se ganó la vida en silencio.

Escurrió fregonas, vació ceniceros y ató bolsas de basura.

Volvió a pie.

Daba palmas para calentarse las manos…

Levantaba la cabeza del suelo.

Pensaba.

Y cuanto más pensaba, más deprisa caminaba.

Corría, casi.

Eran las dos de la mañana cuando zarandeó a Philibert por el hombro.

– Tengo que hablar contigo.

15

– ¿Ahora?

– Sí.

– ¿Pero qué hora es?

– ¡Qué más da, tú escúchame!

– Pásame mis gafas, por favor…

– No necesitas gafas, estamos a oscuras…

– Camille… Por favor…


– Ah, gracias… Con mis anteojos, oigo mejor… ¿Y bien, soldado? ¿A qué viene esta emboscada?

Camille respiró hondo y soltó todo lo que tenía dentro. Habló durante mucho rato.


– Fin del informe, mi coronel…

Philibert se quedó mudo.

– ¿No dices nada?

– Caramba, esto sí que es una ofensiva…

– ¿No quieres?

– Espera, déjame pensarlo…

– ¿Un café?

– Buena idea. Ve a hacerte un café mientras yo me recupero del susto…

– ¿Tú no quieres?

Philibert cerró los ojos indicándole con un gesto que se largara con viento fresco.


– ¿Entonces?

– Te… te lo digo sinceramente: no creo que sea una buena idea…

– ¿No? -dijo Camille, mordiéndose el labio.

– No.

– ¿Por qué?

– Porque es demasiada responsabilidad.

– Busca otra cosa. Esa respuesta no me vale. Es una chorrada. Estamos hasta el gorro de la gente que no acepta tomar responsabilidades… Hasta el gorro, Philibert… Tú no te planteaste eso cuando viniste a buscarme a la buhardilla y yo llevaba tres días sin comer…

– Pues sí, mira por dónde sí que me lo planteé…

– ¿Y? ¿Te arrepientes?

– No. Pero no se puede comparar. Éste no es en absoluto el mismo caso…

– ¡Sí! ¡Claro que lo es!

Silencio.

– Sabes muy bien que ésta no es mi casa… Estamos viviendo como en suspenso… Mañana mismo puedo recibir una carta certificada que me obligue a abandonar esta casa en menos de una semana…

– Pfff… Ya sabes cómo son estas historias de herencias… Lo mismo todavía te tiras aquí diez años…

– Diez años o un mes… Vete tú a saber… Cuando hay mucho dinero de por medio, hasta los mejores picapleitos terminan por encontrar una forma de llegar a un acuerdo, créeme…

– Philou…

– No me mires así… Me estás pidiendo demasiado…

– No, no te pido nada. Lo único que te pido es que confíes en mí…

– Camille…

– Nunca… nunca os he hablado de ello, pero… He tenido una vida de mierda hasta que os conocí. Por supuesto, comparada con la infancia de Franck tal vez no sea gran cosa, pero con todo, yo diría que por ahí anda… Lo mío era más insidioso tal vez… Como un goteo continuo… Y yo… no sé qué hice… Seguramente lo hice todo mal, pero…

– ¿Pero…?

– … perdí por el camino a todas las personas a las que quería y…

– ¿Y?

– Cuando te dije el otro día que sólo te tenía a ti en el mundo, no era… ¡Joder, yo qué sé…! ¿Sabes?, ayer fue mi cumpleaños. Cumplí veintisiete años, y la única persona que se manifestó fue mi madre, desgraciadamente. ¿Y sabes lo que me ha regalado? Un libro para adelgazar. Qué divertido, ¿verdad? ¿Se puede tener más sentido del humor, te pregunto yo? Siento mucho venirte con todo esto, pero una vez más necesito que me ayudes, Philibert… Una vez más. Después ya nunca te pediré más nada, te lo prometo.

– ¿Ayer fue tu cumpleaños? -se lamentó él-. ¿Por qué no nos dijiste nada?

– ¡Al cuerno mi cumpleaños! Esta anécdota te la he contado para que te diera pena, pero en realidad, no tiene ninguna importancia…

– ¡Pues claro que la tiene! Me hubiera encantado hacerte un regalo…

– Pues venga: házmelo ahora.

– Si acepto, ¿me dejarás que me vuelva a dormir?

– Sí.

– Bueno, pues entonces, sí…


Por supuesto, ya no se volvió a dormir.

16

Al día siguiente, a las siete, Camille estaba ya en pie de guerra. Fue a la panadería y trajo una pistola para su suboficial preferido.


Cuando éste entró en la cocina, se la encontró agachada debajo del fregadero.

– Uf… -gimió él-, ¿ya toca hacer obras a lo grande?

– Quería llevarte el desayuno a la cama, pero no me he atrevido…

– Has hecho bien. Soy el único que sabe dosificar bien mi tazón de cacao.


– Oh, Camille… siéntate, que me mareas…


– Si me siento, te voy a anunciar otra cosa grave…

– Dios mío… Pues entonces quédate de pie…


Camille se sentó delante de él, apoyó las manos en la mesa, y lo miró directamente a los ojos…

– Voy a volverme a poner manos a la obra.

– ¿Cómo?

– Acabo de echar al correo mi carta de dimisión…

Silencio.

– ¿Philibert?

– Sí.

– Habla. Dime algo…

Philibert bajó su tazón y se lamió los bigotes de cacao:

– No. Sobre esto no puedo decir nada. En esto estás sola, querida…


– Me gustaría instalarme en la habitación del fondo…

– Pero Camille… ¡si esa habitación está hecha una leonera!

– Con miles de moscas muertas, ya lo sé. Pero también es la más luminosa, es la de la esquina, la que tiene una ventana que da al Este, y otra al Sur…

– ¿Y los trastos?

– Ya me encargo yo de eso…

Philibert suspiró:

– Las que mandan son las mujeres…

– Ya verás, estarás orgulloso de mí…

– Cuento con ello. ¿Y yo?

– ¿Tú, qué?

– ¿Yo también puedo pedirte algo?

– Pues claro…

Philibert empezó a ruborizarse:

– P… pon que qui… quisieras hacerle u… un regalo a una chica a la q… que no conoces, ¿t… tú qué harías?

Camille lo miró perpleja:

– ¿Cómo has dicho?

– N… no te hagas la t… tonta, me has oído p… perfectamente…

– Pues no sé… ¿a santo de qué sería el regalo?

– A s… santo de nada en e… especial…

– ¿Para cuándo?

– El sá… sábado.

– Regálale un frasco de Guerlain.

– ¿Có… cómo?

– Perfume Guerlain…

– Yo… yo no voy a sa… saber elegir…

– ¿Quieres que vaya contigo?

– Sí, p… por favor…

– ¡No hay problema! Iremos durante tu descanso para comer.

– Gra… gracias…


– ¿Ca… Camille?

– ¿Sí?

– No… no es m… más que una amiga, ¿eh?

Camille se levantó riendo.

– Claro…

Y entonces, al ver los gatitos del calendario de Correos, exclamó:

– ¡Anda, qué cosas! El sábado es San Valentín. ¿Tú lo sabías?

Philibert volvió a hundir la cabeza en su tazón de cacao.


– Bueno, te dejo que tengo cosas que hacer… A mediodía me paso a recogerte al museo…


Philibert todavía no había vuelto a subir a la superficie, y chapoteaba entre los posos de su Nesquick cuando Camille salió de la cocina con su bote de Ajax y toda una panoplia de bayetas.


Cuando Franck volvió a casa para su siesta, se encontró el piso desierto y patas arriba.

– ¿Pero se puede saber qué es todo este jaleo?

Salió de su habitación a eso de las cinco. Camille estaba peleándose con el pie de una lámpara.

– ¿Qué pasa aquí?

– Me mudo…

– ¿Dónde te vas? -preguntó muy pálido.

– Aquí -le dijo, indicándole la pila de muebles rotos y la alfombra de cadáveres de mosca y, extendiendo los brazos, añadió-: te presento mi nuevo taller…

– Anda ya…

– ¡En serio!

– ¿Y tu curro?

– Ya se verá…

– ¿Y Philou?

– Oh… Philou…

– ¿Qué?

– Ése está en una nube…

– ¿Eh?

– No, nada.

– ¿Quieres que te eche una mano?

– ¡Y tanto!


Con un chico era todo mucho más fácil. En una hora, había trasladado todos los trastos a la habitación de al lado. Un dormitorio cuyas ventanas estaban condenadas debido a unas «jambas defectuosas»…

Camille aprovechó un momento de tranquilidad -Franck se estaba bebiendo una cervecita mientras contemplaba el alcance del trabajo realizado- para asestar su última estocada:

– El lunes que viene, a la hora de comer, me gustaría celebrar mi cumpleaños con Philibert y contigo…

– Mmm… ¿No prefieres celebrarlo mejor por la noche?

– ¿Por qué?

– Hombre, ya lo sabes… El lunes es mi día de obligaciones…

– Ah, sí, perdón, me he expresado mal: el lunes que viene, a la hora de comer, me gustaría celebrar mi cumpleaños con Philibert, contigo, y con Paulette.

– ¿Allí? ¿En el asilo?

– ¡No, hombre, no! ¡Ya nos encontrarás tú una tasquita agradable!

– ¿Y cómo vamos?

– Había pensado que podríamos alquilar un coche…

Franck calló y reflexionó hasta el último sorbo de cerveza.

– Muy bien -dijo, estrujando la lata-, el problema es que luego, cuando yo vuelva solo a verla, siempre se llevará una desilusión…

– Eso… bien pudiera ser que…

– No te tienes que sentir obligada a hacerlo por ella, ¿eh?

– No, no, lo hago por mí.

– Bueno… De lo del buga, yo me encargo… Tengo un colega que estará encantado de cambiármelo por la moto… Qué asco dan todas estas moscas…

– Estaba esperando a que te despertaras para pasar la aspiradora…

– ¿Y tú, estás bien?

– Sí. ¿Has visto tu Ralph Lauren?

– No.

– Preciosísimo, le queda preciosísimo. Bien contento que está mi Pikou.

– ¿Cuántos cumples?

– Veintisiete.

– ¿Antes dónde estabas?

– ¿Cómo?

– Antes de estar aquí, ¿dónde estabas?

– ¡Pues arriba, en la buhardilla!

– ¿Y antes?

– Ahora no hay tiempo para eso… Una noche que estés en casa, te lo contaré…

– Siempre dices eso, y luego…

– Sí, sí, en serio, ya me encuentro mejor… Te contaré la edificante vida de Camille Fauque…

– ¿Qué quiere decir «edificante»?

– Buena pregunta…

– ¿Quiere decir «como un edificio»?

– No. Significa «ejemplar», pero es irónico…

– ¿Eh?

– Como un edificio que se estuviera derrumbando, si prefieres…

– ¿Como la torre de Pisa?

– ¡Exactamente!

– Joder, vivir con una intelectual es una jodienda…

– ¡Que no, hombre! ¡Al contrario! ¡Es muy agradable!

– Qué va, es una jodienda. Siempre tengo miedo de hacer faltas de ortografía… ¿Qué has comido a mediodía?

– Un bocadillo con Philou… Pero he visto que me habías guardado algo en el horno, me lo tomaré luego… Por cierto, gracias… Está todo buenísimo…

– De nada. Bueno, me largo…

– Y tú, ¿estás bien?

– Cansado…

– ¡Pues entonces, duerme!

– No, si sí que duermo, pero no sé… estoy como sin energía… Bueno, tengo que volver al curro…

17

– Tú, desde luego… ¡No se te ve el pelo en 15 años y ahora de repente aquí estás un día sí y otro también!

– Hola, Odette.

Besos sonoros.

– ¿Está aquí?

– No, todavía no…

– Bueno, pues mientras nos vamos a ir sentando… Mire, le presento a unos amigos: Camille…

– Buenas tardes.

– … y Philibert.

– Encantado. Es un sitio pre…

– ¡Que sí, tío, que vale! Todas esas cosas ya se las dices luego…

– ¡Oh, no te pongas nervioso!

– No me pongo nervioso, es que tengo hambre. Ah, mira, aquí están… Hola, abuela, hola, Yvonne. ¿Se queda a tomar una copita con nosotros?

– Hola, Franck, hijo. No, muchas gracias, tengo jaleo en casa. ¿Hacia qué hora me paso?

– Ya la llevamos nosotros…

– Pero no muy tarde, ¿eh? Porque la última vez me cantaron las cuarenta… Tiene que estar de vuelta antes de las cinco y media…

– Sí, sí, vale, Yvonne, vale. Recuerdos a su familia…

Franck soltó un suspiro de alivio.

– Bueno, abuela, pues nada, le presento a Philibert…

– Es un placer… -Se inclinó para besarle la mano.

– Hala, todo el mundo a sentarse. ¡Que no, Odette! ¡Nada de carta! ¡Que decida el chef!

– ¿Un aperitivito?

– ¡Champán! -contestó Philibert y, volviéndose hacia su vecina, le preguntó-: ¿le gusta el champán, señora?

– Sí, sí -contestó Paulette, intimidada por tanta cortesía.

– Tomad, aquí tenéis unos chicharrones mientras tanto…


Todo el mundo estaba un poco cortado. Afortunadamente, los vinitos del Loira, el lucio a la plancha y el queso de cabra no tardaron en soltarles la lengua. Philibert se prodigaba en mil atenciones con su vecina y Camille se reía escuchando las tonterías de Franck:

– Tenía… pfff… ¿Cuántos años tenía, abuela?

– Dios mío, hace ya tanto de eso… ¿Trece? ¿Catorce años?

– Era mi primer año de aprendiz… Me acuerdo que por aquel entonces René me daba miedo. Me sentía muy inseguro. Pero bueno… Anda que no me enseñó cosas ni nada… Y también me tomaba el pelo… Ya no me acuerdo qué me enseñó un día… unos cuchillos creo, y me dijo:

»"-Éste se llama chochito, y el otro, chochón. ¿Te acordarás, eh, cuando te pregunte el profesor…? Porque vale, una cosa es lo que dicen los libros, y otra los verdaderos términos de cocina. La verdadera jerga. En eso se reconoce a los buenos pinches. Bueno, ¿qué, te lo has aprendido?

»"-Sí, señor.

»"-¿Cómo se llama éste?

»"-El chochón, señor.

»"-¿Y el otro?

»"-Pues el cho…

»"-¿Cómo se llama, Lestafier?

»"-¡El chochito, señor!

»"-Muy bien, chaval, muy bien… Llegarás lejos…" ¡Ah! ¡Pero qué bobalicón era yo entonces! Lo que se pudieron cachondear de mí… Pero no todos los días se estaba de guasa, ¿eh, Odette? Anda que no me llevé patadas en el culo…

Odette, que se había sentado con ellos, asentía con la cabeza.

– Oh, ahora ya se ha calmado, ¿sabes…?

– ¡Pues claro! ¡Los chavales de hoy en día ya no se dejan torear!

– No me hables de los chavales de hoy en día… Es muy sencillo: no se les puede decir nada… Se cabrean. No saben hacer otra cosa más que cabrearse. Me tienen frita, oye… Me tienen más frita que vosotros cuando prendisteis fuego a los cubos de basura…

– ¡Es verdad! Ya ni me acordaba…

– ¡Pues yo en cambio sí que me acuerdo, puedes creerme!


La luz se apagó. Camille sopló las velas y todo el restaurante aplaudió.

Philibert desapareció y volvió con un paquete muy grande:

– Es de parte de los dos…

– Sí, pero ha sido idea suya -precisó Franck-. Si no te gusta, la culpa no es mía. Yo quería contratarte un boy para que te hiciera un strip-tease, pero él no quiso…

– ¡Hala, gracias! ¡Qué detallazo!


Era una caja caballete de acuarelista, modelo llamado «de campaña».


Philibert leyó el folleto con voz temblorosa:

Plegable, con base inclinable y doble portalienzos, con una gran superficie de trabajo y dos cajones. Diseñada para trabajar sentado. Está compuesta por cuatro patas, vaya, qué original… plegables, de madera de haya fijadas de dos en dos por una traviesa que, abierta, da a la caja una gran estabilidad. Cerradas, las patas aseguran el bloqueo de los cajones. Portalienzos inclinable. Espacio para un bloc de papel de formato 68 x 52 cm como máximo. Vienen ya unas cuantas hojas por si acaso… Incluye asa para el transporte del conjunto plegado. Y esto no es todo, Camille… ¡bajo el asa está previsto un emplazamiento para una pequeña botella de agua!

– ¿Y sólo se puede poner agua? -preguntó Franck, inquieto.

– ¡Pero si no es para beber, tonto! -se burló Paulette-. ¡Es para mezclar los colores!

– Ah, claro, mira que soy tonto…

– ¿Te… te gusta? -preguntó Philibert, inquieto.

– ¡Es fantástica!

– ¿Hu… hubieras pre… preferido un chico d… desnudo?


– ¿Me da tiempo a probarla ahora mismo?

– Sí, claro, si de todas maneras tenemos que esperar a René…


Camille buscó en su bolso su minúscula caja de acuarelas, la abrió, y se instaló ante la cristalera.


Pintó el Loira. Lento, ancho, sereno, imperturbable. Sus lánguidos bancos de arena, sus postes y sus barcas podridas. Un cormorán a lo lejos. Los pálidos juncos y el azul del cielo. Un azul invernal, metálico, brillante, arrogante, fanfarroneando entre dos nubarrones cansados.


Odette estaba como hipnotizada:

– ¿Pero cómo lo hace? ¡Pero si sólo tiene ocho colores en esa cajita!

– Hago trampas, pero chitón… Tenga. Es para usted.

– ¡Huy, gracias! ¡Gracias! ¡René! ¡Ven a ver esto!

– ¡La invito a comer!

– No, no…

– ¿Cómo que no, cómo que no? ¡Sí, sí, insisto!


Cuando volvió a sentarse con ellos, Paulette le pasó un paquetito por debajo de la mesa: era un gorro a juego con la bufanda. Los mismos agujeros y los mismos colores. Canela fina.


Llegaron unos cazadores, Franck los siguió a la cocina con el maître y se pusieron a comentar las presas dándole al aguardiente. Camille se divertía con su regalo, y Paulette le contaba batallitas a Philibert, que había estirado sus largas piernas y la escuchaba embelesado.


Luego llegó la mala hora, el anochecer, y Paulette se sentó en el asiento del copiloto.

Nadie decía nada.

El paisaje era más feo por momentos.

Rodearon la ciudad y atravesaron zonas comerciales sin nada especial: supermercados, hoteles baratos con televisión por cable, depósitos y guardamuebles. Por fin Franck aparcó el coche.

Era el culo del mundo.


Philibert se levantó para abrirle la puerta y Camille se quitó el gorro.

Paulette le acarició la mejilla.

– Hala, hala… -gruñó Franck-, abreviando. ¡Que no quiero que la madre superiora me eche la bronca!


Cuando volvió, la silueta ya había apartado los visillos.

Franck se sentó, hizo una mueca, y soltó un gran suspiro antes de meter el embrague.


Todavía no había salido del aparcamiento cuando Camille le dio una palmadita en el hombro:

– Para el coche.

– ¿Y ahora qué se te ha olvidado?

– Que pares, te digo.

18

Franck se volvió hacia ella.

– ¿Y ahora qué pasa?


– ¿Cuánto os cuesta?

– ¿Eh?

– ¿El sitio este? ¿Esta residencia?

– ¿Por qué me lo preguntas?

– ¿Cuánto?

– Unos diez mil papeles…

– ¿Quién paga?

– La pensión de mi abuelo, siete mil ciento doce francos, y el Consejo General o no sé qué…

– Para mí te pido dos mil papeles de dinero de bolsillo y lo demás te lo quedas, y dejas de trabajar el domingo para echarme una mano…

– Espera, espera… ¿de qué me estás hablando?

– ¿Philou?

– Ah, no, querida, esto ha sido idea tuya -gimió.

– Sí, amigo mío, pero se trata de tu casa…

– ¡Eh! ¿Qué pasa aquí? ¿De qué va todo esto?

Philibert encendió la luz del techo.

– Si quieres…

– Y si ella también quiere -precisó Camille.

– … nos la traemos a casa con nosotros -sonrió Philibert.

– C… con vosotros, ¿dónde? – farfulló Franck.

– A casa… con nosotros…

– ¿Pe… pero cuándo?

– Ahora.

– ¿A… ahora?

– Dime una cosa, Camille, ¿yo tengo también ese aire pasmado cuando tartamudeo?

– No -lo tranquilizó ella-, tú no tienes en absoluto esa mirada tan alelada…

– ¿Y quién se va a ocupar de ella?

– Yo. Pero acabo de exponerte mis condiciones…

– ¿Y tu curro?

– ¡No más curro! ¡Se acabó!

– Pero…

– ¿Qué?

– Sus medicinas y todo eso…

– ¡Pues ya se las daré! Contar pastillas tampoco es que sea tan difícil, ¿o sí?

– ¿Y si se cae?

– ¿Cómo se va a caer si yo estaré con ella?

– Pero… ¿y… y dónde dormirá?

– Le cedo mi habitación. Ya está todo pensado…

Franck apoyó la frente sobre el volante.


– ¿Y tú, Philou, qué opinas de todo esto?

– Al principio me pareció mal, y luego ya bien. Pienso que tu vida será mucho más fácil si nos la traemos a casa…

– ¡Pero un viejo es una pesadez!

– ¿Tú crees? ¿Cuánto pesa tu abuelita? ¿Cincuenta kilos? Ni siquiera…

– Pero no nos la podemos llevar así como así, ¿no?

– ¿Ah, no?

– Pues claro que no…

– Si hay que pagar alguna compensación, pues la pagaremos…

– ¿Puedo salir a dar una vuelta?

– Claro.

– ¿Me lías un cigarro, Camille?

– Toma.

Franck salió dando un portazo.


– Es una locura -concluyó, volviendo a entrar en el coche.

– Nunca hemos dicho que no lo fuera… ¿Eh, Philou?

– Nunca. ¡Por lo menos lucidez no nos falta!

– ¿Y no os da miedo?

– No.

– Por peores cosas hemos pasado, ¿verdad?

– ¡Y tanto!

– ¿Y creéis que le gustará vivir en París?

– ¡No la llevamos a París, la llevamos a nuestra casa!

– ¡Le enseñaremos la Torre Eiffel!

– No. Le enseñaremos un montón de cosas mucho más bonitas que la Torre Eiffel…

Franck suspiró.

– Bueno, ¿y ahora cómo hacemos?

– Yo me encargo -declaró Camille.


Cuando volvieron y aparcaron justo debajo de su ventana, allí seguía Paulette.


Camille se fue corriendo. Desde el coche, Franck y Philibert asistieron a un espectáculo de sombras chinescas: pequeña silueta que se da la vuelta, silueta más grande que se acerca a ella, movimientos de hombros, mientras Franck no dejaba de repetir: «Es una locura, es una locura, os digo que es una locura… Una locura tremenda…»

Philibert sonreía.

Las siluetas cambiaron de posición.


– ¿Philou?

– Mmm…

– ¿Esta chica qué es?

– ¿Perdona?

– Esta chica que encontraste… ¿Qué es exactamente? ¿Un extraterrestre?

Philibert sonreía.

– Un hada…

– Sí, eso es… Un hada… Tienes razón.

Y… esto… ¿las hadas tienen sexo… o no?


– ¿Pero qué coño estarán haciendo?

La luz se apagó por fin.


Camille abrió la ventana y tiró una gran maleta por el balcón. Franck, que se estaba comiendo las uñas, dio un respingo:

– ¡Joder, qué manía tiene esta tía con tirar las cosas por la ventana, ¿no?!

Reía y lloraba a la vez.

– Joder, Philou… -Gruesos lagrimones resbalaban por las mejillas-. Hacía meses que no conseguía mirarme al espejo. ¿Pero tú te lo crees, esto? ¿Tú te lo crees? -decía, temblando.

Philibert le tendió su pañuelo.

– Tranquilo. Tranquilo. Ya verás cómo te la mimamos… Tú no te preocupes…

Franck se sonó la nariz, avanzó con el coche, y se precipitó hacia ellas mientras Philibert cogía la maleta.


– ¡No, no, quédese en el asiento delantero, joven! Que usted tiene las piernas más largas…


Silencio sepulcral durante varios kilómetros. Cada uno se preguntaba justamente si lo que acababan de hacer no era una tontería muy grande… Y, de repente, con aire ingenuo, Paulette ahuyentó todos los demonios:

– Eh… ¿Me llevaréis a algún espectáculo? ¿Iremos a ver operetas?


Philibert se volvió hacia ella, entonando una canción de opereta.

Camille le cogió la mano y Franck sonrió a Camille por el retrovisor.

Nosotros cuatro, aquí, ahora, en este Clío destartalado, liberados, juntos, y que venga lo que tenga que venir…


Los cuatro cantaron a coro el estribillo de la opereta.

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