Es una hipótesis. La historia no llegará lo suficientemente lejos como para confirmarla. Y además nuestras certezas nunca son inamovibles. Un día uno quisiera morirse, y al día siguiente, se da cuenta de que bastaba con bajar un par de escalones para encontrar el interruptor y ver las cosas un poco más claras… Sin embargo, esos cuatro estaban a punto de vivir los que tal vez serían los días más hermosos de sus vidas.
A partir del momento preciso en que le enseñan su nueva casa, a la espera, medio emocionados, medio inquietos, de sus reacciones y comentarios (no hará ninguno), y hasta el próximo batacazo del destino -que siempre nos reserva alguna broma- un viento tibio soplará sobre sus rostros cansados.
Una caricia, una tregua, un bálsamo.
Sentimental healing, como diría uno que yo me sé…
La familia Brazos Rotos contaba a partir de entonces con una abuela, y aunque la tribu no estaba completa (no lo estaría nunca), no tenía intención de dejarse vencer.
¿Que entonces llevaban todas las de perder en el juego de las 7 familias? ¡Pues entonces juguemos al póker! Ahí sí que no se podían quejar, eran cuatro, y a eso se le llama un póker. Bueno, tal vez no un póker de ases… Había demasiados chichones, demasiados tartamudeos y demasiadas cicatrices para pretender que lo fuera, pero… ¡el póker no había quien se lo quitara!
Desgraciadamente, no eran muy buenos jugadores…
Aunque se concentraran, aunque estuvieran firmemente decididos a ganar por una vez, ¿cómo exigir de un chuán desarmado, un hada frágil, un chaval agotado, y una anciana llena de cardenales que supieran marcarse un farol?
Imposible.
Bah… qué se le iba a hacer… Una apuesta reducida y unas míseras ganancias eran siempre mejor que nada…
Camille no aguantó hasta el final de su notificación: decididamente, Josy Bredart olía demasiado mal. Tenía que pasarse por la sede (qué palabra…) para negociar su marcha y tener derecho a cobrar el… ¿Cómo lo llamaban?… El finiquito. Había trabajado más de un año y nunca se había tomado vacaciones. Sopesó los pros y los contras y decidió reírse de todo.
A Mamadou le sentó mal:
– Tú, desde luego… tú, desde luego -no dejó de repetir la última noche, dándole escobazos en las piernas-. Tú, desde luego…
– Yo, desde luego, ¿qué? -se irritó Camille cuando se lo hubo repetido cien veces-. ¡Termina la frase, joder! Yo, ¿qué?
Mamadou meneó tristemente la cabeza:
– Tú, desde luego… nada.
Camille se fue a otra habitación.
Vivía en la dirección contraria, pero se subió en el mismo vagón desierto que ella y la obligó a correrse un poco para compartir el mismo asiento. Parecían Astérix y Obélix cuando se enfadan el uno con el otro. Camille le dio un pequeño codazo en la tripa, y la otra por poco la tira al suelo.
Repitieron esto varias veces.
– Eh, Mamadou… no te cabrees.
– No me cabreo, y te prohíbo que me vuelvas a llamar Mamadou. ¡No me llamo Mamadou! ¡Odio ese nombre! Las chicas del trabajo me llaman así, pero ése no es en absoluto mi nombre. Y como, que yo sepa, ya no eres una chica del trabajo, te prohíbo que me vuelvas a llamar así una sola vez más, ¿entendido?
– ¿En serio? ¿Entonces cómo te llamas?
– No te lo pienso decir.
– Mira, Mam… digo… querida… a ti te voy a decir la verdad: si me voy, no es por Josy. No me voy por el trabajo, ni por el gusto de largarme sin más. Tampoco me voy por el dinero. La verdad es… que me voy porque tengo otro trabajo… Un trabajo que… bueno, por lo menos creo… aunque… no estoy del todo segura, ¿eh?… pero un trabajo que se me da mejor que éste… que creo que me podría hacer más feliz…
Silencio.
– Y además no es la única razón… Ahora me ocupo de una anciana y ya no quiero estar fuera de casa por la noche, ¿entiendes? Me da miedo que se caiga…
Silencio.
– Bueno, pues nada, yo ya me bajo… Que si no otra vez me va a tocar pagarme un taxi…
Mamadou la cogió del brazo y la obligó a volverse a sentar.
– Que te quedes te digo. Sólo son las doce y treinta y cuatro…
– ¿Cuál es?
– ¿Cómo?
– Tu otro trabajo, ¿cuál es?
Camille le tendió su cuaderno.
– Toma -le dijo, devolviéndoselo-, está bien. Entonces me parece bien. Ya te puedes ir, pero… me ha encantado conocerte, bichejo -añadió Mamadou, dándose la vuelta.
– Tengo otro favor que pedirte, Mama…
– ¿Quieres que mi Léopold te consiga el éxito garantizado y la atracción de clientela?
– No. Me gustaría que posaras para mí…
– Que posara, ¿el qué?
– ¡Pues tú! Que me sirvas de modelo…
– ¿Yo?
– Sí.
– Oye, ¿tú te estás burlando de mí, o qué?
– Desde el primer día que te vi, entonces todavía trabajábamos en Neuilly, me acuerdo… desde entonces me apetece pintar tu retrato…
– ¡Para, Camille! ¡Yo ni siquiera soy linda!
– Para mí, sí.
Silencio.
– ¿Para ti, sí?
– Para mí, sí…
– ¿Qué hay de lindo en esto, eh? -preguntó, señalando con el dedo su reflejo en el cristal negro del vagón de metro-. ¿Dónde está eso que dices?
– Si consigo pintar tu retrato, si me sale bien, se verá en él todo lo que me has contado desde que nos conocemos… Todo… Se verá a tu madre y a tu padre, a tus hijos, el mar, y… ¿cómo se llamaba, que no me acuerdo?
– ¿Quién?
– Tu cabrita.
– Buli…
– Se verá a Buli. Y a tu prima la que se murió… Y todo lo demás…
– ¡Oye, tú hablas como mi hermano! ¡Fantasías y nada más que fantasías, oye!
Silencio.
– Pero… no estoy segura de que me salga bien…
– ¿Ah, no? ¡Ojo, que si no se me ve a Buli sobre la cabeza, no te creas que me importa! Pero… esto que me pides lleva tiempo, ¿no?
– Sí.
– Entonces no puedo…
– Tienes mi teléfono… Descansa un día o dos de Todoclean y ven a verme. Te pagaré las horas que estés… Siempre se paga a los modelos… Es un oficio, ¿sabes…? Bueno, ahora ya sí que te dejo. ¿No… no nos vamos a dar un beso?
Mamadou la aplastó contra su pecho.
– ¿Cómo te llamas, Mamadou?
– No te lo pienso decir. No me gusta mi nombre…
Camille corrió a lo largo del andén, indicando con la mano que la llamara por teléfono. Su antigua compañera de trabajo le contestó con un gesto cansado. Olvídame, blanquita, olvídame. De hecho, ya me has olvidado…
Mamadou se sonó ruidosamente.
Le gustaba hablar con Camille.
Eso sí que era verdad…
Nadie más la escuchaba nunca.
Los primeros días, Paulette no salió de su habitación. Le daba miedo molestar, le daba miedo perderse, le daba miedo caerse (se les había olvidado traerse su andador) y sobre todo, le daba miedo arrepentirse de esa ventolera que le había dado.
A menudo se le cruzaban los cables, aseguraba que estaba pasando unas vacaciones muy agradables y les preguntaba cuándo pensaban llevarla de vuelta a su casa…
– ¿Cuál es tu casa? -le preguntaba Franck, irritado.
– Pues lo sabes muy bien… mi casa… cuál va a ser…
Franck se marchaba de la habitación, suspirando:
– Ya os dije que esto era una locura… Lo que faltaba, ahora encima se le está yendo la olla…
Camille miraba a Philibert, y éste miraba a otra parte.
– ¿Paulette?
– Ah, eres tú, linda… ¿Cómo… cómo has dicho que te llamabas?
– Camille…
– ¡Eso es, Camille! ¿Y qué querías, bonita?
Camille le habló sin rodeos, y con cierta dureza. Le recordó de dónde venía, por qué estaba con ellos, lo que habían tenido que cambiar, y lo que les quedaba aún por cambiar en sus estilos de vida para hacerle compañía. Añadió mil detalles demoledores más que dejaron a la anciana totalmente desarmada:
– ¿Entonces ya nunca más volveré a mi casa?
– No.
– ¿De verdad?
– Venga conmigo, Paulette…
Camille la tomó de la mano y volvió a enseñarle la casa. Esta vez más despacio. De paso le soltó unas cuantas puyitas más:
– Aquí está el retrete… ¿Lo ve?, Franck está instalando unos apliques en la pared para que pueda usted agarrarse…
– Chorradas… -rezongó él.
– Aquí está la cocina… ¿Es grandecita, eh? Y además hace frío… Por eso arreglé ayer la mesa con ruedas… Para que pueda comer en su habitación…
– … o en el salón -precisó Philibert-, no tiene por qué quedarse encerrada todo el día, ¿sabe…?
– Bueno, el pasillo… Es muy largo, pero se puede usted agarrar a la pared, ¿verdad? Si necesita ayuda, iremos a la farmacia a alquilar otro chisme de esos con ruedas…
– Sí, lo prefiero así…
– ¡No hay problema! Ya tenemos a un fanático de las ruedas en casa…
– Esto es el cuarto de baño… Y aquí es donde tenemos que hablar en serio, Paulette… Venga, siéntese aquí… Levante los ojos… Mire qué bonito es…
– Muy bonito. Nunca había visto uno así por donde nosotros vivimos…
– Bien. ¿Pues sabe lo que va a hacer mañana su nieto con unos amigos?
– No…
– Lo van a arrasar. Van a instalar una cabina de ducha para usted porque la bañera es demasiado alta para que entre y salga de ella. Entonces, antes de que sea demasiado tarde, tiene usted que decidirse en serio. O bien se queda y los muchachos se ponen manos a la obra, o bien no le apetece mucho quedarse, y no hay ningún problema, puede usted hacer lo que quiera, Paulette, pero nos lo tiene que decir ahora, ¿entiende?
– ¿Entiende? -repitió Philibert.
La anciana suspiró, jugueteó con una esquina de su rebeca durante unos segundos que se les antojaron eternos, y luego levantó la cabeza, y preguntó, inquieta:
– ¿Habría un taburete para mí?
– ¿Cómo dice?
– No soy del todo incapaz, ¿sabe…? Me puedo duchar sola perfectamente, pero tienen que ponerme un taburete, porque si no…
Philibert hizo como que se lo escribía en la mano.
– ¡Un taburete para la señora de la mesa del fondo! ¡Marchando! ¿Y qué más desea la señora?
Paulette sonrió.
– Nada más…
– ¿Nada más?
Por fin lo soltó todo:
– Bueno, sí. Me gustaría tener mi revista Télé Star, mis crucigramas, agujas y lana para Camille, un tarro de Nivea porque se me ha olvidado el mío, caramelos, una radio pequeña para la mesa de noche, un líquido de esos con burbujas para mi dentadura postiza, ligas, zapatillas y una bata más abrigada porque aquí hay mucha corriente, compresas, polvos, mi frasco de agua de colonia que Franck se olvidó el otro día, otra almohada, una lupa, y también que me pongáis el sillón delante de la ventana, y…
– ¿Y? -preguntó Philibert, inquieto.
– Y creo que nada más…
Franck, que se les había unido con su caja de herramientas en la mano, le dio un golpecito en el hombro a su amigo:
– Joder, tío, ahora tenemos dos princesas en lugar de una…
– ¡Cuidado! -le regañó Camille-. ¡Que lo estás llenando todo de polvo!
– ¡Y deja de decir tacos, por favor! -añadió su abuela.
Franck se alejó arrastrando los pies:
– Huuuuy, madreeeee míaaaaa… Esto está que arde… Lo llevamos claro, chaval… Bueno, yo me vuelvo al curro, que ahí hay menos lío. Si alguien va a la compra, que traiga patatas, que os quiero hacer un buen guiso… ¡Pero esta vez de las buenas, eh! Miráis bien que diga «patatas para puré», tampoco es tan difícil, lo pone en la etiqueta…
«Lo llevamos claro…», presintió Franck, y se equivocó de medio a medio. Al contrario, nunca en sus vidas habían estado tan bien.
Dicho así, suena un poco cursi, naturalmente, pero bueno, era la verdad, y ya hacía tiempo que el ridículo no les hacía daño: por primera vez, todos tuvieron la impresión de tener una verdadera familia.
Mejor que una de verdad, de hecho, una elegida, una querida, una por la cual habían luchado y que no les pedía a cambio nada más que ser felices juntos. Ni siquiera felices, de hecho, ya no eran tan exigentes. Estar juntos, nada más. Y eso en sí ya era algo inesperado.
Tras el episodio del cuarto de baño, Paulette ya no volvió a ser la misma. Encontró sus puntos de referencia y se fundió en el ambiente local con una facilidad asombrosa. ¿Tal vez justamente lo que necesitaba era una prueba? Una prueba de que la estaban esperando, y le daban la bienvenida en ese inmenso piso vacío donde las persianas se cerraban desde dentro y nadie había limpiado el polvo desde el periodo de la Restauración. Si instalaban una ducha sólo para ella, entonces… Había estado a punto de perder pie sólo porque echaba de menos dos o tres objetos, y Camille recordaba a menudo esa escena. Cómo la gente a menudo se encontraba mal por una tontería sin importancia, y cómo todo podría haberse degradado a la velocidad del rayo de no haber sido por un chico paciente al que se le ocurrió preguntar «¿Y qué más?» sosteniendo una libreta imaginaria… ¿De que dependía todo a fin de cuentas? De una dichosa revista, una lupa y dos o tres frascos… Daba vértigo pensarlo… Filosofía barata que lastimaba a Camille y que resultó mucho más compleja de lo esperado una vez que se encontraron las dos delante de la sección de dentífricos de unos modestos grandes almacenes, leyendo los prospectos de Stéradent, Polident, Fixadent y otros pegamentos milagrosos…
– Y… Paulette… esto… lo que usted llama compresas no es otra cosa que… que…
– ¡No me irás a obligar a ponerme un pañal como hacían en la residencia con la excusa de que es más barato! -se indignó la anciana.
– ¡Ah, compresas! -repitió Camille aliviada-. Vale… Es que no había caído…
Ya se conocían de cabo a rabo el Franprix, ¡y muy pronto se les antojó algo paleto incluso! Así que cambiaron de almacenes, y ahora iban al Monoprix, despacito, arrastrando el carrito de la compra, con la lista que les había hecho Franck la víspera por la noche…
¡Ah, el Monoprix!
Era toda su vida…
Paulette se despertaba siempre la primera, y esperaba a que uno de los chicos le trajera el desayuno a la cama. Cuando era Philibert quien se encargaba, lo traía en una bandeja de plata, con una pinza para los terroncitos de azúcar, una servilleta bordada, y una jarrita para la leche. Luego la ayudaba a incorporarse, le ahuecaba las almohadas, y descorría las cortinas comentando algo sobre el tiempo. Nunca un hombre había sido tan atento con ella, y pasó lo que tenía que pasar: ella también empezó a adorarlo. Cuando le tocaba a Franck era… un poco más rústico. Le dejaba el tazón de malta sobre la mesilla de noche y le daba un beso en la mejilla quejándose de que llegaba tarde.
– ¿No tienes ganas de hacer pis?
– Espero a Camille…
– ¡Eh, abuela, vale ya! ¡Déjala respirar un poco! ¡Lo mismo todavía duerme una hora más! No te vas a estar aguantando tanto tiempo…
Imperturbable, Paulette repetía:
– La espero.
Franck se marchaba refunfuñando.
«Pues nada, hala, espérala, anda… Espérala… Qué putada, ahora tú te lo llevas todo… ¡Yo también la espero, joder! ¿Qué tengo que hacer? ¿Partirme las dos piernas para que me haga carantoñas a mí también? Me cago en la Mary Poppins de las narices…»
Camille salía justo en ese momento de su habitación, estirándose.
– ¿Y ahora qué estás mascullando?
– Nada. Vivo con el príncipe Carlos y santa Teresa de Calcuta y me lo paso pipa. Quita, que llego tarde… Ah, por cierto…
– ¿Qué?
– A ver, déjame ver tu brazo… ¡Muy bien! -exclamó, palpándola-. Oye, gordita, ten cuidado, que lo mismo un día de estos voy y te como…
– Ni en tus mejores sueños, cocinerito, ni en tus mejores sueños.
– Sí, hija, sí, tú espera y verás…
Era cierto, el mundo era mucho más divertido.
Volvió con la chaqueta bajo el brazo:
– El miércoles que viene…
– ¿Qué pasa el miércoles que viene?
– Será miércoles de carnaval, porque el martes tendré mucho curro, y tú me esperas para cenar…
– ¿A medianoche?
– Intentaré llegar a casa antes, y te prepararé unas crêpes como no las has probado en tu vida…
– ¡Ah, qué susto! ¡Pensaba que era el día que habías elegido para echarme un polvo!
– Primero te preparo las crêpes y luego te echo un polvo.
– Perfecto.
¿Perfecto? Ah, lo llevaba crudo el muy tonto… ¿Qué iba a hacer hasta el miércoles? ¿Chocarse con todas las farolas, echar a perder todas las salsas en el curro y comprarse ropa interior nueva? ¡Joder, es que no hay derecho! ¡De una forma o de otra, esta tía iba a acabar con él! Qué angustia… Mientras esta vez fuera de verdad… En la duda, decidió comprarse un calzoncillo nuevo por si las moscas…
Eso es… Y desde luego, me temo que se me va a ir la mano con el Grand Marnier, sí, sí… Y lo que no utilice en las crêpes, me lo bebo, hala.
Camille se reunía después con Paulette para desayunar con ella. Se sentaba en la cama, estiraba el edredón, y esperaban a que se fueran los chicos para ver la Teletienda. Se extasiaban, se partían de risa, se burlaban de las pintas de los presentadores, y Paulette, que todavía no había asimilado el paso al euro, se extrañaba de que la vida fuera tan barata en París. El tiempo ya no existía, se estiraba despacio desde el té del desayuno hasta el Monoprix, y del Monoprix hasta el quiosco de prensa.
Les parecía estar de vacaciones. Las primeras desde hacía años para Camille y desde siempre para la anciana. Se llevaban bien, se comprendían con medias palabras y rejuvenecían las dos conforme los días se iban haciendo más largos.
Camille se había convertido en lo que la agencia de subsidios llama una «auxiliar de vida». Esas tres palabras le iban bien, y compensaba su ignorancia geriátrica adoptando un tono directo y una crudeza en la expresión que las desinhibía a las dos.
– Ande, Paulette, métase en la bañera… Yo le limpio el trasero con la alcachofa…
– ¿Estás segura?
– ¡Pues claro!
– ¿No te da asco?
– Pues claro que no.
Como la instalación de una cabina de ducha había resultado demasiado complicada, Franck había montado un escalón antideslizante para que Paulette pudiera entrar y salir de la bañera, y le había serrado las patas a una vieja silla sobre la que Camille ponía una toalla antes de sentar en ella a su protegida.
– Oh -gemía ésta-, pero a mí me da vergüenza… No te imaginas cómo me violenta imponerte esto…
– Vamos, vamos…
– ¿Este cuerpo viejo no te da asco? ¿Estás segura?
– Mire, me… me parece que no compartimos el mismo enfoque… Yo… he tomado clases de anatomía, he dibujado cuerpos desnudos de personas de su edad, y no tengo problemas de pudor… bueno, sí, pero no ese tipo de pudor. No sabría explicarle… Cuando la miro, no me digo a mí misma: buaj, qué asco esas arrugas, esos pechos caídos, esa tripa blandurria, ese vello blanco, ese culo fofo, o esas rodillas huesudas… No, en absoluto… Tal vez la ofenda con lo que le voy a decir, pero su cuerpo me interesa independientemente de usted. Cuando lo veo pienso en trabajo, técnica, luz, contornos, carne que plasmar… Pienso en algunos cuadros… Las viejas locas de Goya, la madre de Rembrandt o su profetisa Anne… Perdóneme, Paulette, es horrible lo que le estoy contando… ¡a decir verdad, la miro muy fríamente!
– ¿Cómo a un bicho raro?
– Algo de eso hay… Pero más bien como a una curiosidad…
– ¿Y entonces?
– Entonces nada.
– ¿Me vas a dibujar a mí también?
– Sí.
Silencio.
– Sí, si usted me lo permite… Me gustaría dibujarla hasta que me la sepa de memoria. Hasta que se harte de tenerme a su alrededor…
– Te lo permitiré, pero es que esto… No eres mi hija ni nada y me siento… Oh, qué… qué avergonzada estoy…
Camille se desnudó entonces y se arrodilló delante de ella sobre los azulejos grises:
– Láveme.
– ¿Cómo?
– Coja el jabón, la esponja, y láveme, Paulette.
Ésta obedeció y, medio tiritando en su reclinatorio acuático, tendió el brazo hacia la espalda de la muchacha.
– ¡Eh! ¡Más fuerte!
– Dios mío, eres tan joven… Cuando pienso que en tiempos yo era como tú ahora… No tan menudita, claro, pero…
– ¿Quiere decir flaca? -la interrumpió Camille, agarrándose al grifo.
– No, no, de verdad quería decir «menuda»… Cuando Franck me habló de ti por primera vez, recuerdo que sólo decía esa palabra, una y otra vez: «Jo, abuela, es tan flaca… Si vieras lo flaca que es…», pero ahora que te veo tal como eres, no estoy de acuerdo con él. No te veo flaca, eres fina. Me recuerdas a esa chica que sale en la novela Le Grand Meaulnes… ¿Sabes quién le digo? ¿Cómo se llamaba? Ayúdame…
– No la he leído.
– Ella también tenía un nombre noble… Ay, qué rabia no acordarme…
– Ya lo miraremos en la biblioteca… ¡Venga, láveme! ¡Más abajo también! ¡No hay pero que valga! Espere, que me voy a dar la vuelta… Así… ¿Lo ve? ¡Estamos en el mismo barco, querida! ¿Por qué me mira así?
– Es que… Esa cicatriz que tienes ahí…
– Ah, ¿esto? No es nada…
– No… No me digas que no es nada… ¿Qué te pasó?
– Nada, le digo.
Y, desde ese día, no volvieron a hablar de cuestiones epidérmicas.
Camille la ayudaba a sentarse en la taza del váter, y luego en la silla de la bañera, y la enjabonaba hablando de otra cosa. Lavarle el pelo resultó más complicado. Cada vez que cerraba los ojos, la anciana perdía el equilibrio y se iba hacia atrás. Al cabo de varios intentos catastróficos, decidieron sacarse un bono en una peluquería. No en su barrio, donde eran todas carísimas («¿Myriam? ¿Quién es ésa? No conozco a ninguna Myriam, yo», le respondió el idiota de Franck), sino en la otra punta de una línea de autobús. Camille estudió su plano de la ciudad, siguió con el dedo el recorrido de la empresa de transportes, buscó cierto exotismo, consultó las páginas amarillas, pidió presupuestos para una sesión semanal de lavar y marcar, y se decidió por una pequeña peluquería de la calle Pyrénées, en el barrio del final de la línea del autobús 69.
A decir verdad, la diferencia de precio no justificaba una expedición así, pero el paseo era tan bonito…
Y todos los viernes, al despuntar el alba, instalaba a una Paulette encogidita en un asiento junto a la ventana y le comentaba todos los detalles de Paris by day, cazando al vuelo (en su cuaderno, y en función de los atascos que hubiera) una pareja de caniches con abriguitos de Burberry's en el Pont Royal, la especie de salchichilla que decoraba las fachadas del Louvre, las cajas y los pulidores de los limpiabotas en el Quai de la Mégisserie, el pedestal del genio de la Bastilla o la parte de arriba de los panteones del cementerio de Père Lathaise, y luego leía historias de princesas embarazadas y cantantes abandonados mientras su amiga se pasaba el rato tan contenta debajo del secador. Luego almorzaban en un café de la plaza Gambetta. No en el Gambetta justamente, un sitio un pelín demasiado a la moda para su gusto, sino en el Bar du Métro, con su rico olor a tabaco frío, a millonario decadente y a camarero irritable.
Paulette, que recordaba bien el catecismo, tomaba invariablemente trucha con salsa de almendras, y Camille, que carecía por completo de moral, se zampaba un mixto con bechamel, cerrando los ojos. Pedían también una jarrita de vino de la casa, sí, señor, y brindaban con alegría. «¡Por nosotras!» En el camino de vuelta, Camille se sentaba frente a ella y dibujaba exactamente las mismas cosas, pero reflejadas en la mirada de una ancianita bien arreglada y con demasiada laca en el pelo, que no se atrevía a apoyar la cabeza en el cristal por miedo a aplastar sus preciosos ricitos malvas. (Johanna, la peluquera, la había convencido de cambiar de color: «Entonces está usted de acuerdo, ¿no? Le pongo Opalina ceniza, ¿en? Mire, es el número 31, éste de aquí…» Paulette quería pedir consejo a Camille con la mirada, pero ésta estaba enfrascada en una historia de liposucción fallida. «¿No quedará un poco triste?», le preguntó inquieta a la peluquera. «¿Triste? ¡No, qué va, al contrario, quedará muy alegre!»)
En efecto, era… era la palabra adecuada. Quedaba muy alegre, y aquel día se bajaron en la esquina con el Quai Voltaire para comprar, entre otras cosas, una nueva salserilla de acuarela en Sennelier.
El cabello de Paulette había pasado del Rosa Dorado muy diluido al Violeta de Windsor.
Y, todo hay que decirlo, era mucho más chic…
Los demás días era pues al Monoprix donde iban. Tardaban más de una hora en recorrer doscientos metros, probaban la nueva Danette, contestaban a encuestas tontísimas, se probaban pintalabios u horrorosos pañuelos de muselina. Se entretenían, parloteaban, se detenían por el camino, comentaban el aspecto de las burguesas del distrito VII, y la alegría de las adolescentes: sus carcajadas, sus historias rocambolescas, los timbres de sus teléfonos móviles y sus mochilas llenas de chismes colgando. Paulette y Camille se divertían, suspiraban, se burlaban y se levantaban con cuidado. Les sobraba tiempo, tenían toda la vida por delante…
Cuando Franck no se encargaba de la intendencia, le tocaba a Camille. Tras varios platos de espaguetis pasados, tartas de queso malogradas y tortillas quemadas, Paulette se decidió a inculcarle unas cuantas nociones de cocina. Permanecía sentada delante de los fogones y le enseñaba palabras o expresiones tan sencillas como: ramillete de verduras, olla de hierro, sartén caliente y caldo. Paulette ya no veía muy bien, pero se guiaba por el olfato para indicarle los pasos que debía seguir… «Ahora echa las cebollas, los torreznos, los trozos de carne, así, basta, no eches más. Y ahora rocíame bien todo eso… Venga, yo te digo… ¡Así, basta!»
– Está bien. No digo que consiga hacer de ti un cordon-bleu, pero bueno…
– ¿Y Franck?
– ¿Franck, qué?
– ¿Usted le enseñó todo lo que sabe?
– ¡No, todo no! Me imagino que le di el gusto por la cocina… Pero lo importante no se lo enseñé yo… Yo le enseñé la cocina casera… Platos sencillos, rústicos y baratos… Cuando a mi marido le dieron la baja por lo del corazón, yo entré como cocinera en una casa burguesa…
– ¿Y Franck iba con usted?
– ¡A ver! ¿Qué querías que hiciera con él cuando era pequeño? Bueno, más adelante ya dejó de venir, claro… Después…
– Después ¿qué?
– Bueno, ya sabes cómo son estas cosas… Después me costaba saber por dónde andaba… Pero… tenía talento. Le gustaba. Cuando cocinaba era el único momento en que estaba más o menos tranquilo…
– Sigue siendo así.
– ¿Lo has visto?
– Sí. Me tuvo de pinche el otro día… ¡No lo reconocí!
– Ya ves… Sin embargo, si supieras qué drama cuando lo mandamos de aprendiz… Cuánto rencor nos guardó por ello…
– ¿Pero y él qué quería hacer?
– Nada. Tonterías… ¡Camille, bebes demasiado!
– ¡Tiene que estar de broma! ¡Pero si no bebo ya nada desde que está usted aquí! Tenga, un vasito de vino es bueno para las arterias. Y no lo digo yo, lo dicen los médicos…
– Bueno… un vasito entonces…
– ¡Pero bueno! ¿Por qué pone esa cara? ¿Es que se pone triste cuando bebe?
– No, los recuerdos…
– ¿Fueron momentos duros?
– Sí…
– ¿El difícil era Franck?
– Él, la vida…
– Me lo ha contado…
– ¿El qué?
– Lo de su madre… El día que vino a buscarlo para llevárselo con ella, todo eso…
– ¿Sa… sabes?, lo peor cuando uno se hace viejo, es… Anda, sírveme otro vasito… No es tanto que el cuerpo ya no sirva para nada, sino los remordimientos… Cómo vuelven a rondarte, a torturarte… de día… de noche… a todas horas… Llega un momento en que ya no sabes si tienes que mantener los ojos abiertos, o cerrarlos para ahuyentarlos… Llega un momento en que… Y sin embargo Dios sabe que lo he intentado… He intentado entender por qué no funcionó, por qué todo salió mal, todo… todo… Y…
– ¿Y?
Pauletle temblaba:
– No lo consigo. No lo comprendo. No…
Paulette lloraba:
– ¿Por dónde empiezo?
– Me casé tarde… ¡Oh! Como todo el mundo, tuve mi historia de amor… Pero no salió… Al final me casé con un chico bueno y amable para complacer a todos. Mis hermanas ya estaban casadas desde hacía tiempo y yo… Vamos, que yo también me casé…
»Pero los hijos no venían… Cada mes, maldecía mi vientre y lloraba mientras hervía mi ropa. Consulté a varios médicos, vine incluso aquí, a París, para que me examinaran… Consulté a curanderos, brujos, viejas horribles que me pedían cosas imposibles… Cosas que hice, Camille, que hice sin rechistar… Sacrifiqué corderitas en noches de luna llena, me bebí su sangre, me tomé… Oh, no… Era una cosa de bárbaros, créeme… Era otro siglo… Decían de mí que estaba «manchada». Y luego las peregrinaciones… Todos los años iba a Blanc, a meter un dedo en el agujero de san Génitour, luego iba a rascar a san Greluchon en Gargilesse… ¿Te hace gracia?
– Es que esos nombrecitos…
– Y aquí no acaba la cosa, espera… Había que dejar un exvoto de cera que representara al hijo deseado ante san Grenouillard de Preuilly…
– ¿San Grenouillard?
– ¡San Grenouillard, como lo oyes! ¡Ah, qué bonitos que eran mis bebés de cera, puedes creerme…! Eran verdaderas muñecas… Sólo les faltaba hablar… Y entonces un buen día, cuando ya hacía tiempo que me había resignado, me quedé embarazada… Tenía treinta y muchos años ya… Tú no te haces idea, pero era vieja ya… Era Nadine, la madre de Franck… Cómo la mimamos, cómo la cuidamos, cómo la protegimos a esa niña… Era la reina… Parece que le estropeamos el carácter a fuerza de mimarla… La quisimos demasiado… O la quisimos mal… Le concedimos todos los caprichos… Todos salvo el último… No quise prestarle el dinero que me pedía para abortar… No podía hacerlo, ¿lo entiendes? No podía. Había sufrido demasiado. Lo que me lo impedía no era cuestión de religión, ni de moral, ni el qué dirán. Era la rabia. La rabia. La mancha. Hubiera preferido matarla a ella que ayudarla a abrirse el vientre… ¿Acaso… acaso hice mal? Contéstame tú, Camille. ¿Cuántas vidas rotas por mi culpa? ¿Cuánto sufrimiento? ¿Cuánto…?
– Calle.
Camille le acarició el muslo.
– Calle…
– Así que Nadine… Nadine tuvo al pequeño y me lo dejó a mí… «Toma -me dijo-, ¿no lo querías tanto? ¡Pues aquí lo tienes! ¿Qué, estás contenta?»
Paulette cerró los ojos, y repitió entre hipidos:
– «¿Qué, estás contenta? -me decía una y otra vez, mientras hacía la maleta-, ¿estás contenta?» ¿Cómo se puede decir algo así? ¿Cómo se puede olvidar algo así? ¿Por qué habría de dormir por la noche ahora que ya no me deslomo y que ya no trabajo hasta caer rendida? Dímelo tú. Dímelo tú… Lo abandonó, volvió unos meses más tarde, se lo llevó con ella, y nos lo devolvió otra vez. Nos estábamos volviendo todos locos. Sobre todo Maurice, mi marido… Creo que lo llevó hasta el límite de su paciencia… Pero todavía tuvo que exasperarlo un poco más, llevarse al niño otra vez, volver a buscar dinero, según nos dijo para alimentarlo, y un mal día se escapó en plena noche, dejándose al niño. Un día (ese día estuvo de más), volvió con sus carantoñas y Maurice la recibió con una escopeta. «No quiero verte más, le dijo, no eres más que una perdida. Eres una vergüenza para nosotros, y no te mereces a este niño. Para empezar, ya no lo volverás a ver más. Ni hoy, ni nunca. Y ahora, hala, desaparece. Déjanos en paz.» Camille… Era mi niña… Una niña que yo había esperado día tras día durante más de diez años… Una niña a la que había querido con locura… Con locura… Pero cuánto la pude mimar yo… La mimé todo lo que pude y más… Una niña a la que le pagamos todo. ¡Todo! Los vestidos más bonitos. Vacaciones en la playa, en la montaña, los mejores colegios… Todas las cosas buenas que teníamos eran para ella. Y todo esto que te cuento pasaba en un pueblecito minúsculo… Ella se fue, pero todos los que la conocían desde chica y que se escondían detrás de las persianas para ver al Maurice enfadado, ésos se quedaron. Y yo seguí cruzándome con ellos. Al día siguiente, y al otro, y al otro… Era… era inhumano… Era un infierno. La compasión de la gente de bien, eso es lo peor que hay en este mundo… los que te dicen que rezan por ti a la vez que intentan sonsacarte, y los que enseñan a tu marido a beber repitiéndole que ellos habrían actuado igual, ¡me cago en diez! Ganas me dieron de matarlos a todos, créeme… ¡Yo también quería la bomba atómica!
Paulette se reía.
– ¿Y luego, qué? Ahí estaba ese niño. No le había pedido nada a nadie… Así que lo quisimos. Lo quisimos todo lo que pudimos… Y puede incluso que fuéramos demasiado duros en ciertos momentos… No queríamos volver a cometer los mismos errores, así que cometimos otros distintos… ¿Y a ti no te da vergüenza dibujarme así, ahora?
– No.
– Tienes razón. La vergüenza no te lleva a ninguna parte, créeme… La vergüenza no te sirve para nada. Sólo para complacer a la gente de bien… Así, cuando cierran las persianas o vuelven del café, se sienten bien. Sacando pecho de satisfacción, se calzan las zapatillas de fieltro al llegar a casa y se miran unos a otros, sonrientes. ¡En su familia no habría podido caer todo ese escándalo, ah no, eso sí que no! Pero… no me asustes, ¿no me estarás pintando con el vaso en la mano, espero?
– No -dijo Camille sonriendo.
Silencio.
– ¿Pero más adelante? Todo salió bien…
– ¿Con el niño? Sí… Era un buen chaval… Travieso pero noble. Cuando no estaba en la cocina conmigo, estaba en el huerto con su abuelo… O pescando… Tenía mucha rabia dentro, pero con todo no iba por mal camino. No iba por mal camino… Y eso que la vida no debía de ser siempre muy divertida con un par de viejos como nosotros, que hacía ya tanto tiempo que habíamos perdido las ganas de hablar, pero bueno… Hacíamos lo que podíamos… Jugábamos… Ya no ahogábamos a los gatitos que nacían… Lo llevábamos a la ciudad… Al cine… Le comprábamos los cromos de fútbol que quería y bicicletas nuevas… Sacaba buenas notas en el colegio, ¿sabes…? ¡Bueno, no era el primero de la clase, pero se esforzaba…! Y entonces Nadine volvió una vez más, y esa vez pensamos que sería bueno para él marcharse. Que una madre un poco alocada siempre era mejor que nada… Que tendría un padre, un hermano pequeño, que no era vida crecer en un pueblucho medio muerto, y que para sus estudios, era una oportunidad irse a la ciudad… Cómo volvimos a dejarnos engañar una vez más… Como unos primos. Unos tontorrones sin dos dedos de frente… El resto ya lo sabes: lo destrozó y lo metió en el directo de las 16h 12…
– ¿Y ya nunca volvieron a saber de ella?
– No. Sólo en sueños… En sueños la veo a menudo… Se ríe… Está guapa… ¿Me enseñas lo que has dibujado?
– Nada. Su mano sobre la mesa…
– ¿Por qué me dejas decir todas estas tonterías? ¿Por qué te interesa todo esto?
– Me gusta que la gente saque lo que lleva dentro…
– ¿Por qué?
– No lo sé. Es como un autorretrato, ¿no? Un autorretrato con palabras…
– ¿Y tú?
– Yo no sé contar las cosas…
– Pero para ti tampoco es normal que te pases todo el tiempo con una vieja como yo…
– ¿Ah, no? ¿Y acaso sabe usted qué es lo normal?
– Deberías salir… Ver gente… ¡Jóvenes de tu edad! Anda… Levanta la tapadera a ver… ¿Te has acordado de lavar los champiñones?
– ¿Está durmiendo? -preguntó Franck.
– Creo que sí…
– Ah, oye, por cierto, me acaba de pillar por banda la portera, que vayas a verla, dice…
– ¿Otra vez nos hemos equivocado con las basuras?
– No. Es por algo del tío que metiste en la buhardilla…
– Mierda… ¿Ha armado algún pollo?
Franck se encogió de hombros, moviendo la cabeza de lado a lado.
Pikou escupió bilis y la señora Pereira abrió la puerta acristalada llevándose una mano al pecho.
– Pase, pase… Siéntese…
– ¿Qué ocurre?
– Siéntese, le digo.
Camille apartó los cojines y se sentó en un rinconcito del sofá de flores.
– Ya no lo veo…
– ¿A quién? ¿A Vincent? Pero si yo me lo encontré el otro día… Iba a meterse en el metro…
– ¿El otro día cuándo?
– Pues ya no me acuerdo… A principios de semana…
– ¡Pues yo le digo que ya no lo veo! Ha desaparecido. Con Pikou que nos despierta cada noche, no hay forma de que no me entere de cuándo entra y sale, se lo puedo asegurar… Pero ahora ya, ni rastro. Me da miedo que le haya pasado algo… Tiene que ir a ver, niña… Tiene que subir.
– Bueno.
– Válgame Dios. ¿Cree que se habrá muerto?
Camille abrió la puerta.
– Oiga… Si está muerto, venga enseguida a buscarme, ¿eh? es que… -dijo, sobando su medalla-, no quisiera yo que hubiera un escándalo en la finca, ¿comprende?
– Soy Camille, ¿me abres?
Ladridos y titubeos.
– ¿Me abres o mando echar la puerta abajo?
– No, ahora no puedo… -dijo una voz ronca-. Me encuentro muy mal… Vuelve más tarde…
– Más tarde, ¿cuándo?
– Esta noche.
– ¿No necesitas nada?
– No. Déjame.
Camille volvió sobre sus pasos.
– ¿Quieres que te saque el perro a pasear?
No hubo respuesta.
Bajó las escaleras despacio.
Vaya un problemón.
Nunca debería haberlo traído aquí… Era muy fácil ser generosa con los bienes ajenos… ¡Ah, desde luego, era una santa! Un yonqui en la buhardilla, una anciana en el piso, todas esas personas bajo su responsabilidad, y ella que seguía teniéndose que agarrar a la barandilla para no abrirse la cabeza al bajar la escalera. Vaya cuadro, maravilloso, oye… Déjame que aplauda. Glorioso. ¿Estarás contenta, no? ¿No te molestan un poco las alas al andar?
Sí, ya puedes hablar… Claro, cuando uno no mueve un dedo, es todo muy fácil, ¿eh?
No, si yo te lo digo porque… no te lo tomes a mal, pero hay más mendigos en la calle… Mira, sin ir más lejos, tienes uno delante de la panadería… ¿Por qué no le das un techo a ése también? ¿Porque no tiene perro? Mierda, si lo hubiera sabido, el pobre…
Qué pesadita eres…, le contestó Camille a Camille. No veas lo pesadita que eres…
Hala, venga, vamos a decírselo… Pero uno grandote no, ¿eh? Uno pequeño. Un perrito de lanas tiritando de frío. Ah, sí, eso sí que estaría bien… ¿O mejor un cachorrito? Un cachorrito acurrucado dentro de su abrigo… Entonces ya sí que te fundes. Además quedan mogollón de habitaciones en casa de Philibert…
Muy abatida, Camille se sentó en un escalón y apoyó la cabeza sobre las rodillas.
Recapitulemos.
No veía a su madre desde hacía casi un mes. Tenía que espabilarse porque si no la tía le montaría una crisis por todo lo alto con ambulancia y lavado gástrico incluido. Con el tiempo ya se había acostumbrado, pero bueno, nunca era agradable… Luego le costaba recuperarse… Ay, ay, ay… Siempre tan sensible esta niña…
Paulette controlaba perfectamente entre 1930 y 1990, pero perdía pie entre ayer y hoy, y la cosa iba de mal en peor. ¿Demasiada felicidad, tal vez? Era como si se estuviera dejando hundir tranquilamente… Además, ya no veía tres en un burro… Pero bueno, tampoco era para tanto… Ahora estaba echándose su siesta y luego vendría Philou a ver con ella el concurso de la tele, acertando todas las respuestas sin equivocarse nunca. A los dos les encantaba. Perfecto.
Y hablemos de Philibert. Ahora era a la vez Louis Jouvet y Sacha Guitry. Y se había puesto a escribir. Se encerraba en su habitación para escribir y ensayaba dos veces por semana. ¿Sin novedad en el frente sentimental? Bueno, si no hay noticias es que son buenas noticias.
Y Franck… Nada especial. Nada nuevo. Todo iba bien. Su abuela estaba bien cuidada, y su moto también. Sólo volvía a casa por la tarde para echarse la siesta y seguía trabajando los domingos. «Sólo un poco más, entiéndelo. No los puedo dejar colgados así como así… tengo que encontrarme un sustituto…»
A ver, a ver… ¿Un sustituto o una moto aún más grande? Muy listo el chaval. Muy listo… Y además, ¿para qué molestarse? ¿Dónde estaba el problema? Él no le había pedido nada a nadie, al fin y al cabo. Y, pasados los primeros días de euforia, había vuelto a enfrascarse en sus cacerolas. Por la noche, aplastaba a su chica contra la almohada, mientras Camille se levantaba para apagar la tele de la anciana… Pero… no importaba. No importaba… Camille prefería los documentales sobre la vejiga natatoria de las triglas y el último pis de Paulette tras la última infusión de la noche que su curro en Todoclean. Por supuesto, habría podido no trabajar en absoluto, pero no era lo suficientemente fuerte como para asumir algo así… La sociedad la había educado bien… ¿Era porque le faltaba confianza en sí misma, o justamente por lo contrario? ¿El miedo de encontrarse en una situación en la que podía ganarse la vida pisoteándola? Todavía tenía algún que otro contacto… Pero, ¿y luego qué? ¿Volver a escupirse a sí misma? ¿Dejar sus cuadernos de lado y volver a coger una lupa? Ya no tenía valor para ello. No es que ahora fuera mejor persona, sino que había envejecido. Uf.
No, el problema estaba tres pisos más arriba… Para empezar, ¿por qué no había querido abrirle? ¿Porque estaba colocado o porque estaba con el mono? ¿Sería verdad esa historia del tratamiento? A otro perro con ese hueso… ¡Una trola para camelarse a las niñas pijas y a las porteras! ¿Por qué sólo salía de noche? ¿Para que le dieran por culo antes de meterse un buen chute? Eran todos iguales… Unos mentirosos que te hacían creer cualquier cosa y se lo pasaban a lo grande mientras tú te morías de preocupación por ellos, los muy cabrones…
Cuando habló con Pierre por teléfono quince días atrás, ella también había vuelto a las andadas: ella también había empezado a mentir.
«Camille, soy Kessler. ¿De qué va toda esta historia? ¿Quién es ese tío que vive en mi buhardilla? Llámame inmediatamente.»
Gracias, señora Pereira, pero que muchas gracias.
Nuestra Señora de Fátima, ruega por nosotros.
Camille había cogido el toro por los cuernos:
– Es un modelo -le dijo antes incluso de saludarlo-, estamos trabajando juntos…
Hala, se acabó, Kessler ya no podía decir nada.
– ¿Un modelo?
– Sí.
– ¿Vives con él?
– No. Se lo acabo de decir: trabajo con él.
– Camille… Hoy… hoy tengo tantas ganas de confiar en ti… ¿Puedo hacerlo?
– …
– ¿Para quién lo haces?
– Para usted.
– ¿En serio?
– …
– Y… y qué…
– Todavía no lo sé. Sanguina, supongo…
– Bien…
– Bueno, pues nada, adiós…
– ¡Espera!
– ¿Sí?
– ¿Qué papel tienes?
– Del bueno.
– ¿Estás segura?
– Sí. Me lo vendió Daniel…
– Muy bien. Y aparte, ¿tú estás bien?
– Ahora estoy hablando con el marchante. Para el jijí jajá, ya le llamaré por la otra línea.
Clic.
Camille sacudió la caja de cerillas suspirando. Ya no tenía más remedio.
Esa noche, tras arropar en su cama a una viejita que de todas maneras no tendría sueño, Camille volvería a subir esos tres pisos y hablaría con él.
La última vez que había tratado de retener a su lado a un yonqui una noche, se había llevado una puñalada en el hombro… Vale, era distinto. Era su novio, Camille lo quería y todo eso, pero aun así… Ese favorcito le había costado caro…
Mierda. Se acabaron las cerillas. Oh, no… Nuestra Señora de Fátima y Hans Christian Andersen, no os vayáis, joder. Quedaos un poquito más.
Y como ocurre en el cuento, Camille se levantó, se tiró de las perneras del pantalón y fue a reunirse con su abuela en el Cielo…
– ¿Qué es?
– Oh… -dijo Philibert, moviendo la cabeza-, poca cosa en realidad…
– ¿Un drama antiguo?
– Nooooo…
– ¿Un vodevil?
Cogió su diccionario:
– Voceo… vociferar… vodca… vodevil… Comedia frívola, ligera y picante, de argumento basado en la intriga y el equívoco… Sí, es exactamente esto -dijo Philibert, cerrando el diccionario con un golpe seco-. Una comedia ligera.
– ¿De qué trata?
– De mí.
– ¿De ti? -se atragantó Camille-. ¡Yo creía que en tu familia era tabú hablar de uno mismo!
– Bueno, pero yo me estoy distanciando de todo eso… -dijo, marcando una pausa.
– Y… esto… lo de la perilla… ¿es para el papel?
– ¿No te gusta?
– Sí, sí, sí que me gusta… queda… queda un poco como de dandy… En plan Las Brigadas del Tigre, ¿no?
– ¿Las qué?
– Ah, es verdad que tú, salvo los concursos, no ves mucho la tele… Bueno, ahora me tengo que ir… tengo que subir a ver al tipo que tengo hospedado en la buhardilla… ¿Te puedo dejar al cargo de Paulette?.
Philibert asintió con la cabeza, mesándose el bigotito:
– Ve, corre, vuela hacia tu destino, niña…
– ¿Philou?
– ¿Sí?
– Si dentro de una hora no estoy de vuelta, ¿puedes venir a buscarme?
La habitación estaba impecablemente ordenada. La cama estaba hecha, y Vincent había colocado dos tazas y un paquete de azúcar sobre la mesa de cámping. Estaba sentado en una silla, de espaldas a la pared, y cerró el libro cuando la oyó llamar a la puerta.
Se levantó. Tanto el uno como el otro estaban igual de cortados. Al fin y al cabo, era la primera vez que se veían… Pasó un ángel.
– ¿Te… te apetece tomar algo?
– Sí, gracias…
– ¿Té? ¿Café? ¿Coca-Cola?
– Un café está muy bien.
Camille se instaló en el taburete y se preguntó cómo había podido vivir ahí tanto tiempo. Era un lugar tan húmedo, tan oscuro, tan… inexorable. El techo era tan bajo, y las paredes, tan sucias… No, no era posible… Entonces, tenía que haber sido otra persona, ¿no?
Vincent puso el agua a calentar y le señaló el bote de Nescafé.
Barbès dormía sobre la cama, abriendo un ojo de vez en cuando.
Vincent acercó por fin su silla para sentarse delante de ella:
– Me alegro de verte… Podrías haber venido antes…
– No me atrevía.
– ¿Ah, no? Te arrepientes de haberme traído aquí, ¿verdad?
– No.
– Sí, sí que te arrepientes. Pero no te preocupes… Estoy esperando el momento adecuado y me marcharé… Es sólo cuestión de días ya.
– ¿Adónde te vas?
– A Bretaña.
– ¿Con tu familia?
– No. A un centro de… de deshechos humanos. No, no me hagas caso, soy idiota. A un centro de vida, así es como hay que llamarlo…
– …
– Me lo ha encontrado mi médico… Es un sitio donde fabrican abono a base de algas… Algas, mierda, y retrasados mentales… Genial, ¿verdad? Seré el único obrero normal. Bueno, lo de normal es relativo…
Vincent sonreía.
– Toma, mira el folleto… Tiene clase, ¿eh?
En una foto salían dos retrasados mentales con una hoz en la mano, delante de una especie de pozo negro.
– Voy a hacer Algo-Foresto, que es una mezcla de abono compuesto, algas y estiércol de caballo… Tengo la corazonada de que me va a encantar… Bueno, según parece al principio se hace duro por el olor, pero después ya ni lo notas…
Dejó el folleto sobre la mesa y se encendió un cigarrillo.
– De vacaciones, vaya…
– ¿Cuánto tiempo te vas a quedar?
– El que haga falta…
– ¿Tomas metadona?
– Sí.
– ¿Desde cuándo?
Vincent esbozó un gesto impreciso.
– ¿Estás bien?
– No.
– Venga… ¡Vas a ver el mar!
– Genial… ¿Y tú? ¿Por qué has venido?
– Por la portera… Creía que te habías muerto…
– Pues qué decepción se va a llevar…
– Y tanto.
Se rieron.
– ¿T… también tienes el sida?
– No, qué va. Eso se lo dije sólo para hacerle ilusión… Para que se encariñara con mi chucho… No, qué va… Eso sí lo he hecho bien. Me he echado a perder limpiamente.
– ¿Es tu primera cura de desintoxicación?
– Sí.
– ¿Lo vas a conseguir?
– Sí.
– …
– He tenido suerte… Supongo que hay que cruzarse con la gente adecuada… y creo… creo que eso lo he conseguido…
– ¿Tu médico?
– ¡Mi médica! Sí, pero no sólo ella… También un psicólogo… Un viejo que me arrancó la cabeza… ¿Sabes lo que es el V33?
– ¿Una medicina?
– No, es un producto para decapar la madera…
– ¡Ah, sí! Una botella verde y roja, ¿no?
– Si tú lo dices… Pues ese tío es mi V33. Me echa el producto, me quema, me salen ampollas, y la vez siguiente, coge la espátula y despega toda la mierda… ¡Mírame, dentro de la cabeza estoy en pelota picada!
Vincent ya no conseguía sonreír, le temblaban las manos.
– Joder, qué duro es… qué duro… No pensaba que…
Levantó la cabeza.
– Y… hay alguien más… Una pibita con unas piernas esqueléticas que se subió el pantalón antes de que me diera tiempo a ver nada más, desgraciadamente…
– ¿Cómo te llamas?
– Camille.
Lo repitió y se volvió hacia la pared:
– Camille… Camille… El día que apareciste, Camille, estaba hecho polvo… Hacía demasiado frío, y creo que ya no tenía muchas ganas de luchar… Pero bueno. Estabas ahí… Así que te seguí… Soy todo un caballero, yo…
Silencio.
– ¿Puedo seguir contándote o ya te has cansado?
– Ponme otra taza…
– Perdóname. Es por el viejo… Ya no me callo ni debajo del agua…
– Que no hay problema, te digo.
– No, si es que además es importante… O sea, incluso para ti creo que es importante…
Camille frunció el ceño.
– Tu ayuda, tu casa, tu comida y tal, todo eso estuvo muy bien, pero te lo digo de verdad, estaba fatal cuando me encontraste… Tenía vértigos, ¿entiendes? Quería ir a buscarlos, y… Fue ese tío el que me salvó. Ese tío y tus sábanas.
Vincent lo cogió del suelo y lo dejó entre los dos. Camille reconoció su libro. Eran las cartas de Van Gogh a su hermano.
Se le había olvidado que estaba allí.
Y no sería porque no lo había llevado con ella a todas partes…
– Lo abrí para retenerme, para impedirme cruzar esa puerta, porque no había nada más aquí, ¿y sabes lo que me hizo este libro?
Camille negó con la cabeza.
– Pues esto, esto, y esto.
Vincent volvió a coger el libro para golpearse con él la cabeza y las mejillas.
– Es la tercera vez que me lo leo… Lo… lo es todo para mí. Aquí dentro está todo… A este tío me lo conozco de memoria… Soy yo. Es mi hermano. Comprendo todo lo que dice. Cómo se le cruzan los cables. Cómo sufre. Cómo repite las mismas cosas una y otra vez, disculpándose mil veces, intentando comprender a los demás, cuestionarse a sí misino, cómo lo echó a la calle su familia, sus padres que no se coscaban de nada, sus estancias en el hospital y todo eso… No… no voy a contarte mi vida, tranquila, pero es que es alucinante, ¿sabes…? Cómo era con las tías, cómo se enamoró de una creída, cómo lo despreciaron, y el día que decidió irse a vivir con esa puta… La que estaba embarazada… No, no te voy a contar mi vida, pero hay coincidencias que me han hecho flipar… Salvo su hermano, y ni siquiera, nadie creía en él. Nadie. Pero él, por muy frágil y chalado que estuviera, él sí creía en sí mismo… Bueno… por lo menos eso dice, que tiene fe, que es fuerte y… La primera vez que me lo leí, de un tirón casi, no entendí el trozo que viene en cursiva, al final del libro…
Lo volvió a abrir:
– Carta que Vincent Van Gogh llevaba encima el 29 de julio de 1890… Sólo al día siguiente, o al otro, entendí que el muy idiota se había suicidado, cuando me leí el prólogo. Entendí que esa carta no la había enviado y… joder, me dio una cosa que no veas, tía… Todo lo que dice sobre su cuerpo, yo también lo siento. Todo su sufrimiento, no son sólo palabras, ¿entiendes? Es… o sea, yo… me trae al pairo su trabajo… Bueno, no es que me traiga al pairo, pero no es eso lo que yo he leído. Lo que yo he leído es que si no eres como los demás, si no consigues ser lo que otros esperan de ti, entonces lo pasas mal. Sufres como un perro y al final, la palmas. Pues no, hala. Yo no me pienso morir. Por amistad hacia él, por fraternidad, no voy a morirme… No me da la gana.
Camille bebía sus palabras. Pschhh… Se le acababa de caer la ceniza en el café.
– ¿Te parece absurdo lo que te acabo de decir?
– No, no, qué va, al contrario… yo…
– ¿Tú te lo has leído?
– Claro.
– ¿Y no… no te ha hecho sufrir?
– A mí sobre todo me interesaba su trabajo… Empezó tarde… Era un autodidacta… Un… ¿Conoces sus cuadros?
– Es el de los girasoles, ¿no? Qué va… Lo estuve pensando un tiempo, ir a hojear un libro o algo, pero no me apetece, prefiero mis propias imágenes…
– Quédatelo. Te lo regalo.
– ¿Sabes…? Algún día… si salgo de esta, te daré las gracias. Pero ahora no puedo… Ya te lo he dicho, estoy en las últimas, tía. A parte de este saco de pulgas, ya no me queda nada.
– ¿Cuándo te marchas?
– La semana que viene, si todo va bien…
– ¿Quieres darme las gracias?
– Si puedo…
– Déjame dibujarte…
– ¿Nada más?
– Nada más.
– ¿Desnudo?
– Preferentemente…
– Joder… Tú no has visto cómo tengo el cuerpo…
– Me lo imagino…
Vincent se estaba atando las zapatillas de deporte, mientras su perro daba saltos, excitadísimo.
– ¿Vas a salir?
– Toda la noche… Todas las noches… Camino hasta que no puedo más, luego me paso a tomar mi dosis cotidiana de metadona, y vuelvo aquí a dormir para aguantar hasta el día siguiente. Por ahora no he encontrado un sistema mejor…
Un ruido en el pasillo. La bola de pelos se quedó petrificada.
– Hay alguien… -dijo Vincent muy asustado.
– ¿Camille? ¿Estás bien? Soy… soy tu caballero andante, querida…
Philibert estaba ahí en la puerta, con un sable en la mano.
– ¡Barbès! ¡Siéntate!
– E… estoy un po… poco ridículo, ¿no?
Camille los presentó, riéndose:
– Vincent, éste es Philibert Marquet de la Durbellière, comandante en jefe de un ejército derrotado. Y, dándose la vuelta-: Philibert, éste es Vincent… esto… Sólo Vincent… como Van Gogh…
– Encantado -contestó Philibert, envainando otra vez su artilugio-. Ridículo y encantado… Bueno, pues… me voy a batir en retirada entonces…
– Bajo contigo -contestó Camille.
– Yo también.
– ¿Te… te pasarás por mi casa?
– Mañana.
– ¿Cuando?
– Por la tarde. Y… ¿me traigo al perro?
– Te traes a Barbès, claro…
– ¡Ah, Barbès…! -exclamó Philibert, afligido-. Otro exaltado de la República… ¡Yo hubiera preferido la abadesa de la Rochechouart!
Vincent le lanzó una mirada inquisitiva.
Camille se encogió de hombros, perpleja.
Philibert, que se había dado la vuelta, se ofuscó:
– ¡Pues claro que sí! ¡Y que el nombre de la pobre Marguerite de Rochechouart de Montpipeau se asocie a ese vaina es una aberración!
– ¿De Montpipeau? -repitió Camille-. Joder, tenéis cada nombrecito… Por cierto, ¿por qué no vas a la tele a ese concurso que tanto te gusta?
– ¡Anda, no empieces tú también! Sabes muy bien por qué…
– Pues no. ¿Por qué, a ver?
– Para cuando consiguiera darle al pulsador, ya habría terminado el concurso…
Camille no pegó ojo en toda la noche. Dio mil vueltas en la cama, se levantó cuarenta veces, tropezó con fantasmas, se dio un baño, se levantó tarde, duchó a Paulette, la peinó de cualquier manera, paseó un poco por la calle Grenelle con ella y no fue capaz de probar bocado.
– Qué nerviosa te veo hoy…
– Tengo una cita importante.
– ¿Con quién?
– Conmigo misma.
– ¿Vas al médico? -preguntó Paulette, inquieta.
Como era su costumbre, ésta se quedó dormida después de comer. Camille le quitó de las manos el ovillo de lana, la arropó y se marchó de puntillas.
Se encerró en su habitación, cambió cien veces el taburete de sitio y examinó su material con circunspección. Estaba mareada.
Franck acababa de volver a casa. Estaba vaciando una lavadora. Después de lo de su jersey jívaro, tendía él mismo su ropa, y, como un ama de casa desquiciada, echaba pestes sobre las secadoras porque desgastaban las fibras y deformaban los cuellos.
Apasionante.
Fue él a abrir la puerta.
– Vengo a ver a Camille.
– Al fondo del pasillo…
Después se encerró en su habitación, y Camille le agradeció su discreción por una vez…
Los dos estaban muy incómodos pero por motivos distintos.
Falso.
Los dos estaban muy incómodos y por el mismo motivo: sus tripas.
Fue él quien rompió el hielo:
– Bueno… ¿empezamos? ¿Tienes un vestidor? ¿Un biombo? ¿Algo?
Camille lo bendijo para sus adentros.
– ¿Has visto? He puesto la calefacción a tope. No vas a pasar frío…
– ¡Hala, cómo mola tu chimenea!
– Joder, me siento como si estuviera en casa de un cliente, qué angustia… ¿Me… me quito también el calzoncillo?
– Si prefieres dejártelo, te lo dejas…
– Pero mejor si me lo quito, ¿no?
– Sí. De todas formas, siempre empiezo por la espalda…
– Mierda. Seguro que estoy lleno de granos…
– No te preocupes, trabajando medio desnudo entre las salpicaduras de las olas, se te habrán quitado todos los granos antes de que termines el primer cargamento de estiércol…
– Tú serías una magnífica estilista, ¿lo sabías?
– Sí, seguro… Anda, sal de ahí ya y ven a sentarte.
– Al menos me podrías haber puesto delante de la ventana… Para que me distrajera un poco…
– No decido yo.
– ¿Ah, no? ¿Quién, entonces?
– La luz. Y no te quejes, que luego estarás de pie…
– ¿Durante cuánto tiempo?
– Hasta que te caigas redondo…
– Te caerás tú antes que yo.
– Mmm -contestó Camille.
Que quería decir: me extrañaría…
Empezó por una serie de bosquejos, dando vueltas alrededor de él. Su tripa y su mano fueron ganando flexibilidad.
Él, en cambio, estaba cada vez más tenso.
Cuando Camille se le acercaba demasiado, cerraba los ojos.
¿Tenía granos? Camille no los vio. Vio sus músculos contraídos, sus hombros cansados, sus cervicales que sobresalían bajo su nuca cuando bajaba la cabeza, su columna vertebral semejante a una larga cresta erosionada, su nerviosismo, su febrilidad, sus mandíbulas y sus pómulos salientes. Los surcos alrededor de sus ojos, la forma de su cráneo, su esternón, su pecho hundido, sus brazos esqueléticos y llenos de puntos oscuros. El conmovedor dédalo de sus venas bajo la piel clara y el paso de la vida sobre su cuerpo. Sí. Sobre todo eso: la huella del abismo, las marcas de las orugas de un enorme tanque invisible, y también su extremo pudor.
Al cabo de cerca de una hora, Vincent le preguntó si podía leer.
– Sí. Lo que tarde en amaestrarte…
– ¿Pe… pero todavía no has empezado a dibujarme?
– No.
– ¡Jolín! ¿Leo en voz alta?
– Si quieres…
Manoseó el libro un momento antes de abrirlo del todo, separando bien ambas partes:
– Noto que padre y madre reaccionan instintivamente con respecto a mí (no he dicho inteligentemente).
»Vacilan en acogerme en casa, como se vacilaría en acoger a un perrazo hirsuto. Entrará con esas patazas, y además es muy hirsuto.
»Molestará a todo el mundo. Y ladra muy fuerte.
»Vamos, que es un mal bicho.
»Bien, pero el animal tiene una historia humana, y aunque no sea más que un perro, un alma humana. Además un alma lo suficientemente sensible como para sentir lo que piensan de él, mientras que un perro normal no es capaz.
»¡Oh!, este perro es el hijo de nuestro padre, pero le hemos dejado tantas veces que correteara por la calle que a la fuerza se ha tenido que volver más fiero. ¡Bah!, padre hace años que olvidó ese detalle, no hay pues motivo para hablar de ello…
Vincent carraspeó.
– Por… mmm, perdón… Por supuesto, el perro se arrepiente de haber venido; la soledad era menos grande en el brezo que en esa casa, pese a todas sus amabilidades. El animal ha venido de visita en un momento de debilidad. Espero que se me perdone este fallo; en cuanto a mí, evitaré…
– Stop -lo interrumpió Camille-. Para, por favor. Para.
– ¿Te molesta?
– Sí.
– Perdona.
– Bueno. Ya está. Ahora ya sí te conozco…
Camille cerró su cuaderno y las náuseas la asaltaron de nuevo. Levantó la barbilla y echó la cabeza para atrás.
– ¿Estás bien?
– …
– Ahora… te vas a volver hacia mí, y te vas a sentar separando las piernas y poniendo las manos así…
– ¿Tengo que separar las piernas, estás segura?
– Sí. Y la mano, mira… Doblas la muñeca y separas los dedos… Espera… No te muevas…
Camille rebuscó entre sus cosas y le enseñó la reproducción de un cuadro de Ingres.
– Exactamente así…
– ¿Quién es este gordo?
– Louis-François Bertin.
– ¿Y ése quién es?
– El Buda de la burguesía acaudalada, ahíta y triunfante… No lo digo yo, sino Manet… Sublime, ¿no te parece?
– ¿Y quieres que pose como él?
– Sí.
– Estoooo… Eh… entonces separo las piernas… ¿no?
– ¡Eh!… Deja de pensar en tu polla… Ya está bien, tío… A mí me resbala, ¿sabes?… -lo tranquilizó, hojeando sus bocetos-. Toma, mira. Aquí la tienes…
– ¡Oh!
Una sílaba de nada, enternecida y decepcionada…
Camille se sentó y colocó la tabla sobre sus rodillas. Se levantó otra vez, intentó con un caballete, pero tampoco le gustaba. Se estaba poniendo nerviosa, se maldecía, sabía perfectamente que toda esa historia no tenía sentido, lo hacía sólo para apartarse un poco más del abismo.
Por fin, colocó el papel en vertical y decidió sentarse exactamente a la misma altura que su modelo.
Inspiró una gran bocanada de valentía y expiró un vientecillo desfalleciente. Se había equivocado, nada de sanguina. Mina de plomo, plumilla y aguada de tinta sepia.
El modelo habló.
Camille levantó el codo. Su mano quedó suspendida en el aire, temblorosa.
– Tú sobre todo no te muevas. Ahora vuelvo.
Corrió a la cocina, dejó caer varias cosas, cogió la botella de ginebra y ahogó su miedo en ella. Cerró los ojos y se agarró al borde del fregadero. Vamos… Otro sorbito más…
Cuando volvió y se sentó, Vincent la observó sonriendo.
Lo sabía.
Sea cuál sea su adicción, esa gente se reconoce entre ella. Siempre.
Era como una sonda… Como un radar.
Complicidad confusa e indulgencia compartida…
– ¿Te encuentras mejor?
– Sí.
– ¡Pues hala, venga! ¡Que no tenemos todo el día, joder!
Vincent estaba sentado muy erguido. Ligeramente ladeado, como el del cuadro. Respiró y sostuvo la mirada de quien lo humillaba sin saberlo.
Sombrío y luminoso.
Devastado.
Confiante.
– ¿Cuánto pesas, Vincent?
– Unos sesenta kilos…
Sesenta kilos de provocación.
(Aunque no fuera muy complaciente, era una pregunta interesante: ¿Camille Fauque había tendido la mano a ese chico para ayudarlo, como creía él a pies juntillas, o para disecarlo, desnudo e indefenso, sobre una silla de cocina de formica roja?
¿Compasión? ¿Filantropía? ¿Verdaderamente?
¿No había sido premeditado todo esto? Instalarlo ahí arriba, la comida para perros, la confianza, la irritación de Pierre Kessler, echarlo de la buhardilla y ponerse ella entre la espada y la pared?
Los artistas son unos monstruos.
No, hombre. Sería demasiado contrariante… Otorguémosle el beneficio de la duda y callémonos. Esta chica no era muy transparente, pero cuando plantaba las garras en la cuestión, era fulgurante. ¿Y tal vez incluso su generosidad sólo se manifestara ahora? Cuando sus pupilas se contraían y se volvía tan despiadada…)
Ya era casi de noche. Camille había encendido la luz sin darse cuenta y sudaba tanto como él.
– Se acabó. Tengo calambres. Me duele todo.
– ¡No! -gritó Camille.
Su dureza los sorprendió a ambos.
– Perdóname. No… no te muevas, te lo suplico…
– En mis pantalones… En el bolsillo de delante… Tranxène…
Camille fue a buscarle un vaso de agua.
– Te lo suplico… Un poco más, puedes apoyar la espalda si quieres… No… no sé trabajar de memoria… Si te vas ahora, mi dibujo estará muerto… Perdóname… Ya casi he terminado.
– Ya está. Puedes vestirte.
– ¿Es grave, doctor?
– Espero que sí… -murmuró Camille.
Vincent volvió, estirándose, acarició a su perro y le dijo cariñitos al oído. Se encendió un cigarro.
– ¿Quieres verlo?
– No.
– Sí.
Se quedó estupefacto.
– Joder… Es… es duro.
– No. Es tierno…
– ¿Por qué te has parado en los tobillos?
– ¿Quieres la versión de verdad, o la que me voy a inventar sobre la marcha?
– La de verdad.
– ¡Porque se me dan fatal los pies!
– ¿Y la otra?
– Porque… ¿poco te retiene ya aquí, no?
– ¿Y mi perro?
– Aquí está tu perro. Lo he dibujado antes, mirando por encima de tu hombro…
– ¡Hala! ¡Qué bonito sale! Qué bonito, qué bonito, qué bonito…
Camille arrancó la hoja.
«Tú esfuérzate -rezongó de mentirijillas-, mátate, resucítalos, ofréceles la inmortalidad, y lo único que les conmueve son cuatro garabatos de su chucho…»
Desde luego…
– ¿Te gusta cómo te ha quedado?
– Sí.
– ¿Voy a tener que volver?
– Sí… Para decirme adiós y para darme tu dirección… ¿Quieres tomar algo?
– No. Me tengo que ir a la cama, no me encuentro bien…
Precediéndolo por el pasillo, Camille se dio una palmada en la frente:
– ¡Paulette! ¡Me he olvidado de ella!
Su habitación estaba vacía.
Mierda…
– ¿Qué pasa?
– He perdido a la abuela de mi compañero de piso…
– Mira… Hay una nota encima de la mesa…
No queríamos molestarte. Paulette está conmigo. Ven en cuanto puedas. P-S.: el perro de tu colega se ha cagao en el bestíbulo.
Camille extendió los brazos y se elevó por encima del Campo de Marte. Pasó rozando la Torre Eiffel, acarició las estrellas y se posó delante de la puerta de servicio del restaurante.
Paulette estaba sentada en el despacho del chef.
Dilatada de felicidad.
– Me había olvidado de usted…
– Que no, tonta, estabas trabajando… ¿Has terminado?
– Sí.
– ¿Estás bien?
– ¡Tengo hambre!
– ¡Lestafier!
– Sí, señor…
– Prepárame un buen filete bien rojito para el despacho.
Franck se dio la vuelta. ¿Un filete? Pero si ya no tenía dientes…
Cuando comprendió que era para Camille, su asombro fue aún mayor.
Se comunicaron por señas:
– ¿Para ti?
– Sííííí -contestó ella, asintiendo con la cabeza.
– ¿Un filetón bien gordo?
– Sííííí.
– ¿Te has vuelto loca?
– Síííííí.
– ¡Eh! Estás preciosa cuando eres feliz, ¿lo sabías?
Pero eso, Camille no lo comprendió, y por lo tanto contestó al azar que sí.
– Vaya, vaya… -dijo el chef, tendiéndole el plato-, no es por nada, pero las hay con suerte…
El filete tenía forma de corazón.
– Ah, pero qué bueno es este Lestafier -suspiró el chef-, pero qué bueno es…
– Y qué guapetón… -añadió su abuela, que se lo comía con los ojos desde hacía dos horas.
– Bueno… Hasta ahí no voy a llegar… ¿Qué le pongo para acompañar el filete? Veamos… Un Côtes-du-Rhône y bebo yo también… ¿Y usted, abuela? ¿Todavía no le han servido el postre?
Un grito después, Paulette ya estaba atacando su dulce…
– Caray -añadió el chef, chasqueando la lengua-, cuánto ha cambiado su nieto… Ya no lo reconozco…
Y dirigiéndose a Camille:
– ¿Usted qué le ha hecho?
– Nada.
– ¡Pues entonces, perfecto! ¡Siga así! ¡Le sienta muy bien! No, venga, ahora en serio… Está bien este chaval… Está bien…
Paulette lloraba.
– ¿Pero qué pasa? ¿Y yo qué he dicho? ¡Beba, por Dios! ¡Beba! Maxime…
– ¿Sí, señor?
– Tráigame una copa de champán, haga el favor…
– ¿Se encuentra mejor?
Paulette se sonaba la nariz, disculpándose:
– Si supiera usted qué calvario… Lo expulsaron del primer instituto, y del segundo, y del curso de formación, de los cursillos de prácticas, del de aprendiz, de…
– ¡Pero eso no tiene ninguna importancia! -exclamó él-. ¡Mírelo ahora! ¡Cómo domina la situación! ¡Me lo intentan quitar de todos lados! ¡Terminará con uno o dos macarrones, su chaval!
– ¿Cómo ha dicho? -preguntó Paulette, inquieta.
– Las estrellas…
– Ah… ¿y tres no? -preguntó, un poco decepcionada.
– No. Tiene demasiado genio para eso. Y es demasiado… sentimental…
Le guiñó un ojo a Camille.
– Por cierto, ¿está bueno ese filete?
– Delicioso.
– Toma, claro… Bueno, me voy para allá… Si necesitan algo, me llaman.
Cuando volvió a casa, Franck pasó primero por la habitación de Philibert, que mordisqueaba un lápiz bajo su lamparita de noche.
– ¿Te molesto?
– ¡En absoluto!
– Ya casi no nos vemos…
– Apenas nada ya, en efecto… Por cierto, ¿sigues trabajando los domingos?
– Sí.
– Entonces pásate a vernos el lunes si no tienes otra cosa que hacer…
– ¿Qué estás leyendo?
– Estoy escribiendo.
– ¿A quién?
– Escribo un texto para mi taller de teatro… Desgraciadamente, todos tenemos que subir al escenario a final de curso…
– ¿Nos vas a invitar?
– No sé si me atreveré…
– Oye, dime una cosa… ¿Marchan bien las cosas?
– ¿Cómo dices?
– Entre Camille y mi abuela, me refiero.
– La entente cordial.
– ¿No te parece que esté hasta las narices?
– ¿Quieres que te diga la verdad?
– ¿Qué pasa? -preguntó Franck, inquieto.
– No, no está hasta las narices, pero terminará por estarlo… Acuérdate… Le prometiste que le dejarías dos días libres a la semana… Prometiste que dejarías el trabajo los domingos…
– Sí, ya lo sé, pero…
– Basta -lo interrumpió Philibert-. Ahórrame tus excusas. No me interesan. ¿Sabes?, tienes que madurar un poco, chico… Es como esto… -Le señaló su cuaderno lleno de tachaduras-. Lo queramos o no, un buen día todos tenemos que pasar por ello…
Franck se puso de pie, pensativo.
– Lo diría, si estuviera hasta las narices, ¿no?
– ¿Tú crees?
Philibert miraba los cristales de sus gafas mientras los limpiaba.
– No lo sé… Es tan misteriosa… Su pasado… Su familia… Sus amigos… Lo ignoramos todo de esta joven… En lo que a mí respecta, aparte de sus cuadernos, no dispongo de ningún elemento que me permita establecer la más mínima hipótesis sobre su biografía… No recibe correo, ni llamadas, ni invitados… Imagínate que un día la perdiéramos, ni siquiera sabríamos a quién dirigirnos…
– No digas eso.
– Sí que lo digo. Piensa en ello, Franck, me convenció, fue a buscar a Paulette, le cedió su habitación, actualmente se ocupa de ella con una ternura increíble, ni siquiera, no es que se ocupe de ella, la cuida. Se cuidan mutuamente… Las oigo reír y charlar todo el día cuando estoy en casa. Encima, intenta trabajar por las tardes, y tú ni siquiera eres capaz de cumplir con lo que te comprometiste…
Philibert volvió a ponerse las gafas y lo miró fijamente durante varios segundos:
– No, no estoy muy orgulloso de ti, guripa.
Sin hacer ruido, Franck fue después a arroparla y a apagarle la tele.
– Ven aquí -le dijo ella, bajito.
Mierda. No estaba dormida.
– Estoy orgullosa de ti, tesoro…
Joé, a ver si nos aclaramos un poco, pensó, dejando el mando a distancia sobre su mesa de noche.
– Anda, abuela… Ahora duérmete…
– Muy orgullosa.
Que sí, hombre, que sí…
La puerta de la habitación de Camille estaba entreabierta. La abrió un poco más y dio un respingo.
La tenue luz del pasillo iluminaba el caballete.
Franck permaneció un momento inmóvil.
Estupefacción, miedo y deslumbramiento.
Entonces, ¿ella tenía razón, una vez más?
¿Uno podía comprender ciertas cosas sin haberlas aprendido?
¿Entonces no era tan tonto al fin y al cabo? Ya que, instintivamente, había extendido la mano hacia ese cuerpo derrumbado para ayudarlo a incorporarse, entonces no era tan estúpido, ¿no?
Vio una araña en el suelo. La aplastó con el pie y cogió una cerveza.
La dejó calentarse un poco.
No debería haberse demorado en el pasillo.
Todas esas historias interferían con sus instrumentos de navegación…
Joder…
Pero bueno, ahora estaba bien. Por una vez, la vida se comportaba bien…
Se apartó rápidamente la mano de la boca. Llevaba once días sin comerse las uñas. Salvo el meñique.
Pero el meñique no contaba.
Madurar, madurar… Si no había hecho más que eso, madurar…
¿Qué sería de todos ellos si ella desaparecía?
Se tiró un eructo. Bueno, basta de tonterías, que tengo que preparar la masa para las crêpes…
Por máxima devoción hacia ellas, batió la masa a mano para no molestarlas, murmuró algunas palabras mágicas que sólo él conocía y la dejó reposar.
La cubrió con un trapo limpio y salió de la cocina, frotándose las manos.
Al día siguiente, le ofrecería unas crêpes Suzette para retenerla para siempre a su lado.
Jajajá… Solo ante el espejo del cuarto de baño, imitó la risa demoniaca de Satanás en Les fous du volant…
Jujujú… Ésta era la de Diábolo.
Pero qué bien me lo paso…
Franck no había pasado la noche con ellos desde hacía tiempo. Durmió bien y soñó con los angelitos.
A la mañana siguiente fue a buscar unos cruasanes y desayunaron todos juntos en la habitación de Paulette. El cielo estaba muy azul. Philibert y Paulette se intercambiaban mil y una cortesías encantadoras, mientras que Franck y Camille se aferraban a sus tazones en silencio.
Franck se preguntaba si tendría que cambiar ya las sábanas, y Camille, si tenía que cambiar ciertos detalles. Franck intentó interceptar su mirada, pero ella ya no estaba allí. Estaba en la calle Séguier, en el salón de Pierre y Mathilde, a punto de venirse abajo y de salir corriendo.
«Si las cambio ahora, ya no querré echarme esta tarde, y si las cambio después de la siesta, quedará un poco guarrete, ¿no? Ya la estoy oyendo burlarse…»
«O si no, ¿me paso por la galería? ¿Le dejo el portafolio a Sophie y me largo enseguida?»
«Y además, lo mismo… lo mismo ni siquiera nos tumbamos… Nos quedaremos de pie, como en las pelis…»
«No, no es una buena idea… Si está allí, me obligará a quedarme, y a sentarme para hablar con él de ello. Yo no quiero hablar. Me trae sin cuidado su palabrería. O se los queda, o no se los queda. Punto. Y su palabrería, que la deje para sus clientes…»
«Me daré una ducha en el vestuario antes de irme…»
«Me cogeré un taxi y le diré al taxista que me espere en doble fila delante de la puerta…»
Los preocupados y los despreocupados se sacudieron las migas suspirando y se dispersaron tranquilamente.
Philibert ya estaba en el vestíbulo. Con una mano le sostenía la puerta a Franck, y en la otra llevaba una maleta.
– ¿Te vas de vacaciones?
– No, son accesorios.
– ¿Accesorios para qué?
– Para mi papel…
– Joder… ¿De qué va la cosa? ¿Es una historia de capa y espada? ¿Vas a corretear por todo el escenario y eso?
– Claro, hombre… Me voy a colgar del telón, y luego me tiraré sobre el público… Anda… Pasa o te empalo…
Con un cielo tan azul como ése, Camille y Paulette no podían por menos de bajar al «jardín».
La anciana caminaba con creciente dificultad y tardaban casi una hora en recorrer la avenida Adrienne-Lecouvreur. Camille sentía un hormigueo en las piernas, le ofrecía el brazo, adoptaba sus pasitos cortos y no podía evitar sonreír cuando veía el cartel que rezaba: Paso reservado a los jinetes, velocidad moderada… Cuando se detenían, era para sacar fotos para los turistas, para ceder el paso a los que hacían footing o para intercambiar unas palabras sin importancia con otros maratonianos de la edad de Paulette.
– ¿Paulette?
– ¿Sí, hija?
– ¿Se molesta si le hablo de una silla de ruedas?
– …
– Bueno… veo que sí se molesta…
– ¿Tan vieja soy entonces? -susurró Paulette.
– ¡No! ¡En absoluto! ¡Al contrario! Pero estaba pensando que… como el andador nos estorba, podría usted empujarlo un rato, hasta que se cansara, luego podría relajarse, ¡y yo la llevaría al fin del mundo!
– …
– Paulette… Estoy harta de este parque… Ya no puedo ni verlo. Creo que ya he contado todas las chinitas, todos los bancos, y todas las papeleras para las cacas de perro… Hay once en total… Estoy harta de esos autobusarros horrorosos, estoy harta de esos grupos de turistas sin imaginación, harta de encontrarme siempre con la misma gente… La cara de póker de los guardias, y el tío ese… el de la condecoración de la Legión de Honor que apesta a meado… En París hay tantas otras cosas que ver… Tiendas, callejones, patios interiores, galerías, el jardín de Luxemburgo, los bouquinistes, el jardín de Notre-Dame, el mercado de flores, las orillas del Sena, el… No, de verdad, se lo aseguro, esta ciudad es maravillosa… Podríamos ir al cine, a un concierto, a escuchar operetas, mi ramito de violetas y todo eso… Así estamos atrapadas en este barrio de viejos donde todos los niños van vestidos igual, donde todas las niñeras tienen la misma cara, y todo es tan previsible… Qué feo.
Silencio.
Paulette pesaba cada vez más sobre su brazo.
– Vale, está bien… Voy a ser sincera con usted… Estoy intentando camelármela como puedo, pero la verdad no es ésa. La verdad es que se lo pido como un favor… Si tuviéramos una silla de ruedas, y si usted aceptara utilizarla de vez en cuando, podríamos saltarnos la cola de todos los museos y entrar siempre las primeras… Y a mí, entiéndalo, eso me vendría de perlas… Hay un montón de exposiciones que me muero por ver pero me da una pereza tremenda tragarme toda la cola…
– ¡Anda, tontorrona, haberlo dicho antes! ¡Si es para hacerte un favor a ti, yo encantada! ¡Pero si lo estoy deseando!
Camille se mordió los carrillos para no sonreír. Bajó la cabeza y articuló un «gracias» demasiado solemne para ser sincero.
¡Vamos, vamos, antes de que se arrepienta! Se precipitaron pues a la farmacia más cercana.
– Nosotros trabajamos mucho la Classic 160 de la casa Sunrise… Es un modelo plegable que nos satisface por completo… Es una silla muy ligera, de fácil manejo, pesa catorce kilos… Nueve sin las ruedas… Reposapiés abatibles… Reposabrazos y altura del respaldo regulables… Asiento reclinable… ¡Ah, no, eso es con suplemento!… Ruedas fáciles de quitar… Cabe sin problemas en el maletero del coche… También se puede regular la profundidad de… esto…
Paulette, abandonada entre los champús y el expositor de Scholl estaba poniendo una cara tan larga que la vendedora no se atrevió a terminar su parrafada.
– Bueno, las dejo… Tengo mucha gente a la que atender… Tenga, aquí encontrará toda la información…
Camille se arrodilló detrás de ella.
– Ésta no está mal, ¿no?
– …
– Francamente, me lo esperaba peor… Es un modelo como muy deportivo… Y negra queda muy elegante…
– Sí, anda… ¡ya que estás, dime también que me favorece!
– Sunrise Medical… les ponen unos nombrecitos que… 37… Ésta es su región, ¿no?
Paulette se puso las gafas:
– ¿Dónde?
– Pues… Chanceux-sur Choisille…
– ¡Anda! ¡Pues sí! ¡Chanceux! ¡Pero si sé muy bien dónde queda esto!
Hecho, asunto arreglado.
Gracias, Dios mío. De no ser por la coincidencia regional, salíamos de la farmacia con un kit de pedicura y unas zapatillas con suela antideslizante…
– ¿Cuánto es?
– 558 euros sin contar las tasas…
– Ah, vaya… Pero… ¿no se puede alquilar?
– Este modelo, no. Para alquilar tenemos otro. Más robusto y más pesado. Pero… esto se lo cubrirá el seguro al cien por cien, ¿no? La señora tendrá un seguro, me imagino…
La empleada sintió que se estaba dirigiendo a dos viejas medio retrasadas.
– ¡No van a pagar ustedes por la silla de ruedas! Vayan a su medico, y pídanle una receta… Visto su estado, no habrá ningún problema… Tengan, les doy esta pequeña guía… Aquí tienen todas las referencias… ¿Tienen algún generalista?
– Pues…
– Si no está acostumbrado, enséñenle este código: 401 A02.I. Lo demás ya lo gestionarán con el CNAM, ¿de acuerdo?
– Ah… vale… y… ¿qué es eso del CNAM?
Ya en la calle, Paulette se tambaleó:
– Si me llevas a un médico, me devolverá al asilo…
– ¡Eh, Paulette, tranquila!… No iremos nunca a un médico, yo los odio tanto como usted, ya nos las apañaremos… No se preocupe…
– Van a dar conmigo… van a dar conmigo… -lloraba Paulette.
Al volver a casa no tenía apetito, y permaneció postrada en su cama toda la tarde.
– ¿Qué le pasa? -se preocupó Franck.
– Nada. Hemos ido a la farmacia a buscar una silla, y como la dependienta ha dicho algo de ir a un médico, se ha quedado traumatizada…
– ¿Una silla de qué tipo?
– Pues… ¡de ruedas, de qué va a ser!
– ¿Para qué?
– ¡Pues para rodar, idiota! ¡Para ver mundo!
– Joder, ¿pero tía, tú de qué vas? ¡Ella está bien así! ¿Por qué la quieres llevar de aquí para allá dando vueltas como una peonza?
– Mira… Tú ya me estás empezando a tocar las narices, ¿sabes? ¡Pues no tienes más que ocuparte tú un poco de ella también! ¡No tienes más que limpiarle el culo de vez en cuando, y así verías un poco de lo que te estoy hablando! A mí no me importa cargar con ella, es un encanto tu abuelita, ¡pero necesito moverme un poco, irme de paseo, distraerme un poco, joder! No, si tú ya sé que ahora mismo estás de puta madre, ¿verdad? Tranquilízame, a ti, ahora mismo, no te incordia nada, ¿eh? Ya sea Philou, Paulette o tú, todo lo que sea estar en casa, comer, currar y dormir, os basta, no necesitáis más… ¡Pero yo sí, mira tú por dónde! ¡Yo ya estoy empezando a ahogarme, tío! Y además me encanta andar, y ahora viene el buen tiempo… Así que déjame que te lo vuelva a decir: hacer de niñera para tu abuela, yo encantada, pero con la opción gran turismo, si no, os las apañáis…
– ¿Qué?
– ¡Nada!
– No te pongas así…
– ¡No tengo más remedio! ¡Eres tan egoísta, que si no me quejo a gritos nunca harás nada para ayudarme!
Franck se marchó dando un portazo y Camille se encerró en su habitación.
Cuando salió, los encontró a los dos en el vestíbulo. Paulette estaba feliz: su nieto se estaba ocupando de ella.
– Hala, gordinflona, siéntate. Esto es como con una moto, para llegar lejos hay que ajustar bien las tuercas…
Franck estaba agachado en el suelo, revisando una a una todas las palancas:
– ¿Los pies están bien a esta altura?
– Sí.
– ¿Y los brazos?
– Un poco altos…
– Bueno, Camille, vente para acá. Ya que la que vas a empujar eres tú, vente para acá que te ajuste los agarradores…
– Perfecto. Bueno, tengo que irme… Acompañadme al curro y así la probamos…
– ¿Cabe en el ascensor?
– No. Hay que plegarla… -contestó nervioso-. Pero mejor, no está incapacitada, que yo sepa, ¿no?
– Brrrrum, brrrum… Ponte el cinturón, que tengo prisa.
Cruzaron el parque a toda velocidad. Al llegar al semáforo, Paulette tenía el pelo revuelto, y las mejillas coloradas.
– Bueno, chicas… Yo ya os dejo. Mandadme una postal cuando estéis en Katmandú…
Ya había recorrido unos cuantos metros cuando se dio la vuelta:
– ¡Eh! ¡Camille! No te olvides de lo de esta noche, ¿eh?
– ¿El qué?
– Las crêpes…
– ¡Mierda!
Camille se llevó la mano a la boca.
– Se me había olvidado… No voy a estar en casa.
Franck acusó el golpe.
– Además es importante… No lo puedo anular… Es una cosa de trabajo…
– ¿Y ella?
– Le he pedido a Philou que tome el relevo…
– Bueno… pues nada, qué se le va a hacer… Nos las comeremos sin ti…
Aguantó estoicamente la desesperación y se alejó, retorciéndose.
Le picaba la etiqueta de su calzoncillo nuevo.
Mathilde Daens-Kessler era la mujer más guapa que Camille había conocido en su vida. Era muy alta, mucho más que su marido, muy delgada, muy alegre, y muy culta. Pisaba nuestro pequeño planeta sin darle importancia, se interesaba por todo, se sorprendía por cualquier cosa, se divertía, se indignaba blandamente, a veces apoyaba su mano sobre la tuya, siempre hablaba en voz baja, dominaba cuatro o cinco lenguas, y escondía sus cartas tras una sonrisa desalentadora.
Tan guapa que a Camille jamás se le pasó por la cabeza dibujarla.
Era demasiado arriesgado. Tenía demasiada vida.
Sólo un boceto de nada, una vez. Su perfil… El final de su moño y sus pendientes… Pierre se lo robó, pero no era ella. Faltaban su voz grave, su presencia resplandeciente y los hoyuelos en sus mejillas cuando reía.
Tenía la bondad, la arrogancia y la desenvoltura de quienes han nacido entre sábanas de organza. Su padre había sido un gran coleccionista, Mathilde siempre había vivido rodeada de cosas bellas y nunca había contado nada en su vida, ni sus bienes, ni sus amigos, y menos aún sus enemigos.
Ella era rica, y Pierre, emprendedor.
Permanecía callada cuando él hablaba, y luego enmendaba las tonterías que decía su marido en cuanto éste miraba para otro lado. Pierre bajaba los humos a sus jóvenes protegidos. No se equivocaba jamás, era él quien había lanzado a Voulys y a Barcarès por ejemplo, y ella se las ingeniaba para retenerlos.
Retenía a quien quería.
Su primer encuentro, Camille se acordaba muy bien, había tenido lugar en la escuela de Bellas Artes con ocasión de una exposición de proyectos de fin de curso. Los precedía una especie de aura… El marchante terrible y la hija de Witold Daens… La gente esperaba su llegada, los temía, y estaba al acecho de su más mínima reacción. Camille se sintió miserable cuando se acercaron a saludarlos, a ella y a su pandilla de desharrapados… Bajó la cabeza al estrecharle la mano, esquivó torpemente algún que otro cumplido, y buscó con la mirada algún agujero en el que esconderse por fin.
Era en junio, de eso hacía ya casi diez años… Unas golondrinas daban un concierto en el patio de la escuela, y se estaban tomando un ponche malejo mientras escuchaban hablar a Kessler. Camille no oía nada. Miraba a Mathilde. Aquel día llevaba una túnica azul y un ancho cinturón de plata en el que se agitaban unos minúsculos cascabelitos al compás de sus movimientos.
Fue un flechazo…
Después los invitaron a un restaurante de la calle Dauphine y, al final de una cena en la que el vino había corrido generosamente, su novio la instó a que abriera su portafolio. Camille no quiso.
Unos meses más tarde, regresó a verlos. Ella sola.
Pierre y Mathilde poseían dibujos de Tiepolo, de Degas y de Kandinsky, pero no tenían hijos. Camille no se atrevió jamás a abordar ese tema, y se abandonó entre sus redes por completo. Después Camille resultó ser tan decepcionante que las mallas se dieron de sí…
– ¡Esto es absurdo! ¡Lo que haces no tiene ningún sentido! -la regañaba Pierre.
– ¿Por qué no te quieres a ti misma? ¿Por qué? -añadía Mathilde con más dulzura.
Y Camille dejó de asistir a sus inauguraciones.
En la intimidad, Pierre todavía se desesperaba:
– ¿Por qué?
– No la hemos querido lo suficiente -contestaba su mujer.
– ¿Nosotros?
– Todo el mundo…
Pierre se abandonaba sobre el hombro de Mathilde, gimiendo:
– Oh… Mathilde… Mi bellísima Mathilde… ¿Por qué a ésta la has dejado escapar?
– Volverá.
– No. Va a desperdiciar todo su talento…
– Volverá.
Y Camille volvió.
– ¿No está Pierre?
– No, está cenando con sus ingleses, no le he dicho que venías, me apetecía verte un poco…
Y al descubrir su portafolio, dijo:
– Pero… ¿has… has traído algo?
– Qué va, no es nada… Una tontería que le prometí el otro día…
– ¿Puedo verlo?
Camille no contestó.
– Bueno, pues lo esperaré…
– ¿Es tuyo?
– Psé…
– Dios mío… Cuando sepa que has traído algo, le va a dar un patatús… Voy a llamarlo…
– ¡No, no! -replicó Camille-. ¡Déjelo! Le digo que no es nada… Es algo entre él y yo. Una especie de pago de alquiler…
– Muy bien. Venga… A cenar.
En su casa todo era bonito, la vista, los objetos, las alfombras, los cuadros, la vajilla, el tostador, todo. Hasta el aseo era bonito. Sobre una reproducción de yeso se leían los versos que Mallarmé había escrito en su propio cuarto de baño:
Tú que alivias tu tripa,
Puedes en este refugio sombrío,
Cantar o fumarte una pipa,
Pero sin ponerlo todo perdido.
La primera vez que lo vio, Camille alucinó:
– ¡¿Han… han comprado un pedazo del retrete de Mallarmé?!
– No hombre, no… -dijo Pierre riéndose-, es que conozco al tipo que les hizo el vaciado… ¿Conoces su casa? ¿En Vulaines?
– No.
– Pues ya te llevaremos algún día… Es un sitio que te va a encantar… Ya verás, te va a encantar…
Y todo era agradable. Hasta su papel higiénico era más suave que en otros sitios…
Mathilde estaba feliz:
– ¡Qué guapa estás! ¡Qué buena cara tienes! ¡Qué bien te queda el pelo corto! Has engordado, ¿no? Qué alegría verte así… De verdad, qué alegría… Te he echado tanto de menos, Camille… Si supieras cuánto me hartan a veces todos esos genios… Cuanto menos talento tienen, más ruido meten… A Pierre le trae sin cuidado, está en su salsa, pero yo, Camille, yo… Cómo me aburro… Ven, siéntate a mi lado, cuéntame…
– Yo no sé contar nada… Mejor le enseño mis cuadernos…
Mathilde pasaba las hojas y Camille las comentaba.
Y fue al presentar así a su gente cuando se dio cuenta de verdad del apego que les tenía.
Philibert, Franck y Paulette se habían convertido en las personas más importantes de su vida y se estaba dando cuenta justo en ese momento, ahí, entre dos cojines persas del siglo xviii. Camille estaba impresionada.
Entre el primer cuaderno y el último dibujo que había hecho hacía un momento (Paulette radiante en su silla de ruedas delante de la Torre Eiffel), apenas habían transcurrido unos pocos meses, y sin embargo, Camille ya no era la misma… Ya no era la misma persona la que sostenía el lápiz… Se había desperezado, había cambiado de piel, y dinamitado los bloques de granito que le impedían avanzar desde hacía tantos años…
Esa noche, había gente que esperaba su regreso… Gente a quien le traía sin cuidado lo que valiera… Que la querían por otros motivos… Por ella misma, tal vez…
¿Por mí?
Por ti…
– Bueno, ¿qué pasa? -se impacientó Mathilde-. Ya no me cuentas nada… ¿Y ésta quién es?
– Johanna, la peluquera de Paulette…
– ¿Y esto?
– Los botines de Johanna… Puro estilo rockabilly, ¿no? ¿Cómo puede soportar una cosa así una chica que trabaja todo el día de pie? La abnegación al servicio de la elegancia, supongo…
Mathilde se reía. Esos zapatos eran francamente horrorosos…
– Y éste de aquí, sale en muchos dibujos, ¿no?
– Es Franck, el cocinero del que le hablaba antes justamente…
– Es guapo, ¿no?
– ¿Usted cree?
– Sí… Se parece al joven Farnesio pintado por Tiziano, sólo que con diez años más…
Camille levantó los ojos al cielo:
– Qué va, lo que hay que oír…
– ¡Que sí! ¡Te lo digo en serio!
Mathilde se levantó y volvió con un libro:
– Toma, mira. La misma mirada oscura, las mismas aletas de la nariz, la misma barbilla prominente, las mismas orejas un poquitín de soplillo… El mismo fuego latente por dentro…
– Qué va, hombre, qué va -repetía Camille, mirando de reojo el retrato-, el mío tiene granos…
– Oh… ¡Lo estropeas todo!
– ¿Esto es todo? -quiso saber Mathilde, abatida.
– Pues sí…
– Está bien. Está muy bien. Es… es maravilloso…
– Calle, no siga…
– No me contradigas, jovencita, yo no sabré pintar, pero sí sé mirar… A la edad en que cualquier niño va al teatro de marionetas, a mí ya me llevaba mi padre por todo el mundo, y me subía sobre sus hombros para que lo viera todo bien, así que haz el favor de no contradecirme… ¿Me los dejas?
– …
– Para Pierre…
– Bueno… Pero cuidado, ¿eh? Estas tonterías de nada son como mis hojas de temperatura…
– Ya me había dado cuenta.
– ¿No te quedas a esperarlo?
– No, me tengo que ir…
– Se va a llevar una decepción…
– No sería la primera vez… -contestó Camille, fatalista.
– No me has hablado de tu madre…
– ¿En serio? -preguntó Camille, asombrada-. Es buena señal, ¿no?
Mathilde la despidió con un beso:
– La mejor señal del mundo… Hala, ve, y no te olvides de volver a visitarme… Con vuestra poltrona descapotable, no tardáis nada…
– Prometido.
– Y sigue así. Sé liviana… Date pequeños placeres… Pierre te dirá seguramente lo contrario, pero tú no le hagas ni caso. No les vuelvas a hacer ni caso, ni a él, ni a nadie más… Por cierto…
– ¿Sí?
– ¿Necesitas dinero?
Camille debería haber dicho que no. Llevaba veintisiete años diciendo que no. «No, no hace falta.» «No, gracias.» «No, no necesito nada.» «No, no quiero deberle nada.» «No, no, déjeme.»
– Sí.
Sí. Sí, tal vez crea en ello. Sí, ya no volveré a hacer más de esclava, ni para los italianos, ni para la Bredart, ni para ninguno de esos gilipollas. Sí, me gustaría trabajar en paz por primera vez en mi vida. Sí, no tengo ganas de ponerme tensa cada vez que Franck me da los tres billetes. Sí, he cambiado. Sí, lo necesito. Sí.
– Perfecto. Y aprovecha para comprarte un poco de ropa… Porque de verdad… esta cazadora vaquera ya la llevabas hace diez años…
Era cierto.
Camille regresó a pie, mirando los escaparates de los anticuarios. Estaba justo delante de la Escuela de Bellas Artes (el destino, siempre tan oportuno…) cuando sonó su móvil. Lo apagó cuando vio que era Pierre quien llamaba.
Apretó el paso. Su corazón se desbocaba.
Volvió a sonar el teléfono. Esta vez era Mathilde. Tampoco contestó.
Volvió sobre sus pasos y cruzó el Sena. Esta chica tenía inclinaciones novelescas, y ya fuera para saltar de alegría o para tirarse al agua, el Pont des Arts era lo mejor que había en París… Se apoyo contra el pretil y marcó los tres números de su buzón de voz…
Tiene dos mensajes nuevos, mensaje número uno, recibido hoy a las veintitrés ho… Todavía estaba a tiempo de que se le cayera el móvil sin querer… ¡Pluf! Ahí va… Qué pena…
«¡Camille, llámame inmediatamente o voy a buscarte y te traigo de las orejas! -gritaba la voz de Kessler-. ¡Inmediatamente! ¿Me oyes?»
Segundo mensaje, recibido hoy a las veintitrés horas y treinta y ocho minutos: «Soy Mathilde. No lo llames. No vengas. No quiero que veas esto. Tu marchante está llorando como una magdalena… Te prometo que no es algo agradable de ver… Aunque está guapo… Muy guapo, incluso… Gracias, Camille, gracias… ¿Oyes lo que dice? Espera, le paso el teléfono porque si no me va a arrancar la oreja…» «Te expongo en septiembre, Fauque, y no me digas que no porque ya he mandado las invit…» El mensaje se cortó.
Camille apagó su móvil, se lió un cigarro y se lo fumó de pie entre el Louvre, la Académie Française, Notre-Dame y la Concordia.
Un precioso final…
Después acortó la bandolera de su bolsa y echó a correr como una loca para no perderse el postre.
La cocina olía un poco a fritanga pero estaban todos los cacharros lavados y recogidos.
No se oía un solo ruido, todas las luces estaban apagadas, ni siquiera se veía un rayo de luz bajo las puertas de sus habitaciones… Vaya… Y Camille que por una vez estaba dispuesta a zamparse la sartén entera…
Llamó a la puerta de Franck.
Estaba escuchando música.
Se situó en un extremo de su cama, con las manos en jarras:
– ¡Pero bueno, ¿y esto qué es?! -preguntó, indignada.
– Te hemos dejado unas cuantas… Te las flambearé mañana…
– ¡Pero bueno, ¿y esto qué es?! -repitió-. ¿No piensas echarme un polvo?
– ¡Ja, ja! Muy divertido.
Camille empezó a desnudarse.
– Eh, chavalín… ¡No creas que te vas a ir de rositas! ¡Tienes que cumplir tu promesa, me debes un orgasmo!
Franck se incorporó para encender la luz mientras Camille dejaba tirados sus zapatos por ahí.
– ¿Pero qué coño estás haciendo? Pero tía, ¿qué haces?
– Pues… ¡despelotarme!
– Noooooo…
– ¿Qué pasa?
– Así no… Espera… Yo llevo siglos soñando con este momento…
– Apaga la luz.
– ¿Por qué?
– Me da miedo que cuando me veas ya no me desees…
– ¡Pero Camille, joder! ¡Para! ¡Para! -gritaba Franck.
Ligera mueca de contrariedad:
– ¿Ya no te apetece?
– …
– Apaga la luz.
– ¡No!
– ¡Que sí!
– Contigo no quiero que sea así…
– ¿Y cómo quieres que sea entonces? ¿Quieres que vayamos a montar en barca al Bois de Boulogne?
– ¿Cómo?
– ¿Quieres llevarme a dar un paseo en barca y recitarme poemas mientras yo acaricio el agua con los dedos…?
– Ven a sentarte aquí a mi lado…
– Apaga la luz.
– Vale…
– Apaga la música.
– ¿Nada más?
– Nada más.
– ¿Eres tú? -preguntó Franck, intimidado.
– Sí.
– ¿Seguro que estás aquí?
– No…
– Toma, ten una de mis almohadas… ¿Qué tal tu cita?
– Muy bien.
– ¿Me lo cuentas?
– ¿El qué?
– Todo. Esta noche quiero saberlo todo… Todo, todito, todo.
– Es que, ¿sabes?, si empiezo… Tú también te vas a sentir obligado a abrazarme después…
– Vaya hombre… ¿Te violaron?
– No, a mí tampoco…
– Ah, bueno… Pues eso yo te lo puedo arreglar, si quieres…
– Ay, gracias… Qué majo eres… Estooo… ¿Por dónde empiezo?
Franck imitó la voz del presentador de un concurso para niños prodigio:
– ¿Y tú de dónde eres, bonita?
– De Meudon…
– ¿De Meudon? -exclamó-. ¡Huy, qué bien, qué bonito! ¿Y dónde está tu mamá?
– Mi mamá come medicinas.
– ¿De verdad? Y tu papá, ¿dónde está tu papá?
– Está muerto.
– …
– ¡Ah! Chaval, para que luego digas que no te había avisado… ¿Tienes preservativos, por lo menos?
– Tía, Camille, no me des estos sustos, que yo soy un poco tonto, ya lo sabes… ¿Tu padre está de verdad muerto?
– Sí.
– ¿Y cómo murió?
– Se cayó al vacío.
– …
– Bueno, vuelvo a empezar y te lo cuento todo por orden… Acércate más porque no quiero que nos oigan los demás…
Franck levantó el edredón por encima de sus cabezas.
– Venga, cuenta. Así ya nadie puede vernos…
Camille cruzó las piernas, se colocó las manos sobre la tripa, y emprendió un largo viaje.
– De pequeña era una niña normal y corriente y muy buena… -empezó a contar con voz infantil-, no comía mucho pero sacaba buenas notas en el cole y me pasaba todo el tiempo dibujando. No tengo hermanos. Mi papá se llamaba Jean-Louis y mi mamá, Catherine. Creo que cuando se conocieron se querían. Aunque no lo sé, nunca me atreví a preguntárselo… Pero cuando yo dibujaba caballos, o la cara tan guapa de Johnny Depp, entonces ya no se querían. De eso estoy segura porque mi papá ya no vivía con nosotras. Sólo venía los fines de semana para verme. Era normal que se marchara, y yo en su lugar hubiera hecho lo mismo. De hecho, los domingos por la noche me habría encantado marcharme con él, pero no lo hubiera hecho jamás, porque si no mi mamá se hubiera matado otra vez. Mi mamá se mató muchas veces cuando yo era pequeña… Afortunadamente, a menudo ocurría cuando yo no estaba en casa, y después… como ya había crecido, era menos embarazoso, así que… Una vez me invitó una amiga a su casa para celebrar su cumple. Por la tarde, como mi mamá no venía a buscarme, la mamá de otra niña me dejó en la puerta de mi casa, y cuando entré en el salón, la vi muerta sobre la moqueta. Llegaron los bomberos, y yo estuve viviendo diez días en casa de la vecina. Después mi papá le dijo que si volvía a matarse, le iba a quitar mi custodia, y entonces paró. Ya sólo comía medicinas. Mi papá me dijo que no tenía más remedio que marcharse, por culpa de su trabajo, pero mi mamá me prohibió que lo creyera, Todos los días me repetía que era un mentiroso, un cerdo, que tenía otra mujer y otra hija pequeña a quien mimaba todas las noches…
Camille recuperó el timbre normal de su voz:
– Es la primera vez que hablo de esto… Mira, tu madre te destrozó antes de meterte en un tren, pero la mía me comía el tarro todos los días. Todos los días… Bueno, a veces era buena conmigo… Me compraba rotuladores y me repetía que yo era su única alegría en este mundo…
»Cuando venía, mi padre se encerraba en el garaje con su Jaguar y escuchaba óperas. Era un viejo Jaguar que ya no tenía ruedas, pero no importaba, nos íbamos de paseo de todas maneras… Mi padre decía: "¿Quiere que la lleve a la Riviera, señorita?", y yo me sentaba a su lado. Me encantaba ese coche…
– ¿Qué modelo era?
– Un MK no sé qué…
– ¿MKI o MKII?
– Joder, si es que todos los tíos sois iguales… ¡Aquí estoy yo, intentando hacerte llorar con mi historia, y a ti lo único que te interesa es el modelo del coche!
– Perdona.
– No importa…
– Venga, sigue…
– Bah…
– «¿Quiere que la lleve a la Riviera, señorita?»
– Sí -sonrió Camille-, encantada… «¿Lleva consigo su traje de baño? -añadía mi padre-. Perfecto… ¡Y también un traje de noche! Seguramente iremos al casino… No se olvide su piel de zorro plateado, las noches son frescas en Montecarlo…» Olía tan bien dentro del coche… El olor del cuero que ha envejecido bien… Recuerdo que todo era bonito… El cenicero de cristal fino, el espejo de cortesía, las minúsculas manivelas para bajar las ventanillas, el interior de la guantera, la madera… Era como una alfombra mágica. «Con un poco de suerte, llegaremos antes de que anochezca», me prometía mi padre. Sí, era ese tipo de hombre mi padre, un gran soñador que podía cambiar las marchas de un coche parado durante horas y llevarme hasta el fin del mundo en un garaje del extrarradio… También le apasionaba la ópera, así que escuchábamos Don Carlo, La Traviata o Las bodas de Fígaro durante el viaje. Me contaba las historias: la tristeza de madame Butterfly, el amor imposible de Pelleas y Melisande, cuando él le confiesa que tiene algo que decirle pero no consigue hacerlo, las historias de la condesa y su querubín, que se esconde todo el rato, o Alcina, la hermosa bruja que convertía a sus pretendientes en animales salvajes… Yo siempre tenía derecho a hablar salvo cuando él levantaba la mano, y en Alcina, lo hacía a menudo… Tornami a vagheggiar, ya no consigo escuchar esa aria… Es demasiado alegre… Pero yo callaba casi todo el tiempo. Estaba a gusto. Pensaba en la otra hija de papá. Ella no tenía todo eso… Era complicado para mí… Ahora, por supuesto, entiendo las cosas mejor: un hombre como él no podía vivir con una mujer como mi madre… Una mujer que apagaba la música bruscamente cuando llegaba la hora de comer, y reventaba todos nuestros sueños como si fueran pompas de jabón… Nunca la he visto feliz, nunca la he visto sonreír, nunca… Mi padre, en cambio, era la bondad y la dulzura personificadas. Un poco como Philibert… Demasiado bueno en todo caso para asumir eso. La idea de ser un cerdo a los ojos de su princesita… Entonces, un día, volvió a vivir con nosotras… Dormía en su despacho y se iba todos los fines de semana… Ya no hubo más escapadas a Salzburgo o a Roma en el viejo Jaguar gris, ya no hubo más casinos, ni meriendas a la orilla del mar… Y una mañana, debía de estar cansado, me imagino… Muy, muy cansado, y se cayó desde lo alto de un edificio…
– ¿Se cayó o saltó?
– Era un hombre elegante, se cayó. Era asegurador y estaba andando sobre el tejado de una torre por una historia de conductos de ventilación o no sé qué, abrió la carpeta que llevaba y no miró dónde ponía los pies…
– Es un poco raro todo esto… ¿Tú qué opinas?
– Yo no opino nada. Después vino el entierro, y mi madre se daba la vuelta todo el rato para ver si la otra mujer estaba al fondo de la iglesia… Luego mi madre vendió el Jaguar y yo dejé de hablar.
– ¿Durante cuánto tiempo?
– Meses…
– ¿Y después qué pasó? ¿Puedo bajar el edredón? Es que me estoy ahogando…
– Yo también me estaba ahogando. Me convertí en una adolescente ingrata y solitaria, metí el número del hospital en la memoria del teléfono pero no hizo falta… Mi madre se había calmado… De suicida, había pasado a depresiva. Era ya un progreso. El ambiente era más tranquilo. Una muerte le bastaba, me imagino… Después, sólo tenía una idea en la cabeza: largarme. A los diecisiete años me fui de casa por primera vez para vivir con una amiga mía… Una noche, ¡zaca!, mi madre y la poli en la puerta… Y eso que la muy bruja sabía perfectamente dónde estaba… Era una brasas, como dicen los jóvenes. Estábamos cenando con los padres de mi amiga y recuerdo que estábamos hablando de la guerra de Argelia… Y entonces, toc, toc, la poli. Me sentía súper incómoda por lo que podría pensar esa gente, pero bueno, no quería líos, así que me fui con mi madre… El 17 de febrero de 1995 cumplí 18 años, el 16 a las doce y un minuto de la noche, me largué de casa cerrando la puerta sin hacer ruido… Aprobé el examen de bachillerato e ingresé en la Escuela de Bellas Artes… La cuarta de setenta alumnos admitidos… Hice un proyecto precioso a partir de las óperas de mi infancia… Me lo curré como una loca y obtuve la felicitación del jurado… En esa época ya no tenía ningún contacto con mi madre, y empecé a pasarlas canutas porque la vida en París era demasiado cara… Vivía en casa de unos y de otros… Me fumaba las clases de teoría y asistía a las de práctica, y después, hice el tonto… En primer lugar, me aburría un poco… También hay que decir que no quise jugar el juego: no me tomaba en serio, y por consiguiente, nadie me tomaba en serio a mí. No era una artista con mayúscula, sólo se me daba bien pintar… Me aconsejaban entonces que me fuera a la Place du Tertre para pintarrajear cuadros de Monet y bailarinitas… Y además, no sabía ni por dónde me daba el aire. A mí lo que me gustaba era dibujar, entonces, en vez de escuchar la palabrería de los profesores, realizaba sus retratos, y toda esa noción de «artes plásticas», de happenings, de instalaciones, me ponía de los nervios. Me daba perfecta cuenta de que me había equivocado de siglo. Me hubiera gustado vivir en el xvi, o en el xvii y entrar de aprendiz en el taller de un gran maestro… Prepararle los fondos, limpiarle los pinceles, y mezclarle los colores… ¿A lo mejor es que no era lo bastante madura? ¿O que carecía de ego? ¿O que sencillamente me faltaba el fuego sacro? No lo sé… Y en segundo lugar, tuve un encuentro desafortunado… La típica historia: la joven tontorrona con su cajita de pinturas pastel y sus trapos bien dobladitos que se enamora del genio incomprendido. El maldito, el príncipe de las ensoñaciones, el viudo, el tenebroso, el inconsolable… Una verdadera imagen de Epinal: melenudo, torturado, genial, sufriente, sediento… Padre argentino y madre húngara, una mezcla explosiva, una cultura deslumbrante, vivía en una casa okupada, y sólo estaba esperando eso: una bobalicona loquita por él que le hiciera la comida mientras él creaba, entre atroces sufrimientos… Yo bordé mi papel. Fui al mercado Saint-Pierre, grapé metros de tela en las paredes para darle un aspecto «coqueto» a nuestro cuchitril, y busqué trabajo para poder llenar la olla… Bueno, tanto como olla… la cacerolita, vamos a decir… Dejé la escuela y me puse a pensar en qué podía yo trabajar… ¡Y lo peor de todo es que estaba orgullosa de mí! Lo miraba pintar y me sentía importante… Yo era la hermana, la musa, la gran mujer detrás del gran hombre, la que cargaba con los barriles de vino, alimentaba a los discípulos, y vaciaba los ceniceros…
Camille se reía.
– Estaba orgullosa, y me convertí en vigilante de museo, ¿qué requetelista, eh? Bueno, aquí te ahorro las anécdotas sobre mis compañeros de trabajo, porque tuve oportunidad de ver con mis propios ojos lo mejorcito del funcionariado, pero… la verdad es que me traía sin cuidado… Estaba contenta. Por fin estaba en el taller del gran maestro que siempre había querido… Los lienzos ya estaban secos desde hacía tiempo, pero seguro que allí aprendí más que en todas las escuelas del mundo… Y como por aquella época no dormía mucho, podía vegetar tranquilamente… Estaba calentando motores… El problema era que no me estaba permitido dibujar… Ni siquiera en un cuadernito de nada, ni siquiera si no había ningún visitante, y Dios sabe que algunos días no había casi nadie, ni hablar de hacer cualquier otra cosa que no fuera maldecir mi estampa, dar un respingo cuando oía el chuc-chuc de las suelas de goma de algún visitante perdido, o esconder mi material deprisa y corriendo cuando lo que oía era el clin-clin de su manojo de llaves… Al final, se convirtió en el pasatiempo preferido de Séraphin Tico, Séraphin Tico, me encanta ese nombre… avanzar de puntillas para sorprenderme in fraganti. ¡Ah, cómo se alegraba, el muy idiota, cuando me obligaba a guardarme el lápiz! Lo veía alejarse, con las piernas separadas para dejar que sus cojones se dilataran de gusto… Pero cuando daba un respingo, movía la mano, y eso me ponía de los nervios. La de bocetos que eché a perder por su culpa… ¡Basta! ¡Se acabó! ¡Así no podía seguir! Así que entré en el juego… El aprendizaje de la vida empezaba a dar sus frutos: lo asalarié.
– ¿Perdona?
– Lo soborné. Le pregunté cuánto quería a cambio de dejarme trabajar… ¿Treinta francos al día? De acuerdo… ¿El precio de una hora de vegetación tranquilita? De acuerdo… Y se los di…
– Joder…
– Pues sí… El gran Séraphin Tico -añadió Camille, pensativa-, ahora que tenemos la silla de ruedas, iré a saludarlo un día de estos con Paulette…
– ¿Por qué?
– Porque me caía bien… Era un granuja honrado. No como el otro subnormal que me recibía de morros después de una jornada de trabajo, y todo porque se me había olvidado comprar cigarrillos… Y yo, como una idiota, volvía a bajar para comprarlos…
– ¿Por qué seguías con él?
– Porque le quería. Y también admiraba su trabajo… Era un hombre libre, sin complejos, seguro de sí mismo, exigente… Todo lo contrario que yo… Él hubiera preferido morir antes que aceptar el más mínimo compromiso. Yo tenía apenas veinte años, lo mantenía, y lo admiraba muchísimo.
– Estabas de la olla…
– Sí… No… Después de la adolescencia que acababa de pasar, era lo mejor que me podía ocurrir… Siempre estábamos rodeados de gente, sólo hablábamos de arte, de pintura… Éramos ridículos, si, pero también íntegros. Sobrevivíamos seis personas con dos salarios mínimos, nos pelábamos de frío, y teníamos que hacer cola en los baños públicos, pero nos parecía que vivíamos mejor que los demás… Y por muy grotesco que pueda parecer hoy en día, pienso que teníamos razón. Teníamos una pasión… eso sí que es un lujo… Estaba loca y feliz. Cuando me hartaba de vigilar una sala, me iba a otra, y cuando no se me olvidaban los cigarrillos, ¡la casa era una fiesta! También bebíamos mucho… En esa época cogí unos cuantos malos hábitos… Y entonces conocí a los Kessler, de los que te hablé el otro día…
– Seguro que ese tío tenía un buen polvo… -dijo Franck enfurruñado.
Camille puso voz de arrullo:
– Y tanto que sí… El mejor del mundo… Uf, sólo de pensarlo me dan escalofríos…
– Vale, vale, ya me he enterado.
– No -suspiró Camille-, tampoco era para tanto… Una vez pasados los primeros meses posvirginales, me… yo… en fin… que era un hombre egoísta, vaya…
– Aaaah…
– Pues sí… Tú, en ese ámbito, tampoco te quedas corto, ¿eh?
– ¡Sí, pero yo no fumo!
Se sonrieron en la oscuridad…
– Después la cosa se fue degradando… Mi novio me ponía los cuernos… Mientras yo tenía que soportar los chistes tontos de Séraphin Tico, él se pasaba por la piedra a las alumnas de primer curso, y cuando hicimos las paces, me confesó que se drogaba, nada, un poquitín nada más, de vez en cuando… Por la belleza del gesto… Y de esto no me apetece nada hablar…
– ¿Por qué?
– Porque todo se volvió demasiado triste… Es alucinante la rapidez con la que esa mierda te pone a su merced… La belleza del gesto, ¡y una mierda!, aguanté unos meses más y luego me volví a casa de mi madre. Llevaba tres años sin verme, abrió la puerta y me dijo: «Que sepas que no hay nada de comer.» Yo me eché a llorar y me tiré postrada en la cama dos meses… En esa ocasión, por una vez, se portó como es debido… Tenía lo necesario para curarme, como te podrás imaginar… Y cuando me levanté, volví a ponerme a trabajar. Por aquella época, no me alimentaba más que de papillas y potitos. ¿Qué padezco, doctor Freud? Después del cinemascope dolby estéreo, con luz, sonido y emociones de todo tipo, volví a llevar una vida minúscula y en blanco y negro. Me pasaba el tiempo viendo la tele, y sentía vértigo cada vez que me acercaba al río…
– ¿Se te pasó por la cabeza?
– Sí. Me imaginaba a mi fantasma ascendiendo al Cielo con la música de Tornami a Vagheggiar, te solo vuol amar…, y mi padre me recibía con los brazos abiertos, riendo: «¡Ah, aquí está por fin, señorita! Ya verá, esto es aún más bonito que la Riviera…»
Camille lloraba.
– No, no llores…
– Sí. Me apetece llorar.
– Bueno, pues entonces llora.
– Así me gusta, que no seas un tío complicado…
– Es verdad, tengo un montón de defectos, pero no soy un tío complicado… ¿Quieres que paremos?
– No.
– ¿Quieres beber algo? ¿Te preparo un vasito de leche caliente con azahar como me solía hacer a mí Paulette?
– No, gracias… ¿Por dónde iba?
– El vértigo…
– Sí, el vértigo… Sinceramente, me habría bastado un pequeño empujoncito de nada para caer, pero en lugar de eso, el azar llevaba guantes negros de piel de cabrito muy suave, y una mañana me dio un golpecito en el hombro… Ese día me divertía con los personajes de Watteau, encorvada sobre mi silla, cuando por detrás de mí pasó un hombre… Lo veía a menudo… Siempre estaba rondando a los estudiantes, mirando sus dibujos disimuladamente… Yo pensaba que era un ligón. Tenía ciertas dudas sobre su sexualidad, lo miraba charlar con la juventud halagada por sus cumplidos, y admiraba su estilo… Siempre vestía unos abrigos maravillosos, muy largos, trajes muy elegantes, pañuelos y bufandas de seda… Para mí ese momento era como mi recreo… Ese día yo estaba pues inclinada sobre mi cuaderno y sólo veía sus magníficos zapatos, muy finos e impecablemente lustrados. «¿Podría hacerle una pregunta indiscreta, signorina? ¿Tiene usted una moralità inquebrantable?» Yo me preguntaba adónde querría llegar con una pregunta así. ¿Al huerto? Pero bueno… ¿Que si tenía una moralidad inquebrantable? ¿Yo que corrompía a Séraphin Tico y soñaba con contrariar la voluntad de Dios? «No», le contesté, y por culpa de esa respuesta arrogante, me volví a meter en otro berenjenal… esta vez, inconmensurable…
– ¿Un berenjenal cómo?
– Un berenjenal tremendo.
– ¿Qué hiciste?
– Lo mismo que antes… pero en vez de vivir en una casa okupada y ser la chacha de un loco, viví en los mejores hoteles de Europa y me convertí en la chacha de un estafador…
– Y te… te…
– ¿Que si me prostituí? No. Aunque…
– ¿Qué hacías?
– Falsificaba.
– ¿Dinero?
– No, dibujos… ¡Y lo peor era que encima me lo pasaba bien! Bueno, al principio… Después la bromita se convirtió casi en pura esclavitud, pero al principio era muy divertido. ¡Por una vez servía para algo! Y entonces, como te digo, viví en medio de un lujo increíble… Nada era demasiado para mí. ¿Que tenía frío? Pues me regalaba los mejores jerseys de cachemira. ¿Sabes ese jersey gordo azul con capucha que no me quito ni para dormir?
– Sí.
– Once mil francos…
– ¡Anda ya!
– Sí, sí, como lo oyes. Y tenía diez o doce como ése… ¿Que tenía hambre? Pues nada, servicio de habitaciones y marisco para dar y tomar. ¿Que tenía sed? ¡Ma chè, champán! ¿Que me aburría? ¡Pues espectáculos, tiendas, música! «Tutto quello que quieres, se lo pides a Vittorio…» La única cosa que no tenía derecho a decir era: «Se acabó.» Entonces el bello Vittorio se volvía malvado… «Si te vas, è finita per te…» ¿Pero por qué habría de irme? Me mimaban, me lo pasaba bien, hacía lo que me gustaba, visitaba todos los museos con los que tanto había soñado, conocía a gente, por la noche me equivocaba de habitación… No estoy segura, pero me parece incluso que me acosté con Jeremy Irons…
– ¿Y ése quién es?
– Jo, tío… eres desesperante… Bueno, qué más da… Leía, escuchaba música, ganaba dinero… Ahora, con la distancia, me digo a mí misma que era otra forma de suicidio… Más cómoda… Me excluí de la vida y me aparté de las pocas personas que me querían. Sobre todo de Pierre y Mathilde Kessler, que se disgustaron infinitamente, de mis antiguos compañeros de clase, de la realidad, de la moralidad, del buen camino, de mí misma…
– ¿Currabas sin parar?
– Sin parar. No produje mucho, pero había que repetir lo mismo miles de veces por culpa de los problemas técnicos… La pátina, el soporte y todo eso… Al final, el dibujo era lo de menos, lo complicado era envejecerlo. Trabajaba con Jan, un holandés que nos proporcionaba el papel falso. En eso consistía su labor: en recorrerse el mundo y volver con rollos de papel. Tenía un lado de químico loco, y buscaba sin tregua una manera de convertir lo nuevo en viejo… Nunca le oí pronunciar una sola palabra, era un tío fascinante… Y después, perdí la noción del tiempo… De alguna manera, me dejé absorber por esa vida que no era una vida… No se veía a simple vista, pero me había convertido en un pecio a la deriva. Un pecio elegante… Le daba al drinqui, llevaba camisas a medida, y sentía asco de mí misma… No sé cómo habría terminado todo eso si no me llega a salvar Leonardo…
– ¿Qué Leonardo?
– Leonardo da Vinci. Ahí sí que me rebelé… Mientras se tratara de pequeños maestros, de bocetos de otros bocetos, de bosquejos de otros bosquejos, o de pentimenti de pentimenti, podíamos darles el pego a marchantes poco escrupulosos, pero intentarlo con Leonardo da Vinci era absurdo… Se lo dije, pero no me hizo caso… Vittorio se había vuelto demasiado codicioso… No sé exactamente qué hacía con su dinero, pero cuanto más tenía más le faltaba… Supongo que él también tendría sus debilidades… Entonces decidí cerrar el pico. Después de todo, no era mi problema… Volví al Louvre, a los departamentos de artes gráficas donde pude acceder a ciertos documentos, y me los aprendí de memoria… Vittorio quería una cosita. «¿Ves ese estudio de ahí? Tú te inspiras de él, ma quel personaggio là, lo mantienes igual…» Por aquel entonces ya no vivíamos en un hotel, sino en un gran piso amueblado. Hice lo que me mandaba y esperé… Cada vez se le veía más nervioso. Se pasaba horas al teléfono, daba vueltas y vueltas, desgastando la moqueta, y maldecía a la Virgen. Una mañana, entró en mi habitación como un loco: «Me ne devo andare, pero tú no le mueves de aquí, ¿capito? No sales de aquí finchè io non lo dica… ¡Ya lo sabes! ¡No te mueves de aquí!» Esa noche, recibí una llamada de un tío al que no conocía: «Quémalo todo», dijo antes de colgar. Bueno… Reuní un montón de mentiras y las destruí en el fregadero. Y seguí esperando… Varios días… No me atrevía a salir de casa. No me atrevía a mirar por la ventana. Me había vuelto paranoica perdida. Tenía hambre, ganas de fumar, ya no tenía nada que perder… Volví a Meudon a pie y me encontré una casa vacía, con un cartel que decía «Se vende» en la verja. ¿Se habría muerto mi madre? Salté la tapia y dormí en el garaje. Regresé a París. Mientras no dejara de caminar, conseguía mantenerme en pie. Rondé por el edificio por si acaso había vuelto Vittorio… No tenía pasta, ni brújula, ni puntos de referencia, nada. Pasé otras dos noches en la calle con mi jersey de once mil francos, pedí cigarrillos y me robaron el abrigo. La tercera noche llamé a la puerta de Pierre y Mathilde y me derrumbé sobre su felpudo. Me hicieron recuperar fuerzas y me instalaron aquí, en la buhardilla del séptimo piso. Una semana más tarde, seguía sin mover un dedo, preguntándome a qué podría dedicarme profesionalmente… Lo único que sabía era que no quería volver a dibujar en mi vida. Tampoco estaba preparada para volver al mundo real. La gente me daba miedo… Entonces me convertí en técnico nocturno de superficies… Viví de esa manera durante algo más de un año. Mientras tanto recuperé a mi madre. No me hizo ninguna pregunta… Nunca he sabido si fue por indiferencia o por pura discreción… No indagué, no me lo podía permitir: ya sólo la tenía a ella…
»Qué ironía, había hecho de todo para huir de ella, y luego mira… Había vuelto a la casilla de salida, pero los sueños, los había perdido por el camino… Vivía como podía, no me permitía beber sola y buscaba una salida de socorro en mi buhardilla de diez metros cuadrados… Y entonces me puse enferma al principio del invierno y Philibert me cogió en brazos por las escaleras y me dejó en la habitación de al lado… El resto, ya lo sabes…
Largo silencio.
– Caray… -repitió Franck varias veces-. Caray…
Se incorporó, y cruzó los brazos.
– Caray… Vaya vida… Tela marinera… ¿Y ahora? ¿Qué vas a hacer ahora?
– …
Camille se había quedado dormida.
Franck le subió el edredón hasta la nariz, cogió sus cosas y salió de puntillas de la habitación. Ahora que la conocía, ya no se atrevía a tumbarse a su lado. Además ocupaba todo el sitio.
Todo el sitio.
Se sentía perdido.
Se paseó un rato por la casa, fue hasta la cocina, abrió los pequeños armarios y volvió a cerrarlos, meneando la cabeza.
Sobre el alféizar de la ventana, el corazón de alcachofa estaba ya mustio. Lo tiró a la basura, cogió un lápiz y se sentó para terminar su dibujo. No sabía muy bien qué hacer con los ojos… ¿Tenía que dibujar dos puntitos negros en cada extremo de los cuernos, o uno solo debajo?
Joder… ¡Ni siquiera de caracoles sabía nada!
Bueno, hala, uno solo, que quedaba más bonito.
Franck se vistió. Empujó la moto con las piernas apretadas al pasar delante de la portería. Pikou lo miró pasar sin rechistar. Muy bien, enano, muy bien… Este verano tendrás un polito Lacoste para ligarte a las pequinesas… Recorrió unos metros más antes de atreverse a arrancar la moto, y se lanzó por las calles nocturnas.
Tomó por la primera a la izquierda y luego siguió siempre recto. Una vez llegado al mar, se quitó el casco y observó las maniobras de los pescadores. Aprovechó para decirle unas palabritas a su moto. Para que comprendiese un poco la situación…
Sentía unas ligeras ganas de venirse abajo.
¿Demasiado viento, tal vez?
Franck se sacudió.
¡Ya está! Eso era lo que estaba buscando antes: ¡un filtro de café! Sus ideas se iban ordenando… Caminó pues bordeando el puerto hasta el primer bar abierto y se tomó un café en medio de los chubasqueros brillantes de agua. Al levantar la mirada, reconoció a un viejo conocido suyo en el reflejo del espejo:
– ¡Anda! ¡Pero si estás aquí!
– Ya ves…
– ¿Y qué coño haces tú aquí?
– He venido a tomar un café.
– Joder, tío, qué mala cara tienes…
– Estoy cansado…
– ¿Siempre por ahí de picos pardos?
– No.
– Anda ya… ¿No has estado con una chica esta noche?
– No era verdaderamente una chica…
– ¿Qué era?
– No lo sé.
– Eh, tío, tío… ¡Jefa! ¡Póngale otro café a mi amigo, que no le veo yo muy en forma!
– No, no… Deja…
– ¿Que deje qué?
– Todo.
– Pero Lestaf, tío, ¿qué te pasa?
– Me duele el corazón…
– Eeeeeh, ¿estás enamorado?
– Pudiera ser…
– ¡Caray! ¡Tío, qué buena noticia! ¡Qué alegría, chaval, qué alegría! ¡Que se te note, tío! ¡Súbete a la barra! ¡Canta!
– Para.
– ¿Pero qué te pasa?
– Nada… Esta… Esta tía mola, está bien… Demasiado bien para mí, vamos…
– No hombre, no… ¡No digas chorradas! Nadie es nunca demasiado para nadie… ¡Sobre todo las tías!
– Que no es una tía, te digo…
– ¡¿Es un tío?!
– Que no, hombre, que no…
– ¿Es un androide? ¿Es Lara Croft?
– Mejor aún…
– ¿Mejor que Lara Croft? ¡Joder, tío! ¿Qué, tiene buena delantera entonces?
– Yo diría que 85 A…
Le sonrió…
– Ah, vale… Si estás colado por una tabla de surf, entonces sí que estás apañado, ahora ya lo entiendo…
– ¡Que no, hostia, que no entiendes nada! -se irritó Franck-. ¡Tú nunca entiendes nada! Siempre igual, ¡siempre estás ahí, sellando parida tras parida para que no se note que no te enteras de nada! ¡Desde niño siempre tienes que dar la vara a todo el mundo! Joder, tío, es que me pareces patético… Esta tía, cuando me habla, no entiendo ni la mitad de las palabras que dice, ¿vale? A su lado me siento una mierda. Si vieras todo lo que ha vivido… Joder, yo no estoy a la altura… Creo que voy a pasar de ella…
El otro hizo una mueca.
– ¿Qué pasa? -gruñó Franck.
– Quién te ha visto, y quién te ve…
– He cambiado.
– Qué va, hombre… Estás cansado, nada más…
– Hace veinte años que estoy cansado…
– ¿Y ella qué ha vivido?
– Todo cosas malas.
– ¡Joder, tío, pues de puta madre! ¡No tienes más que ofrecerle tú otra cosa!
– ¿El qué?
– ¡Pero tío, lo haces aposta, ¿o qué?!
– No.
– Sí. Lo haces aposta para que te tenga lástima… Piensa un poco. Seguro que al final lo sacas…
– Tengo miedo.
– Eso es buena señal.
– Sí, pero si me…
La dueña del bar se desperezó.
– Señores, ya está aquí el pan. ¿Quién quiere un bocadillo? ¿El joven de la barra?
– No, gracias, estoy bien así.
Sí, estoy bien así.
Bien muerto, o bien vivo…
Ya se verá.
Estaban instalando los puestos del mercado. Franck compró unas flores en la trasera de un camión, «¿tienes suelto, chaval?», y se las guardó dentro de la cazadora.
Unas flores no estaban mal para empezar, ¿no?
«¿Tienes suelto, chaval?» ¿Suelto? ¡De eso justamente estaba harto, de andar suelto!
Y, por primera vez en su vida, viajó hacia París contemplando el amanecer.
Philibert se estaba duchando. Franck le llevó el desayuno a Paulette y la besó, frotándole las mejillas.
– ¿Qué pasa, abuela, no te encuentras bien?
– Pero si estás helado… ¿De dónde vienes tú ahora?
– Uuuuuf… -dijo él levantándose.
Su jersey apestaba a mimosas. A falta de jarrón, cortó la base de una botella de plástico con el cuchillo del pan.
– Eh, Philou.
– Espera un segundo, que me estoy dosificando el Nesquick… ¿Nos preparas la lista de la compra?
– ¿Cómo se escribe la riviera?
– Con mayúscula y con uve.
– Gracias.
Mimosas como en la ribi Riviera… Dobló en dos la notita y la dejó junto con el jarrón al lado del caracol.
Se afeitó.
– ¿Por dónde íbamos? -preguntó el del reflejo, volviendo a aparecer.
– Ya está bien, gracias, ya me las apaño…
– Bueno, pues nada… Buena suerte, ¿eh?
Franck hizo una mueca.
Era el after-shave.
Llegó diez minutos tarde, cuando la reunión ya había empezado.
– Aquí llega nuestro guapetón… -dijo el chef.
Franck se sentó sonriendo.
Como siempre que estaba agotado, se quemó gravemente. Su pinche insistió en curarle, y Franck terminó por tenderle el brazo sin decir palabra. No tenía fuerzas para quejarse, ni para sentir dolor. La máquina había explotado. Ya no servía, no funcionaba, ya no podía hacerle daño a nadie…
Regresó a casa tambaleándose, puso el despertador para no dormir hasta el día siguiente, se quitó los zapatos sin desatarse los cordones, y se desplomó sobre la cama, con los brazos en cruz. Ahora sí le dolía la mano, y reprimió un quejido de dolor antes de quedarse dormido.
Llevaba más de una hora durmiendo cuando Camille (así de ligera sólo podía ser ella) vino a visitarlo en sueños…
Desgraciadamente no vio si estaba desnuda… Estaba tumbada sobre él. Sus muslos contra los suyos, su vientre contra el suyo, y sus hombros contra los suyos.
Acercó su boca a su oído y le susurró:
– Lestafier, te voy a violar…
Franck sonreía en sueños. Primero porque era un bonito delirio y segundo porque el soplo de su voz le hacía cosquillas desde el otro lado del abismo.
– Sí… Para acabar ya con esto… Te voy a violar para tener una buena razón para abrazarte… Pero sobre todo no te muevas… Si te resistes, te estrangulo, chavalín…
Franck quiso acurrucarse para estar seguro de no despertarse, pero alguien lo sujetaba por las muñecas.
Por el dolor, se dio cuenta de que no estaba soñando, y porque le dolía, comprendió su felicidad.
Al juntar sus palmas con las suyas, Camille sintió el contacto de la gasa:
– ¿Te duele?
– Sí.
– Tanto mejor.
Y empezó a moverse.
Franck también.
– No, no, no -se enfadó Camille-. Déjame hacer a mí…
Escupió una esquinita de plástico, le puso la goma, se encajó en el hueco de su cuello, también un poco más abajo, y pasó sus manos por debajo de sus riñones.
Al cabo de unas cuantas idas y venidas silenciosas, Camille se aferró a sus hombros, arqueó la espalda, y llegó el orgasmo, en menos tiempo del necesario para escribirlo.
– ¿Ya? -preguntó Franck, algo decepcionado.
– Sí…
– Vaya…
– Tenía demasiada hambre…
Franck rodeó su espalda con sus brazos.
– Perdón… -añadió ella.
– No hay disculpa que valga, señorita… Voy a poner una denuncia.
– Por mí, encantada…
– No, ahora mismo no… Se está demasiado bien… Quédate así, te lo suplico… Mierda…
– ¿Qué pasa?
– Te estoy llenando de pomada para quemaduras…
– Mejor -sonrió Camille-, siempre puede sernos útil…
Franck cerró los ojos. Le acababa de tocar el premio gordo. Una chica dulce, inteligente, y picarona. Oh… gracias, Dios mío, gracias… Era demasiado bonito para ser verdad.
Algo mugrientos, algo grasientos, se quedaron dormidos los dos, bajo unas sábanas que olían a estupro y cicatrización.
Al levantarse para ir a atender a Paulette, Camille pisó el despertador de Franck y lo desenchufó. Nadie se atrevió a despertarlo. Ni sus compañeros de piso, cada uno a lo suyo, ni su jefe, que ocupó su puesto sin rechistar.
Qué mal lo tenía que estar pasando, el pobre…
Salió de su habitación hacia las dos de la mañana y llamó a la puerta del fondo.
Se arrodilló a los pies de su colchón.
Camille estaba leyendo.
– Ejem… ejem…
Camille bajó el periódico, levantó la cabeza, y fingió asombro:
– ¿Algún problema?
– Esto… señor agente… vengo a poner una denuncia…
– ¿Le han robado algo?
¡A ver, a ver, un poco de calma! No iba a contestar «el corazón», o alguna parida por el estilo…
– Pues es que… esto… ayer alguien se introdujo en mi casa…
– ¿Ah, sí?
– Sí.
– ¿Pero estaba usted dentro?
– Estaba durmiendo…
– ¿Vio usted algo?
– No.
– Vaya, hombre, qué mala suerte… Por lo menos tendrá usted un buen seguro, ¿no?
– No -contestó Franck, afligido.
Camille suspiró:
– Su testimonio no es muy preciso que digamos… Sé que estas cosas nunca son muy agradables, pero… mire usted, lo mejor en este caso sería proceder a una reconstrucción de los hechos…
– ¿Ah, sí?
– A ver, qué remedio…
De un salto, Franck se plantó sobre ella. Camille gritó.
– ¡Yo también tengo hambre, yo también! Llevo desde anoche sin probar bocado, y lo vas a pagar tú, Mary Poppins. Joder, anda que no hace tiempo que me suenan las tripas… No me pienso contener, mira tú por dónde…
La devoró de los pies a la cabeza.
Empezó por sus pecas, luego la mordisqueó, la besó, la mordió, la lamió, la chupó, se la zampó, se la comió, se la tragó y no dejó ni los huesos. De pasada, Camille sacó placer, y se lo devolvió con creces.
Ya no se atrevían a hablarse ni a mirarse siquiera.
Camille se llevó las manos a la cabeza.
– ¿Qué pasa? -se inquietó Franck.
– Ay, señor… Me va a decir que soy imbécil, pero me hacía falta otra copia de su denuncia para archivarla, y se me ha olvidado poner papel carbón… Habrá que volver a empezar todo desde el principio…
– ¿¿Ahora??
– No. Ahora, no. Pero tampoco convendría demorarlo demasiado… No vaya a ser que se le olvide algún detalle…
– Bueno… Y cree, cree usted… ¿cree usted que se me reembolsará?
– Me extrañaría…
– Se lo llevó todo, ¿sabe?
– ¿Todo?
– Casi todo…
– Tiene que ser difícil para usted…
Camille estaba tumbada boca abajo, con la barbilla apoyada en las manos.
– Eres guapa.
– Calla… -dijo ella, escondiendo el rostro entre los brazos.
– No, tienes razón, no eres guapa, eres… No sé cómo explicarlo… Estás viva… Todo en ti está vivo: tu pelo, tus ojos, tus orejas, tu naricita, tu boca tan grande, tus manos, tu precioso culo, tus largas piernas, tus muecas, tu voz, tu dulzura, tus silencios, tu… tu… tus…
– ¿Mi organismo?
– Sí…
– No soy guapa, pero mi organismo está vivo. Qué maravilla de declaración de amor… Nunca me habían hecho una así…
– No juegues con las palabras -se enfadó Franck-, para ti es muy fácil… Esto…
– ¿Qué?
– Tengo más hambre que antes… Ya sí que tengo que ir a comer algo…
– Bueno, pues nada, hasta luego… Que aproveche, como se dice en estos casos.
Franck se asustó:
– ¿No… no quieres que te traiga algo?
– ¿Qué me ofreces? -contestó ella, estirándose.
– Lo que tú quieras…
Tras unos segundos de reflexión, dijo:
– … Nada… Todo…
– Vale. Trato hecho.
Franck estaba apoyado en la pared, con la bandeja sobre las rodillas. Descorchó una botella y le tendió una copa. Camille dejó su cuaderno.
Brindaron.
– Por el futuro…
– No. De ninguna manera. Por el presente -le corrigió Camille.
Ay, ay, ay…
– El futuro… esto… Lo… lo…
Camille lo miró a los ojos:
– A ver, Franck, tranquilízame, no iremos a enamorarnos, ¿no?
Franck fingió atragantarse.
– Arrrhghgh, arrghhg, arrghg… ¿Estás loca, o qué te pasa? ¡Pues claro que no!
– ¡Ah, bueno! Qué susto… Con la de tonterías que hemos hecho ya los dos…
– Y que lo digas. Aunque bueno, ya, una más una menos, tampoco es que importe mucho…
– Sí. A mí, sí.
– ¿Ah, sí?
– Sí. Follemos, brindemos, vayámonos de paseo, démonos la mano, cógeme por el cuello, y deja que te persiga si quieres, pero… no nos enamoremos… Por favor…
– Muy bien. Tomo nota.
– ¿Me estás dibujando?
– Sí.
– ¿Y cómo me dibujas?
– Tal como te veo…
– ¿Estoy bien?
– Me gustas.
Franck rebañó bien el plato, dejó su copa, y se resignó a zanjar unos engorros administrativos…
Esta vez se tomaron su tiempo, y cuando cada uno se volvió hacia su lado de la cama, saciado y al borde del abismo, Franck dijo, dirigiéndose al techo:
– De acuerdo, Camille, no te amaré jamás.
– Gracias, Franck. Yo tampoco.