EPÍLOGO

– Joder, no me lo puedo creer… no me lo puedo creer… -refunfuñaba Franck para disimular su felicidad-. ¡Este gilipollas no habla más que de Philou! Que si el servicio esto, que si el servicio lo otro… ¡Toma, claro! ¡Lo tiene fácil! ¡Lleva los buenos modales tatuados en la sangre! Que si la acogida, y la decoración, y los dibujos de Fauque y patatín y patatán… ¿Y mi cocina, qué? ¿A nadie le importa mi cocina?

Suzy le arrancó el periódico de las manos.

– «Nos ha encantado esta taberna blablablá en la que el joven chef Franck Lestafier nos abre de par en par las papilas gustativas y nos sustenta reinventando una cocina casera más viva, más ligera, más alegre, blablablá… En una palabra, nos ofrece cada día la comida del domingo, pero sin tías abuelas y sin que al día siguiente tenga que ser lunes… Bueno, ¿y esto qué es entonces? ¿Te parece que esto no es hablar de tu cocina? ¿Y de qué habla según tú? ¿De las cotizaciones de la bolsa?


– ¡No, está cerrado! -gritó a la gente que trataba de levantar el cierre metálico-. Bueno, no, pasen, sí… Pasen… Supongo que habrá comida suficiente para todo el mundo… ¡Vincent, hostia, o calmas a tu perro o lo meto en el congelador!

– ¡Rochechouart, aquí! -ordenó Philibert.

Barbès… No Rochechouart

– Prefiero Rochechouart… ¿A que sí, Rochechouart? Anda, ven con tu tío Philou, ven, que te doy una cosita.

Suzy se reía.

Suzy seguía riéndose todo el rato.


– ¡Anda, pero si ya está usted aquí! ¡Muy bien, por una vez se ha quitado las gafas de sol!

La mujer refunfuñó un poco.


Aunque Franck aún no dominaba del todo a la hija, a la madre en cambio ya la tenía subyugada. La madre de Camille se mantenía a raya en su presencia y lo miraba con los ojos húmedos de quien se recarga las pilas con Prozac…


– Mamá, te presento a Agnès, una amiga… Éste es Peter, su marido, y Valentin, su hijo…

Camille prefería decir «una amiga» mejor que «mi hermana».

No valía la pena correr el riesgo de un psicodrama cuando a todo el mundo le traía sin cuidado… Además, de verdad se había convertido en su amiga, así que…


– ¡Ah, por fin! ¡Aquí están Mamadou y compañía! -exclamó Franck-. ¿Me has traído lo que te pedí, Mamadou?

– Oh, pues claro que sí, y ya puedes tener cuidadito, porque ésta no es guindilla para francesitos blandengues… Desde luego que no…

– Gracias, genial, anda vente a la cocina a ayudarme…

– Voy… ¡Sissi, ten cuidado con el perro!

– No, no, si es muy bueno…

– Tú no te metas. Tú no te metas en cómo educo a mi hija… A ver, ¿dónde preparas tú todos esos guisos? ¡Huy, pero qué pequeño es esto!

– ¡A ver, con lo que tú abultas!

– Huy… Pero si es la anciana que vi en vuestra casa, ¿no? -dijo, señalando el cuadrito enmarcado.

– Eh, eh, sin tocar. Que es mi amuleto…


Mathilde Kessler se comía con los ojos a Vincent y a su amigo, mientras Pierre robó un menú sin que nadie lo viera. Camille se había enfrascado en el Gazetin du Comestible, un periodiquillo de 1767, en el cual se había inspirado para dibujar unos alimentos delirantes… Era fantástico. «Y… esto… los… los originales ¿dónde están?»


Franck estaba nerviosísimo, llevaba en la cocina desde el amanecer… Por una vez que habían acudido todos a la cita…

– ¡Hala, hala, a la mesa, que se enfría! ¡Cuidado que quemo, cuidado que quemo!

Dejó una gran olla en medio de la mesa y volvió a la cocina a buscar un cucharón.


Philou servía el vino. Perfecto, como siempre.

Sin él, el éxito no habría sido tan rápido. Tenía ese don maravilloso de hacer que la gente se sintiera a gusto, encontraba siempre el cumplido adecuado, el tema de conversación, el toque de humor, la dosis justa de coquetería francesa… Y saludaba con dos besos a todos los nobles del barrio… Eran todos primos lejanos suyos…


Cuando él era el anfitrión, concebía bien las ideas, las enunciaba claramente, y las palabras para expresarlas le venían fácilmente.

Y como había escrito con tan poca gracia el periodista de antes, era el «alma» de esa tabernita elegante…


– Venga, venga… -gruñó Franck-, pasadme esos platos…

En ese momento, Camille, que llevaba un buen rato haciendo el tonto con Valentin, jugando a cucú con su servilleta, y cayéndosele la baba, soltó sin más ni más:

– Oh, Franck… Yo quiero uno igual…


Franck terminó de servir a Mathilde, suspiró… «joder, todo lo tengo que hacer yo aquí»… dejó el cucharón en la olla, se quitó el delantal, lo apoyó en el respaldo de su silla, cogió al bebé, se lo devolvió a su madre, levantó en volandas a su chica, se la echó a la espalda como un saco de patatas o media carcasa de buey, gimió… uf, es que la niña había cogido unos kilitos… abrió la puerta, cruzó la plaza, entró en el hotel de enfrente, estrechó la mano de Vishayan, su colega portero al que alimentaba entre fax y fax, le dio las gracias, y subió las escaleras sonriendo.

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