10. El Paso de los Dragones

En los mares del extremo Confín del Poniente, aquel Señor de la Isla de los Sabios, al despertar acalambrado y entumecido en una pequeña barquichuela en una mañana clara y fría, se incorporó y bostezó. Y después de un momento, señalando el norte, dijo a su aún no del todo despierto compañero: —¡Allá! Dos islas. ¿Las ves? Las más meridionales de las islas del Paso de los Dragones.

—Tenéis ojos de halcón, señor —dijo Arren, escrutando el mar a través del sueño, y no viendo nada.

—Es por eso que soy el Gavilán —dijo el mago; todavía estaba alegre, como si hubiese olvidado presagios y presentimientos—. ¿No las ves?

—Veo gaviotas —dijo Arren después de frotarse los ojos y avizorar todo el horizonte azul-gris delante de la barca.

El mago rió. —¿Podría aun un halcón ver gaviotas a veinte millas de distancia?

A medida que el sol expandía su luz por encima de las brumas del levante, las diminutas manchas que Arren veía revolotear en el aire parecían centellear, como polvo de oro que se agitara en el agua, o partículas de polvo en un rayo de sol. Y entonces Arren supo que eran dragones.

Cuando Miralejos se aproximó a las islas, Arren vio los dragones que se remontaban y volaban en círculos en el viento de la mañana, y el corazón le saltó en el pecho, hacia ellos, en un rapto de alegría, un júbilo triunfante, que era como un dolor. Toda la gloria de la mortalidad se reflejaba en ese vuelo, cuya belleza estaba hecha de la fuerza terrible, del delirio absoluto, y de la gracia de la razón. Porque aquéllas eran criaturas pensantes, capaces de hablar y de una antigua sabiduría: en las figuras de aquel vuelo había una armonía voluntaria y feroz.

Arren no habló, pero pensó: No me importa lo que pueda ocurrir después; he visto los dragones en el viento de la mañana.

De vez en cuando las figuras se alejaban y los círculos se quebraban, y a menudo en pleno vuelo los ollares de un dragón echaban una larga cinta de fuego que ondulaba y flotaba un instante en el aire, repitiendo la curva y el brillo del largo y arqueado cuerpo del dragón. El mago los observó un momento y dijo: —Están encolerizados. Danzan su cólera en el viento.

Y un momento después: —Ahora estamos en el avispero. —Porque los dragones habían visto la pequeña vela sobre las olas, y primero uno y luego otro suspendieron el torbellino de la danza y descendieron en una fila larga por el aire, batiendo las grandes alas, en línea recta hacia la barca.

El mago miró a Arren, que estaba en el timón, porque había marejada de proa. El muchacho sujetaba la barra con mano firme, pero no apartaba los ojos del batir de aquellas alas. Como satisfecho con lo que había visto, Gavilán se dio vuelta otra vez, y de pie junto al mástil, quitó de la vela el viento mágico. Luego levantó la vara y habló en voz alta.

Al sonido de la voz del mago y las palabras del Habla Arcana, algunos de los dragones dieron media vuelta en pleno vuelo y se dispersaron y regresaron a las islas. Otros se detuvieron y planearon, las garras aceradas de los miembros delanteros medio extendidas. Uno, dejándose caer casi a ras del agua, voló lentamente hacia ellos: en dos aletazos estuvo encima de la barca, el vientre acorazado suspendido sobre el mástil. Arren vio, entre la coyuntura de la escápula y el pecho, la carne rugosa, indefensa, que es junto con el ojo la única parte vulnerable del dragón, a menos que se lo ataque con una lanza dotada de un poderoso encantamiento. Un humo nauseabundo, de olor a carroña, salía en grandes bocanadas del largo hocico dentado y asfixiaba y estremecía al muchacho.

La sombra pasó. Volvió a pasar, de nuevo volando bajo, y esta vez Arren sintió el aliento abrasador antes que el humo. Oyó la voz de Gavilán, clara y tajante. El dragón sobrevoló la barca y se alejó. Y tras él partieron los otros, regresando en ondulada procesión hacia las islas como pavesas llevadas por una ráfaga de viento.

Arren se recobró y se enjugó el sudor glacial que le cubría la frente. Al mirar a su compañero, notó que se le habían blanqueado los cabellos: el aliento el dragón los había quemado, encrespándole las puntas. Y la gruesa lona de la vela estaba chamuscada de un lado, de un color herrumbre.

—Tienes un poco quemada la cabeza, muchacho —dijo Gavilán.

—También lo está la vuestra, señor.

Gavilán se pasó la mano por el pelo, sorprendido. —¡Es verdad! Eso ha sido una insolencia; mas no deseo entrar en discordia con estas criaturas. Parecen estar enloquecidas, o atontadas. No han hablado. Jamás he conocido a un dragón que no hablase antes de atacar, aunque sólo fuese para atormentar a su presa… Ahora tenemos que seguir. No los mires a los ojos, Arren. Da vuelta la cara si es preciso. Navegaremos con el viento del mundo, que es propicio y sopla desde el sur, y es posible que yo necesite de mi arte para otros menesteres. Quédate en el timón, pero déjala ir como quiera.

Miralejos continuó navegando, y pronto pasó entre una isla distante a la izquierda, y las dos islas gemelas que habían visto antes a la derecha. Éstas se elevaban del mar en riscos bajos, y toda la roca desnuda estaba blanqueada por los excrementos de los dragones y de las pequeñas y temerarias golondrinas de mar de cabeza negra, que anidaban entre ellos.

Los dragones habían volado muy alto y describían círculos en el aire, como buitres. Ni uno solo volvió a descender en picado hacia la barca. A veces se llamaban unos a otros, con gritos ásperos y estridentes a través de los pozos de aire, pero si había palabras en aquellos alaridos, Arren no pudo distinguirlas.

La barca bordeó un pequeño promontorio, y Arren vio en la orilla lo que en un momento le pareció una fortaleza en ruinas. Era un dragón. Una de las alas negras estaba replegada y la otra extendida a través de la arena y hasta la orilla del mar, de modo que el vaivén de las olas la sacudía de adelante hacia atrás en un remedo de vuelo. El cuerpo serpentino yacía cuan largo era sobre la roca y la arena. Le faltaba una pata de delante; del gran arco de las costillas le habían arrancado el caparazón de malla, y tenía el vientre desgarrado, de modo que la venenosa sangre de dragón había ennegrecido la arena, en metros a la redonda. Sin embargo, la criatura vivía aún. Tan prodigiosa es la fuerza de la vida en los dragones que sólo un poder igual de hechicería puede matarlos rápidamente. Los ojos auriverdes estaban abiertos; y la cabeza enorme y enjuta se sacudió apenas al paso de la barca, y con un silbido bronco, entrecortado, un vapor mezclado con una espuma sanguinolenta le brotó de golpe de los ollares.

En la playa, entre el dragón moribundo y la orilla del mar, se veían las marcas y estrías dejadas por las zarpas y los cuerpos pesados de otros dragones; las entrañas de la criatura yacían desparramadas y pisoteadas en la arena.

Ni Arren ni Gavilán hablaron hasta que estuvieron a una buena distancia de la isla, avanzando a través de las aguas turbulentas del Paso de los Dragones, flanqueado de arrecifes, pináculos y figuras de roca, hacia las islas septentrionales de la doble cadena. Sólo entonces habló Gavilán: —Fue un espectáculo funesto —dijo, y su voz era lúgubre y fría.

—¿Se… comen a los de su misma especie?

—No. No más que nosotros. Han enloquecido. Les han quitado el don de la palabra. Ellos, que hablaron antes que los hombres, ellos, más antiguos que cualquier otra criatura, los Hijos de Segoy… reducidos al mudo terror de las bestias. ¡Ah, Kalessin! ¿A dónde te han llevado tus alas? ¿Has vivido para ver a tu raza caída en la vergüenza?

La voz del mago vibraba como golpes de martillo sobre el yunque; con los ojos en alto, escudriñaba el cielo. Pero los dragones estaban atrás, girando ahora en círculos más bajos sobre las islas rocosas y la playa ensangrentada, y en lo alto no se veía nada más que el cielo azul y el sol del mediodía.

No había entonces ningún hombre viviente que hubiera cruzado, o visto, el Paso de los Dragones, excepto el Archimago. Hacía veinte años y más lo había navegado en toda su longitud de este a oeste, y de regreso. Era el delirio, para un navegante, y la maravilla. El agua se extendía en un laberinto de canales azules y bancos de verdor, y ahora él y Arren, en ese laberinto, por medio de la mano y la palabra y la más celosa vigilancia, buscaban un paso para la barca entre las rocas y los arrecifes: algunos tan bajos que el flujo de la marea los sumergía por completo. Otros afloraban a medias, cubiertos de anémonas y hálanos y serpentinos helechos de mar; como monstruos surgidos de las aguas, cascarudos o sinuosos. Otros se elevaban desde el mar en pináculos y acantilados, y había arcos y medios arcos, torres talladas, formas fantásticas de animales, lomos de jabalí y cabezas de serpiente, y todo inmenso, deforme, difuso, cual si la vida misma se agitase consciente a medias en la roca. El ruido de las olas era como una respiración sobre los arrecifes, que el rocío brillante y amargo humedecía. En una de esas rocas se veían claramente los hombros encorvados y pesados de un hombre, de noble cabeza, que meditaba frente al mar; pero cuando la barca hubo pasado y miraron desde el norte, el hombre había desaparecido, y la roca reveló una caverna contra la que el mar se estrellaba y caía con un estampido fragoroso y hueco; y parecía haber una palabra en aquel ruido. A medida que continuaban navegando, los ecos distorsionados se atenuaban y esa sílaba se percibía con más claridad; y Arren dijo entonces:

—¿Hay una voz en esa gruta?

—La voz del mar.

—Pero pronuncia una palabra.

Gavilán escuchó; miró a Arren de soslayo, y otra vez la caverna.

—¿Cómo la oyes tú?

—Como diciendo el sonido ahm.

—En el Habla Arcana significa el principio, o hace mucho tiempo. Pero yo oigo ohb, que es una forma de decir el fin. ¡Mira, mira adelante! —concluyó bruscamente, en el mismo momento en que lo ponía en guardia—. ¡Vados! —Y pese a que Miralejos se abría paso como un gato esquivando los peligros, estuvieron ocupados algún tiempo en la barra del timón, y lentamente la caverna que rugía aquella eterna y enigmática palabra fue quedando atrás.

Ahora navegaban en aguas más profundas, fuera ya de la fantasmagoría de las rocas, y delante de ellos, asomaba una isla que parecía una torre. Los acantilados eran negros, cilíndricos, como grandes y apretados pilares, de bordes rectos y superficies planas, y se elevaban a pico cien metros por encima del mar.

—Ese es el Alcázar de Kalessin —comentó el mago—. Así lo llamaban los dragones, cuando estuve aquí hace mucho tiempo.

—¿Quién es Kalessin?

—El más anciano…

—¿Él mismo construyó este lugar?

—No lo sé. No sé si fue construido. Ni qué edad puede tener. Digo «él», pero ni siquiera eso sé… Comparado con Kalessin, Orm Embar es como un niño de un año. Y tú y yo somos como criaturas de un día. —Escrutó las monumentales empalizadas, y Arren las miró, intranquilo, imaginando que un dragón podía lanzarse desde aquella lejana cornisa negra y caer sobre ellos casi al mismo tiempo que su sombra. Pero no apareció ningún dragón. Surcaron lentamente las aguas tranquilas a sotavento de la roca, no oyendo nada más que el murmullo y el chapoteo de las olas sombrías sobre las columnas de basalto. Allí el agua era profunda, sin rocas ni arrecifes; Arren maniobraba la barca y Gavilán, de pie en la proa, escudriñaba los acantilados y el cielo luminoso.

La barca salió al fin de la sombra del Alcázar de Kalessin a la luz del sol del atardecer. Habían cruzado el Paso de los Dragones. El mago levantó la cabeza, como quien ve de pronto aquello que esperaba ver, y surcando el vasto espacio de oro, el dragón Orm Embar apareció ante ellos sobre alas doradas.

Arren oyó que Gavilán le gritaba: «¿Aro Kalessin?». Adivinó el significado de estas palabras, pero no pudo entender la respuesta del dragón. Sin embargo, cada vez que oía el Habla Arcana tenía siempre la impresión de que estaba a punto de comprender, que casi comprendía: como si fuese una lengua que había olvidado, no una que nunca había conocido. Cuando el mago la hablaba, su voz era mucho más clara que cuando hablaba en hárdico, y parecía envuelta en una especie de silencio, como el más leve toque sobre una gran campana. Pero la voz del dragón era como un gongo, profunda y a la vez estridente, o como el tañido sibilante de los címbalos.

Arren contempló a su compañero de pie en la angosta proa, hablando con la criatura monstruosa que planeaba sobre él ocultando la mitad del cielo; y una especie de orgullo jubiloso embargó el corazón del muchacho, al ver qué cosa tan pequeña es un hombre, tan frágil, y tan terrible. Porque el dragón hubiera podido arrancarle la cabeza con un solo zarpazo, hubiera podido triturar la barca y hundirla como una piedra hunde una hoja que flota sobre el agua, si sólo se tratase de una cuestión de tamaño. Pero Gavilán era tan peligroso como Orm Embar: y el dragón lo sabía.

El mago volvió la cabeza. —Lebannen —dijo, y el muchacho se levantó y se adelantó, pese a que no tenía ningún deseo de acercarse, ni un solo paso, a aquellas mandíbulas de casi cinco metros y a aquellos ojos auriverdes y rasgados de pupilas hendidas que ardían sobre él desde el aire.

Gavilán no le dijo nada, pero le puso una mano sobre el hombro y de nuevo le habló al dragón, brevemente.

—Lebannen —dijo la voz profunda sin ninguna pasión—. ¡Agni Lebannen!

Arren levantó la cabeza; sintió en seguida la presión de la mano del mago, y evitó la mirada de los ojos de oro verde.

No sabía hablar la Lengua Arcana; pero no era mudo: —Te saludo, Orm Embar, Señor Dragón —dijo con voz clara, como un príncipe que saluda a otro príncipe.

Se hizo un silencio, y el corazón de Arren latió desacompasado y con violencia. Pero Gavilán sonreía de pie junto a él.

Después de esto el dragón habló de nuevo, y Gavilán le respondió; y ese diálogo le pareció largo a Arren. Al fin acabó, y de repente. El dragón remontó vuelo con un golpe de alas que estuvo a punto de hacer zozobrar la embarcación, y desapareció. Arren miró al sol y descubrió que no parecía estar más cerca del ocaso; en realidad, no había pasado mucho tiempo. Pero el rostro del mago tenía un color de cenizas húmedas, y los ojos le resplandecían cuando se volvió hacia Arren. Se sentó en la bancada.

—Magnífico, muchacho —dijo—. No es fácil… hablar a los dragones.

Arren fue a buscar víveres, pues no habían probado bocado en todo el día; y el mago no dijo nada más hasta que hubieron comido y bebido. El sol tocaba ahora el horizonte, aunque en aquellas latitudes septentrionales, y no mucho después del solsticio de verano, la noche llegaba tarde y lentamente.

—Bueno —dijo al fin—. Orm Embar me ha dicho, a su manera, muchas cosas. Dice que aquél a quien buscamos está y no está en Selidor… Le es difícil a un dragón hablar claro. No tienen mentes claras. Y aun cuando uno de ellos quiera decirle la verdad a un hombre, cosa nada frecuente, ignora qué aspecto tiene la verdad para un hombre. Así que le pregunté: «¿De la misma manera que está tu padre Orm en Selidor?». Porque como tú sabes, allí es donde Orm y Erreth-Akbé murieron combatiendo. Y él respondió: «No y sí. Lo encontrarás en Selidor, pero no en Selidor». —Gavilán hizo una pausa y reflexionó, mientras mascaba una corteza de pan duro—. Tal vez quiso decir que aunque el hombre no está en Selidor, es allí adonde tengo que ir para encontrarlo. Tal vez… Le pregunté entonces por los otros dragones. Dijo que ese hombre ha estado con ellos, y sin sentir ningún temor, porque aunque ha muerto retorna una y otra vez de la muerte, en carne y hueso, vivo. Por lo tanto ellos le temen como a una criatura sobrenatural; y por ese temor los domina con magia, y los ha despojado del Habla de la Creación, dejándolos librados a su propia naturaleza. Y así se devoran unos a otros, o se quitan ellos mismos la vida arrojándose al mar… una muerte abominable para la serpiente de fuego, la bestia del viento y el fuego. Le dije entonces: «¿Dónde está el señor Kalessin?», y todo cuanto me dijo fue: «En el Oeste», lo cual podría significar que Kalessin ha volado hacia esas tierras que según los dragones se extienden más allá de las aguas conocidas; o quizá no signifique eso. Así que terminé con mis preguntas, y él empezó con las suyas, diciendo: «He volado sobre Kaltuel volviendo al norte, y sobre las Puertas de Torin. En Kaltuel vi a unos aldeanos que sacrificaban a un niño de pecho sobre la piedra de un altar, y en Ingat a un hechicero que las gentes de su propia comunidad habían matado a pedradas. ¿Te parece, Ged, que se comerán al niño? ¿Regresará el hechicero de la muerte y apedreará a su propio pueblo?». Yo pensé que se burlaba de mí, y estaba a punto de contestarle con cólera, pero no, no se burlaba. Dijo: «El sentido ha desaparecido de las cosas. Hay un agujero en el mundo, y el mar escapa por él. La luz se está acabando. Nos quedaremos en la tierra yerma. No habrá más agua ni más muerte». Y entonces comprendí, por fin, lo que quería decirme.

Arren no sólo no comprendía; estaba, además, muy perturbado. Porque Gavilán, al repetir las palabras del dragón se había nombrado a sí mismo con su nombre verdadero, era evidente. Y eso había despertado en la memoria de Arren el penoso recuerdo de la mujer de Lorbanería gritando a quien quisiera oírla: «¡Mi nombre es Akaren!». Si los poderes de la magia, y los de la música y la palabra, y los de la confianza se estaban debilitando y marchitando entre los hombres, si un miedo demente se estaba apoderando de ellos de modo que, como los dragones privados de razón, se volvían unos contra otros para destruirse, si eso ocurría, ¿escaparía su señor a ese destino? ¿Era en verdad tan fuerte?

No parecía fuerte, encorvado sobre su cena de pan y pescado ahumado, el pelo encanecido y chamuscado por el fuego, las manos frágiles, la cara fatigada.

Sin embargo, el dragón le temía.

—¿Qué te atormenta, hijo?

Con él, sólo cabía la verdad.

—Habéis pronunciado vuestro nombre verdadero, mi señor.

—Oh, sí. Olvidé que no lo había dicho antes. Necesitarás de mi nombre verdadero, si vamos allá adonde debemos ir. —Alzó los ojos hacia Arren, todavía masticando—. ¿Pensaste que me estaba volviendo senil, y que iría pregonando mi nombre a los cuatro vientos, como un viejo legañoso que ha perdido la razón y la vergüenza? ¡No, hijo, todavía no!

—No —dijo Arren, tan azorado que no pudo decir nada más. Estaba rendido; el día había sido largo, y poblado de dragones. Y las perspectivas eran cada vez más sombrías.

—Arren —dijo el mago—. ¡No! Lebannen, allí adonde vamos, no hay nada que ocultar. Allí todos llevan sus verdaderos nombres.

—Nadie puede hacer daño a los muertos —dijo Arren, sombrío.

—Pero no es sólo allí, no sólo en la muerte, donde la gente recobra sus nombres. Aquellos que pueden ser más dañados, los más vulnerables, aquellos que han dado amor, y no lo piden de vuelta: ésos se llaman unos a otros por sus nombres. Los fieles de corazón, los capaces de dar vida… Pero estás rendido, hijo. Échate y duerme. No hay nada que hacer ahora, salvo mantener el rumbo toda la noche. Y en la mañana veremos la última isla del mundo.

En la voz del mago había una extrema gentileza. Arren se acurrucó en la proa y al instante el sueño empezó a invadirlo. Oyó que el mago entonaba un cántico en voz muy queda, casi un murmullo, no en lengua hárdica sino en el Habla de la Creación; y cuando empezaba al fin a comprender, y a recordar lo que las palabras significaban, justo antes de comprenderlas, se quedó dormido.

En silencio el mago guardó el pan y la carne, inspeccionó las líneas, puso todo en orden en la barca, y luego, tomando el cabo de guía de la vela en la mano y sentándose en la bancada de popa, puso en la vela el fuerte viento de magia. Incansable, Miralejos enfiló hacia el norte, una flecha sobre el mar.

Miró a Arren, el rostro dormido del muchacho iluminado por el oro rojo del largo crepúsculo, la áspera cabellera movida por el viento. Ya no era el adolescente de aspecto delicado, sereno y principesco que pocos meses antes lo aguardara sentado junto a la fuente de la Casa Grande; éste era un rostro más delgado, más duro y mucho más fuerte. Pero no menos hermoso.

—No he encontrado a nadie que me siguiera en mi camino —dijo Ged el Archimago en voz alta, hablándole al joven dormido, o quizá al viento hueco—. A nadie más que a ti. Y tú has de seguir tu camino, no el mío. Sin embargo, tu reino, en parte, será también mi reino. Porque yo te reconocí, ¡yo fui el primero en reconocerte! Y más me alabarán por esto en los días del futuro que por todas mis hazañas de magia… Si hay días en el futuro. Porque ante todo tenemos que encontrar el punto de Equilibrio, el centro pendular del mundo. Y si yo caigo, caerás tú, y todo el resto… Por un tiempo, por un tiempo. No hay oscuridad que dure eternamente. Y aún allí, hay estrellas… Oh, cuánto me gustaría verte coronado en Havnor, y el sol resplandeciendo sobre la Torre de la Espada, y sobre el Anillo que para ti trajimos de Atuan, desde las tumbas tenebrosas, Tenar y yo, ¡antes aún que tú nacieras!

Rió, y volviéndose de cara al norte, dijo entre dientes en la lengua común: —¡Un cabrerizo sentando en el trono al heredero de Morred! ¿No aprenderé nunca?

Luego, siempre con el cabo de guía en la mano y la vela henchida y roja a los últimos resplandores del poniente, habló otra vez en voz baja: —Ni en Havnor quisiera estar, ni en Roke. Es tiempo de acabar con el poder. De abandonar los juguetes viejos y seguir andando. Es tiempo de que vuelva a casa. Quisiera ver a Tenar. Quisiera ver a Ogion, y hablar con él antes de que muera, en la casa de los acantilados de Re Albi. Ardo en deseos de caminar por la montaña, la montaña de Gont, por los bosques en otoño, cuando las hojas brillan. No hay ningún reino que pueda compararse a los bosques. Es tiempo de que vaya allí, de que vaya en silencio, solo. Y acaso allí aprenda al fin lo que ninguna acción, ningún arte, ningún poder puede enseñarme, lo que nunca he aprendido.

El poniente entero estallaba en rojas llamaradas de furia y de gloria, y el mar se teñía de púrpura, y la vela en lo alto brillaba como la sangre; y luego cayó silenciosa la noche. Toda esa noche el muchacho durmió y el hombre veló, mirando adelante, escrutando la oscuridad. No había estrellas.

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