7. El loco

El loco, el Tintorero de Lorbanería, estaba acurrucado contra el mástil, los brazos alrededor de las rodillas y la cabeza gacha. La mata de pelo hirsuto parecía negra a la luz de la luna. Gavilán dormía en la popa envuelto en una manta. Ninguno de los dos se movía. Arren estaba sentado en la proa, muy erguido; se había jurado velar toda la noche. Si el mago prefería creer que el lunático pasajero no lo atacaría, a él o a Arren, durante la noche, allá él; Arren, sin embargo, era dueño de tener sus propias ideas, y cargar con sus propias responsabilidades.

Pero la noche era muy larga y muy calma. La luz de la luna se derramaba inalterable sobre el mar. Acurrucado contra el mástil, Sopli roncaba, unos ronquidos largos, bajos. Suavemente avanzaba la barca; suavemente Arren se deslizó en el sueño. Despertó una vez, sobresaltado, y vio la luna apenas más alta; abandonó la guardia que se había impuesto, se acomodó y se quedó dormido.

Volvió a soñar, como al parecer lo hacía siempre en este viaje, y al principio los sueños eran fragmentarios pero insólitamente placenteros y reconfortantes. En el lugar del mástil de Miralejos crecía un árbol, con grandes ramas arqueadas cubiertas de follaje; unos cisnes tiraban de la barca, hendiendo las aguas con alas vigorosas delante de la proa; a lo lejos, sobre el verde berilo del mar, resplandecía una ciudad de torres blancas. Luego él estaba en una de esas torres, escalando los peldaños que ascendían en espiral, trepando por ellos ligero e impaciente. Estas escenas cambiaban y recurrían y desembocaban en otras, que pasaban sin dejar rastro; pero de pronto se hallaba en la temida y opaca medialuz de los páramos, y el horror crecía en él hasta impedirle respirar. Pero él seguía avanzando, porque tenía que hacerlo. Al cabo de un largo rato se daba cuenta de que avanzar allí era girar en círculos y volver siempre sobre sus pasos. Sin embargo tenía que salir, escapar; era cada vez más apremiante. Echaba a correr. A medida que corría los círculos se estrechaban y el suelo empezaba a inclinarse. Iba corriendo en la creciente oscuridad, cada vez más rápido, alrededor del reborde interior de un pozo, un enorme torbellino que lo aspiraba hacia abajo, hacia las tinieblas; y en el momento en que lo supo, resbaló y cayó.

—¿Qué pasa, Arren?

Gavilán le hablaba desde la popa. El amanecer gris mantenía en calma el cielo y el mar.

—Nada.

—¿La pesadilla?

—Nada.

Arren tenía frío y tenía acalambrado el brazo derecho por haber dormido sobre él. Cerró de nuevo los ojos para protegerlos de la claridad creciente, y pensó: «Él insinúa esto y aquello, pero nunca quiere decirme claramente a dónde vamos, ni por qué, ni por qué tengo yo que ir allí. Y ahora arrastra a ese loco con nosotros. ¿Quién está más loco, el lunático o yo? ¿Por qué he venido? Entre ellos pueden entenderse, ahora los locos son los magos, dijo él. Yo hubiera podido estar en casa ahora, en mi hogar en el Palacio de Berila, en mi alcoba de paredes talladas, con alfombras rojas en el suelo, y el fuego encendido en el hogar, despertándome para salir a cazar halcones con mi padre. ¿Por qué he venido con él? ¿Por qué él me ha traído? Porque es mi camino, el mío, dice, pero así es como hablan los hechiceros, que con grandes palabras hacen que las cosas parezcan grandes. Pero el significado de las palabras está siempre en otra parte. Si hay un camino que he de seguir, es el de mi casa, no andar errando sin sentido a través de los Confines. Tengo deberes que cumplir en casa, y estoy eludiéndolos. Si de verdad piensa que un enemigo de la magia está operando en alguna parte, ¿por qué ha querido venir solo, conmigo? Podría haber traído otro mago que le ayudase… un centenar de magos. Podría haber traído todo un ejército de guerreros, una flota de navíos. ¿Es así como se afronta un gran peligro, con un viejo y un muchacho en una barca? Esto es pura locura. Él, él está loco; es como él dice, busca la muerte. Busca la muerte, y quiere llevarme con él. Pero yo no estoy loco ni soy viejo, no quiero morir, no quiero ir con él».

Se incorporó, apoyado sobre un codo, y miró hacia adelante. La luna, que había asomado frente a ellos cuando salían de la Bahía de Sosara, estaba otra vez a proa, hundiéndose en el horizonte de las aguas. Atrás, en el levante, el día clareaba pálido y triste. No había nubes, pero sí una neblina ligera, enfermiza. Más tarde, ardió el sol, pero con una luz velada, sin brillo.

Durante todo aquel día navegaron a lo largo de la costa de Lorbanería, baja y verde a mano derecha. Un viento ligero que soplaba desde tierra henchía el velamen. Hacia el anochecer costearon un largo cabo, el último; la brisa murió. Gavilán llamó a la vela el viento de magia, y como un halcón que echa a volar desde la muñeca del cazador, Miralejos se precipitó hacia adelante, dejando atrás la Isla de la Seda.

Sopli el Tintorero se había pasado el día acurrucado en el mismo sitio, visiblemente atemorizado por la barca y el mar, mareado y miserable. Ahora habló, con voz ronca: —¿Vamos hacia el oeste?

El sol en el ocaso le encendía la cara; pero Gavilán asintió sin impacientarse.

—¿A Obehol?

—Obehol está al oeste de Lorbanería.

—Muy lejos al oeste. Quizá el lugar está allí.

—¿Cómo es el lugar?

—¿Cómo puedo saberlo? ¿Cómo podría haberlo visto? ¡No está en Lorbanería! Lo he buscado durante años, cuatro años, cinco años, en la oscuridad, de noche, cerrando los ojos, y él siempre llamándome: Ven, ven, pero yo no podía ir. Yo no soy un señor de hechiceros que encuentra el camino en la oscuridad. Pero también hay un lugar al que se puede llegar a la luz, bajo el sol. Eso es lo que Mildi y mi madre no querían comprender. Se empeñaban en buscar en la oscuridad. Después el viejo Mildi murió, y mi madre perdió la razón. Olvidó los sortilegios que empleábamos para las tinturas, y eso le afectó el juicio. Quería morir, pero yo le he dicho que espere. Que espere hasta que yo encuentre el lugar. Tiene que haber un lugar. Si los muertos pueden volver a la vida en el mundo, ha de haber un lugar en el mundo donde eso ocurre.

—¿Vuelven a la vida los muertos?

—Creí que tú sabías esas cosas —dijo Sopli después de una pausa, mirando con suspicacia a Gavilán.

—Busco la forma de saberlas.

Sopli no dijo nada más. Súbitamente el mago lo miró, una mirada directa, imperiosa, pero le habló con gentileza: —¿Buscas la forma de vivir eternamente, Sopli?

Sopli le sostuvo la mirada un momento; luego escondió entre los brazos la hirsuta cabeza castaño-rojiza, cruzó los dedos de las manos sobre los tobillos y se columpió de adelante hacia atrás. Al parecer, ésa era la posición que adoptaba cuando sentía miedo, y en esos momentos no hablaba ni tenía en cuenta lo que se decía. Arren desvió la mirada con desesperación y repugnancia. ¿Cómo podrían seguir así, con Sopli, durante días o semanas, en una barca de seis metros de eslora? Era como compartir un cuerpo con un alma enferma…

Gavilán subió a la proa junto a él y apoyando una rodilla en la bancada contempló el lívido anochecer. En seguida dijo: —Es noble de espíritu.

Arren no replicó. Preguntó fríamente: —¿Qué es Obehol? Nunca he oído ese nombre.

—Yo conozco el nombre y dónde buscarlo en los mapas, nada más… ¡Mira, las compañeras de Gobardón!

La gran estrella de color topacio estaba ahora más alta en el sur, y debajo de ella, iluminando apenas el mar ensombrecido, brillaba una estrella blanca a la izquierda y una blanquiazulada a la derecha, formando un triángulo.

—¿Tienen nombres?

—El Maestro de Nombres lo ignoraba. Quizá las gentes de Obehol y Wellogy tengan nombres para ellas. Yo no lo sé. Ahora penetramos en mares extraños, Arren, bajo el Signo del Fin.

El muchacho no respondió y se quedó mirando con una especie de repulsión las brillantes estrellas sin nombre que resplandecían en las alturas, sobre el mar infinito.

Mientras navegaban rumbo al oeste día tras día, el calor de la primavera meridional reposaba sobre las aguas, y el cielo estaba claro. Sin embargo Arren tenía la impresión de que había una opacidad en la luz, como si cayera sesgada a través de un vidrio. El agua de mar estaba tibia y nadar no lo refrescaba. La comida salada no tenía sabor. No había frescura en las cosas, ni brillo, salvo de noche, cuando las estrellas irradiaban una luminosidad que Arren nunca había visto en ellas. Entonces se tendía boca arriba y las contemplaba hasta que se dormía. Y cuando dormía, soñaba: siempre el sueño de los páramos, o el pozo, o un valle rodeado de acantilados, o un camino largo que descendía bajo un cielo encapotado; siempre la luz mortecina, y el horror, y el desesperado esfuerzo por escapar.

Nunca le hablaba de esto a Gavilán. No le hablaba de nada que fuese importante para él, sólo de los menudos incidentes cotidianos de la travesía; y Gavilán, a quien siempre había que arrancarle las palabras, ahora estaba casi siempre en silencio.

Arren veía ahora que había estado loco al confiarse de cuerpo y alma a ese hombre inquieto y taciturno que se dejaba guiar por sus impulsos y que no hacía ningún esfuerzo por gobernar su vida, ni siquiera para salvarla. Porque ahora había en él un sentimiento de fatalidad; y eso, pensaba Arren, era porque no se atrevía a afrontar su propio fracaso, el fracaso de la magia como un gran poder entre los hombres.

Era evidente ahora. Para quienes conocían los secretos, no había muchos secretos en esas artes mágicas con las que Gavilán y todas las generaciones de magos y hechiceros habían conquistado tanta fama y poder. No eran mucho más que la manipulación de las nubes y los vientos, el conocimiento de las hierbas curativas, y una habilidad para crear ilusiones tales como nieblas y luces y cambios de forma, que podían maravillar al ignorante, pero que eran meras supercherías. La realidad no cambiaba. No había en la magia nada que diese a un hombre verdadero poder sobre los hombres; y era absolutamente inútil contra la muerte. Los magos no vivían más tiempo que los hombres comunes. Todas sus palabras secretas no les servían para postergar ni un solo instante la hora de la muerte.

Ni siquiera en cuestiones de poca monta merecía la magia que se la tomase en cuenta. Gavilán siempre era tacaño en el uso de sus artes; navegaban con el viento del mundo cada vez que podían, pescaban para procurarse alimentos, y economizaban el agua, como cualquier marino. Después de cuatro días de luchar contra un caprichoso viento de proa, Arren le preguntó si no convendría que llamase a la vela una brisa favorable, y cuando el mago meneó la cabeza, dijo:

—¿Por qué no?

—Yo no le pediría a un hombre enfermo que corra una carrera —respondió Gavilán—, ni pondría una piedra sobre una espalda recargada. —Era imposible saber si hablaba de él mismo o del mundo en general. Las respuestas del mago eran siempre ambiguas, de difícil interpretación. En eso, pensaba Arren, consistía todo el secreto de la magia: en sugerir profundos significados sin decir nada en absoluto, y en dar a entender que no hacer nada era la máxima sabiduría.

Arren había tratado de ignorar a Sopli, pero eso era imposible; y en todo caso pronto se encontró unido en una especie de alianza con el loco. Sopli no estaba tan loco, o no tan simplemente loco como podía parecer por su cabellera enmarañada y hablar entrecortado. En realidad, su locura mayor era el terror que le tenía al agua. Para subir a la barca había necesitado el coraje de la desesperación, y nunca había logrado librarse de ese miedo; se pasaba las horas con la cabeza baja para no ver el agua que se alzaba y golpeaba alrededor de él y la frágil cáscara de la barca. Si se ponía de pie en la barca se mareaba; se abrazaba al mástil. La primera vez que Arren decidió ir a nadar y se zambulló desde la proa, Sopli gritó con horror; cuando Arren volvió a la barca, el pobre hombre estaba verde de espanto. —Creí que querías ahogarte —le dijo, y Arren no pudo menos que reírse.

Por la tarde, en un momento en que Gavilán parecía distraído, absorto en algún pensamiento, Sopli, aferrándose con cautela a las bancadas, fue hasta donde estaba Arren. Dijo en voz baja: —Tú no quieres morir, ¿no?

—Claro que no.

—Él sí —dijo Sopli, con un leve movimiento de la mandíbula inferior, señalando a Gavilán.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Arren en un tono señorial, que en verdad era natural en él, y que Sopli aceptó naturalmente, pese a que era diez o quince años mayor que el muchacho.

—Él quiere… llegar al lugar secreto —respondió con una cortés prontitud, aunque interrumpiéndose, como era costumbre en él—. Pero yo no sé por qué. Él no quiere… No cree en… la promesa.

—¿Qué promesa?

Sopli le clavó una mirada penetrante, con algo de la perdida hombría en los ojos; pero la voluntad de Arren era más fuerte. Al fin respondió en voz muy baja:

—Tú sabes. La vida. La vida eterna.

Un largo escalofrío sacudió el cuerpo de Arren. Recordó sus sueños, el páramo, el pozo, los acantilados, la luz mortecina. Eso era la muerte, eso era el horror de la muerte. Tenía que escapar, tenía que encontrar el camino. Y en el quicio de la puerta aguardaba la figura nimbada de sombra, sosteniendo en la mano una lucecita no más grande que una perla, la llama de la vida inmortal. Por primera vez Arren encontró los ojos de Sopli: unos ojos castaños y luminosos, muy claros; y en ellos vio que había comprendido al fin, y que Sopli compartía ese conocimiento.

—Él —dijo el Tintorero con aquel movimiento de la mandíbula hacia Gavilán—, él no quiere renunciar a su nombre. Pero nadie puede llevar su nombre todo el tiempo. La senda es demasiado estrecha.

—¿Tú la has visto?

—En la oscuridad, en la mente. Pero eso no basta. Yo quiero llegar allí, quiero verla. En el mundo, con mis ojos. ¿Y si… y si me muriera y no pudiese encontrar el camino, el lugar? La mayoría de la gente no puede encontrarlo, ni siquiera saben que está ahí; sólo algunos de nosotros tenemos el poder mágico. Pero es duro, porque allá tienes que abandonar ese poder… No más palabras. No más sombras. Es demasiado duro para la mente. Y cuando… mueres, tu mente… muere. —Se atascaba cada vez en la palabra—. Yo necesito saber que puedo regresar. Quiero estar allí. Del lado de la vida. Yo quiero vivir, salvarme. Odio… odio esta agua…

El Tintorero encogió los brazos y las piernas como hace una araña cuando cae, y hundió la hirsuta cabeza rojiza entre los hombros para no ver el mar.

Pero desde entonces Arren no volvió a evitar a Sopli. Sabía que no sólo compartía una visión, sino también un miedo; y que, si sucedía lo peor, Sopli podría ayudarlo contra Gavilán.

Mientras tanto seguían navegando, lentamente, en las calmas chichas y las brisas caprichosas, siempre rumbo al oeste, hacia donde Sopli los guiaba, según Gavilán. Pero no era Sopli quien los guiaba, él, que nada sabía del mar, que nunca había visto un mapa, que nunca había estado en una embarcación, y que le tenía un terror pánico al agua. Era el mago quien los guiaba y los extraviaba con toda deliberación. Arren lo veía ahora claramente, y comprendía el motivo. El Archimago sabía que ellos, y otros como ellos, buscaban la vida eterna, porque les había sido prometida o porque habían sentido que los llamaba y porque tal vez la encontrarían. En su orgullo, en su desmedido orgullo de Archimago, temía que pudiesen alcanzarla; envidia les tenía, envidia y miedo, y jamás admitiría que hombre alguno pudiese ser superior a él. Lo que ahora pretendía era internarse en la Mar Abierta más allá de todas las tierras hasta que se extraviaran para siempre, y nunca más pudieran regresar al mundo, y perecieran de sed. Porque prefería morir, morir él mismo, para que ellos no conocieran la vida eterna.

Había a veces ciertos momentos, cuando Gavilán le hablaba a Arren de algún problema menudo relacionado con la conducción de la barca, o nadaba con él en el mar cálido, o le daba las buenas noches bajo las prodigiosas estrellas, en que todas esas ideas le parecían descabelladas al muchacho. Miraba entonces a Gavilán y lo veía, veía el rostro duro, áspero, paciente, y pensaba: «Éste es mi señor y mi amigo». Y le parecía increíble que hubiera podido dudar de él. Pero un momento después volvía a dudar, y Sopli y él intercambiaban miradas cómplices, poniéndose mutuamente en guardia contra el peligro del enemigo común.

El sol derramaba calor, todos los días, pero era un sol sin brillo. La claridad se esparcía como un barniz sobre el lento oleaje del mar. El agua era azul, el cielo azul, sin cambios ni matices. Las brisas soplaban y morían, y ellos viraban la vela, y se deslizaban lentamente hacia ninguna parte.

Una tarde se levantó al fin un suave viento de popa; y Gavilán señaló con el dedo el cielo, cerca del poniente. —Mirad —dijo. Muy alto, por encima del mástil, una fila de ánsares marinos surcaba el espacio como una runa negra trazada a través del cielo. Los ánsares volaban hacia el oeste, y siguiéndolos, Miralejos llegó al otro día a la vista de una gran isla.

—Es ella —dijo Sopli—. Esa isla. Allí tenemos que ir.

—¿El lugar que buscas está allí?

—Sí. Allí tenemos que desembarcar. No podemos ir más lejos.

—Esta isla ha de ser Obehol. Más allá, en el Confín Septentrional, hay otra isla, Wellogy. Y en el Confín del Poniente, hay otras islas más occidentales. ¿Estás seguro, Sopli?

El Tintorero de Lorbanería se encolerizó, y la mirada se le ensombreció otra vez; sin embargo, pensó Arren, no hablaba sin ton ni son, como la primera vez que conversaran con él muchos días atrás, en Lorbanería. —Sí. Aquí tenemos que desembarcar. Ya hemos llegado bastante lejos. El lugar que buscamos es aquí. ¿Quieres que te jure que lo reconozco? ¿Quieres que jure por mi nombre?

—No puedes —dijo Gavilán, la voz dura, alzando los ojos hacia Sopli, más alto que él; Sopli se había levantado y se aferraba con fuerza al mástil, para mirar la tierra que tenían delante—. No lo intentes, Sopli.

El Tintorero hizo una mueca, como de rabia o dolor. Miró las montañas que parecían azules por la distancia, delante de la embarcación, por encima del tembloroso y ondulante piélago del agua, y dijo: —Tú me tomaste como guía. Este es el sitio. Aquí tenemos que desembarcar.

—De todos modos desembarcaremos, necesitamos agua —dijo Gavilán, y se encaminó al timón. Sopli se sentó en su sitio junto al mástil, farfullando. Arren le oyó decir:

—Juro por mi nombre. Por mi nombre. —Muchas veces, y cada vez que lo decía torcía la cara como si tuviera algún dolor.

Llegaron a las cercanías de la isla con un viento norte, y la bordearon buscando una bahía o un embarcadero, pero las rompientes estallaban atronadoras bajo el sol abrasador en toda la costa septentrional. Tierra adentro, las montañas verdes se caldeaban a la luz, ataviadas de árboles hasta la cima. Contorneando un cabo, llegaron por fin a una profunda bahía en medialuna. Allí las olas, contenidas por el cabo, bañaban en calma las playas de arena blanca, y una embarcación podía atracar. Ninguna señal de vida humana era visible en la playa, ni en las colinas boscosas de más arriba; no habían visto una sola barca, un techo, una voluta de humo. La leve brisa cesó tan pronto como Miralejos entró en la bahía. Todo era quietud, silencio, calor. Arren tomó los remos, Gavilán el timón. El chirriar de los remos en los toletes era el único ruido. Los picos verdes se perfilaban por encima de la bahía, cercándola. El sol tendía sobre las aguas sábanas de luz incandescente. Arren sentía que la sangre le latía en los oídos. Sopli había abandonado la protección del mástil y estaba acurrucado en la proa, sosteniéndose contra las regalas, los ojos avizores fijos en la orilla. La cara oscura y cruzada de cicatrices de Gavilán brillaba de sudor como si se la hubiese untado con aceite; su mirada iba y venía sin cesar de las rompientes bajas a los riscos tapizados de follaje.

—Ahora —les dijo a Arren y a la barca. Arren dio tres vigorosos golpes de remo y Miralejos se posó ligeramente sobre la arena. Gavilán saltó a la playa para empujar la embarcación y sacarla fuera de la última rompiente. Al extender las manos hacia la barca, trastabilló y se sujetó contra la popa para no caer. De pronto, con un súbito y poderoso esfuerzo arrastró la barca otra vez al agua a favor del reflujo, y en el instante en que Miralejos flotaba entre el mar y la arena, pasó de un salto torpe por encima de la borda. —¡Rema! —jadeó, y se movió a gatas, chorreando agua y tratando de recobrar el aliento. Tenía en la mano una lanza, una lanza arrojadiza con cabeza de bronce de más de medio metro de largo. ¿De dónde la había sacado? Otra lanza apareció mientras Arren, perplejo, se encorvaba sobre los remos: chocó de canto contra una bancada, quebrando en astillas la madera, y rebotó de uno a otro extremo. En las escarpas bajas que coronaban la playa, bajo los árboles, había un movimiento, figuras que pasaban corriendo como flechas, que se agazapaban. Unos sonidos sibilantes, cuchicheantes, vibraban en el aire. Arren encogió la cabeza entre los hombros, encorvó la espalda y remó con golpes poderosos: dos para salir de los bajíos, tres para virar la barca, y hacia alta mar.

Sopli, en la proa, detrás de la espalda de Arren, se puso a gritar. Los brazos de Arren fueron inmovilizados tan bruscamente que los remos saltaron fuera del agua, y la punta de uno lo golpeó en la boca del estómago, dejándolo por un momento ciego y sin aliento. —¡Vuelve! ¡Vuelve! —gritaba Sopli. De pronto la barca saltó en el agua y se balanceó. Tan pronto como pudo sujetar otra vez los remos, Arren se dio vuelta, furioso. Sopli no estaba a bordo.

Todo alrededor de ellos las aguas profundas de la bahía ondulaban y centelleaban a la luz del sol.

Estúpidamente, Arren miró otra vez hacia atrás, y luego a Gavilán, acurrucado en la popa. —Allí —dijo Gavilán, apuntando a un lado, pero no había nada, sólo el mar y la claridad deslumbrante del sol. Una jabalina disparada por una cerbatana zumbó a pocos metros de la barca, penetró en el agua sin hacer ruido y desapareció. Arren dio diez o doce fuertes golpes de remo, retrocedió y miró una vez más a Gavilán.

El mago tenía las manos y el brazo izquierdo ensangrentados; se apretaba contra el hombro un guiñapo de lona. La lanza con cabeza de bronce yacía en el fondo de la barca. No la tenía en la mano la primera vez que Arren la había visto; la tenía clavada en el hueco del hombro, en donde la punta había penetrado. Ahora escudriñaba el agua que se extendía entre ellos y la playa blanca, donde algunas figuras diminutas saltaban y se agitaban al calor abrasador. Al cabo dijo: —Sigue.

—Sopli…

—No ha vuelto a subir.

—¿Se ha ahogado entonces? —preguntó Arren, incrédulo.

Gavilán asintió.

Arren siguió remando hasta que la playa no fue más que una línea blanca bajo los bosques y los grandes picos verdes. Gavilán continuaba en la caña, sosteniéndose el tapón de lona contra el hombro pero sin prestarle atención.

—¿Fue herido por una lanza?

—Saltó.

—Pero… ¡pero no sabía nadar! ¡Le tenía miedo al agua!

—Sí. Un miedo mortal. Quería… Quiso volver a tierra.

—¿Por qué nos han atacado? ¿Quiénes son?

—Habrán creído que éramos enemigos. ¿Quieres… darme una mano con esto un momento? —Arren vio entonces que la lona que Gavilán se apretaba contra el hombro estaba empapada y roja de sangre.

La lanza le había penetrado entre la articulación del hombro y la clavícula, desgarrando una de las grandes venas, y una sangre espesa le brotaba de la herida. Gavilán le dijo lo que tenía que hacer, y Arren rasgó en tiras una camisa de lino y le vendó el hombro. Gavilán le pidió la lanza, y cuando Arren la depositó sobre sus rodillas, posó la mano derecha sobre la lámina, larga y delgada como una hoja de sauce, de bronce toscamente batido; intentó hablar, pero al cabo de un momento meneó la cabeza. —No tengo fuerza suficiente para echar sortilegios —dijo—. Más tarde. Todo saldrá bien. ¿Puedes sacarnos de esta bahía, Arren?

En silencio, el muchacho volvió a los remos. Encorvó la espalda y puso manos a la obra; y pronto (porque había fuerza en aquella figura delicada y esbelta) sacó a Miralejos de la bahía en medialuna, hacia el mar abierto. La larga calma cenital del Confín se tendía sobre las aguas. La vela pendía flojamente. El sol brillaba a través de un velo de bruma, y los picos verdes parecían temblar y palpitar al intenso calor. Gavilán se había estirado en el fondo de la barca, la cabeza apoyada contra la bancada, junto al timón; estaba inmóvil, los labios y los párpados entreabiertos. Arren evitaba mirarlo de frente, y mantenía los ojos fijos más allá de la popa. Una bruma de calor flotaba por encima del agua, como si los velos de una telaraña se extendieran por el cielo. Los brazos le temblaban de fatiga, pero seguía remando.

—¿A dónde nos llevas? —preguntó Gavilán con voz ronca, incorporándose un poco. Volviéndose, Arren vio la medialuna de la bahía, los brazos verdes alrededor de la barca, la línea blanca de la playa al frente, y en lo alto las montañas apiñándose en el aire. Había virado sin darse cuenta.

—No puedo remar más —dijo, y arrizó los remos y fue a acurrucarse en la proa. Seguía pensando que Sopli estaba aún en la barca, detrás de él, al lado del mástil. Habían estado juntos muchos días y su muerte había sido demasiado repentina, demasiado irracional para entenderla. No había nada que entender.

La barca se columpiaba, detenida sobre las aguas, la vela flotante en el mástil. La marea que entraba ahora en la bahía, la hacía girar lentamente de través, y la empujaba a golpes breves, repetidos, hacia la distante línea blanca de la playa.

Miralejos —dijo el mago con voz acariciadora, y añadió una o dos palabras en la Lengua Arcana; y lentamente la barca se balanceó y viró y se deslizó fuera de los brazos de la bahía sobre el mar resplandeciente.

Pero con igual lentitud y levedad, antes de una hora dejó de moverse, y la vela colgó otra vez del mástil. Arren se volvió y miró a su compañero: Gavilán estaba aún tendido, como antes, pero con los ojos cerrados y la cabeza ligeramente caída hacia atrás.

Entretanto, un horror enfermizo, aplastante, se había ido adueñando de Arren, un horror que crecía y le impedía moverse y actuar, como si unas hebras finas le envolvieran el cuerpo y le embotaran la mente. No encontraba coraje para luchar contra el miedo, sólo una especie de oscuro resentimiento contra su propia suerte.

No podía dejar que la barca flotase así, a la deriva, cerca de las costas rocosas de una tierra cuyos pobladores atacaban a los extranjeros; eso lo veía con toda claridad, pero no significaba mucho para él. ¿Qué podía hacer, entonces? ¿Volver remando a Roke? Estaba perdido, perdido sin remedio, más allá de toda esperanza, en la inmensidad del Confín. Jamás conseguiría volver, navegando durante semanas hasta llegar a una tierra hospitalaria. Sólo con la guía del mago podría hacerlo, y Gavilán yacía herido e impotente, un hecho tan imprevisto e incomprensible como la muerte de Sopli. El rostro de Gavilán había cambiado, laxas las facciones, la tez amarillenta; quizá estuviese agonizando. Arren se dijo que tendría que llevarlo bajo el entoldado, para protegerlo del sol, y darle agua: los hombres que han perdido sangre necesitan beber. Pero desde hacía varios días andaban escasos de agua; la barrica estaba casi vacía. ¿Qué podía importar? Nada serviría de nada, todo era inútil. La suerte se había secado.

Las horas pasaban, el sol caía a plomo; envuelto en un calor grisáceo, Arren no se movía.

Una ráfaga de frescura le acarició la frente. Alzó los ojos. Anochecía: el sol se había puesto, un púrpura velado iluminaba el ocaso. Miralejos, impulsada por una suave brisa del este, derivaba lentamente, bordeando las escarpadas y boscosas costas de Obehol.

Arren cruzó la barca y fue a atender a Gavilán; dispuso para él un jergón bajo el entoldado, le dio de beber. Hizo todo esto de prisa, evitando mirar el vendaje, que necesitaba ser renovado, porque la herida no había dejado de sangrar. Gavilán, débil y lánguido, no habló; bebió el agua ávidamente, siempre con los ojos cerrados, y volvió a deslizarse en el sueño, que era lo que más necesitaba. Dormía, silencioso; y cuando la brisa murió en la oscuridad, ningún viento de magia vino a reemplazarla, y una vez más la barca se meció perezosamente sobre las aguas tersas, palpitantes. Pero ahora las montañas que asomaban a la derecha eran negras contra un cielo cuajado de estrellas, y Arren las observó con curiosidad: los contornos y perfiles le parecieron familiares, como si los hubiese visto antes, como si los conociera de toda la vida.

Al fin se tendió a dormir de cara al sur, y allí, muy alta en el cielo por encima del mar insondable, brillaba la estrella Gobardón. Un poco más abajo estaban las otras dos, formando un triángulo con Gobardón, y debajo habían aparecido otras tres, en línea recta, formando un triángulo más grande. Luego, desprendiéndose del piélago líquido, negro y plateado, otras dos emergieron en el transcurso de la noche; como Gobardón, eran amarillas, aunque más débiles y con una línea oblicua bajo la base recta del triángulo. De modo que ésas eran ocho de las nueve estrellas que constituían supuestamente la figura de un hombre, o la runa hárdica Agnen. A los ojos de Arren no había hombre alguno en aquella figura, a menos que, como en las representaciones astrales, estuviese extrañamente distorsionado; pero la runa era clara, con un gancho y un rasgo transversal; allí estaba todo excepto la base, el trazo final para completarla: la estrella que aún no había aparecido.

Esperando a que asomara, Arren se durmió.

Cuando despertó al alba, Miralejos, flotando a la deriva, se había distanciado de Obehol. Una bruma ocultaba las playas y todas las cosas salvo los picos de las montañas, y diluyéndose en una neblina por encima de las aguas violetas del sur, empalidecía las últimas estrellas.

Miró a su compañero. La respiración de Gavilán era irregular, como cuando el dolor se agita bajo la superficie del sueño sin llegar a interrumpirlo. Tenía el rostro envejecido y arrugado a la luz fría y sin sombra. Arren vio al mirarlo a un hombre al que no le quedaba ningún poder, ninguna magia, ninguna fuerza, y ni siquiera juventud, nada. No había salvado a Sopli, ni había desviado la lanza enemiga. Los había conducido al peligro, y no los había salvado. Ahora Sopli estaba muerto y él moribundo, y también Arren moriría. Por culpa de ese hombre; y en vano, para nada.

Ningún recuerdo tuvo entonces de la fuente al pie del serbal, ni de la blanca luz de magia a bordo del galeón de los traficantes de esclavos en la niebla, ni de los huertos abandonados en la Casa de los Tintoreros. Tampoco el orgullo despertó en él, ni la obstinación. Vio despuntar la aurora sobre el mar apacible, donde corrían unas olas grandes, bajas, de un delicado color amatista, y todo era como un sueño, pálido, sin la fuerza ni el vigor de la realidad. Y en las profundidades del sueño, como en las del mar, no había nada: un hueco, un vacío. No había profundidades.

La barca avanzaba lenta, irregularmente, siguiendo el humor caprichoso del viento. Atrás, los picos de Obehol se empequeñecían negros contra el levante, desde donde soplaba el viento, empujando la barca lejos de la tierra, lejos del mundo, hacia la mar abierta.

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