3. Hortburgo

En la oscuridad que precede al alba, Arren se puso las ropas que le habían dado, una indumentaria marinera muy gastada pero limpia, y por los corredores silenciosos de la Casa Grande se encaminó de prisa hacia la puerta del este, tallada en cuerno y diente de dragón. Allí el Portero le abrió la puerta y le indicó el camino con una ligera sonrisa. Arren echó a andar por la calle más alta de la villa y luego por un sendero que descendía hasta las casetas de botes de la Escuela, en la playa de la bahía, al sur de los diques de Zuil. Apenas si veía el camino. Los árboles, los tejados, las colinas eran bultos negros e informes. El aire oscuro no se movía, y hacía mucho frío. Todo era quietud, silencio, recogimiento y oscuridad. Sólo en el este, por encima del mar insondable, se divisaba una vaga línea clara: el horizonte, que parecía volcarse hacia el sol todavía invisible.

Llegó a la escalera de la caseta. No había nadie allí, ningún movimiento. Envuelto en un grueso capote marinero y con gorra de lana, Arren no sentía frío, pero tiritaba mientras aguardaba en la oscuridad, en los peldaños de piedra.

Las casetas se recortaban negras contra la negrura del agua, y de pronto llegó de allí un golpe seco, tres veces repetido. A Arren se le erizaron los cabellos. Una sombra alargada resbaló, silenciosa, sobre el agua: una embarcación se deslizaba hacia el muelle. Arren se precipitó escaleras abajo, corrió hasta el espigón y saltó a la barca.

—Ponte al timón —dijo el Archimago, una figura borrosa que se movía, ágil, en la proa— y sujétalo con firmeza mientras yo izo la vela.

Estaban ya fuera del puerto, y la vela, desplegándose como un ala blanca, reflejaba la luz creciente.

—Sopla un viento del oeste y no tenemos que remar para salir de la bahía, un regalo de despedida del Maestro de Vientos, no me cabe duda. Presta atención, hijo, ¡la barca es muy ligera de timón! Bien. Un viento del oeste, y un amanecer claro para el Día de Equilibrio de la primavera.

—¿Es Miralejos esta barca? —Arren conocía de oídas la embarcación del Archimago, a través de cantares y leyendas.

—Sí —dijo el otro, atareado con los cordajes. La barca corcoveaba y viraba a medida que arreciaba el viento; Arren apretó los dientes y se esforzó por mantener el rumbo.

—Es ligera de timón, pero un tanto empecinada, señor.

El Archimago rió. —Déjala que haga su voluntad; también es sabia. Escucha, Arren —y se arrodilló sobre la bancada para mirar de frente al muchacho—, yo no soy señor ahora, ni tú eres un príncipe. Yo soy un mercader y me llamo Halcón, y tú eres mi sobrino, a quien estoy haciendo conocer los mares, y te llamas Arren; porque venimos de Enlad. ¿De qué ciudad? Una grande, por si nos topamos con algún conciudadano.

—¿Temeré, en la costa meridional? Las gentes de allí comercian con todos los Confines.

El Archimago asintió.

—Pero —dijo Arren con cautela—, vos no tenéis el acento de Enlad.

—Lo sé. Tengo el acento de Gont —dijo el Archimago riéndose, y alzó los ojos hacia la claridad del Levante—. Pero pienso que tú podrás prestarme lo que necesito. Así pues, venimos de Temeré en nuestra barca Delfín, y yo no soy ni señor, ni mago, ni Gavilán, sino… ¿cómo me llamo?

—Halcón, mi señor —dijo Arren, y en seguida se mordió la lengua.

—Práctica, sobrino mío —dijo el Archimago—. Práctica es lo que necesitas. Tú nunca has sido otra cosa que un príncipe. Yo en cambio he sido muchas cosas, y la última, y quizá la menos importante, un Archimago… Vamos rumbo al sur, en busca de la emelita, esa piedra verde que se usa para tallar amuletos. Sé que es muy apreciada en Enlad. Hacen con ella amuletos contra el reumatismo, las luxaciones, los tortícolis y los deslices de la lengua.

Tras un momento de perplejidad, Arren se echó a reír; y cuando alzó la cabeza y la barca se encaramó sobre una larga ola, vio el limbo del sol contra el filo del océano, un fulgor de oro súbito allá, delante de ellos.

Gavilán estaba de pie con una mano en el mástil, pues la ligera embarcación saltaba sobre las olas encrespadas, y él cantaba de cara al sol naciente del equinoccio de primavera. Arren no conocía el Habla Arcana, la lengua de los magos y de los dragones, pero adivinaba el júbilo y las alabanzas que había en las palabras, ordenadas en largas cadencias, como el flujo y el reflujo de las mareas o el equilibrio del día y de la noche en eterna sucesión. Las gaviotas graznaban en el viento, y las costas de la Bahía de Zuil se deslizaban a derecha e izquierda. Así penetraron en las olas largas, cuajadas de luz, del Mar Interior.

De Roke a Hortburgo no hay mucha distancia, pero pasaron tres noches en alta mar. El Archimago, que se había mostrado ansioso por partir, ahora que estaban en viaje era más que paciente.

Aunque los vientos empezaron a soplar en contra tan pronto se alejaron de la atmósfera encantada de Roke, no levantó un viento de magia como cualquier hacedor de vientos hubiera hecho; pasó, por el contrario, largas horas enseñando a Arren a dominar la barca contra los fuertes vientos de proa, en el mar erizado de rocas al este de Isel. La segunda noche de navegación llovió, una lluvia de marzo borrascosa y fría; sin embargo, no trató de ahuyentarla con encantamientos. A la noche siguiente, mientras navegaban al pairo en las afueras del puerto de Hort, en una calma oscura, fría y brumosa, Arren se dio cuenta de que en el corto tiempo en que habían estado juntos, no había visto al Archimago hacer ninguna magia.

Era, sin embargo, un eximio hombre de mar. En aquellos tres días de navegación, Arren había aprendido más que en diez años de prácticas náuticas y regatas en la Bahía de Berila. Y entre un mago y un marino no hay al fin y al cabo tanta diferencia: los dos trabajan con los poderes de los cielos y el mar, los dos manejan los grandes vientos, para acercar lo que está distante. Archimago o Halcón el mercader viajero, venían a ser lo mismo.

Era un hombre más bien silencioso, aunque de excelente talante. Jamás una torpeza de Arren lo impacientaba; era afable; mejor camarada de a bordo no hubiera podido tener, pensaba Arren. Pero a veces callaba durante horas y horas, y cuando al fin llegaba el momento de hablar, había como una gran dureza en su voz, y traspasaba a Arren con la mirada. Esto no debilitaba el amor que el muchacho le tenía, pero quizá sí, en cierto modo, el gusto de estar con él; era un poco sobrecogedor. Gavilán advirtió el cambio acaso, porque en esa noche brumosa, mar afuera de Wathort, empezó de pronto a hablar de sí mismo, un tanto entrecortadamente: —No siento ningún deseo de estar otra vez entre los hombres, mañana. He estado fingiendo que soy un hombre libre… Que nada anda mal en el mundo. Que no soy Archimago, y ni siquiera hechicero. Que soy Halcón de Temeré, un hombre sin responsabilidades ni privilegios, que no le debe nada a nadie. —Hizo una pausa, y al cabo de un momento prosiguió—: Procura elegir con cuidado, Arren, cuando te llegue la hora de las grandes opciones. Cuando yo era joven tuve que escoger entre la vida de ser y la vida de actuar. Y salté a la segunda como una trucha sobre una mosca. Pero cada uno de tus gestos, cada acto, te ata a él y a sus consecuencias, y te obliga a actuar otra vez, y otra y otra vez. Y es muy raro, entonces, que encuentres un espacio, un momento de tiempo como éste, entre acto y acto, en el que puedas detenerte y simplemente ser. O preguntarte quién, a fin de cuentas, eres tú.

¿Cómo un hombre semejante, pensó Arren, podía tener dudas acerca de quién y qué era? Siempre había supuesto que esas dudas eran propias de los jóvenes, de quienes aún no habían hecho nada en la vida.

La barca se balanceaba en la inmensa y fría oscuridad.

—Es por eso que me gusta el mar —dijo desde la oscuridad la voz de Gavilán.

Arren lo comprendía; pero sus propios pensamientos, los mismos de esos tres días y tres noches, iban más lejos: la búsqueda que habían emprendido, la meta de la travesía. Y puesto que su compañero estaba al fin de humor locuaz, se animó a preguntar: —¿Creéis que en Hortburgo encontraremos lo que buscamos?

Gavilán sacudió la cabeza, quizá queriendo decir que no, o que no lo sabía.

—¿Podrá ser una especie de peste, una plaga que va de una tierra a otra arruinando las cosechas y los rebaños y el espíritu de los hombres?

—Una peste es un movimiento de la Gran Balanza, del Equilibrio mismo; esto es diferente. Tiene el olor fétido del mal. Podemos llegar a sufrir, cuando el equilibrio de las cosas busca su justo nivel, pero no perdemos la esperanza, ni renunciamos al arte, ni olvidamos las palabras de la Creación. La naturaleza no es antinatural. Esto no es una búsqueda del equilibrio, sino una ruptura. Y sólo hay una criatura capaz de provocarla.

—¿Un hombre? —dijo Arren, inseguro.

—Nosotros, los hombres.

—¿Cómo?

—Por un desmesurado deseo de vida.

—¿De vida? Pero ¿es malo acaso querer vivir?

—No. Pero cuando ambicionamos poder sobre la vida, riqueza inagotable, seguridad inexpugnable, inmortalidad… entonces el deseo se convierte en codicia. Y si a esa codicia se suma el saber, sobreviene el mal. Entonces el equilibrio del mundo se perturba, y el peso de la destrucción inclina la balanza.

Arren sopesó un momento lo que acababa de oír; al fin dijo: —¿Creéis entonces que es un hombre lo que buscamos?

—Un hombre, y un mago. Sí, eso creo.

—Pero yo pensaba, por lo que me enseñaron mi padre y mis maestros, que las grandes artes de la Magia dependían de la Balanza, del Equilibrio de las cosas, y no podían ser utilizadas para el mal.

—Ese —dijo Gavilán con un resabio de ironía— es un punto de vista discutible. Infinitas son las discusiones de los magos… Todas las comarcas de Terramar saben de brujas que echan sortilegios inmundos, de hechiceros que emplean sus artes para conseguir riquezas. Pero hay más. El Señor del Fuego, que intentó deshacer la oscuridad y detener el sol en el cenit, era un gran mago; el mismo Erreth-Akbé consiguió a duras penas derrotarlo. El enemigo de Morred era otro de esta especie.

Dondequiera que fuese, grandes ciudades se postraban a sus pies; los ejércitos combatían por él. El maleficio que urdió contra Morred era tan poderoso que aun después de que él sucumbiera siguió actuando sin que nadie lo pudiese detener, y la isla de Solea fue devorada por el mar, y todo en ella pereció. Eran hombres en quienes la fuerza y el saber estaban al servicio del mal, y de él se nutrían. Si la hechicería que sirve a un fin más noble será siempre la más fuerte, es algo que ignoramos. Esperamos que lo sea.

Es desolador encontrar sólo esperanza allí donde uno confiaba encontrar certeza. Pero ningún deseo sentía Arren de quedarse en aquellas cumbres frías. Al cabo de un silencio, dijo: —Entiendo por qué decís que sólo los hombres hacen el mal, me parece. Hasta los tiburones son inocentes; ellos matan por necesidad.

—Es por eso que nada se nos resiste. Una sola cosa en el mundo puede resistir a un hombre malvado de corazón: otro hombre. En nuestra vergüenza está nuestra grandeza. Sólo nuestro espíritu, que es capaz del mal, es capaz también de dominarlo.

—Pero los dragones —dijo Arren—, ¿no hacen mucho mal? ¿Son acaso inocentes?

—¡Los dragones! Los dragones son avariciosos, insaciables, traicioneros; criaturas sin piedad, sin remordimientos. Pero ¿son malvados? ¿Quién soy yo para juzgar los actos de los dragones?… Ellos son más sabios que los hombres. Pasa con ellos como con los sueños, Arren. Nosotros, los hombres, soñamos sueños, hacemos magia, obramos bien, obramos mal. Los dragones no sueñan. Son sueños. Ellos no hacen magia: la magia es la sustancia, el ser de los dragones. Ellos no actúan: son.

—En Serilune —dijo Arren— está la piel de Bar Oth, muerto por Keor, Príncipe de Enlad, hace trescientos años. Ningún dragón ha venido a Enlad desde ese día. Yo he visto la piel de Bar Oth. Es pesada como de hierro, y tan grande que si se la extendiese cubriría toda la plaza del mercado de Serilune, dicen. Los dientes son tan largos como mi antebrazo. Sin embargo, dicen que Bar Oth era un dragón joven, no adulto todavía.

—Hay en ti un deseo —dijo Gavilán—: ver dragones.

—Sí.

—Tienen la sangre fría, y venenosa. No has de mirarlos a los ojos. Son más viejos que la humanidad… —Calló un momento y luego continuó—: Y aunque un día yo llegara a olvidar o lamentar todo cuanto he hecho siempre me acordaría de que una vez vi cómo los dragones volaban en el viento del crepúsculo, sobre las islas occidentales, y me sentiría dichoso.

Luego los dos callaron; y no hubo otro sonido que el cuchicheo del agua contra la barca, y ninguna luz. Y allá en alta mar, al fin se durmieron.

En la bruma luminosa de la mañana llegaron al Puerto de Hort, donde había un centenar de embarcaciones amarradas a los muelles o a punto de hacerse a la mar: barcas de pesca, cangrejeras, jábegas, buques mercantes, dos galeras de veinte remos, y una tercera de sesenta remos en carena y con graves averías, y algunos veleros largos y esbeltos con altas velas triangulares que capeaban los vientos de altura en las tórridas calmas del Confín Austral.

—¿Es una nave de guerra? —preguntó Arren cuando pasaban delante de una de las galeras de veinte remos, y su compañero respondió:

—Un galeón de esclavos, a juzgar por las cadenas y grilletes atornillados a la cala. Se trafica con seres humanos en el Confín Austral.

Arren pensó un momento en lo que acababa de oír, y luego fue hasta la caja de herramientas y sacó de ella la espada que había guardado bien envuelta en la mañana de la partida. La desenvolvió y permaneció de pie, indeciso, con la espada envainada entre las manos, el cinto colgando del pomo.

—No es la espada de un mercader viajero. La vaina es demasiado espléndida.

Gavilán, atareado con el timón, lo miró de soslayo. —Llévala si quieres.

—Pensé que tal vez fuese prudente.

—Si de espadas se trata, ésta es prudente —dijo el mago, la mirada alerta, buscando un paso para la barca entre las embarcaciones que se apretaban en la bahía—. ¿No es una espada que se resiste a ser utilizada?

Arren asintió. —Eso dicen. Sin embargo ha matado. Ha matado hombres. —Miró la delgada empuñadura, gastada por el contacto de las manos—. Ella, no yo. Hace que me sienta tonto. Es tanto más vieja que yo… Llevaré mi cuchillo —concluyó, y envolvió otra vez la espada y la empujó hasta el fondo de la caja de herramientas. Tenía una expresión de perplejidad y cólera.

—¿Quieres tomar los remos ahora, hijo? —preguntó Gavilán al cabo de un momento—. Vamos hacia el muelle, allí, cerca de la escalera.

Hortburgo, uno de los Siete Grandes Puertos del Archipiélago, trepaba desde la bulliciosa zona portuaria por las laderas de tres escarpadas colinas en una algarabía de color. Las casas eran de arcilla revocada de rojo, naranja, amarillo, blanco; los techos eran de tejas de color rojo-púrpura; las copas de los píndicos en flor eran una masa roja oscura a lo largo de las calles más altas. Unos toldos de llamativas franjas de colores daban sombra a las estrechas plazas de los mercados. Los muelles resplandecían al sol; las callejuelas que partían del frente marítimo eran como estrías oscuras, pobladas de sombras, de gente, de ruido.

Cuando hubieron anclado la barca, Gavilán se agachó, como para examinar el nudo de amarre, y dijo: —Arren, en Wathort hay gente que me conoce demasiado bien; obsérvame pues, así podrás reconocerme. —Cuando se enderezó, no se le veía en la cara ninguna cicatriz. Tenía los cabellos completamente grises; la nariz ancha y un tanto respingada; y en vez de una vara de madera de tejo alta como él, llevaba en la mano una corta vara de marfil, que guardó bajo la camisa—. ¿Me conoces? —preguntó con una ancha sonrisa, y hablando con el acento de Enlad—. ¿O es que nunca has fisto a tu chío?

En la corte de Berila, Arren había observado cómo otros hechiceros cambiaban de apariencia cuando interpretaban la Gesta de Morred, y sabía que era sólo una ilusión; no se amilanó y alcanzó a responder: —¡Oh sí, chío Halgón!

Sin embargo, mientras el mago regateaba con el guardia del puerto el arancel de muelle y vigilancia, Arren no dejaba de mirarlo, como asegurándose de que en verdad lo conocía. Y cuanto más lo miraba, más —no menos— lo turbaba la transformación. Era demasiado completa. Este hombre no era el Archimago, el guía y maestro de infinita sapiencia… El arancel que el guardia reclamaba era alto, y Gavilán lo pagó a regañadientes, y siempre regañando echó a andar con Arren a grandes trancos. —¡Vaya prueba para mi paciencia! —dijo—. ¡Pagarle a ese gordo ladrón para que me cuide la barca cuando medio sortilegio haría mejor el trabajo! Bueno, es el precio del disfraz… Y he olvidado hablar como corresponde, ¿no es así, sobrino?

Iban subiendo por una calle estrafalaria y hedionda, atestada de gente, flanqueada de comercios, poco más que tenderetes, cuyos propietarios, de pie en los umbrales, entre montones e hileras de mercancías, pregonaban la belleza y baratura de sus marmitas, calcetines, sombreros, palas, alfileres, bolsos, calderas, cestas, atizadores, cuchillos, cuerdas, cerrojos, ropas de cama y todo tipo de artículos de quincallería y mercería.

—¿Es una feria?

—¿Eh? —dijo el hombre de la nariz respingona, inclinando la canosa cabeza.

—¿Es una feria, chío?

—¿Una feria? No, no. Aquí es siempre así, durante todo el año. ¡Guarda tus pasteles de pescado, mujer, que ya he desayunado! —Y Arren trataba de desembarazarse de un hombre que llevaba una bandeja cargada de pequeños búcaros de bronce y lo seguía pisándole los talones, gimoteando:

—Compra, prueba, mi amo, hermoso doncel, que no te decepcionarán, el aliento te perfumarán como las rosas de Nimima, y hechizará para ti a las mujeres, pruébalos, joven señor de los mares, joven príncipe…

De repente, Gavilán se había interpuesto entre Arren y el buhonero, diciendo: —¿Qué encantamientos son ésos?

—¡Encantamientos no! —gimoteó el hombre reculando con presteza—. ¡Yo no vendo encantamientos, gran capitán! Sólo jarabes para endulzar el aliento después de la bebida o la raíz de la hazia… ¡Sólo jarabes, gran príncipe! —Se acurrucó en el pavimento de piedra; los búcaros de la bandeja se entrechocaron tintineando, y algunos se inclinaron, y en los bordes asomó una gota, rosada o violácea, de la sustancia viscosa que contenían.

Gavilán se apartó en silencio y siguió caminando con Arren. Pronto la muchedumbre que iba y venía por la calle se hizo menos densa y los comercios que la flanqueaban se trocaron en tiendas miserables, covachas que ostentaban por toda mercancía un puñado de clavos torcidos, un mortero roto, un viejo peine de cardar. Aquella pobreza le repugnaba a Arren menos que el resto; en el sector rico de la calle se había sentido ahogado, asfixiado por la presión de las cosas que se ofrecían en venta y las voces que lo instaban a gritos a comprar, comprar. Y la abyección del buhonero le había causado horror. Pensaba en las calles frías y luminosas de su ciudad allá en el Norte. Ningún hombre en Berila se degradaría de ese modo delante de un extraño. —¡Es gente despreciable! —dijo.

—Por aquí, sofrino —fue la réplica del mago. Doblaron por un pasaje lateral entre los muros altos, rojos y sin ventanas que corrían por el flanco de la colina y atravesaban un arco adornado con banderas decrépitas, para salir de nuevo a la luz del sol en una plazoleta empinada, otro mercado atestado de quioscos y tenderetes, pululante de gente y de moscas.

En las aceras de la plazoleta había hombres y mujeres sentados o tumbados de espalda, inmóviles. Las bocas de todos ellos tenían un aspecto extraño, un color negruzco, como magulladas, y las moscas les revoloteaban alrededor de los labios y se apiñaban en ellos como racimos de uvas secas.

—¡Cuántos! —dijo, baja y agitada, la voz de Gavilán como si también él se hubiera sorprendido; pero cuando Arren lo miró, sólo vio la cara roma e imperturbable de Halcón, el enérgico mercader, en la que no había ninguna inquietud.

—¿Qué le pasa a toda esa gente?

—Hazia. Una sustancia que calma y entorpece, que separa el cuerpo de la mente. Y la mente vaga en libertad. Pero cuando retorna al cuerpo, necesita más hazia… Y la necesidad crece y crece; y la vida se acorta, porque la hazia es un veneno. Al principio hay un temblor, luego la parálisis, y al fin la muerte.

Arren observaba a una mujer sentada contra un muro al calor del sol; había levantado la mano como para espantarse las moscas de la cara, pero la mano describía en el aire un movimiento circular, convulsivo, como si su dueña la hubiese olvidado, y sólo la moviesen los impulsos repetidos de una perlesía o un temblor muscular. El gesto tenía algo de encantamiento, pero vacío de toda intención, un sortilegio sin significado.

También Halcón la estaba mirando, el rostro inexpresivo. —¡Sigamos! —dijo.

Cruzó la plaza hacia un tenderete a la sombra de un entoldado. Franjas de sol coloreadas de verde, naranja, limón, carmesí y azur atravesaban las telas y los chales y los cinturones trenzados, y danzaban multiplicándose en los espejos diminutos que adornaban el peinado alto y empenachado de la mujer que vendía la mercancía: una mujer gorda, corpulenta, y que salmodiaba con un vozarrón: —¡Sedas, rasos, cañamazos, pieles, fieltros, lanas, vellones de Gont, gasas de Sowl, sedas de Lorbanería! ¡Eh, vosotros, hombres del Norte, quitaos esos capotes acolchados! ¿No veis que ha salido el sol? ¿Qué os parece esta seda para llevarla a una muchacha en la lejana Havnor? ¡Ved esta seda del Sur, tenue como ala de efímera! —Había desplegado con manos expertas un rollo de una seda diáfana, de color rosado, atravesada por hilos de plata.

—Que no, mujer, que no tenemos reinas por esposas —dijo Halcón, y la voz de la vendedora se elevó como una trompeta:

—¿Con qué vestís entonces a vuestras mujeres? ¿Con arpillera? ¿Con lona de velas? ¡Tacaños que os negáis a comprar una pieza de seda para una pobrecita que está helándose en las nieves eternas del Norte! ¿Qué os parece esto entonces, este vellón gontés para ayudaros a mantenerla caliente en las noches de invierno? —Tiró sobre el mostrador un gran pañolón pardo y crema, tejido con el pelo sedoso de las cabras de las islas septentrionales. El supuesto mercader extendió la mano y lo palpó; y sonrió.

—Ah, ¿sois gontesco? —dijo la voz de trompeta, y el peinado oscilante lanzó alrededor mil puntos multicolores que giraron sobre el palio de lona y la tela.

—Esto es una manualidad andradiana; ¿lo ve usted? —dijo Halcón—. No hay más que cuatro hilos de cadena en el ancho de un dedo. En Gont son seis, o más. Pero dígame por qué ha cambiado usted la magia por la venta de fruslerías. Cuando estuve aquí, hace años, la vi sacando llamas de las orejas de los hombres, y transformando las llamas en pájaros y en campanas de oro, y era un negocio mucho más agradable.

—No era ningún negocio —dijo la mujerona, y por un instante Arren advirtió que la mujer los miraba fijamente, a él y a Halcón, con ojos duros y acerados como ágatas, entre el centelleo y el revuelo de las plumas y los espejos refulgentes.

—Era bonito, eso de sacar fuego de las orejas —dijo Halcón en un tono de voz obstinado pero inocente—. Me hubiera gustado que lo viera mi sofrino.

—Bueno, escuchadme ahora—dijo la mujer con menos aspereza, apoyando los enormes brazos y los pesados pechos sobre el mostrador—. Ya no hacemos esos trucos. La gente no los quiere. Están hartos. Estos espejos, veo que os acordáis de mis espejos —y sacudió la cabeza haciendo que los puntos de luz coloreada se reflejaran y giraran en un torbellino—; sí, se puede confundir a un hombre con el centelleo de estos espejos, y con palabras y otros artificios que no voy a deciros, hasta que crea ver lo que no ve, lo que no existe. Como las llamas y las campanas de oro, o las vestiduras con que engalanaba a los marineros, brocados de oro con diamantes grandes como albaricoques, y allá iban ellos, pavoneándose como el Rey de Todas las Islas… Pero eran supercherías, tramoyas. Es fácil engañar a los hombres. Son como polluelos hechizados por una serpiente, por un dedo extendido. Los hombres son como polluelos. Pero a la larga se dan cuenta de que han sido engañados, engatusados, y se enfadan, y pierden el gusto por estas cosas. Es por eso que he cambiado de oficio, y es posible que no todas las sedas sean sedas ni todos los vellones gontescos, pero al menos existen… ¡existen! Son reales, y no mentiras, mentiras y aire, como las vestiduras de brocado de oro.

—Bueno, bueno —dijo Halcón—. ¿Así que no queda nadie en Hortburgo que haga brotar fuego e las orejas, que obre alguna magia como antaño?

La mujer arrugó el entrecejo; se irguió y empezó a doblar con esmero el vellón. —Los que quieren mentiras y visiones mascan hazia —dijo—. ¡Id a hablar con ellos, si queréis! —Señaló con un movimiento de cabeza las figuras inmóviles alrededor de la plaza.

—Pero había hechiceros, aquellos que encantaban los vientos para los navegantes y echaban sortilegios de fortuna sobre los cargamentos. ¿Todos ellos han cambiado de oficio?

Mas la mujer, repentinamente furiosa, estalló en gritos estridentes: —Hay un hechicero, si queréis uno, y famoso, un mago con vara y todo… ¿lo veis allí? Ha navegado con el mismísimo Egre, levantando vientos y descubriendo galeones repletos de tesoros, eso decía él, pero todo era un engaño, y el Capitán Egre lo recompensó al fin como merecía, le cortó la mano derecha. Y vedlo allí, ahora, con la boca llena de hazia y la panza llena de aire. ¡Aire y mentiras! ¡Aire y mentiras! ¡A eso se reduce vuestra famosa magia, Capitán Chivo!

—Calma, calma, mujer —dijo Halcón, amable y firme a la vez—. Era una pregunta, nada más. —Con un revuelo de puntos rutilantes, la mujerona le volvió la ancha espalda, y Halcón echó a andar otra vez delante de Arren.

No caminaba a la ventura: iba hacia el hombre que la mujer le había señalado. Sentado en el suelo, de espaldas contra un muro, contemplaba el vacío. Aquel rostro cetrino y barbado había sido hermoso alguna vez. El muñón rugoso yacía sobre las piedras del pavimento a la luz refulgente, cálida del sol.

Detrás de ellos, entre los tenderetes, había algún alboroto, pero a Arren le era imposible apartar la mirada de aquel hombre, paralizado por una fascinación abominable. —¿Será verdad que ha sido un hechicero? —preguntó con voz muy queda.

—Tal vez sea aquél a quien llamaban Liebre, el que fue hacedor de vientos para el pirata Egre. Eran ladrones famosos… ¡Cuidado, Arren, apártate! —Un hombre salió corriendo como una exhalación de entre los tenderetes y estuvo en un tris de atropellarlos. Otro apareció trotando, debatiéndose bajo el peso de una gran bandeja plegadiza cargada de cordones, trencillas y puntillas. Un tenderete se derrumbó con estrépito; los tenderos replegaban o desmantelaban precipitadamente los entoldados; la gente, alborotada, se apiñaba, empujaba y forcejeaba a través de toda la plaza; las voces se alzaban en una algarabía de gritos y clamores. Y por encima de todo, resonaban los chillidos estridentes de la mujer con el tocado de espejuelos; Arren la vio por el rabillo del ojo esgrimiendo una especie de poste o palo contra una pandilla de hombres, manteniéndolos a raya con grandes estocadas como un espadachín acorralado. Si era una riña que se había extendido transformada en un motín, o un ataque de una gavilla de ladrones, o una reyerta entre dos grupos rivales de buhoneros, era imposible decirlo; la gente iba y venía a la carrera con los brazos cargados de mercancías que acaso fuesen botín o bienes propios salvados del pillaje; había combates a cuchillo, a puñetazos, y grescas en toda la plaza.

—Por aquí —dijo Arren, señalando una calle transversal que salía de la plaza cerca de donde estaban ellos, porque era evidente que más les valía eclipsarse cuanto antes; pero su compañero lo tomó por el brazo. Arren volvió la cabeza y vio que el hombre llamado Liebre trataba de levantarse. Cuando estuvo en pie se tambaleó un momento, y luego, sin mirar alrededor, echó a andar por el borde de la plaza, arrastrando su única mano por las paredes de los edificios como para guiarse o sostenerse.

—No lo pierdas de vista —le dijo Gavilán, y fueron detrás de él. Nadie los importunó, ni a ellos ni al hombre a quien seguían, y en un minuto estuvieron fuera de la plaza del mercado, caminando cuesta abajo en el silencio de una callejuela estrecha y tortuosa.

En lo alto, las buhardas de las casas se tocaban casi de acera a acera, cegando la luz; abajo, los pies resbalaban en el agua y la basura que cubrían las piedras de la calle. Liebre avanzaba a buen paso, aunque seguía arrastrando la mano a lo largo de los muros, como un ciego. Tenían que seguirlo de cerca para no perderlo en un cruce. La excitación de la caza invadió repentinamente a Arren; todos sus sentidos estaban en alerta, como en una cacería de ciervos en los bosques de Enlad; veía con vívida nitidez cada rostro que encontraban, y aspiraba el hedor dulzón de la ciudad, un olor a basura, incienso, carroña y flores. Cuando se internaron por una calle ancha y multitudinaria oyó el redoble de un tambor, y vio una fila de hombres y mujeres desnudos, encadenados unos a otros por la muñeca y la cintura, el pelo enmarañado colgando sobre los rostros; una mirada fugaz, y ya habían desaparecido, en tanto Arren descendía en pos de Liebre un tramo de escaleras que desembocaba en una plazoleta cuadrada, estrecha y desierta, excepto por unas pocas mujeres que cotilleaban junto a la fuente.

Allí Gavilán dio alcance a Liebre y le puso una mano sobre el hombro, Liebre se encogió como un animal escaldado, retrocedió tambaleándose y fue a refugiarse bajo un amplio portal. Allí se quedó temblando, mirándolos con los ojos ciegos de la presa acorralada.

—¿Te llamas Liebre? —le preguntó Gavilán, hablando con su propia voz, que era áspera de sonido pero de entonación bondadosa. El hombre no dijo nada, como si no hubiera prestado atención o no hubiese oído—. Quiero algo de ti —dijo Gavilán. De nuevo, ninguna respuesta—. Y estoy dispuesto a pagarlo.

Una lenta reacción: —¿Marfil, oro?

—Oro.

—¿Cuánto?

—El mago conoce el valor del hechizo.

El rostro de Liebre se encogió y cambió, cobró vida un instante, tan breve que fue como un chispeo, para ensombrecerse otra vez, inexpresivo.

—Todo eso ha acabado —dijo—, ha acabado.

Un acceso de tos lo dobló en dos; escupió algo negro. Cuando se enderezó, se quedó quieto, estremeciéndose, como si no recordara lo que habían estado hablando.

Una vez más Arren lo observó, fascinado. El portal estaba flanqueado por dos figuras gigantescas, estatuas cuyos cuellos se combaban bajo el peso de un frontón y cuyos cuerpos de músculos nudosos emergían sólo en parte del muro, como si hubiesen intentando evadirse de la piedra hacia la vida y a mitad de camino hubiesen fracasado. La puerta que custodiaban se había podrido sobre sus goznes; la casa, antaño un palacio, estaba abandonada. En las caras lúgubres, protuberantes de los colosos había resquebrajaduras y manchas de liquen. Entre estas estatuas gigantescas, el hombre llamado Liebre era una figura endeble y frágil, los ojos tan sombríos como las ventanas de la mansión vacía. Levantó el brazo mutilado entre él y Gavilán, y gimió:

—Una pequeña limosna para un pobre inválido, capitán…

El mago hizo una mueca, como de dolor o de vergüenza, y por un momento, Arren creyó atisbar su verdadero rostro, bajo el disfraz. Volvió a posar la mano en el hombro de Liebre y pronunció en voz baja algunas palabras, en la lengua mágica que Arren no comprendía.

Pero Liebre comprendió. Se aferró a Gavilán con su única mano, y balbuceó: —Tú aquí no puedes hablar… hablar… Ven conmigo, ven…

El mago miró a Arren de soslayo; luego asintió con un movimiento de cabeza.

Bajaron por una sucesión de callejuelas empinadas hasta uno de los valles, entre las tres colinas de Hortburgo. Los senderos se volvían cada vez más angostos, más lóbregos y silenciosos a medida que descendían. El cielo era una franja pálida entre los aleros voladizos, y los muros de las casas a uno y otro lado rezumaban de humedad. Por el fondo de la garganta corría un riacho maloliente como una cloaca abierta; entre los arcos de los puentes, en las riberas del riacho, se apiñaban las casas, y en el portal de una de esas casas entró Liebre, desvaneciéndose como la llama de un candil que se apaga. Gavilán y Arren lo siguieron.

Los peldaños de la escalera en tinieblas cedían y crujían mientras trepaban. Al llegar al rellano Liebre empujó una puerta, y entonces pudieron ver adónde habían llegado: una habitación vacía con una yacija de paja en un rincón y una ventana sin vidrios con las persianas cerradas por las que se filtraba una claridad vaga, polvorienta.

Liebre se volvió para enfrentar a Gavilán y lo tomó por el brazo una vez más. Movía apenas los labios, como si quisiera hablar. Al fin tartamudeó:

—Dragón… dragón…

Gavilán lo miró a los ojos, serenamente, sin decir nada.

—No puedo hablar —murmuró Liebre, y soltó el brazo de Gavilán y se acurrucó en el suelo, llorando.

El mago se arrodilló junto a él y le habló con dulzura en la Lengua Arcana. Arren permanecía de pie junto a la puerta cerrada, la mano sobre el mango del cuchillo.

La luz gris y el cuarto polvoriento, las dos figuras en cuclillas, el sonido suave y extraño de la voz del mago que hablaba en la lengua de los dragones, todo parecía junto, como en la trama de un sueño, sin ninguna relación con lo que acontece fuera o con el tiempo que pasa.

Lentamente, Liebre se incorporó. Se sacudió con la mano el polvo de las rodillas y escondió detrás de la espalda el brazo mutilado. Miró en torno, miró a Arren; ahora veía lo que miraba. Dio media vuelta y fue a sentarse en el colchón. Arren continuaba de pie, en guardia; pero Gavilán, con la naturalidad de quien en la infancia ha vivido siempre en casas sin muebles, se sentó en el suelo desnudo con las piernas cruzadas. —Cuéntame cómo fue que perdiste tu arte, y la lengua de tu arte —dijo.

Durante un rato Liebre no contestó. Empezó a golpearse el muslo con el brazo mutilado, con movimientos nerviosos, espasmódicos, y al fin dijo, hablando con esfuerzo, como a borbotones: —Me cortaron la mano. Ya no puedo tramar los sortilegios. Me cortaron la mano. Se agotó la sangre, se agotó.

—Pero eso fue después de que perdieras tu poder, Liebre, de lo contrario no hubieran podido hacerlo.

—Mi poder…

—Tu poder sobre los vientos, y las olas, y los hombres. Tú los llamabas por su nombre y ellos te obedecían.

—Sí. Me acuerdo de cuando estaba vivo —dijo el hombre en voz baja y ronca—. Y conocía las palabras, y los nombres…

—¿Estás muerto ahora?

—No. Vivo, sí, vivo. Pero en un tiempo fui un dragón… No estoy muerto. A veces duermo. Dormir se parece mucho a morir, eso lo sabe todo el mundo. Los muertos se te aparecen en sueños, eso lo sabe todo el mundo. Se te aparecen, vivos, y te dicen cosas. Salen de la muerte y vienen a los sueños. Hay un camino. Y aunque camines mucho siempre hay un camino de vuelta. Puedes volver. Puedes encontrarlo si sabes buscar. Y si estás dispuesto a pagar el precio.

—¿Cuál es ese precio? —La voz de Gavilán flotó en el aire turbio como la sombra de una hoja muerta que se desprende de un árbol.

—La vida… ¿qué otra cosa? ¿Con qué, si no es con vida, puede comprarse vida? —Liebre se balanceaba de adelante hacia atrás en el jergón, con un brillo astuto, sibilino en la mirada—. Ya ves —dijo—, me pueden cortar la mano. Me pueden cortar la cabeza. Eso no importa. Yo puedo encontrar el camino de vuelta. Yo sé dónde buscar. Sólo los hombres de poder pueden ir allí.

—¿Los hechiceros, quieres decir?

—Sí. —Liebre titubeó, como si intentara varias veces decir la palabra—. Hombres de poder —repitió—. Y ellos tienen que… y ellos tienen que renunciar. Pagar.

Casi en seguida cayó en un silencio hosco, como si la palabra «pagar» le hubiese despertado algún recuerdo, y se hubiera dado cuenta de que estaba dando información en lugar de venderla. Nada más se pudo sacar de él, ni siquiera las vagas alusiones y balbuceos acerca de «un camino de vuelta», que Gavilán parecía considerar significativas, y pronto el mago se puso de pie. —Bueno —dijo—, media respuesta vale más que ninguna. Y tal por cual será la paga. —Y con la destreza de un prestidigitador, arrojó frente a Liebre, sobre el jergón, una pieza de oro.

Liebre la recogió. La examinó y luego miró de hito en hito a Gavilán y a Arren, con bruscos movimientos de cabeza. —Espera —balbuceó. La situación había cambiado y ahora buscaba a tientas, miserablemente, las palabras que quería decir—. Esta noche —dijo al fin—. Espera. Esta noche. Tengo hazia.

—No me hace falta.

—Para enseñarte… Para mostrarte el camino. Esta noche. Yo te llevaré. Te lo mostraré. Tú puedes ir, porque tú… tú eres…

Buscó a tientas la palabra hasta que Gavilán dijo:

—Porque soy un hechicero.

—¡Sí! Por eso nosotros podemos… podemos ir allí. Al camino. Cuando yo sueñe. En el sueño. ¿Entiendes? Yo te llevaré. Tú irás conmigo, hasta el… hasta el camino.

Gavilán continuaba de pie, firmemente plantado, pensativo, en el centro de la habitación en penumbra. —Puede ser —dijo al cabo—. Si regresamos estaremos aquí al anochecer. —Luego se volvió hacia Arren, quien abrió la puerta con presteza, impaciente por partir.

La calle umbría y húmeda parecía luminosa como un jardín después de la habitación de Liebre. Tomaron por un atajo que conducía a la ciudad alta, una empinada escalera entre muros cubiertos de hiedra. Arren inhalaba y expulsaba el aire como un león marino. —¡Ufff! ¿Pensáis volver allí?

—Bueno, lo haré si no puedo obtener la misma información de una fuente menos riesgosa. Lo creo capaz de tendernos una celada.

—Pero, ¿no estáis acaso a salvo de ladrones y todas esas cosas?

—¿A salvo? —dijo Gavilán—. ¿Qué quieres decir? ¿Crees que estoy arropado en sortilegios como una vieja que le tiene miedo al reumatismo? No tengo tiempo para eso. Si disfrazo mi rostro es para mantener en secreto nuestra misión; no por otra cosa. Podemos cuidar el uno del otro. Pero el hecho es que no estaremos a salvo de peligros durante este viaje.

—Claro que no —dijo Arren con aspereza, irritado, herido en su amor propio—. Ni era eso lo que yo pretendía.

—Más vale así —dijo el mago, inflexible, pero con un dejo de buen humor que apaciguó la cólera de Arren. En verdad, a él mismo le extrañaba el arranque que había tenido: jamás había imaginado que pudiera hablarle así al Archimago. Aunque al fin de cuentas este Halcón de nariz respingona y pómulos cuadrados, mal rasurados, que hablaba a veces con una voz y a ratos con otra, era y no era el Archimago: un extraño, en quien no se podía confiar.

—¿Tiene algún sentido lo que él os ha dicho? —preguntó Arren, a quien no atraía la idea de volver a aquel cuarto lóbrego a la orilla del río nauseabundo—. ¿Toda esa pampirolada de que está vivo y muerto y de que volverá con la cabeza cortada?

—No sé si tiene sentido. Yo quería hablar con un hechicero que ha perdido su poder. Él dice que no lo ha perdido sino que lo ha dado, trocado. ¿Trocado por qué? Vida por vida, dijo. Poder por poder. No, no lo comprendo, pero vale la pena escuchar lo que dice.

La imperturbable sensatez de Gavilán acrecentó la vergüenza de Arren. Se sentía irritable y nervioso como un niño. Liebre lo había fascinado, pero ahora que la fascinación se había roto sólo le quedaba una sensación de disgusto malsano, como si hubiese comido algo nauseabundo. Resolvió no volver a hablar hasta que hubiera dominado su malhumor. Un momento después, perdió pie en los gastados y resbaladizos escalones, y logró recobrar el equilibrio raspándose las manos contra las piedras.

—¡Oh, maldita sea esta ciudad inmunda! —estalló furioso.

Y el mago respondió secamente:

—Por lo que parece, maldita ya está.

Y había, sí, algo malsano en Hortburgo, algo malsano en el aire mismo, que inducía a pensar que en verdad pesaba sobre ella una maldición; no era, sin embargo, una presencia lo que se sentía, sino más bien una ausencia, un debilitamiento de todo lo vital, como una enfermedad que infectaba rápidamente el espíritu de cualquier forastero. Hasta el calor del sol vespertino era malsano, demasiado bochornoso para el mes de marzo. En las plazas y las calles bullía el comercio, pero todo sin orden, sin prosperidad. La calidad de las mercancías era ínfima, los precios altos, y los mercados, plagados como estaban de ladrones y pandillas de vagabundos, eran poco seguros tanto para los vendedores como para los compradores. No se veían muchas mujeres por las calles, y las pocas que había iban por lo general en grupos. Era una ciudad sin gobierno ni ley. Conversando con las gentes, Arren y Gavilán no tardaron en enterarse de que no había un concejo en Hortburgo, ni alcalde, ni señor. De los hombres que antaño la gobernaran, algunos habían muerto, o se habían ido, o los habían matado; cabecillas de variado pelaje acaudillaban las distintas barriadas de la ciudad; los guardamuelles, erigidos en dueños y señores del puerto, se atiborraban los bolsillos, y así en todo nivel. La ciudad ya no tenía un centro. Los habitantes, pese a aquel ajetreo febril, parecían afanarse sin objeto. Los artesanos parecían no tener ya la voluntad de hacer las cosas bien; hasta los ladrones robaban porque eso era lo único que habían aprendido. En la superficie, tenía todo el movimiento y el brillo de una gran ciudad portuaria, pero allí mismo, en todas partes, se apretaban las figuras inmóviles de quienes mascaban hazia. Y bajo la superficie, las cosas no parecían del todo reales, ni siquiera los rostros, los olores, los sonidos, que se desvanecían por momentos, en la tarde larga y bochornosa, mientras Gavilán y Arren recorrían las calles y conversaban con éste y aquel otro. Todo se desvanecía, los toldos rayados, los sucios adoquines, los muros de colores; todo rastro de vida desaparecía de pronto, transformando la ciudad en una ciudad de sueño, vacía y melancólica a la luz brumosa del sol.

Sólo en la parte alta de la ciudad, donde se detuvieron a descansar a la caída de la tarde, dejaron de sentir por un momento que todo aquello era un sueño enfermizo. —Esta no es una ciudad que traiga suerte —había dicho Gavilán unas horas antes, y ahora, después de largas horas de errar a la ventura y de conversaciones infructuosas con desconocidos, parecía cansado y sombrío. El disfraz empezaba a desgastársele; una cierta dureza de rasgos, una oscuridad se transparentaba ya por detrás de la cara acicalada del mercader viajero. Y Arren no había podido olvidar el malhumor de la mañana. Se sentaron sobre los pastos ásperos de la cresta de la colina, bajo la fronda de un bosque de píndicos de oscuro follaje y capullos encarnados, algunos ya abiertos. Desde allí, sólo veían de la ciudad los innumerables techos de tejas que descendían en escalones hacia el mar. La bahía abría los brazos de color azul pizarra bajo la bruma primaveral, extendiéndose hasta los confines del aire. Todo sin límites, sin fronteras. Allí sentados, contemplaron largo rato aquella inmensidad azul. La mente se le despejó a Arren y se abrió para acoger y celebrar el mundo. Cuando fueron a beber a un arroyuelo cercano, que descendía entre unas rocas pardas desde algún jardín principesco sobre la colina de detrás, Arren bebió largamente, y zambulló la cabeza en el agua fría. Luego se levantó y declamó los versos de la Gesta de Morred:

Loadas sean las Fuentes de Shelieth, y el arpa

de plata de sus aguas,

¡pero bendito en mi nombre y para siempre

este arroyuelo que sacia mi sed!

Gavilán se rió de él, y él también rió. Sacudió la cabeza como un perro, y las gotas volaron como un rocío brillante a la postrera luz dorada.

Tuvieron que abandonar el bosque y descender a las calles otra vez. Cuando acabaron de cenar en un tenderete que vendía unas grasientas albóndigas de pescado, ya la noche pesaba en el aire. La oscuridad invadía rápidamente las calles estrechas.

—Será mejor que vayamos, hijo —dijo Gavilán, y Arren preguntó:

—¿A la barca? —pero sabía que no sería a la barca sino a la casa de la orilla del río y a la habitación terrible, polvorienta y vacía.

Liebre los estaba esperando en el portal.

Encendió una lámpara de aceite para iluminar la escalera tenebrosa. La llama diminuta temblaba de continuo proyectando en las paredes grandes sombras furtivas.

Había conseguido otro jergón de paja para sus visitantes, pero Arren se sentó en el suelo desnudo, cerca de la puerta. La puerta se abría desde el exterior, y para custodiarla hubiera tenido que sentarse del lado de afuera; pero la negra boca de lobo de aquel corredor era más de lo que podía soportar, y por otro lado, no quería perder de vista a Liebre. La atención de Gavilán, y quizá sus poderes, tendrían que concentrarse en lo que Liebre iba a decirle, o a mostrarle; le correspondía a Arren mantenerse en guardia contra cualquier triquiñuela.

Ahora Liebre estaba más erguido, y temblaba menos; se había limpiado la boca y los dientes; habló al principio con bastante sensatez, aunque excitado. A la luz de la lámpara sus ojos eran sólo unas pupilas negras, sin blanco, como ojos de animales. Discutía seriamente con Gavilán, instándolo a que comiera hazia. —Quiero llevarte, llevarte conmigo. Tenemos que ir por el mismo camino. Dentro de poco yo me iré, quieras o no venir. Para poder seguirme tienes que comer hazia.

—Creo que puedo seguirte.

—No adonde yo voy. Esto no es… como echar un sortilegio. —Parecía incapaz de pronunciar las palabras «hechicero» o «hechicería»—. Sé que puedes ir hasta… el lugar, tú sabes, el muro. Pero no es allí. Es otro el camino.

—Si tú vas, yo podré seguirte.

Liebre meneó la cabeza. El hermoso rostro estragado estaba rojo de excitación; miraba con frecuencia a Arren, como incluyéndolo, pero en realidad sólo le hablaba a Gavilán: —Mira: hay dos clases de hombres, ¿no? La nuestra, y los otros. Los… los dragones, y los otros. La gente sin poder sólo está viva a medias. Ellos no cuentan. No saben lo que sueñan, le tienen miedo a la oscuridad. Pero los otros, los señores entre los hombres, ésos no les tienen miedo a la oscuridad. Somos fuertes.

—Siempre y cuando conozcamos los nombres de las cosas.

—Pero es que allí no importan los nombres… eso es lo que quiero decir, ¡eso! No es lo que haces, lo que sabes, lo que allí te hace falta. Los sortilegios no te sirven. Tienes que olvidar todo eso, dejarte ir. En eso te ayuda la hazia: olvidas los nombres, te libras de las formas, vas directamente a la realidad. Yo me iré muy pronto, ahora, y si quieres saber a dónde, harás lo que te digo. Yo digo lo que dice él. Tienes que ser dueño de los hombres para ser dueño de la vida. Tienes que descubrir el secreto. Yo podría decirte cómo se llama, pero ¿qué es un nombre? Un nombre no es verdaderamente real, la realidad eterna. Los dragones no pueden ir allá. Los dragones mueren. Todos mueren. He tomado tanta hazia esta noche que nunca podrás alcanzarme. Ni de lejos. Si yo me perdiera tú podrías mostrarme el camino. ¿Recuerdas el secreto? ¿Lo recuerdas? No la muerte. No la muerte… ¡no! No un lecho empapado en sudor y un ataúd que se pudre, no, nunca más. La sangre se seca como el río seco y desaparece. Nada de miedo. Nada de muerte. Ya no hay nombres, ni palabras, ni miedo, todo se ha ido. Muéstrame dónde me pierdo yo, muéstramelo, señor…

Y así continuó, en un sofocado arrebato de palabras; era como si echase un encantamiento, un encantamiento que no encantaba, inconcluso, sin sentido. Arren escuchaba, escuchaba, esforzándose por comprender. ¡Si pudiera comprender, al menos! Gavilán tendría que hacerle caso al hombre y tomar la droga, siquiera esta vez, para saber de qué hablaba Liebre, para descubrir el misterio que Liebre no quería o no podía nombrar. ¿Por. qué, si no, estaban allí? Pero acaso el mago (la mirada de Arren se apartó del perfil extático de Liebre y se posó en el otro perfil) había comprendido ya… Duro como la roca, ese perfil. ¿Qué había sido de la nariz respingada, del aire bonachón? Halcón, el mercader viajero, se había desvanecido, evaporado. El que estaba allí era el mago, el Archimago.

La voz de Liebre era ahora un susurro apenas, un canturreo; y él se balanceaba sentado en el jergón con las piernas cruzadas. El semblante se le había demacrado, le colgaba la boca. Frente a él, a la luz débil y vacilante de la lámpara de aceite puesta en el suelo entre los dos, el mago no decía nada, pero había extendido la mano y ahora apretaba la de Liebre, sujetándola con firmeza. Arren no lo había visto hacer ese movimiento. Había lagunas en la sucesión de acontecimientos, lagunas de nada… accesos de somnolencia, eso tenía que ser. Sin duda habían pasado varias horas y ya era casi medianoche. Si se dormía, ¿podría también él entrar en el sueño de Liebre y llegar al lugar, al camino secreto? Tal vez sí. Parecía muy posible ahora. Pero tenía que vigilar la puerta. El y Gavilán apenas habían hablado, pero los dos sabían que al pedirles que volvieran por la noche Liebre podía haberles tendido una trampa: había sido pirata, trataba con ladrones. No habían dicho nada, pero Arren sabía que él tenía que vigilar, porque mientras el mago hiciera ese extraño viaje, estaría indefenso. Y él, como un atolondrado, había dejado la espada en la barca: ¿de qué le serviría el cuchillo si la puerta se abriese de pronto detrás de él? Pero eso no podía ocurrir: él tenía oídos, oiría. Liebre había dejado de hablar, y los dos hombres estaban en silencio, la casa entera estaba en silencio. Nadie podía subir sin hacer ruido por aquella escalera destartalada. Arren podía hablar, si escuchaba algún ruido; gritar, y el trance se rompería, y Gavilán volvería en sí para defenderse y defender a Arren con el rayo vengador de la cólera de un mago… Cuando Arren se había sentado delante de la puerta, Gavilán lo había mirado, una mirada breve, de aprobación: de aprobación y confianza. Él era el centinela. Si se mantenía en guardia, no habría ningún peligro. Pero era difícil, difícil mirar constantemente aquellos dos rostros, la pequeña perla de la llama de la lámpara en el suelo entre los dos, ahora silenciosos, inmóviles, los ojos abiertos pero sin ver la luz ni la estancia polvorienta, sin ver el mundo sino algún otro mundo de sueño o de muerte… contemplarlos, y no sentir la tentación de seguirlos…

Allí, en aquella oscuridad vasta y seca había alguien que lo tentaba. Ven, le decía el alto señor de las sombras. Tenía en la mano una llama diminuta, no más grande que una perla; y la tendía a Arren, ofreciéndole la vida. Lentamente, Arren dio un paso hacia él, siguiéndolo.

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