2. Los Maestros de Roke

La Escuela de Roke es el sitio adonde acuden, desde todas las Comarcas Interiores de Terramar, los jóvenes que muestran alguna aptitud para la hechicería, con el propósito de aprender las más altas artes de la magia. Allí se hacen expertos en las diversas especies de magia, aprendiendo los nombres y las runas, los artilugios y los sortilegios, y lo que se debe o no se debe hacer, y por qué. Allí, al cabo de una larga práctica, y si la mano y la mente y el espíritu marchan de consuno, pueden ser nombrados hechiceros y recibir la vara de poder. Sólo en Roke se hacen los verdaderos magos; y en las islas abundan magos y hechiceros y los recursos de la magia son para los isleños tan necesarios como el pan y tan deliciosos como la música, todos respetan y reverencian la Escuela de Hechicería de Roke. A los nueve magos que son los Maestros de Roke se los tiene por iguales de los grandes príncipes del Archipiélago. Y el gran maestre, el decano de Roke, el Archimago, no está obligado a rendir cuentas a nadie, excepto al Rey de Todas las Islas; y ello sólo por un acto de lealtad, un don del corazón, ya que ni siquiera un rey podría obligar a mago tan insigne a observar la ley común, si otra fuera la voluntad de éste. Sin embargo, hasta en los siglos sin reyes los Archimagos de Roke han guardado fidelidad y acatado la ley común. Todo en Roke se hacía como siempre se había hecho, desde centenares de años atrás; un paraíso al abrigo de vicisitudes y tribulaciones parecía ser, y la risa de los jóvenes resonaba en los patios y en los anchos y fríos corredores de la Casa Grande.

El guía de Arren en la Escuela era un muchacho fornido cuya capa, sujeta en el cuello por un alfiler de plata, indicaba que habiendo cumplido el noviciado era ya un hechicero hecho y derecho, que estudiaba ahora para obtener la vara. Se llamaba Albur. «Porque —explicó— mis padres tenían seis hijas, y el séptimo hijo, decía mi padre, fue un albur contra el Destino.» Era un compañero agradable, vivaz de mente y de lengua. En otras circunstancias, Arren habría disfrutado de su humor chispeante, pero ahora estaba demasiado preocupado. A decir verdad, no le prestaba mucha atención. Y Albur, con el natural deseo de que lo tuvieran en cuenta, empezó a sacar provecho de la distracción de su huésped. Le contó cosas extrañas y luego mentiras no menos extrañas a propósito de la Escuela, y a todo ello Arren respondía: «Oh, sí» o «Ya veo», tanto que Albur lo tomó por un verdadero idiota.

—Por supuesto, no se cocina aquí, en la Escuela —le dijo, cuando pasaban delante de las grandes cocinas de piedra en plena actividad con el centelleo de los calderos de cobre y el triquitraque de las cuchillas de picar y el olor a cebollas que escocía en los ojos—. Todo esto es pura apariencia. Venimos al refectorio, y cada cual hace aparecer por encantamiento lo que tiene ganas de comer. Además, así se ahorra el lavado de los platos.

—Sí, ya veo —dijo Arren, cumplidamente.

—Desde luego, los novicios que aún no han aprendido los encantamientos pierden mucho peso en los primeros meses; pero aprenden. Hay un muchacho de Havnor que siempre trata de conseguir pollo asado, pero todo lo que obtiene son gachas de mijo. Sus sortilegios, por lo visto, no dan para más. Ayer, sin embargo, consiguió un bacalao seco para acompañarlas. —Albur empezaba a ponerse ronco tratando de arrancar a Arren una protesta de incredulidad. Renunció, y calló.

—¿Dónde… de qué país viene el Archimago? —dijo el huésped, sin siquiera echar una mirada a la soberbia galería que atravesaban en ese momento, con el Árbol de las Mil Hojas tallado en el techo y los muros.

—Gont —dijo Albur—. Allí era un aldeano pastor de cabras.

Sólo ahora, ante esa verdad llana y por todos conocida, el joven de Enlad se volvió y miró a Albur con desaprobación e incredulidad. —¿Un pastor de cabras?

—Como la mayoría de los gontescos, a menos que sean piratas o hechiceros. ¡No he dicho que fuese ahora pastor de cabras!

—Pero, ¿cómo pudo un cabrerizo llegar a Archimago?

—¡De la misma manera que podría llegar un príncipe! Viniendo a Roke y sobrepasando a todos los Maestros, y robando el Anillo en Atuan, y navegando por el Paso de los Dragones, y siendo el más grande de los magos desde los tiempos de Erreth-Akbé… ¿De qué otra manera?

Salieron de la galería por la puerta norte. El atardecer se tendía cálido y luminoso sobre las colinas roturadas y sobre los tejados de Zuilburgo, y más allá, por encima de la bahía. Albur dijo, deteniéndose: —Claro que todo eso ocurrió hace mucho tiempo. No ha hecho gran cosa desde que fue nombrado Archimago. Siempre es así con los Archimagos. Se quedan en Roke y cuidan del Equilibrio, supongo. Y es muy viejo, ahora.

—¿Viejo? ¿Qué edad tiene?

—Oh, cuarenta o cincuenta.

—¿Tú lo has visto?

—Claro que lo he visto —replicó Albur con irritación. El soberano idiota parecía ser, además, un soberano petulante.

—¿Con frecuencia?

—No. No se deja ver. Pero lo vi cuando llegué a Roke, en el Patio del Manantial.

—Allí mismo he hablado hoy con él —le dijo Arren.

Albur lo miró, sorprendido por el tono de Arren.

—Eso fue hace tres años —continuó—. Y yo estaba tan asustado que en realidad no lo miré ni una sola vez. Claro que yo era muy joven. Pero allí es difícil ver las cosas con claridad. Me acuerdo sobre todo de su voz, y del murmullo de la fuente. —Al cabo de un momento agregó—: Tiene sin duda un acento gontés.

—Si yo pudiera hablar con los dragones en su propia lengua —dijo Arren—, no me preocuparía por mi acento.

Albur lo miró otra vez, como aprobando, y preguntó: —¿Has venido aquí para ingresar en la Escuela, Príncipe?

—No. He traído un mensaje de mi padre para el Archimago.

—Enlad es uno de los Principados del Reino, ¿no es así?

—Enlad, Ilien, y Way. Havnor y Ea, en otros tiempos, pero la dinastía de los reyes se ha extinguido en esas comarcas. La dinastía de Ilien se remonta a Gemal Nacido-del-Mar hasta llegar a Maharion. La de Way, a Akambar y la Casa de Shelieth. Enlad, la más antigua, se remonta a Morred y se continúa con Serriadh, hijo de Morred, y con la Casa de Enlad.

Arren recitó estas genealogías con un aire soñador, como un avezado erudito cuya mente está ocupada en otra cosa.

—¿Crees que volveremos a ver un rey en Havnor, en vida nuestra?

—Nunca lo he pensado mucho.

—En Ark, de donde yo vengo, la gente lo piensa. Ahora somos parte del Principado de Ilien, sabes, desde que se concertó la paz. ¿Cuántos años han pasado? Diecisiete… dieciocho, desde que el Anillo de la Runa de los Reyes fuera restituido a la Torre de los Reyes de Havnor. Las cosas marcharon mejor durante un tiempo, pero ahora están peor que nunca. Es hora de que haya de nuevo un rey en el trono de Terramar, un rey que empuñe el Signo de la Paz. La gente está cansada de guerras y correrías, de mercaderes que sobrecargan los precios y de príncipes que imponen demasiados tributos, y de toda la confusión de los poderes desenfrenados. Roke guía, pero no puede gobernar. El Equilibrio se mantiene aquí, pero el Poder tendría que estar en manos de un rey.

Albur hablaba con sincero interés, dejando de lado todas las bufonadas, y terminó por atraer la atención de Arren. —Enlad es un país rico y pacífico —dijo lentamente—. Nunca se ha inmiscuido en esas rivalidades. Nos llegan noticias de los conflictos en otras comarcas. Pero no ha habido un rey en el trono de Havnor desde la muerte de Maharion, ochocientos años atrás. ¿Aceptarían los países un nuevo rey?

—Si trajera paz y fuerza; si Roke y Havnor lo reconociesen.

—Y hay una profecía que aún ha de cumplirse, ¿no es verdad? Maharion predijo que el próximo rey sería un mago.

—El Maestro de Cantos, un havnoriano, interesado en el asunto, desde hace tres años nos repite a cada rato las palabras de Maharion: Heredará mi reino aquel que haya cruzado en vida el país de las tinieblas y llegue hasta las costas más lejanas del día.

—Un mago, por lo tanto.

—Sí, puesto que sólo un hechicero o un mago podría cruzar el tenebroso país de los muertos y luego regresar. Aunque en verdad no lo cruzan. Al menos, siempre hablan de esa comarca como si tuviese una sola frontera, y más allá se extendiesen las tierras sin fin. ¿Qué son, entonces, las costas más lejanas del día? Pero eso dice la profecía del último Rey, y por lo tanto, alguien tendrá que nacer un día y darle cumplimiento. Y Roke lo reconocerá, y las naciones y las flotas y los ejércitos se unirán todos a él. Entonces habrá de nuevo majestad en el centro del mundo, en la Torre de los Reyes de Havnor. Yo iría a ponerme a las órdenes de alguien así, yo serviría a un verdadero rey de todo corazón y con toda mi arte —dijo Albur, y en seguida se echó a reír y se encogió de hombros para que Arren no pensara que había hablado con demasiada emoción.

Pero Arren lo miraba con simpatía y pensaba: «Él sentiría por ese rey lo mismo que siento yo ahora por el Archimago». En voz alta, dijo: —Un rey necesitaría tener siempre cerca a hombres como tú.

Permanecieron un rato en silencio, pensativos, pero juntos, hasta que un gong resonó en la Casa Grande detrás de ellos.

—¡Al fin! —dijo Albur—. Lentejas y sopa de cebollas esta noche. Ven.

—Me pareció oírte decir que no se cocinaba aquí, en la Escuela —le dijo Arren, siempre soñador, siguiéndolo.

—Oh, algunas veces… por error…

Ninguna magia había intervenido en aquella comida, muy sustanciosa por cierto. Después de la cena, salieron a caminar por los prados en el suave azul del crepúsculo. —Éste es el Collado de Roke —dijo Albur mientras empezaban a subir por una colina redondeada. La hierba húmeda de rocío les rozaba las piernas, y abajo, en el pantanoso Riacho de Zuil, un coro de sapos pequeños daba la bienvenida a los primeros calores y a las más cortas noches estrelladas.

Había un misterio en ese suelo. Albur dijo en voz baja: —Esta colina fue la primera que emergió de los mares, cuando se pronunció la Primera Palabra.

—Y será la última en sumergirse, cuando todas las cosas sean deshechas —dijo Arren.

—Por lo tanto, un lugar seguro para estar —dijo Albur, luchando contra el miedo; pero al instante gritó, sobrecogido—: ¡Mira! ¡El Boscaje!

Al sur del Collado un gran halo de luz iluminaba la tierra, como si estuviese saliendo la luna, pero la delgada luna nueva ya se ponía en el oeste, del otro lado de la cresta de la colina; y había un aleteo en este resplandor, como hojas que se movían en el viento.

—¿Qué es eso?

—Viene del Bosque… los Maestros han de estar allí. Dicen que así brilló, como un claro de luna, cuando se reunieron hace cinco años, para elegir al Archimago. Pero ¿por qué se habrán reunido ahora? ¿Serán las noticias que tú has traído?

—Puede ser —dijo Arren.

Albur, excitado e inquieto, quiso volver a la Casa Grande, para oír lo que se decía a propósito de aquel Concilio de los Maestros. Arren lo acompañó, pero volviendo la cabeza una y otra vez para contemplar aquella luminosidad extraña, hasta que desapareció detrás de la colina, y sólo la luna brilló en el poniente, y las estrellas de la primavera.

A solas en la oscuridad, en la celda de piedra que era su alcoba, Arren yacía con los ojos abiertos. Toda su vida había dormido en una cama, bajo pieles suaves; hasta en la galera de veinte remos en que viajara desde Enlad habían proporcionado al joven príncipe un lecho más mullido que éste: una yacija de paja sobre el suelo de piedra y una andrajosa manta de fieltro. Mas en nada de esto reparaba el muchacho. «Estoy en el corazón del mundo», pensaba. «Los Maestros están deliberando en el lugar sagrado. ¿Qué van a hacer? ¿Urdirán acaso una gran magia, para salvar la Magia? ¿Será verdad que la magia está desapareciendo en el mundo? ¿Hay algún peligro que nos amenace, aun aquí en Roke? Quiero quedarme. No volveré a casa. Prefiero barrer el cuarto del Archimago a ser príncipe en Enlad. ¿Me permitirá permanecer aquí como novicio? Aunque tal vez no se enseñe más el arte de la magia, ni el nombre verdadero de las cosas. Mi padre posee el don, pero yo no lo tengo; quizá es verdad que la magia se está acabando en el mundo. Aunque así fuera, me quedaría cerca de él. Aunque él perdiese poderes y artes. Aunque no lo viera nunca más. Aunque nunca más me hablara.» Pero su ardiente imaginación volaba mucho más lejos, y así se vio de pronto cara a cara con el Archimago, una vez más en el patio bajo el serbal; y el cielo estaba sombrío, y el árbol sin follaje, y silenciosa la fuente; y él decía: «Mi señor, la tempestad se cierne sobre nosotros, pero permaneceré junto a vos, y os serviré», y el Archimago le sonreía… Pero allí le fallaba la imaginación, porque no había visto sonreír aquel rostro sombrío.

Por la mañana, despertó sintiendo que si hasta ayer había sido un muchacho, hoy era un hombre. Estaba dispuesto a todo. Pero cuando llegó el momento, se quedó con la boca abierta.

—El Archimago desea hablaros, Príncipe Arren —le anunció en el umbral de la celda un novicio muy joven y menudo; aguardó un instante, y luego escapó antes que Arren atinase a responderle.

Arren bajó por la escalera de la torre y atravesó los corredores de piedra buscando el camino hacia el patio de la fuente, sin saber a dónde tenía que ir. Un viejecito le salió al encuentro en el corredor, con una sonrisa que le arrugaba media cara, de la nariz al mentón: el mismo que le cerrara el paso la víspera, a la puerta de la Casa Grande, exigiéndole que dijese su nombre verdadero antes de entrar.

—Ven por aquí —dijo el Maestro Portero.

Las salas y pasadizos de esa parte del edificio estaban en silencio, libres del ajetreo y el alboroto de los muchachos que animaban el resto de la Casa Grande. Allí se sentía la vejez inmemorial de los muros. El encantamiento con que habían sido dispuestas y protegidas las antiguas piedras era allí evidente. Había runas inscritas a intervalos en los muros, tallas profundas, algunas incrustadas en plata. Arren había aprendido de su padre las Runas Hárdicas, pero de éstas no conocía ninguna, aunque algunas parecían encerrar un significado que casi conocía, o que había conocido y no podía recordar del todo.

—Has llegado, hijo —dijo el Portero, prescindiendo de títulos tales como Señor o Príncipe. Arren lo siguió al interior de una estancia larga, con un bajo techo de vigas. En uno de los extremos de la sala, en un hogar de piedra, ardía un fuego y las llamas se reflejaban en el piso de roble; en el otro extremo las ventanas ojivales dejaban entrar la turbia claridad de una mañana brumosa. Delante del hogar aguardaba, de pie, un grupo de hombres, pero entre ellos Arren vio a uno solo: el Archimago. Se detuvo, se inclinó, y esperó en silencio.

—Éstos son los Maestros de Roke, Arren —dijo el Archimago—, siete de los nueve. El Maestro de las Formas nunca sale del Boscaje, y el de los Nombres está en su torre, treinta millas al norte. Todos saben por qué has venido. Señores míos, éste es el hijo de Morred.

Ningún orgullo despertó en Arren esta frase, sólo una especie de temor. Estaba orgulloso de su linaje, pero se veía a sí mismo sólo como un heredero de una dinastía de príncipes, un miembro de la Casa de Enlad. Morred, el fundador de la dinastía, estaba muerto desde hacía dos mil años.

Las hazañas que había llevado a cabo se contaban en leyendas, y no tenían ninguna relación con el mundo de hoy. Era como si el Archimago lo hubiese llamado hijo de un mito, heredero de un sueño.

No se atrevía a alzar los ojos hacia los rostros de los ocho magos. Miraba fijamente el calce de hierro de la vara del Archimago, y sentía que la sangre le zumbaba en los oídos.

—Venid, desayunaremos juntos —dijo el Archimago, y lo condujo hasta una mesa dispuesta entre las ventanas. Había leche y cerveza agria, pan, mantequilla fresca y queso. Arren se sentó con ellos y comió.

Había pasado toda su vida entre los nobles, terratenientes y ricos mercaderes que abundaban en el palacio de su padre, en Berila; hombres que poseían mucho, que compraban y vendían mucho, ricos de las cosas de este mundo. Comían carne y bebían vino, y hablaban con voces estentóreas; muchos discutían, muchos adulaban, buscando casi siempre algún beneficio para ellos mismos. Joven como era, Arren no desconocía las costumbres y falsedades de la humanidad. Pero entre hombres como éstos no había estado nunca. Comían pan, hablaban poco, y tenían caras serenas. Si buscaban algún beneficio, no era para ellos mismos. Y sin embargo, tenían un gran poder: también de eso se daba cuenta Arren.

Gavilán el Archimago estaba sentado a la cabecera de la mesa, y parecía escuchar, aunque alrededor de él había un silencio, y nadie le hablaba. Nadie le hablaba a Arren tampoco, de modo que tuvo tiempo para recuperarse. A su izquierda estaba el Portero, y a su derecha un hombre de cabellos grises y aire bondadoso, que al fin le dijo: —Somos compatriotas, Príncipe Arren. Yo nací al este de Enlad, cerca del Bosque de Aol.

—Yo he cazado en ese bosque —le respondió Arren, y durante un rato conversaron de los bosques y burgos de la Isla de los Mitos, y los recuerdos de la tierra natal reconfortaron a Arren.

Cuando la comida hubo terminado, se reunieron una vez más delante del hogar, algunos sentados y otros de pie, y hubo un corto silencio.

—Anoche —dijo el Archimago— celebramos consejo. Hablamos largamente, y nada resolvimos. Quisiera oíros decir ahora, a la luz de la mañana, si mantenéis o desdecís vuestro juicio de la noche.

—Que nada hayamos resuelto —dijo el Maestro de Hierbas, un hombre fornido, de tez oscura y ojos calmos— es en sí mismo un juicio. En el Boscaje se encuentran las formas; pero nosotros no encontramos nada, excepto contradicciones.

—Sólo porque no hemos podido ver con claridad la forma —dijo el mago de Enlad de cabellos grises, el Maestro de Transformaciones—. No sabemos bastante. Rumores de Wathort; noticias de Enlad. Extrañas nuevas, y habría que estudiarlas con detenimiento. Pero despertar un temor tan infundado es improcedente. Nuestro poder no se ve amenazado porque algunos pocos hechiceros hayan olvidado cómo echar sortilegios.

—Eso mismo opino yo —dijo un hombre enjuto, de ojos penetrantes, el Maestro de Vientos—. ¿No conservamos todos nuestros poderes? ¿No crecen y se cubren de hojas los árboles del Boscaje? ¿No obedecen a nuestras palabras las tempestades del cielo? ¿Quién puede temer por el arte de la magia, que es la más antigua de las artes del hombre?

—Ningún hombre —dijo el Maestro de Invocaciones, alto y joven, de voz grave, y con un rostro cetrino y noble—, ningún hombre, ningún poder puede impedir la acción de la magia, ni silenciar las palabras de poder. Porque son las palabras que hicieron el mundo, y quien fuera capaz de silenciarlas podría deshacer el mundo.

—Sí, y quien fuera capaz de semejante cosa no estaría en Wathort ni en Narveduen —dijo el Transformador—. Estaría aquí, a las puertas de Roke, ¡y el fin del mundo estaría próximo! ¡No hemos llegado a ese trance, todavía!

—Sin embargo, algo anda mal —dijo otro, y todos lo miraron: ancho de pecho, sólido como un casco de roble, estaba sentado junto al fuego y tenía una voz clara y precisa como el tañido de una gran campana. Era el Maestro de Cantos—. ¿Dónde está el rey que tendría que estar en Havnor? El corazón del mundo no es Roke. Es esa torre donde está puesta la espada de Erreth-Akbé, y que guarda en su recinto el trono de Serriadh, de Akambar, de Maharion. ¡Ochocientos años ha estado vacío el corazón del mundo! Tenemos la corona, pero no un rey que la ciña. Tenemos la Runa Perdida, la Runa de los Reyes, la Runa de la Paz, recobrada para nosotros, ¿pero tenemos paz? Que haya un rey en el trono, y habrá paz, y los hechiceros practicarán sus artes con mentes tranquilas aun en los últimos Confines, y habrá orden, y un tiempo para cada cosa.

—Es verdad —dijo el Maestro Malabar, un hombre delgado y vivaz, modesto de porte pero de ojos claros y penetrantes—. Yo estoy contigo, Cantor. ¿Qué puede haber de extraño en que la hechicería se extravíe, cuando todo se extravía? Si la majada entera anda descarriada, ¿se quedará nuestra oveja negra en el aprisco?

El Portero se rió, pero no dijo nada.

—A todos os parece, entonces —dijo el Archimago—, que no hay nada demasiado grave; o que si lo hay, consiste en esto: que nada gobierna nuestros países, o que están mal gobernados, y que por esa causa se descuidan las artes y los talentos de los hombres. Hasta aquí, estoy de acuerdo. Es cierto que por estar el Sur prácticamente perdido para el comercio pacífico, tenemos que depender de rumores; ¿y quién puede decir con alguna certeza lo que acontece en el Confín de Poniente, fuera de estas noticias llegadas a Narveduen? Si los navíos partieran y regresaran a buen puerto como antaño, si hubiese entre nuestros países de Terramar una verdadera unión, podríamos saber cómo están las cosas en las regiones remotas, y actuar en consecuencia. ¡Y yo creo que tendríamos que actuar! Porque, señores míos, cuando el Príncipe de Enlad nos dice que pronunció las palabras de la Creación para un sortilegio, sin saber qué significado tenían; cuando el Maestro de Formas dice que hay miedo en las raíces, y no quiere decir nada más: ¿tan infundada es nuestra preocupación? Al principio una tempestad es sólo una pequeña nube en el horizonte.

—Tú tienes un don para los presentimientos sombríos, Gavilán —dijo el Portero—. Siempre lo has tenido. Dinos lo que según tú anda mal.

—No sé. Hay un debilitamiento de poder. Hay una falta de resolución. Hay un oscurecimiento del sol. Tengo la impresión, señores míos, tengo la impresión de que nosotros, sentados aquí, hablando, estamos todos mortalmente heridos, y que mientras hablamos y hablamos, la sangre fluye lenta por nuestras venas…

—Y tú querrías levantarte, y actuar.

—Sí, eso quisiera —dijo el Archimago.

—Pues bien —dijo el Portero—. ¿Pueden los búhos impedir el vuelo del halcón?

—Pero ¿a dónde irías? —preguntó el Transformador. Y el Cantor le respondió:

—¡A buscar a nuestro rey y llevarlo a su trono! —El Archimago miró con interés al Cantor, pero dijo solamente: —Iría adonde hay aflicción.

—Al sur, o quizá al oeste —dijo el Maestro de Vientos.

—Y al norte y al este, si fuera menester —dijo el Portero.

—Pero tú eres necesario aquí, mi señor —dijo el Transformador—. En vez de partir en una búsqueda ciega entre gentes hostiles, por mares extraños, ¿no sería más sabio que permanecieras aquí, donde la magia es fuerte, y descubrieras por medio de tus artes qué es este mal, o este trastorno?

—Mis artes de nada me sirven —dijo el Archimago. Había algo en su voz que hizo que todos lo mirasen, serios y con ojos inquietos—. Yo soy el Guardián de Roke. No abandonaría Roke a la ligera. Desearía que vuestra opinión y la mía fuesen la misma; mas no hay esperanzas de que sea así, por ahora. La decisión ha de ser mía: y debo partir.

—Ante esta decisión nos inclinamos —dijo el Invocador.

—Y parto solo. Vosotros sois el Consejo de Roke, que no ha de desmembrarse. Sin embargo, a alguien llevaré conmigo, si quiere venir. —Miró a Arren—. Tú me ofreciste tu servicio, ayer. Anoche, el Maestro de las Formas dijo: «No por azar llega hombre alguno a las costas de Roke. No por azar es un hijo de Morred el portador de estas nuevas». Y ninguna otra palabra tuvo para nosotros en toda la noche. Por consiguiente, yo te pregunto, Arren: ¿quieres venir conmigo?

—Sí, mi señor —respondió Arren, con la garganta seca.

—El Príncipe, tu padre, no dejaría que te expusieras a semejante peligro —dijo el Transformador con cierta aspereza, y al Archimago—: El muchacho es joven, e inexperto en hechicería.

—Yo cuento con años y artes suficientes para los dos —dijo el Archimago con voz seca—. Arren, ¿qué diría tu padre?

—Me dejaría ir.

—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó el Invocador.

Arren no sabía a dónde le pedían que fuese, ni cuándo, ni por qué. Se sentía intimidado, apabullado por aquellos hombres graves, honestos, terribles. Si hubiese tenido tiempo para pensar, no habría podido decir absolutamente nada. Pero no tenía tiempo para pensar; y el Archimago le había dicho: «¿Quieres venir conmigo?».

—Cuando me envió aquí, mi padre me dijo: «Me temo que una era de oscuridad se cierne sobre el mundo, una era de peligro. De modo que te envío a ti antes que a cualquier otro mensajero, ya que tú podrás juzgar si hemos de pedir ayuda a la Isla de los Sabios en este trance, u ofrecerles a ellos la ayuda de Enlad». Así pues, si se me necesita, aquí estoy.

Notó que el Archimago sonreía al oírlo. Había una gran dulzura en aquella sonrisa, pero duró poco. —¿Lo veis? —les dijo a los siete magos—. ¿Podrían los años, o la hechicería, añadir algo a esto?

Arren sintió entonces que los siete magos lo miraban con aprobación, aunque todavía con un aire un tanto pensativo o preocupado. El Invocador tomó la palabra, y las cejas arqueadas se le juntaron en una línea recta:

—Yo no lo entiendo, mi señor. Que tú te sientas inclinado a partir, sí. Cinco años hace que estás aquí enjaulado. Pero siempre, antes, estuviste solo; siempre has partido solo. ¿Por qué acompañado ahora?

—Antes nunca necesité ayuda —dijo Gavilán, con un dejo de amenaza o de ironía en la voz—. Y he encontrado un compañero apto. —Había algo desafiante en él, y el Invocador no hizo más preguntas, aunque aún fruncía el entrecejo.

Pero la figura monumental del Maestro de Hierbas, los ojos serenos y oscuros como los de un buey sabio y paciente, se levantó de su asiento y dijo: —Ve, mi señor, y lleva al muchacho. Y toda nuestra confianza va con vosotros.

Uno a uno, los otros asintieron en silencio, y de uno en uno, o de dos en dos, se retiraron, hasta que de los siete sólo quedó el Invocador. Gavilán dijo entonces:

—No pretendo cuestionar tu decisión. Digo tan sólo: si estás en lo cierto, si hay desequilibrio y el peligro de un gran mal, un viaje a Wathort, o al Confín de Poniente, o al fin del mundo, no será suficientemente largo. Allá adonde tengas que ir, ¿puedes llevar a este compañero, y es justo para él?

Estaban algo alejados de Arren, y el Invocador había bajado la voz, pero el Archimago habló abiertamente: —Es justo.

—Tú no me dices todo lo que sabes —dijo el Invocador.

—Si yo supiera, hablaría. No sé nada. Adivino mucho.

—Déjame ir contigo.

—Alguien tiene que cuidar las puertas.

—El Portero las cuida…

—No sólo las puertas de Roke. Quédate aquí, y observa la salida del sol para ver si brillará, y vigila el muro de piedra para ver quiénes lo cruzan y hacia dónde vuelven el rostro. Hay una brecha, Thorion, hay una rotura, una herida, y es eso lo que voy a buscar. Si yo me pierdo, quizá la encuentres tú. Pero dame tiempo. Te pido que me esperes. —Hablaba ahora en la Antigua Lengua, en la Lengua de la Creación, aquella en que se pronuncian todos los encantamientos y de la que dependen todos los grandes actos de la magia; raras veces, sin embargo, se la emplea en la conversación, excepto entre dragones. El Invocador no arguyó ni protestó más: inclinó en silencio la alta cabeza ante el Archimago y Arren, y se marchó.

El fuego crepitaba en el hogar. No se oía ningún otro sonido. Fuera, la niebla se amontonaba contra las ventanas, mortecina e informe.

El Archimago contemplaba las llamas y parecía haber olvidado la presencia de Arren. El muchacho se mantenía a cierta distancia del hogar, sin saber si tenía que saludar o retirarse o esperar a que lo despidiesen; indeciso y un tanto atribulado, se sentía de nuevo una figura minúscula en un espacio oscuro, ilimitado, engañoso.

—Iremos ante todo a Hortburgo —dijo Gavilán, volviéndose de espaldas al fuego—. Allí confluyen todas las noticias del Confín Austral y quizá descubramos una pista. Tu navío te aguarda aún, anclado en la bahía. Habla con el capitán, para que transmita el mensaje a tu padre. Tendríamos que partir lo más pronto posible. Mañana al alba. Ve a la escalera junto a la caseta de los botes.

—Mi señor, qué… —La voz se le atragantó un momento—. ¿Qué es lo que buscáis?

—No lo sé, Arren.

—Entonces…

—Entonces, ¿cómo podré buscarlo? Tampoco lo sé. Tal vez eso que busco me busque a mí —dijo, y miró a Arren con una leve sonrisa.

Pero el rostro del Archimago era como de hierro a la luz gris de las ventanas.

—Mi señor —le dijo Arren, ahora con voz firme—, es verdad que desciendo de la estirpe de Morred, si una genealogía tan antigua puede rastrearse con alguna certeza. Y si llego a serviros, lo consideraré como mi mayor ventura y el más alto honor de mi vida. Pero temo que me toméis por más de lo que soy.

—Tal vez —dijo el Archimago.

—No tengo dotes ni talentos extraordinarios. Manejo la espada corta y la espada noble. Puedo timonear una barca. Conozco las danzas cortesanas y las danzas campesinas. Puedo arreglar una querella entre cortesanos. Sé defenderme en la lucha cuerpo a cuerpo, soy un arquero torpe, y hábil en el juego de balón-red. Sé cantar, y tocar el arpa y el laúd. Y eso es todo. No hay más. ¿Qué ayuda podré prestaros? El Maestro de Invocaciones tiene razón…

—Ah, notaste eso, ¿verdad? Está celoso. Reclama el privilegio de una lealtad más antigua.

—Y de una mayor competencia, mi señor.

—¿Preferirías, entonces, que fuera él quien me acompañase, y tú el que se quedara?

—¡No! Pero temo…

—¿Temes qué?

En los ojos del muchacho asomaron unas lágrimas. —Temo fallaros —dijo.

El Archimago se volvió de nuevo hacia el fuego. —Siéntate, Arren —dijo, y el muchacho fue a sentarse en el rincón del hogar, sobre el banco de piedra—. Yo no te considero un hechicero, ni un guerrero, ni ninguna cosa ya definitiva. No sé lo que eres, pero me alegra saber que puedes timonear una barca… Lo que serás, nadie lo sabe. Pero una cosa sé: que eres el hijo de Morred y de Serriadh.

Arren guardó silencio. —Eso es verdad, mi señor —dijo al cabo—. Pero… —El Archimago no replicó y él tuvo que terminar la frase—: Pero yo no soy Morred. No soy más que yo mismo.

—¿No te sientes orgulloso de tu linaje?

—Sí, me siento orgulloso… porque hace de mí un príncipe; significa una responsabilidad, una misión de la que hay que ser digno…

El Archimago asintió una vez, brevemente.

—Eso era lo que quería decir. Negar el pasado es negar el futuro. El hombre no construye su destino: lo acepta o lo niega. Si las raíces del serbal no son profundas, el árbol no tendrá corona. —Al oír esto, Arren alzó los ojos, sorprendido, porque su nombre verdadero, Lebannen, significaba serbal. Pero el Archimago no lo había nombrado—. Tus raíces son profundas —prosiguió—. Tienes fuerza, y necesitas espacio, espacio para crecer. Así pues, yo te ofrezco, en lugar de una travesía sin riesgos de regreso a Enlad, un viaje incierto hacia lo desconocido. No estás obligado a venir. La elección depende de ti. Pero yo te la ofrezco. Porque estoy cansado de vivir en sitios seguros, bajo techo, entre paredes. —Calló bruscamente, y miró alrededor con ojos penetrantes, ciegos.

Arren adivinó la profunda desazón de aquel hombre, y sintió terror. Pero el miedo afila el ánimo, y con el corazón sobresaltado respondió al punto: —Mi señor, elijo ir con vos.

Arren salió de la Casa Grande con el corazón y el espíritu embargados de asombro. Se decía que era feliz, pero la palabra no parecía ser la adecuada. Que era fuerte, le había dicho el Archimago, un hombre llamado a un gran destino, y esas alabanzas, se decía, lo enorgullecían. Pero él no sentía ningún orgullo. ¿Por qué no? El mago más poderoso del mundo le había dicho: «Mañana nos haremos a la mar, rumbo a las orillas del Destino», y él había asentido, e iría: ¿no tendría que sentir orgullo? Pero no era así. Sólo sentía extrañeza.

Bajó por las sinuosas y empinadas calles de Zuil-burgo, buscó en los muelles al capitán de su nave, y le dijo: —Parto mañana con el Archimago hacia Wathort y el Confín Austral. Di al Príncipe, mi padre, que cuando haya cumplido este servicio regresaré a Berila.

El capitán puso mala cara. Sabía cómo podía ser recibido por el Príncipe de Enlad el portador de semejante nueva. —Tendré que llevar una palabra escrita de vuestro puño y letra, príncipe —dijo.

Considerando que esto era justo, Arren partió de prisa. Sentía que tenía que hacerlo todo en el momento y encontró una extraña tiendecita en la que compró una piedra de tinta, un pincel y una hoja de papel terso y grueso como el fieltro; luego volvió a paso rápido a los muelles y se sentó en el embarcadero para escribir a sus padres. Cuando imaginó a su madre con esa misma hoja de papel en la mano, leyendo la carta, lo invadió una profunda tristeza. Ella era una mujer alegre y paciente, pero Arren sabía que él era la fuente de ese contentó, y que ella esperaba ansiosa a que él regresara. No había modo de que olvidara esa larga ausencia. La carta fue seca y breve. Firmó con la runa-espada, selló la carta con un poco de brea para calafatear que encontró en un caldero, y la entregó al capitán del navío. De pronto: —¡Espera! —dijo; como si la nave fuese a levar anclas en ese mismo instante, y echó a correr cuesta arriba por el empedrado de las calles escarpadas hacia la extraña tiendecita. Le fue difícil dar con ella porque había algo raro en las calles de Zuil: era casi como si los recodos y revueltas fuesen distintos cada vez. Dio al fin con la calleja que buscaba, y entró en la tienda como una exhalación, apartando las sartas de abalorios que adornaban la entrada. Antes, cuando comprara la tinta y el papel, había visto en un escaparate de broches y prendedores uno de plata que tenía la forma de una rosa silvestre; y su madre se llamaba Rosa—. Llevaré éste —dijo con un aire de impaciencia principesca.

—Una antigua orfebrería de plata de la Isla de O. Veo que sois buen conocedor de antigüedades —dijo el tendero, mirando no la espléndida vaina, sino la empuñadura de la espada de Arren—. Os costará cuatro marfiles.

Arren pagó sin protestar el precio más bien alto; tenía la escarcela repleta de las piezas de marfil que en las Comarcas Interiores se utilizan como dinero. La idea de un regalo para su madre lo complacía; el acto de comprar lo complacía; al salir de la tienda apoyó la mano en el pomo de la espada, con un toque de jactancia.

El Príncipe le había dado esa espada cuando Arren iba a dejar Enland, el día anterior, y él la había recibido solemnemente; y la había llevado en el cinto como si fuese un deber, incluso durante la travesía. Sentía con orgullo el peso del arma sobre la cadera, el peso de los años incontables sobre la mente. Porque aquella era la espada de Serriadh, el hijo de Morred y Elfarran; no había en el mundo ninguna más antigua, a no ser la espada de Erreth-Akbé, que estaba clavada en la cumbrera de la Torre de los Reyes, en Havnor. Ésta no había estado guardada jamás, siempre había sido usada; y sin embargo, los siglos no la habían gastado, ni debilitado, pues la habían forjado con un encantamiento muy poderoso. La historia decía que nunca había sido desenvainada, y jamás lo sería, excepto al servicio de la vida. Jamás se dejaría esgrimir para saciar la sed de sangre, de codicia o de venganza, ni en guerras de conquista. De ella, el tesoro más grande del palacio, había recibido Arren su nombre común: Arrendek la llamaba de niño: «la pequeña Espada».

El nunca la había utilizado, ni tampoco su padre, ni su abuelo. La paz había reinado en Enlad durante muchos años.

Y ahora, en la calle de la extraña ciudad de la Isla de los Magos, la empuñadura de la espada le parecía extraña cuando la tocaba. La sentía indócil y fría. Era pesada, le entorpecía la marcha; tironeaba de él. La impresión de maravilla persistía, pero se había enfriado. Bajó de nuevo al muelle, le dio al capitán de la nave el broche para su madre, y se despidió deseándole un buen viaje de regreso. Al volverse, cubrió con la capa la vaina que guardaba el arma antigua e inflexible, la cosa mortífera que había heredado. Ya no se sentía con ánimo jactancioso. «¿Qué estoy haciendo?», se preguntaba mientras trepaba por los senderos angostos, ahora sin prisa, en dirección a la Casa Grande, maciza como una fortaleza, que se elevaba por encima de la ciudad. «¿Cómo es que no estoy viajando de vuelta a casa? ¿Por qué voy a partir en busca de algo que no comprendo, con un hombre a quien no conozco?»

Y no encontraba respuesta a estas preguntas.

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