4. Luz de magia

Seca, tenía la boca seca. Y un gusto a polvo en la boca. Y los labios cubiertos de polvo.

Sin levantar la cabeza del suelo, observaba el juego de las sombras. Había unas sombras grandes, que se movían y agachaban, se hinchaban y encogían, y algunas más pálidas, que corrían rápidamente alrededor de las paredes y del techo, burlándose de las otras. Había una sombra en el rincón, y otra en el suelo, y ninguna de estas dos sombras se movía.

Empezó a dolerle la nuca. Al mismo tiempo, lo que veía se le aclaró con la celeridad del rayo, en un instante: Liebre derrumbado en un rincón, con la cabeza apoyada en las rodillas, Gavilán tendido boca arriba, un hombre arrodillado junto a Gavilán, otro arrojando piezas de oro en un saco, un tercero de pie, vigilando. El tercer hombre tenía una linterna en una mano y una daga en la otra, la daga de Arren.

Si hablaban, él no los oía. Sólo escuchaba sus propios pensamientos que le decían, perentorios, sin vacilaciones, lo que tenía que hacer. Los obedeció en el acto. Muy lentamente avanzó, arrastrándose, un corto trecho, y estirando con rapidez el brazo izquierdo arrebató el saco del botín, se levantó de un salto y con un grito ronco corrió hacia la salida. Se lanzó escaleras abajo en la ciega oscuridad, sin perder pie, sin ni siquiera saber si pisaba los peldaños, como si volara. Desembocó en la calle como una exhalación y echó a correr hacia las tinieblas de la noche.

Las casas eran enormes cascos negros contra el cielo estrellado. A la derecha la luz de las estrellas rielaba trémula sobre el río. Si bien no veía hacia dónde conducían las calles, podía distinguir los cruces, y doblar en las esquinas, y volver sobre sus pasos para despistar a los otros. Porque lo habían seguido. Corrían descalzos, casi sin hacer ruido, pero los oía jadear, detrás de él, no demasiado lejos. Si hubiese tenido tiempo, se habría reído; al fin sabía cómo era sentirse la presa en lugar del cazador, el venado que encabeza la cacería, la pieza a cobrar. Era estar solo y ser libre. Dobló hacia la derecha y agazapándose atravesó un puente de parapeto elevado, se deslizó por una calle lateral, dobló una esquina, corrió otra vez un trecho a orillas del río, y cruzó otro puente. El único ruido en toda la ciudad era el de sus propias pisadas; se detuvo en la cabecera del puente para quitarse los zapatos, pero los cordones estaban fuertemente anudados y los cazadores no lo habían perdido. La linterna chispeó un instante del otro lado del puente; los pasos pesados y blandos se acercaban. No podría librarse de ellos, lo único que podía hacer era correr y correr, siempre adelante, y alejarlos del cuarto polvoriento… Junto con la daga, le habían quitado el capote, y estaba en mangas de camisa, ligero de ropas y acalorado; la cabeza le daba vueltas y el dolor en la base del cráneo era cada vez más punzante, y él corría y corría… El saco del botín le estorbaba. Lo arrojó bruscamente al suelo, una pieza de oro voló por el aire y golpeó contra la piedra con un tintineo claro.

—¡Aquí tenéis vuestro dinero! —gritó, la voz enronquecida y jadeante.

Reanudó la carrera. Y de pronto la calle se terminó. No más calles transversales, no más estrellas delante, un callejón sin salida. Sin detenerse, dio media vuelta y corrió hacia sus perseguidores. La linterna se balanceó sacudiéndose delante de él; con un grito de desafío los enfrentó.

Una linterna se balanceaba de adelante hacia atrás, un débil punto de luz en una extensión gris y móvil. La miró un largo rato. Se hizo más débil, y por último una sombra le pasó por encima, y cuando la sombra se alejó la luz había desaparecido. Sintió un poco de tristeza por la luz; o acaso por él mismo, pues sabía que ahora tenía que despertarse.

La linterna, muerta, seguía balanceándose contra el mástil. Todo alrededor, el mar se iluminaba con el sol naciente. Un tambor redoblaba. Se oía el crujido pesado, regular de unos remos; el maderamen de la nave chirriaba y crujía con un centenar de voces débiles. Los hombres encadenados con Arren en la cala de popa estaban todos en silencio. Cada uno de ellos llevaba una banda de hierro alrededor de la cintura, y manillas en las muñecas, y una cadena corta y pesada unía estas dos prisiones con las del hombre de al lado; el cinto de hierro estaba sujeto a su vez a una argolla del puente, de modo que el hombre podía sentarse o acuclillarse, pero nunca ponerse de pie. Estaban demasiado cerca unos de otros para echarse en el fondo de la pequeña cala de carga. Arren estaba en el ángulo de la escotilla delantera. Si levantaba la cabeza alcanzaba a ver el puente entre la cala y el cairel, de unos cincuenta centímetros de ancho.

No recordaba mucho de la noche anterior, salvo la cacería y el callejón sin salida. Había luchado, lo habían derribado y atado de pies y manos, y lo habían llevado a alguna parte. Había oído una voz extraña, susurrante; hubo un lugar parecido a una herrería, llamas rojas que saltaban de una fragua… no podía recordar. Sabía sin embargo que estaba a bordo de un barco de esclavos y que lo habían capturado para venderlo.

Para Arren, eso no significaba mucho. Era la sed lo que lo atormentaba. Tenía el cuerpo magullado y le dolía la cabeza. Cuando salió el sol, la luz le hirió las pupilas con dardos de dolor.

A media mañana les dieron un cuarto de pan y un trago largo de un odre de piel que un hombre de facciones duras y angulosas les sostenía sobre los labios. Llevaba alrededor del cuello una ancha banda de cuero con tachas de oro, como si fuera un perro; cuando Arren lo oyó hablar reconoció la voz débil, extraña, sibilante.

La bebida y la comida le aliviaron por un momento la miseria física, y le despejaron la mente. Miró por vez primera los rostros de sus compañeros de esclavitud, tres con él en un banco y cuatro en el de atrás. Algunos estaban sentados con las piernas levantadas y la cabeza apoyada sobre las rodillas; uno yacía caído en el suelo, enfermo o drogado. El que estaba al lado de Arren era un muchacho de unos veinte años, con una cara ancha y chata.

—¿A dónde nos llevan? —le preguntó Arren.

El muchacho lo miró —no había más de un palmo de distancia entre ellos— y sonrió, encogiéndose de hombros, y Arren supuso que quería decir que no lo sabía; pero luego el otro sacudió los brazos encadenados y abrió grande la boca, siempre sonriente; en lugar de la lengua sólo tenía una raíz negra.

—Ha de ser a Showl —dijo alguien a espaldas de Arren, y otro:

—O al Mercado de Amrun —y al instante el hombre del collar, que parecía estar en todas partes a la vez en aquella nave, se inclinó por encima de la cala, siseando:

—¡Silencio, si no queréis ser cebo de tiburones! —y todos callaron.

Arren trató de imaginarse esos lugares, Showl, el Mercado de Amrun. Allí se vendían esclavos. Los alinearían delante de los compradores, sin duda, como los bueyes o los carneros en el Mercado de Berila. Allí estaría él, encadenado. Alguien lo compraría y se lo llevaría a casa, y luego le daría una orden; y él se negaría a obedecer. O quizá obedecería. O trataría de escapar. Y de cualquier modo lo matarían. No era que el alma se le rebelase ante la idea de la esclavitud, estaba demasiado enfermo y confundido. Sabía simplemente que no resistiría más de una o dos semanas, y que al cabo se moriría o lo matarían, y el hecho lo asustaba aunque lo entendiese y lo aceptase, de modo que dejó de pensar. Bajó los ojos y miró el entablado negro e inmundo de la cala, y sintió el calor del sol sobre los hombros desnudos, y la sed que le resecaba la boca y le cerraba otra vez la garganta.

El sol se puso y la noche cayó despejada y fría. Unas estrellas brillantes despuntaron en la oscuridad. El tambor batía como un corazón, lentamente, acompañando el batir de los remos. Ahora, el peor tormento era el frío. La espalda de Arren recibía un poco de calor de las piernas acalambradas del hombre sentado detrás y su flanco izquierdo del mudo acurrucado junto a él y que zumbaba un ritmo ronco en una sola nota. Hubo un relevo de remeros, y de nuevo empezó a batir el tambor. Arren había esperado con impaciencia la oscuridad de la noche. Y le dolían los huesos pero no podía dormirse ni cambiar de posición. Estaba allí sentado, tembloroso y dolorido, la boca reseca de sed, los ojos fijos en las estrellas que saltaban en el cielo a cada golpe de los remos, volvían quietas a su sitio, saltaban otra vez, volvían, reposaban un momento…

El hombre del collar estaba de pie junto con otro hombre entre la cala y el mástil; la pequeña linterna que se balanceaba en el mástil proyectaba algunos rayos de luz entre los dos, destacando las siluetas de las cabezas y los hombros. —¡Niebla, por los cuernos del Diablo! —dijo la voz susurrante, abominable, del hombre del collar—. ¿Qué hace una niebla en el Estrecho Austral en esta época del año? ¡Maldita suerte!

Redoblaba el tambor. Las estrellas brincaban, volvían a su sitio, descansaban un momento. Junto a Arren el hombre sin lengua se estremeció de pronto e irguiendo la cabeza lanzó un grito escalofriante, un sonido terrible e informe. —¡Silencio, allí! —rugió el segundo hombre cerca del mástil. El mudo se estremeció de nuevo y dejó de zumbar mascando aire.

Furtivas, las estrellas se deslizaron hacia la nada.

El mástil osciló y se desvaneció. Un manto frío, gris pareció descender sobre la espalda de Arren. El tambor vaciló, y empezó a batir otra vez, a un ritmo más lento.

—Espesa como leche cuajada —señaló la voz ronca, sibilante—. ¡A ver, tú, marca el compás! ¡De aquí a veinte millas no hay ningún bajío!

Un pie calloso, cruzado de cicatrices surgió de la niebla, se detuvo un instante cerca de la cara de Arren, dio un paso y desapareció.

En la niebla no parecía que estuviesen navegando, excepto por el balanceo y los golpes de los remos. Los latidos del tambor sonaban amortiguados. Hacía un frío húmedo, entumecedor. La niebla se condensaba en los cabellos de Arren y le caía sobre los ojos; intentó atrapar las gotas con la lengua y abrió la boca aspirando el aire húmedo, tratando de aliviar la sed. Pero los dientes le castañeteaban. El metal frío de una cadena le golpeaba el muslo, quemándole como si fuese de fuego. El tambor batía, batía, y de pronto dejó de batir.

—¡Sigue batiendo, sigue! ¿Qué es lo que anda mal? —bramó desde la proa la voz bronca, sibilante. Nadie respondió.

La nave roló ligeramente en la mar tranquila. Más allá de la apenas visible batayola no había nada: vacío. Algo raspó el flanco de la nave. El ruido sonó casi atronador en aquella quietud de muerte, en la oscuridad espectral. —Hemos encallado —murmuró uno de los prisioneros, y la voz se perdió en el silencio.

La niebla se iluminó, como si de pronto hubiera florecido en luz. Arren vio claramente las cabezas de los hombres encadenados a él, las diminutas gotas de humedad que les brillaban en los cabellos. La nave se balanceó otra vez, y Arren se irguió tanto como se lo permitían las cadenas, estirando el cuello para mirar hacia adelante. La niebla brillaba en lo alto del puente como la luna detrás de una nube tenue, radiante y fría. Los remeros estaban inmóviles como estatuas. Los hombres de la tripulación reunidos en el combés del navío tenían los ojos brillantes. A babor, un hombre estaba solo, de pie, y la luz venía de él; la cara, las manos, y la vara le ardían como plata fundida.

A los pies del hombre luminoso se agazapaba una forma oscura.

Arren intentó hablar, y no pudo. Envuelto en aquel esplendor de luz, el hombre se acercó a él y se arrodilló sobre el puente. Arren sintió el contacto de una mano y oyó la voz del Archimago. Sintió que los hierros que le aprisionaban las muñecas y la cintura cedían de pronto; el chirrido de las cadenas se oyó en toda la cala. Sin embargo, ningún hombre se movió; sólo Arren intentó levantarse, pero no pudo, envarado como estaba por la prolongada inmovilidad. El puño firme del Archimago le apretó el brazo, y con esa ayuda Arren se arrastró fuera de la cala y se acurrucó en el puente.

El Archimago se alejó —el velado resplandor brilló en los rostros inmóviles de los remeros—, y se detuvo junto al hombre que se había agazapado contra la batayola.

—Yo no castigo —dijo la voz dura, clara, fría como la fría luz mágica de la niebla—. Pero por la causa de la justicia, Egre, me arrogo este derecho. Ordeno a tu voz que enmudezca hasta el día que encuentres una palabra digna de ser pronunciada.

Volvió al sitio en que dejara a Arren y lo ayudó a ponerse en pie. —Y ahora ven, hijo —dijo, y con la ayuda del Archimago Arren pudo avanzar cojeando y gateando, y dejarse caer en la embarcación que se mecía allá abajo, al costado del navío: Miralejos; la vela era como el ala de una mariposa nocturna en la niebla.

En el mismo silencio y en la misma calma de muerte, la luz se extinguió, y la barca viró y se alejó del flanco del navío. Y casi en el mismo instante, la mortecina linterna del mástil, los remeros inmóviles, el pesado casco negro, todo desapareció. Arren creyó oír voces que estallaban en gritos, pero el sonido era débil y pronto se perdió en la distancia. Poco después, la niebla empezó a disiparse y a deshilacharse, llevada por el viento en la oscuridad. Emergieron a la luz de las estrellas, y silenciosa como una falena, Miralejos se deslizó sobre el mar a través de la noche clara.

Gavilán había envuelto a Arren en mantas, y le había dado agua; estaba sentado con la mano apoyada en el hombro del muchacho, cuando éste, de pronto, se echó a llorar. Gavilán no dijo nada, pero había dulzura, firmeza en el contacto de su mano. Arren se fue calmando poco a poco: sintió calor en el cuerpo, el balanceo suave de la barca, una paz en el corazón.

Alzó los ojos y miró a Gavilán. Ninguna claridad sobrenatural irradiaba ahora el rostro sombrío. A duras penas alcanzaba a distinguirlo, a la luz de las estrellas.

La barca proseguía su carrera, guiada por un encantamiento. Las olas cuchicheaban a los costados, como sorprendidas.

—¿Quién es el hombre del collar?

—No te muevas. Un filibustero, Egre. Usa ese collar para esconder una cicatriz donde una vez le cortaron la garganta. Parece que ha caído de la piratería al tráfico de esclavos. Pero esta vez se ha topado con el cachorro del león. —Había un dejo de satisfacción en la voz seca, tranquila.

—¿Cómo disteis conmigo?

—Hechicería, soborno… Perdí el tiempo. No quería que se supiera que el Archimago y Decano de Roke andaba hurgoneando por los tugurios de Hort. Ojalá hubiera podido conservar mi disfraz. Pero tuve que andar a la caza de uno y otro individuo, y cuando descubrí al fin que la galera de esclavos había zarpado antes del alba, perdí la paciencia. Embarqué en Miralejos, llamé el viento a la vela, en la calma chicha de entonces, y paralicé en los toletes los remos de todas las naves de esta bahía, por un tiempo. Cómo se lo explicarán, si la magia es puro aire y mentiras, no me concierne. Pero en mi prisa y mi cólera me adelanté sin darme cuenta a la nave de Egre, que había ido hacia el sudeste para evitar los bajíos. Todo cuanto hice ese día estuvo mal hecho. No hay suerte en Hort… Bueno, al fin urdí un encantamiento de encuentro, y así fue como di con el navío en la oscuridad. ¿No convendría que durmieras, ahora?

—Estoy bien, me siento mucho mejor. —Una fiebre ligera había reemplazado al frío de Arren, y en verdad se sentía bien, el cuerpo lánguido pero la mente saltando rápidamente de una cosa a otra—. ¿Cuánto tardasteis en despertaros? ¿Qué fue de Liebre?

—Me desperté con la luz del día; y por suerte soy de cabeza dura; tengo detrás de la oreja un chichón y un tajo que es como un pepino partido en dos. A Liebre lo dejé en el sueño de la droga.

—Yo fallé en mi guardia…

—Pero no porque te quedaras dormido.

—No. —Arren titubeó—. Fue… yo estaba…

—Tú estabas delante de mí. Yo te veía —dijo Gavilán, extrañamente—. Y entonces ellos entraron sin que nos diéramos cuenta, nos asestaron un mazazo en la cabeza, como a los borregos en el matadero, se apoderaron del oro, de las ropas buenas y del posible esclavo, y se marcharon. Era a ti a quien buscaban, hijo. Tú habrías alcanzado el precio de toda una hacienda en el Mercado de Amrun.

—No me golpearon lo bastante fuerte. Me desperté. Los hice correr un poco. Desparramé el botín por la calle, antes de que me atrapasen. —Los ojos de Arren centelleaban.

—¿Te despertaste mientras ellos estaban allí… y huiste? ¿Por qué?

—Para atraerlos lejos de vos. —Herido en su amor propio por la sorpresa que advertía en la voz de Gavilán, Arren agregó con altivez—: Pensé que era a vos a quien buscaban. Temí que intentaran mataros. Les arrebaté el saco del botín para que me persiguieran. Grité y eché a correr. Y ellos me persiguieron.

—Sí, ¡claro que te persiguieron! —Eso fue todo cuanto dijo Gavilán; ni una palabra de encomio, aunque permaneció un momento callado y pensativo. Luego dijo—: ¿No se te ocurrió pensar que quizá yo ya estuviese muerto?

—No.

—Asesinar primero y robar después, es el procedimiento más seguro.

—No lo pensé. Sólo quería alejarlos de vos.

—¿Por qué?

—Porque vos hubierais podido defendernos, sacarnos del trance a los dos, si despertabais a tiempo. O al menos salvaros vos. Mi deber era montar guardia y fallé. Traté entonces de reparar mi falta. Era a vos a quien quería proteger. Vos sois el que cuenta. Yo sólo estoy aquí para velar por vos, para ayudaros en lo que necesitéis. Vos sois quien habrá de guiarnos, dondequiera que sea, a reparar el mal.

—¿Sí? —dijo el mago—. También yo lo creía, hasta anoche. Pensaba que tú me seguías, pero era yo quien te seguía a ti, muchacho. —El tono era frío y quizá un poco irónico. Arren no sabía qué decir. En verdad, estaba completamente confundido. Había supuesto que el hecho de dormirse o caer en trance mientras estaba de guardia podía perdonársele en parte por la hazaña de haber alejado de Gavilán a los ladrones. Parecía ahora, sin embargo, que esto último había sido una estupidez, y haber caído en trance en el peor momento, maravillosamente oportuno.

—Siento mucho, mi señor —dijo con los labios crispados y conteniendo a duras penas las ganas de llorar—, haberos fallado. Y vos me habéis salvado la vida…

—Y tú acaso la mía —dijo el mago con aspereza—. ¿Quién sabe? Quizá cuando acabaran con todo me habrían degollado. Basta ya, Arren. Estoy contento de tenerte conmigo.

Fue hasta la caja de los avíos, encendió el hornillo de carbón de leña y se puso a trabajar. Arren contemplaba las estrellas; se sentía ahora más tranquilo, y sus pensamientos dejaron de atropellarse unos a otros. Y sólo entonces comprendió que ni lo que había hecho, ni lo que había dejado de hacer, sería juzgado por Gavilán. Lo que había hecho, hecho estaba, y como tal lo aceptaba Gavilán. «Yo no castigo», le había dicho a Egre fríamente. Pero tampoco premiaba. Sin embargo, había partido con premura en busca de Arren a través del mar, salvándolo con poderes mágicos, y volvería a hacerlo.

Era digno de todo el amor que Arren le tenía, y de toda su confianza. Porque no había duda de que él confiaba en Arren. Lo que Arren hacía, estaba bien.

Ahora se acercaba, trayéndole una taza humeante de vino caliente.

—Tal vez esto te haga dormir. Ten cuidado, te quemará la lengua.

—¿De dónde sale este vino? Nunca he visto a bordo un odre de vino…

—Hay cosas en Miralejos que los ojos no ven —dijo Gavilán, sentándose de nuevo. Y Arren lo oyó reír, una risa breve y casi silenciosa, en las sombras.

Arren se incorporó para beber el vino. Era muy bueno, reanimaba el cuerpo y la mente.

—¿A dónde vamos ahora? —dijo.

—Hacia el oeste.

—¿A dónde fuisteis con Liebre?

—A la oscuridad. Yo no lo perdí en ningún momento, pero él se perdió. Iba de un lado a otro más allá de las fronteras, en los páramos sin fin del delirio y de la pesadilla. Llamaba como un pájaro en aquellos parajes desolados, como una gaviota gritando lejos sobre el mar. No es un guía. Siempre ha estado perdido. Pese a toda su maestría en las artes de la magia nunca ha visto el camino que se abría ante él; sólo se veía a sí mismo.

Arren no comprendía, ni quería comprenderlo, ahora. Atraído por esa oscuridad de que hablaban los magos se había internado en ella un corto trecho. Y no quería recordar esa experiencia; nada tenía que ver con él. Y la verdad era que no deseaba dormir, temiendo verla otra vez en sueños, ver aquella figura negra, aquella sombra que le ofrecía una perla, y le susurraba: «Ven…».

Rápidamente, sus pensamientos tomaron otro rumbo. —Mi señor—dijo—, ¿por qué…?

—¡Duerme! —exclamó Gavilán con un dejo de impaciencia.

—No puedo dormir, mi señor. Me preguntaba por qué no liberasteis a los otros esclavos.

—Lo hice. No dejé un solo hombre encadenado en esa nave.

—Pero los hombres de Egre tenían armas. Si los hubieseis encadenado, a ellos

—Ah, ¿si yo los hubiese encadenado? Eran sólo seis. Los remeros eran esclavos engrillados, como tú. Es posible que a esta hora Egre y sus hombres estén muertos, o que los otros los hayan encadenado para a su vez venderlos como esclavos; pero los he dejado en libertad, en libertad de luchar o negociar. No es mi oficio hacer esclavos.

—Pero vos sabíais que son gente malvada…

—¿Tenía entonces que ser como ellos? ¿Dejar que sus actos gobernaran los míos? ¡Yo no elegiré por ellos, ni permitiré que ellos elijan por mí!

Arren no replicó, pensando en lo que había oído. El mago dijo entonces, en un tono más bajo:

—Te das cuenta, Arren, de que un acto no es, como creen los jóvenes, lo mismo que una piedra que levantas del suelo y arrojas lejos, que da en el blanco o yerra, y nada más. Cuando levantas la piedra, la tierra se aligera y la mano que la sostiene es más pesada. Cuando la arrojas, influye en los circuitos de los astros, y allí donde golpea o cae, el universo cambia. De un acto cualquiera depende el Equilibrio del todo. Los vientos y los mares, los poderes del agua y de la tierra y de la luz: todo cuanto ellos hacen, y todo cuanto las plantas y las bestias hacen, bien hecho está, y es para bien. Todos actúan dentro del Equilibrio. Desde el huracán y el mugido de la ballena hasta la caída de una hoja seca y el vuelo del moscardón, todo cuanto ellos hacen es parte del Equilibrio del todo. Pero nosotros, los que tenemos poder sobre el mundo y sobre otros hombres, nosotros hemos de aprender a hacer lo que la hoja y la ballena y el viento hacen por naturaleza. Hemos de aprender a mantener el Equilibrio. Somos inteligentes, y no hemos de actuar en la ignorancia. Somos capaces de elegir, y no hemos de actuar sin responsabilidad. ¿Quién soy yo, aunque pueda hacerlo, para castigar y recompensar, para jugar con los destinos de los hombres?

—Pero entonces —dijo el joven, contemplando con el entrecejo fruncido las estrellas—, ¿es así corno ha de mantenerse el Equilibrio, así, no haciendo nada? Sin duda el hombre tiene que actuar, aun cuando no conozca todas las consecuencias, si en verdad hay algo que hacer.

—Nunca temas. Mucho más fácil es para los hombres actuar que abstenerse. Seguiremos haciendo el bien, y el mal… Pero si de nuevo hubiera un rey sobre todos nosotros, y ese rey buscara como en tiempos pasados el consejo de un mago, y yo fuese ese mago, le diría: «Mi señor, no hagáis nada porque sea justo, o loable, o noble; no hagáis nada porque os parezca bueno, haced tan sólo aquello que tengáis que hacer, y lo que no podríais hacer de ninguna otra manera».

Había algo en la voz del mago que hizo que Arren se volviese a mirarlo. Le pareció que su rostro irradiaba de nuevo aquella luz, pues ahora le veía la nariz aguileña y la mejilla cruzada de cicatrices, los ojos sombríos, feroces. Y Arren lo miró con amor pero también con miedo, pensando: «Está tan por encima de mí». Sin embargo, mientras lo contemplaba se dio cuenta al fin de que no era la luz de la magia, ni el frío fulgor de la magia lo que delineaba cada arruga, cada plano de la cara del hombre, sino la luz misma: la mañana, la simple luz del día. Había un poder más grande que el de ese hombre. Y los años no habían sido más piadosos con Gavilán que con cualquier otro. Aquéllas eran arrugas de vejez; y parecía cansado, a medida que la luz aumentaba. Bostezó…

Y así, a fuerza de mirar, de sorprenderse, de meditar, Arren se durmió al fin. Pero Gavilán siguió sentado junto a él, contemplando la aurora y la salida del sol, como si examinara un tesoro para ver si faltaba algo en él, una gema manchada, un niño enfermo.

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