6. Lorbanería

Vista a través de diez millas de agua soleada, Lorbanería era verde, verde como el musgo brillante al borde de una fuente. De cerca, estallaba en una profusión de hojas y troncos de árboles, y de sombras, y caminos, y casas, y en rostros de gentes, y vestidos y polvo, y en todo cuanto concurre a dar vida a una isla habitada por el hombre. Pero por sobre todo era verde: porque en cada palmo de tierra que no estuviera edificado o transitado, crecían unos árboles bajos de copa redondeada llamados burbah, de cuyas hojas se alimentan los pequeños gusanos que hilan la seda, la que luego devanan y tejen los hombres, las mujeres y los niños de Lorbanería. Al anochecer, el aire se puebla de pequeños murciélagos grises que se alimentan de los gusanos. Y comen muchos por cierto, pero se los tolera, y los tejedores no los matan: en verdad, consideran que matar murciélagos grises es de muy mal augurio. Porque si los seres humanos viven a expensas de los gusanos, dicen, los pequeños murciélagos tienen sin duda el mismo derecho.

Las casas eran curiosas, con sus pequeñas ventanas dispuestas al azar, y sus techos quinchados con varillas de hurbah, verdes de musgo y líquenes. Había sido antaño una isla próspera, entre las islas de los Confines, y esa prosperidad se advertía aún en las casas bien pintadas y adornadas, en las grandes ruecas y telares de las cabañas y cobertizos, y en los muelles de piedra del pequeño puerto de Sosara, donde hubieran podido atracar varios galeones mercantes. Pero no había galeones en el puerto. La pintura de las casas estaba descolorida, no había muebles nuevos, y la mayor parte de las ruecas y los telares estaban inmóviles, cubiertos de polvo, con telarañas entre pedal y pedal, entre el lienzo y el bastidor.

—¿Hechiceros? —dijo el alcalde de la aldea de Sosara, un hombre bajo, con una cara tan oscura y endurecida como las plantas de sus pies desnudos—. No hay hechiceros en Lorbanería. Ni los ha habido nunca.

—¡Quién lo hubiera pensado! —dijo Gavilán, como sorprendido. Estaba sentado con unos ocho o nueve aldeanos, bebiendo vino de bayas de hurbah, un brebaje claro y amargo. Les había dicho, por supuesto, que viajaba por el Confín Austral en busca de la piedra emel, pero ni él ni su compañero estaban disfrazados, aunque Arren, como de costumbre, había dejado la espada escondida en la barca; y si Gavilán llevaba la vara consigo, no la tenía a la vista. Los aldeanos se habían mostrado hoscos y hostiles al principio, y parecían dispuestos a volverse otra vez hoscos y hostiles en cualquier momento; sólo el ingenio y la autoridad de Gavilán habían logrado forzar en ellos una aceptación reticente—. Hombres portentosos con los árboles debéis de tener —decía ahora—. ¿Qué hacen cuando cae en los huertos una helada tardía?

—Nada —dijo un hombre flaco en el extremo de la línea de aldeanos. Estaban todos sentados en una hilera, de espaldas contra la pared de la posada, bajo los aleros de quincha. Casi salpicándoles los pies desnudos, la abundante y suave lluvia de abril tamborileaba contra el suelo.

—La lluvia es el peligro, no la helada —señaló el alcalde—. Pudre los capullos de los gusanos. Nadie puede impedir que llueva. Ni ha podido, nunca. —Detestaba a los hechiceros y la hechicería; algunos de los otros parecían más astutos.

—Nunca llovía en esta época —dijo uno de ellos— cuando el viejo vivía.

—¿Quién? ¿El viejo Mildi? Bueno, ya no está vivo. Está muerto —dijo el alcalde.

—Lo llamábamos el Hortelano —dijo el hombre flaco.

—Sí. Lo llamábamos el Hortelano —dijo otro. El silencio cayó, como la lluvia.

Detrás de la ventana estaba sentado Arren. Había encontrado un viejo laúd colgado en la pared, uno de esos laúdes de tres cuerdas y mástil largo que tocan los habitantes de la Isla de la Seda, y estaba probándolo en ese momento, aprendiendo a arrancarle su música, no mucho más alta que el sonido de la lluvia sobre la quincha.

—En los mercados de Hortburgo —dijo Gavilán— he visto telas que se vendían como sedas de Lorbanería. Algunas eran seda. Pero ninguna era seda de Lorbanería.

—Las cosechas han sido magras —dijo el hombre flaco—. Cuatro años, cinco ahora.

—Cinco años ya, cinco desde la Víspera de la Tregua —dijo un hombre viejo con una voz satisfecha, machacona—, que murió el viejo Mildi, sí, se murió, y con menos años que yo ahora. Murió en la Víspera de la Tregua, sí, se murió.

—La escasez hace subir los precios —dijo el alcalde—. Por un rollo de semifina teñida de azul obtenemos ahora lo que antes sacábamos por tres.

—Si lo conseguimos. ¿Dónde están las naves? Y el azul no es genuino —dijo el hombre flaco, provocando una discusión de media hora sobre la calidad de las tinturas que se utilizaban en los grandes cobertizos.

—¿Quién prepara las tinturas? —preguntó Gavilán, y estalló una nueva reyerta. Al fin se aclaró que todas las operaciones de tintura habían estado a cargo de una familia cuyos miembros se tildaban a sí mismos de hechiceros; pero si habían conocido la magia, la habían perdido, y nadie más la había vuelto a encontrar, como puntualizó con acritud el hombre flaco. Porque todos, excepto el alcalde, estuvieron de acuerdo en que las famosas tinturas azules de Lorbanería y el inimitable púrpura, el «fuego del dragón» que usaran otrora las Reinas de Havnor, no eran ya como antes. Algo faltaba en ellos. Las lluvias intempestivas tenían la culpa, o las sustancias colorantes, o los purificadores.

—O los ojos de los hombres —dijo el aldeano flaco—, que no saben distinguir el azur verdadero del azul barroso —y lanzó una mirada retadora al alcalde. El alcalde no recogió el desafío, y otra vez callaron.

El vino clarete no parecía tener otro efecto que el de agriar aún más el humor de los aldeanos, y los rostros estaban sombríos. No se oía otro sonido que el rumor de la lluvia entre las hojas incontables de los huertos del valle, y el susurro del mar calle abajo, y el murmullo del laúd en la oscuridad, puertas adentro.

—¿Sabe cantar ese mozalbete delicado que te acompaña? —preguntó el alcalde.

—Claro que sabe cantar. ¡Arren!, cántanos algo, hijo.

—No consigo arrancarle a este laúd más que algún tono menor —dijo Arren desde la ventana, sonriendo—. Quiere llorar. ¿Qué os gustaría oír, mis anfitriones?

—Algo nuevo —refunfuñó el alcalde.

El laúd tremoló ligeramente; Arren ya sabía cómo tocarlo. —Esto quizá sea nuevo para vosotros —dijo. Y cantó.

Por los blancos estrechos de Solea

y las combadas ramas rojas

que inclinaban sus flores

sobre su cabeza doblegada

de dolor por el perdido amante,

por la rama roja y la rama blanca

y la pena incesante

juro yo, Serriadh,

hijo de mi madre y de Morred,

recordar el daño infligido,

para siempre, para siempre.

Los hombres escuchaban, inmóviles: las caras hoscas, las manos y los cuerpos castigados, endurecidos por el trabajo. Inmóviles, en el tibio y lluvioso anochecer del Sur, escuchaban aquella balada que era como el lamento del cisne gris de los mares fríos de Ea, nostálgica, doliente. Por un rato, después de que la canción terminara, siguieron en silencio.

—Es una música extraña —dijo uno con cierta vacilación.

Otro, convencido de que la isla de Lorbanería era en todo tiempo y lugar el centro absoluto del mundo, comentó: —Siempre es rara y lúgubre la música de tierras extrañas.

—Hacednos oír algo de la vuestra —dijo Gavilán—. También a mí me gustaría escuchar una trova alegre. El muchacho siempre canta estas endechas de héroes muertos en tiempos remotos.

—Yo lo haré —dijo el que había hablado el último; carraspeó un momento, y entonó una canción acerca de un tonel de vino robusto y leal, y ¡ehó ehó, a corear y beber! Pero nadie lo acompañó en el coro, y todo quedó en el ehó ehó.

—Ya no se canta ahora como es debido —dijo con irritación—. La culpa es de los jóvenes, siempre metiendo mano en todo y cambiando la manera de hacer las cosas, y no queriendo aprender las viejas canciones.

—No es eso —dijo el hombre flaco—, ya nada se hace como es debido. Ya nada anda bien.

—Sí, sí, sí —resolló el más viejo—, la suerte se ha secado. Esta es la pura verdad. La suerte se ha secado.

Después de eso, nadie tuvo mucho más que decir. Los aldeanos se marcharon en grupos de dos y de tres, hasta que sólo Gavilán quedó frente a la ventana, y Arren del otro lado. Y entonces Gavilán se rió, al fin. Pero no era una risa alegre.

La tímida mujer del posadero entró y tendió para ellos las camas en el suelo, y se marchó, y ellos se acostaron a dormir. Pero las altas vigas de la estancia eran una guarida de murciélagos. La noche entera estuvieron entrando y saliendo por la ventana sin vidrio, en medio de un revuelo de alas y de chillidos agudos. Sólo al amanecer volvieron todos y se apaciguaron, yendo cada uno a suspenderse cabeza abajo de una viga, en un pequeño paquete gris, bien apretado.

Quizá fue ese frenético ir y venir de los murciélagos lo que impidió dormir bien a Arren. Llevaba ya muchas noches durmiendo en alta mar. Ahora, desacostumbrado a la inmovilidad del suelo, sentía que lo acunaban y acunaban cuando estaba a punto de dormirse… y de pronto el mundo se hundía en un abismo y él despertaba sobresaltado. Cuando al fin se durmió, soñó que aún remaba encadenado en la cala de los esclavos; había otros con él, pero todos estaban muertos. Se despertó de este sueño más de una vez, luchando por quitárselo de la mente, pero no bien volvía a dormirse, de nuevo caía en él. Al fin le parecía que estaba completamente solo en el navío, pero siempre encadenado, imposibilitado de moverse. De pronto, una voz curiosa, lenta, le hablaba al oído: —Desata tus cadenas —le decía—. Desata tus cadenas. —Arren trataba entonces de moverse, y se movía; se ponía de pie. Se encontraba en un páramo oscuro, vasto, bajo un cielo encapotado. Había horror en la tierra, en el aire denso, una enormidad de horror. Este lugar era el miedo, el miedo mismo, y él estaba allí, y no había senderos. Necesitaba encontrar el camino, pero allí no había ningún camino, y él era pequeño, pequeño como un niño, como una hormiga, y aquel lugar era vasto, ilimitado. Intentaba caminar, tropezaba, y despertaba.

Ahora, despierto, el miedo estaba dentro de él, no ya él dentro del miedo; sin embargo, no era menos vasto, menos ilimitado. La negra oscuridad del cuarto lo asfixiaba y buscó las estrellas en el rectángulo difuso que era la ventana, pero aunque ya no llovía, no había estrellas. Tendido de espaldas, despierto, sentía miedo, mientras los murciélagos entraban y salían, sacudiendo unas alas coriáceas, silenciosas. Por momentos oía sus voces apagadas en el umbral extremo del oído.

La mañana llegó, luminosa, y se levantaron temprano. Gavilán preguntó muy seriamente en qué parte de la isla podría encontrar la piedra emel, y aunque ninguno de los aldeanos sabía qué piedra era ésa, todos tenían alguna teoría, y discutieron; y Gavilán escuchaba, pero lo que trataba de averiguar mientras escuchaba no se refería a la piedra emel. Al fin él y Arren tomaron el sendero que les indicó el alcalde, y que conducía a las canteras de donde se extraía la tierra colorante azul. Pero en camino, Gavilán dobló por un sendero lateral.

—Esa ha de ser la casa —dijo—. Dijeron que la familia de tintoreros y magos venidos a menos vive en este camino.

—¿Servirá de algo hablarles? —dijo Arren, que aún se acordaba demasiado bien de Liebre.

—Esta mala suerte tiene un centro —dijo el mago con aspereza—. Hay un lugar por el que la suerte huye. ¡Necesito un guía que me lleve a ese lugar!

Y siguió andando, y Arren tuvo que seguirlo.

La casa se alzaba en medio de unos huertos, una hermosa construcción de piedra, pero visiblemente descuidada desde hacía años, lo mismo que los terrenos de alrededor. Unos olvidados capullos de gusanos de seda colgaban descoloridos de las ramas desgajadas, y una capa espesa y reseca de larvas y crisálidas muertas cubría el suelo al pie de los árboles. Todo alrededor de la casa, bajo la frondosa arboleda, flotaba un olor a podredumbre, y mientras se aproximaban, Arren recordó súbitamente el horror de sus pesadillas de la noche.

No habían llegado aún a la puerta, cuando ésta se abrió bruscamente. Una mujer de cabellos grises salió como una tromba, echando fuego por los ojos enrojecidos y gritando: —¡Fuera, malditos, ladrones calumniadores imbéciles embusteros y cretinos malparidos! ¡Fuera, fuera, fuera de aquí! ¡Que la mala suerte os persiga siempre!

Gavilán se detuvo, con un aire un tanto sorprendido, y levantó con presteza la mano en un gesto curioso. Dijo una palabra: —¡Conjuro!

La mujer dejó de gritar. Lo observó con interés.

—¿Por qué hiciste eso?

—Para conjurar tu maldición. Ella continuó observándolo, y dijo al fin, con voz ronca: —¿Forasteros?

—Del Norte.

La mujer se adelantó. Al principio Arren se había sentido inclinado a reírse de ella, una vieja que se pone a chillar en la puerta de su casa, pero cuando la vio de cerca sólo sintió vergüenza. Estaba sucia y mal vestida, le apestaba el aliento, y miraba fijamente con una terrible expresión de dolor.

—No tengo poder para maldecir —dijo ella—. Ningún poder. —Imitó el gesto de Gavilán—. ¿Todavía se hace esto allí de donde venís?

Gavilán asintió. La observaba con tranquilidad, y ella le sostenía la mirada. De pronto, el rostro se le crispó, se transformó, y dijo: —¿Dónde está tu vara?

—No la muestro aquí, hermana.

—No, mejor no. Eso te dejaría fuera de la vida. Lo mismo que mi poder, me dejaba fuera de la vida. Por eso lo perdí. Perdí todas las cosas que sabía, todas las palabras y todos los nombres. Me salieron en pequeñas sartas por los ojos y la boca, como telas de araña. Hay un agujero en el mundo, y la luz huye por él. Y las palabras huyen con la luz. ¿Sabías eso? Mi hijo se pasa el día sentado mirando la oscuridad, buscando el agujero del mundo. Dice que si fuese ciego vería mejor. Ha perdido la mano en su oficio de tintorero. Nosotros éramos los Tintoreros de Lorbanería. ¡Mira! —Sacudió los brazos delgados, musculosos, manchados hasta el hombro por una mezcla pálida y veteada de tinturas indelebles—. Nunca se borra —dijo—, pero la mente se lava, queda limpia. No retiene los colores. ¿Quién eres?

Gavilán no dijo nada. De nuevo miró a la mujer a los ojos; y Arren, a unos pasos de distancia, los observaba con inquietud.

De pronto la mujer se echó a temblar y dijo en un susurro: —Yo a ti te conozco…

—Sí. Los iguales se conocen, hermana.

Fue extraño ver cómo se apartaba de Gavilán, aterrorizada, huyendo de él, y al mismo tiempo queriendo acercarse, como si fuera a caer de rodillas delante del mago.

Gavilán le tomó la mano y la retuvo. —¿Desearías recobrar tu poder, tu arte, los nombres? Yo puedo devolvértelos.

—Tú eres el Gran Hombre —murmuró ella—. Tú eres el Rey de las Sombras, el Señor de las Tinieblas…

—No. No soy un rey. Soy un hombre, un mortal, tu hermano y tu semejante.

—Pero ¿no morirás?

—Moriré, sí.

—Pero volverás, y vivirás eternamente.

—No. Ni yo, ni ningún hombre.

—Entonces, tú no eres… no eres el Grande de la Oscuridad —dijo ella frunciendo el entrecejo y mirándolo un poco de soslayo, con menos temor—. Pero eres un Grande. ¿Hay dos, entonces? ¿Cómo te llamas?

El rostro grave de Gavilán cambió por un momento. —Eso no te lo puedo decir —dijo con dulzura.

—Te contaré un secreto —dijo la mujer. Estaba más erguida ahora, enfrentándolo, con el eco de una antigua dignidad en el porte y la voz—. Yo no quiero vivir, y vivir y vivir, eternamente. Preferiría recuperar los nombres de las cosas. Pero han desaparecido, todos. Los nombres no importan más. No hay más secretos. ¿Quieres tú saber mi nombre? —Con los ojos llenos de luz, los puños cerrados, se inclinó hacia adelante y murmuró:— Mi nombre es Akaren. —Y en seguida gritó:— ¡Akaren! ¡Akaren! ¡Mi nombre es Akaren! ¡Ahora todos conocen mi nombre secreto, mi nombre verdadero, y no hay más secretos, y no hay verdad, y no hay muerte-muerte-muerte! —Gritaba la palabra entre sollozos, escupiendo saliva.

—¡Cálmate, Akaren!

La mujer se calmó. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas, por la cara sucia, estriada de greñas de pelo gris.

Gavilán tomó entre sus manos aquella cara arrugada, bañada en llanto, y muy ligeramente, muy tiernamente, le besó los ojos. Ella permanecía inmóvil, con los ojos cerrados. Después, acercando los labios al oído de la mujer, le habló un momento en la Lengua Arcana, la volvió a besar y la soltó.

La mujer abrió grandes los ojos y lo miró un momento, con una mirada maravillada, pensativa. Así mira a su madre un niño pequeño; así una madre mira a su niño. Lentamente, dio media vuelta y fue hacia la casa, y entró, y cerró la puerta: todo en silencio, con la misma expresión serena, maravillada.

En silencio, el mago se volvió y echó a andar hacia la carretera. Arren lo siguió. No se atrevía a hacer preguntas. A los pocos pasos el mago se detuvo, allí, en el huerto abandonado, y dijo: —Le he quitado el nombre que tenía y le he dado uno nuevo. Y en cierto sentido esto entraña un renacimiento. No había nada más que se pudiera hacer por ella, ninguna otra esperanza.

El mago hablaba con una voz ahogada, tensa.

—Ha sido una mujer de poder —prosiguió—. No una bruja vulgar ni una mezcladora de filtros, sino una mujer de talento y sabiduría, capaz de crear cosas hermosas, una mujer orgullosa y honorable. Así era su vida. Y todo eso se ha perdido. —Se volvió bruscamente, e internándose por los senderos del huerto, se detuvo junto al tronco de un árbol, de espaldas al muchacho.

Arren lo esperó a la claridad radiante del sol moteada por la sombra del follaje. Sabía que a Gavilán le avergonzaba mostrar sus propias emociones; y en verdad, no había nada que el joven pudiera hacer o decir; pero por inclinación del corazón se había dado sin reservas a Gavilán, no ya con aquel fervor primero, aquella adoración romántica, sino con dolor, como si entre ellos se hubiese forjado un vínculo que ya nada podría romper, nacido de lo más profundo de ese amor. Porque en ese amor que ahora sentía había compasión, que da temple al amor, y plenitud, y durabilidad.

Al fin, Gavilán volvió a reunirse con Arren acercándose entre las sombras verdes del huerto. Ninguno de los dos habló, y juntos reanudaron la marcha. Ya hacía calor; la lluvia de la noche anterior se había secado y el polvo se levantaba en el camino. El comienzo de la jornada le había parecido a Arren insípido y tedioso, como contaminado por sus propios sueños; ahora disfrutaba de la mordedura del sol y del solaz de la sombra, y sentía el placer de caminar sin preocuparse por lo que esperaba delante.

De todos modos, nada consiguieron averiguar. Pasaron la tarde en conversaciones con los hombres que extraían los minerales colorantes, y en regateos por algunos pedazos de lo que según ellos era piedra emel. Cuando a paso cansino regresaban a Sosara, con el sol del atardecer martillándoles la cabeza y la nuca, Gavilán comentó: —Es malaquita azul; pero dudo que en Sosara noten la diferencia.

—Es rara la gente de aquí —dijo Arren—. Así es en todo, no notan la diferencia. Como lo que uno de ellos le dijo anoche al jefe: «No distinguirías el azur verdadero del azul barroso…». Se quejan de que los tiempos son malos, pero no saben cuándo empezaron los tiempos malos; dicen que el trabajo es de mala calidad, pero no hacen nada para mejorarlo; no saben ni siquiera cuál es la diferencia entre un artesano y un hechicero, entre la artesanía y la magia. Es como si no tuvieran una idea clara de las formas, las diferencias y los colores. Todo es igual para ellos, todo es gris.

—Sí —dijo el mago, pensativo. Caminó un trecho a grandes zancadas, la cabeza hundida entre los hombros, como un halcón; aunque de corta estatura, caminaba a pasos largos—. ¿Qué es lo que les falta?

Arren respondió sin vacilar: —Alegría de vivir.

—Sí —dijo otra vez Gavilán, aceptando el juicio de Arren y considerándolo un momento—. Me alegra —dijo al fin— que puedas pensar por mí, hijo… Me siento cansado y estúpido. Me duele el corazón desde esta mañana, desde que hablamos con la que fue Akaren. No me gusta la desolación, la ruina. No quiero tener enemigos. Y si he de tener uno, no deseo ir a buscarlo, ni encontrarlo, ni enfrentarlo… Si la cacería es inevitable, que la presa sea un tesoro, no una criatura vil.

—Un enemigo, mi señor —dijo Arren. Gavilán asintió.

—¿Cuando ella hablaba del Gran Hombre, del Rey de las Sombras…?

Gavilán asintió otra vez. —Eso mismo creo yo —dijo—. Creo que hemos de llegar no sólo a un sitio, sino a una persona. Es el mal, el mal, lo que pesa sobre esta isla, esta pérdida de la habilidad manual y del orgullo, esta falta de alegría, esta desolación. Esto es obra de una voluntad maligna. Pero no una voluntad que se ensaña con este lugar, ni tampoco con Akaren ni con Lorbanería. El rastro que seguimos es un rastro de destrucción, como si corriésemos detrás de un carruaje que se precipita por la ladera de una montaña, desencadenando un alud.

—¿Podría ella, Akaren, deciros algo más acerca de ese enemigo, quién es y dónde está, o qué es?

—No ahora, muchacho —dijo el mago, con una voz tranquila pero desanimada—. Hubiera podido hacerlo, sin duda. En su locura había aún algo de magia. En realidad la locura era su magia. Pero yo no podía obligarla a que me respondiese. Sufría demasiado.

Y siguió andando, con la cabeza un poco hundida entre los hombros, como si él mismo soportara y quisiera evitar algún dolor.

Arren se dio vuelta; había oído el ruido de unos pasos, detrás de ellos, en el camino. Un hombre venía corriendo, a una buena distancia todavía, pero acercándose rápidamente. El polvo de la carretera y los cabellos largos e hirsutos eran unas aureolas rojas alrededor de él a la luz de la tarde, y su sombra alargada daba saltos fantásticos por entre los troncos y los senderos de los huertos junto al camino.

—¡Escuchad! —gritaba—. ¡Deteneos! ¡Lo he encontrado! ¡Lo he encontrado!

Pronto les dio alcance. La mano de Arren buscó primero en el aire el pomo de la espada que no estaba allí, luego el mango del cuchillo perdido, y se cerró por último en un puño, todo en medio segundo. Frunció el entrecejo y se adelantó. El hombre le llevaba a Gavilán más de una cabeza y era ancho de hombros: un loco jadeante, delirante, de mirada frenética. —¡Lo he encontrado! —repetía sin cesar mientras Arren, intentando dominarlo con una voz y una actitud severas y amenazadoras, le preguntaba:

—¿Qué quieres? —El hombre trató de esquivarlo para aproximarse a Gavilán. Arren se plantó de nuevo frente a él.

—Tú eres el Tintorero de Lorbanería —le dijo Gavilán.

Arren comprendió entonces que se había conducido como un tonto, tratando de proteger a Gavilán, y se hizo a un lado. El loco, al oír de labios del mago aquellas seis palabras, dejó de jadear y de estrujarse las grandes manos manchadas; los ojos se le tranquilizaron; asintió.

—Yo era el tintorero —dijo—, pero ya no sé teñir. —Miró de soslayo a Gavilán, y sonrió; meneó la cabeza orlada por una mata de pelo rojiza y polvorienta—. Tú le quitaste el nombre a mi madre —dijo—. Ahora no la conozco, ni ella me conoce a mí. Todavía me quiere, sí, pero me ha abandonado. Está muerta.

A Arren se le encogió el corazón, pero vio que Gavilán se limitaba a sacudir la cabeza. —No, no —dijo—, no está muerta.

—Pero lo estará. Morirá.

—Sí. La muerte es una consecuencia de la vida —dijo el mago. Durante un minuto pareció que el Tintorero trataba de entender el sentido de esa frase; luego fue en línea recta hasta Gavilán, lo agarró por los hombros y se inclinó sobre él. Lo hizo con tanta rapidez que Arren no tuvo tiempo de impedírselo, pero se había acercado a ellos y alcanzó a oír el susurro del hombre—. He encontrado el agujero de la oscuridad. El Rey estaba allí. Lo vigila y reina sobre él. Tenía una pequeña llama, un pequeño candil en la mano. Sopló, y la llama se apagó. Luego volvió a soplar, ¡y la llama se encendió! ¡Se encendió!

Gavilán no se resistió al abrazo ni al cuchicheo. Preguntó simplemente: —¿Dónde estabas cuando viste esas cosas?

—En la cama.

—¿Soñando?

—No.

—¿Las viste a través de la pared?

—No —dijo el Tintorero, en un tono repentinamente serio, como si se sintiera incómodo. Soltó al mago, y dio un paso atrás—. No, yo… yo no sé dónde está. Lo he encontrado, sí, pero no sé dónde.

—Pues eso es lo que a mí me gustaría saber —dijo Gavilán.

—Yo puedo ayudarte.

—¿Cómo?

—Tú tienes una barca. Has venido en ella, y en ella seguirás. ¿Irás hacia el oeste? Ése es el rumbo. El camino hacia el lugar en que él aparece. Tiene que haber un lugar, un lugar aquí, porque él está vivo… no como los espíritus, los fantasmas que atraviesan la pared, no es eso… sólo las almas atraviesan la pared pero esto es el cuerpo, es la carne inmortal. Yo he visto cómo soplaba en la oscuridad y encendía la llama, la llama que se había apagado. Eso he visto. —El rostro del hombre se había transfigurado; era de una belleza salvaje al oro purpúreo del largo atardecer—. Yo sé que él ha vencido a la muerte. Lo sé. He dado mi magia para saberlo. ¡Yo fui mago antes! Y tú lo sabes, y allí es a donde vas. Llévame contigo.

La luz resplandecía también sobre el rostro de Gavilán, impasible y duro. —Estoy tratando de ir allí —dijo.

—¡Déjame ir contigo!

Gavilán asintió brevemente. —Si estás en el puerto cuando zarpemos —dijo, con la misma frialdad de antes.

El Tintorero retrocedió otro paso, y allí se quedó, contemplándolo, mientras la exaltación del rostro se le velaba lentamente hasta transformarse en una expresión extraña, pesada; era como si la razón estuviese esforzándose por irrumpir a través del huracán de palabras, sentimientos y visiones que la confundían. Finalmente, dio media vuelta y sin una palabra echó a correr camino abajo hacia la niebla de polvo que él mismo levantara y no se había asentado aún en el camino. Arren suspiró, aliviado.

También Gavilán suspiró, pero el suyo no era un suspiro de alivio. —Bueno —dijo—. A caminos extraños, extraños guías. Sigamos andando.

Arren acomodó su paso al de Gavilán. —¿No pensaréis llevarlo con nosotros? —inquirió.

—Eso depende de él.

También de mí depende, pensó Arren en un relámpago de cólera. Pero no dijo nada, y continuaron la marcha juntos y en silencio.

No fueron bien recibidos de vuelta en Sosara. En una isla pequeña como Lorbanería todo se sabe en seguida, y sin duda los habían visto tomar el camino lateral que llevaba a la Casa de los Tintoreros, y hablar con el loco en la carretera. El posadero los sirvió con malos modos, y su mujer parecía muerta de miedo. Al anochecer, cuando los aldeanos vinieron a sentarse bajo los aleros de la taberna, se empeñaron en mostrar que no querían hablarles y conversaron animadamente entre ellos en medio de chanzas y carcajadas. Pero no tenían mucho que decirse, y la alegría se les acabó pronto. Durante un largo rato permanecieron todos sentados, en silencio; al fin, el alcalde le dijo a Gavilán: —¿Has encontrado tus rocas azules?

—He encontrado, sí, unas pocas piedras azules —respondió Gavilán con cortesía.

—Sopli te ha dicho sin duda dónde podías encontrarlas.

—Ja, ja, ja —corearon los otros, ante ese golpe magistral de ironía.

—¿Sopli será el hombre pelirrojo?

—El loco. Tú fuiste a visitar a su madre en la mañana.

—Buscaba a un mago —dijo el mago.

El hombre flaco, que era el que estaba sentado más cerca, escupió hacia la oscuridad. —¿Para qué?

—Pensé que podría decirme algo acerca de lo que busco.

—La gente viene a Lorbanería a buscar seda —dijo el alcalde—. No viene a buscar piedras. No viene a buscar encantamientos. Ni pantomimas y farfulles y supercherías de brujos. Aquí vive gente honesta, que hace un trabajo honesto.

—Es verdad. Tiene razón —dijeron los otros.

—Y no queremos aquí otra clase de gente, extranjeros que andan huroneando y metiendo la nariz en nuestros asuntos.

—Es verdad. Tiene razón —repitió el coro.

—Si hubiese en los alrededores algún hechicero que no estuviera loco, le daríamos un trabajo honesto en los cobertizos; pero no saben hacer un trabajo honesto.

—Quizá pudieran, si en verdad hubiese algo que hacer —dijo Gavilán—. Vuestros cobertizos están vacíos, los huertos descuidados, la seda almacenada fue tejida hace años. ¿Qué hacéis vosotros, aquí en Lorbanería?

—Nos ocupamos de nuestros propios asuntos —replicó el alcalde, pero el hombre flaco intervino, excitado:

—¿Por qué los navíos no vienen? ¡A ver, dinos eso! ¿Qué están haciendo en Hortburgo? ¿Acaso nuestro trabajo es de mala calidad?… —Unas protestas furiosas lo interrumpieron. Se gritaban unos a otros, se incorporaban de un salto; el alcalde blandió el puño ante la cara de Gavilán, otro sacó un cuchillo. Se habían puesto frenéticos. Arren estuvo de pie en un instante y miró a Gavilán, esperando verlo erguirse envuelto en el súbito resplandor de la luz mágica, y enmudecerlos de golpe con la revelación de su poder. Pero no lo hizo. Se quedó allí, sentado, mirándolos de hito en hito y escuchando sus amenazas. Y poco a poco se fueron calmando, tan incapaces al parecer de persistir en la cólera como en el regocijo. El cuchillo volvió a la vaina, las amenazas se trocaron en burlas. Empezaron a marcharse como perros que abandonan una riña, algunos pavoneándose, otros con un andar furtivo.

Cuando se quedaron solos, Gavilán se levantó, entró en la posada y bebió un largo trago de agua del cántaro que estaba junto a la puerta. —Vamos, muchacho —dijo—. Ya he tenido bastante.

—¿A la barca?

—Sí. —Puso sobre el alféizar dos piezas de plata y se echó al hombro el pequeño atado de ropa. Arren estaba cansado y soñoliento, pero echó una última mirada a la estancia del albergue, lóbrega y sofocante, y alborotada entre las vigas por el revoloteo de los inquietos murciélagos; pensó en la noche que había pasado en ese cuarto, y siguió a Gavilán de buena gana. Pensó también, mientras bajaban por la única y oscura calle de Sosara, que al partir a esa hora burlarían a Sopli el loco. Pero cuando llegaron al puerto, allí estaba, esperándolos en el espigón.

—Hete aquí —dijo Gavilán—. Sube a bordo, si quieres venir.

Sin una palabra, Sopli saltó a la barca y se acurrucó junto al mástil, como un perro grande e hirsuto. Al verlo, Arren se rebeló. —¡Mi señor! —dijo. Gavilán se volvió; se enfrentaron, cara a cara sobre el muelle por encima de la barca.

—En esta isla están todos locos, pero yo creía que vos no lo estabais. ¿Por qué lo lleváis?

—Para que nos sirva de guía.

—¿De guía… hacia una locura más grande? ¿A la muerte, ahogados, o por una cuchillada en la espalda?

—A la muerte, pero por qué camino no lo sé.

Arren hablaba con ardor, y aun con cierta resonancia de ferocidad en la voz. No estaba acostumbrado a que se le opusieran. Pero desde esa tarde, cuando en la carretera había tratado de protegerlo del loco, y había comprendido cuan vana e innecesaria era esa protección, tenía un sentimiento de amargura: aquel arrebato de amor de la mañana había sido superfluo, malgastado. Él era incapaz de proteger a Gavilán; no se le permitía tomar ninguna iniciativa, o no se le permitía, ni siquiera, comprender la naturaleza de aquella búsqueda. Lo llevaban simplemente a la rastra, tan inútil como un niño. Pero él no era un niño.

—No quisiera discutir con vos, mi señor —dijo con tanta frialdad como le fue posible—. Pero esto… ¡esto está más allá de la razón!

—Está más allá de la razón. Vamos allá adonde la razón no puede llevarnos. ¿Quieres venir, o no?

Lágrimas de cólera saltaron a los ojos de Arren.

—Dije que vendría y que os serviría. Yo no quebranto mi juramento.

—Eso está bien —dijo el mago secamente, e hizo ademán de volverse. Pero en seguida enfrentó otra vez a Arren—: Yo te necesito, Arren, y tú me necesitas. Porque quiero decirte esto: creo que este camino que seguimos es tu camino, no por obediencia o lealtad hacia mí, sino porque era el tuyo antes aún de que me vieras por primera vez; antes de que pusieras el pie en Roke; antes de que partieras de Enlad. No puedes volverte atrás.

El mago hablaba con aspereza; Arren le respondió con igual sequedad: —¿Cómo podría volverme, sin una barca, aquí en la orilla del mundo?

—¿Esto, la orilla del mundo? No, está mucho más lejos. Quizá aún lleguemos a ella.

Arren sacudió la cabeza una vez, y se dejó caer en la barca. Gavilán soltó la amarra y llamó un viento suave a la vela. Una vez que se alejaron de los borrosos y desiertos muelles de Lorbanería, la brisa sopló fresca y limpia desde el oscuro norte, y la luna se quebró en plata sobre el terso mar delante de ellos, y se elevó a la izquierda de la barca en tanto viraban hacia el sur para costear la isla.

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