Prólogo

París


En el estudio privado de una elegante residencia de la avenida Victor Hugo había dos hombres sentados. Eran viejos amigos y ambos empresarios de renombre, más o menos de la misma edad, cuarenta y pocos años. Uno de ellos era Alfred Neuss, ciudadano estadounidense nacido en Rusia. El otro, Peter Kitner, era británico de origen suizo. Ambos estaban tensos e inquietos.

– Continúa -dijo Kitner serenamente.

– ¿Estás seguro?

– Sí.

Neuss vaciló.

– Vamos.

– Está bien. -Neuss encendió a regañadientes el interruptor de un proyector de cine de 8 mm que tenía en la mesa, a su lado. Apareció una luz intermitente y la pantalla portátil que tenían delante cobró vida.

Lo que vieron a continuación fue una película muda de 8 mm y de realización casera. El escenario era el moderno Parc Monceau, en la rive droite de París. La escena, un cumpleaños infantil. Era divertida, graciosa, llena de color. Veinte o más niños y niñas jugaban con globos y se lanzaban trozos de tarta, o se disparaban cucharas llenas de helado los unos a los otros bajo la mirada atenta de unas cuantas niñeras y de algún que otro padre que más o menos mantenían el infantil revuelo bajo control.

Al cabo de un rato la cámara se apartaba hacia otro grupo de unos diez invitados que se habían enfrascado en un improvisado partido de fútbol. Eran todos chicos y, como los otros, tenían diez u once años de edad. El fútbol era lo suyo y jugaban con dureza y abandono. Un chute demasiado fuerte mandó el balón bajo unas ramas de árbol que colgaban encima de unos arbustos. Uno de los niños salió corriendo a buscarlo y la cámara lo siguió.

El niño tenía diez años y se llamaba Paul. La cámara retrocedía un poco y se detenía para seguirlo mientras se acercaba a los arbustos y recogía la pelota. De pronto, otro muchacho aparecía por entre el follaje. Era mayor, más alto y más fuerte; tal vez de doce o trece años. Paul se detenía y le decía algo, señalándole el lugar al que había ido el balón. Y entonces, como de la nada, en la mano del chico mayor aparecía un objeto. Tocaba un botón y una enorme hoja de cuchillo surgía del mismo. Al instante siguiente, el muchacho avanzaba y hundía el cuchillo con todas sus fuerzas en el pecho de Paul. De pronto, la cámara salía en estampida hacia la escena, botando mientras avanzaba. El chico mayor levantaba la vista, sorprendido, y miraba directamente a la cámara que lo filmaba. Luego daba media vuelta y trataba de huir, pero la persona con la cámara lo cogía de la mano y le daba la vuelta. Él luchaba con todas sus fuerzas para liberarse, pero no lo conseguía. De pronto, soltaba el cuchillo y se alejaba. La cámara caía hacia atrás, al suelo, para captar en primer plano a Paul, con los ojos abiertos de par en par, yaciendo inmóvil, agonizando.

– ¡Páralo! ¡Apágalo! -gritó Kitner de pronto.

Alfred Neuss detuvo el proyector bruscamente.

Peter Kitner cerró los ojos:

– Lo siento, Alfred, lo siento. -Se tomó unos segundos para recuperarse y luego miró a Neuss-. ¿No está la policía al corriente de la existencia de esta película?

– No.

– ¿Ni del cuchillo?

– No.

– ¿Y ésta es la única copia?

– Sí.

– ¿Tienes tú el cuchillo?

– Sí, ¿quieres verlo?

– No, nunca.

Kitner apartó la mirada, pálido como la cera, los ojos perdidos. Finalmente se recompuso:

– Coge la película y el cuchillo y guárdalos en algún lugar al que sólo tengamos acceso tú y yo. Usa a quien creas necesario, a la familia si hace falta; paga el precio que sea. Pero sea cual sea el precio, asegúrate de que, en el caso de que me enfrentara a una muerte inoportuna, la policía de París, de acuerdo con los abogados que representan mi legado, tiene acceso directo e inmediato tanto al cuchillo como a la película. La manera de hacerlo la dejo en tus manos.

– ¿Y qué hay del…?

– ¿Asesinato de mi hijo?

– Sí.

– Yo me encargo de eso.

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