TERCERA PARTE

Rusia

1

Los rumores eran ciertos. Los manifestantes anarquistas del Black Bloc habían entrado en el valle. Cabrera y Nicholas Marten se tropezaron con ellos en el puente de un sendero, más arriba de la finca. Con los rostros tapados con pasamontañas, grandes bufandas y mascarillas de esquí, no les dijeron ni una palabra. Sencillamente, los atacaron. Tanto Cabrera como Marten fueron víctimas de fuertes puñetazos y patadas. A Cabrera casi le arrancaron la camisa. Los dos hombres se defendieron con furia. Marten persiguió a uno que había sacado un cuchillo pero, al hacerlo, otro lo atrapó y lo sujetó. Cabrera intentó ayudarle pero le dieron un golpe y lo tiraron al suelo. Al mismo tiempo, el del cuchillo apuñaló a Marten salvajemente, y el que lo sujetaba lo tiró por el puente. Cayó en las aguas salvajes del río y desapareció de la vista. Fue entonces cuando Cabrera pudo escapar. Se quitó de encima a un asaltante cubierto con una máscara de esquí y corrió camino abajo en busca de ayuda.

Murzin y una docena de agentes del FSO llegaron corriendo. Para entonces, las nubes habían cubierto la luna y empezaba a nevar, y los manifestantes se habían vuelto a retirar camino arriba a oscuras y se habían dispersado por el bosque. Los hombres de Murzin encontraron sus huellas, pero Cabrera les pidió que ayudaran a buscar a Marten.

Capitaneados por el propio Cabrera, con botas de nieve y con tan sólo un anorak echado por encima del esmoquin, la búsqueda se prolongó hasta el día siguiente y estuvo empañada por fuertes vientos y una nevada imparable. Patrullas de la policía cantonal y del ejército suizo se incorporaron a ellos casi de inmediato, y equipos de guardas forestales y de rescate llegaron en menos de una hora. Juntos peinaron el traidor curso del río que cruzaba la montaña y bajaba por la ladera en una serie de cascadas, algunas de hasta veinte metros de altura, a lo largo de veintisiete kilómetros. Durante unas horas hasta utilizaron el helicóptero en el que había llegado el presidente Gitinov tan sólo un rato antes de que Cabrera diera la voz de alarma, pero la fiereza de la tormenta y la dureza del terreno desaconsejaban muchísimo sobrevolar la zona y la búsqueda se acabó limitando a los hombres a pie. Y al final volvieron sin haber encontrado nada. Fuera lo que fuese que le hubiera ocurrido a Marten -si se había quedado atrapado entre las rocas del fondo del río, o se había metido en alguna cueva subterránea, o se había arrastrado hasta algún lugar y estaba tan enterrado bajo la nieve que ni los perros del equipo de rescate eran capaces de oler su rastro-, una cosa era segura: nadie que hubiera sido herido de aquella manera tan brutal y no llevara más que un esmoquin podía haber sobrevivido aquella noche a la intemperie. Si no lo hubieran matado las heridas o la violencia del caudal del agua que lo arrastró por las rocas, la hipotermia se habría encargado de liquidarlo. Finalmente, no quedó más remedio que cancelar la búsqueda.

2

Ya fuera por su creciente madurez o por la compañía de Alexander, lady Clem y la baronesa, Rebecca se tomó la noticia del ataque a su hermano y su posterior desaparición con una serenidad impresionante. Su preocupación principal era el bienestar de Alexander y que a la gente que buscaba a Nicholas no le ocurriera nada. En varias ocasiones había bajado hasta el curso del río vestida con ropa de montaña para animarlos y ayudar en la búsqueda. Su fuerza, se darían cuenta más tarde, provenía de lo que ella afirmó desde el principio y lo que parecía creerse sinceramente: que, de alguna manera, Nicholas había sobrevivido y estaba en alguna parte, todavía con vida. Cómo, ni dónde podía ser «alguna parte», no formaban parte de la ecuación.

El hecho de que amaneciera y todavía no hubiera ni rastro de él no hizo más que reforzar su convicción. Podía ser que no lo encontraran ni hoy ni mañana ni dentro de una semana, dijo, pero estaba vivo y en algún momento lo encontrarían, de eso no había ninguna duda. Nada de lo que le dijeran o hicieran podía hacerla cambiar de parecer.

Lady Clem era otra historia.

El hecho de que su padre estuviera presente, esperando como todos los otros el desenlace de la búsqueda, era irrelevante. Lady Clem se negaba a reconocer el horror y el pánico que sentía; se negaba a admitir, ni siquiera ante sí misma, la intimidad que compartía con Marten. En cambio, sus emociones estaban totalmente volcadas contra los manifestantes violentos que habían cometido aquel acto monstruoso.

Y cuando las patrullas del ejército suizo y de la policía criminal cantonal descubrieron a los manifestantes y los sacaron de sus tiendas alpinas plantadas en las colinas más arriba de la finca justo antes del amanecer, y los bajaron a la finca para meterlos en furgones y llevarlos a la sede central de la policía cantonal de Davos, lady Clem se dirigió directamente hacia ellos. Había nueve, seis hombres y tres mujeres. Al oírlos protestar y negarlo todo, se puso hecha una furia y los amenazó con condenarlos a todos y cada uno de ellos bajo el peso de cualquier ley imaginable. Incluso cuando cabezas más serenas intervinieron y un mando policial intentó apartarla y llevársela hacia la casa, ella se separó bruscamente y les hizo una advertencia final:

– No sólo habéis asesinado salvajemente al señor Marten, sino que habéis dejado a su hermana totalmente sola en el mundo. Y esta es una acción que no quedará impune. Os lo prometo.

3

La «acción», como lady Clem la llamó, era algo que Alexander Cabrera tenía planeado con un cuidado meticuloso y con mucha previsión. Aunque la lucha con Marten había resultado mucho más difícil de lo que había anticipado, al final funcionó, y funcionó bien.

La idea de utilizar a los manifestantes había sido concebida mucho antes como una póliza de seguridad relativamente sencilla y de bajo coste para cubrir la muerte de Marten. Una llamada a un colectivo de activistas europeos antiglobalización puso en marcha la maquinaria. Se identificó como miembro de un grupo conocido como la Red de Entrenadores de Activistas Radicales, informó al colectivo sobre la reunión de alto nivel de políticos y empresarios que iba a tener lugar en Villa Enkratzer. Les describió la finca y les dijo dónde estaba ubicada, les detalló quién asistiría al encuentro, cómo acceder a ella desde un camino de emergencia en la montaña, y dónde, en el bosque de más arriba, se podía instalar un campamento desde el cual los activistas podían llevar a cabo una manifestación sorpresa desde la ladera, uniéndose a otra protesta que intentaría alcanzar la finca desde la carretera principal y que estaba prevista para el sábado 18, el día después de su cita nocturna con Marten en el sendero de la finca. En otras palabras, los manifestantes estarían acampados y en el lugar adecuado, pero no se esperaba que bajaran a la finca hasta el día siguiente.

Las autoridades habían previsto que unos treinta mil activistas trataran de entrar en Davos, de modo que no tenía ninguna duda que al menos un grupo de los más aplicados morderían el anzuelo. Y no se equivocó. Una llamada de seguimiento que hizo una semana más tarde, en la que decía que había oído rumores de la protesta y que quería incorporarse al grupo se lo confirmó. Le respondieron que ya había un pequeño grupo previsto y que no precisaban a nadie más.

Se aseguró personalmente de su presencia cuando él, Rebecca, la baronesa y los Rothfels volaron en helicóptero desde Neuchâtel unas horas antes y le pidió al piloto que entrara al helipuerto de la finca desde arriba de las montañas en vez de desde el valle de Davos, como tenía costumbre de hacer. Contó cinco tiendas alpinas, ocultas entre los árboles, cuando sobrevolaron la zona boscosa.

Se limitó a echar un vistazo, pero fue suficiente para cerciorarse de que su astucia había funcionado y sus cabezas de turco estaban ya colocados.

Él mismo hizo las huellas en la nieve que llevaba hasta el campamento, en los momentos gélidos pero histéricos posteriores a la caída de Marten por el puente y después de haber recuperado el cuchillo. Regresó sólo cuando la tormenta se hizo tan intensa que le hizo ver que la nieve taparía las huellas de todos modos. Entonces, con su propia sangre brotando e ignorando el frío, corrió hacia la finca a dar la voz de alarma.

Su valiente actuación de aquella noche, poniéndose inmediatamente al frente del grupo de búsqueda, fue principalmente para demostrar su madera de héroe como zarevich del pueblo, pero también para mostrar su horror y tristeza ante lo sucedido y para que todos vieran cómo se preocupaba por Nicholas Marten. Su único temor, por supuesto, era que Nicholas apareciera con vida, pero sabía que las probabilidades de que ocurriera eran prácticamente nulas. Lo había herido gravemente y el furioso caudal del río helado por encima de kilómetros y kilómetros de rocas y empinadas cascadas, combinado con la fuerte tormenta y con las temperaturas bajo cero, convertía la supervivencia en una imposibilidad.

Lo último que hizo, con luz de día y ya en el calor de la casa, todavía con las botas y el anorak por encima del esmoquin rasgado, fue reunirse con los cuatro hombres más importantes de su vida, los hombres que, con muchos otros, habían permanecido en la finca y se habían mantenido despiertos toda la noche: el presidente Gitinov, Su Santidad Gregorio II, el alcalde Nemov y el mariscal Golovkin.

– Debido a lo sucedido -les dijo-, y porque Nicholas Marten era el hermano de la mujer que va a convertirse en la próxima zarina de Rusia, les pido que aplacemos el anuncio del retorno de la monarquía hasta un momento y un lugar más adecuados.

No hubo ninguna duda de que se trataba de lo correcto y lo propio, y los cuatro al unísono accedieron. El momento se completó cuando el presidente Gitinov, de cincuenta y dos años de edad, se lo llevó a un aparte para expresarle personalmente su pésame y para decirle que lo comprendía perfectamente.

– Es lo mejor para usted y también para Rusia -le dijo Gitinov con sinceridad y simpatía.

Alexander sabía que aquél no era un gesto fácil para el hombre que había aprobado el regreso de la monarquía, principalmente por la combinación de fuerzas de los otros tres que los acompañaban: el patriarca de la Iglesia, el alcalde de Moscú y el ministro de Defensa. Aunque cada uno de ellos era una figura autoritaria por derecho propio, cuando se trataba de política nacional pensaban y actuaban unitariamente, y cuando elegían poner sobre la mesa o involucrarse en un asunto de Estado, su influencia sobre los miembros de las dos cámaras del Parlamento era enorme.

La idea de la restauración de la monarquía había originado discusiones de sobremesa a lo largo de toda Rusia casi desde el día en que el bisabuelo de Alexander, el zar Nicolás, fue ejecutado. Pero no había sido nunca más que eso hasta que el triunvirato, a través de sus propias experiencias individuales y colectivas, se dio cuenta de que Rusia, reestablecida como Estado desde la caída de la Unión Soviética, seguía profundamente desestabilizada. Gobernada por una burocracia abotargada, la joven democracia estaba bajo el peso de una economía que, a pesar de haberse librado de buena parte de la deuda y mostrar sólidos beneficios en sus industrias de cereales y petróleo, seguía siendo débil e inestable. Era además un país protegido por un inmenso ejército desanimado, mal pagado y anticuado y, además, en prácticamente todos los rincones del territorio la pobreza, la corrupción y la violencia campaban a sus anchas. Eran problemas enormes y complejos que creían que el Gobierno actual no estaba siendo capaz de solucionar con planes concretos. Al enfocar la situación con mayor profundidad, el triunvirato llegó a la conclusión de que si Rusia quería ser un país realmente fuerte, influyente y que progresara económicamente, necesitaba una fuerza muy estabilizadora a nivel popular y emocional que ofreciera a la ciudadanía una sensación fuerte e inmediata de unidad, orgullo e identidad. Y vieron la respuesta en la restauración de la dinastía imperial al trono ruso en forma de una monarquía constitucional; un gobierno con una figura simbólica que, como en el caso de Inglaterra, básicamente careciera de poder para gobernar pero reflejara la pompa, circunstancia, ceremonia y buena voluntad capaces de emocionar rápida y efectivamente al pueblo, y alrededor de la cual pudiera concentrarse un espíritu nacional nuevo y duradero. Una vez tuvieron sus argumentos organizados y los hubieron presentado formalmente al Parlamento, presionaron con fuerza a sus miembros para que aprobaran la medida.

A Gitinov la idea le pareció imposible. Vio el triunvirato como una fuente de hostilidad hacia su administración, y su influencia como una amenaza oscura y siempre planeando encima de su propia base de poder. De modo que para él, la idea del regreso de la monarquía era poco más que una maniobra política para perseguir sus propios fines. Además, era algo peligroso, porque sabía que su apoyo a un jefe de Estado monárquico, fuera o no una figura simbólica, podía, en algún momento, empezar a mermar su propia autoridad… y hasta la de ellos, si el monarca acababa abarcando demasiado poder. Era una cuestión que le pareció todavía más preocupante cuando se enteró de que Kitner había abdicado a favor de su primogénito, porque eso significaba que, de cara al público, estaría compitiendo no sólo con una cabeza coronada sino con alguien que además era joven, guapo y terriblemente carismático, y que tenía una novia extraordinariamente bella avanzando a su lado. Parecían estrellas de cine y la prensa de todo el mundo los colocaría sobre un pedestal como la superpareja, los Kennedy rusos. Y lo peor de todo, Alexander era pura realeza, descendiente directo de una dinastía Romanov con más de trescientos años de historia, a quien hasta el más viejo de los viejos y el más pobre de los pobres adoraría como el corazón vivo del alma rusa.

Gitinov sabía que podía haber utilizado su propio y considerable poder e influencia para girar el voto contra el triunvirato y, al final, era probable que ganara. Pero para entonces, la idea de que el Parlamento estaba sopesando la posibilidad de restaurar el trono con la familia imperial era ya del dominio público y contaba con una buena base de apoyo. Girar el voto contra la propuesta le hubiera supuesto un esfuerzo inmenso y lo hubiera hecho aparecer como temeroso de que el retorno de la monarquía fuera a debilitar su poder, y eso era algo que no podía permitirse. De modo que, en vez de enfrentarse a la idea decidió sumarse a ella, llegando incluso a reunirse con el triunvirato en la residencia de Su Santidad Gregorio II en Predelkino, cerca de Moscú, para defender abierta y entusiasmadamente la idea.

Era todo política. Por qué había consentido, y por qué había venido a Davos, y por qué, también, se había esforzado por ofrecer personalmente su pésame a Alexander por lo ocurrido en la montaña. Alexander lo sabía pero no había demostrado nada; sencillamente se limitó a darle las gracias con respeto y sinceridad y a estrecharle la mano cordialmente.

Luego, con el deber cumplido, Alexander Nikolaevich Romanov, zarevich de Rusia, sencillamente salió de la sala y fue a acostarse. Totalmente agotado y absolutamente victorioso.

4

Moscú. Domingo 19 de enero, 7:05 h


El timbre del teléfono despertó a Kovalenko de un sueño inquieto. Cogió el auricular al instante de la mesita de noche y se inclinó sobre el mismo, tratando de no despertar a su mujer.

Da -dijo.

– Soy Philippe Lenard, inspector. Lamento despertarle tan pronto un domingo -dijo el policía parisino-. Entiendo que ha sido usted apartado del caso.

– Así es. El FSO se encarga de devolverle el coche.

– Lo sé, gracias.

Kovalenko ladeó la cabeza. Lenard hablaba con frialdad, pronunciando simplemente las palabras. Algo iba mal.

– Ayer estuvo usted casi todo el día de viaje, ¿no es cierto?

– Sí. De Zúrich a París, y de París a Moscú. Debí haberlo llamado en mi escala en París, lo siento. ¿Qué sucede? ¿Por qué me llama?

– Por el tono de su voz debo suponer que todavía no se ha enterado.

– ¿Enterado de qué?

– Nicholas Marten.

– ¿Qué pasa con él?

– Está muerto.

– ¿Cómo?

– Fue atacado por un grupo de activistas radicales en Davos, el viernes por la noche.

– Dios mío. -Kovalenko se pasó una mano por el pelo y se levantó de la cama.

– ¿Qué ocurre? -Su mujer se dio la vuelta y lo miró desde la almohada.

– Nada, Tatiana, vuelve a dormirte. -Volvió a dirigirse al teléfono-. Déjeme llamarlo dentro de media hora, Philippe… a su móvil, sí. -Kovalenko colgó y dejó la mirada perdida.

– ¿Qué ocurre? -insistió Tatiana.

– Un hombre al que conocía, un americano; lo mataron el viernes por la noche en Suiza. No sé muy bien qué hacer.

– ¿Era amigo tuyo?

– Sí, era amigo.

– Lo siento. Pero, si está muerto, ¿qué puedes hacer por él?

Kovalenko apartó la vista. Fuera oyó un camión que pasaba, con un fuerte ruido del cambio de marchas.

De pronto volvió a mirar a Tatiana:

– Te hice mandar un sobre desde Zúrich el… -Kovalenko tuvo que pararse a pensar, todos los días se le juntaban- viernes. Todavía no ha llegado.

– Estás hablando de antes de ayer, claro que no ha llegado. ¿Por qué?

– Nada, no es importante. -Kovalenko se tiró del lóbulo de la oreja y cruzó la estancia, luego se volvió hacia ella-. Tatiana, ya sé que acabo de llegar a casa, pero tengo que ir al ministerio.

– ¿Cuándo?

– Ahora.

– ¿Y los niños? Llevan mucho tiempo sin verte.

– Tatiana, tengo que ir ahora.

5

Ministerio de Justicia ruso, 7:55 h


Kovalenko no había vuelto a llamar a Lenard en la media hora que le prometió. La única llamada que había hecho había sido a su superior inmediato, Irina Malikova, una mujer de cincuenta y dos años, madre de cinco hijos y jefa de investigaciones del Ministerio de Justicia. Tenía que hablar con ella y en un espacio seguro como su despacho en el ministerio, cuanto antes.

Lo que iba a contarle era lo que hasta entonces había sido tan reticente a explicar a nadie por su pura volatilidad y por su falta de pruebas concluyentes. Pero ahora tenía la sensación de que no le quedaba más remedio que revelarlo porque era un asunto que afectaba a la seguridad nacional. Lo que iba a contarle era que Alexander Cabrera, segundo en la línea de sucesión al trono imperial, era con toda probabilidad el loco Raymond Oliver Thorne, el hombre responsable de los asesinatos de miembros de la familia Romanov en América el año anterior, de Fabien Curtay en Mónaco, y de Alfred Neuss, de James Halliday, un antiguo detective de homicidios del LAPD, del corresponsal en París del Los Ángeles Times Dan Ford, y de dos personas más, una a las afueras de París y otra en Zúrich… y, estaba seguro, de la muerte de Nicholas Marten en Villa Enkratzer, en Davos.


Lo que su superior Irina Malikova, de pelo gris y ojos azules, iba a decirle -en el interior de su despacho sin ventana de la tercera planta de aquel edificio utilitario del 4.a Ulitsa Vorontzovo Pole- era, para el mundo exterior, información altamente secreta, pero al mismo tiempo también era algo que todos los presentes en Villa Enkratzer ya sabían.

– El señor Cabrera no es el segundo en la línea de sucesión al trono -dijo Irina Malikova-. Ya es el zarevich. Sir Peter Kitner Mikhail Romanov abdicó ayer formalmente en favor de su hijo.

– ¿Qué?

– Sí.

Kovalenko estaba atónito. Prácticamente todo lo que Marten le había predicho estaba sucediendo.

– De modo que, inspector, le resultará más que obvio que le primer zarevich de Todas las Rusias desde la revolución no puede ser también un criminal común. Un asesino en serie.

– El problema, señora inspectora jefe, es que estoy prácticamente convencido de que lo es. Y con sus huellas digitales, podría eliminar cualquier duda al respecto.

– ¿Cómo?

– Tengo un disquete de ordenador. Pertenecía al antiguo detective de homicidios de la Policía de Los Ángeles asesinado en París.

Contiene la ficha original del arresto de Raymond Thorne en Los Ángeles, y en ella figuran su foto y sus huellas digitales. Tan sólo necesitamos las huellas de Cabrera para saberlo con seguridad.

– Thorne está muerto -dijo Irina Malikova con rotundidad.

– No -insistió Kovalenko-. Tengo todos los motivos para creer que es Cabrera. Su aspecto ha sido transformado mediante cirugía plástica, pero no sus huellas.

Malikova vaciló, mientras lo escrutaba.

– ¿Quién más sabe lo del disquete? -preguntó al final.

– Sólo lo sabíamos Marten y yo.

– ¿Está seguro?

– Sí.

– Y no hay ninguna copia.

– No que yo sepa.

– ¿Dónde está ahora este documento?

– En el correo, de camino a mi domicilio. Fue enviado el viernes desde Zúrich.

– Cuando lo reciba, entréguemelo de inmediato. De día o de noche, me da igual. Y… esto es muy importante: no hable con nadie de este asunto. Con nadie.

Irina Malikova miró fijamente a Kovalenko, como si con ello quisiera subrayar la importancia y el peso inmenso de su orden; luego su actitud se suavizó y sonrió:

– Ahora vuelva a su casa y esté con su familia. Lleva demasiado tiempo lejos de ellos.

Esto fue el final de la conversación y Malikova se volvió para abrir un archivo de su ordenador. Pero Kovalenko no había terminado.

– Si puedo preguntarle una cosa, señora inspectora jefe -dijo, a media voz-, ¿por qué me apartaron de la investigación?

Irina Malikova vaciló de nuevo y luego lo miró:

– Fue una orden de arriba.

– ¿De quién?

– «La participación del personal del Ministerio de Justicia en casos en el extranjero debe cesar de inmediato.»

»Estas fueron las palabras, inspector. No hubo ninguna explicación.

– Nunca la hay. -Kovalenko se levantó bruscamente-. Tengo ganas de pasar tiempo con mi esposa y mis hijos. Cuando reciba el disquete se lo haré saber.

Con estas palabras abandonó el despacho y bajó por un largo pasillo, pasando frente a los despachos tipo cubículo en los que ya habían unos cuantos investigadores que cubrían el turno de domingo. Luego tomó el ascensor hasta la planta baja y le mostró su tarjeta de identificación a la persona que había tras un biombo de cristal. Sonó un pitido y la puerta que había delante de él se abrió. En unos segundos se encontró bajo el cielo gris de Moscú. Hacía frío y caía una ligera nevada, igual que cuando los hombres de Murzin lo llevaron desde Villa Enkratzer hasta el tren de Zúrich, dejando a Marten a solas frente a Alexander Cabrera.

Hasta ahora, cuando abandonaba el ministerio y caminaba por las calles frías, grises y ventosas del invierno moscovita, no se había dado cuenta de lo mucho que la noticia le había afectado. Nicholas Marten estaba muerto. No parecía posible, pero lo era. «¿Era un amigo?», le había preguntado Tatiana y, sin pensarlo, él le había respondido que sí. Y era cierto. Apenas lo conocía, pero por alguna razón se sentía más próximo a Marten que a mucha de la gente a la que conocía desde hacía años. De pronto sintió que se le hacía un nudo en la garganta.

– Y entonces, eso es todo -dijo amargamente y en voz alta-. Eso es todo.

Todo lo que había sido la vida de un hombre. Desaparecido con su último suspiro. Así de fácil.

6

Universidad de Manchester. Miércoles 22 de enero, 10:15 h


Contra la voluntad de Rebecca, en St. Peter's House, la capilla del recinto universitario situada en Oxford Road, se celebró un servicio privado en memoria de su hermano.

Bajo un techo de paraguas para protegerlos de la fría lluvia que sostenían la comitiva del FSO del coronel Murzin, Alexander acompañó a Rebecca, la baronesa y lady Clementine desde el Rolls Royce gris oscuro, por la escalinata hasta la iglesia.

Lord Prestbury, el canciller y el vicecanciller de la universidad, varios profesores de Nicholas y un grupo de compañeros de estudios fueron los únicos asistentes. El servicio duró poco más de veinte minutos y al final del mismo los asistentes se levantaron, le expresaron sus respetos y el pésame a Rebecca y se marcharon.

– De verdad hubiera deseado que no lo organizaras -dijo Rebecca, de camino al aeropuerto.

Alexander le tomó la mano y la miró con cariño y delicadeza:

– Cariño, ya sé lo difícil que es para ti, pero ante estas cosas tan terribles lo mejor es ponerles un punto y final lo antes posible. De lo contrario siguen carcomiéndote el corazón y no hacen más que intensificar el dolor.

– Mi hermano no está muerto. -Rebecca miró primero a lady Clem y luego a la baronesa-. Tampoco vosotras creéis que lo esté, ¿no es cierto?

– Sé cómo te sientes. -Por mucho dolor, tristeza y sentimiento que lady Clem sentía por dentro, por fuera conservaba la compostura y la dignidad y, al mismo tiempo, el respeto por su buena amiga-. Ojalá pudiéramos despertar todos de esta pesadilla y descubrir que no es cierta, que nada de esto ha ocurrido. Pero me temo que no va a ser así. -Lady Clem esbozó una leve sonrisa.

– La realidad no coincide a menudo con lo que deseamos -dijo la baronesa con el mismo tono sereno-. Me temo que no tenemos más remedio que aceptar la verdad.

Rebecca se incorporó y su mirada se llenó de desafío:

– La verdad es que Nicholas no está muerto. Y por mucho que vosotros digáis o hagáis, no cambiaré de opinión. Un día se abrirá una puerta y aparecerá. Ya lo veréis, todos vosotros.

7

La baronesa observó a Rebecca, que iba sentada al otro lado de la cabina leyendo en silencio, y luego miró a Alexander, de pie en el pasillo, más abajo, que charlaba con el coronel Murzin. Finalmente se volvió a mirar por la ventanilla mientras el avión Tupolev fletado para el viaje cruzaba las nubes. A los pocos instantes habían superado la barrera del frente nuboso y pudo ver la costa inglesa mientras sobrevolaban el mar del Norte en dirección este, rumbo a Moscú.

Rebecca no había dicho casi nada desde su defensa categórica de la supervivencia de su hermano en el coche, y Alexander había tenido el acierto de no prestarle más atención. Su recuperación después de meses de psicoterapia la había dejado no sólo llena de salud, sino también con una voluntad de hierro y un espíritu muy independiente. Esta sensación devolvió a la baronesa a unos momentos atrás, cuando dejaron a lady Clementine en su despacho de la universidad de camino al aeropuerto y Rebecca salió del coche, bajo la lluvia, para darle un abrazo emotivo de despedida. Al verlo, ella sintió una repentina punzada de preocupación, casi mal presagio, de que su relación fuera demasiado fuerte y esto pudiera causarles problemas a ella y a Alexander. Pero fue una idea que alejó como infundada y tan sólo desencadenante de ansiedad, y se negó a darle ninguna vuelta más.

Más abajo se veían los puntos blancos sobre el mar gris y, a lo lejos, la costa de Dinamarca. Pronto lo estarían cruzando y se acercarían al extremo sur de Suecia. Pensar en la tierra que la había visto crecer le provocaba recuerdos, y pensó entonces en el largo viaje que emprendió a los diecinueve años, cuando su madre murió y ella se marchó de Estocolmo para empezar a estudiar en la Sorbona de París. Fue allí donde conoció a Peter Kitner, y ambos se enamoraron loca y apasionadamente de inmediato. Fue una relación tan natural y tan cargada física y emocionalmente que hasta la media hora que pasaban lejos el uno del otro representaba una agonía. Estaban convencidos de que era un amor predestinado y para toda la eternidad. El suyo era un amor diferente a todos. Se dijeron cosas profundas y secretas y muy personales. Ella le contó la historia de su padre y de su huida de Rusia, y la posterior muerte de él en el gulag. Luego le contó lo que le había ocurrido en Nápoles cuando tenía quince años, aunque lo ocultó cuidadosamente atribuyendo la historia del secuestro, la violación y la mutilación y muerte del violador a una buena amiga, y le dijo que a la amiga nunca la habían descubierto.

Aunque le contó la verdad sin descubrirse ella misma, era lo más cerca que había estado nunca de compartir su asesinato secreto con nadie. No mucho tiempo después Kitner le confesó su secreto, le contó quién era su padre y quién había sido su familia, y le hizo jurar silencio eterno porque temían las represalias de los comunistas y sus padres le habían prohibido terminantemente que contara su historia a nadie.

Fue una revelación que la impresionó en lo más profundo de su ser y la dejó literalmente boquiabierta. Si antes había habido alguna duda, ahora ya no existía. Su encuentro era realmente obra de Dios y su auténtico destino. Ella era hija de la aristocracia rusa y él heredero del trono. El alma sagrada de la madre patria, el ancho manto de sus ancestros y aquello por lo que su padre había muerto vivía dentro de ellos y a ellos les correspondía conservarlo. Ella lo creía y él también. Muy poco después ella se quedó embarazada de Alexander y, pletórico de felicidad, Kitner se casó con ella. Después del padre de Kitner y de él mismo, su hijo podría ser el legítimo heredero de la corona rusa. En lo que pareció un abrir y cerrar de ojos, su futuro y lo que creían realmente que era el de Rusia había quedado sellado. Un día, mientras ellos vivieran, el sistema comunista se hundiría y, finalmente y por derecho propio, la monarquía sería restaurada, y ellos ocuparían su trono. Su marido, ella y el hijo de ambos.

Y entonces, y de la misma manera repentina, todo se vino abajo. Cuando se enteraron del matrimonio y del embarazo, los padres de Kitner montaron en cólera. Su madre la llamó puta y aprovechada y, fuera o no hija de la aristocracia rusa, le dijo que no tenía ni de lejos el linaje adecuado para ser la madre de un heredero a la corona. Kitner fue apartado de manera sumaria del piso que compartían y se le prohibió volverla a ver nunca más. Al día siguiente su matrimonio fue anulado y un abogado, en representación de la familia, le entregó un cheque con una cantidad considerable y le ordenó que no intentara volver a ponerse en contacto con la familia, ni utilizar su nombre, ni divulgar quiénes eran. Pero todavía no habían terminado. Su última petición fue la más cruel de todas: que abortara al hijo que llevaba en el vientre.

Encolerizada, rotundamente, a gritos, ella se negó. Pasó un día, luego dos, y no ocurrió nada. Pero al tercer día apareció a su puerta un hombre cauteloso y de ojos oscuros. Le dijo que le habían concertado hora en una clínica para someterse a un aborto y que debía acompañarlo. Ella se negó de nuevo absolutamente y trató de cerrarle la puerta en la cara. Pero lo que recibió a cambio fue una fuerte bofetada y la orden tajante de que recogiera sus cosas. A los pocos minutos estaban los dos en un coche. Para ella era como volver a revivir lo de Nápoles. Violación o aborto contra su voluntad, la vejación era la misma. El mayor error de su secuestrador fue permitirle recoger sus efectos: en su bolsa llevaba el cuchillo que había utilizado en Nápoles y que guardaba para un momento exactamente como aquél. Al cabo de unos instantes se pararon en un semáforo. El hombre le sonrió tibiamente y le dijo que el lugar al que se dirigían estaba tan sólo a una manzana, y que pronto todo habría terminado.

Y así fue para él. Antes de que el semáforo cambiara de color ella sacó el cuchillo de su bolso y, de un solo gesto, le seccionó la garganta. En un segundo abrió la puerta del coche y salió corriendo, convencida de que la pillarían en cualquier momento y la mandarían a la cárcel por el resto de sus días. Recogió sus cosas y se marchó de París el mismo día, en un tren que la llevó hasta Niza. Allí alquiló un apartamento cualquiera y vivió del dinero que le había entregado la familia Kitner. Al cabo de seis meses nació Alexander. Todo aquel tiempo vivió esperando a la policía, que jamás llegó. Mirando atrás, la única explicación que se le ocurría era que no había habido testigos de su crimen y que la familia Kitner, temiendo quedar expuesta, no había comunicado nunca a la policía su relación ni con la víctima, ni con ella. De todos modos, ella había vivido todos aquellos meses llena de ansiedad y esforzándose por controlar su temor a la policía y por apaciguar la rabia por lo que le habían hecho. Luego, con su bebé Alexander sano en sus brazos, se concentró en su futuro.

Las acciones deliberadas y odiosas de la familia de Peter Kitner habían sido una cosa. De alguna manera, podía entender e incluso aceptarlo como el mismo tipo de comportamiento humano perverso, cruel y arrogante que había mandado a su padre al gulag y había llevado al brutal violador a atacarla.

Lo que no podía entender ni aceptaría nunca era el comportamiento del propio Peter Kitner. El hombre que le había jurado que la amaba por encima de todo, que la había dejado embarazada y que se había casado con ella, que compartía el mismo sueño de Rusia que ella… cuando recibió la orden de apartarse de ella por parte de sus padres, se limitó a cumplirla y se alejó de su vida.

Ni una sola vez se plantó y declaró su amor. Ni una sola vez salió a defenderla, ni a ella ni a su relación. Ni una sola vez hizo nada por ella ni por su hijo por nacer. Ni una sola vez le dedicó una palabra amable o de consuelo. Lo único que hizo fue cruzar la habitación y salir, sin volverse ni una sola vez a mirarla. Su padre, sin embargo, se volvió a mirarla y le sonrió y le mandó un beso cuando se lo llevaban al tren que lo trasladaría al gulag.

Su padre había sido un ser orgulloso, amable y rebelde. Para ella representaba el alma de Rusia. Peter Kitner era el heredero directo de la corona; sin embargo, se limitó a acatar las órdenes para proteger el linaje imperial, y más tarde a hacer lo mismo, casándose con una miembro de la familia real española y criando a una familia de la estirpe real adecuada.

Tal vez esta parte estaba dispuesta a aceptarla, pero el hecho de que la abandonara sin ni siquiera mirarla, sin ni siquiera darle tan poco, era algo que jamás le perdonaría y por lo que había jurado que un día pagaría con creces.

Y lo hizo. Con la vida de su hijo. Con la corona de Rusia. Y seguiría pagando.

Con lo que todavía quedaba por llegar.

8

San Petersburgo, miércoles 29 de enero, 12:15 h


La comitiva ocupaba toda una manzana. Sonaban las bocinas y las sirenas ululaban. Multitud de confeti de colores caía de los edificios de apartamentos y de oficinas en los que, a pesar del frío intenso, cientos de personas aplaudían desde las ventanas abiertas de par en par, mientras que miles de individuos ocupaban las aceras de abajo.

El objeto de su atención eran las figuras que asomaban por el techo abierto de una limusina Mercedes negra rodeada por ocho Volgas negros.

Alexander, con un traje a medida de color gris, sonreía radiante y saludaba a la emocionada muchedumbre al pasar. A su lado iba Rebecca, envuelta en un abrigo de visón largo hasta los pies y con un gorro también de visón que le protegía la cabeza. Sonreía, bella y elegante. Para la gente mayor y de mediana edad eran como los jóvenes Jack y Jackie Kennedy. Para los jóvenes, eran como estrellas del rock.

Y ésta era la intención.


Menos de cuarenta y ocho horas antes Alexander Cabrera Nikolaevich Romanov había sido nombrado oficialmente zarevich por el presidente Gitinov en una presentación muy pública del mismo a las dos cámaras del Parlamento, en Moscú. La respuesta de los miembros de la Duma, la Cámara baja, y del Consejo Federal, la Cámara alta, había sido inmediata: una atronadora ovación de pie por parte de todos sus miembros excepto de unos cincuenta comunistas de la línea dura que demostraron su descontento abandonando la sala.

El discurso de aceptación por parte de Alexander no había sido menos entusiasta y emotivo que el aplauso, puesto que rendía homenaje a su abuelo, Alexei Romanov, hijo del zar Nicolás, y a su padre, el zarevich Petr Mikhail Romanov Kitner, quienes con tanto cuidado habían protegido la historia de la huida de Alexei de la masacre de la casa Ipatiev y, de esta manera, conservaron la auténtica línea de sucesión hasta que llegó el momento oportuno para restaurar la monarquía. Luego dio las gracias al presidente Gitinov y a los miembros del Parlamento, a Nikolai Nemov, el alcalde de Moscú, al mariscal Golovkin, ministro de Defensa de la Federación Rusa, y muy especialmente a Gregorio II, el gran patriarca de la Iglesia ruso ortodoxa -todos ellos presentes- por haber tenido la gracia y la sabiduría de devolver el corazón y el alma de la historia rusa a su pueblo. Acabó hablando otra vez de su padre, alabándolo por haber considerado Rusia no como una nación debilitada, vieja, corrupta y decadente, sino como un país joven y vibrante; con problemas, sí, pero libre ya de los horrores del estalinismo, el comunismo y la guerra fría, y totalmente dispuesta a renacer desde sus cenizas. Era la juventud de Rusia quien marcaría el camino, le había dicho, y éste era el motivo por el que su padre, con tanta generosidad, se había apartado a un lado a favor de un Romanov más joven, que estaría al frente de esa juventud. Juntos llevarían a Rusia hacia un mañana próspero, noble y saludable.

El discurso, retransmitido en directo a las once zonas horarias del país y por las cadenas de televisión en ruso de todo el mundo, duró sólo treinta y dos minutos y acabó con una segunda ovación de pie que duró quince minutos más. Cuando acabó, Alexander Cabrera Nikolaevich Romanov se había convertido no sólo en el zarevich de Rusia, sino en un héroe nacional.

Al cabo de veinticuatro horas, con cámaras de prácticamente todas las agencias de noticias existentes abarrotando el salón dorado del Kremlin que antaño había sido el salón del trono de los zares, presentó a la bellísima Alexandra Elisabeth Gabrielle Christian como su prometida y como la mujer que, tras la coronación, se convertiría en la zarina de Rusia.

– La habría llamado Alexandra, pero ella prefiere su nombre de pila, Rebecca -bromeó cariñoso mientras la rodeaba con un brazo-. Supongo que es para no confundirme.

Eso hizo reír a todos. De la noche a la mañana, como de la nada, había nacido un Camelot ruso y la nación y el mundo enloquecieron.


– ¡Saluda, cariño! -le gritó Alexander por encima del bullicio de la muchedumbre que les lanzaba el confeti que les caía por todos lados.

– ¿Crees que está bien? -le preguntó Rebecca en ruso.

– ¿Bien? ¡Quieren que lo hagas, querida! -La miró, con los ojos llenos de amor y la sonrisa más ancha que nunca-. Quieren que los saludes. ¡Saluda, saluda! No esperan ni a nuestra boda ni a mi coronación. ¡Para ellos ya eres la zarina!

9

Las imágenes iban y venían. Algunas eran claras y cristalinas, como si estuvieran ocurriendo ahora mismo. Otras eran muy vagas, como soñadas. Y otras contenían todo el miedo y el horror de las pesadillas.

Lo más claro de todo era su regreso desde el filo de la muerte, cuando se veía en una cama en el suelo que le habían hecho en el pequeño refugio. Con los ojos cerrados y la tez pálida como la de un fantasma, el cuerpo envuelto en una manta raída, estaba perfectamente inmóvil y sin ningún síntoma de vida. Luego, con tan poco esfuerzo que parecía fruto de los efectos especiales de una película, empezó a elevarse y a escapar de él mismo. Se elevó más y más, como si la habitación no tuviera techo, el edificio no tuviera tejado, y luego vio la puerta que se abría y la joven madre que entraba. Llevaba una taza con una bebida caliente y se arrodilló a su lado y le levantó la cabeza, luego le separó los labios y le obligó a beber. Una calidez como nunca la había experimentado antes lo invadió, y de pronto ya no estaba marchándose, sino mirándola a los ojos.

– Más -le dijo ella, o algo parecido, porque hablaba un idioma que él no entendía. Pero lo que dijo no importaba porque le acercó la taza a los labios otra vez para hacerle beber. Y él lo hizo. El sabor era amargo pero agradable, y se lo bebió todo. Luego se relajó y volvió a bajar la cabeza, y vio a la joven que lo arropaba con la manta y le sonreía amablemente mientras él volvía a dormirse.

Y en su sueño recordó.

El agua veloz y negra que lo empujaba corriente abajo a oscuras, precipitándolo con violencia contra las rocas, el hielo y los deshechos, mientras él se esforzaba por sujetarse a algún palo, tronco, piedra, a cualquier cosa a mano para detenerse mientras bajaba a toda velocidad en una carrera que parecía no tener fin.

Y sentir de pronto que todo se detenía y encontrarse en un remanso quieto, lejos de la violencia y el rugido del agua. Un lugar protegido por los arbustos pelados y por troncos de árboles caídos. Se agarró a uno, un abedul, pensó, y se levantó hasta la nieve. Allí se dio cuenta de que la tormenta había cuajado. El viento ululaba y la nieve se precipitaba casi horizontalmente. Pero en momentos intermedios, como la tormenta no estaba totalmente encima, el viento se detenía y en el cielo brillaba la luna llena. Fue allí, empapado y en medio del frío cortante, donde vio la mancha roja sobre la nieve debajo de él. Y recordó el destello del cuchillo y el corte profundo que Raymond le había hecho en el costado, encima de la cintura, justo debajo de las costillas.

Oh, sí, había sido Raymond. En la lucha del puente Marten le rasgó la camisa, que se le abrió hasta el ombligo. Por un instante pudo verle la cicatriz en la garganta, donde la bala de John Barron había arañado a Raymond en el tiroteo que siguió a su huida del edificio del Tribunal Penal de Los Ángeles.

Podía hacerse llamar Alexander Cabrera, o hasta Romanov, o zarevich, pero fuera como fuere que se llamara, no había ninguna duda de que era Raymond.


El refugio en el que se encontraba era poco más que una cabaña, a unos cinco kilómetros río abajo del puente del sendero que pasaba por encima de la Villa Enkratzer. La chiquilla de siete u ocho años que, al salir a buscar leña con su padre, lo encontró al amanecer en medio de la nieve cegadora, arrebujado contra la protección de un gran abeto caído, era uno de los cuatro que lo ayudaron. Los otros eran su padre, su madre y su hermanito, de cinco o seis años. Hablaban muy poco inglés, tal vez media docena de palabras, y él no entendía absolutamente nada del idioma de ellos.

Por lo que pudo deducir -mientras pasaba de la vigilia a los sueños y a las alucinaciones, para luego despertarse febril por la infección que tenía en las heridas de arma blanca- eran una familia de refugiados, tal vez de Albania. Eran muy pobres y esperaban en el refugio a un personaje al que el padre llamaba «el transportista». Tenían té y hierbas y muy poca comida, pero lo poco que tenían lo trituraban, lo hervían y lo compartían con él.

En algún momento hubo una fuerte discusión entre el marido y la mujer, cuando Nicholas fue presa de fuertes temblores y la mujer le pidió al marido que se olvidaran de sus problemas y buscaran a un médico. El marido se negó, abrazando a sus hijos como si quisiera decir que no valía la pena perderlo todo por un hombre al que ni siquiera conocían.

Más adelante alguien llamó a la puerta, pero él lo oyó desde lejos porque la familia -fuegos apagados, cualquier rastro de su presencia sabiamente borrado, como hacían cada día- ya se había ocultado en el bosque con Marten, mientras la patrulla del ejército suizo registraba el refugio y luego se marchaba.

Mucho más tarde, tal vez días después del primero, se oyeron otra vez unos golpes fuertes a la puerta, pero esta vez los oyeron desde dentro y llegaron en medio de la noche. Y recordaba cómo la familia abrió la puerta tan cautelosamente para descubrir que su «transportista» finalmente había llegado.

Recordaba claramente cómo el padre trataba de sacar a su familia de allí para marcharse con el «transportista», mientras que la esposa y los niños se negaban a hacerlo sin Marten. Y el padre finalmente accedió. Y Marten, medio andando, medio tambaleándose, avanzando por la nieve y la oscuridad con la familia durante casi un kilómetro. Y allí, al borde de un camino rural lleno de hielo, lo cargaron con los otros veinte que ya estaban a bordo, en la bodega de un camión que esperaba.

Después de esto vino el traqueteo del camión por caminos sin asfaltar. Recordaba el dolor entumecedor de sus heridas, del corte en el costado y del corte menos profundo en el brazo, y las fracturas que se había hecho durante el brutal descenso por el río. Dos costillas rotas, tal vez más, y un hombro severamente contusionado.

Recordaba dormirse y despertarse y ver caras exhaustas y demacradas mirándolo. Y luego volverse a dormir y a despertarse durante lo que le parecieron varios días. De vez en cuando el camión hacía paradas en bosques o en campos ocultos entre los árboles. Entonces el padre lo ayudaba a bajar como los demás y Marten orinaba o defecaba o no hacía nada. Como los demás. Más tarde la madre, o la niña o el niño le daban algo de comer y de beber, y él volvía a dormirse. Cómo se las arregló para sobrevivir, o, en realidad, cómo cualquiera de ellos lo hizo, le seguía resultando un misterio.

Finalmente no hubo más movimiento y alguien lo ayudó a bajar del camión y a subir por unas escaleras largas y estrechas. Recordaba una cama y que se metió dentro de aquel lujo indescriptible.

Mucho más tarde se despertó por la luz del sol en un apartamento grande y totalmente desconocido. El niño y la niña lo ayudaron a incorporarse hasta una ventana desde la que pudo ver la claridad de la tarde de un día soleado de invierno. Fuera vio un canal ancho de navegación con barcos que bajaban al mar y la gente y el tráfico de la calle que transcurría paralela al mismo.

– Róterdam -dijo la niña-. Róterdam.

– ¿Qué día es? -preguntó él.

La niña miró sin entender. Y también el niño.

– Día. Ya sabes: lunes, martes, miércoles…

– Róterdam -repitió la niña-. Róterdam.

10

Marten tuvo poco más que un momento para reflexionar sobre lo que le había ocurrido y adonde lo habían llevado, por no hablar de lo que más le convenía hacer de ahora en adelante, cuando la puerta que tenía detrás se abrió y dos hombres con pasamontañas entraron. Uno cruzó rápidamente la habitación y corrió las cortinas de la ventana. El otro hizo salir a los niños para que fueran con alguien que esperaba al otro lado de la puerta.

– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó Marten.

– Venga -respondió la voz gutural del primer pasamontañas, y de pronto el segundo pasamontañas se puso a enrollarle un pañuelo por los ojos que le ató con fuerza, para luego atarle rápidamente las manos a la espalda con algún tipo de correa.

– Venga -volvió a decir el segundo pasamontañas, y Marten fue sacado de la habitación y conducido dos pisos más arriba por las empinadas escaleras. Las costillas, las heridas, el esfuerzo hacía que todo le doliera. No podía ver nada.

Luego vino un pequeño tramo por un pasillo.

– Siéntese -dijo la voz gutural con un fuerte acento que Marten no era capaz de situar. Un segundo más tarde oyó el sonido de una puerta que se cerraba.

– Siéntese -le dijo la otra voz. Lentamente, empezó a agacharse hasta que notó la firmeza de una silla debajo de él.

– Es usted estadounidense -dijo la voz gutural, y Marten pudo oler su aliento de tabaco.

– Sí.

– Y su nombre es Nicholas Marten.

– Sí.

– ¿Cuál es su profesión?

– Estudiante.

Lo que parecía una mano abierta se estrelló de pronto contra su mejilla. Se apartó y estuvo a punto de caer de la silla. Una mano fuerte lo recogió y él gimió en voz alta mientras el dolor lo atormentaba en la herida del costado.

– ¿Cuál es su profesión? -le repitió la voz.

Marten no tenía idea de quién era aquella gente o de lo que querían de él, pero sabía que era mejor que guardara la compostura y no tratara de enfrentarse a ellos, al menos, de momento.

– Saben mi nombre, de modo que deben de tener mi cartera -dijo, a media voz-. Ya habrán visto mis documentos y sabrán que soy estudiante de diseño de paisajes en la Universidad de Manchester, Inglaterra.

– Trabaja para la CIA.

– No es cierto -dijo Marten, categórico.' Intentaba averiguar quiénes eran. Por las preguntas que le hacían y por la actitud que tenían sospechó que tal vez fueran terroristas o traficantes de drogas, o tal vez una combinación de ambas cosas. Fueran quienes fueran, parecían considerarlo como un premio, como un pez gordo que de alguna manera había caído en sus redes.

– ¿Qué hacía usted en Davos?

– Yo… -Marten vaciló, sin saber muy bien qué contarles, y luego decidió decirles la verdad-. Estaba invitado a una cena.

– ¿Qué tipo de cena?

– Una cena de celebración.

– No era una sencilla cena de celebración, señor Marten -dijo la voz, de pronto llena de furia-. Era un acto en el que iba a anunciarse la restauración de la monarquía rusa. Asistía hasta el presidente de Rusia. En sus ropas encontramos un sobre. Dentro había una tarjeta muy formal en la que se confirmaba la proclamación. Un souvenir, creo que podríamos llamarlo.

– ¿Un sobre?

– Sí.

Por un instante muy breve Marten recordó como un maître elegantemente vestido le entregó un pequeño sobre envuelto en plástico mientras se encontraba en el salón de baile de la finca, y él se lo había guardado en el bolsillo de la chaqueta sin mirar qué era poco antes de salir a pasear con Alexander. Tenía que ser un recuerdo oficial de la celebración que se había entregado a todos los invitados y que, al igual que su cartera, debió de haber sobrevivido a su accidentado descenso por el río.

– ¿Dice usted que es estudiante pero, en cambio, lo invitan a este tipo de celebraciones?

– Sí.

– ¿Por qué?

Lo último que Marten quería hacer era hablarles de Rebecca. Sólo Dios sabía lo que harían si descubrían que era el hermano de la mujer que estaba a punto de convertirse en la esposa del nuevo zar. Eso lo convertiría en la prenda más preciada, vendible a cualquiera de las organizaciones terroristas del mundo, para que lo usaran de la manera que creyeran más conveniente. Lo que necesitaba era una respuesta creíble, y rápido.

– Era la pareja de una profesora, amiga de la universidad. Su padre es un importante miembro del Parlamento británico que también estaba invitado.

– ¿Cómo se llama?

Marten vaciló. Odiaba dar cualquier información, en especial nombrar a Clem o a su padre. Por otro lado, probablemente no les costaría demasiado esfuerzo acceder a la lista de invitados de la cena de aquella noche. Era muy posible que, como la mayoría de cosas, ya estuviera disponible en la página web de alguien, o que incluso hubiera aparecido en la prensa, puesto que seguramente fue así cómo supieron que el presidente Gitinov había asistido.

– Se llama sir Robert Rhodes Simpson. Es miembro de la Cámara de los Lores.

Por unos instantes no hubo respuesta; luego oyó el clic de un mechero y a su interlocutor que inhalaba. Acababa de encenderse un cigarrillo. En medio segundo, la voz ronca continuó el interrogatorio.

– Estaba usted en lo cierto cuando ha dicho que recuperamos su cartera. En ella hay una foto de una joven muy atractiva tomada a orillas de un lago. ¿Quién es?

Marten se sobresaltó. Era Rebecca. La foto era una instantánea que le había hecho nada más llegar a Jura. En ella aparecía saludable y llena de esperanzas y felicidad. Le encantaba aquella imagen y la llevaba siempre en la cartera.

– Le he preguntado quién es.

Marten blasfemó para sus adentros. Maldijo la foto. Se maldijo él mismo por guardarla. Ahora ya tenían algo que lo relacionaba con Rebecca. Pero no podía dejar que se enteraran de la relación que tenían.

– Una amiga.

Un fuerte bofetón en la nuca hizo caer a Marten de la silla. Un dolor insoportable le punzó todo el costado. Gritó con fuerza mientras unas manos toscas lo volvían a sentar en la silla. Al cabo de un segundo sintió un tirón en los ojos mientras alguien le ajustaba la venda de los ojos.

– ¿Quién es?

– Ya se lo he dicho, una amiga.

– No, es un activo.

– ¿Un activo? -Marten se quedó atónito. Activo era un término militar o de espionaje. ¿Qué quería decir? ¿Adónde querían ir a parar?

– Si era usted un invitado, como dice, ¿entonces por qué le clavaron un cuchillo y lo tiraron al río para matarle? Usted trabaja para la CIA y alguien lo descubrió, tal vez los rusos. El problema que tiene usted ahora -la voz bajó de pronto el volumen y adoptó un tono más amenazador- es que ha sobrevivido.

Así que de esto se trataba. Pensaban que era un operativo de la inteligencia norteamericana que se había infiltrado en el círculo íntimo de la alta política rusa y suponían que Rebecca era, de alguna forma, su colaboradora.

– Se lo volveré a preguntar, señor Marten. ¿Quién es la chica? ¿Cuál es su nombre?

– Se llama Rebecca -dijo Marten, con tono concluyente. Era todo lo lejos que estaba dispuesto a llegar-. No trabajo para la CIA ni para ninguna otra organización. Soy estudiante de la Universidad de Manchester. Fui invitado a la cena de Davos por una profesora amiga mía, hija de sir Robert Rhodes Simpson. Salí a pasear por la nieve y resbalé y caí de un puente de la montaña a un río de aguas rápidas, y la corriente se me llevó. Los cortes me los hice con una roca afilada o con alguna rama, sumergidos en el agua. En algún momento conseguí arrastrarme hasta fuera del río y me desmayé. Allí fue dónde me encontró la familia con la que estaba; la niña, me parece. -Marten hizo una pausa, luego acabó-. Pueden creerse lo que quieran, pero lo que les he dicho es la verdad.

Hubo un largo silencio. Marten podía oír ruidos distintos mientras varios hombres cambiaban de lugar en la habitación. Luego sintió que su interrogador se le acercaba más. El olor a tabaco de su aliento se intensificó.

– Por favor, hágase una pregunta, señor Marten -le dijo la voz gutural con tono sereno-. ¿Vale la pena que arriesgue mi vida por seguir contando falsedades? ¿Estoy dispuesto a morir por las mentiras que cuento?

De nuevo reinó el silencio y Marten no tenía ni idea de qué era lo siguiente que pensaban hacer. De pronto, alguien le quitó la correa que le ataba las muñecas. Oyó unos pasos que se retiraban y el sonido de una puerta que se abría y luego se cerraba con llave detrás de él. Inmediatamente, se quitó la venda que le tapaba los ojos. La diferencia fue mínima: la habitación a la que lo habían llevado estaba oscura como la noche.

Se levantó a tientas y trató de encontrar la puerta. Palpó con las manos por una pared y luego por otra, y por otra. Finalmente notó los paneles de madera de la puerta. Siguió buscando con las manos hasta que encontró el pomo. Giró, pero no se abrió. Tiró con fuerza, pero no consiguió nada. Siguió buscando por la pared hasta que encontró las bisagras, pero estaban bien apretadas. Necesitaría un martillo y un cincel o destornillador para sacarlas.

Volvió a cruzar la habitación a tientas, estuvo a punto de caerse por encima de la silla y luego se sentó. Estaba en un armario grande o en un trastero de algún tipo. De vez en cuando podía oír rumores de la ciudad, un claxon, una sirena, pero eso era todo. Lo único que tenía era una silla y la oscuridad, y nada más que la ropa que llevaba… la misma ropa que cuando salió del salón de baile de la Villa Enkratzer, el esmoquin facilitado por Alexander Cabrera, ahora roto y arrugado. Levantó la mano y se tocó la cara. Lo que sintió era más que una barba incipiente: llevaba ya una buena barba.

11

Se oyó un ruido y la puerta se abrió. Creyó ver la silueta de tres hombres con la escasa luz del pasillo de fuera.

– Venga. -Era la misma voz ronca y con acento raro de antes.

– ¿Qué día es? ¿Qué mes? -preguntó Marten, tratando al menos de situarse en el tiempo.

– ¡Silencio!

De pronto se le acercaron dos hombres, lo sujetaron y lo llevaron hacia la puerta. Por un instante vio dos cabezas con pasamontañas que aguardaban en el pasillo. Le volvieron a vendar los ojos y se lo llevaron hacia delante. Otra vez las escaleras, esta vez de bajada. Tres tramos. Y por un pasillo y luego una puerta. De pronto, el aire frío y fresco lo golpeó y él respiró profundamente.

– Orine -le ordenó una voz-, orine.

Unas manos lo empujaron contra una pared. Él hurgó en su bragueta y se sacó el pene. Le sentó bien. Antes había pensado que iba a reventar, había golpeado la puerta y había gritado para que alguien lo llevara a un lavabo, pero no vino nadie y estuvo a punto de orinar en el suelo de la habitación. Fue entonces cuando la puerta se abrió y entraron a llevárselo adonde estaba ahora, y donde se pudo aliviar finalmente.

Al instante en que hubo terminado y se subió la bragueta, unos brazos fuertes lo llevaron por encima de un pavimento de adoquines. Luego los mismos brazos lo subieron y sintió otras manos que lo atrapaban desde allí. Oyó el sonido de una puerta corredera que se cerraba. De pronto, el lugar en que se encontraba dio una sacudida hacia delante y estuvo a punto de perder el equilibrio. De nuevo le ataron las muñecas y unas manos lo cogieron y lo obligaron a echarse boca abajo en el suelo. Olía a humedad y supo que estaba en la parte de atrás de un furgón y sobre algún tipo de moqueta. Sintió otra sacudida y el vehículo cogió velocidad. De pronto notó como levantaban la moqueta por encima de sus hombros y entonces lo enrollaron con ella, una y otra vez.

«Dios mío -pensó-, me están enrollando dentro de una alfombra.»

Entonces pararon de darle vueltas y todo quedó en silencio, excepto por el ruido del furgón cuando el chofer cambiaba de marchas, se situaron en una carretera lisa y empezaron a viajar a velocidad de autopista.

12

Moscú. Jueves 20 de enero, 18:20 h


Trece días después de que el inspector Beelr de la Policía Cantonal de Zúrich lo hubiera metido en el correo, el sobre llegó y lo esperaba en la mesita del recibidor cuando Kovalenko llegó a su casa.

– Papá. -Yelena, su hija de nueve años, corrió pasillo abajo-. ¿Sabes que he hecho en el colé, papá?

– No lo sé, ¿qué has hecho? -dijo Kovalenko, mientras cogía el sobre.

– Adivínalo.

– ¿Qué quieres que adivine? Haces cientos de cosas.

– Adivínalo igualmente.

– Un dibujo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo he adivinado.

– ¿Un dibujo de qué?

– ¡Y yo qué sé! -Hizo girar el sobre entre las manos, dudando sobre qué hacer con él. La inspectora jefe Irina Malikova le había dicho que le llevara el disquete directamente al instante de recibirlo, de día o de noche. ¿Por qué, cuando apenas unos instantes antes le había dicho «inspector, le resultará más que obvio que el primer zarevich de Todas las Rusias desde la revolución no puede ser también un criminal común. Un asesino en serie»? Así que, una vez tuviera el disco, ¿qué pensaba hacer con él?

Por otro lado -con Alexander Cabrera y la hermana de Marten, una hermana adoptiva, según se le había recordado a la prensa, recientemente presentados como miembros de la realeza europea, un motivo de alegría no sólo para Rusia sino para el mundo entero-, ¿qué podía hacer él con aquella información? Tenía órdenes de entregar el disquete al instante de recibirlo. No sabía si lo estaban vigilando los de su propio departamento para asegurarse de que lo hacía, o si el servicio de seguridad de Correos había recibido instrucciones de estar atentos al correo que le llegara de Europa y lo notificara de inmediato a la recepción. ¿Qué alternativa tenía? ¿Arriesgarse a hacer una copia del mismo y luego investigar por su lado para conseguir unas huellas digitales del zarevich para poder demostrarle al mundo que su amado Alexander Romanov era en realidad el loco asesino Raymond Oliver Thorne?

Tal vez, sólo tal vez, si Marten estuviera vivo, podría haber hecho una copia del disco y arriesgarse a perder su trabajo, o incluso a pasar una temporada en la cárcel con el fin de poder demostrar algo juntos. Pero «tal vez» no era una idea viable porque Marten estaba muerto y a él lo habían mandado de regreso a Moscú, lo cual, básicamente, lo apartaba del caso. La inspectora jefe Malikova estaba esperando que le entregara la mercancía cuando llegara. Ahora la tenía en las manos.

– Papá -le preguntó Yelena, impaciente-, ¿qué estás haciendo?

– Pensar.

– ¿En mi dibujo?

– Sí.

– ¿Y qué crees que es?

– Un caballo.

– No, es una persona.

– Y supongo que ahora querrás que adivine qué persona es.

– No, tontito -se rio Yelena, y luego lo tomó de la mano y lo llevó por el pasillo hasta la cocina. Tatiana estaba delante del fuego, de espaldas a ellos. Sus hijos, Oleg y Konstantin, estaban ya sentados a la mesa, esperando la cena. Yelena cogió un dibujo de una mesita lateral y se lo escondió detrás, mientras le sonreía a su padre con picardía.

– Es un retrato. De alguien que conoces.

– Mamá.

– No.

– Oleg.

– No.

– Konstantin.

– No.

– Yelena, no puedo decir todos los nombres del mundo.

– Un intento más.

– Va, dime quién es.

– ¡Tú! -con una sonrisa radiante, Yelena le mostró una caricatura perfecta de él. Unos ojos grandes en una cara ancha y cubierta de una gran barba, y una barrigota.

– ¿Es ésta al pinta que tengo?

– Sí, papá. Y te quiero.

Kovalenko sonrió y por un momento se olvidó del disquete y de todo lo que suponía.

– Yo también te quiero, Yelena. -Se agachó, cogió a su hija en brazos y apoyó la cabeza contra la de ella, como si nada más en el mundo importara.

13

Ministerio de Justicia, 21:30 h


Clic.

La foto del arresto de Raymond Oliver Thorne del LAPD apareció en la pantalla de diecisiete pulgadas del ordenador de la inspectora jefe Irina Malikova. Dos fotos, una de frente y la otra de perfil.

Su mano tocó el ratón.

Clic.

Las huellas de Raymond Oliver Thorne. Claras, perfectamente legibles.

Malikova miró a Kovalenko.

– ¿No hay ninguna copia más?

– Como le dije antes, no que yo sepa. Los archivos originales y varias bases de datos con el historial de Thorne han desaparecido, algunos simplemente robados y otros pirateados y borrados. Del mismo modo que las personas que ayudaron a Thorne a fugarse del hospital, o que intervinieron en el envío del cadáver de un Juan Pérez cualquiera del depósito hasta el crematorio en su lugar, han también desaparecido o están muertos. El cirujano plástico que viajó a la Argentina para reconstruir la cara y el cuerpo de Cabrera después de su «accidente de caza» también está muerto, atrapado en el incendio de un edificio que no sólo lo mató, sino que destruyó todos sus historiales médicos.

– ¿Y esto? -Irina Malikova miró el resto del contenido del sobre que Kovalenko le había llevado: un billete de avión a nombre de James Halliday de Los Ángeles a Buenos Aires, y una página arrancada de la agenda de Halliday en la que había apuntado al rastro de un cirujano plástico llamado Hermann Gray, a quien Halliday había seguido de Los Ángeles a Costa Rica, y de allí a la Argentina.

– He pensado que tenía usted que verlo todo -dijo Kovalenko a media voz. Le había dicho a Marten que le había entregado al inspector Beelr un sobre con el disquete y el billete de avión de Halliday para que se lo mandara a su esposa, pero no le había dicho nada de que había incluido una página de la agenda de Halliday. No hubo motivo para hacerlo.

– ¿Nadie más está al corriente de esto?

– No.

– ¿Ni los franceses?

– No.

– Gracias, inspector.

Kovalenko vaciló.

– ¿Qué tiene intención de hacer con esto?

– ¿Con qué?

– Con este material, inspectora jefe.

– ¿Qué material, inspector Kovalenko?

Kovalenko la miró unos segundos.

– Entiendo -dijo, y se levantó-. Buenas noches, inspectora jefe.

– Buenas noches, inspector Kovalenko.

Kovalenko sintió cómo lo seguía con los ojos mientras cruzaba el cubículo y se dirigía a la puerta.

Aquel material no existía. Ni el disquete, ni el billete de avión, ni la página de la agenda. Aquello por lo que Halliday había muerto, aquello que él y Marten le habían ocultado con tanto cuidado a Lenard, aquello que él acababa de entregarle, sencillamente, no existía. Y nunca había existido.

14

Trabaja usted para la CIA.

No, soy estudiante.

¿Cómo se infiltró en el círculo más privilegiado de Rusia?

Soy estudiante.

¿Quién es Rebecca?

Una amiga.

¿Dónde está ahora?

No lo sé.

Trabaja usted para la CIA. ¿Quién es su contacto? ¿Cuál es su base?


A oscuras, Marten no tenía ni idea de dónde estaba ni de cuánto tiempo llevaba allí. Dos días, tres, cuatro. Una semana. Tal vez hasta más. El viaje en el furgón, atado y enrollado dentro de la alfombra, le pareció interminable, pero seguramente, en realidad no había durado más de cinco o seis horas. Luego lo sacaron con los ojos vendados. Como en Róterdam, tuvo que subir escaleras, esta vez cuatro tramos, y como en Róterdam, lo dejaron solo en una habitación pequeña y sin ventana. La única diferencia era que ahora disponía de un pequeño lavabo con retrete y lavamanos, y de un catre con almohada y mantas. De la familia que le había salvado la vida no tenía más noticias.

En este mismo período, sus captores le ataron las manos y le vendaron los ojos para sacarlo de su celda al menos una docena de veces, para llevarlo un tramo de escaleras más abajo, hasta una sala en la que el hombre de la voz gutural, aliento de fumador y el acento fuerte lo esperaba para hacerle cada vez las mismas preguntas. Y cada vez le daba las mismas respuestas. Y cuando lo hacía, las preguntas se repetían una y otra vez.


Trabaja usted para la CIA. ¿Cómo se infiltró en el círculo más privilegiado de Rusia?

Me llamo Nicholas Marten, soy estudiante.

Trabaja usted para la CIA. ¿Quién es su contacto? ¿Cuál es su base?

Me llamo…

¿Quién es Rebecca? ¿Dónde está ahora?

Una amiga. Me llamo…


A estas alturas se había convertido en un reto de voluntades. Aunque Marten, como detective de homicidios del LAPD, estaba bien instruido en el arte del interrogatorio, no le habían enseñado lo que era estar al otro lado de la barrera, siendo interrogado en vez de haciendo las preguntas, y desde luego no contaba con ningún abogado defensor que interviniera en su favor. Se sentía como un soldado capturado por el enemigo, confesando su nombre, rango y número. Y como soldado capturado, sabía que su principal deber era escapar. Pero le había resultado imposible. Estaba bajo su control las veinticuatro horas del día, ya fuera solo, encerrado en la celda a oscuras con guardas con pasamontañas custodiando su puerta, o con la puerta abierta por sorpresa, con los de los pasamontañas entrando a toda prisa para atarle las manos y taparle los ojos y llevárselo al piso de abajo para proseguir el interrogatorio.

Le habían facilitado comida, agua y los medios para mantenerse más o menos aseado. Curiosamente, aparte de la oscuridad constante -o las vendas en los ojos, lo cual daba el mismo resultado- y los interrogatorios, que suponían algún bofetón o empujón ocasional, no había sido maltratado ni torturado de ninguna manera. Sin embargo, dejando de lado el interminable paso del tiempo, lo peor era el desconocimiento. Por mucho que se esforzara en hacer suposiciones, no tenía ni idea de quiénes eran sus captores, ni de lo que hacían o planeaban hacer, ni de lo que esperaban realmente ganar manteniéndolo prisionero. Tampoco tenía ni idea de cuánto tiempo podía durar… ni de si, en algún momento, se cansarían de los interrogatorios y, sencillamente, lo matarían.

Aunque hacía todo lo posible por no demostrarlo, aquello empezaba a agotarlo. Sin tener ni idea de si era de día o de noche, sin ningún punto de referencia sobre el paso del tiempo, estaba empezando a perder la noción de la realidad. Y todavía peor, sus nervios empezaban a llenarse de electricidad y sentía que flirteaba con la paranoia. La oscuridad ya le resultaba lo bastante negativa, pero además, de manera creciente, se sorprendía a sí mismo atento al más mínimo sonido al otro lado de su puerta que le indicaría que volvían otra vez a buscarle. A vendarle los ojos y maniatarlo para llevárselo al piso de abajo para seguir interrogándolo. A veces oía sonidos distintos, o pensaba que los había oído. Los peores eran agudos y como arañazos. Empezaban siempre un par de veces y luego se producían rápidamente cinco, diez, cincuenta, cien hasta que estaba convencido de que había miles de pies diminutos que correteaban al otro lado de la puerta, un ejército de ratas rascando la madera, tratando de entrar en su habitáculo. Cuántas veces había saltado del catre y se había abalanzado contra la puerta en la oscuridad, gritando y golpeándola para ahuyentarlas, sólo para detenerse al cabo de un instante, convencido de que no había oído nada de nada.

De vez en cuando, una vez al día, tal vez, la puerta se abría y los encapuchados entraban. Eran siempre dos, y le dejaban comida y volvían a salir sin mediar palabra. A veces no ocurría nada más durante días interminables. En aquellos días acababa deseando que lo llevaran abajo para interrogarlo. Al menos era interacción humana, aunque fuera siempre acusatoria y siempre la misma.

A estas alturas, la voz de su interrogador ya casi se había convertido en la suya propia, con su cadencia tan familiar y su acento que todavía no era capaz de localizar. El olor de su aliento de tabaco que antes le parecía nauseabundo, ahora casi le reconfortaba; como una especie de narcótico. Para mantenerse cuerdo y sobrevivir era consciente de que tenía que transformar enteramente su manera de pensar y no concentrarse en sus secuestradores ni en la oscuridad, sino en algo totalmente distinto.

Y lo hizo.

En Rebecca. En su aspecto y en su manera de comportarse la última vez que la vio, en la mansión de Davos. La novia adorable, la próxima zarina de Rusia. Pensó en su estado emocional de entonces y en cómo sería ahora. Si tal vez pensaba que estaba muerto, y en cómo habría reaccionado ante su muerte. Y si todavía se hallaría arrastrada inocentemente por la estela de la encubierta y sangrienta persecución del trono ruso que Cabrera llevaba a cabo.

Arrastrada.

Porque lo amaba.

Y sabía que él la amaba.

Y no tenía ni idea de quién era. Ni de lo que había hecho.


¿Quién es Rebecca?

Una amiga.

Trabaja usted para la CIA.

– No.

¿Cómo se infiltró en el circulo más privilegiado de Rusia?

Soy estudiante.

¿Quién es Rebecca? ¿Dónde está ahora?

No lo sé.

Trabaja usted para la CIA. ¿Quién es su contacto? ¿Cuál es su base?


– ¡No! -gritó Marten con fuerza. La voz de su interrogador estaba dentro de su cabeza, luchando contra él como si estuviera en la sala de interrogatorios. Era él mismo contra él mismo, como sabía que querían que sucediera, pero era un juego al que se negaba a jugar. De pronto saltó con fuerza del catre y se sentó a oscuras; poco a poco llegó hasta el pequeño retrete. Entonces tiró de la cadena y aguardó, escuchando el agua caer y la cisterna que volvía a llenarse. Había sólo un motivo por el que lo había hecho: para alejar aquella voz. Tiró otra vez de la cadena. Y otra. Al final volvió y encontró de nuevo el catre, y se tumbó para quedarse mirando a la oscuridad.

Sabía que sus secuestradores utilizaban la oscuridad y que variaban el tiempo entre interrogatorios para desorientarlo deliberadamente, excitar su ansiedad y provocar que cada vez temiera más su regreso. Su objetivo estaba claro, provocarle un estado en el que se derrumbara y confesara prácticamente todo lo que querían saber de él, lo cual les permitiría utilizarlo como una valiosa carta de juego, en especial si confesaba que era un agente de la CIA. Y querían convertirle en un ejemplo político. De modo que no podía hacerles el regalo de derrumbarse. Y para ello tenía que conservar la cordura. La mejor manera de hacerlo, era consciente, era esforzarse por no pensar en el presente y concentrarse en el pasado, recreándose en los recuerdos. Y así lo hizo.

La mayor parte eran de muchos años atrás, de Rebecca haciéndose mayor, de él y Dan Ford cuando eran niños, montando en bicicleta y bromeando con las niñas; luego recordó en qué había pensado cuando vio el cuerpo de Dan dentro del Citroën, mientras lo sacaban del Sena… la explosión del cohete casero que, a la edad de diez años, le hizo perder a Dan el ojo derecho. Y volvió a preguntarse si, de haber conservado Dan su visión completa, hubiera visto a Raymond antes y eso le habría dado la oportunidad de salvarse. La trágica realidad era que aquella pregunta no tendría jamás respuesta y tan sólo haría que el sentimiento de culpa de Marten fuera más terrible e inmenso.

Con esta idea le vino otra, un pensamiento que trataba siempre de alejar pero que siempre le volvía a la cabeza. ¿Qué hubiera ocurrido si, en el garaje, rodeado de la brigada, hubiera hecho sencillamente lo que Valparaiso le ordenaba y hubiera apuntado su Double Eagle Colt a la cabeza de Raymond y hubiera disparado? Si lo hubiera hecho, nada de lo que vino después hubiera sucedido nunca.

15

Lo que vino después.

– Las piezas.

– Las piezas que aseguran el futuro.

Marten todavía podía ver a Raymond en el tren Metrolink en Los Ángeles. Oír sus palabras con tanta claridad como si se las estuviera diciendo ahora mismo.

– ¿Qué piezas? -le había preguntado Marten.

Todavía podía ver la sonrisa lenta, calculada y arrogante de Raymond cuando le respondió:

– Eso deberá averiguarlo usted mismo.

Bueno, pues lo había hecho. Ya sabía qué eran «las piezas». La navaja española antigua y el rollo de película de 8 mm. Una película, estaba convencido, que mostraba el asesinato perpetrado por Raymond/Alexander a su medio hermano en París, veinte años atrás.

Antes, al elucubrar sobre lo que podía haber ocurrido en el parque, le sugirió a Kovalenko que tal vez alguien había estado haciendo una filmación casera de la fiesta de cumpleaños y, por sorpresa, había filmado el asesinato. Ahora se preguntaba si ese alguien podía haber sido Alfred Neuss. En este caso, ¿podía, de alguna manera, haberse hecho después con el arma del crimen? Y luego, sabiendo claramente quién era el autor del asesinato -y como uno de los amigos más antiguos de Peter Kitner- no contó nada a la policía y le entregó a su amigo tanto el arma como la filmación, de los que Kitner le pidió que fuera el custodio.

¿Y era posible que Neuss, sabiendo quién era realmente Kitner, de manera discreta y clandestina, y con el permiso de éste, divulgara aquella información a los cuatro miembros de la familia Romanov que vivían en América y lejos de la tragedia parisina? Haciéndoles prometer el secreto, ¿podía haberles pedido que fueran los custodios de las llaves de la caja fuerte, que sólo podrían entregar al auténtico jefe de la familia imperial? Esa posibilidad y la manera en que las víctimas habían sido torturadas antes de ser asesinadas hacía pensar a Marten que Neuss no les había dado una razón concreta para su petición, ni les había explicado el porqué de las propias llaves, ni les había revelado la localización de la caja fuerte que abrían. Tal vez aquella gente ni siquiera supo nunca que se trataba de unas llaves. Tal vez cada uno de ellos recibió sencillamente un paquete o sobre sellado con la instrucción de que si llegaba a sucederle algo a Kitner, los sobres o paquetes debían ser mandados de inmediato a una tercera persona: tal vez la policía francesa, o quizá los representantes legales de Neuss o de Kitner. ¿O, quizá, una combinación de los tres?

¿Retorcido? Tal vez lo fuera.

¿Innecesario? Quizá.

Pero teniendo en cuenta la astucia y los tejemanejes de la baronesa, podía muy bien haber sido una especie de táctica contra fallos para proporcionarles un nivel más de protección contra cualquiera que tratara de hacerse con «las piezas».


Si Marten proseguía por aquella línea de pensamiento y había sido realmente Neuss el que filmó la escena del crimen, estaba claro que también habría sido testigo del mismo y, por tanto, un sujeto al que era muy necesario eliminar. Por qué Alexander y la baronesa habían tardado tantos años en actuar, para recuperar «las piezas» y para ocuparse de Neuss era un misterio, a menos que -como Marten le había sugerido antes a Kovalenko- la baronesa hubiera empleado todos aquellos años en observar de cerca el transcurso de la historia y, después de la caída de la Unión Soviética y sospechando lo que estaba a punto de ocurrir, hubiera empezado forzada y deliberadamente a coquetear con los principales representantes del poder en Rusia. No sólo los del empresariado y la política, como él había pensado anteriormente, sino también, como había podido ver en directo en la mansión de Davos, las más altas instancias de la Iglesia rusa ortodoxa y del ejército ruso.

Con su influencia colocada y totalmente consciente de quién era Kitner, la baronesa habría invertido bien su tiempo hasta que se hubo asegurado que las condiciones económicas y sociales eran las óptimas para el regreso de la monarquía. Cuando llegó el momento hizo su avance, divulgando discretamente a las personas adecuadas la identidad real de Kitner y, así, poniendo en movimiento el aparato técnico y legal para que se confirmara sin rastro de duda aquella identidad.

Una vez hecho, y tal vez también a petición de la baronesa, Kitner fue invitado a reunirse con el presidente ruso y/o otros altos representantes del gobierno ruso, a los que se presentaron los hechos, y se le pidió que encabezara una nueva monarquía constitucional. Una vez él hubo accedido y los planes y fechas estaban firmemente establecidos -primero, su presentación a la familia Romanov el día siguiente de su investidura como caballero del Imperio Británico y luego, el anuncio público, que tendría lugar varias semanas más tarde en Moscú-, la baronesa y Alexander sincronizaron sus relojes y pusieron en marcha su metódico plan. Funcionaría con tanta rapidez que ni el mismo Kitner se daría cuenta de nada hasta que fuera demasiado tarde, porque para entonces los Romanov ya sabrían quién era y que el gobierno ruso lo había reconocido formalmente, aunque fuera en secreto, como el nuevo monarca.

Era un plan llevado a cabo, como vio Marten, como un cálculo minucioso que no sólo anunciaba la restauración de la monarquía con Kitner reconocido como heredero legítimo al trono, sino que dejaba abierta de par en par la puerta a su abdicación a favor de su primogénito. Ni siquiera con todo lo que había ocurrido Marten podía dejar de maravillarse ante la fina astucia de la baronesa. Con la sola presencia del presidente de Rusia, del patriarca de la Iglesia ortodoxa, del alcalde de Moscú y del ministro de Defensa de la Federación Rusa en la finca de Davos, había pocas dudas de que había suavizado el camino también para Alexander, tal vez convenciéndolos de que Alexander tenía una cosa que Kitner no tenía: juventud, y el romance tan público que lo acompañaba, cuando estaba a punto de casarse con una belleza joven, emparentada con la realeza, culta y sofisticada como Rebecca.

Y cada uno de ellos -presidente, patriarca, alcalde y ministro- por sus propios motivos, y de una manera u otra, habría accedido, o de lo contrario no habrían venido. Cómo o cuándo la baronesa lo había conseguido, o de qué manera les había hablado de Alexander, resultaba todavía un enigma. Pero el hecho era que lo había logrado. Y Kitner, al parecer, sería el último en enterarse de su propia abdicación. Era un fait accompli, un asunto cerrado incluso antes de que lo firmara.

A juzgar por la cuidadosa planificación de la baronesa y la habilidad letal de Raymond, era una conspiración que debía de haber funcionado sobre ruedas: recuperar las llaves de la caja fuerte, eliminar a los cuatro Romanov que las tenían y luego matar a Neuss y recuperar las «piezas» incriminatorias. Entonces, el día después de que Kitner fuera presentado a la familia Romanov en Londres, pedirle al coronel Murzin del FSO que lo llevara a la casa de Uxbridge Street, hacerle saber que estaban en posesión de «las piezas» y exigirle que abdicara. Y Kitner, aterrorizado por que Alexander pudiera matarle a él o a algún miembro de su familia, lo cual ya había demostrado tan salvajemente que era capaz de hacer, incluso de niño, obedecería: para proteger la vida de su esposa y de sus hijos, y la suya propia.

Neuss había sido el último de la lista en caer… cuando, como testigo del asesinato de Paul por parte de Raymond/Alexander, habría parecido lógico eliminarlo el primero. Eso podía haber sido debido a que temían que el propio Neuss formara parte del plan de seguridad y que matarlo pudiera disparar una alarma mayor y provocar que los Romanov mandaran de inmediato las llaves de la caja fuerte adonde tuvieran instrucciones de hacerlo. De modo que, en vez de eso, primero resolvieron esos problemas: recuperar las llaves y matar a los Romanov que las guardaban. El asesinato de Neuss sería entonces el punto de exclamación de esa parte del juego, pensado tanto para aterrorizar a Kitner como para eliminar al joyero. Por supuesto, cabía siempre la posibilidad de que si Kitner se enteraba de los asesinatos de los Romanov y de Neuss y de la desaparición de las llaves, cayera presa del pánico y decidiera frenar todo el proceso -lo cual, en retrospectiva y con la llegada de Neuss a Londres, era exactamente lo que había hecho- pero, con Murzin y el FSO preparados para ponerse al mando en el instante en que él fuera presentado a la familia, y contando con la propia ansiedad de Kitner por hacerse con el trono, era un riesgo que, obviamente, habían estado dispuestos a correr.

Sin embargo, con todo lo razonable que parecía el análisis de Marten, sabía que no tenía manera de comprobar que sus teorías eran ciertas. Podía ser que otras cosas totalmente distintas hubieran entrado en el juego.

Pero, dejando de lado el orden de las cosas, era un plan que debía haber funcionado. Excepto que no lo hizo porque el destino había decidido intervenir sin avisar y dos circunstancias totalmente imprevistas, una tras otra, lo habían echado todo por tierra: la primera, el hecho de que los custodios de las llaves desconocían la ubicación exacta de la caja fuerte; la segunda, la tormenta de hielo que había metido a Alexander, como Raymond Thorne, en el mismo tren que Frank Donlan.


Furioso por haber tardado tanto en comprender lo que había estado ocurriendo, y furioso también por su confinamiento forzoso en el que todavía se encontraba, Marten volvió a levantarse del catre, esta vez no para ir al lavabo sino para andar arriba y debajo de aquel espacio a oscuras. De una pared a la otra tenía cinco pasos antes de tener que dar media vuelta. Cruzó de un extremo a otro una y otra vez. Al cruzar por tercera vez sus pensamientos se dirigieron a la navaja que Alexander había utilizado para tratar de matarle en el sendero alpino. Estaba casi seguro de que se trataba del mismo cuchillo español recuperado de la caja fuerte de Fabien Curtay en Mónaco, y probablemente el mismo que había utilizado para matar al hijo de Kitner veinte años atrás en París. Y con toda probabilidad se trataba de la misma arma afilada utilizada para matar a Dan Ford y a Jimmy Halliday, y al comercial de imprenta Jean-Luc Vabres, y al impresor de Zúrich Hans Lossberg. Kovalenko había dicho que en algún momento había creído encontrarse ante un caso de asesinatos rituales, y tal vez fuera así como todo había empezado: Alexander habría matado al joven Paul para meter el miedo y el terror en el alma de Kitner y, al mismo tiempo, eliminar a su hijo mayor, quien pudiera haberse convertido en su rival para hacerse con el trono.

Pero entonces, de adulto, se había convertido en un soldado frío y desapasionado, había utilizado un revólver para cometer los asesinatos de América y para acabar con Neuss y con Curtay en Europa. Con «las piezas» de nuevo en sus manos, ese revólver impersonal había sido de pronto sustituido por el cuchillo tan personal que había utilizado para iniciar su periplo letal. ¿Por qué? ¿Era ahora, cuando tenía el trono casi en la punta de los dedos, cuando había adquirido una necesidad casi primaria de demostrar, a sí mismo y a la baronesa, hasta al mundo entero, que estaba al frente de aquel juego y que era merecedor de ser llamado zar de todas las Rusias? Con el repentino abandono del revólver para volver a empuñar el cuchillo que ahora volvía a tener en su posesión como singular ritual, con la sangre y la matanza encarnizada de sus víctimas, estaba, consciente o inconscientemente, tratando de demostrar que era sin duda capaz de gobernar Rusia con mano de hierro.

Kovalenko había pensado que podían estar enfrentándose a una serie de asesinatos rituales y Marten, al mismo tiempo, le había sugerido, basándose en el uso del cuchillo y en la forma de matar, que el asesino mostraba síntomas de empezar a perder el control. Ahora, viendo a Alexander como una especie de rey guerrero que se acercaba al final de una campaña sanguinaria, agotadora y casi tan larga como su vida (con el premio, el codiciado trono de Rusia, finalmente al alcance de su mano), reunido de pronto con su cuchillo simbólico, dedujo que lo usaba ahora para eliminar, emocional y furiosamente, los últimos obstáculos en su camino hacia la meta. Al parecer, los dos estaban en lo cierto.

Y a pesar de todo esto, había algo más. Recordando la manera en que Alexander había mirado a Rebecca aquella noche en la mansión de Davos, con un amor incondicional en la mirada, Marten se preguntó si no estaba viviendo también un desequilibrio emocional. Tal vez el exceso de ambición, de lucha, de sangre y de violencia estaba siendo intensamente contrarrestado por su amor absoluto hacia Rebecca y el mar de calma que representaba. Y aquella parte de él no quería tener nada que ver con la sádica espiral de muerte y de sangre inherente a su carrera hacia el trono, o incluso al trono mismo. Si eso era cierto, significaría que dentro de él había un enorme conflicto psicótico que estallaría con mucha más furia a medida que avanzaran los días y se acercara el momento de su coronación.

Y luego estaba su madre, la baronesa, que durante años había desempeñado el papel de su tutora, de la hermana de su fallecida madre que, en realidad, nunca existió.

¿Qué pintaba ella en todo aquello?

16

Marten volvió a cruzar la habitación, pero esta vez se detuvo a escuchar en la puerta. Esperó, escuchando concentrado, pero no oyó nada. Finalmente se acercó al lavamanos y se echó agua fría en la cara, se frotó la nuca y se quedó de pie, sintiendo el frío y tomándose un momento para relajarse. Al cabo de un minuto se sentó en el catre, cruzó las piernas y apoyó la espalda en la pared, decidido a seguir juntando pistas para llegar a comprender el conjunto de la historia. Sabía que si algún día lograba escapar de sus secuestradores, cuanto mayor fuera su comprensión de todo lo que había ocurrido, mejor preparado estaría para enfrentarse con la siguiente etapa: liberar a Rebecca del monstruo que la tenía presa.


Peter Kitner, resultaba obvio, gobernaba su propia vida con convenciones imperiales. Su único matrimonio conocido por el público había sido con una mujer perteneciente a una familia real. Su esposa era prima del rey de España. Era una maniobra que hacía sospechar que el propio Kitner se había preparara desde hacía mucho tiempo para el momento futuro en el que el trono ruso pudiera ser restaurado y él, como auténtico cabeza de la familia imperial, se convertiría en el zar.

Para Marten, saber que Kitner era el padre de Alexander y que la baronesa era su madre le hacía plantearse una pregunta: ¿qué había ocurrido?

¿Y si, muchos años atrás, Kitner y la baronesa habían sido amantes? Casi seguro que ella se habría enterado de quién era él y, casi al mismo tiempo, se habría quedado embarazada de Alexander. Posiblemente, y como consecuencia, Kitner se habría casado con ella y después habría habido una pelea o una discusión de algún tipo -que tal vez hubiera incluido a la familia de él- y se divorciaron o el matrimonio fue anulado, tal vez incluso antes del nacimiento de Alexander. Y entonces, no mucho después, Kitner habría emparentado, a través de un nuevo matrimonio, con la realeza española, un movimiento socialmente adecuado para un hombre que estaba directamente posicionado para convertirse él mismo en rey.

La baronesa podría haberse sentido lo bastante humillada como para dedicar el resto de su vida a perseguir no sólo la venganza, sino también el poder, decidida a obtener lo que ella consideraba que por derecho le pertenecía en el caso de que alguna vez el trono imperial fuera restaurado a favor del hombre del que ella tenía el primogénito. ¿Y si hubiera iniciado aquella guerra larga, odiosa y sin cuartel casándose con alguien de riqueza e influencia social extremas?

Más adelante, cuando su hijo fue lo bastante mayor, podría haber iniciado una asociación secreta y conspiradora con él. Le habría contado quién era su verdadero padre y lo que él y su familia les habían hecho, y se habrían prometido que si algún día la monarquía era restaurada en Rusia y el trono devuelto a la familia imperial, sería él, Alexander, y no Peter Kitner quien se convertiría en zar.

Era un objetivo que podía haber logrado sin violencia, mediante el uso de su posición e inmensa riqueza para ganarse la influencia sobre los representantes necesarios del poder, pero, en cambio, ella eligió la vía de la sangre. ¿Por qué? ¿Quién lo sabía? Tal vez tenía la sensación que era el precio que el zar y su familia -y los otros personajes necesarios que arrastraría por el camino- debían pagar por haberla apartado a ella y a su hijo. Fuera cual fuese la razón, con todo lo violenta y retorcida que era, ése el camino que había recorrido durante años, mediante la lenta manipulación de su hijo hacia el papel y la terrible mentalidad de los zares antiguos, aleccionándolo en el proceso en el refinado arte del asesinato. Finalmente, cuando el chico no tenía más de quince años, ella le hizo tocar sangre con los dedos, ordenándole que diera los primeros pasos salvajes hacia el trono con el asesinato de su posible competidor más cercano, su propio medio hermano, Paul.

Y Kitner, atónito y horrorizado, preocupado por la seguridad del resto de su familia, temeroso de exponer su pasado por miedo de comprometer su futuro, con el arma y la filmación del crimen en su posesión, se había enfrentado a la baronesa y a Alexander y llegó con ellos a un acuerdo. En vez de entregar a Alexander a la policía, lo mandaría al exilio en Argentina, lo más probable con algún tipo de compromiso por el que Alexander no revelaría nunca su identidad real y, por lo tanto, no sería nunca capaz de reclamar su derecho al trono.


Otra vez, Marten se levantó del catre para dar aquellos breves cinco pasos arriba y abajo en la oscuridad más absoluta. Tal vez se equivocara, pero no lo creía probable. Podía parecer un argumento imaginativo, pensado para una película, pero en realidad no era tan distinto de los casos que Marten había visto en las calles de Los Ángeles, donde la amante humillada encontraba a su antiguo novio o marido en un bar y lo cosía a puñaladas con un cuchillo hasta la muerte o le volaba la cabeza de cinco disparos. Lo que diferenciaba este caso era que aquellas mujeres no utilizaban a sus hijos en sus crímenes. Tal vez ésta fuera la distinción entre la gente corriente y la gente impulsada por el odio y la ambición maníaca, o por la seducción extrema de las más altas esferas del poder.

De pronto se acordó de Jura y de los Rothfels y se preguntó si la baronesa también los habría manipulado. Recordó haberle confiado a la psiquiatra de Rebecca, la doctora Maxell-Scot, su preocupación por que Jura le resultara demasiado caro, y que ella le dijo que los gastos de Rebecca, como los de todos los pacientes que eran enviados a la institución en el lago, estaban totalmente cubiertos por la fundación, tal como lo estipulaba la donación del benefactor que había cedido las instalaciones.

– ¿Quién es el benefactor? -había preguntado Marten, y la respuesta fue que el mismo había preferido permanecer en el anonimato. En aquel momento lo aceptó, pero ahora…

– ¡Anónimo, maldita sea! -dijo furioso, en voz alta, a oscuras-. Era la baronesa.

El sonido repentino de la llave en el cerrojo de su puerta lo hizo quedarse petrificado donde estaba, y la puerta se abrió.

Eran dos de ellos, como siempre, y había dos más en el pasillo. Eran altos y llevaban los pasamontañas, y cerraron la puerta casi de inmediato, ayudándose de linternas para ver. Uno llevaba una botella grande de agua, una barra de pan negro, queso y una manzana.

De pronto Marten fue preso de la furia. ¡Quería que lo liberaran y quería que fuera ahora!

– ¡No trabajo para la CIA ni para nadie más! -le dijo de pronto y airadamente al hombre que tenía más cerca-. Soy estudiante, nada más. ¿Cuándo os lo vais a creer, eh? ¿Cuándo?

– Cállate -le gruñó el otro-. Cállate. -De inmediato, dirigió la linterna hacia el otro hombre, que llevaba algo que Marten no veía y se había acercado a la pared del fondo y estaba mirando en la base, buscando. Entonces encontró lo que buscaba, un enchufe. Se arrodilló y enchufó algún tipo de cable. Marten sintió que el corazón le daba un vuelvo de alegría. ¡Le daban una lámpara! Cualquier cosa era mejor que la oscuridad permanente. Luego oyó un clic pero no se encendió ninguna luz. En cambio apareció algo blanco grisáceo y una pequeña imagen. En ella se veía un pastor alemán corriendo por la pantalla en blanco y negro. Inmediatamente la imagen se cortaba y vio una patrulla de caballería americana corriendo por el desierto, siguiendo al perro.

Rin Tin Tin -dijo uno de los encapuchados, en inglés, y luego salieron y cerraron la puerta con llave. Le habían traído agua, bebida y un televisor.

17

Por qué se lo habían llevado, no tenía idea. Daba igual. El televisor era luz. Después de días y días en la oscuridad le dio la bienvenida como si se tratara de algo sagrado. Al cabo de una hora ya se había convertido en su compañero y, al cabo de un día, en un amigo. Que pudiera ver sólo un canal no importaba, ni que la recepción, según manipulara la antena, resultara clara y nítida o imposiblemente borrosa, con imágenes cubiertas de nieve y un sonido gravemente distorsionado. El sonido era poco importante, de todos modos, porque casi todo el tiempo las emisiones eran en alemán, un idioma que desconocía por completo. Pero le era absolutamente igual. La televisión representaba una conexión, aunque fuera leve, con el mundo que había fuera de su cabeza. A pesar de que emitieran básicamente viejos programas de televisión americana doblados al alemán. Pasaba horas contemplando fascinado series como Davy Crockett, Andy Griffith, Father Knows Best, Gunsmoke, Dobie Gillis, F Troop, The Three Stooges, Corrupción en Miami, Magnum, P.I., La fuga de Hogan, Gilligan's Island, Leave It To Beaver, más The Three Stooges… cualquier cosa. Por primera vez en días había algo además de él mismo, su propia rabia y pensamientos y aquella densa oscuridad.

Entonces ocurrió algo totalmente distinto y todo cambió: aparecieron las noticias de la noche. En directo y emitido en alemán, parecía emitirse desde Hamburgo, pero mostraba imágenes de vídeo de todo el mundo, muchas de ellas con entrevistas en el idioma del país, con un narrador en alemán que explicaba lo que ocurría. No sólo oyó hablar en inglés, sino que escuchó historias de Nueva York, Washington, San Francisco, Londres, Roma, El Cairo, Tel Aviv, Sudáfrica, Poco a poco empezó a deducir el día y la fecha; hasta la hora.

Eran las 19:50 del viernes 7 de marzo. Exactamente siete semanas después de su caída al agua del río que pasaba junto a la Villa Enkratzer. De pronto pensó en Rebecca. ¿Dónde estaría ahora y qué habría pasado? A estas alturas ya debían de considerarle muerto. ¿Cómo habría reaccionado ante este hecho? ¿Estaría bien, o habría vuelto a caer en el terrible estado en el que se encontraba antes? ¿Y qué habría pasado con Alexander?… O más bien, Raymond, ¿sería ya el zar? ¿Era posible hasta que se hubieran casado?

Como si la respuesta fuera de origen divino, de pronto le aparecieron los dos en la pantalla del televisor: Rebecca, sonriendo con calidez y vestida más elegante de lo que jamás la había visto, y Raymond, con el pelo perfectamente cortado, con un traje elegantísimo y sin la barba. Y todavía absolutamente irreconocible como Raymond Thorne. Recorrían un pasillo dentro de Buckingham Palace acompañados de Su Majestad, la reina de Inglaterra. Rápidamente, el reportaje giraba hasta una escena muy parecida en Washington, D.C., sólo que esta vez la pareja aparecía en el jardín de rosas de la Casa Blanca y en compañía del presidente de Estados Unidos.

El narrador alemán hablaba por encima de los trozos en los que se oía al presidente expresándose en inglés, pero hasta con el alemán doblado fue capaz de entender la información que se ofrecía: el anuncio de la boda entre Alexander Nikolaevich Romanov, zarevich de Rusia, y Alexandra Elisabeth Gabrielle Christian, princesa de Dinamarca, que iba a celebrarse en Moscú el miércoles 1 de mayo, el antiguo día del trabajador soviético, a la que seguiría de inmediato la ceremonia de coronación del zar en el Kremlin.

Marten bajó el sonido de la tele para quedarse de pie frente a la pantalla, atónito, mirando ausente al televisor. Tenía que hacer algo, pero ¿qué? Era prisionero y estaba atrapado en aquella habitación.

De pronto la emoción se apoderó de él. Se volvió hacia la puerta y se puso a aporrearla, gritando para que alguien acudiera a abrirle. Tenía que salir de allí. ¡Tenía que salir ahora mismo!

No tenía idea de cuánto tiempo había estado aporreando y gritando, pero no vino nadie. Finalmente abandonó y volvió a acercarse al televisor que tenía en el suelo, con su luz blanca que iluminaba tenuemente la habitación.

Clic.

Furioso, la apagó. El brillo se desvaneció y él volvió a tumbarse en su catre, escuchando su propia respiración. Antes, la luz lo había significado todo. Ahora la oscuridad era igual de bienvenida.

18

Hotel Baltschug Kempinski, Moscú. Jueves 21 de marzo. 10:50 h


CENA ESTATAL DE CORONACIÓN

PALACIO DEL GRAN KREMLIN

Salón de San Jorge – capacidad aproximada 2.000 personas

(a confirmar)

Menú principal

Sopa -borscht ucraniano

Pescado -esturión en su jugo

Ensalada -izkrasnoy svykli (ensalada de remolacha)

Plato principal -estofado Stroganoff con berenjena rellena

Relevée -liebre en su jugo con puré de cuatro tubérculos

Postre -crêpes de lingonberry con miel y brandy

Licores -vodka ruso

Vinos -Beaujolais, Moselle, Petsouka, Novysuet Reserve, Borgoña, Château d'Yquem, champagne ruso

Té, café.


Alexander estaba sentado frente a una mesa de despacho antigua en la suite presidencial de la planta octava, estudiando el menú para la cena de su coronación. Había otros asuntos que esperaban ser discutidos: la seguridad, el itinerario que debía recorrer a lo largo de las seis semanas siguientes, que incluía los planes de viaje y de alojamiento para él mismo, Rebecca y la baronesa; entrevistas en televisión y otros medios; planes para la boda y para la propia coronación, el escenario, la ruta, el vestuario, las carrozas…

Al otro lado de la mesa el coronel Murzin atendía a varios teléfonos al mismo tiempo, al igual que lo hacía Igor Lukin, su recién nombrado secretario privado. Más allá, al otro lado de la estancia, media docena de secretarias se apresuraban por mesas de trabajo provisionales, y éstas eran sólo las más inmediatas.

La octava planta entera había sido ocupada por los casi trescientos miembros del personal del zarevich. Era como si estuvieran preparando una inauguración presidencial, unos Juegos Olímpicos, la final de la liga norteamericana de béisbol, la copa del mundo y la entrega de los Osear, todo al mismo tiempo. Y, de alguna manera, así era. Era un evento enorme y muy amplio… y, para todos aquellos que trabajaban en el mismo, muy emocionante. No había sucedido nunca en sus vidas y, excepto en caso de enfermedad o accidente, probablemente no volvería a suceder. El 1 de mayo Alexander se convertiría en el zar para toda la vida, y tenía tan sólo treinta y cuatro años de edad.

Parecía no importarle demasiado a nadie que la política establecida relegara su figura a un papel meramente simbólico. Era el sentimiento del nombramiento lo que era mágico, lo cual, por supuesto, era el motivo principal por el cual se había decidido restaurar la monarquía. Desviar la atención del pueblo ruso de la realidad que los rodeaba -la pobreza, la corrupción, la criminalidad urbana, el levantamiento rebelde de los estados secesionistas- se había convertido en una especie de elixir que ahora lo llevaría a adquirir una conciencia nacional de la esperanza y el orgullo que representaban la juventud y el encanto de un Camelot ruso, una imagen perfecta de la alegría y la felicidad y de la manera como la vida podía y debía ser.


De pronto Alexander dejó el menú y miró a su secretario privado.

– ¿Tenemos la lista revisada de invitados?

– Acaban de traerla, zarevich. -Igor Lurkin se dirigió a una de las secretarias, tomó un alista mecanografiada y se la acercó a Alexander.

Alexander la cogió y se acercó al gran ventanal, por el que entraba una agradable luz del sol, para revisarla. Aparte de muchos otros detalles, era la lista de invitados, examinada y retocada varias veces, lo que más le interesaba.

Podía sentir cómo el corazón se le aceleraba y el sudor se le acumulaba en el labio superior mientras analizaba las páginas. Había un nombre en particular que no dejaba de reaparecer, y cada vez que lo veía pedía que fuera borrado. Estaba seguro de que lo habían hecho, pero quería asegurarse.

Página diez, once. Miró hasta el final de la página doce y luego giró a la trece. Ocho líneas más abajo y…

– ¡Oh, Dios! ¡Maldita sea! -masculló entre dientes. Seguía allí.


NICHOLAS MARTEN.


– ¿Por qué sigue en la lista Nicholas Marten? -dijo en voz alta, sin ocultar su ira. Todas las secretarias levantaron la vista a la vez. Murzin también lo hizo-. Nicholas Marten está muerto. Pedí que borraran su nombre. ¿Por qué sigue aquí?

Igor Lurkin se le acercó.

– Lo habíamos borrado, zarevich.

– Pues, entonces, ¿por qué vuelve a aparecer?

– La futura zarina, zarevich. Vio que no estaba y exigió que lo volvieran a poner.

– ¿La zarina?

– Sí.

Alexander apartó la vista y luego miró a Murzin:

– ¿Dónde está ahora?

– Con la baronesa.

– Quiero verla, a solas.

– Por supuesto, zarevich. ¿Dónde?

Alexander vaciló. La quería lejos, aislada de cualquier otra persona.

– Que la lleven a mi despacho del Kremlin.

19

El Kremlin, palacio Terem. Salones privados construidos en el siglo XVII para el zar Mikhail Romanov, primero de la dinastía Romanov, 11:55 h


Rebecca ya estaba allí cuando él llegó. Permanecía sentada en una butaca de respaldo alto frente a una pared tapizada del ornamentado salón rojo y dorado que había sido el estudio privado del zar Mikhail y que Alexander había decidido adoptar como suyo.

– ¿Querías verme? -le preguntó, con voz tranquila-. Estaba a punto de almorzar con la baronesa.

– Quería hablarte de la lista de invitados, Rebecca.

Seguía queriéndola llamar Alexandra. Como Rebecca no tenía sangre real ni era merecedora de convertirse en la esposa del cabeza de la familia imperial, pero como miembro de la realeza europea, como Alexandra, hija del príncipe de Dinamarca, sí lo era. Sin embargo, respetaba sus deseos y, además, Rebecca era como el mundo la conocía.

– Ordené que sacaran el nombre de tu hermano; tú has hecho que lo vuelvan a poner. ¿Por qué?

– Porque vendrá.

– Rebecca, sé lo dolorosa que fue su muerte para ti y para todos nosotros, lo mucho que todavía nos rompe el corazón. Pero la lista de invitados se convertirá en un documento público y no puedo permitir que un hombre del que todos saben que ha fallecido, y de quien el forense de Davos firmó un certificado de defunción oficial hace casi dos meses, esté invitado a la coronación. No sólo sería una muestra de mal gusto, sino que también llamaría a la mala suerte.

– ¿Mala suerte? ¿Para quién?

– Sólo… mala suerte. ¿Me he expresado con claridad? ¿Lo comprendes?

– Haz lo que quieras con esa lista. Pero él no está muerto. Lo sé aquí -dijo Rebecca, mientras se tocaba el corazón-. Y ahora, ¿me puedo marchar? La baronesa me está esperando.

Los ojos de Alexander se clavaron en los de Rebecca. Debió de haber dicho sí o de asentir con la cabeza porque ella, al cabo de un instante, se volvió y se marchó.

Que su recuerdo de haberla visto realmente abandonar el estudio fuera impreciso resultaba comprensible, puesto que su mente ya estaba concentrada en otra cosa, en algo que había sentido antes pero nunca con tanta intensidad como ahora. La primera vez que lo recordaba fue durante la búsqueda del cuerpo de Marten, cuando estuvieron rastreando las orillas horas y horas cerca de Villa Enkratzer y no encontraron ni rastro de él. Le sucedió de nuevo durante el servicio funerario en Manchester. Era una ceremonia sin féretro y sólo una suposición de muerte. La ceremonia fue celebrada sólo después de que Alexander hubiera convencido a lord Prestbury y a lady Clementine de la importancia de dar un final simbólico a la muerte de Marten, alegando que quería ahorrarle a Rebecca más dolor del que ya había sufrido.

Su testaruda negativa a aceptar el hecho de la muerte de su hermano cuando se encontraban en el coche, inmediatamente después del servicio, volvió a tocarle la fibra sensible. Y más tarde, cuando ella insistió en seguir pagando el alquiler de su apartamento de Manchester. Y su desafío, que continuaba todavía ahora, semanas más tarde y de manera tan pública entre su personal, con la lista de invitados. Y otra vez aquí, cuando él la acababa de amonestar y ella, sencillamente, ignoró la lista de invitados y en cambio subrayó su confianza reiterada en que Nicholas seguía vivo.

La convicción de Rebecca lo inquietaba ahora más que nunca, corroyéndolo y retorciéndole las entrañas. Podía verla como una mancha negra en una radiografía, con su raíz diminuta y fibrosa empezando a apoderarse de sus órganos, como una enfermedad que empezaba a extenderse. Y con ella, una sola noción.

Miedo.

Miedo a que Rebecca estuviera en lo cierto y Marten siguiera con vida y estuviera en alguna parte, mirando hacia Moscú. Tal vez todavía sin actuar, pero pronto, cuando su cuerpo estuviera recuperado de las cuchilladas y los golpes que habría recibido al caer al río. ¿Qué pasaría si Marten aparecía y exponía su identidad real, quién pensaba y podía demostrar que era Alexander? ¿Y qué ocurriría si, como resultado, Alexander fuera repentinamente apartado de la luz pública? La versión oficial sería que había caído enfermo de pronto y que eso lo incapacitaba para reinar. ¿Y qué ocurría si, a posteriori, le pedían a su padre que retrocediera su abdicación y lo pronunciaran finalmente zarévich? ¿Y si, por culpa de esto, Rebecca se negara a casarse con él?

Un latido rítmico le empezó a golpear la boca del estómago. Era una sensación distante, hasta leve, pero que sin embargo allí estaba, como un metrónomo que imitaba el latido de su corazón.

Bum, bum. Bum, bum. Bum, bum. Bum, bum.

20

Lunes 31 de marzo


El brillo de la televisión a oscuras. Otra vez. The Three Stooges, Gilligan's Island, Corrupción en Miami, El show de Ed Sullivan.

Otra vez.

The Three Stooges, Gilligan's Island, Corrupción en Miami, El show de Ed Sullivan.

Otra vez.

The Three Stooges, Gilligan's Island, Corrupción en Miami, El show de Ed Sullivan.

Nicholas Marten dormitaba, se despertaba, se volvía a dormir. Y entonces se levantó y hizo todo lo posible por recuperar la fuerza física y luego, conservarla. Una hora, dos horas, tres, cada día. Abdominales, balanceos del tronco, levantamiento de las piernas, equilibrio de las extremidades, estiramientos, correr sin desplazarse. Sus costillas rotas y los rasguños de la caída al río ya estaban prácticamente curadas. Lo mismo que sus heridas de arma blanca.

No sabía con exactitud cuánto tiempo llevaba allí dentro, pero le daba la impresión de que era una eternidad. Le parecía que habían pasado semanas desde el último interrogatorio. La intensidad del principio había ido cediendo poco a poco, y eso lo llevaba a preguntarse qué había sucedido. Tal vez su interrogador de la voz ronca se había marchado a hacer otras cosas, y había dejado en su lugar un equipo de vigilantes para que se ocuparan de él. O tal vez lo habían encontrado y detenido. O tal vez se hubiera desplazado a otro lugar del mundo para hablarles del americano al que habían capturado y para hacer algún trato con él. Incluso si no era de la CIA, todavía lo podían matar y dejar su cadáver tirado en algún lugar y decir que lo era, para cualquier ventaja que eso les supusiera.

Cada día, cuando entraban a llevarle la comida, él insistía, preguntándoles, ¿por qué? ¿Por qué lo mantenían allí encerrado? ¿Qué pensaban hacer con él? Y cada día obtenía la misma respuesta: cállate. Cállate. Y entonces le dejaban la comida y se marchaban. Y luego venía el temido sonido de la puerta que se cerraba con llave.

Otra vez.

The Three Stooges, Gilligan's Island, Corrupción en Miami, El show de Ed Sullivan. Y esta vez con Rin Tin Tin añadido.

Empezaba a imaginarse que tal vez las series no existían. Que quizá la pantalla estaba en blanco y era él quien se imaginaba las series. Tal vez había cambiado el único canal que retransmitía algo por un canal sin señal, tan sólo para tener la tele encendida para darle luz. No lo sabía, no lo recordaba. Todo giraba alrededor de las noticias de la noche, pero cada vez le costaba más hacerse a la idea de la hora del día o de la noche en la que se encontraba, o de la fecha en que vivía, porque habían empezado a emitir las noticias de la misma manera que emitían las series, una y otra vez, las repetían unas ocho veces al día. Además, la última noticia que había visto de Alexander y Rebecca había sido unos días atrás. Curiosamente, había sido algo divertido y le hizo reír en voz alta: la primera risa que recordaba en meses.

La prensa, ávida de saber cualquier cosa de Rebecca, la había mostrado en el jardín de una mansión en Dinamarca, acompañada de dos personajes de mediana edad, bien vestidos y sonrientes, el príncipe Jean Felix Christian y su esposa, Marie Gabrielle, que eran sus padres biológicos (o eso es lo que había sido capaz de deducir ahora que, poco a poco, empezaba a comprender algo de alemán). Explicaron la historia de quién era, explicaron que había sido secuestrada de niña y que a sus padres se les pidió un rescate. Ellos esperaron en vano más noticias de los secuestradores mientras las agencias policiales investigaban, pero nunca más ocurrió nada. Hasta ahora.

Luego el reportaje mostraba el lugar en el que ella pasó sus primeros años, en Coles Córner, Vermont. Alexander sabía perfectamente que ella se había criado en Los Ángeles como Rebecca Barron, pero tuvo el acierto de dejar que la versión de su infancia en Vermont pasara como cierta, y funcionó. Al menos media docena de lugareños fueron entrevistados y afirmaron haber conocido a Rebecca y a su hermano, Nicholas, de niños. Resultaba increíble, como si todos allí sintieran alguna necesidad imperiosa de formar parte de aquel inmenso mito, de modo que se inventaban todo tipo de anécdotas personales sobre la pequeña muchacha del pueblo que pronto se convertiría en la hermosa zarina de Rusia. Bailes del colegio, desfiles del 4 de julio, compañeros y compañeras, una profesora de tercero que la había ayudado con su terrible caligrafía. «Oh, era realmente terrible.»

Incluso mostraron una escena grabada en el pequeño cementerio familiar de la antigua casa solariega de los Marten; el reportero se había colocado directamente sobre el lugar sin nombre en el que Hiram Ott había enterrado al auténtico Nicholas Marten. Alfred Hitchcock no lo habría hecho mejor, hasta el último detalle de perfección: un periodista que interrogó a un concejal de Coles Córner sobre el expediente académico de Rebecca se enteró de que varios años antes, el ayuntamiento del municipio, que, curiosamente, compartía instalaciones con los bomberos, había sufrido un grave incendio que lo dejó reducido a cenizas y todos los archivos municipales, incluidos los del departamento de educación, fueron pasto de las llamas.

Ante esto Nicholas Marten, el nuevo Nicholas Marten, el cautivo, tuvo un ataque de risa, y luego se rio y se rio hasta que la risa se convirtió en llanto y en dolor de estómago.

Pero todo esto había sucedido unos días antes, y desde entonces no los había vuelto a ver. Hasta las noticias le parecían absurdas y llenas de repeticiones. Se estaba volviendo loco y lo sabía.

Entonces, por millonésima vez, oyó la sintonía de Gilligan's Island y, de pronto, dijo que basta. Cualquier cosa era mejor que la tele. Al menos, a oscuras, podía escuchar los ruidos de la ciudad que había allí fuera. Sirenas, tráfico, niños jugando, camiones recogiendo la basura. Y, de vez en cuando, gritos de enfado en alemán.

De pronto se dirigió hacia el halo de luz, dirigiendo la mano apasionadamente contra el interruptor de encendido de la tele, cuando la cadena cortó la emisión de Gilligan's Island para poner en antena un presentador de noticias en alemán. Marten oyó el nombre sir Peter Kitner y entonces la cámara cortó la imagen del estudio para poner las imágenes de una carretera rural inglesa. Henley-on-Thames, se podía leer en el subtítulo. Vio a la policía y a los equipos de rescate y los restos terribles de un Rolls Royce que había explotado. No había necesidad de traducción. Entendía perfectamente lo que el periodista alemán contaba: el coche había explotado y cuatro personas habían muerto: sir Peter Kitner, el titán de la prensa, antiguo zarevich ruso, nieto del zar Nicolás, hijo del fugado Alexei; la esposa de Kitner, Luisa, prima del rey Juan Carlos de España; su hijo Michael, heredero del imperio mediático Kitner; y el conductor del vehículo, el guardaespaldas de Kitner, un tal doctor Geoffrey Higgs.

– Dios mío, también los ha matado -musitó Marten, horrorizado.

De pronto, el horror se convirtió en ira.

– ¡Raymond! -exclamó. Se volvió de la pantalla bruscamente. Daba igual que hubiera matado a Red, a Josef Speer, a Alfred Neuss, o a Halliday o a Dan Ford, o a Jean-Luc Vabres o al impresor de Zúrich, Hans Lossberg. Alexander/Raymond se había vuelto otra vez contra su propia familia, esta vez matando a su padre, como antes había matado a su medio hermano. ¿Qué pasaría cuando tuviera un ataque y desatara su terror contra Rebecca?

No podía soportar pensar en ello, pero sabía que tenía que hacer algo, y que tenía que hacerlo cuanto antes.

21

Una vez más, Marten anduvo arriba y abajo por la habitación. Esta vez sus pensamientos estaban concentrados en sus captores. En quiénes eran, quiénes podían ser, qué los movía. Buscaba un punto débil, algo que no hubiera advertido, algo que se le hubiera pasado por alto, un lugar en el que fueran vulnerables. Empezó a pensar en retrospectiva, examinando su comportamiento desde el momento en que habían cogido el control sobre él, en Róterdam, a lo largo de todos los días y semanas hasta ahora. Lo que le parecía más evidente, y que ya había pensado antes, era que, por muy intensos que hubieran sido los interrogatorios o aislada su cautividad, aparte de algún pequeño golpe o bofetón, no habían recurrido nunca a ninguna forma de castigo físico. Su método había consistido meramente en interrogarlo y en aislarlo en la oscuridad, para hacer que su cerebro hiciera el trabajo por ellos. Lo que ignoraba era el motivo por el cual le habían facilitado el televisor. Tal vez estuvieran, sencillamente, mostrándose humanos. O tal vez fuera por alguna otra razón que ignoraba. Pero el hecho era que no lo habían torturado y que le habían proporcionado alimentos y el aseo básico que le permitía permanecer básicamente limpio. Considerándolo de esta manera, empezó a pensar que tal vez no fueran ni terroristas ni traficantes de drogas, sino más bien gente como el «transportista» que traficaba con seres humanos, que, a estas alturas, habían decidido que Marten no era el pez gordo que pensaron inicialmente y se estaban preguntando qué hacer con él.

¿Eran peligrosos? Por supuesto. Estaban metidos en el muy peligroso y muy ilegal negocio de transportar a personas indocumentadas entre países que estaban en plena alerta antiterrorista, y lo hacían en un momento en que las agencias policiales internacionales estaban cooperando a un nivel nunca visto en el pasado. Para hacer lo que hacían, no podían operar sin contactos sólidos con el crimen organizado. De modo que no sólo temerían que los desenmascararan, sino que también debían de tener miedo de los gánsteres a los que pagaban para que los protegieran.

Estaba seguro de que habían hecho aquello con él porque pensaban que habían atrapado a alguien a quien podían rentabilizar en forma de poder y de prestigio. Al mismo tiempo, tenía pocas dudas de que si se sentían presionados y pensaban que la policía se les estaba acercando, sencillamente se lo llevarían, le dispararían una bala en la cabeza y abandonarían su cadáver en el primer vertedero o descampado que encontraran.

Aparte de esto, el caso era que, si eran traficantes de personas, debían de actuar meramente por el dinero y no tendrían el fanatismo de los terroristas o la mentalidad asesina de los sicarios que corrían por el mundo de la droga.

Siguiendo aquella línea de pensamiento, tenía que asumir que sumayor temor, aparte de caer en desgracia ante los criminales con los que sin duda se entendían, era caer en manos de la policía. Tal vez lo más plausible era revelarles lo que había protegido con tanto encarnizamiento: decirles quién era realmente Rebecca y preguntarles qué creían que sucedería si se descubría que habían tenido secuestrado al cuñado del próximo zar de Rusia. Preguntarles cuál sería el resultado si eran entregados a la fuerza de seguridad personal del zar, el FSO, tal vez hasta nombrándoles al coronel Murzin para añadir veracidad a su argumento, y luego hacer la amenaza más terrible, sugiriéndoles que Murzin, a su vez, podía llegar a entregarlos a Servicio de Seguridad Federal de Rusia, el FSB, heredero del antiguo KGB. En ese caso no habría duda alguna del resultado. Serían tratados con una severidad extrema, si no final.

Utilizar este enfoque con ellos era, en el mejor de los casos, jugar a una posibilidad remota porque, aparte de los nombres que les podía soltar y el hecho que sabían que estaba presente en la cena del zarevich, no tenía absolutamente nada que avalara su amenaza. Sería un farol de primera categoría, y si se equivocaba y al final resultaba que eran terroristas o traficantes de drogas, una vez les hubiera dicho quién era Rebecca y, por tanto, quién era él, sencillamente les estaría confirmando lo que habían supuesto todo el tiempo, que era un pez gordo, y en un santiamén se encontraría en una situación mucho peor de la que quería imaginarse.

Por otro lado, si estaba en lo cierto y no eran más que traficantes de indocumentados, su confesión podía asustarles lo bastante como para soltarlo, aunque fuera sólo para evitar meterse en una situación potencialmente desastrosa, incluso letal.

No era mucho, pero era lo único que tenía. Al final se reducía a dos preguntas simples: ¿estaba dispuesto a jugarse la vida y la de Rebecca por su deducción de quiénes eran esta gente? Y si lo estaba, ¿era un actor lo bastante bueno como para hacer bien su función?

La respuesta a ambas preguntas era la misma.

No tenía otra elección.

22

– ¡Quiero hablar! -Marten aporreó la puerta y gritó a través de la misma-. ¡Quiero hablar! ¡Quiero confesar!

Al cabo de cuarenta y cinco minutos se encontraba sentado en la sala de interrogatorios, maniatado y con los ojos vendados.

– ¿Qué es eso que quieres contarnos? -le dijo el interrogador de la voz gutural, como siempre, con su aliento apestoso-. ¿Qué quieres confesar?

– Querían saber por qué estaba en la cena de Davos. Me preguntó usted quién era Rebecca. Les mentí porque intentaba protegerla. La foto de mi cartera no la muestra como está ahora. El motivo por el que yo me encontraba en Davos era porque me había invitado el propio zarevich. Rebecca no es amiga mía, es mi hermana. Se la conoce formalmente como Alexandra Elisabeth Gabrielle Christian, y va a casarse con el zarevich inmediatamente después de su coronación.

– Si eso es cierto, ¿por qué no nos lo has confesado antes? -La respuesta del interrogador era serena, hasta distanciada. A Marten le resultaba imposible saber cómo había reaccionado o qué era lo que pensaba. Lo único que podía hacer era proseguir con su historia.

– Temía que al saber que pertenecía a la familia del zar me podrían utilizar políticamente. Que encontraran la manera de explotar mi personaje. Hasta matarme, si eso contribuía a vuestra causa.

– Podemos hacer contigo lo que nos dé la gana, exactamente igual que antes. -La voz del interrogador seguía siendo regular y despojada de emoción-. ¿Qué esperas conseguir, diciéndonoslo ahora?

Era una pregunta que Marten había anticipado. Aquí era donde tenía que girar las cosas con cuidado para sacarse la presión de encima y ponerla sobre el interrogador.

– Lo que espero conseguir no es sólo en beneficio mío, sino en el suyo.

– ¿El mío? -el interrogador soltó una carcajada de enojo-. Eres tú quien está maniatado y con los ojos vendados. Es tu vida la que está en juego, no la nuestra.

Marten sonrió por dentro. Su hombre no sólo estaba enojado, sino ofendido. Eso era bueno, porque lo ponía a la defensiva y era exactamente lo que Marten quería.

– Llevo aquí mucho tiempo. Demasiado.

– ¡Al grano! -le soltó su inter rogador. Ahora empezaba a irritarse. Mucho mejor.

– El calendario avanza rápidamente hacia el día en que Alexander Romanov será coronado zar. Su futuro cuñado anda desaparecido y lleva demasiado tiempo así. Es una situación que no beneficia ni a su vida de casado ni a su posición como monarca, y empezará a enfadarse y a impacientarse.

Llegado a este punto, Marten temía que su interrogador le preguntara por qué no había habido ninguna cobertura mediática de su desaparición, pero no lo hizo. Sin embargo, era algo que él mismo se había preguntado. Finalmente supuso que Alexander había ordenado el silencio y, por lo que él sabía, sus órdenes habían sido acatadas.

– Puesto que no ha habido noticias mías y puesto que no habrán encontrado mi cadáver, y debido al malestar que reina en el mundo, él y sus gentes supondrán que he sido secuestrado y creerán que, quienquiera que lo haya hecho, está esperando hasta la coronación para hacer algún tipo de acción de signo terrorista que tenga que ver conmigo. Pero es algo que ellos no pueden permitir que suceda.

»Puede que sepa usted que el zarevich dispone de una guardia personal llamada Federalnaya Slujba Ohrani, el FSO. Son antiguos comandos de la Spetsnaz dirigidos por un hombre muy competente llamado coronel Murzin. No hay duda de que me habrán estado buscando. Y a estas alturas, pueden estar seguros de que otras fuerzas de seguridad rusas muy selectas y persuasivas se habrán unido a ellos.

»No pasará demasiado tiempo antes de que encuentren su puerta, y cuando entren por ella le aseguro que no lo harán sonriendo. -Marten hizo una pausa para darle a su interrogador un poco de tiempo para pensar, pero no demasiado-. El reloj sigue avanzando, y el cerco se está estrechando. Si yo fuera usted cogería a mis hombres y me marcharía con ellos lo más lejos y lo antes posible.

Durante un buen rato hubo silencio. Luego Marten oyó un chasquido de dedos y, sin mediar palabra, se lo llevaron escaleras arriba hasta su habitación. Ya sin la venda de los ojos, se quedó allí sentado a oscuras sin tener idea de qué esperar. Pasó una hora y luego otra, y empezó a preguntarse si había errado el tiro y ya ahora estarían haciendo tratos para mandarlo al escondite de alguna banda terrorista para que lo trataran de alguna manera que no quería ni imaginar.

Pasó otra hora. Entonces los oyó acercarse por las escaleras. Eran cuatro, al parecer. A los pocos segundos la puerta se abrió de un golpe y le vendaron los ojos y lo maniataron de nuevo. Entonces lo sacaron por la puerta y lo bajaron por las escaleras. Un tramo, luego otro, y luego dos más. Oyó una puerta que se abría de golpe y entonces lo sacaron a la fría intemperie.

Lo empujaron y pudo oír a alguien que gruñía, y entonces lo levantaron y lo metieron a trompicones en lo que parecía la bodega de un furgón, el mismo medio por el que había llegado hasta allí. Contuvo el aliento, esperando que lo tiraran al suelo y lo enrollaran en una alfombra como la otra vez, pero en cambio oyó la voz gutural de su interrogador.

– Que Dios sea bondadoso contigo -le dijo. Entonces los oyó marcharse. Cerraron las puertas de un golpe y cerraron el seguro desde fuera. Lo siguiente que oyó fue el motor que arrancaba. Un segundo más tarde, el sonido del cambio de marchas y sintió el vehículo que avanzaba.

23

Marren se preparó para lo peor mientras el furgón aceleraba. Al cabo de veinte segundos el vehículo ralentizó la marcha y tuvo que mentalizarse de nuevo, al sentir como el conductor hacía una curva cerrada y luego otra. Ignoraba por completo dónde había estado hasta entonces, o adonde lo llevaban ahora, pero ya no importaba. Las palabras frías y tétricas de su interrogador le habían bastado.

Que Dios sea bondadoso contigo. Era una sentencia de muerte. Había malinterpretado totalmente a aquellos hombres. Se había pasado de listo y ahora eran ellos los que se burlaban de él y les había puesto el premio en bandeja, un premio mayor de lo que nunca se habrían esperado. Y debido a ello ahora se encontraba de camino al infierno. Corrían tiempos brutales y sabía demasiado bien lo que les había ocurrido a otros sujetos que se habían convertido en trofeos de uno u otro tipo. Estaba convencido de que en pocas horas sería entregado a algún grupo desconocido. Sería interrogado y luego torturado hasta que hiciera cualquier tipo de declaración política que le exigieran. Y finalmente, lo matarían. Lo más probable sería que todo tuviera lugar frente a una cámara de vídeo y que una copia de la grabación fuera enviada a una serie de agencias de noticias internacionales con el fin de divulgar el poder terrible y sin escrúpulos al que el mundo se enfrentaba.

Si Rebecca lo veía, se quedaría lo bastante horrorizada como para volver al estado vegetal en el que se encontraba en Los Ángeles. Y sólo Dios sabe cómo el desequilibrado Alexander reaccionaría ante aquella situación.

Que Dios sea bondadoso contigo.

Había tratado de echarse un farol y lo habían pillado. Y ahora estaba encerrado en la bodega de un furgón, maniatado y con los ojos vendados, como un animal de camino al matadero. Y como un animal, no tenía ninguna posibilidad de cambiar su destino.


Marten calculó que había pasado casi una hora hasta que el furgón redujo la velocidad y se detuvo. Al cabo de un momento el conductor giró bruscamente a la derecha y condujo un poco más de un kilómetro, luego volvió a girar a la derecha y, de pronto, otra vez a la izquierda. Cincuenta metros más y el furgón se detuvo. Oyó voces y el sonido de puertas que se abrían. Fuera donde fuera que lo habían llevado, aquí estaban. Se preparó mientras las puertas de atrás se abrían bruscamente y oía a dos hombres que subían. Entonces unas manos lo agarraron y fue empujado hacia fuera y al suelo.

– Que Dios sea bondadoso contigo -dijo una voz desconocida cerca de él. Aquello era su mantra, lo sabía, y tuvo la certeza de que iban a matarlo allí mismo. Su único pensamiento fue «por favor, que sea rápido».

Entonces oyó un clic nítido y esperó que alguien apoyara el frío acero de un revólver contra su sien. Volvió a suplicar para sus adentros que fuera rápido. Al cabo de un segundo notó que le metían algo en el bolsillo de la chaqueta. Entonces le cortaron las correas que le ataban las muñecas. Bruscamente oyó el correteo de pies y el sonido de las puertas del furgón que se cerraban de golpe, y el motor que se ponía en marcha y luego que aceleraba y se alejaba.

Marten se arrancó la venda de los ojos. Era de noche. Estaba solo en una calle oscura de la ciudad. Los faros del furgón desaparecieron al volver la esquina.

Por un momento permaneció petrificado, incrédulo. Y luego, muy lentamente, una sonrisa monstruosa le cruzó la cara:

– Dios mío… -dijo, en voz alta- ¡Oh, Dios mío!

Lo habían liberado.

24

Marten dio media vuelta y se echó a correr.

Cincuenta metros, cien. Más adelante vio una calle bien iluminada. Oyó música. Música alta, como la que sale de los bares y discotecas de noche. Miró hacia atrás. La calle, detrás de él, estaba desierta. Al cabo de treinta segundos dobló una esquina y se metió en una calle animada por el tráfico nocturno. Los peatones llenaban las aceras y él se unió a ellos, tratando de entremezclarse con la muchedumbre, por si, por alguna razón, sus secuestradores cambiaban súbitamente de opinión y volvían a buscarle.

Ignoraba dónde, en qué ciudad se encontraba. Los retazos de conversaciones que oía al pasar eran casi todos en alemán. El canal de televisión que había mirado durante su cautiverio emitía en alemán; las voces que oyó de la calle contigua hablaban en alemán, de modo que supuso que lo habían llevado a algún lugar de Alemania. Ahora las conversaciones de la gente que lo rodeaba parecían confirmarlo. Había estado en Alemania y probablemente seguía en Alemania. O en una ciudad fronteriza.

Ahora vio un gran reloj digital en el escaparate de un comercio que marcaba la 1:22. Había una señal en la calle, al final de la manzana siguiente, en la que se leía REEPERBAHN. Y entonces vio un anuncio grande e iluminado. Era del hotel Hamburg Internacional. Entonces pasó un autobús, y en él había un anuncio del Hamburger Golf Club. No sabía dónde había estado hasta entonces, pero ahora estaba prácticamente seguro de que se encontraba en Hamburgo.

Siguió andando, tratando de orientarse, sin saber muy bien qué hacer.

La calle por la que caminaba parecía estar ocupada exclusivamente de bares y discotecas. La música salía de cada portal; música de todo tipo, rock, hip-hop, jazz y hasta música country.

Estaba a punto de llegar al final de la manzana cuando el semáforo se puso rojo y los peatones que lo rodeaban se detuvieron. Se detuvo con ellos y respiró una fuerte bocanada del aire nocturno. Distraídamente, levantó la mano y se tocó la barba, y luego se miró el esmoquin raído en el que prácticamente vivía desde que estuvo en Davos. El semáforo se pudo verde de nuevo y él y los demás avanzaron. De pronto recordó que sus secuestradores le habían metido algo en el bolsillo justo antes de cortarle las cuerdas de las manos. Se tocó el bolsillo y notó un bulto, entonces metió la mano y sacó una pequeña bolsa de papel. No tenía idea de lo que había dentro y se apartó de la muchedumbre para detenerse bajo la luz de una tienda y abrirla. Dentro encontró su cartera y un sobre de plástico del tamaño de la mano. Para su total sorpresa, todo lo que antes había en la cartera seguía allí, aunque claramente empapado y luego puesto a secar, después de su accidentado viaje curso abajo del río: su permiso de conducir inglés, su carnet de estudiante de la Universidad de Manchester, las dos tarjetas de crédito, los aproximadamente trescientos dólares en euros y la foto de Rebecca a la orilla del lago, el Jura. Por alguna razón, le dio la vuelta. Garabateado en lápiz en el dorso había una sola palabra: zarina.

De nuevo, la sonrisa que antes le había inundado el rostro le asomó por los labios. Esta vez no sólo por la sensación de que lo habían liberado, sino por el triunfo. Sin importar quiénes eran sus secuestradores, el hecho es que se habían tomado en serio su advertencia, habían hecho los deberes rápidamente y luego habían decidido que lo último que les faltaba era enfrentarse al FSO o a la policía secreta rusa. Después de semanas cautivo, Marten se había convertido de pronto en el hijo bastardo del que no querían saber nada y lo habían echado literalmente a la calle, mediante el viaje en furgón que utilizaron para asegurarse de que sería incapaz de reconstruir el rastro hasta ellos. Su «que Dios sea bondadoso contigo» tal vez hubiera sido un mantra, pero no había sido una sentencia de muerte. Más bien un saludo para mandarlo a su viaje en solitario y, con el gesto de devolverle sus pertenencias personales intactas, una plegaria para que él también fuera «bondadoso» con ellos si un día volvían a encontrarse cara a cara y los papeles se habían invertido.

Las risas de un grupo de adolescentes que pasaban cerca hicieron que Marten fuera más consciente de que estaba llamativamente solo, y siguió avanzando. Mientras caminaba, se puso la cartera en el bolsillo y abrió el sobre de plástico. Dentro encontró un grabado grande, en forma de moneda, del escudo de la familia Romanov, que obviamente estaba pensado para ser un recuerdo de la velada en Davos. Con él había otro recuerdo, el objeto al que sus interrogadores se estuvieron refiriendo: un sobre, ahora medio borrado, de 12 X 17 cm, de color crema. Dentro debía de haber el anuncio formal de la restauración de la monarquía rusa y el nombramiento de Alexander como nuevo zar. Marten abrió el sobre y sacó una tarjeta sencilla pero elegantemente impresa que, como el sobre y el contenido de su cartera, mostraba signos de los maltratos sufridos en su viaje fluvial.

De pronto se quedó sin aliento y petrificado en medio de la acera. La gente protestó y se empujó para no chocar con él, pero él no les prestó la más mínima atención; todo su interés estaba centrado en la tarjeta que tenía en la mano. Descolorida o no, lo que había impreso en la tarjeta era claramente legible. Impreso en letras de oro en la parte superior ponía:


Villa Enkratzer

Davos, Suiza

17 de enero


Abajo estaba el resto.

Menú conmemorativo con ocasión del anuncio de la restauración de la familia imperial Romanov al trono de Rusia y el nombramiento de Alexander Nikolaevich Romanov como zarevich de Todas las Rusias.

Marten se estremeció al darse cuenta de que lo que tenía en la mano no era sólo un recuerdo conmemorativo anunciando la restauración de la monarquía, sino que era aquello que él y Kovalenko habían estado buscando. ¡Era el segundo menú!


Moscú, Gorky Park. Miércoles 2 de abril, 6:20 h


El parque no estaba abierto al público hasta las diez, pero sí era accesible para un policía que quería perder peso y ponerse en forma. Y esto era lo que Kovalenko estaba haciendo a aquella hora temprana y fría de la mañana, correr, pasar ante la enorme noria por tercera vez en una hora, haciendo gimnasia. Estaba harto de tener barriga y papada. Se había puesto a beber menos, a comer más sano y a levantarse temprano. Y a correr, a correr mucho. Por qué, no estaba muy seguro, excepto que tal vez lo hacía para ganar tiempo, tratando de ganarle puntos a la mediana edad. O tal vez intentara olvidar el asunto que ahora ocupaba todos los rincones de la atención pública: la increíble obsesión por Alexander y Rebecca, explotada con desenfreno por la prensa y magnificada por una febril cuenta atrás hasta el día de su boda y de la coronación.

La vibración de su teléfono móvil en el bolsillo interior de la chaqueta del chándal interrumpió su concentración. Nunca sonaba a aquella hora. Su vida se había convertido en una rutina de papeleo, no de intriga, y ahora ya sólo tenía un contacto muy esporádico con su inspectora jefe, de modo que ya no trataba asuntos policiales. La llamada tenía que ser de su esposa, o de alguno de sus hijos.

Da -dijo, casi sin aliento, resoplando mientras abría el aparato.

– El arma del crimen era un cuchillo -le dijo una voz conocida.

Shto?-¿Qué?, dijo Kovalenko, petrificado.

– La navaja. Tu gran navaja española, la que sacaron de la caja fuerte de Fabien Curtay.

– ¿Marten?

– Sí, Marten.

– Madre de Dios, ¡si estás muerto!

– ¿Es eso lo que creen?

Kovalenko miró a su alrededor y se apartó al ver venir un furgón de servicios del parque.

– ¿Cómo? ¿Qué ha sucedido?

– Necesito que me ayudes.

– ¿Dónde estás?

– En un bar, en Hamburgo. ¿Puedes venir?

– No lo sé. Lo intentaré.

– ¿Cuándo? -le insistió Marten.

– Llámame dentro de una hora.

25

Aeropuerto de Fuhlsbüttel, Hamburgo, Alemania.

El mismo día, miércoles 2 de abril, 17:30 h


Marten vio a Kovalenko salir por la puerta de Lufthansa en medio de un grupo de pasajeros y cruzar por el pasillo hacia la cafetería en la que lo esperaba. Podía ver al ruso que lo buscaba con la mirada mientras avanzaba, pero sabía que Kovalenko no sería capaz de reconocerle. No sólo llevaba barba como él, sino que había perdido casi doce kilos y se había quedado en los huesos. Además, durante las horas en las que estuvo esperándolo, se había gastado ciento sesenta de sus euros y había tirado su viejo esmoquin a la basura para cambiarlo por un traje de pana marrón, un polo de algodón y un jersey azul marino. Tenía el mismo aspecto que Kovalenko, el de un profesor. Dos profesores universitarios encontrándose en la cafetería de un aeropuerto, una escena que no tenía nada de excepcional.

Kovalenko llegó al bar y entró. Pidió una taza de café en la barra y luego se sentó a una mesa cerca del fondo y sacó un periódico. Al cabo de un momento Nicholas se sentó en una silla, a su lado.

Tovarich -le dijo. Camarada.

Tovarich. -Kovalenko lo miró con atención, como si quisiera asegurarse de que era él realmente-. ¿Cómo…? -dijo, finalmente-. ¿Cómo lograste sobrevivir? ¿Y por qué apareces aquí, tantas semanas más tarde?


Al cabo de diez minutos estaban en el autobús del aeropuerto, camino de la Hauptbahnhof, la estación central de trenes de Hamburgo. Quince minutos más tarde Kovalenko lo había llevado por Ernst-Merckstrasse hasta el restaurante Peter Lembcke. Cuando ya iban por la segunda cerveza les trajeron la sopa de anguila y Kovalenko pudo escuchar al fin la respuesta a su «cómo»… al menos todo lo que Marten era capaz de recordar. La niña que lo encontró en la nieve, la familia fugitiva, el «transportista», Róterdam, el viaje en furgón enrollado en una alfombra, el cautiverio en habitaciones oscuras, los temibles interrogatorios por hombres a los que nunca vio… y de los que todavía no sabía quiénes eran ni dónde le tuvieron escondido. La televisión interminable, el hecho de haber visto a Alexander y a Rebecca con sus padres biológicos en Dinamarca, con la reina de Inglaterra y con el presidente de Estados Unidos. Y los restos del coche en el que Peter Kitner y su familia habían sido asesinados. Fue entonces cuando Marten sacó el sobre que sus secuestradores le habían devuelto y se lo dio a Kovalenko.

– Ábrelo -le dijo, y Kovalenko lo hizo y sacó la elegante tarjeta desteñida que empezaba por:


Villa Enkratzer

Davos, Suiza,

17 de enero


Marten lo observó mientras la miraba, vio su reacción al darse cuenta de lo que era, vio cómo de pronto levantaba la vista.

– El segundo menú -dijo Marten-. Gíralo y mira con atención la esquina inferior derecha.

Kovalenko lo hizo y Marten lo oyó gruñir al ver lo que ponía. En un cuerpo diminuto, casi tan diminuto que costaba leerlo, había escrito H. Lossberg, maestro impresor. Zúrich.

– La esposa de Lossberg dijo que su marido conservaba siempre una copia de todo lo que imprimía -dijo Marten, mirando a Kovalenko a los ojos-. Pero cuando fue a buscarla, no la encontró. También nos dijo que hubo que imprimir exactamente doscientas copias del menú, ni una más, ni una menos, y que luego las pruebas debían ser destruidas y la tipografía desmontada. Lossberg y el comercial Jean-Luc Vabres eran buenos amigos. Ésta era una noticia muy importante. ¿Y si Lossberg le dio su única copia a Jean-Luc Vabres, y a su vez, Vabres iba a entregársela a Dan Ford? Alexander no podía permitir que se supiera que él iba a convertirse en zarevich hasta que Kitner hubiera sido presentado a la familia y luego hubiera renunciado al trono a favor suyo.

– Y de alguna manera, a través de su contacto en Zúrich -prosiguió ahora Kovalenko-, descubrió lo que Lossberg había hecho. Hizo seguir a Vabres, o le pinchó el teléfono, o las dos cosas, y entonces, cuando Vabres iba a encontrarse con Dan Ford para darle el menú, él estaba ya allí, esperándolos.

Marten se le acercó un poco más.

– Quiero alejar a Rebecca de su lado.

– ¿Estás al tanto de lo ocurrido? En pocas semanas se ha convertido en una celebridad.

– Sí, ya lo sé.

– Creo que no entiendes la magnitud del asunto. En Rusia, él es una estrella, un rey, casi un dios. Y ella también.

Marten repitió lentamente sus palabras:

– Quiero alejar a Rebecca de su lado.

– Están rodeados por el FSO. Murzin se ha convertido en su guardaespaldas personal. Sería como intentar secuestrar a la esposa del presidente de Estados Unidos.

– No es su esposa. Todavía no.

Kovalenko puso la mano sobre la de Marten:

Tovarich, ¿quién sabe si ella lo abandonaría, aunque tú se lo pidieras? Las cosas han cambiado de una manera inconmensurable.

– Lo haría si yo me acercara a ella y le contara quién es él realmente.

– ¿Acercarte a Rebecca? No podrías acercarte ni a un kilómetro de ella sin que te pillaran. Por no hablar de que estás aquí y no en Moscú.

– Por eso necesito tu ayuda.

– ¿Qué quieres que haga? Estoy casi sin empleo y, desde luego, sin contactos a ese nivel.

– Consígueme un móvil, un pasaporte y algún tipo de visado que me permita viajar hasta y por dentro de Rusia. Utiliza mi nombre si es necesario. Ya sé que es peligroso, pero de esta manera podrás sencillamente renovar mi pasaporte americano. Eso sería más fácil y más rápido.

– Estás muerto.

– Eso lo hace todavía mejor. Tiene que haber más de un Nicholas Marten en este mundo. Di que soy un profesor visitante de Paisajismo de la Universidad de Manchester que desea estudiar los jardines rusos. Si alguien lo quiere comprobar, no encontrarán más que confusión al otro lado. Una confusión que podría jugar a nuestro favor. Estoy muerto. Soy otra persona. Ahora soy profesor, no estudiante. Nadie podrá estar seguro. La universidad es una burocracia descontrolada. La gente va y viene constantemente. Podría llevarles días, semanas, descubrirlo. E incluso entonces puede que no encuentren nada seguro. -Marten miró a Kovalenko directamente-. ¿Puedes hacerlo?

– Yo… -Kovalenko vaciló.

– Yuri… de niño mató a su hermano, y de mayor ha matado a su padre.

– ¿La bomba en el coche de sir Peter?

– Sí.

– Crees que ha sido cosa de Alexander.

– No hace falta mucha imaginación.

Kovalenko miró a Marten y no levantó la vista hasta que el camarero se acercó a su mesa.

– No, desde luego. -Se inclinó un poco hacia él y bajó la voz-. Utilizaron explosivos muy sofisticados, y el detonador era ruso. La investigación se está desarrollando de manera muy secreta. Pero todavía no significa que Alexander lo hiciera o encargara el atentado.

– Si le hubieras visto los ojos en el puente de encima de la finca cuando intentó matarme; si hubieras visto el cuchillo y cómo lo utilizaba, lo entenderías. Está perdiendo cualquier control que antes pudiera tener. Es lo que pensamos cuando vimos el cuerpo de Dan salir del agua. Cuando vimos lo que le hizo a Vabres. Y lo mismo con Lossberg en Zúrich.

– Y temes que en algún momento pueda desatar la misma furia sobre tu hermana.

– Por supuesto.

– Entonces, tovarich, tienes toda la razón. Tenemos que hacer algo.

26

Catedral de Pedro y Pablo, cripta de la capilla de Santa Catalina. San Petersburgo, Rusia. Jueves 3 de abril. 11:00 h


Con velas funerarias encendidas solemnemente entre sus manos, Alexander y Rebecca permanecían junto al presidente Gitinov y al rey Juan Carlos de España mientras Gregorio II, el santo patriarca de la iglesia ortodoxa rusa, oficiaba el solemne funeral de réquiem. A su izquierda, en la sala ornada de mármol, estaban las tres hijas de Peter Kitner con sus esposos. Aparte de los varios sacerdotes que atendían al patriarca, y de la baronesa, vestida de negro y con un velo que le cubría el rostro, no había nadie más. El oficio era estrictamente privado.

Ante ellos reposaban tres ataúdes cerrados con los restos mortales de Peter Kitner, su hijo Michael y su esposa Luisa, prima de Juan Carlos.

– Hasta en la muerte, oh, Señor, Petr Mikhail Romanov devuelve la grandeza al alma y a la tierra de Todas las Rusias. -Las palabras de Gregorio II resonaban por las columnatas doradas y el inmenso pavimento de piedra de la cripta en la que descansaban los restos del bisabuelo de Alexander, el asesinado zar Nicholas, su esposa y tres de sus hijos. La misma cámara imponente y triste que había sido la morada final de todos los monarcas rusos desde Pedro el Grande y donde, con el consentimiento del Parlamento ruso, Petr Mikhail Romanov Kitner y su familia serían depositados para su eterno reposo, a pesar de no haber accedido nunca al trono.

– Hasta en la muerte, oh, Señor, su espíritu permanece.

«Hasta en la muerte…»

La baronesa sonrió tibiamente detrás del velo. Hasta en la muerte le das poder y credibilidad a Alexander; más, quizá, del que le podías haber dado en vida. Tu muerte te ha hecho más querido, casi un mártir, pero has convertido a Alexander en el último auténtico Romanov varón sucesor al trono.

«Hasta en la muerte…»

Las mismas palabras resonaban dentro de Alexander, que no tenía la mente en el funeral sino en el incesante latido de su metrónomo interior, que se hacía más fuerte y más inquietante a cada hora que pasaba. Miró a Rebecca y vio la calma reflejada en su rostro y en sus ojos. Su serenidad, hasta aquí en la cripta, con la prueba de la finalidad de la muerte a tan sólo unos cuantos palmos, en las tumbas que tenían delante, resultaba desquiciante y no hacía más que incrementar su creciente certeza interior de que Nicholas Marten no estaba muerto. No estaba muerto en absoluto. Estaba ahí fuera, en algún lugar, acercándose a él como un tsunami.

– No -dijo, de pronto, en voz alta-. ¡No!

Los demás se volvieron a mirarle, el patriarca incluido. Entonces él, de pronto, se tapó la boca y tosió, como si esto fuera lo que había hecho antes, y se volvió a fingir más tos.

Nick Marten/John Barron. No importaba cómo se hacía llamar. Pensaba que lo había liquidado en el sendero de encima de Villa Enkratzer. Pero no lo había hecho. De alguna manera, Marten había sobrevivido y ahora le seguía los pasos. Venía a destapar quién era y al hacerlo, volvería a Rebecca contra él.

Era cierto. Lo sabía.

El metrónomo latió más fuerte. Tenía que sacarse a Marten de la cabeza. Fingió una última tos y se volvió de nuevo hacia el oficio. Marten estaba muerto. Todos los demás que lo habían buscado con él estaban de acuerdo: Murzin, los otros agentes del FSO, las patrullas del ejército suizo, la policía cantonal, y los equipos de forestales y de rescate entre los cuales había tres médicos. Eran gente con mucha experiencia que no sólo opinaba, sino que sabía. Además, recordaba haber recorrido personalmente cada palmo de aquellas orillas fluviales oscuras, cubiertas y dejadas de la mano de Dios. No se equivocaba, y todos los otros tampoco. Nadie habría podido sobrevivir a aquella noche, herido y sangrando en aquel horrible caudal de agua helada. ¿Por qué debería pensar que Marten lo había hecho? No, Nicholas Marten estaba muerto. No cabía ninguna duda. Igual que su padre estaba muerto en el ataúd que ahora tenía delante. Miró a la baronesa y ella le hizo un gesto tranquilizador con la cabeza. Se volvió y miró a su alrededor, a la sala espléndida, ornada, en la que reposarían para siempre los restos de sus reales ancestros. El metrónomo se calmó y él se animó pensando en ellos. El era, con toda la autenticidad, uno de ellos, el bisnieto de Nicolás y Alejandra. Éste era su destino y siempre lo había sido. Él, y sólo él, era el zarevich de Rusia. Nada, y menos un hombre muerto, podría cambiarlo.

27

Aeropuerto de Fuhlsbüttel Hamburgo, Alemania. Viernes 4 de abril, 10:10 h


Nick Marten aguardaba en la cola junto a otros pasajeros para abordar el avión del vuelo 1411 de Air France destino al aeropuerto Charles De Gaulle de París, donde tenía una conexión con un vuelo a Moscú. Había utilizado una de sus tarjetas de crédito para comprar el billete, algo que lo hizo ponerse nervioso porque cabía la posibilidad de que Rebecca hubiera notificado su defunción a los bancos emisores y las hubiera cancelado. Pero era obvio que no lo había hecho, porque su tarjeta fue aceptada y el billete le fue entregado sin ningún problema. Había ocurrido lo mismo con el resto de sus asuntos. Recogió su pasaporte, una copia del original, a última hora del día anterior en la delegación consular de Hamburgo. Con él había un pequeño paquete. Dentro había un móvil activado con su cargador de batería y un visado de empresa para entrar en Rusia, válido para tres meses y emitido por el departamento de Servicios Consulares del Ministerio de Asuntos Exteriores ruso, a petición de Lionsgate Landscapes, una empresa británica de diseño de paisajes con sucursal en Moscú. Su destino en Rusia, el lugar en el que iba a alojarse -tal y como lo requieren todos los visados rusos- era el hotel Marco Polo Presjna, situado en el número 9 de Spiridonjevskij Pereulok, Moscú. Marten se preguntó qué debía de ser realmente Lionsgates Landscapes, o si realmente existía, pero daba igual porque su visado había sido aprobado. Todo lo que había pedido le había sido concedido, y en menos de cuarenta y ocho horas. Para ser alguien que, en sus propias palabras, estaba casi sin empleo, Kovalenko había hecho un trabajo notable.


Hotel Baltschug Kempinski, Moscú. El mismo día, viernes 4 de abril. 13:30 h


Alexander, Rebecca y la baronesa compartían una pequeña mesa de almuerzo en un rincón de la suite privada de Alexander en la octava planta, con vistas a un día de sol espléndido sobre la Plaza Roja. El almuerzo constaba sencillamente de blinis con caviar rojo y café.

Su conversación era también poco enrevesada y se centraba alrededor de dos temas: los últimos pasos de la conversión de Rebecca a la fe rusa ortodoxa, obligatoria para cualquier mujer que fuera a convertirse en emperatriz y ser madre de hijos reales; y la elección del vestuario que llevaría para su boda y para la ceremonia de coronación que seguiría casi de inmediato a la misma, y luego para el baile de aquella noche. Los dos temas eran importantes porque el tiempo empezaba a echárseles encima y ahora ya se encontraban a menos de un mes de ambos acontecimientos. Además, uno de los modistas más importantes de París y su equipo iban a reunirse con ellos al cabo de una hora para tomarle medidas a Rebecca y tomar las últimas decisiones. En este tema, Alexander iba a conformarse con lo que Rebecca, la baronesa y el propio modisto eligieran finalmente. Para él había otros temas urgentes: tenía que probarse un traje adecuado para la coronación, someterse a una entrevista estatal televisada y, más tarde, tenía una reunión en el Kremlin con el jefe del Estado Mayor del presidente Gitinov.

La reunión trataría sobre protocolo y deberes y era de naturaleza tanto política como social. Rusia no había tenido nunca antes un zar que fuera básicamente una figura simbólica, y Alexander sabía que debido a su repentina e inesperada popularidad, Gitinov quería contenerlo y asegurarse de que no intentaría convertir su influencia en poder. Era algo que Gitinov no haría cara a cara, porque era demasiado consciente de la potencia política del triunvirato de poderes que había restaurado la monarquía, pero dejaría claros, a través del su jefe del estado mayor, los límites hasta los que Alexander tendría permitido llegar. O, lo que era más sencillo, le ofrecería una descripción de sus funciones, a saber: un monarca constitucional es un animador del pueblo, un anfitrión ceremonial, un representante de la nueva Rusia en casa y en el extranjero. Nada más. Punto.

Era un papel que a Alexander le irritaba pero que estaba totalmente preparado para hacer, al menos durante un tiempo, mientras extendía sus redes y empezaba a construirse una base de poder. Luego, poco a poco, empezaría a desempeñar un papel más activo, primero en lo político y luego en lo militar. La idea era iniciar un sueño popular de grandeza nacional en el que él se convertiría en la irremplazable pieza central. En tres años el Parlamento temería tomar cualquier decisión sin consultarle; en cinco, la figura simbólica sería el presidente, no él; en siete, lo mismo sería aplicable al Parlamento y a los generales al mando de las fuerzas armadas. En una década, la palabra «constitucional» dejaría de acompañar a la palabra «monarquía», y Rusia y el mundo conocerían finalmente el significado de la palabra «zar». Josef Stalin decía que el defecto de Iván el Terrible era que no había sido lo bastante terrible. Alexander no tendría este problema: ya tenía sangre en las manos y estaba dispuesto a tener más. La baronesa le había instruido así desde su más tierna infancia.


Alexander sonrió ante su imagen y sintió una paz que no había experimentado en mucho tiempo. Sabía que se trataba de la certeza de que, con la muerte de su padre, el trono era final y firmemente suyo. Y que Rebecca estaría a su lado el resto de su vida.

Se dio también cuenta de que su anterior miedo, un miedo que le retorcía las tripas, de que Nicholas Marten hubiera despertado milagrosamente de la muerte, no era nada más que una pesadilla de creación propia, provocada por lo que admitía era un pánico casi primitivo, rayano en la psicosis, de perder a Rebecca. Era una emoción con la que debía tener mucho cuidado, porque si no lo hacía, si dejaba que se apoderara de él, podía hacerlo enloquecer.

– Cuando saliste a pasear con Nicholas llevabas un regalo contigo. -De algún lugar lejano le llegó la voz de Rebecca. Sus ensoñaciones se desvanecieron al levantar la vista y verla mirarlo fijamente a través de la mesa. Estaban solos; la baronesa se había marchado.

– ¿Qué has dicho? -preguntó, sorprendido.

– En la mansión. Llevabas un regalo, un paquete envuelto bajo el brazo, cuando tú y Nicholas salisteis a dar un paseo. ¿Qué era?

– No lo sé, no me acuerdo.

– Claro que te acuerdas. Lo llevabas desde la biblioteca. Lo pusiste sobre una mesa, en la sala de baile en la que estuvimos luego. Y luego te lo llevaste cuando…

– Rebecca, ¿por qué hablamos de regalos? ¿Dónde está la baronesa?

– Ha ido a atender una llamada telefónica.

– No había necesidad, podía haber contestado desde aquí.

– A lo mejor era una llamada confidencial.

– Sí, es posible.

Desde detrás de ellos se oyeron unos golpes a la puerta, ésta se abrió y apareció en coronel Murzin. Iba vestido con el traje azul marino y la camisa azul claro almidonada que se había convertido en el uniforme de diario de los FSO que protegían a Alexander.

Zarevich, el modisto de París ha llegado y ha sido recibido por la baronesa. Ha pedido ver a la zarina. -Por la manera en que hablaba Murzin, Alexander comprendió que había algo que quería comentarle en privado.

– Ve con ellos, querida -dijo Alexander, mientras se levantaba-. Os veré luego, por la tarde.

– Por supuesto. -Rebecca se levantó y le sonrió. Recogió su bolso, saludó amablemente a Murzin y salió.

Murzin esperó a que se cerrara la puerta.

– He pensado que debería saberlo, zarevich. El servicio consular ha emitido un visado de empresa a un hombre llamado Nicholas Marten.

– ¿Cómo? -Alexander sintió que el corazón le daba un vuelco.

– Sucedió ayer en Hamburgo, gestionado a través del Ministerio de Asuntos Exteriores, a petición de una empresa de paisajismo británica con sede en Moscú.

– ¿Es británico?

– No, es americano. Llega hoy desde Alemania. Tiene reservada habitación en el hotel Marco Polo Presnja, aquí en Moscú.

Alexander miró fijamente a Murzin:

– ¿Es él?

– Su visado incluirá una foto. He pedido una copia electrónica, pero todavía no la hemos recibido.

Alexander se volvió de espaldas y cruzó la estancia para mirar hacia fuera. El día se mantenía espléndido bajo un cielo libre de nubes, la ciudad seguía animada con el tráfico de primera hora de la tarde y una aglomeración de peatones. Pero allí, en aquella sala, con Murzin detrás de él, podía sentir la oscuridad que volvía a acercarse a él lentamente. Y entonces, desde muy adentro, el metrónomo empezó a palpitar de nuevo.

Bum, bum. Bum, bum.

Lo mismo que antes. Enervante e irreprimible. Como un monstruo que asomaba de sus entrañas.

Bum, bum.

Bum, bum.

Bum, bum.

28

Aeropuerto Charles de Gaulle, París. Viernes 4 de abril, 12:25 h


Billete en mano, Nicholas Marten avanzaba por la línea azul pintada sobre el suelo pulido, cruzando rápidamente desde la terminal 2F, en la que había aterrizado, hasta la 2C, desde la que salía el vuelo 2244 de Air France dentro de treinta minutos. Dio interiormente las gracias por aquella línea azul, facilitaba muchísimo el tránsito de una Terminal a la otra, en especial ahora, cuando su mente estaba concentrada en Rebecca y en qué hacer con ella.

Kovalenko le informó de que estaba alojada con la baronesa Marga de Vienne en una suite de la octava planta del hotel Baltschug Kempinski. Alexander y el equipo encargado de su coronación habían reservado toda aquella planta y la de abajo. Por lo tanto, el FSO tendría las dos plantas, por no decir el hotel entero, prácticamente precintadas. Eso significaba que no tendría ninguna manera práctica de llegar hasta ella personalmente, de modo que debería encontrar el modo de que fuera ella la que llegara hasta él. Cómo lo conseguiría, lo ignoraba por completo, pero debía confiar en que encontraría la manera y en que Kovalenko estaría cerca para ayudarle.


Moscú, el Kremlin. El mismo viernes 4 de abril, 17:55 h


Murzin había dejado a Alexander en el despacho del jefe del Estado Mayor de Gitinov exactamente a las cuatro de la tarde. Luego Alexander fue acompañado hasta un despacho privado, se le sirvió café y se le pidió que esperara. El jefe del Estado Mayor, le dijeron, estaba reunido con el presidente por un asunto vital y le atendería lo antes posible. Al cabo de una hora Alexander seguía esperando. Finalmente, a las 17:20 entró un secretario y Alexander fue escoltado hasta el despacho privado de Gitinov, donde el propio presidente lo esperaba. Solo.

– Siéntese, por favor -dijo Gitinov, llevándolo hasta una confortable zona de estar donde había un par de butacas frente a una chimenea encendida. Un camarero entró, les sirvió el té y se marchó. Cuando la puerta se cerró detrás de él, Alexander se dio cuenta de que, aunque había estado con el presidente ruso en muchas ocasiones, ésta era la primera en la que se encontraban totalmente a solas. Por primera vez se dio cuenta de que Gitinov estaba mucho más en forma físicamente de lo que parecía. El corte de su ropa disimulaba un cuello fuerte y unos brazos potentes, y un pecho ancho que se estrechaba en la cintura. Los muslos se veían fuertes y musculosos bajo el pantalón, como los de un luchador o un ciclista. Más allá de su fuerza física, sus maneras resultaban también desconcertantes. Aunque su modo de actuar amable y agradable después de la caída de Marten al río y su posterior desaparición estaba guiada por la corrección política, aquí en la intimidad de su despacho parecía muy relajado, casi ajeno a lo político. Preguntó por los planes de Alexander para la coronación y para la boda, y por el destino de su luna de miel con la zarina, y hasta le sugirió algunos lugares de vacaciones en el mar Negro. Su actitud abierta, su manera de hablar, el brillo de sus ojos y la calidez de su sonrisa hubiera hecho sentirse cómoda a cualquiera de sus visitas, propiciando la tranquilidad y las ganas de devolverle la conversación con una actitud similar, como si se tratara de un encuentro entre viejos amigos. El problema era que aquello era puro teatro. En realidad Gitinov lo tenía bajo su escrutinio y estaba observando cada uno de sus gestos y palabras, mirando debajo de su capa de barniz para tratar de dilucidar si era la persona que aparentaba ser o si tenía otros proyectos y ambiciones y no era de fiar.

Para alguien lo bastante astuto como para darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, el impacto resultaría intimidante, por no decir temible. Sin embargo, sabía perfectamente que no era el momento ni el lugar de enseñar los dientes, de modo que se limitó a seguirle el juego, relajarse y charlar de nimiedades, ofreciéndole a Gitinov la oportunidad de juzgarlo como más le apeteciera.

Al cabo de veinte minutos dieron por concluida la reunión. Se estrecharon la mano y Alexander se marchó, después de que el presidente volviera a expresarle el pésame por la muerte de su padre y luego lo despidiera como si mandara al niño al colegio.

Mirando hacia atrás, ahora pensaba que tenía que haberlo predicho: Gitinov le había querido demostrar quién mandaba, le hizo esperar un buen rato y luego le sorprendió con una reunión privada pensada para tomarle el pulso y evaluar su carácter. Pero Alexander no le había dado nada y se había dedicado a representar conscientemente el papel de agradable bufón y no el de rey. El resultado final había dejado a Gitinov, a pesar de su habilidad, con una impresión de su propia pequeñez e ineptitud, puesto que había sobrevalorado una jugada que, de entrada, ni siquiera era necesario jugar. Alexander no pudo más que sonreírse ante aquel fracaso y agradecer su efecto secundario. La intrusión había conseguido, al menos durante un rato, distraerle de su fijación con Nicholas Marten, y con ella, el terrible latido del metrónomo.


Zarevich -dijo Murzin, mientras giraba el negro Volga para salir del Kremlin y meterse en fuerte tráfico de aquella hora de la tarde en Prechistenskaya Naberezhnaya, la amplia avenida que bordeaba el río Moscú. Con una mano al volante se sacó un papel doblado del bolsillo y se lo dio a Alexander, sentado en el asiento de atrás-. Una copia del visado de Nicholas Marten.

Alexander lo abrió rápidamente y miró el rostro con barba que lo miraba desde el papel. Era una cara delgadísima, prácticamente tapada por la barba que ocultaba la mayor parte de sus facciones. Tenía los ojos un poco desviados, como si lo hubiera hecho aposta. A pesar de todo, no cabía ninguna duda sobre su identidad y en aquel momento Murzin se lo confirmó:

– Su pasaporte es una copia del anterior. Nació en Vermont, Estados Unidos. Su domicilio actual es la Universidad de Manchester, Inglaterra. Es el hermano de la zarina.

Todavía con el papel en la mano, Alexander miró por la ventana y Moscú se le hizo borroso.

Zarevich. -Murzin lo miraba por el retrovisor-. ¿Estáis bien?

Por un largo instante no hubo reacción, y luego los ojos de Alexander se desviaron hacia él.

– Tsarkoe Selo -dijo, con fuerza-. Llévense a la zarina y a la baronesa allí ahora, esta noche, en helicóptero. Les dirán que he sido convocado a una reunión urgente y que, teniendo en cuenta la creciente complicación de mi agenda y la atención mediática cada vez más apremiante sobre mí y la zarina, he querido liberarlas de todo esto. Nadie debe saber dónde están. Oficialmente se han ausentado de la ciudad y se encuentran en un destino desconocido para descansar antes de la coronación. Bajo ninguna circunstancia hay que informar a nadie, y en especial a la zarina, sobre Nicholas Marten.

– ¿Qué deseáis que hagamos con él?

– De este asunto me ocuparé personalmente.

29

Aeropuerto de Moscú-Sheremetyevo. 18:50 h


De nuevo, Nicholas Marten guardaba cola. Esta vez estaba en Moscú y la cola era para pasar por el control de pasaportes. En algún punto, al otro lado de las cabinas oficiales y de los agentes uniformados, lo esperaba Kovalenko. De momento, a Nicholas no le quedaba más remedio que esperar junto al más de un centenar de personas que como él debía pasar por el puesto de control.

De momento, la única persona a la que había informado de que estaba vivo era Kovalenko. Había temido informar a nadie más, hasta a lady Clem, por miedo a que Rebecca pudiera acabar enterándose y, a su vez, también lo hiciera Alexander. Ahora sabía que necesitaba llamarla y, estar allí de pie, avanzando a paso de tortuga hacia el puesto de control de pasaportes, le daba tiempo para hacerlo, de modo que sacó el móvil que Kovalenko le había facilitado, lo abrió y marcó su número. No importaba dónde estuviera ni lo que estuviera haciendo; necesitaba hablar con ella. No sólo quería hacerle saber que estaba vivo y sano, sino que quería tenerla a su lado lo antes posible.


Manchester, Inglaterra. A la misma hora


Lady Clem estaba en el baño del apartamento de Leopold, preparándose para él. El propio Leopold, un carpintero musculoso y de una belleza primitiva que le había estado rehaciendo el apartamento, la esperaba en la penumbra de su habitación, tumbado desnudo y lleno de impaciencia en su cama enorme. Cuando oyó el sonido distante del móvil que sonaba en el baño se incorporó. No era el suyo, así que tenía que ser el de ella.

– Dios mío, ahora no -protestó-. Di lo que tengas que decir y cuelga. Cuelga y ven aquí.


– ¡Nicholas Marten! -susurró Clem absolutamente atónita-. Espera. -Se puso recta, contemplando su propia desnudez en el espejo-. ¿Quién eres realmente? Seas quien seas, esta broma es exageradamente cruel.

De pronto, el rostro de Clem adquirió un tono casi morado al darse cuenta que estaba hablando con el propio Marten, y cogió rápidamente el albornoz de Leopold que colgaba de detrás de la puerta como si Marten pudiera verla y saber lo que estaba a punto de hacer.

– ¡Nicholas Marten, eres un cabrón! -susurró, furiosa, mientras se echaba el albornoz por encima-. ¿Cómo te atreves a llamarme así, aquí y ahora? Y… Oh, Dios mío. -Sintió que se estremecía de la emoción al ser consciente de lo que estaba pasando-. Dios mío, ¡estás vivo! ¿Estás bien? ¿Dónde estás? ¿Dónde? -De pronto cambió totalmente de actitud. La emoción se había apoderado de ella-. ¿No podías haber llamado antes? ¿Tienes idea de lo que he pasado? ¡La preocupación! ¡La desesperación! ¡La terrible tristeza! ¿Tienes idea de lo que estaba a punto de…?


– Lo siento muchísimo, Leopold, pero ha ocurrido una emergencia familiar. -Totalmente vestida, lady Clem besó a Leopold en la frente de camino a la calle-. Llamaré para saludarte cuando vuelva.

Cogió la puerta y la abrió.

– ¿Cuándo vuelvas? ¿Adónde demonios te vas?

– A Rusia.

– ¿Rusia?

– Sí, Rusia.

30

Hotel Baltschug Kempinski. Sábado 5 de abril, 1:50 h


¿Dónde estaba Marten?

Alexander se dio la vuelta a oscuras. Tal vez había dormido un poco, tal vez no; no estaba seguro. Rebecca y la baronesa se encontraban ya en Tsarkoe Selo, el inmenso complejo imperial cerca de San Petersburgo que la esposa de Pedro el Grande había hecho construir hacía casi trescientos años como lugar de descanso de las tareas de gobierno. Hoy, al ponerlo bajo la vigilancia del FSO, Alexander le había dado un aire totalmente distinto: lo había convertido en una fortaleza en la que proteger su valiosa joya de la corona de la influencia de su hermano.

¿Dónde estaba?

Los registros de inmigración del aeropuerto de Sheremetyevo tenían anotada las 19:08 h como momento en que se había procedido a la aprobación de su pasaporte. Pero para entonces todavía no había llegado al hotel Marco Polo Presnja, el destino que constaba en su visado de entrada. Ni tampoco sabían nada de él a las once y a las doce de la noche. ¿Dónde estaba? ¿Adonde había ido? ¿Y cómo, con quién?


Tren nocturno n.° 2, Krasnaya Stella Firmeny (Flecha roja), Moscú-San Petersburgo. A la misma hora


Nicholas Marten se recostó contra la pequeña almohada, bajo una luz tenue, con las manos detrás de la nuca, y miró a Kovalenko durmiendo. Fuera, tras la cortina corrida de su couchette, pasaba Rusia a oscuras.

Tal vez fue por la velocidad del tren y el sonido de sus ruedas sobre las vías, pero Marten se sorprendió recordando aquella noche tan lejana cuando subió al Southwest Chief en el desierto de California como joven detective lleno de ansia y entusiasmo en su primera misión como miembro de la más célebre brigada de la historia de la policía de Los Ángeles. Qué largo, oscuro, traidor y peculiar había sido su camino desde entonces.


Kovalenko soltó un par de ronquidos mientras dormía y luego se dio la vuelta para quedarse de cara a la ventana, de espaldas a Marten. Aquí estaban, traqueteando hacia el Noroeste por la noche rusa, porque Kovalenko había insistido en que fueran directamente desde el aeropuerto a la estación de Leningrado, en vez de ir a registrarse al hotel Marco Polo como lo requería su visado. Si lo hubieran hecho, le advirtió Kovalenko, podía muy bien convertirse en el último lugar que Marten vería en su vida, porque una vez el visado quedara registrado en el aeropuerto de Sheremetyevo, cabía pocas dudas de que el zarevich se enteraría de su llegada. Y al descubrirla, sabría el destino de Marten. Y cuando lo supiera…

– Ya te imaginas lo que viene después, tovarich. Sabe que vas al hotel y… como para el mundo, de todos modos, ya estás muerto…

Así que, en vez de una cama en una habitación de hotel moscovita o en un agujero del suelo, se encontraba en un compartimiento de un vagón dormitorio del Flecha Roja con Kovalenko, de camino a San Petersburgo. Allí lady Clem se reuniría con ellos, llegando en un vuelo desde Copenhague a las 14:40 de aquella tarde, no lejos del vasto complejo imperial de Tsarkoe Selo, donde Kovalenko le había dicho que Rebecca se encontraba.

31

Moscú, Hotel Baltschug Kempinski. Sábado 5 de abril, 4:30 h


Le resultaba imposible conciliar el sueño.

Vestido con nada más que unos calzoncillos boxer, Alexander anduvo arriba y debajo del dormitorio a oscuras de su suite, mirando la ciudad por la ventana. Por la calle pasaron un taxi, un furgón municipal, un coche de policía. Marten estaba ahí fuera. En algún lugar. Pero ¿dónde?

De momento, ni Murzin ni ninguno de los veinte hombres de su equipo sabía lo que había hecho Marten al salir del control de pasaportes de Sheremetyevo. Sencillamente había salido entre la masa de pasajeros anónimos y desapareció, como si la ciudad se lo hubiera tragado.

Era, pensó Alexander, lo mismo que debió de ocurrirle a John Barron en Los Ángeles, cuando barrió todos los rincones de la ciudad en busca de Raymond Oliver Thorne. Pero entonces Barron tenía la ayuda de la prensa y de los nueve mil agentes de la policía de Los Ángeles. La diferencia era que Alexander no podía hacer sonar la alarma general, y por eso ni el control de pasaportes ni la policía fronteriza habían sido alertados. No eran tiempos de estalinismo, ni siquiera soviéticos, ni tampoco eran todavía zaristas. Puede que la prensa sufriera algunas restricciones, pero a menos que fueran medios críticos con el gobierno, eran relativamente pocas. Además, como la prensa en todo el mundo, los periodistas estaban muy bien conectados. Y estaba Internet. Al segundo que alguien descubriera que el hermano de la zarina estaba vivo, ¿quién sería la siguiente en enterarse, si no Rebecca?

De modo que el paradero tenía que ser averiguado no sólo con rapidez, sino con la máxima discreción y silencio. A cambio de una recompensa sabrosa e inmediata a cualquiera que diera pistas sobre el paradero de Marten, aunque sin revelar nunca su nombre ni el motivo por el que se le buscaba, los hombres de Murzin imprimieron y repartieron rápidamente cientos de copias de la foto del visado de Marten a un grupo de avtoritet, o capos de grupos de la mafia rusa que controlaban a trabajadores de aeropuertos y estaciones de tren, a empleados de hoteles y restaurantes, a taxistas y empleados de los transportes y del municipio. Como medida adicional emplearon a fartsovchik, camellos callejeros, a blatnye, matones, y patsani, miembros de bandas juveniles en los que, como los demás, se podía confiar en que tendrían la boca cerrada y los ojos bien abiertos y que estarían encantados de delatar a cualquiera a cambio de una buena pasta. Puesto que la mayoría de esos individuos llevaban teléfonos móviles, había la garantía de obtener una respuesta rápida, si no inmediata, una vez lo hubieran localizado.

32

Tren nocturno n.° 2, Krasnaya Stella Firmeny, Moscú-San Petersburgo, 6:25 h


Kovalenko cogió una taza de té y miró por la ventana, donde la luz del alba mostraba un paisaje frío y gris. Todo lo que se veía eran bosques y agua, ríos y arroyos entrecruzados de lagos y estanques. Aquí y allí manchas de nieve cubrían todavía el suelo, helado entre árboles desnudos a los que todavía les quedaban unas cuantas semanas para brotar.

– Estaba pensando en tu amigo, el detective Halliday. -Kovalenko miró a Marten, con su propia taza de té, a través del pequeño cubículo. El té era cortesía del provodnik, el encargado del vagón dormitorio, una de cuyas misiones era mantener el samovar para que los pasajeros tuvieran siempre agua caliente para preparar sus bebidas e infusiones.

– Te dije que lo conocía -dijo Marten a media voz-, no que fuera mi amigo.

Kovalenko lo estaba presionando como lo había hecho antes, en Suiza. Pero por qué? Y, en especial, ¿por qué ahora?

– Lo llames como lo llames, tovarich, sigue siendo un tipo excepcional.

– ¿En qué sentido?

– Por un lado, se le hizo la autopsia después de su asesinato, y resulta que tenía cáncer de páncreas. Podía haber vivido un mes más, tal vez dos. Pero hizo el viaje hasta París, con un billete pagado hasta Buenos Aires, tan sólo para saber sobre Alfred Neuss y seguirle los pasos a Raymond Thorne.

– Desde luego, se preocupaba.

– Pero ¿de qué?

Marten sacudió la cabeza:

– No te sigo.

– La famosa brigada 5-2, tovarich. Era miembro de la misma desde mucho antes que nadie supiera nada de Raymond Thorne. Su comandante, Arnold McClatchy, era un hombre muy querido, ¿no?

– No lo sé.

– ¿Lo llegaste a conocer?

– ¿A McClatchy?

– Sí. -Kovalenko lo observaba con atención.

Marten vaciló, pero sólo un momento porque no podía dejar que el ruso notara que no sabía qué decir.

– Una vez, brevemente.

– ¿Cómo era?

– Alto y fuerte, como si supiera qué esperar del mundo.

– Sin embargo, Raymond, o más bien, nuestro zarevich, le mató.

Marten asintió con la cabeza.

Kovalenko lo observó un instante más, y luego habló:

– Bueno, en cualquier caso, es obvio que Halliday otorgaba una gran importancia a la 5-2. Incluso después de que la brigada fuera desmantelada y él hubiera dejado de ser policía, le importaba lo bastante como para darle sus últimas energías. Me pregunto si yo haría lo mismo, o si cualquier otro hombre lo haría. ¿Qué crees, tovarich?

– Soy un estudiante que está aprendiendo a diseñar jardines.

Los diseñadores de jardines no suelen enfrentarse a pruebas de este tipo.

– A menos que estén intentando liberar a su hermana de un loco.

Marten tomó un sorbo de té y se apoyó en el respaldo. Ahora era él quien observaba a Kovalenko.

– ¿Para quién trabajas? -le preguntó, finalmente.

– Para el Ministerio de Justicia, ¿para quién te crees?

– No, tovarich, ¿para quién trabajas realmente?

Kovalenko volvió a sonreír:

– Voy a trabajar, me pagan, trato de no hacer demasiadas preguntas. Eso sólo me trae problemas.

Marten tomó otro sorbo de té y apartó la vista. Más adelante podía ver los grandes motores Skoda hechos en la República Checa que arrastraban al enorme tren por una curva cerrada, el clic-clic regular de las ruedas que se oían mucho mejor por la escasa velocidad. Entonces las vías se hicieron rectas y pudo escuchar un chirrido por la aceleración, a medida que el tren adquiría mayor velocidad. Eran las 6:45, quedaba una hora y quince minutos para llegar a San Petersburgo.

Tovarich -Kovalenko se acarició la barba aposta.

Marten lo miró, intrigado.

– ¿Qué?

– Una vez que el zarevich descubra que no estás en el hotel, empezará a buscar por otros lugares. El control de pasaportes le confirmará que has entrado en el país. Mandará a gente a buscarte. Buscarán a alguien que se parezca al tipo de la foto de tu visado.

– Pero buscarán por Moscú.

– ¿Tú crees? -Kovalenko volvió a mesarse la barba.

– Crees que debería afeitarme.

– Y cortarte el pelo.

33

Moscú, Hotel Baltschug Kempinski, 7:20 h


¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba Marten?

Alexander volvía a estar al teléfono hablando con Murzin, ignorando el pitido de su propio móvil. Por la cantidad de veces que había sonado en las últimas horas sabía que era la baronesa, que exigía saber el motivo por el cual ella y Rebecca habían sido enviadas apresuradamente a Tsarkoe Selo sin advertencia previa y sin una explicación personal de él.

¿Por qué seguía sin haber noticias?, le preguntó a Murzin. ¿Qué problema había? Era obvio que Marten había llegado a Moscú; pensaba que su hermana estaba allí, de modo que no había motivo para creer que había ido a cualquier otro lugar. ¡Tenía que estar en Moscú! ¡En algún lugar! Los avtoritet eran unos inútiles. Y también el resto de criminales de la calle.

– No les hemos dado el tiempo suficiente, zarevich -dijo Murzin a media voz, para tratar de apaciguar la ansiedad de Alexander-. No fue hasta última hora de la noche de ayer que les repartimos la foto. Hoy todavía no ha salido el sol.

– Esto es una excusa, no una respuesta -lo cortó Alexander bruscamente, a la manera que habría utilizado la baronesa.

– Os lo prometo, zarevich. Mañana a esta misma hora lo habremos encontrado. No hay ninguna esquina en todo Moscú por la que pueda pasar sin ser visto.

Por un largo instante Alexander sostuvo el teléfono en silencio, dudando sobre qué hacer o decir a continuación. Quedarse sentado esperando no era una buena solución, pero ¿qué más podía hacer? La mente le iba a toda velocidad. ¿Y si, de alguna manera, Marten había conseguido el número de móvil de Rebecca? Lo único que tenía que hacer era llamarla. Pero eso era imposible. Le cambiaban el número cada día desde que los piratas informáticos la hubieran localizado un par de veces, tratando de conseguir hablar con la nueva zarina. Desde entonces se había advertido a Rebecca que usara el móvil sólo para hacer llamadas, y las operadoras de Tsarkoe Selo, además de dos secretarios privados, controlaban todas las llamadas entrantes. De modo que no, Marten no podía haberla localizado por teléfono. De pronto se le ocurrió otra idea, algo que le provocó un escalofrío por toda la espalda.

– ¿Y si… -le dijo a Murzin, casi en un susurro-, no está en Moscú? ¿Y si, de alguna manera, se ha enterado y está de camino a Tsarkoe Selo?

Zarevich -trató de tranquilizarlo Murzin-, es imposible que se haya enterado del paradero de la zarina. Y aunque lo supiera, el palacio está rodeado de FSO. Es imposible ni que consiga colarse en la propiedad, y todavía más imposible que logre entrar en los apartamentos en los que se encuentra ella.

Los ojos de Alexander se llenaron de furia y empezó a sentir que tenía las palmas de las manos húmedas.

– Coronel, no me diga usted lo que Marten es o no es capaz de hacer. Este hombre ha sobrevivido cuando todo el mundo lo juzgaba imposible. Es peligroso y muy astuto. Lo he visto con mis propios ojos. -Alexander sintió un nudo en el estómago y el metrónomo que iniciaba de nuevo su compás. Trató de ignorarlo-. Quiero que la búsqueda se extienda hasta San Petersburgo y todas las vías, carreteras y senderos que llevan hasta Tsarkoe Selo.

– Desde luego, zarevich -dijo Murzin con voz serena.

– Y quiero que me preparen también un helicóptero.

¿Con qué destino, zarevich?

– Tsarkoe Selo.

34

Estación de Moscú, San Petersburgo, 8:35 h


Marten bajó del tren el cuarto después de Kovalenko, como si fueran dos desconocidos, y lo siguió hasta el edificio de la estación en medio del resto de pasajeros. Marten iba recién afeitado y llevaba el pelo mucho más corto que antes, cortesía del provodnik, el mismo encargado del vagón que se había asegurado que el samovar estuviera caliente y les había ofrecido té, y que, por un puñado de rublos que Kovalenko le había puesto discretamente en la mano, les llevó unas hojas de afeitar, una pastilla de jabón, un par de tijeras y un espejo de mano hasta el compartimiento. El resto había sido obra del propio Marten, hecha sobre el lavamanos de uno de los pequeños lavabos del vagón. Su peinado no era para ganar ningún premio, pero sin barba y con el pelo corto identificarlo a partir de su foto del visado resultaba prácticamente imposible.


Kovalenko advirtió al joven con vaqueros rasgados y un cigarrillo en los labios que estaba cerca de las ventanillas de venta de billetes. Era obvio que estaba drogado, sentado en el suelo con las piernas cruzadas y con una guitarra en el regazo, de cuyas cuerdas intentaba arrancar alguna melodía. Kovalenko sabía detectar un fartsovchik cuando lo veía, pero éste le resultaba familiar. Lo conocía o lo había visto en alguna parte, y al cabo de un rato Kovalenko se acordó de que era un drogadicto al que había arrestado hacía unos años en Moscú como sospechoso de asesinato de otro camello. Más tarde se le retiraron los cargos, pero era evidente que no había aprendido nada de la experiencia, porque volvía a estar trapicheando en la calle, aunque ahora era en San Petersburgo y no en Moscú.

Cuando Kovalenko se le acercó un poco más se dio cuenta de que, por muy drogado que estuviera, era obvio que estaba vigilando a la gente que bajaba de los trenes, buscando a alguien en particular. Si había visto o no a Kovalenko, no había manera de saberlo. Más adelante el pasillo giraba a la derecha. Encima había un cartel que indicaba la conexión con el Transiberiano Express. Kovalenko se metió por él y bajó rápidamente por el pasillo para salir del campo de visión del fartsovchik. Al cabo de diez segundos Marten lo atrapó.

– Están aquí -dijo Kovalenko en voz baja.

– ¿Quién?

– Los espías del zarevich.

– ¿Nos han visto?

– Tal vez. Quién sabe. Sigue andando.

35

Moscú, Hotel Baltschug Kempinski, 9:55 h


Con el pelo negro peinado hacia atrás, espectacularmente atractivo con un jersey, unos pantalones oscuros y una cazadora de piel, calzado con unos zapatos deportivos de piel y suela de crepé, Alexander seguía a Murzin por los últimos peldaños que conducían al helipuerto de la azotea. Una vez allí, Murzin abrió la puerta y salieron al soleado exterior.

Enfrente de ellos tenían el Kamov Ka-60, el helicóptero del ejército ruso que los esperaba con los motores en marcha. Al cabo de treinta segundos se encontraban ya dentro de la nave con las puertas cerradas y poniéndose los arneses de seguridad. Fue entonces cuando sonó el móvil de Murzin. Lo abrió rápidamente y se lo ofreció de inmediato a Alexander.

– Para vos, zarevich. Lo llaman de palacio.

– ¿Rebecca?

– No, la baronesa.


Tsarkoe Selo, a la misma hora


El fuerte sol que se colaba por los ventanales de la gran biblioteca del palacio iluminaba tanto a la baronesa como el salón que, con su mobiliario sólido y oscuro y sus paredes de mármol blanco artificial inmaculado, cubierto por estanterías de caoba repletas de almanaques, calendarios, cuadernos de viajes y antologías que constituían un vago recuerdo del pasado. Pero, de momento, para la baronesa el pasado no tenía ningún interés. Lo que la enfurecía era el presente.

– Llevo horas llamándote -le dijo al teléfono, riñendo a Alexander en ruso como si fuera un niño pequeño-. He dejado mensajes en veinte lugares distintos. ¿Por qué no me has contestado?

– Yo… -Alexander vaciló-, os pido disculpas. Hay otros asuntos…

– ¿Qué otros asuntos? ¿Qué significa que nos envíes aquí en medio de la noche, sin la más mínima explicación? ¿Nos mandas salir de Moscú con el FSO con nocturnidad sencillamente porque tú estás ocupado y quieres que nos limitemos a empolvarnos la nariz y nada más?

Alexander le hizo un gesto a Murzin para que abriera la puerta, y luego se desató y salió. Con el móvil de Murzin en la mano, anduvo por la azotea, alejándose del helicóptero.

– Baronesa, el hermano de Rebecca está vivo. Llegó anoche a Moscú. Éste es el motivo por la que he mandado que os lleven a Tsarkoe Selo.

– ¿Dónde está ahora?

– No lo sabemos.

– ¿Estás seguro de que es él?

– Sí.

– De modo que la zarina siempre ha estado en lo cierto.

– Baronesa, Rebecca no puede saberlo.

La baronesa de Vienne se apartó bruscamente del centro del salón y se acercó a los ventanales.

– Maldita sea Rebecca -escupió-. Hay otros asuntos que son infinitamente más importantes.

– ¿Qué asuntos?

– Ayer te reuniste con el presidente Gitinov.

– Sí, ¿y qué?

De pronto se metió un mechón rizado de su pelo negro detrás de la oreja y se volvió de espaldas al sol.

– No le gustaste.

– ¿Qué queréis decir?

– Que no le gustó tu actitud. Te mostraste condescendiente.

– Baronesa, estuve cortés. Conversamos. No dije nada. Si esto es ser condescendiente…

– Leyó entre líneas. Opina que eres demasiado fuerte. Que tienes otras ambiciones.

Alexander sonrió con seguridad y miró más allá de la azotea, hacia el río Moscú y el Kremlin, detrás del mismo.

– Es más perspicaz de lo que pensaba.

– Gitinov no ha llegado a presidente por ser tonto. ¡La culpa es tuya, no suya! -lo cortó la baronesa como un estilete.

Alexander se volvió de espaldas al helicóptero como si Murzin o la tripulación pudieran ver su reacción o, todavía peor, pudieran escuchar su conversación.

– ¿No has aprendido nada en esta vida? ¡Nunca jamás tienes que revelar lo que tienes dentro! -La baronesa llegó a los ventanales de la biblioteca e inmediatamente dio media vuelta, caminando malhumorada por el salón-. ¿Es que no te das cuenta del esfuerzo que ha costado llevarte hasta dónde estás? No sólo los años de moldear tu carácter, sino los años de entrenamiento físico y otra formación especial y muy personal, todo lo cual estaba pensado para hacer de ti una persona lo bastante fuerte y voluntariosa y brutal para convertirte en zar de Todas las Rusias, manipulando toda su política…

»¿Quién se ha trabajado al triunvirato durante casi dos décadas enteras, juntos y por separado, obtenido su confianza, metiéndose dentro de sus mentes, escuchando sus problemas, entregándoles dinero, mucho dinero, para sus causas? ¿Quién les convenció de que la única manera de dar estabilidad al país y construir un espíritu nacional duradero era restaurar la monarquía? ¿Quién los convenció para que exigieran que Peter Kitner se apartara a favor tuyo? -dijo, con una furia creciente-. ¿Quién?

– Vos -susurró él.

– Exacto, yo. Así que escúchame cuando te digo que todavía ahora existe mucha amargura entre el Presidente y el triunvirato. Te recuerdo que fueron ellos los que presionaron a los miembros de las dos cámaras del Parlamento para que restauraran la monarquía. Y lo hicieron porque yo convencí a cada uno de ellos que hacerlo no era sólo por el interés de Rusia, sino en el de su propia institución. Y fue por esto que ellos, y su influencia, lo arreglaron.

»El presidente, por otro lado, temió secretamente desde el principio que tú le hicieras sombra a ojos del pueblo. Y este temor ya ha sido traducido en realidad con la atención que el público te ha dispensado. Él sabe lo que significa ser un personaje célebre, y cree que ya acumulas demasiado poder.

»Ya es lo bastante grave que, a tres semanas de la coronación, le hayas dado motivos para sentirse incómodo. Pero si puede convertir su propia preocupación en temor por la seguridad nacional, convenciéndolos de que eres una fuerza presuntuosa y perturbadora, y si esta preocupación llega al Parlamento o a alguno de los tres, ni siquiera mi influencia y tu popularidad podrán evitar que nuestro plan se debilite hasta el punto que podría convocarse una nueva votación parlamentaria que podría llegar a disolver la monarquía antes de que llegue a reinstaurarse. Sería una votación que para el presidente Gitinov -su voz adquirió un tono gélido- sería un regalo de Dios.

– ¿Qué queréis que haga?

– El presidente ha accedido amablemente a tomar el té contigo a las seis de esta tarde en el Kremlin, donde, se le ha dicho, le presentarás tus disculpas por cualquier malentendido que ayer se hubiera podido producir y le tranquilizarás, en términos muy directos, sobre tu falta de ambición respecto a cualquier asunto que no ataña al bien del pueblo ruso. ¿Está claro -vaciló un segundo, y luego suavizó el tono-, cariño?

– Sí. -Alexander tenía la mirada perdida, humillado, no veía nada.

– Pues entonces ocúpate de que así sea.

– Sí -Alexander respiró con fuerza-, madre.

La oyó colgar el teléfono y por unos instantes se quedó allí quieto, furioso de rabia. La odiaba, odiaba a Gitinov, los odiaba a todos. Era él el zarevich, no ellos. ¿Cómo se atrevían a ponerlo en duda, a él o a sus motivos? En especial cuando había hecho todo lo que le habían pedido y había accedido a todo.

Al otro lado de la azotea podía ver la silueta oscura del helicóptero, con las puertas abiertas y las hélices girando al ralentí. ¿Qué tenía que hacer, olvidarse de Marten y devolver el helicóptero? De pronto vio un movimiento en la puerta de la nave; luego Murzin salió de la misma y se le acercó rápidamente, con una radio de dos bandas en la mano. Estaba claro que algo había ocurrido.

– ¿Qué ocurre?

– Kovalenko, el inspector de homicidios del Ministerio de Justicia que acompañaba a Marten en Davos, ha sido visto bajando de un tren a las ocho y veinticinco en San Petersburgo, procedente de Moscú.

– ¿Lo acompañaba Marten?

– Al principio se le vio solo, pero luego otro hombre se ha reunido con él dentro de la estación.

– ¿Marten?

– Es posible, pero este hombre iba afeitado y llevaba el pelo corto, y Marten pasó por el control de pasaportes con barba y el pelo largo.

– ¿Cuánto cuestan unas tijeras y unas maquinillas de afeitar? -Alexander podía sentir el latido de su corazón y con él la desagradable oleada de angustia que lo invadía al sentir que el metrónomo se le disparaba de nuevo-. ¿Dónde están ahora Kovalenko y su amigo?

– No lo sabemos, zarevich. El fartsovchik que lo ha visto no sabía ni siquiera si valía la pena avisar sobre Kovalenko, y ni tan solo lo ha seguido. Al fin y al cabo, Kovalenko no era el hombre que le habían mandado buscar. Y si se consulta con el Ministerio de Justicia, resulta que Kovalenko está de vacaciones. Su esposa lo ha confirmado, y ha dicho que se marchó sin compañía ayer para acampar y hacer montañismo por los Urales. Al parecer está siguiendo un programa para recuperar la forma física.

– San Petersburgo no está en los Urales. -Alexander se ruborizó de rabia-. Kovalenko ya fue retirado de la investigación una vez, ¿por qué ha vuelto?

– Lo ignoro, zarevich.

– Pues entérese. Y esta vez averigüe exactamente en qué departamento del ministerio está y el nombre de la persona que le da las órdenes.

– Sí, zarevich.

Alexander miró a Murzin durante una décima de segundo. Luego desvió la vista y Murzin pudo ver la mueca que le cruzaba el rostro, como si sufriera algún tipo de dolor interno. Al cabo de un instante Alexander volvió a mirarlo:

– Quiero a todos los avtoritet, fartsovchik, blatnye y patsani de San Petersburgo alertados -dijo con frialdad-. Quiero que encuentren de inmediato a Kovalenko y al tipo que lo acompaña.

36

10:57 h


Moscú desapareció bajo las nubes cuando el helicóptero Ka-60 se elevó bruscamente y luego se estabilizó para poner rumbo fijo al palacio de Tsarkoe Selo.


Madre, había llamado Alexander a la baronesa. Era un término que no había utilizado desde la infancia, y no sabía por qué lo había hecho ahora, excepto que estaba enfadado y lo hizo. Pero ni su rabia ni la de ella, mientras lo aleccionaba sobre Gitinov, serían nada al lado de la furia que podía esperar cuando lo viera llegar a Tsarkoe Selo. El motivo por el que había ido no le interesaría para nada, ni siquiera le preocuparía. Sus sentimientos y preocupaciones personales no tenían ninguna importancia y, ahora que lo pensaba, nunca la habían tenido. Ella ya había perpetrado su venganza sobre Peter Kitner. Lo único que importaba ahora, y tal vez siempre, era la monarquía y sólo la monarquía.

Maldita sea Rebecca, había dicho la baronesa. Pues bien, Rebecca no sería maldita. Ni por la baronesa ni por nadie. Ni tampoco la perdería por culpa de su hermano.

De pronto se volvió hacia Murzin, levantando la voz por encima el rugido de los motores.

– Hay que quitarle de inmediato el teléfono móvil a la zarina. Si pregunta por qué, hay que decirle que le volvemos a cambiar el número y necesitamos el aparato para reprogramarlo. Tampoco hay que pasarle ninguna llamada de ningún otro teléfono, móvil o fijo.

»En caso de que decida hacer ella una llamada, habrá que decirle que hay un problema con la centralita principal y que se está reparando. Bajo ningún concepto hay que permitirle que tenga contacto con nadie de fuera de palacio, ni tampoco ha de permitírsele que salga del recinto.

»Por otro lado, no hay que alarmarla ni dejar que crea que ocurre nada fuera de lo normal, ¿está claro?

– Por supuesto, zarevich.

– Otra cosa. Doble el número de guardias en la muralla del perímetro del palacio y adjunte una unidad canina a cada patrulla. Al mismo tiempo, aposte cuatro agentes del FSO en cada entrada y salida del palacio, dos dentro y dos fuera. No se debe permitir la entrada de nadie al palacio que no cuente con la autorización directa mía o de usted, y sólo previa identificación. Esta orden incluye a todos los proveedores, empleados del servicio, personal del palacio y miembros del FSO, a quien hay que decir sencillamente que hemos aumentado la seguridad a medida que se acerca la fecha de la coronación. ¿Alguna pregunta, coronel?

– No, zarevich, ninguna pregunta. -Murzin se volvió resuelto a coger su radiotransmisor.

Alexander escuchó como Murzin se ponía en contacto con el cuartel general del FSO en Tsarkoe Selo, y luego se apoyó en el respaldo para acariciar distraídamente la piel de su cazadora de aviador. La navaja estaba allí, en el bolsillo interior y, como tantas veces en el pasado, su mera presencia lo tranquilizó.

Eran ahora un poco más de las diez. Llegarían al palacio casi a la una y media. Su plan era claro y, una vez se hubiera calmado y lo escuchara, tranquilizaría a la baronesa.

Había mandado a Rebecca de Moscú a Tsarkoe Selo porque supo que su hermano había aparecido vivo en Moscú. Puesto que Marten -estaba convencido de que el hombre que acompañaba a Kovalenko era Marten- se encontraba ahora en San Petersburgo, tal vez hasta de camino al palacio, lo más evidente era sencillamente volver a sacarla del palacio y llevarla de vuelta a Moscú. El motivo, además, era también evidente: los habían invitado a tomar el té con el Presidente a las seis de la tarde, y qué mejor manera de mostrarse humilde con el Presidente que hacerse acompañar por la bella y encantadora novia.

Era una idea que la baronesa captaría enseguida. Suavizaría su furia de inmediato y al mismo tiempo alejaría a Rebecca del alcance de su hermano. Además todo sucedería rápidamente porque tendrían que marcharse casi tan pronto como llegara, para estar de vuelta a Moscú a tiempo para vestirse y asistir al té presidencial.

Alexander miró a Murzin y luego al paisaje ruso que sobrevolaban; extensiones enormes de tierra todavía virgen interrumpida aquí y allá por ríos, lagos o bosques, y alguna carretera o vía de tren. Rusia era un país enorme, y sobrevolarlo de aquella manera daba todavía más la impresión de inmensidad. Pronto Rusia absorbería toda su energía y él iría modificándola poco a poco, a medida que se convertía en su soberano supremo.

Sin embargo, a pesar de todos sus planes, a pesar de todo lo que ya estaba en movimiento, quedaba todavía el problema de Marten. Alexander debió haberlo matado en París, cuando tuvo la oportunidad de hacerlo. O antes de París, debería haber ido a su apartamento de Manchester a matarlo. Pero no lo hizo por Rebecca.

Aquella mañana, cuando salió de la ducha que se había dado aposta con agua fría, había visto su propia imagen reflejada en el espejo y se había quedado traspuesto. Era la primera vez que recordaba haberse permitido mirar su cuerpo y las feas cicatrices que lo cubrían. Algunas eran quirúrgicas; otras, de la metralleta de Polchak, el policía de Los Ángeles, unas balas que lo hubieran matado a no ser por su pirueta del último segundo y por el chaleco de kevlar de John Barron, que Raymond se había puesto casi en el último instante antes de salir de su apartamento en dirección al aeropuerto de Burbank. Y allí delante tenía también la leve cicatriz de su garganta, donde le había rozado el tiro de Barron, chamuscándole la carne durante su sangrienta fuga del edificio del Tribunal Penal.

En realidad debería estar muerto, pero no lo estaba porque cada vez lo había rescatado una combinación de su propia ingenuidad, destreza y suerte. Y también Dios, que le había dado la fuerza y lo había llevado hasta su destino como zar de Todas las Rusias. Era gracias a su destino divino por lo que no había muerto en Los Ángeles, y por lo que no moriría durante este vuelo en un helicóptero del ejército ruso a Tsarkoe Selo.

Pero Marten tampoco había muerto. Él también seguía aquí, a pesar de todo y casi en cada esquina. Como había estado en Los Ángeles y en París, y también en Zúrich y en Davos, y luego en Moscú, y ahora en San Petersburgo. Siempre estaba allí. ¿Por qué? ¿A qué parte de la obra de Dios pertenecía? Era algo que Alexander no lograba entender.

37

Club Náutico de San Peterburgo, Naberezhnaya Martynova. El mismo sábado 5 de abril, 12:50 h


Desde donde estaba, con el cuello levantado para protegerse del viento frío, mirando a través de una ventana que hacía esquina, Marten podía ver a Kovalenko en la barra, vaso en mano, hablando con un lobo de mar alto y con una gran melena gris y rizada.

Hacía casi media hora que Kovalenko lo había dejado esperando en el Ford beis de alquiler y le había dicho que volvía en unos minutos. Pero allí estaba, hablando y bebiendo como si estuviera de vacaciones y no tratando de alquilar una embarcación.

Marten se volvió y anduvo hacia el muelle, mirando hacia la hilera de islas y canales navegables que había al otro lado. Lejos, a su izquierda, podía ver el enorme estadio Kirov y, más allá, iluminado por el sol, el golfo de Finlandia. Estaban de suerte, le dijo Kovalenko, porque el puerto de San Petersburgo, a estas alturas del año olía estar todavía medio helado, pero el invierno ruso había sido suave y los ríos y el puerto, y muy probablemente el propio mar de Finlandia, no tenían prácticamente grandes trozos de hielo, lo cual significaba que los canales navegables, aunque todavía eran un poco peligrosos, estarían abiertos.

A Marten se le ocurrió la idea de utilizar una embarcación como medio para sacar a Rebecca de Rusia cuando venían en tren desde Moscú, contemplando dormir a Kovalenko. Sacarla de Tsarkoe Selo era una cosa; sabía que si Clem llamaba a Rebecca, le decía tranquila y como cosa hecha que iría a San Petersburgo y le preguntaba si tenía alguna manera de escaparse de sus deberes cortesanos para pasar una hora o dos con ella, Rebecca lo haría encantada. Una vez fuera de palacio, las dos podrían librarse de los escoltas del FSO que acompañarían a Rebecca diciendo, sencillamente, que deseaban estar a solas. Si Rebecca no osaba hacerlo, estaba claro que lady Clem no tendría ningún problema y, si elegían el lugar indicado -una catedral, un restaurante exclusivo, un museo-, una vez a solas, tenían varias maneras de escapar sin ser vistas.

El problema era qué hacer luego. Rebecca, como la enormemente popular futura zarina, era el bombón de la prensa internacional y su cara, junto a la de Alexander, estaba en todas partes y en casi todo, desde la tele, los periódicos y las revistas, hasta estampada en camisetas, tazas de café y pijamas de niña. Rebecca no podría ir a ningún lado sin que la reconocieran y, por tanto, no se podía esperar que fuera capaz de cruzar una estación de tren o un aeropuerto sin ser acosada y sin que la gente se preguntara qué estaba haciendo la zarina en público, sin seguridad y sin el zarevich.

Las autoridades se preguntarían lo mismo e inmediatamente alertarían al FSO. Además, aunque llevara algún tipo de disfraz y lograra evitar ser reconocida, el billete y el pasaporte resultaban necesarios hasta para una zarina distinguida. Si a eso se le añadían horarios, meteorología y retrasos de llegada y de salida, el transporte público se convertía en algo demasiado complicado y largo como para lograr escapar con éxito y rapidez. Por lo tanto, Marten tuvo que pensar en un medio de transporte alternativo que los sacara no sólo de San Petersburgo, sino de Rusia, rápido, discreto y con el horario que a ellos les conviniera. Una posibilidad era un avión privado, pero resultaba demasiado caro; además, habría que proporcionar un plan de vuelo. Utilizar el coche alquilado por Kovalenko era otra posibilidad, pero era posible que se montaran rápidamente controles por carretera y que cada vehículo tuviera que detenerse y someterse a un registro. Además, la frontera más cercana quedaba muy lejos, Estonia al oeste o Finlandia al norte. Sin embargo, alquilar una embarcación privada que pudiera salir de inmediato de San Petersburgo y salir rápidamente de las aguas rusas era tan interesante como atractivo. Cuando le mencionó el asunto a Kovalenko les pareció a ambos la solución ideal, todavía mejor por los contactos hechos a lo largo de su carrera profesional por Kovalenko entre los agentes de la ley. Y de ahí la negociación entre el hombre del pelo gris del bar del club náutico y Kovalenko para obtener un barco y una tripulación.

Podía parecer una locura, pero de momento estaba funcionando. Clem, que esperaba para cambiar de avión en Copenhague, había llamado a Marten con el móvil para decirle que ya había hablado con Rebecca justo antes de desayunar. La había localizado llamando sencillamente al Kremlin y diciendo quién era y, después de haber facilitado al Kremlin la información suficiente para que pudieran comprobar su linaje aristocrático, su llamada fue transferida a la secretaria de Rebecca en Tsarkoe Selo. Al instante Rebecca accedió a encontrarse con ella a solas en el Ermitage, del que lord Prestbury había sido patrono muchos años y en el que lady Clem, como su hija, tenía acceso a los salones privados.

Era casi la una del mediodía. En un poco más de noventa minutos Clem aterrizaría en el aeropuerto de Pulkovo y Marten y Kovalenko la recogerían con el coche alquilado y la llevarían a San Petersburgo. A las tres y media se encontraría con Rebecca en el Ermitage y empezaría a visitar el museo. A las cuatro, Clem y Rebecca entrarían en el salón del trono de Pedro el Grande, donde Marten y Kovalenko las estarían esperando. Si todo iba bien, a las cuatro y cuarto abandonarían el edificio por una puerta lateral e irían andando directamente hasta el muelle que había frente al museo donde, suponiendo que Kovalenko hubiera triunfado con el marinero de la melena gris, el tipo del bar, una embarcación fiable los estaría esperando. Marten, Clem y Rebecca subirían a bordo de inmediato y se meterían en la cabina para que nadie los viera. A los pocos minutos, el barco zarparía del muelle, descendería por el río Neva hasta el puerto de San Petersburgo y saldría al golfo de Finlandia, para hacer la travesía nocturna hasta Helsinki. Kovalenko se limitaría a devolver el coche de alquiler y a marcharse en el primer tren que saliera con destino Moscú.

Cuando el FSO se diera cuento de que Rebecca había desaparecido y diera la señal de alarma ya sería demasiado tarde. Podrían poner en alerta a todos los aeropuertos, registrar todos los trenes y detener a todos los coches si querían, pero no encontrarían a nadie. Incluso si sospecharan que se había fugado por mar, ¿cómo podían saber en cuál de los cientos de barcos que surcaban las aguas estaba? ¿Qué harían, pararlos a todos? Imposible. Aunque lo intentaran, para cuando la alarma hubiera sonado y los guardacostas rusos puestos a actuar la noche estaría ya cayendo y Rebecca, Clem y Marten se encontrarían ya al abrigo, o muy cerca, de las aguas internacionales.

Así que, con Clem de camino y Kovalenko negociando la disponibilidad del barco, el reloj había empezado la cuenta atrás. El enigma era ahora cómo y si el resto de las piezas del plan funcionarían sin desmontarse. El elemento más problemático era la propia Rebecca. La sencilla acción de salir de Tsarkoe Selo para trasladarse a San Petersburgo podía llegar a ser muy complicada si los agentes de seguridad protestaban. Pero suponiendo que llegara a San Petersburgo sin problema, no había manera de predecir lo que ocurriría una vez llegara al Ermitage y se encontrara con lady Clem, pensando que se encontraba allí para una sencilla y agradable reunión con una amiga y, de pronto, se encontrara cara a cara con Nicholas. Sería un momento con una alta concentración de emoción. Y cómo reaccionaría ante la verdad que tenía que contarle sobre Alexander al cabo de unos instantes, y si tendría la fuerza y el coraje de creerle y de marcharse de San Petersburgo en aquel momento, era algo totalmente distinto. Sin embargo, su huida dependía totalmente de esa reacción.

Tovarich, quiere que le pagues ahora. -Kovalenko caminaba hacia él, con el marinero pisándole los talones-. Pensé que se fiaba de mí y que le podrías pagar más tarde. Tiene un barco y una tripulación que no hará preguntas, pero como se trata de un asunto arriesgado tiene miedo de que pase algo y luego no le pagues. Y desde luego, yo no dispongo del dinero que él pide.

– Yo… -Marten tartamudeó. Lo único que llevaba encima eran sus dos tarjetas de crédito y, por ahora, menos de cien euros en efectivo.

– ¿Cuánto pide?

– Dos mil dólares.

– ¿Dos mil?

Da. -El marinero se puso al lado de Kovalenko-. Efectivo y por adelantado -le dijo, en inglés.

– Tarjeta de crédito -dijo Marten, rotundo.

El marinero hizo una mueca y movió la cabeza:

Niet. Dólares en efectivo.

Marten miró a Kovalenko:

– Dile que es lo único que tengo.

Kovalenko se volvió hacia el marinero pero no llegó a hablar.

– Cajero -dijo el marinero bruscamente-. Cajero.

– Quiere… -empezó a explicar Kovalenko.

– Ya sé lo que quiere. -Marten miró al marinero-. Cajero. De acuerdo, de acuerdo -dijo, rezando para que entre las dos tarjetas dispusiera de bastante dinero en efectivo para cubrir aquel gasto.

38

Tsarkoe Selo, 14:16 h


Los jardineros levantaron la cabeza ante el repentino estruendo de hélices cuando el Kamov Ka-60 se acercaba apenas a unos cuantos palmos de las copas de los árboles para sobrevolar los pastos ocres de las enormes extensiones y las primeras plantaciones de los inmensos jardines formales. Volando por encima de un mar de fuentes y obeliscos, viró de pronto encima de una esquina del enorme palacio de Catalina y luego se dirigió directamente por encima de un denso bosquecillo de robles y arces, para aterrizar en medio de una humareda frente al imponente palacio de Alexander, de dos alas, fachada con columnas y cien habitaciones.

Los motores se apagaron de inmediato y Alexander bajó de la nave. Agachado bajo las hélices que todavía giraban, corrió ansioso hacia la puerta que llevaba al ala oeste del edificio. Durante la última hora se habían enfrentado a un viento de frente especialmente fuerte que los obligó a consumir mucho combustible y les redujo velocidad, lo cual había retrasado considerablemente su llegada y los forzaba a repostar fuel antes de regresar a Moscú. Eso significaba que disponía de poco tiempo para recoger a Rebecca y regresar a Moscú a tiempo para su cita con Gitinov.

Cuando llegó a la entrada, los dos agentes del FSO recién apostados en la misma se pusieron rígidos. Uno de ellos tiró de la puerta y Alexander entró.

– ¿Dónde está la zarina? -les preguntó a los dos agentes del FSO apostados justo en el interior-. ¿Dónde? -insistió.

Zarevich -la voz de la baronesa retumbó aguda al fondo del largo pasillo de paredes blancas que tenían detrás. Inmediatamente, Alexander dio media vuelta. La baronesa estaba frente a una puerta abierta, a medio pasillo, bajo un fuerte haz de luz solar. Con el pelo recogido en un moño severo, llevaba una chaqueta ligera de visón sobre un traje pantalón tipo sastre, blanco y amarillo como siempre.

– ¿Dónde está Rebecca? -dijo, andando rápidamente hacia ella.

– Se ha ido.

– ¿Cómo? -el horror inundó el rostro de Alexander.

– He dicho que se ha ido.

La baronesa guió a Alexander a través de un dormitorio y luego por unas puertas dobles con grandes cortinajes que daban acceso al Salón Malva, el salón favorito de la esposa del zar Nicolás II, su propia Alexandra. Para la baronesa, la atracción singular de aquel salón no eran ni su color ni su historia, sino el hecho de que sólo se pudiera acceder a ella a través de un dormitorio y luego por aquellas puertas con cortinas, y por lo tanto era un salón protegido de las miradas y de los oídos indiscretos. Para estar todavía más protegidos, cerró la puerta detrás de ellos una vez dentro.

– ¿Qué queréis decir, que no está? -Alexander había aguantado el temple todo el tiempo que pudo.

– Le ha pedido a un FSO que la llevara a San Petersburgo.

– ¿San Petersburgo?

– Se ha ido unos treinta minutos antes de que tú llegaras.

– Nicholas Marten está en San Petersburgo.

– De eso no puedes estar seguro. La única información de que dispones es que un detective del Ministerio de Justicia ha llegado a San Petersburgo en un tren procedente de Moscú, y puede que alguien lo acompañara.

– ¿Cómo os habéis enterado? -Alexander estaba atónito.

– Trato de mantenerme informada de lo que sucede a mi alrededor.

– El FSO tenía órdenes expresas de no dejarla salir de palacio.

– Es una mujer tenaz. -Una leve sonrisa cruzó el rostro de la baronesa.

Alexander reaccionó bruscamente:

– Vos sois la única persona lo bastante tenaz para esto. Fuisteis vos quien dio el permiso para que se marchara.

– Ella no es prisionera de tu imaginación -dijo la baronesa, eligiendo las palabras con cuidado-, ni de tus preocupaciones.

De pronto, Alexander se dio cuenta de todo:

– Vos sabíais que yo estaba de camino.

– Sí, lo sabía, y no quería que ella estuviera aquí cuando llegaras porque su presencia habría complicado las cosas todavía más. Que quisiera salir se adaptaba perfectamente a mis planes. -La mirada de la baronesa se volvió gélida-. La absoluta estupidez de tu viaje hasta aquí. Eres el zarevich, y con la cita más importante de tu vida a unas pocas horas, actúas como un colegial caprichoso que tiene un helicóptero del ejército con el que jugar.

Alexander ignoró su comentario.

– ¿Adonde ha ido?

– De compras. Al menos, eso es lo que me ha dicho.

Alexander se volvió hacia la puerta bruscamente.

– El coronel Murzin se pondrá en contacto por radio con los agentes del FSO que están con ella y ordenará que la vuelvan a llevar al palacio.

– No lo creo.

– ¿Qué?

– Ya tienes muchas posibilidades de llegar tarde a tu «té» con el presidente tal y como vas ahora; no voy a permitir que arriesgues todo lo que hemos planeado durante tantos años esperando a que te devuelvan a tu «zarina».

– ¡Está de compras! -Alexander estaba indignado-. ¡Atraerá a la muchedumbre! La gente sabrá que está en la calle. ¿Y si…?

– ¿Su hermano la encuentra? -Con frialdad, con serenidad, la baronesa le completó la frase.

– Sí.

– Entonces el coronel Murzin tendría que hacer algo, ¿no? -dijo ella, directamente, con la mirada todavía clavada en su hijo-. ¿Sabes lo que significa? -preguntó, con una voz que de pronto era amable, hasta distante, y que tenía la textura de la seda-. ¿Sabes lo que significa ser zar? -Sus ojos mantenían la mirada clavada en él hasta que dio media vuelta y se acercó a la ventana, para mirar a lo lejos-. Saber que tienes poder absoluto. Saber que la tierra y todo lo que hay en ella, sus ciudades, sus gentes, sus ejércitos, sus ríos y sus bosques, te pertenece.

La baronesa dejó que sus palabras quedaran suspendidas en el aire. Luego, poco a poco, se volvió a mirarlo:

– Una vez coronado, querido, este poder será tuyo para siempre, para que jamás pueda arrebatártelo nadie, porque has tenido la formación y has vivido la orgía de sangre, y tendrás la fuerza y los medios para garantizarlo.

»Para mí, haberte dado la vida, haberte concebido con la semilla más noble de Rusia, ha sido la voluntad de Dios. Con el tiempo tendrás tus propios hijos y, a su vez, ellos tendrán los suyos. Ellos serán nuestros descendientes, todos ellos, querido, tuyos y míos. Hemos resucitado una dinastía. Una dinastía que será temida y adorada, y obedecida sin rechistar. Una dinastía que un día convertirá Rusia en la nación más poderosa de la Tierra. -Los labios de la baronesa dibujaron una sonrisa discreta. Luego, bruscamente, apretó los ojos y su voz se agudizó-. Pero, por todo esto, todavía no eres el zar. Dios todavía te está poniendo a prueba. Y Gitinov es su sable.

Lenta, casi imperceptiblemente, la baronesa se puso a cruzar el salón hacia Alexander, sin dejar de mirarlo ni un segundo.

– Un zar es un rey, y un rey ha de ser lo bastante sabio para conocer a sus enemigos. Para comprender que no puede arriesgar su futuro y el futuro de sus hijos por la desconfianza o la ambición de un simple político. Para darse cuenta de que hasta que el trato esté hecho y la corona repose totalmente sobre su cabeza, el futuro rey está todavía a la merced del político.

»El presidente Gitinov es poderoso y astuto y muy peligroso. Se debe jugar con él como el instrumento cruel que es. Ha de ser mimado y acariciado, hay que darle vueltas como si fuera una marioneta hasta que confíe totalmente en que no eres ninguna amenaza para él, en que no serás nunca más que una figura simbólica contento con permanecer a su sombra.

La baronesa llegó hasta Alexander y se detuvo delante de él, con los ojos todavía clavados en los suyos, poderosa e inquebrantable:

– Una vez esto superado, la corona será nuestra -susurró-. ¿Lo entiendes, mi amor?

Alexander quería dar media vuelta y alejarse de ella, pero no podía hacerlo; la fuerza de la baronesa era demasiado potente.

– Sí, baronesa -sintió que decían sus labios, y su voz, como amortiguada-. Lo entiendo.

– Pues entonces deja a Murzin aquí conmigo y regresa de inmediato a Moscú -le dijo, tajante.

Durante un rato largo Alexander no hizo nada más que quedarse allí de pie, mirándola envuelto de un silencio adormecido, con todo su ser superado por dos pensamientos, uno tal vil como el otro. ¿Quién acabaría llevando la corona, en realidad? ¿Él o ella? ¿Y quién era realmente la marioneta: Gitinov o él mismo?

– ¿Me has oído, cariño? -el tono enfadado de su voz lo sacudió.

– Yo… -empezó a decir, a reaccionar.

Alexander la miró un instante más, deseando ser claro con ella de una vez, decirle de una vez por todas que estaba harto de sus manipulaciones y todo lo que las acompañaba. Pero sabía, por su experiencia de toda la vida, que una reacción tal no haría más que desencadenar una nueva tormenta. Aquí, como siempre, frente a ella no había ninguna posibilidad de ganar.

– Nada, baronesa -dijo, finalmente, antes de girar sobre sus talones y marcharse.

39

San Petersburgo, 15:18 h


El Ford beis cruzó en puente de Anichkov y prosiguió por la concurrida Nevsky Prospekt, los Campos Elíseos de San Petersburgo, su Quinta Avenida. El coche no tenía nada de especial, era uno de los miles de vehículos que circulaban por la ciudad. Dentro de unos minutos aparecería la aguja dorada del edificio del Almirantazgo a orillas del río Neva. Y entonces, directamente enfrente del mismo, el inmenso edificio barroco del Ermitage.

– Déjeme en Dvortsovy Prospekt, justo delante del río. -Lady Clem miró a Kovalenko, tras el volante, desde el asiento del copiloto-. Hay una entrada lateral en la que le he pedido a Rebecca que me esperara. Allí habrá un guía personal que nos hará una visita privada por el museo. Eso debería bastar para deshacernos del FSO, al menos durante un buen rato.

– Eso suponiendo que llegue hasta aquí. -Marten se inclinó nerviosamente hacia delante, desde el asiento de atrás.

Tovarich -dijo Kovalenko, mientras reducía velocidad detrás de un abarrotado autobús urbano-, en algún momento tendremos que confiar en la suerte.

– Sí -dijo Marten, antes de reclinarse otra vez. Clem también se reclinó, y Kovalenko permaneció atento a la conducción.

Clem estaba todavía más guapa de lo que Marten recordaba. Se le cortó la respiración cuando la vio acercarse desde la cola de los pasaportes en el aeropuerto de Pulkovo, andando hacia ellos con las gafas de sol, un jersey de cuello alto de cashmere, pantalones negros y gabardina ocre Burberry, con el gran bolso de piel negra colgado estilosamente al hombro.

La reacción de Clem ante él, al verlo esperando, o más bien, al ver a Kovalenko esperando junto a un hombre extremadamente flaco, con la cara afeitada y el pelo mal cortado, fue bastante distinta.

– Por Dios, Nicholas, estás hecho un adefesio -le dijo, francamente preocupada, pero eso fue lo único que fue capaz de decir porque Kovalenko los apartó rápidamente de la puerta sin ni siquiera darles la oportunidad de abrazarse. Lo que ambos sintieron al verse de nuevo después de tanto tiempo y después de todo lo ocurrido debería esperar a comentarse más tarde. Lo que Clem también tuvo que aparcar fue su recuerdo no tan cariñoso de Kovalenko, quien la había interrogado de manera infernal, junto a Lenard, en París.

Lo que ahora importaba más, y todos lo sabían, mientras seguía la cuenta atrás y se acercaban al Ermitage, era Rebecca, cómo reaccionaría cuando viera a su hermano y luego fuera informada sobre Alexander, y lo que haría a partir de ahí. No se volvió a hablar en absoluto de la preocupación previa de Marten, de que la suerte pudiera cambiar y ella no pudiera llegar.

40

Museo del Ermitage, 15:25 h


Clem bajó del Ford y anduvo directamente hacia la entrada lateral del magnífico museo en Dvortsovy Prospekt.

– Lady Clementine Simpson -dijo, poniendo su mejor acento británico, al guardia uniformado de la puerta.

– Por supuesto -dijo el guardia, en inglés, antes de abrirle la puerta.

Una vez dentro siguió por un pasadizo de suelo de mármol hasta la Oficina de Visitas. De nuevo volvió a presentarse sencillamente con su nombre.

Al cabo de un momento se abrió una puerta y apareció una mujer bajita y con aspecto de matrona, vestida con un uniforme impecable.

– Soy su guía, lady Clementine. Me llamo Svetlana.

– Gracias -dijo Clementine, y luego miró a su alrededor. Éste era el lugar y la hora en que debía encontrarse con Rebecca. El plan era decirle a la guía que querían ver el Salón Malaquita. Luego despedirían al FSO y, con la guía llevándolas, tomarían un ascensor privado hasta la segunda planta. Un pequeño tramo por un pasillo las llevaría hasta el Salón Malaquita, cuyas ventanas ofrecían unas vistas magníficas del río y del muelle que había directamente delante del museo. La embarcación del marinero de la melena gris debía llegar a las 15:55 horas. Cuando lo hiciera, Rebecca y Clem se dirigirían directamente al pequeño Salón del Trono, el salón en memoria de Pedro el Grande que lord Prestbury había solicitado personalmente que aquella tarde cerraran al público. Una vez allí le pedirían a la guía que esperara fuera mientras mantenían una conversación privada. Entonces entrarían y cerrarían la puerta. Dentro las estarían esperando Marten y Kovalenko.


15:34 h


¿Dónde estaba Rebecca?

Marten estaba detrás de Kovalenko en la cola de entrada de una de las cuatro ventanillas de billetes. A su alrededor había gente que esperaba a entrar y que conversaba en una docena de idiomas distintos. Avanzaron un poco.

– Si no fueras conmigo, te costaría casi once dólares la entrada -dijo Kovalenko-. Los rusos sólo pagan cincuenta y cuatro céntimos. Hoy eres ruso. Estás de suerte, tovarich.

De pronto se produjo una conmoción detrás de ellos. La muchedumbre a su alrededor se volvió a mirar. Tres FSO con traje oscuro aparecieron por la puerta principal. En medio de ellos, esplendorosa con su abrigo de visón, gorro de visón y un velo oscuro, iba Rebecca.

– ¡La zarina! -exclamó una mujer.

– ¡La zarina! -repitieron varias voces asombradas por todo el vestíbulo.

Y entonces desapareció, llevada por los FSO.

Marten miró a Kovalenko:

– Tienes razón, tovarich, estoy de suerte.


15:40 h


Rebecca y lady Clem se abrazaron felices mientras el FSO hacía salir a la gente del Salón de Visitas. Al cabo de un momento sólo quedaban seis personas, los tres FSO, lady Clem, Rebecca y Svetlana Maslova, su guía.

Ahora venía lo más difícil, y Clem se llevó a Rebecca a un rincón apartado, sonriendo, conversando de banalidades. Cuando estuvieron lo bastante apartadas, miró a Rebecca.

– Tengo una sorpresa para ti -le dijo, con voz serena-. Tenemos que ir a la segunda planta pero sin el FSO. ¿Te puedes deshacer de ellos?

– ¿Porqué?

– Es importante que nos quedemos solas. Ya te lo contaré cuando lo estemos.

– Pero me temo que no es posible. Alexander les ha mandado la orden por radio de que se queden conmigo hasta que llegue él.

Lady Clem trató de disimular su espanto:

– ¿Alexander viene hacia aquí, al Ermitage?

– Sí. ¿Por qué? ¿Qué sucede?

– Rebecca… da igual. Yo me ocuparé de ello.

Acto seguido, Clem se volvió y cruzó la sala hasta donde estaban los agentes del FSO. Por suerte, eran todos hombres.

– La zarina y yo vamos con la guía a la segunda planta, al Salón Malaquita. Deseamos estar solas.

Un FSO alto y de espalda ancha, con unos ojitos que eran poco más que puntos, avanzó hacia ella.

– Eso no es posible -le dijo, con frialdad.

– ¿No es…? -Clem empezó a enfurecerse, pero enseguida se dio cuenta de que era un enfoque equivocado-. ¿Está usted casado? -le preguntó de pronto, al tiempo que bajaba un poco la voz y retrocedía un paso, apartándose de los demás, de modo que lo obligaba a seguirla.

– No -le dijo él, acercándose.

– ¿Tiene alguna hermana?

– Tres.

– Entonces entenderá que cuando una mujer se entera de que está embarazada y no está casada, lo que tiene que hacer a partir de ahí no es algo que le apetezca discutir delante de extraños, en especial si son hombres, aunque sean -utilizó el nombre completo del FSO con un tono respetuoso y con una sólida pronunciación rusa- Federalnaya Slujba Ohrani.

– ¿La zarina está…?

– ¿Por qué se cree que nos hemos tomado toda la molestia de encontrarnos fuera del palacio?

– ¿Y no lo sabe, el zarévich?-No, y será mejor que no se entere. Cuando lo sepa, la noticia tiene que venir de la propia zarina. -Lady Clem miró a los dos FSO que había detrás de él-. Esto le ha sido confiado de manera confidencial, ¿lo comprende?

El agente de ojos pequeños se movió incómodo:

– Sí, por supuesto.

– Y ahora -dijo lady Clem, señalando una puerta de ascensor cercana al fondo de la sala-, subiremos por el ascensor privado. Svetlana se asegurará de que a la zarina y a mí no nos molesta nadie cuando entremos solas en el salón para hablar. Ella dispone de una radio. Puede llamarles al instante si surge cualquier problema.

– Yo… -El agente vaciló y Clem lo vio flaquear. No era el momento de hacerse atrás.

– La zarina es la mujer más famosa de Rusia. Faltan apenas tres semanas para la boda y la coronación. Me ha pedido ayuda en un asunto muy delicado. ¿Será usted quien se la niegue?

Él siguió dudando, con los ojillos clavados en ella, buscándole la mentira, la trampa, cualquier indicio que le indicara que lo estaba engañando. Pero ella se mantuvo firme y él no detectó nada.

– Váyase -le dijo-. Suban.

Spasiba -le susurró lady Clem-. Spasiba. -Gracias.

41

15:45 h


Alexander se apoyó hacia delante con un gesto lleno de ansiedad, tirando del cinturón de seguridad, mientras su chofer sorteaba el tráfico con el Volga negro de camino al centro de la ciudad.

Detrás de ellos estaba el aeródromo Rzhevka, adonde el piloto había llevado el helicóptero Kamov para repostar mientras esperaba que Alexander regresara del Ermitage con Rebecca.

El hecho que estuviera allí contra los dictados de la baronesa no era un problema porque ella no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Por lo que ella sabía, sencillamente había dejado a Murzin atrás, como ella le exigió, y había subido al helicóptero rumbo a Moscú.

Había subido al helicóptero, desde luego, pero no para volver a Moscú y no antes de pedirle a Murzin que averiguara el paradero de Rebecca, y luego mandar personalmente un mensaje por radio a los FSO que la acompañaban para que no se separaran de ella hasta que Alexander llegara. Cuando se marchó del palacio, Murzin le advirtió que no llamara la atención de la gente aterrizando en la misma ciudad. Una maniobra así no haría más que complicar las cosas cuando el zarevich y Rebecca se marcharan de San Petersburgo. Rzhevka había sido la propuesta del piloto: necesitaban repostar, la ciudad se encontraba a poca distancia en coche del aeródromo y Murzin. Pudo arreglar que un coche del FSO estuviera esperando a Alexander cuando aterrizaran.

El propio Murzin había recibido instrucciones para que informara a la baronesa cuando hubiera localizado a la zarina en el Ermitage de San Petersburgo y luego fuera con un coche desde Tsarkoe Selo hasta la ciudad para recogerla y volverla a llevar al palacio. Una vez de vuelta con Rebecca, Murzin debería decirle a la baronesa que el zarevich había solicitado que Rebecca fuera trasladada directamente a Moscú para acudir a su cita con el presidente. Era un plan simple y conciso para sacarse a la baronesa y sus incesantes intromisiones de encima.


25:50 h


El Volga cruzó el puente de Alexander Nevsky y se metió por Nevsky Prospekt, sumergiéndose en la congestión de tráfico creciente de la hora punta. La caravana de vehículos era claustrofóbica. Alexander se sentía atrapado e incapaz de moverse, y ahora mismo el movimiento lo era todo para él, porque le mantenía el metrónomo interior en silencio. Si él se movía, el metrónomo no lo hacía. Pero allí sentado, totalmente indefenso en medio de aquel caos de camiones, autocares y turismos, empezaba a notarlo en movimiento dentro de él.

Bum, bum. Bum, bum.

El latido de su corazón como un leitmotiv de la fatalidad.


15:25 h


El tráfico avanzaba a rastras.

¡Él era el zarévich!. ¿Por qué no le abrían un carril para él solo? ¿No veía la gente su coche? No, ¿cómo iban a verlo? Iba en un simple Volga negro, no en una limusina. Ni tampoco iba en comitiva.

El latido de su metrónomo se hacía cada vez más fuerte.

¿Por qué había tenido Rebecca que ir de pronto a la ciudad? Y si era sólo para ir de compras, ¿por qué había ido al Ermitage? ¿Para comprar regalos? Tal vez, pero, ¿para quién? El gobierno se encargaba de los regalos de Estado, y si quería algo para ella, podía haberle pedido a un asesor que fuera al palacio. Era la zarina. Lo único que tenía que hacer era pedirlo.

De pronto se acordó de su pregunta sobre el paquete que se había llevado cuando salió a pasear con Marten en Davos.

– Llevabas un regalo contigo -le había dicho Rebecca-, un paquete envuelto bajo el brazo. ¿Qué era?

– No lo sé, no me acuerdo -le había mentido él.

Pero tal vez ella lo sabía, y por eso se lo preguntó, tratando de que negara su conocimiento. ¿Y si, de alguna manera, Marten había estado en contacto con ella mucho antes de su regreso a Rusia, y le había contado lo del cuchillo? Tal vez ésta fuera la razón por la que se había mostrado tan tajante al negarse a creer que su hermano estaba muerto, porque había hablado con él.

Por otro lado, tal vez ella no le hubiera preguntado nada del paquete. Tal vez sólo fuera su imaginación. Tal vez estuviera tan aterrorizado ante la idea de poder perderla que se estaba creando escenas imaginarias. Tal vez la baronesa tenía razón y el hombre al que habían visto en la estación con Kovalenko no fuera Marten.

Se tocó la cazadora de piel distraídamente, de la misma manera que lo había hecho en su vuelo desde Moscú a Tsarkoe Selo, para tranquilizarse y comprobar que la navaja seguía en su bolsillo interior, a mano.

– ¡Adelante el tráfico! ¡Adelántelo! -ordenó de pronto.

– Sí, zarevich -dijo su chofer del FSO, sacando de inmediato el Volga de su carril y acelerando. Rodeó un camión grande, le cortó el paso a un autobús y estuvo a punto de arrollar a un muchacho que iba en bicicleta hacia ellos, en la dirección contraria. Rápidamente, el chofer cortó hacia la derecha y subió por el lado interior mientras alcanzaban la rotonda de la plaza Vosstania.


25:55 h


El cuchillo. ¿Por qué había empezado otra vez a utilizar la navaja, después de haber matado a su medio hermano Paul con ella hacía veintiún años? ¿Sencillamente porque la había recuperado después de tantos años? ¿Era éste el motivo? ¿Una retribución de su propio amago de muerte en manos de la policía de Los Ángeles? ¿Una furiosa reacción al complicado juego de mantenerle alejado al que su padre y Albert Neuss habían jugado durante décadas? ¿O había algo más? ¿Lo utilizaba para exorcizar sus demonios? En vez de atacar a su madre, que se había pasado toda la vida de Alexander obsesiva y egoístamente retorciendo, manipulando y convirtiendo a su hijo en arma de venganza y en instrumento de sus ambiciones, Alexander había desatado su pasión homicida y había masacrado a sus víctimas cada vez con más encarnizamiento.

¿Y qué había de Marten, que seguía vivo sólo gracias al amor de Alexander por su hermana?

Tenía que ser el hombre al que el fartsovchik había visto con Kovalenko en la estación de tren. Alexander sabía el aspecto que Marten tenía la última vez que se vieron, en Davos. ¿Qué aspecto tendría ahora? ¿El pelo largo y una barba como en la foto de su visado, o flaco y afeitado como lo había descrito el fartsovchik? ¿Sería capaz de reconocer a Marten, si se encontraban cara a cara? Tal vez pudiera reconocerlo por los ojos, como lo había hecho en la foto del visado, pero tal vez no.

De pronto lo invadió una temible ironía. No sería más capaz de reconocer a Marten de lo que Marten lo habría reconocido a él en París, si Marten lo hubiera visto, o lo hubiera reconocido en el momento en que se encontraron cerca y cara a cara en Davos, tanto en la mansión como en el sendero de montaña. Si Marten estaba en San Petersburgo, si estaba en el Ermitage, podía estar a pocos palmos y Alexander jamás lo sabría.

El metrónomo batió con más fuerza.


15:59 h

42

Salón Malaquita. Museo del Ermitage, a la misma hora


Svetlana y una de las mujeres ancianas cuyo trabajo era vigilar las obras de arte mantenían a la gente alejada y miraban embobadas desde la puerta cómo la zarina y lady Clementine Simpson hacían una visita privada del que era probablemente el salón más imponente del Ermitage: una estancia de magníficas columnas de malaquita, tachonadas con figurillas de oro y malaquita, cuencos y urnas.

– Clem -sonrió Rebecca-. ¿Qué está ocurriendo? Tenías una sorpresa, ¿no? -Se mostraba coqueta, hasta boba, como si esperara que Clem le hubiera preparado algo muy frívolo y femenino.

– Ten paciencia -le dijo lady Clem con una sonrisa, y se acercó distraídamente a mirar por la ventana hacia el río Neva. Ahora, el sol de antes se había ocultado y el cielo aparecía gris y cubierto. Desde donde estaba tenía una buena vista del río y del muelle que había enfrente del Ermitage. Mientras miraba, una única embarcación se separó del tráfico del río y se acercó al muelle. Si ése era el barco que le habían dicho que esperara, desde luego no tenía que ver con la nave que Marten le había descrito. Ésta era una sencilla lancha de río, con asientos descubiertos y una pequeña cabina cubierta, y entonces miró más allá, río arriba, en busca de una embarcación más grande. Lo único que vio fue la hilera de tráfico fluvial y nada que se acercara al muelle, y entonces volvió a concentrarse en la lancha. A medida que se acercaba pudo ver a un hombre solo que estaba en popa. Era alto y tenía una melena de pelo gris y rizado. Era el hombre al que buscaba.

De pronto, Clem cruzó el salón y abrió la puerta principal.

– Svetlana, la zarina desea ver al Salón del Trono.

– Por supuesto.


El recorrido por el pasillo que llevaba del Salón Malaquita hasta el Salón del Trono era corto y no les llevó casi tiempo. Un cartel advertía que el salón se encontraba cerrado durante toda la tarde.

– Svetlana -dijo Clem, deteniéndose frente a la puerta-. La zarina y yo deseamos estar un rato a solas.

Svetlana vaciló y miró a Rebecca, quien asintió con la cabeza.

– Las espero aquí-dijo Svetlana.

Spasiba -dijo lady Clem con una sonrisa, y luego abrió la puerta y ella y Rebecca entraron.

43

Alexander pudo ver la aguja dorada del enorme y extenso viejo edificio del Almirantazgo enfrente de ellos. En el extremo más alejado del mismo estaba el río Neva, y directamente en frente, la plaza del Palacio, con un acceso trasero al Ermitage dentro de su círculo de edificaciones.

– Mande un mensaje por radio a los FSO que custodian a la zarina -le dijo a su chofer-. Que la bajen a la Puerta de los Inválidos de inmediato.

– Sí, zarevich. -El chofer redujo la velocidad, se accedió a la plaza y cogió su receptor de radio.


Nicholas Marten advirtió un aluvión de movimiento al entrar las dos mujeres; luego Clem cerró la puerta y ella y Rebecca los miraron, a él y a Kovalenko, que las estaban esperando.

Marten vio como a Rebecca se le cortaba la respiración al verlo. El momento fue increíble y, por un brevísimo instante, el tiempo pareció detenerse.

– ¡Lo sabía! -gritó Rebecca, antes de cruzar el salón apresuradamente. Y lo abrazaba, lo miraba, lloraba y se reía-. ¡Nicholas! ¿Cómo? ¿Cómo, Nicholas?

De pronto, como si recordara ahora con quién había venido, se dio la vuelta y miró a Clem:

– ¿Cómo lo sabías? ¿Cuándo? ¿Por qué ha tenido que ser a escondidas del FSO?

– Tenemos que irnos. -Kovalenko se puso al lado de Marten. Entrar en el Salón del Trono era una cosa (lo único que tuvo que hacer fue mostrar su documento del Ministerio de Justicia) pero salir de allí y llegar a la embarcación sería muy distinto si no actuaban con rapidez.

Al verlo, el rostro de Rebecca se llenó de perplejidad.

– ¿Quién es? -preguntó, mirando a su hermano.

– El inspector Kovalenko. Detective de homicidios para el Ministerio de Justicia ruso.

– Nicholas -intervino bruscamente Clem-. Alexander ha viajado de Moscú a Tsarkoe Selo hace poco rato. Sabe dónde está Rebecca. Viene de camino hacia aquí.

Rebecca miró preocupada de Marten a Clem. Advirtió el miedo y la aprensión en ambos.

– ¿Qué ocurre?

Marten le tomó la mano con fuerza.

– En París te dije que Raymond podía estar todavía vivo.

– Sí…

– Rebecca -Marten quería decírselo con cuidado, pero no había tiempo-, Alexander es Raymond.

– ¿Qué? -Rebecca reaccionó como si no lo hubiera oído bien.

– Es cierto.

– No puede ser -dijo, y dio un paso hacia atrás, horrorizada.

– Rebecca, por favor, escúchame. Tenemos muy poco tiempo antes de que el FSO aparezca por esta puerta. Alexander llevaba un paquete envuelto para regalo cuando él y yo salimos a pasear en la finca de Davos, ¿te acuerdas?

– Sí -susurró Rebecca. Se acordaba. Hasta le había preguntado a Alexander por aquel paquete. Entonces había sido solamente una idea que le había venido a la cabeza y la había intrigado, pero él reaccionó enojado a su pregunta, de modo que decidió no volver a hablarle del tema.

– Cuando estábamos lejos de todos y en aquel puente, de pronto lo desenvolvió. Dentro había un cuchillo grande y muy afilado. -Súbitamente, Marten se abrió la chaqueta de pana y se levantó el jersey-. Mira.

– No. -Rebecca se volvió de espaldas, espeluznada ante la visión de la cicatriz irregular y sinuosa encima de la cintura de Marten. Aquél era el motivo por el cual Alexander había reaccionado de manera extraña cuando ella le mencionó el paquete. Creyó que había supuesto lo que había dentro.

– Intentó matarme, Rebecca. Del mismo modo que mató a Dan Ford y a Jimmy Halliday.

– Lo que le está diciendo es la verdad -dijo Kovalenko, con cautela.

Rebecca temblaba. Trataba de luchar contra la realidad, hacía lo imposible por no creérselo. Miró a Clem, deseando que le dijera que se equivocaban.

– Lo siento, cariño -le dijo Clem sincera, cariñosamente-. Lo siento muchísimo.

La boca de Rebecca se retorció y sus ojos se llenaron de dolor e incredulidad. Lo único que podía ver era a Alexander, cómo la miraba, cómo siempre la había mirado. Con toda su delicadeza, su respeto y su amor incondicional.

La estancia en la que se encontraba le daba vueltas. Aquí, en este salón, en este edificio espléndido, estaba la inmensa e imponente historia de la Rusia imperial. Detrás de ella, tan cerca que casi podía tocarla, estaba el trono dorado de Pedro el Grande. Todo, todo aquello, pertenecía a Alexander por derecho dinástico. Formaba parte de él y ella tenía que compartirlo. Sin embargo, delante de ella estaba su amado hermano y, con él, su mejor amiga. Y con ambos, un policía ruso. Pero Rebecca seguía sin querer creérselo. Tenía que haber alguna respuesta, alguna explicación distinta, pero ahora sabía que no la había.

Marten vio la pálida fragilidad, la horrible y agónica inquietud, la misma mirada de terror, de pérdida y de horror que le había visto en la masacre del almacén ferroviario, cuando Polchak la tenía como rehén mientras intentaba matar a su hermano. Si Rebecca tenía que hundirse en aquel estado traumático por tercera vez en su vida, sería ahora, pero él no podía permitir que ocurriera.

Mirando a Clem rodeó a Rebecca con un brazo, guiándola hacia la puerta.

– Tenemos una embarcación esperándonos -dijo, con voz autoritaria-. Nos va a sacar de aquí. A ti, a Clem y a mí. El inspector Kovalenko se asegurará de que así sea y de que todos estamos a salvo.

– Puede que tengamos un barco, puede que no -dijo Clem en voz baja.

– ¿Qué quieres decir? -se sobresaltó Marten.

– ¿No está en el muelle? -preguntó Kovalenko-Bueno, está, eso sí, y tu marinero de la melena gris está dentro. Pero es una lancha de río, y si crees que Rebecca y yo vamos a cruzar el golfo de Finlandia lleno de hielo en ella en medio de la noche, será mejor que te lo replantees.


Se oyeron unos golpes bruscos a la puerta y apareció Svetlana.

– ¿Qué ocurre? -dijo Clem.

– Los del FSO suben a llevarse a la zarina. El zarevich la está esperando.

De pronto Rebecca se recuperó:

– Por favor, déjenos solos y dígale al FSO que bajaré en un instante -dijo, mirando a Svetlana, con aire majestuoso y sin demostrar ninguna emoción.

– Sí, zarina. -Svetlana salió de inmediato y cerró la puerta detrás de ella.

Rebecca miró a Marten.

– Por muy grave que sea lo que Alexander ha hecho, no puedo dejarle sin decirle nada. -Se volvió rápidamente y se acercó al trono. A su lado había un libro de invitados abierto y ella arrancó una página en blanco y cogió el bolígrafo que había al lado.

Marten miró a Kovalenko.

– Vigila la puerta -le dijo, y luego se acercó rápidamente a su hermana-. Rebecca, no nos queda tiempo.

Ella levantó la vista. Era una mujer fuerte y con voluntad propia. -No puedo marcharme sin hacerlo, Nicholas. Por favor.

44

Alexander corrió desde el Volga hasta la Puerta de los Inválidos del museo.

Dentro no había nadie, ni siquiera el guardia que acostumbraba a vigilar la puerta. Corrió por un pasillo. Los visitantes del museo se paraban, boquiabiertos, a medida que lo iban reconociendo.

– El zarevich, el zarevich.

Alexander ignoraba las caras que lo miraban y el murmullo creciente de su nombre y seguía avanzando. ¿Dónde estaba el FSO? ¿Dónde estaba Rebecca? Justo enfrente vio a una mujer uniformada que salía de la tienda de recuerdos.

– ¿Dónde está la zarina? -le preguntó, autoritario, con el rostro ruborizado de furia-. ¿Dónde está el FSO?

No lo sabía, le balbució la mujer, horrorizada de que el zarevich se estuviera dirigiendo a ella directamente y absolutamente paralizada.

– ¡Olvídese! -Siguió corriendo. ¿Dónde estaban? ¿Por qué habían desobedecido sus órdenes? El metrónomo palpitaba más fuerte; algo horrible estaba pasando. Estaba a punto de perderla, ¡lo sabía!

¡Zarevich! -gritó una voz fuerte desde detrás de él. Se detuvo y se volvió.

– ¡Todos los agentes del FSO han subido al Salón del Trono! -Su chofer del FSO corría hacia él, con el radio receptor en la mano que bullía con una tormenta de comunicaciones solapadas del FSO.

– ¿Por qué? ¡Está ella allí? ¿Qué ha pasado?

– No lo sé, zarevich.


– ¡Por aquí! -dijo Kovalenko tajante cuando salían por la puerta lateral del museo, la misma puerta por la que había entrado lady Clem. El ruso iba delante, luego Clem, y luego Marten con Rebecca. Marten rodeaba a su hermana con un brazo, y la gabardina de Clem le servía para cubrirle los hombros y la cabeza, tanto para protegerla de las miradas públicas como para abrigarla del viento frío que procedía del río.

A los pocos segundos, Kovalenko los había hecho cruzar Dvortsovaya Naberezhnaya, el boulevard que había entre el museo y el río, y los llevaba apresuradamente hasta el muelle, donde el marinero del pelo gris los esperaba fumando junto a una lancha de río amarrada.

– ¡Ey! -le gritó Kovalenko cuando se acercaban.

El marinero tiró el cigarrillo al agua y se dirigió rápidamente en la popa para destensar las amarras.

– ¿No piensa usted llevar a la zarina por alta mar en este trasto, supongo? -Kovalenko estaba plantado ante el marinero, señalando la lancha con un dedo-. ¿Dónde coño está el barco que habíamos pactado?

– Tenemos una barca pesquera anclada en el puerto, pero no podíamos amarrarla aquí arriba sin que todos los policías de San Petersburgo se preguntaran qué demonios estábamos haciendo. Ya debería usted saberlo, amigo -dijo el marinero, levantando una ceja-. ¿Qué pasa, no se fía de mí?

Una levísima sonrisa cruzó el rostro de Kovalenko; luego, bruscamente, se volvió hacia los otros:

– ¡Abordo!

El marinero equilibró la lancha contra el muelle mientras Marten ayudaba a Rebecca y a lady Clem por la pasarela y las observaba desaparecer dentro de la cabina. Luego el marinero tiró del amarre y se encaramó por la pasarela delantera.

– ¡Vamos! -le gritó a Marten.

– Por la mañana estarán en Helsinki. -Kovalenko estaba tan cerca de Marten que ninguno de los otros podía oírlo, ni ver el Makarov automático que tenía en la mano, ofreciéndoselo a Marten por el mango-. ¿Y tú qué piensas hacer?

– ¿Yo qué pienso…? -Marten se lo quedó mirando. Así que esto era lo que había planeado desde hacía tanto tiempo. Los tanteos sobre su pasado, la amistad cuidadosamente trabada, la rapidez y facilidad con la que Kovalenko le había tramitado el pasaporte y el visado, la conversación sobre el cáncer terminal de Halliday y su extraordinaria dedicación a la brigada. Alexander era Raymond, y sabía que Kovalenko lo había sabido desde hacía mucho tiempo. Pero la única manera de demostrarlo era probar que sus huellas digitales coincidían con las que había en el disquete de Halliday, y ahora esto había desaparecido, víctima del protocolo y la política. Sin embargo, todavía había que hacer algo con Raymond como zarevich de Todas las Rusias. El cómo y el qué debían de haber estado rondando por la cabeza de Kovalenko desde París. Éste era el motivo por el cual había tanteado tanto sobre el pasado de Marten. Sin tener más remedio que contestar, Marten le había dicho pequeñas mentiras, informaciones que podían ser comprobadas. Y al final le había dado a Kovalenko lo que necesitaba: un hombre que protegía su verdadera identidad, que sabía cómo matar y que tenía varias razones muy personales para ejecutar a Raymond.

– Tú sabes quién soy. -La voz de Marten era apenas un susurro.

Kovalenko asintió lentamente con la cabeza.

– Llamé a la Universidad de California en Los Ángeles. No había ningún Nicholas Marten que hubiera asistido a la universidad en el período que tú dijiste haber estudiado. Sin embargo, sí hubo un John Barron matriculado. Además, tovarich, la brigada tenía seis hombres. Se sabía qué había sucedido con sólo cinco de ellos, de modo que, ¿qué había sucedido con el sexto? Juntar las piezas no es muy difícil, en especial si estás donde yo estoy.

– ¡Nicholas! -gritó Rebecca detrás de ellos. Al mismo tiempo, se oyó un ruido estridente del motor, mientras el marinero lo arrancaba.

Kovalenko ignoró a los dos.

– El Ermitage está lleno de gente. El zarevich no sabrá el aspecto que tienes, ni tampoco el FSO.

Los ojos de Marten se dirigieron hacia el arma automática que Kovalenko tenía en la mano. Tenía la sensación de que un giro enorme del destino lo había transportado desde un garaje vacío de Los Ángeles hasta el corazón de San Petersburgo.

Kovalenko podía estar exigiendo lo que Roosevelt Lee había pedido. Podía haber dicho tranquilamente, «por Red», o «por Halliday», o «por Dan Ford». O, incluso, «por la brigada».

– ¿Para quién demonios trabajas? -masculló Marten.

Kovalenko no le contestó. En vez de hacerlo, miró hacia el Ermitage.

– Está ahí, probablemente en el Salón del Trono en el que hemos estado, o al menos, cerca de él. Estará furioso por lo de la zarina y amonestando a los FSO asignados a su custodia. Ni él ni ellos prestarán demasiada atención a lo que sucede a su alrededor. El museo está lleno de gente. Luego no será tan difícil escapar entre la muchedumbre, en especial si uno sabe exactamente adonde tiene que ir.

Tendré el coche esperándote en Dvortsovy Prospekt, en la puerta por la que acabamos de salir.

La mirada de Marten cortó al ruso por la mitad.

– Serás hijo de puta… -murmuró.

– Tú decides, tovarich.

– ¡Nicholas! -volvió a gritar Rebecca-. ¡Vamos!

De pronto Marten alargó el brazo, cogió el Makarov con una mano y se lo metió dentro del cinturón, por debajo de la chaqueta. Luego se volvió, mirando primero a Rebecca y luego a Clem.

– ¡Llévatela a Manchester, yo me reuniré allí con vosotras! -Marten las miró unos segundos más, tratando de grabar aquella imagen en su memoria. Luego se volvió y se empezó a alejar por el muelle.

– ¡Nicholas! -oyó gritar a lady Clem detrás de él-. ¡Sube al maldito barco! -Pero ya era demasiado tarde. Ya estaba cruzando Dvortsovaya Naberezhnaya y se dirigía hacia el Ermitage.

45

Mi querido Alexander,


Con toda la tristeza de mi corazón te comunico que no volveremos a vernos nunca más. Este destino no nos pertenecía. Echaré siempre de menos lo que pudo haber sido.

Rebecca


El latido del metrónomo retumbaba. Alexander se quedó helado, mirando fijamente aquella hoja de papel arrancada del libro de invitados con la caligrafía que tan bien conocía.

Los tres FSO asignados a Rebecca, más el que lo había llevado en el Volga hasta el museo, estaban apartados y en silencio, observando, temerosos por su propio futuro. Lo único que sabían era que cuando habían llegado al Salón del Trono, lo habían encontrado vacío. Se hizo sonar una alarma general y el edificio fue registrado por el personal de seguridad. A los cuatro agentes del FSO se les ordenó que permanecieran junto al zarevich. Sólo Dios sabía lo que pasaría a continuación.

– ¡Fuera, todos fuera! -La voz de la baronesa irrumpió en el salón como un látigo.

Alexander levantó la vista y la vio frente a la puerta, con Murzin detrás de ella.

– ¡Fuera, he dicho! -repitió.

Murzin asintió y los FSO salieron rápidamente.

– ¡Usted también! -espetó, y Murzin salió y cerró la puerta detrás de él.


Tres escalinatas con alfombras rojas llevaban hasta el trono dorado de Pedro el Grande, y Alexander estaba arriba de ellas, observándola acercarse.

– Se ha ido. -Los ojos de Alexander estaban ausentes, como si no viera nada o no tuviera ni idea de dónde estaba. Lo único que había, lo único que existía, era el terrible bum, bum, bum, bum del metrónomo que lo atormentaba.

– La encontrarán, por supuesto. -La voz de la baronesa era tranquila, incluso balsámica-. Y cuando la encuentren… -su voz se arrastró y ella sonrió levemente-. Ya sabes que la quiero como a una hija, pero si tuviera que morir, el pueblo te adoraría incluso más.

– ¿Qué? -Alexander fue devuelto al presente de golpe.

La baronesa se le acercó un poco más hasta quedarse, finalmente, al pie de las escaleras, con la mirada levantada hacia él.

– Ha sido secuestrada, por supuesto -afirmó-. Los ojos del mundo se concentrarán en este hecho. El presidente Gitinov no puede decir nada, sólo sumarse al horror nacional. Y luego, al final, encontraremos su cuerpo, ¿Lo entiendes, mi amor? Los corazones del mundo estarán en tus manos. No habíamos podido tener mejor suerte.

Alexander la miraba incrédulo. Tembloroso, incapaz de moverse, como si sus pies, de pronto, se hubieran fundido con el suelo.

– Todo esto forma parte de tu destino. Nosotros somos los últimos Romanov. ¿Sabes cuántos fueron destruidos después de convertirse en zares? Cinco. -Subió un peldaño, acercándose más a él, con su voz tan suave de siempre-. Alejandro I, Nicolás I, Alejandro II, Alejandro III, y tu bisabuelo, Nicolás II. Pero a ti no te ocurrirá. No lo permitiré. Serás coronado zar y no serás destruido. Dímelo… -Subió el segundo peldaño y sonrió delicada, cálidamente.

Alexander la miraba fijamente.

– No -murmuró-, no lo haré.

– Dímelo, mi amor… dilo como lo has dicho desde que tienes el don de la palabra. Dímelo en ruso.

– Yo…

– ¡Dímelo!

Vsay -Alexander inició el mantra. Era un autómata, incapaz de hacer nada más que lo que ella ordenaba-. Vsay… ego… sudba… V rukah… Gospodnih.

Vsay ego sudba V rukah Gospodnih. Todo su destino en las manos de Dios.

– Otra vez, mi amor.

Vsay ego sudba V rukah Gospodnih -repitió él, como un niño cediendo a las exigencias de su madre.

– Otra vez -le susurró ella, mientras subía el último peldaño hasta quedarse frente a él.

¡Vsay ego sudba V rukah Gospodnih! -dijo con energía y convicción, como un juramento hacia Dios y hacia él mismo. Del mismo modo en que lo hizo cuando cayó en manos de la policía de Los Ángeles. -¡Vsay ego sudba V rukah Gospodnih!

De pronto tenía los ojos desorbitados y sacó el cuchillo del bolsillo de su chaqueta, con su hoja afilada resplandeciendo en su mano. El primer corte le seccionó la yugular. Luego vino otro corte. Y el tercero. Y el cuarto. ¡Y el quinto! Su sangre estaba por todas partes, por el suelo, por las manos de él, por su chaqueta, por su cara, por sus pantalones. La sintió deslizarse por su cuerpo y caer al suelo, a sus pies, con un brazo sobre el reposapiés del trono dorado.

De alguna manera alcanzó a cruzar el salón y abrió la puerta de un manotazo. Murzin estaba allí, a solas. Se miraron a los ojos. Alexander lo cogió por las solapas y lo metió en el salón.

Murzin miró horrorizado.

– Dios mío…

El cuchillo volvió a brillar. Murzin se llevó las manos a la garganta. La última mueca de su vida fue de asombro.

Con un gesto mecánico, Alexander se arrodilló y sacó el rifle automático Grach de 9 mm de la pistolera de Murzin. Luego se levantó, retrocedió y salió por la puerta, con el rifle embutido dentro de su cinturón y el cuchillo ensangrentado otra vez dentro de la chaqueta.

46

Marten avanzaba hacia el Salón del Trono, subiendo la escalinata principal del Ermitage en medio de una muchedumbre de visitantes del museo, cuando oyó el grito horrorizado de una mujer en el piso de arriba. Todo el mundo se quedó quieto, mirando hacia arriba.

– El zarevich -murmuró un hombre a su lado.

Alexander estaba de pie encima de la escalinata, mirando hacia abajo, aparentemente tan sobresaltado por el grito de la mujer como toda la gente allí aglomerada. Tenía las manos medio levantadas al aire, como si fuera un cirujano esperando a que le pusieran los guantes, y las tenía empapadas de sangre. Tenía también una mancha grande de sangre en la cara, y otra en la cazadora de piel.

– Dios del Cielo -masculló Marten, antes de empezar a moverse, lenta, cuidadosamente, subiendo la escalinata, usando a la gente que miraba a Alexander para ocultar su avance. De pronto, Alexander giró la cabeza y sus ojos se clavaron en los de Marten. Por un instante se quedaron quietos y luego, rápidamente, Alexander dio media vuelta y desapareció.


Alexander empujó una puerta y corrió hacia una escalera interior. Con el corazón acelerado, la mente ofuscada, apenas sentía los peldaños debajo de los pies mientras los bajaba a la carrera. Al pie había otra puerta. Por un instante brevísimo vaciló, luego tiró de ella y salió a un pasillo central de la primera planta. En una dirección estaba la Puerta de los Inválidos, por la que había entrado. En la otra, la escalinata principal en la que el hombre que estaba convencido que era Marten había estado en medio de la muchedumbre, mirándolo. En medio estaban los lavabos.


Alexander abrió la puerta del cubículo y se metió dentro. La cerró detrás de él y pasó el candado. Luego, abatido, apoyó una rodilla sobre el retrete y vomitó. Estuvo allí arrodillado, sintiendo las náuseas y vomitando, vaciando todo el contenido de su estómago, durante dos minutos enteros. Finalmente, con la garganta irritada, logró levantarse y tiró de la cadena, antes de enjugarse la boca y la nariz con papel higiénico. Luego trató de tirar el papel al retrete pero no pudo; lo tenía pegado a las manos y, por primera vez, se dio cuenta de la sangre que tenía en ellas.

De pronto se oyó una oleada de agitación y oyó a varias personas entrando en el baño desde el pasillo. El zarevich había sido visto en el edificio, arriba de la escalinata principal, decían. Iba ensangrentado, o al menos manchado de algo que parecía ser sangre. Había rumores de que habían asesinado a dos personas. Los equipos de seguridad habían precintado todo el segundo piso. El asesino podía estar en cualquier parte.

Lentamente, Alexander se inclinó hacia el retrete y metió las manos en el agua fría. Rápida, frenéticamente, se las frotó, tratando de limpiarse la sangre. De alguna manera hasta le parecía divertido, porque no sabía de quién era aquella sangre, si de Murzin o de la baronesa, o de ambos. Se frotó con más fuerza. La sangre se deshizo con la humedad, o al menos gran parte de ella. Era suficiente. Luego vio que tenía más sangre en los pantalones y en su chaqueta de aviador. Oyó que se abría la puerta de los lavabos y una persona, y luego otra, salieron.

Alexander entreabrió la puerta del cubículo un poco. Había un solo hombre, peinándose ante el espejo. Debía de tener treinta años, una altura y una complexión medias, e iba elegantemente vestido con un traje de cuadros de color crudo y una bufanda grande, azul marino, envuelta elegantemente en el cuello. Curiosamente, hasta en la escasa luz del lavabo, llevaba puestas unas gafas de sol tipo mosca.

– Disculpe -dijo Alexander en inglés, al salir del retrete.

– ¿Sí? -respondió el hombre. Sería la última palabra que pronunciaría en su vida.

47

Marten había intentado subir la escalinata detrás de Alexander, pero una retahíla de agentes del FSO y de seguridad uniformados acordonó de pronto la segunda planta y estaba mandando a todo el mundo hacia abajo. Al cabo de unos minutos, una voz masculina sonó por los altavoces, primero en ruso, luego en inglés, francés y alemán, que el museo estaba a punto de cerrar por motivos de seguridad y que no se dejaría salir a nadie del edificio hasta que hubiera sido identificado por la policía.

Marten había retrocedido rápidamente escaleras abajo con el resto de la gente y se dirigió apresuradamente por una gran sala con columnas hasta la entrada principal. Sabía que con el grito, fuera lo que fuese que había pasado en el piso de arriba, y con la rapidez de la huida de Alexander, las cosas estaban avanzando con demasiada rapidez como para que el dispositivo de seguridad estuviera totalmente organizado. Si se quedaba atrapado dentro con la gente, podía estar horas haciendo cola antes de que lo autorizaran a salir -o no, puesto que llevaba el arma automática de Kovalenko y un pasaporte que lo identificaba como Nicholas Marten- y para entonces Alexander ya se habría marchado.

Delante de él podía ver la entrada principal.

Siete metros más y… de pronto se quedó parado. La policía ya estaba allí. La entrada estaba precintada y empezaban a organizar su protocolo de control.

A su izquierda estaban las taquillas de venta de entradas y, detrás de las mismas, bajando por un pasadizo corto, estaba la Oficina de Visitas, en la que Clem se había encontrado con Rebecca. Nervioso, avanzó por el vestíbulo, abriéndose paso por entre los visitantes del museo, confundidos y asustados. En unos instantes había alcanzado la Oficina de Visitas. Justo detrás había una puerta de emergencia que daba al exterior. Tenía una barra para empujar y tal vez estuviera conectada a una alarma, pero valía la pena intentarlo. La alcanzó y estaba a punto de empujarla con el hombro cuando advirtió a dos agentes del FSO que corrían por el pasillo en dirección a él. Entonces se volvió y retrocedió, forzando el paso por entre la marabunta de gente, pasando más allá de las taquillas y de la entrada principal. Ahora volvía a oírse la advertencia por megafonía.

Ahora volvía a encontrarse en la sala de las columnas, dirigiéndose hacia la escalinata principal. Luego vio un pasillo largo que doblaba a la derecha. Se metió rápidamente por él, buscando con la mirada a un lado y a otro una puerta de salida. Pasó frente a una librería y a una tienda de arte. Había más gente, mayor confusión. Siguió avanzando, pasando por delante de los lavabos. Una docena de pasos más y algo le hizo bajar la vista. Se quedó petrificado: en el tablero blanco y negro del suelo había una huella ensangrentada de un zapato. Más adelante vio otra huella. Instintivamente, la mano se le fue al Makarov que llevaba en el cinturón. Lo sacó cuidadosamente y dejó caer el brazo a un costado. Siguió andando, con el rifle automático lo más oculto que pudo.

Otra huella ensangrentada, y otra. Era el pie derecho, y quien fuera que estuviera dejándolas caminaba rápidamente. Los pasos eran alargados y la huella era cada vez más débil, a medida que la sangre se iba secando.

48

Un cielo gris y tapado cubría la ciudad mientras un hombre vestido con un elegante traje de cuadros, una bufanda azul marino y unas gafas de sol tipo mosca salía cautelosamente por la Puerta de los Inválidos a la plaza del Palacio, por la parte trasera del edificio, con una mano en el arma automática de Murzin que llevaba bajo la americana, dispuesto a ser desafiado por la policía. Pero no había ningún agente a la vista. Por la dirección de las sirenas, parecían concentrados, al menos de momento, en la muchedumbre que abarrotaba la entrada principal. Alexander vaciló unos instantes y luego se ajustó las gafas de sol y siguió andando.

Delante de él estaba el Volga negro. No tenía ni idea de dónde estaba su chofer del FSO, ni los otros agentes. La última vez que los había visto fue en el salón del trono, después de que la baronesa les ordenara salir.

Se volvió apresuradamente y miró a través de la extensa plaza. En el centro se levantaba la columna de Alejandro, que conmemoraba la derrota de Napoleón, al fondo, el Edificio General de Personal, unido a la casa de los Guardas por un magnífico arco de triunfo, encima del cual había una sólida escultura de seis toneladas de la Victoria conduciendo un carro tirado por seis caballos. Todos eran recordatorios de la victoria de Rusia en la guerra de 1812. Debían haberle infundido la esperanza y el coraje del alma rusa, y podían haberlo hecho si no fuera porque, al volverse, vio las leves pero visibles huellas de sangre que le hicieron darse cuenta de que estaba dejando rastro.

Horrorizado, avanzó cruzando la plaza, andando rápidamente, evitando echarse a correr para no llamar demasiado la atención. Al caminar, frotaba la suela de su zapato derecho contra el suelo, tratando desesperadamente de borrar la poca sangre que todavía llevaba pegada, mientras intentaba de comprender lo que había sucedido exactamente en el retrete de los muzhskoy, los lavabos de hombre. No había tenido demasiado tiempo para quitarse su ropa y cambiarse al traje de cuadros del hombre asesinado. Con las prisas, debió de haber pisado el charco de sangre con el pie derecho, y la suela de crepé debió de haberla absorbido como una esponja. De nuevo, el espectro del cuchillo lo perseguía. ¿Por qué había empezado a usarlo de nuevo? De no haberlo hecho, la baronesa seguiría viva, y también Murzin estaría allí para protegerlo.

Se apresuró, pasó frente a la columna de Alejandro, con los ojos clavados en el arco de triunfo del fondo. Lo único que oía eran los aullidos de las sirenas. A la izquierda veía a la policía, que estaba acordonando la zona de aparcamiento del personal del museo. Al menos cincuenta personas lo habían visto encima de las escaleras, manchado de sangre. Con todo el caos y la conmoción no había manera de saber cuánto tiempo tardarían la policía y el FSO en encontrar al muerto en el lavabo de hombres junto a su cazadora y sus pantalones. Pero cuando lo hicieran, la confusión sería mucho mayor. Nadie sabría bien lo que había ocurrido, por qué estaban allí las prendas del zarevich ni lo que le había ocurrido. La primera suposición -en especial después de haber sido visto ensangrentado por el público- sería que había sido atacado por la misma persona o personas que habían matado a la baronesa y a Murzin, y que estaba muerto o retenido u oculto en algún lugar del cavernoso edificio, en el que concentrarían la búsqueda. Además, nadie sabría, al menos de momento, que el hombre hallado muerto llevaba un traje de cuadros antes de morir. Todos aquellos elementos unidos le daban un tiempo precioso y el espacio que necesitaba. Un paso más y miró atrás, hacia el museo. La plaza estaba vacía. Siguió avanzando.

De pronto pensó en Marten. Lo había visto allí, al pie de la escalinata, en medio de la muchedumbre, subiendo hacia él. Iba bien afeitado y estaba muy flaco, con el pelo corto y un traje barato de pana marrón. Podía haberse tratado de otro hombre, pero no lo era, era Marten sin ninguna duda, allí, de nuevo, como, de alguna manera, siempre había estado. No sabía por qué había pensado que no lo reconocería. Ahora se daba cuenta de que sería capaz de reconocerlo en cualquier lugar. La razón era simple: sus ojos. Marten lo miraría siempre de frente, como si fuera el alma y la sombra de Alexander al mismo tiempo.

– ¡Basta! -se dijo a sí mismo-. Has de pensar con claridad. Basta ya de esta obsesión con Marten.

Levantó la vista. Estaba muy cerca del arco de triunfo. Seguía sin haber policía, al menos no en aquella zona. Al otro lado del arco estaba San Petersburgo, y sabía que una vez se metiera en el centro urbano, podía confundirse con la gente del mismo modo que lo hizo antaño en Los Ángeles. Volvió a mirar hacia la Puerta de los Inválidos. Nadie, nada. Ahora ya estaba en el arco. Se volvió para echar una última mirada. Justo entonces, la Puerta de los Inválidos se abrió y un hombre solo salió al exterior. Estaba a cierta distancia pero no había ninguna duda sobre su identidad.

Nicholas Marten.

49

Marten vio el leve rastro de sangre del zapato justo delante de la puerta. Y entonces, en la plaza, lejos de él, un hombre con traje de cuadros que de pronto se giraba y miraba hacia él antes de salir disparado para refugiarse en las sombras de debajo de un gran arco que unía dos edificios.

Marten echó a correr mientras con una mano buscaba su teléfono móvil.


– ¡Está solo y está huyendo! -saltó la voz de Marten en el teléfono de Kovalenko.

– ¿Dónde está? ¿Y tú, dónde estás? -Kovalenko, estacionado frente a la entrada secundaria del museo, estaba ya arrancando el motor del Ford.

– Cruza la plaza de detrás del museo. Acaba de pasar por debajo de un arco, al fondo.

– No lo pierdas de vista, voy para allá.


Alexander ya había pasado bajo el arco y caminaba hacia el bullicioso Nevsky Prospekt. Miró atrás por encima de un hombro y no vio a nadie. Entonces llegó a Nevsky Prospekt y bajó por él, en dirección opuesta al museo y al río.

Marten pasó por debajo del arco a la carrera. Delante de él vio a tres muchachas que caminaban y charlaban animadamente entre ellas. Rápidamente se les acercó.

– Por favor, ¿han visto a un hombre con traje de cuadros? -preguntó.

No English -dijo una de ellas, con dificultad, y las tres se miraron entre ellas.

– Gracias, disculpen. -Marten siguió corriendo hacia el fondo de la calle. Al cabo de treinta segundos llegó a Nevsky Prospekt, justo cuando el Ford beige de Kovalenko se detenía.

– Le he perdido. -Marten subió al lado de Kovalenko y cerró la puerta de un golpe-. Lleva un traje ocre a cuadros.

– Muy bien -dijo Kovalenko, arrancando el Ford de nuevo-. Ésta es la calle más importante de San Petersburgo, tovarich, tal vez de toda Rusia. Cada día la recorren millones de personas. Le resultará muy fácil esconderse, a menos, claro está, que lo reconozcan. Entonces ya no podrá ocultarse. Tú mira por la derecha, yo miraré por la izquierda.

De pronto se oyó el crujido de la radio del coche y el parloteo policial sonó por el radio receptor que Kovalenko había dejado en el salpicadero del coche.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Marren.

– El Ermitage. Han encontrado otro muerto en el lavabo de la primera planta.

– ¿Qué quieres decir, otro…?

– Había dos muertos arriba, el coronel Murzin, el comandante de la guardia personal del zarevich del FSO y… -Kovalenko vaciló- la baronesa.

– ¿La baronesa?

Tovarich, ha matado a su propia madre.

50

Alexander se abría paso por entre la muchedumbre lenta que abarrotaba las aceras de Nevsky Prospekt. De momento, con las gafas de sol y el traje del hombre asesinado, nadie lo había reconocido; ni siquiera nadie se había girado a mirarlo con curiosidad. Miró hacia atrás, vigilando ambas aceras con atención. Lo único que veía era una masa de gente sin rostro y la calle en medio, llena de tráfico. Ni rastro de Marten. Siguió andando.

En el suelo delante de él había cartones pisoteados de envoltorios del McDonald's. Al lado, una botella de Coca-cola pisoteada. Doce pasos más allá pasó por delante de un Pizza Hut; media manzana más adelante, una tienda en la que vendían calzado deportivo Nike y Adidas, y luego otro escaparate lleno de gorros de béisbol de equipos americanos. Podía estar en Londres, París o Manhattan, daba igual. Las tiendas, la gente, nada importaba. Aparte de Marten, lo único que tenía en la cabeza era el helicóptero Kamov repostado en el aeródromo de Rzhevka, y el piloto que aguardaba su regreso. Adonde iría en él no importaba. Tal vez hacia el sur, a Moscú, y llamaría al presidente Gitinov desde el aire para decirle que la zarina había sido secuestrada y que él había logrado huir de la masacre del Ermitage e iba de camino a Moscú, a refugiarse en el Kremlin. O al oeste, a la mansión del siglo xvn de la baronesa en el Macizo Central de Francia. O quizá -su cabeza erraba mientras pensaba en las posibilidades- iría hacia el este, cruzando Rusia hasta Vladivostok, luego Japón, hacia el sur, utilizando las Filipinas, Nueva Guinea y la Polinesia francesa para parar a repostar, cruzando el Pacífico del sur de camino a su rancho en Argentina.

Miró hacia atrás. Seguía sin ver ni rastro de Marten. Tenía que llegar al aeródromo. ¿Qué podía hacer? ¿Parar un coche, obligar al conductor a bajar y conducir él mismo? No, el tráfico era demasiado denso. Podía avanzar una manzana, dos como mucho, antes de que lo atraparan. Levantó la vista.

Enfrente había una estación de metro. Era perfecto. No sólo como refugio, sino como medio de transporte hasta el aeródromo. Usar el metro como lo había hecho en Los Ángeles cuando, como Josef Speer, había tomado el autobús para llegar a LAX. De pronto se dio cuenta de que para coger el metro necesitaba dinero. Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Nada.

Buscó en los bolsillos de los pantalones, delante y detrás. Nada. ¿Qué había hecho con los efectos personales del muerto, cuando lo desnudó en el lavabo? No tenía ni idea.

Necesitaba dinero. No mucho, sólo lo bastante para comprarse una tarjeta de metro. Diez pasos delante de él había una mujer mayor que andaba con arrogancia, con un bolso grande colgado del brazo.

Actuó rápido, decidido. En un instante estaba al lado de la anciana, agarrado del bolso y arrancándoselo. Se coló entre la gente mientras la mujer caía al suelo. La oyó gritar detrás de él.

Vor, vor! -gritaba. ¡Ladrón, ladrón!

Siguió avanzando, abriéndose paso por entre la gente. De pronto sintió una mano que lo agarraba y se ponía a tirar de él.

Vor! -Un joven fornido gritaba y le dio un puñetazo. Alexander se agachó. Y entonces otro joven le atacó.

Vor! Vor! Vor! -le gritaban, mientras le daban puñetazos y al mismo tiempo trataban de recuperar el bolso de la mujer.

Alexander levantó un brazo y se volvió mientras la muchedumbre lo iba acorralando más y más.

Vor! Vor! -gritaban los jóvenes, atacándolo.

De pronto Alexander se volvió con el Grach automático de 9 mm de Murzin en la mano.

¡Pum! Le dio al primer joven en la cara.

¡Pum! ¡Pum! El segundo joven cayó de lado y se tambaleó hacia la calle, delante de un autobús, con dos tercios de la cabeza estallados.

La gente gritaba horrorizada. Alexander los miró durante una décima de segundo y luego dio media vuelta y salió corriendo.

Los ojos de Marten escrutaban los rostros mientras caminaba. Alexander podía ser cualquiera de ellos. Matar a cambio de una muda de ropa o cualquier otra menudencia no significaba nada para él. La vida no significaba nada para él. Excepto… Marten se acordó de la villa de Davos y de la expresión en la mirada de Alexander cuando estaba con Rebecca. La devoción, el amor absoluto, eran cosas de las que Marten había estado seguro que Alexander era absolutamente incapaz de sentir. Pero se equivocaba, porque estuvo allí y lo había visto.

Pasaron más caras. Hombres, mujeres, Alexander podía ser cualquiera. De pronto recordó los trucos y las astucias funestas de Alexander en Los Ángeles. Al mismo tiempo, recordó la advertencia de Dan Ford en París. «No sabrás lo que trata de hacer hasta que sea demasiado tarde. Porque, para entonces, tú estarás en el mismo agujero que él y luego… ya está.»Marten se llevó la mano al Makarov de su cinturón y siguió andando, pasando con la mirada de un rostro a otro. Alexander estaba allí, en algún lugar, lo sabía.

De pronto, el cielo tapado y acerado que había cubierto San Petersburgo durante casi toda la tarde dio paso a un sol brillante justo cuando se estaba poniendo por el horizonte. En pocos segundos la ciudad entera quedó bañada en una impresionante luz dorada. Cogió a Marten por sorpresa y se detuvo a mirarla. Entonces se dio cuenta de que se encontraba en el mismo puente por el que había visto cruzar a Alexander, y miró a su alrededor. El movimiento que había debajo le llamó la atención y vio a un hombre con traje de cuadros que avanzaba rápidamente a lo largo del canal y que se acercaba a las escaleras que llevaban hasta el lugar donde él estaba.

Alexander tenía la mano en la barandilla de las escaleras y miraba hacia arriba cuando se quedó petrificado. Marten estaba arriba, mirando hacia él. Una brisa ligera revolvía el pelo de Marten, y él, la ciudad y el cielo estaban teñidos de un amarillo brillante.

Tranquila, hasta fríamente, Alexander dio media vuelta y volvió a marcharse por donde había venido. Al fondo del canal, la catedral de Nuestra Señora del Kazan resplandecía, bañada en la misma luz dorada. Unos peldaños bajaban del puente también por ese lado, y le pareció ver a alguien vagamente familiar descender por ellos.

Aceleró el paso. No había necesidad de mirar. Sabía que Marten bajaba por las escaleras detrás de él. Caminaba, no corría, con pasos calculados, manteniéndolo en el punto de mira, pero sin forzarlo. Si corría, Marten correría. Sí, cabía la posibilidad de perderlo, pero había muchas más posibilidades de que dos hombres corriendo llamaran la atención, y sabía que la policía rondaba por ahí porque todavía podía oír sus sirenas. Estaban buscando a la persona que había matado a la baronesa y al coronel Murzin del FSO, y al hombre de los lavabos del Ermitage. No debían de tener ni idea de quién era, ni de qué aspecto tenía. Pero ahora también estarían buscando a otra persona, un hombre con traje de cuadros que acababa de matar a dos muchachos en Nevsky Prospekt.

De modo que había que seguir andando, pensó, dejar que Marten se acercara. Finalmente lo comprendió. Marten estaba aquí ahora, igual que había estado tras cada uno de sus movimientos. Estaba aquí porque era donde tenía que estar. Era el motivo por el cual se habían enfrentado en Los Ángeles, por el cual Alexander se había enamorado de su hermana, tal vez incluso por el cual había dejado las huellas sangrientas. Marten era una parte integral de su sudba, su destino. Rebecca le había dicho más de una vez lo mucho que se parecían él y su hermano. Sus habilidades y su coraje estaban a un mismo nivel excepcional; lo mismo que su valentía, voluntad y tenacidad. Y los dos habían regresado de la muerte. Marten era el último guante que Dios le echaba, un guante feroz, la última prueba de su capacidad para alcanzar la grandeza que Dios esperaba de él.

Esta vez, y de una vez por todas, Alexander lo conseguiría, le demostraría a Dios que era capaz de volver de la inconsciencia en la que se encontraba.

Debería ser fácil. Todavía tenía el revólver y la navaja. Marten había estado en el Ermitage. Lo único que tenía que hacer era matarle, luego poner sus huellas en la navaja y la navaja en su bolsillo, y el pueblo ruso vería de qué material estaba hecho su zarevich. Se convertiría en el héroe que, él solo, había perseguido al asesino de la baronesa y del coronel Murzin por las calles de San Petersburgo y finalmente lo había matado. Después de eso ya no habría más preguntas sobre el traje de cuadros o los hombres muertos en Nevsky Prospekt o en el lavabo del museo. Todos ellos, afirmaría, eran cómplices del asesino que había intentado matarlo. Ni tampoco tendría ninguna necesidad de llegar hasta el helicóptero. El helicóptero iría hasta él.

Más adelante había otro puente que cruzaba el canal. Era un puente para peatones. El Bankovski Most, el puente de la orilla, se llamaba. Era precioso, antiguo, clásico, con dos grifones de grandes alas doradas a ambos lados. A la izquierda había una serie de edificios de tres y cuatro plantas, de piedra y ladrillo. Nada más. Siguió andando, de espaldas a Marten.

Tardó poco tiempo en llegar al puente. Cuando lo hiciera, sacaría el arma automática de Murzin de su cinturón, luego lanzaría el bolso hacia un lado como medida de distracción, se volvería y dispararía.


Marten estaba a veinte metros detrás de él cuando vio a Alexander que se cambiaba de mano en bolso robado y miraba directamente delante de él, al puente que cruzaba al otro lado del canal. Entonces fue cuando vio a Kovalenko. Estaba en la otra orilla y se mantenía un poco por detrás de él, sin perderlo de vista. Marten sabía que Kovalenko era listo, pero no lo había visto nunca disparar y no sabía si era consciente de la rapidez letal y la extrema puntería de Alexander con las armas de fuego. Si Alexander tomaba el puente y reconocía a Kovalenko, éste era hombre muerto.


– ¡Raymond!

Alexander oyó a Marten gritar detrás de él. Siguió andando. Cinco pasos más y estaría en el puente. Los grifones eran unas estatuas enormes de bronce y resultarían una protección excelente. Marten estaría solo en la pasarela sin cubierta posible. Sentía el Grach ligero, hasta hábil en su mano. Tan sólo le llevaría un disparo, y sería entre los ojos.


Marten se detuvo y levantó el Makarov con las dos manos, entrenando el ojo en la nuca de Alexander.

– ¡Raymond! ¡Alto! ¡Ahora!

Alexander puso una media sonrisa y siguió andando.

– ¡Raymond! -volvió a ordenar Marten-. ¡Última oportunidad! ¡Quieto! ¡O disparo ahora mismo!

Durante un instante brevísimo Marten no hizo nada. Luego, lentamente, su dedo se apoyó en el gatillo del Makarov. Una sola explosión atronadora resonó por todo el canal y los edificios de alrededor. Cascotes del pavimento resquebrajado explotaron a los pies de Alexander.

Pero Alexander lo ignoró y siguió andando. Estaba casi en el puente. En su mente, Marten ya estaba muerto. Deslizó la mano derecha dentro del pantalón y tomó el Gracht en su cintura.

Tres pasos, dos.

Ya estaba en el puente.

Dejó caer el bolso de su mano.


Marten ya estaba en el suelo y rodando de lado cuando Alexander se volvió, con el Grach en la mano. Marten se levantó sobre los codos, apuntando a Alexander con el Makarov, mientras las ideas se le agolpaban en la cabeza, todos los botones que Kovalenko había tocado antes: «Por Red, por Dan, por Halliday. Por la brigada».

Apretó el gatillo justo en el momento en que Alexander disparaba. Se oyó un rugido atronador de disparos. Trozos de cemento le saltaron a la cara y por un momento se quedó ciego. Luego se le aclaró la vista y vio a Alexander tambaleándose hacia atrás, con la pierna izquierda hecha un picadillo de sangre y cuadros. Entonces su pierna cedió y todo él cayó al suelo, con el arma automática deslizándose sobre el pavimento.


Alexander vio a Marten levantarse y dirigirse hacia él, con el Makarov entre las dos manos. Al mismo tiempo, se dio cuenta de que estaba en el suelo y de que el Grach había caído delante de él. Trató de levantarse a recoger el arma, pero no pudo. Tenía la sensación de que estaba tumbado sobre algo mullido, como si hubiera caído sobre una cama de hojas secas. De pronto vio a Marten detenerse y mirar más allá de él. Rápidamente, se volvió para saber qué era lo que había atraído la atención de Marten.

La figura vagamente familiar que había visto bajando por las escaleras al fondo del canal cruzaba ahora el puente en dirección a él. Era el policía ruso, Kovalenko. Llevaba una Makarov en la mano y tenía una mirada gélida. La confusión inundó el rostro de Alexander. ¿Por qué estaba Kovalenko avanzando hacia él con el arma levantada de aquella manera? ¿Por qué lo miraba de aquella manera, si estaba tirado en el suelo y desarmado y resultaba inofensivo? De pronto lo supo. Éste era su destino, y lo había sido desde el día en que había hundido la navaja en el pecho de su medio hermano en el parque de París.

– ¡Kovalenko, no! -oyó gritar a Marten detrás de él.

Demasiado tarde. El policía ruso estaba justo a su lado.

– ¡No! ¡No! ¡No lo hagas! -oyó a Marten gritar otra vez.

Entonces vio que la mirada del policía ruso se endurecía y sintióel acero del Makarov contra su cabeza. El dedo se tensó más sobre el gatillo. Un disparo atronador quedó interrumpido por una inundación de luz blanca dentro de su cabeza. Era una luz que lo cegaba todo como una marea feroz y que se hacía, más y más y más fuerte. Y luego. Finalmente. Se apagó.

52

Golfo de Finlandia, a la misma hora


Rebecca y lady Clem estaban frente a la cabina del barco pesquero de dieciocho metros de eslora número 67730, mirando hacia San Petersburgo, ahora mismo bañado en una luz dorada. El barco estaba a veinte minutos del puerto y avanzaba a ocho nudos a través de un suave oleaje con trozos de hielo intermitentes. La luz dorada duró todavía un rato y luego, como si de pronto hubieran bajado el telón, se oscureció mientras el sol se ocultaba tras las nubes del horizonte.

Una vez sumidas en la oscuridad y, como atraídas por la misma fuerza que había llevado la luz radiante sobre San Petersburgo, las dos mujeres se miraron.

– El tiempo pasará y el dolor te parecerá cada vez más soportable -dijo Clem con voz serena-, y, con el tiempo, tu mente se irá distanciando de los recuerdos. Es algo en lo que iremos trabajando, las dos, tú y yo. Lo haremos, te lo prometo.

Rebecca la miró atentamente unos instantes, tratando de creer lo que le decía, queriendo creérselo. Finalmente cerró los ojos y, con un sollozo terrible, empezaron a brotarle las lágrimas.

Lady Clem la rodeó con sus brazos y la abrazó fuerte, llorando con ella en silencio, compartiendo su dolor, tal vez el más doloroso de todos. Al cabo de unos minutos, tal vez horas, quién lo sabía, y al sentir la caricia del mar debajo de ellas, Clem volvió la vista de nuevo hacia San Petersburgo y llevó a Rebecca dentro, a la claridad y la calidez de la cabina.


San Petersburgo. El mismo sábado 5 de abril, 19:40 h


Kovalenko aceleró por la plaza Sennaya a oscuras, alejándose rápidamente con Marten del puente y del canal, lejos de Nevsky Prospekt.

– Estaba en el suelo. No llegaba a su pistola. No había ningún motivo para matarlo. -Marten estaba furioso.

Tovarich -Kovalenko no desviaba la vista del tráfico que tenía delante-, ¿te salvo la vida y así es como reaccionas?

– Era inofensivo.

– Siempre llevaba la navaja, tal vez incluso otro revólver. ¿Quién sabe qué? Un hombre así sólo es inofensivo cuando está muerto.

– No tenías por qué ejecutarlo.

– ¿Qué te parecería desayunar mañana con tus chicas? -Kovalenko giró el vehículo por Moskovsky Prospekt y aceleró de nuevo, en dirección al aeropuerto Pulkovo-. Hay un vuelo a Helsinki en poco más de una hora.

Marten lo miró y luego desvió la vista bruscamente, con las luces de los coches que venían iluminándole el rostro de manera intermitente.

– Has trabajado cuidadosamente para construir la confianza entre nosotros, incluso la amistad. -La voz de Marten estaba llena de amargura-. Y mientras tanto buscabas la manera de descubrir quién soy. Me hacías preguntas para hacerme caer, y cuando finalmente lo descubres, empiezas a jugar con mi sentimiento de culpa, por lo que ocurrió en la brigada, por toda la gente a quien Raymond mató en Los Ángeles, y más tarde en París, y con mi amor por mi hermana. Me facilitas un pasaporte y un visado, hasta un teléfono móvil. Y entonces, cuando llega el momento oportuno, me das un arma y me mandas a hacer el trabajo sucio. Y yo lo he hecho, por todos los motivos que predicabas y más. Y luego le tengo y estaba tumbado en el suelo. Podías haberlo arrestado, pero en vez de ello, vas y lo matas. -La mirada de Marten se dirigió de nuevo a Kovalenko-. Ha sido un asesinato, ¿no es cierto?

Kovalenko miraba a la carretera mientras los faros del Ford iban iluminando alternativamente las entradas de plantaciones de patatas y densos bosquecillos de abedules y arces, todavía desnudos, y, en medio, bosques todavía más densos de paneles iluminados con anuncios de Ford, Honda, Volvo y Toyota.

– Esto es lo que va a suceder, tovarich. -Kovalenko miró a Marten y luego otra vez a la carretera-. A estas alturas ya habrán descubierto el cadáver. Se quedarán horrorizados cuando se den cuenta de quién es. Tardarán un rato en deducir lo que ha sucedido en el Ermitage, pero luego lo harán, en especial cuando vean que todavía lleva la navaja en el bolsillo de la americana.

»Al cabo de poco Moscú emitirá el comunicado oficial de que el zarevich ha muerto, asesinado cuando intentaba capturar a los asesinos de la baronesa y de su FSO, el coronel Murzin, en el Ermitage. Las tres personas a las que ha matado por el camino serán identificados como conspiradores, y se organizará una misión exhaustiva de busca y captura de su asesino o asesinos. Lo más probable es que la culpa recaiga sobre alguna facción comunista, porque los demócratas siguen enfrentados con los comunistas. Al final, para proteger el respeto a la ley, puede que incluso haya un arresto y un juicio.

»Tu hermana, la zarina, amada por el zarevich asesinado antes de su coronación, amada por el pueblo ruso, estará en un lugar desconocido, enviada a un lugar secreto en el que pasar un periodo de duelo junto a su buena amiga y confidente, la hija del conde de Prestbury, lady Clementine Simpson.

»Lo siguiente serán unos cuantos días de duelo oficial. El féretro de Alexander será expuesto en el Kremlin, aclamado como un héroe nacional. A ello le seguirá un funeral de Estado, y acto seguido será enterrado junto a su padre y los otros emperadores rusos en la cripta de la capilla de Santa Catalina de la catedral de Pedro y Pablo en San Petersburgo. Se esperará que tu hermana asista al acto y, sin duda, tú también.

– Eso no responde…

– ¿A por qué lo he matado? Era un loco, y Rusia no se merece tener a un zar loco.

Marten seguía enojado.

– Lo que estás diciendo es que si ese loco estuviera vivo y detenido, deberíais someterlo a un juicio y, al final, tendríais la obligación de meterlo en la cárcel de por vida o de ejecutarlo. Y eso no es lo que más convenía al gobierno ruso. De modo que tú te has ocupado de liquidar el asunto.

Kovalenko sonrió un poco.

– Eso es una parte de la verdad.

– ¿Cuál es el resto?

– Como ya he apuntado, cabía siempre la posibilidad de que llevara la navaja u otro revólver. ¿Qué habría pasado si, cuando te le acercaras, hubiera intentado matarte? Conocemos demasiado bien sus acciones. Habría actuado con rapidez, y no habrías tenido más remedio que matarle o ser víctima, ¿no es cierto?

– Es posible.

Kovalenko apretó los ojos y miró a Marten.

– No, tovarich, no es posible, es seguro. -Lo miró un rato más, dejando que Marten quedara convencido, y luego volvió a mirar a la carretera-. Primero te diré que es cierto, que te tenía fichado cuando nos fuimos de París, y que también es cierto que te he mandado al museo a matar a Alexander porque sabía que eras capaz de hacerlo y tenías un motivo para hacerlo, y además porque así no tenía que involucrar a nadie más.

»Pero cuando te estaba esperando fuera he recordado lo que ocurrió cuando tú y tu hermana os reencontrasteis, y cómo ha reaccionado al verte y ante lo que le has dicho. Me di cuenta de que había tomado la decisión equivocada. Si hubieras sido tú el responsable de matar al zarevich, nunca más podrías mirarla a la cara sin temer que ella viera la verdad de lo que habías hecho en tus ojos y habrías tenido que vivir el resto de tus días así, consciente de que habías matado al hombre al que ella había amado más que a la propia vida, aunque fuera lo que sabemos que era.

»Y luego, tovarich, hay otra cosa, y es una verdad básica. Algunos hombres, por muy preparados que estén técnicamente y por muy sacrificados que sean, no tienen madera de policías. La crueldad que a veces es necesaria, el hecho de matar sin remordimientos y pasando por encima de la ley que han jurado respetar cuando las circunstancias lo requieren, no forma parte de ellos. -Kovalenko lo miró y le sonrió con calidez-. Tú eres uno de esos hombres, tovarich. Vuelve a tus jardines ingleses. Es una vida mucho mejor.

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