Veinte años más tarde. Estación de Amtrak. Comunidad desértica de Barstow, California. Martes 12 de marzo, 4:20 h
John Barron cruzó solitario hacia el tren envuelto en el frío de la noche del desierto. Se detuvo en el vagón 39002 del Amtrak Superliner Southwest Chief y esperó a que un bigotudo revisor ayudara a subir los peldaños a un anciano con gafas de culo de botella. Luego él mismo subió al tren.
Una vez dentro, bajo una luz tenue, el revisor le dio los buenos días, le marcó el billete y luego le indicó su asiento más allá de unos cuantos pasajeros soñolientos, hacia la mitad del vagón. Veinte segundos más tarde, Barron colocó su bolsa de viaje en el estante de arriba y se sentó en la butaca de pasillo junto a una atractiva joven vestida con camiseta y vaqueros ajustados que dormía acurrucada contra la ventana. Barron la miró y luego se acomodó, con la mirada más o menos atenta a la puerta por la que había entrado. Al cabo de medio minuto vio a Marty Valparaiso subir a bordo, darle el billete al revisor y sentarse justo enfrente de la puerta. Pasó un rato y luego oyó el pitido del tren. El revisor cerró la puerta y el Chief se puso en movimiento. En un segundo, las luces de la ciudad desértica dieron paso a la oscuridad absoluta del paisaje desnudo. Barron oía el gemido de los motores diesel a medida que el tren cogía velocidad. Intentó imaginarse cómo se vería desde arriba, como en las vistas aéreas que se ven en las películas: una enorme serpiente de setecientos metros, veintisiete vagones, deslizándose hacia el oeste a través de la oscuridad del desierto antes del amanecer en dirección a Los Ángeles.
Raymond estaba medio dormido cuando subieron los pasajeros. Primero pensó que eran sólo dos, un anciano de gafas gruesas y andar cansino y un hombre joven de pelo oscuro con vaqueros y una parca que llevaba una pequeña bolsa de deportes. El anciano se sentó en una plaza de ventana en su misma hilera, al otro lado del pasillo; el joven pasó de largo para colocar su bolsa en el estante de arriba, una docena de asientos más atrás. Y fue entonces cuando subió el último pasajero. Era delgado y enjuto, probablemente de treinta y muchos o cuarenta y pocos años, e iba vestido con un abrigo de sport y pantalones. Le dio el billete al revisor, éste se lo marcó y luego el hombre se sentó en una butaca frente a la puerta.
En circunstancias normales Raymond no le habría dado más vueltas, pero aquellas circunstancias no tenían nada de normales. Hacía poco más de treinta y seis horas había matado a dos personas con un revólver en la trastienda de una sastrería de Pearson Street, en Chicago. Muy poco después se subía al Chief rumbo a Los Ángeles.
Era un viaje en tren que no tenía previsto, pero una tormenta de granizo inesperada había forzado el cierre de los aeropuertos de Chicago y le había obligado a tomar el tren en vez del avión directo a Los Ángeles. El retraso era desafortunado, pero no tuvo elección y desde entonces el viaje había transcurrido sin incidentes, al menos hasta que se detuvieron en Barstow y los dos hombres abordaron el tren.
Por supuesto que cabía la posibilidad de que no fueran más que dos trabajadores de la zona periférica que se desplazaban cada mañana a Los Ángeles, pero no parecía lo más probable. Sus gestos, la manera en que se movían y se comportaban, el modo en que se habían colocados ambos lados de él, uno en el asiento de pasillo frente a la puerta, el otro a oscuras, más atrás… En efecto, lo tenían acorralado de una forma que le resultaba imposible ir hacia un lado o el otro sin toparse con ellos.
Raymond respiró con fuerza y miró al hombretón de rostro rubicundo y cazadora arrugada que dormía en el asiento de la ventana, a su lado. Se trataba de Frank Miller, un vendedor de productos de papelería de Los Ángeles, cuarentón, un poco obeso y divorciado, que llevaba un peluquín bastante obvio y odiaba volar. Al otro lado de la estrecha mesa plegable estaban Bill y Vivian Woods, de Madison, Wisconsin, una pareja de cincuentones que se dirigía a pasar unas vacaciones en California y que ahora dormía en los asientos frente a él. Eran unos desconocidos que se habían convertido en amigos y compañeros de viaje casi desde el momento en el que el tren partió de Chicago y Miller se le acercó, cuando estaba solo en el vagón-restaurante, tomando una taza de café, para decirle que buscaban a un cuarto jugador de póquer e invitarlo a jugar. Para Raymond fue perfecto y asintió al instante, tomándolo como una oportunidad para mezclarse con los otros pasajeros en el caso poco probable de que alguien lo hubiera visto salir de la sastrería y la policía hubiera dado el aviso de busca y captura de alguien que viajara solo y coincidiera con su descripción.
Desde algún punto distante se oyeron dos pitidos de tren. El tercero llegó a los pocos segundos. Raymond miró hacia la parte delantera del vagón. El hombre enjuto del asiento de pasillo permanecía inmóvil, con la cabeza reclinada, como si, como todos los demás, estuviera durmiendo.
La tormenta de granizo y el viaje en tren ya eran lo bastante molestos en sí mismos, una vuelta de tuerca más en una serie de hechos meticulosamente planeados que se habían torcido. Durante los últimos cuatro días había estado en San Francisco, México D.F. y luego Chicago, adonde había llegado vía Dallas. Tanto a San Francisco como a México había ido a buscar información vital pero no había logrado encontrarla, había matado a la persona o personas implicadas e inmediatamente había continuado su camino. La misma locura se había reproducido en Chicago: donde se suponía que obtendría información, no encontró ninguna, de modo que tuvo que marcharse al último punto de su andadura por América, que era Los Ángeles o, más concretamente, Beverly Hills. Estaba seguro de que allí no tendría ningún problema para hallar la información que necesitaba antes de matar al hombre que la tenía. El problema era el tiempo. Era martes, 12 de marzo. Debido a la tormenta de granizo, llevaba ya más de un día de retraso sobre lo que había sido un plan trazado con precisión que todavía le exigía llegar a Londres no más tarde del mediodía del 13 de marzo. A pesar de lo frustrante que eso resultaba, se daba cuenta de que las cosas simplemente se habían retrasado y seguían siendo factibles. Lo único que necesitaba era que, durante las horas siguientes, todo fuera sobre ruedas. Pero no estaba tan seguro de que eso pudiera ocurrir.
Raymond se reclinó con cautela y miró su bolsa de viaje en el estante para equipajes que tenía arriba. Dentro llevaba su pasaporte de Estados Unidos, un billete a Londres de primera clase de British Airways, el rifle automático Sturm Ruger del calibre 40 que había utilizado en los asesinatos de Chicago y dos cargas de munición adicionales de once balas cada una. Se había arriesgado lo bastante como para llevarlo frente a los comandos de seguridad antiterroristas que patrullaban atentos por la estación y luego meterlo en el tren en Chicago, pero ahora se preguntaba si había hecho bien. Los rifles que utilizó en los asesinatos de San Francisco y México los había mandado en unos paquetes envueltos con papel de embalar que debían recogerse en la empresa de mensajería Mailboxes Inc., en la que previamente había abierto una cuenta y disponía de un casillero con llave. En San Francisco recogió el arma, la usó y luego la tiró a la bahía, junto al cuerpo del hombre que había asesinado. En México D.F. hubo problemas para localizar el paquete y tuvo que esperar casi una hora hasta que llamaron al responsable y lo encontraron. Recogió otra arma en un punto de recogida de Mailboxes Inc. en Beverly Hills, pero con el horario ya muy apretado debido al desplazamiento en tren, y con el problema de México todavía muy presente en su memoria, decidió correr el riesgo y llevar el Ruger con él para no jugársela y no encontrarse con otra cagada que pudiera retrasar su llegada a Londres.
Otro pitido más del tren y Raymond volvió a mirar hacia el hombre que dormía cerca de la puerta del vagón. Lo observó unos instantes, luego miró la bolsa del estante de arriba y decidió intentarlo: sencillamente levantarse, coger la bolsa y abrirla como si buscara algo en su interior; entonces, aprovechando la escasa luz, meterse con cuidado el Ruger debajo del jersey y volver a poner la bolsa en su sitio. Estaba a punto de hacerlo cuando se dio cuenta de que Vivian Woods lo estaba observando. Cuando la miró, ella le sonrió. No fue una sonrisa de cortesía, ni de complicidad entre compañeros de viaje despiertos a la misma hora temprana de la mañana, sino una sonrisa cargada de deseo sexual y muy reconocible por parte de él. Con treinta y tres años, Raymond era delgado y fibroso y tenía la belleza de una estrella del rock, el pelo rubio y unos ojos azules y grandes que subrayaban unas facciones delicadas, casi aristocráticas. Tenía además una voz aterciopelada y una manera exquisita de comportarse. Para las mujeres de casi todas las edades, aquella mezcla resultaba letal. Lo miraban con atención y, a menudo, con el mismo deseo que Vivian Woods mostraba ahora, como si estuvieran dispuestas a fugarse con él adonde les dijera y, una vez allí, a hacer cualquier cosa por él.
Raymond le respondió con una sonrisa amable y luego cerró los ojos como si quisiera dormirse, a sabiendas de que ella seguiría contemplándolo. Era halagador, pero a la vez era una vigilancia que, en aquel momento, le resultaba de lo más inoportuno, porque le impedía levantarse y apoderarse del rifle.
Estación de la Amtrak, San Bernardino, California, 6:25 h
John Barron observó la hilera de madrugadores que subían al tren para ir a trabajar a la urbe. Algunos llevaban maletines u ordenadores portátiles; otros, vasos de papel llenos de café. De vez en cuando había alguno hablando por el móvil. La mayoría parecían todavía medio dormidos.
Al cabo de varios minutos el revisor cerró la puerta, y a los pocos instantes sonó el pitido del tren, el vagón dio una pequeña sacudida y el Chief se puso en marcha. Al hacerlo, la joven que iba al lado de Barron se agitó un poco y luego volvió a dormirse.
Barron la miró a ella y luego al pasillo, hacia la hilera de pasajeros que todavía no habían encontrado asiento. Estaba impaciente. Desde que había empezado a amanecer se moría de ganas de levantarse e ir más allá de donde estaban los jugadores de cartas para saber qué pinta tenía su hombre. Si es que era su hombre. Pero no era la táctica adecuada, de modo que se quedó en su sitio y observó pasar a un niño de unos cuatro o cinco años aferrado a su osito de peluche. Le seguía una bella rubia, que Barron supuso que era su madre. Mientras pasaban, miró a Marty Valparaiso en su asiento frente a la puerta. Dormía, o fingía hacerlo. Barron sintió que le sudaba el labio superior y se dio cuenta de que tenía las palmas de las manos también húmedas. Estaba nervioso y eso no le gustaba. De todos los estados en los que podía encontrarse ahora, nervioso era el que menos ayudaba.
Ahora el último de los madrugadores pasaba por su lado en busca de un sitio para sentarse. Era alto y atlético, iba vestido con traje oscuro y llevaba un maletín. Parecía un joven ejecutivo agresivo, pero no lo era. Se llamaba Jimmy Halliday y era el tercero de los seis detectives de paisano asignados para arrestar al jugador de cartas cuando el Chief llegara a Union Station en Los Ángeles a las 8:40 de la mañana.
Barron se recostó y miró por la ventana, más allá de la joven durmiente, tratando de relajarse. El trabajo de los detectives del tren era comprobar que el jugador de cartas era en efecto el hombre buscado por la policía de Chicago. Si así era, deberían seguirle si bajaba del tren antes de llegar a Los Ángeles o, si permanecía a bordo -como sospechaban que iba a hacer porque su billete era hasta allí-, atraparlo cuando fuera a bajar. La idea era acorralarlo entre ellos y los otros tres detectives de paisano que esperaban en el andén de Union Station para arrestarlo rápidamente.
En teoría, el plan era fácil: no hacer nada hasta el último instante y luego apretar la tuerca minimizando el riesgo para la gente de la estación. El problema era que su hombre era un tipo extraordinariamente receptivo, emocionalmente explosivo y un asesino extremadamente violento. Ninguno de ellos quería ni imaginarse lo que podía pasar si sospechaba que estaban dentro del tren y se ponían en acción allí mismo. Pero éste era el motivo por el cual habían subido por separado y se habían mantenido deliberadamente discretos.
Todos ellos -Barron, Valparaiso y Halliday, más los tres que esperaban en Union Station- eran detectives de homicidios pertenecientes a la brigada 5-2 de la Policía de Los Ángeles, la prestigiosa y centenaria unidad de «situaciones especiales» que ahora formaba parte de la brigada de Robos y Homicidios. De los tres que viajaban en el tren 39002, Valparaiso era el mayor, de cuarenta y dos años de edad. Tenía tres hijas adolescentes y llevaba dieciséis años en la 5-2. Halliday tenía treinta y un años, dos hijos gemelos de cinco y su esposa estaba embarazada de nuevo. Llevaba ocho años en la brigada. John Barron era el niño, con veintiséis años y todavía soltero. Llevaba una semana en la 5-2. Razón de más para que ahora sintiera las manos y el labio superior sudados y para que la joven que dormía a su lado y el niño del osito de peluche y todo el resto de personajes del vagón le preocuparan. Era su primera situación de tiroteo potencial en la 5-2, y su hombre, si resultaba que lo era realmente, era enormemente peligroso. Si algo ocurría y él no entraba en escena cuando le tocaba, o si metía la pata de alguna manera y mataban o herían a alguien… No quería ni pensarlo. En vez de eso, consultó el reloj: eran las 6:40, exactamente dos horas antes de la llegada prevista a Union Station.
Raymond también había visto subir al tren al hombre alto del traje oscuro. Seguro de sí mismo, sonriente, maletín en mano, con aspecto de hombre de negocios dispuesto a empezar un nuevo día. Pero, al igual que la de los hombres que habían subido al Chief en Barstow, su presencia era demasiado entusiasta, demasiado estudiada, demasiado cargada de autoridad.
Raymond lo observó pasar y luego se volvió disimuladamente a mirar cómo se detenía a mitad del pasillo más abajo para dejar que una mujer instalara a su hijo en un asiento, y luego proseguía y salía por la puerta del fondo del vagón, justo cuando Bill Woods entraba por la misma en dirección contraria, sonriente como siempre y con cuatro tazas de café en una bandeja de cartón.
Vivian Woods sonrió mientras su marido posaba la bandeja en la mesa de las cartas y se deslizaba en el asiento a su lado. De inmediato, cogió las tazas y las repartió, haciendo un esfuerzo por no mirar a Raymond. En vez de eso, se volvió amablemente hacia Frank Miller.
– ¿Se encuentra mejor, Frank? Tiene mejor cara.
Según los cálculos de Raymond, el vendedor había entrado y salido del vagón ya tres veces en las últimas dos horas, despertándolos a todos cada vez que iba o volvía.
– Estoy mejor, gracias -dijo Miller, forzando una sonrisa-. Es algo que he comido, supongo. ¿Qué les parece si jugamos unas cuantas manos antes de llegar a Los Ángeles?
Justo en aquel momento pasó el revisor.
– Buenos días -dijo, al pasar junto a Raymond.
– Buenos días -contestó Raymond distraídamente, y luego se volvió en el momento en que Bill tomaba una baraja de naipes de la mesa de delante de ellos.
– ¿Juega, Ray?
Raymond sonrió con sencillez:
– ¿Por qué no?
Los Ángeles, Union Station, 7:10 h
El comandante Arnold McClatchy llevó su Ford azul claro por una zona polvorienta en construcción y se detuvo en un aparcamiento apartado de gravilla, justo enfrente de una cadena metálica que cerraba la vía 12, por donde estaba previsto que llegara el Chief del suroeste. Menos de un minuto más tarde, otro Ford de camuflaje aparcó a su lado con los detectives Roosevelt Lee y Len Polchak dentro.
Hubo cierres enérgicos de puertas y los tres miembros restantes de la brigada 5-2 cruzaron hasta el andén de la vía 12 bajo un sol ya muy cálido.
– Si queréis café, hay tiempo. Id a buscarlo. Yo me quedo aquí -dijo McClatchy al llegar al andén. Luego miró a sus veteranos detectives, uno alto y negro, el otro bajo y blanco, alejarse por una rampa larga que bajaba hasta el interior fresco de Union Station.
Durante un rato McClatchy permaneció donde estaba, vigilante, y luego se volvió y anduvo por el andén solitario hasta el final para mirar al punto lejano por el que las vías desaparecían haciendo una curva bajo la intensa luz del sol. Si Polchak o Lee querían café o no daba igual, ellos sabían que quería estar solo para hacerse una idea del lugar y de la acción que se desplegaría a la llegada del tren, cuando se pusieran manos a la obra.
A sus cincuenta y nueve años, Red McClatchy llevaba más de treinta y cinco como detective de homicidios, y treinta de ellos en la 5-2. En aquel período había resuelto personalmente ciento sesenta y cuatro casos de asesinato. Tres de sus asesinos habían sufrido la pena de muerte en la cámara de gas de San Quintín; siete más permanecían en el corredor de la muerte, a la espera de sendas apelaciones. Durante las últimas dos décadas había sido propuesto cuatro veces como jefe del LAPD, el Departamento de Policía de Los Ángeles, pero todas ellas lo había rechazado alegando que él era un currante, un policía de la calle, y no un administrador, ni un psicólogo, ni un político. Y además, quería dormir por la noche. También era el jefe de la 5-2 y lo llevaba siendo desde mucho tiempo atrás. Esto, decía, es suficiente para cualquier hombre.
Y obviamente lo era, porque en todo este tiempo, después de los escándalos y de las guerras políticas y raciales que habían empañado el nombre y la reputación tanto de la ciudad como del departamento, ese «currante» había sido capaz de conservar inmaculada la larga y rica tradición de la brigada. Su historia incluía casos que habían saltado a los titulares de la prensa internacional, entre ellos el crimen de la Dalia Negra, el suicidio de Marilyn Monroe, el asesinato de Robert Kennedy, la matanza de Charles Manson y el caso O. J. Simpson. Y todo ello envuelto con el aura, el resplandor y el glamour de Hollywood.
El aspecto de agente fronterizo de este policía alto y de espalda ancha, pelirrojo y con las sienes que empezaban a clarear, no hacía más que potenciar su imagen. Con su clásica camisa blanca almidonada, su traje oscuro con corbata, el Smith & Wesson del 38 enfundado en la cintura, se había convertido en una de las figuras más conocidas, respetadas e influyentes dentro de la policía de Los Ángeles, tal vez hasta de la ciudad, y era casi una figura de culto dentro de la comunidad policial internacional.
Sin embargo, nada de esto lo había cambiado. Ni a su manera de trabajar, ni a la manera de operar de su brigada. Eran artesanos: tenían un trabajo que hacer y lo hacían día a día, en lo bueno y en lo malo. Y hoy era lo mismo. Un hombre debía llegar en el Southwest Chief y debían capturarlo y arrestarlo para la policía de Chicago, y al mismo tiempo cuidar de que ningún otro ciudadano sufriera daños. Nada más y nada menos, así de sencillo.
7:20 h
Raymond tomó un sorbo de café y miró las cartas que Frank Miller le acababa de repartir. Al hacerlo vio como el hombre de Barstow de la cazadora deportiva se levantaba de su asiento frente a la puerta y se dirigía por el pasillo hacia él. Raymond se miró la mano, luego miró a Vivian y descartó tres naipes.
– Tres, Frank, por favor -dijo, a media voz.
El hombre de la cazadora pasó de largo mientras Miller le entregaba las cartas. Raymond las recogió y se volvió a tiempo de ver que el hombre de Barstow cruzaba la puerta al fondo del vagón, igual que había hecho antes el hombre del traje oscuro. En un segundo, el más joven de los hombres de Barstow se levantó de su asiento en mitad del vagón y recorrió el pasillo con aire distraído hasta la misma puerta. Lentamente, Raymond volvió a centrar su atención en el juego. Si antes había dos, ahora eran tres. Sin duda eran policías y estaban allí por un solo motivo: él.
– Es nuestro hombre, no hay duda. -Marty Valparaiso estaba con Jimmy Halliday, John Barron y el revisor del tren en la plataforma levemente inestable entre los vagones.
– De acuerdo -asintió Halliday, y miró al revisor-. ¿Quiénes son los demás?
– Por lo que he podido deducir, sólo gente a la que ha conocido en el Chief al salir de Chicago.
– Muy bien. -Halliday sacó un pequeño radiotransmisor de su bolsillo y lo encendió-. Red -dijo al aparato.
– Estoy aquí, Jimmy. -La voz de Red McClatchy sonó nítidamente por la radio de Halliday.
– Confirmado. Esperaremos alerta como estaba previsto. El vagón es el número tres-nueve-cero-cero-dos… -Halliday miró al revisor-. ¿Correcto?
El revisor asintió:
– Sí, señor. Tres-nueve-cero-cero-dos.
– ¿Va en hora? -preguntó Valparaiso.
– Sí, señor -volvió a responder el revisor.
– Puntuales y listos, Red. Nos vemos en Los Ángeles. -Halliday apagó el radiotransmisor y miró al revisor.
– Gracias por su ayuda. A partir de aquí es nuestro trabajo. Usted y su gente manténganse al margen.
– Una cosa. -El revisor levantó un dedo de advertencia-. Éste es mi tren. La seguridad de la tripulación y de los pasajeros en él es mi responsabilidad. No quiero violencia a bordo, no quiero heridos. Esperen a que esté en el andén antes de hacer nada.
– Ese es el plan -dijo Halliday.
El revisor miró a los otros:
– Muy bien -dijo-. Muy bien.
Luego se tocó el bigote, abrió la puerta y entró en el vagón en el que se encontraban los jugadores de cartas.
Valparaiso observó la puerta cerrarse detrás de él y luego miró a los otros.
– Empieza el espectáculo, caballeros. Nada de comunicaciones por radio hasta que lleguemos.
– Bien -dijo Halliday-. Buena suerte.
Valparaiso hizo un gesto de aprobación con la mano, luego abrió la puerta y siguió al revisor hacia el vagón.
Halliday miró cerrarse la puerta detrás de Valparaiso; luego miró a Barron. Fue él quien se enteró el primero de la manera de trabajar meticulosa e inquebrantable del joven detective cuando estaba en la brigada de Robos y Homicidios, la vez que resolvió un caso de asesinato que había quedado archivado desde hacía mucho tiempo. Por eso habló de él a McClatchy y al resto de la brigada, la propia 5-2. Es decir, que Barron formaba parte de la brigada gracias a él, y estaba en el tren también por él. Halliday sabía que Barron estaría nervioso y quería hablarle.
– ¿Llevas bien todo esto?
– Sí -Barron sonrió y asintió con la cabeza.
– ¿Estás seguro?
– Sí, estoy seguro.
– Pues entonces, allá vamos.
7:35 h
Raymond había visto a Valparaiso pasar de largo y volver a su asiento justo enfrente de la puerta, y luego permanecer sentado y mirar distraídamente por la ventana mientras el tren se acercaba a Los Ángeles y el paisaje se volvía cada vez más urbano. Al cabo de unos instantes había visto al otro hombre de Barstow regresar a su sitio, doce hileras más atrás. Ahora estaba sentado, con la cabeza agachada, tal vez dormitando o leyendo, resultaba difícil de decir. Después de lo que pareció un intervalo cuidadosamente mesurado, el más alto y vestido con traje de ejecutivo regresó, volvió a entrar en el vagón y se sentó en un asiento de pasillo frente al lavabo; abrió su maletín y sacó un periódico, que ahora leía. Era la trampa más bien calculada que cabía imaginar.
– Raymond, ¿está usted jugando? -dijo Vivian, a media voz.
Raymond volvió a fijarse en la partida y se dio cuenta de que le tocaba jugar a él y que los otros le estaban esperando.
– Sí. -Sonrió y por un instante le aguantó la mirada de la misma manera que ella lo había hecho antes, seductora y alentadora; luego la desvió y miró sus cartas.
Si los tres hombres del tren eran efectivamente policías y estaban allí por él, necesitaría toda la ventaja que pudiera obtener, y tener a Vivian Woods de su lado podía serlo. Tuviera la edad que tuviese, con sólo chascar los dedos la podría obligar a hacer cualquier cosa.
– Jugaré esta mano, Vivian. -Los ojos de Raymond se volvieron de nuevo hacia ella, mirándola lo justo, y luego se desviaron hacia Frank Miller, que estudiaba su jugada en el asiento de ventanilla a su lado. Un vendedor obeso con el estómago revuelto y que tenía miedo de volar… sólo Dios sabía cómo podría reaccionar si la policía estrechaba el cerco y las cosas se ponían feas. Podía tener un infarto o un ataque de pánico, hacer una tontería y que aquello se convirtiera en una carnicería.
Raymond apostó, Miller enseñó sus cartas y empujó un puñado de fichas rojas de póquer hasta el centro de la mesa. Raymond se preguntó por primera vez si Miller llevaba el peluquín porque la quimioterapia o un tratamiento de radiaciones le había hecho perder el pelo. Tal vez estuviera enfermo y no lo había dicho y ése era el verdadero motivo de sus visitas frecuentes al baño.
– Para mí es demasiado, Frank, lo dejo.
Raymond dejó sus cartas. Tal vez tuviera la mejor mano, pero le daba igual. Y tampoco le importaba si Miller llevaba o no peluquín o si estaba enfermo. Lo que ahora le preocupaba era la policía y cómo le habían encontrado. Había sido absolutamente meticuloso en la manera de perpetrar los asesinatos en Chicago. Allí, como en San Francisco y en México, había estado el tiempo mínimo indispensable en el lugar de los hechos, casi no había tocado nada y había llevado siempre guantes de látex, de esos de usar y tirar que en esta época de desconfianza general por las enfermedades contagiosas se pueden encontrar en cualquier farmacia; eso significaba que no había dejado huellas en ningún sitio.
Inmediatamente después había hecho un itinerario deliberadamente zigzagueante por las calles heladas de Chicago hasta la estación de tren, de una manera prácticamente imposible de perseguir. Parecía impensable que le hubieran seguido el rastro, y desde luego no hasta el tren. Sin embargo, aquí estaban y cada segundo que pasaba lo acercaba más a la confrontación final con ellos.
Lo que tenía que hacer, y rápido, era buscar la manera de huir.
Union Station, 7:50 h
Los detectives Polchak y Lee subieron la rampa de la estación hasta el andén de la vía 12, donde McClatchy aguardaba. Len Polchak tenía cincuenta y un años y era de raza blanca, medía metro setenta y pesaba ciento cinco kilos. Roosevelt Lee era negro, tenía cuarenta y cuatro años y medía casi dos metros, un altísimo y todavía muy en forma ex jugador de fútbol profesional.
Polchak llevaba veintiún años en la 5-2, Lee dieciocho, y a pesar de su diferencia de edad, altura y raza, tenían la relación más estrecha que dos hombres pueden tener sin ser hermanos. Su amistad provenía de años de respirar el mismo tedio, la misma vigilancia, el mismo peligro, de ser testigos de las mismas atrocidades que la gente se hacían los unos a los otros. Aquella familiaridad, alimentada por el tiempo y la experiencia, les hacía saber lo que el otro estaba pensando y lo que iba a hacer en cualquier situación y de manera instintiva, al igual que su confianza inherente les hacía ser conscientes de poder contar con la protección del otro en todo momento.
En todo el batallón ocurría lo mismo; la tradición mandaba que ningún hombre era más importante que otro, y eso incluía al comandante. Era una mentalidad forjada a base de trabajo y de cotidianeidad que requería una casta especial de individuos; no cualquiera era invitado a formar parte de la 5-2. Un detective podía ser recomendado, luego se le vigilaba de muy cerca durante semanas, hasta meses, antes de que todo el grupo lo aprobara y se le propusiera entrar. Una vez aceptado y hechos los juramentos de responsabilidad hacia la integridad de la brigada y de todos sus miembros, aquél era un compromiso de por vida. La única manera de salir de él era por una lesión gravísima, la muerte o la jubilación. Éstas eran las normas. Con el tiempo, eso generaba una fe de hermandad que pocos cuerpos compartían, y cuanto más tiempo llevaban juntos, más compartían la misma sangre.
Eso era en lo que confiaban ahora, mientras alcanzaban el final de la rampa y recorrían el andén hacia el lugar donde los esperaba McClatchy, todos ellos contando los minutos que faltaban para que llegara el Chief y su jugador de cartas bajara de él.
7:55 h
John Barron lo había visto claramente cuando se levantó de la mesa de juego y recorrió el pasillo para ir al baño al fondo del vagón. Pero había sido apenas un vistazo rápido, que no le bastó para hacerse la idea de él que quería… para ver la intensidad de sus ojos, lo rápido que era capaz de levantarse o de actuar con las manos. Y fue lo mismo al cabo de unos minutos, cuando volvió y pasó a su lado de espaldas para retomar su asiento con los otros jugadores, al mismo lado del vagón doce hileras más atrás. Tampoco eso le bastó.
Barron miró a la joven que estaba a su lado. Llevaba unos auriculares y miraba por la ventana, dedicando su concentración a lo que fuera que escuchara. Era su inocencia, más que cualquier otra cosa, lo que le inquietaba: la idea de que ella o cualquier otro pasajero o miembro de la tripulación del tren tuviera que pasar por aquello. Era una situación potencialmente mortal y sin duda el motivo por el cual el hombre había elegido viajar por aquel medio, rodeado de inocentes que le protegían sin saberlo. Era también la razón principal por la cual no le habían atrapado sin más cuando andaba por el tren.
No obstante, a pesar de toda la confianza que tenía en que su hombre sería apresado sin incidentes, ocurría algo más, algo de lo que no estaba seguro y que, cuanto más se acercaban a Los Ángeles, más incómodo le resultaba. Tal vez fuera el nerviosismo que lo había acompañado durante todo el viaje; su preocupación por los pasajeros del tren iba de la mano de su relativa inexperiencia comparada con la de sus compañeros. Tal vez fuera su voluntad de querer demostrar que merecía el honor que le habían hecho aceptándolo en la brigada. O tal vez fuera el volátil perfil que les había facilitado la policía de Chicago: «Debe considerársele armado y extremadamente peligroso». Quizá fuera la combinación de todos los factores. Fuera lo que fuese, había una electricidad en el ambiente que resultaba cada vez más desagradable; daba la sensación de mal augurio y de que algo terrible e inesperado estaba a punto de ocurrir. Era como si el hombre supiera que estaban allí, y quiénes eran, y su mente estuviera ya dos o tres pasos por delante de ellos. Preparado para lo que haría en el último momento.
Union Station, 8:10 h
Red McClatchy observaba a la gente que empezaba a concentrarse a la espera del tren que estaba al llegar. En un cálculo rápido estimó veintiocho personas en el andén, sin contarse a él mismo, Lee y Polchak. La zona en la que estaban era donde se suponía que el vagón número 39002 se detendría. Cuando lo hiciera, las dos puertas que daban al andén se abrirían y los pasajeros desembarcarían. Daba igual por cuál de las puertas saliera el hombre. Halliday, apostado a un lado, iría justo detrás de él si venía por ahí. Valparaiso haría lo mismo si venía por aquí. Barron, en medio, cubriría a quien lo necesitara.
Al otro lado de la vía y detrás de la valla encadenada estaban aparcados sus coches con refuerzos dentro. Además, dos vehículos patrulla del LAPD con dos agentes uniformados en cada uno estaban estacionados de manera disimulada detrás de dos camiones que usaban la zona como estacionamiento temporal. Cuatro más aguardaban en puntos estratégicos fuera de la estación, por si se daba el caso improbable de que el fugitivo lograra burlarlos a todos.
Un silbido de tren lo hizo girarse y vio un tren Metrolink de cercanías llegar por una vía, dos andenes más abajo. El tren fue reduciendo velocidad hasta detenerse, y durante los minutos siguientes hubo un vivo movimiento de pasajeros. Luego desaparecieron con la misma rapidez, dirigiéndose a sus puestos de trabajo por toda la ciudad, y el andén volvió a quedarse tranquilo.
Lo mismo ocurriría con la llegada del Chief. Durante unos instantes locos habría mucha actividad concentrada mientras el tren soltaba su carga humana, y sería entonces cuando ellos se pondrían manos a la obra, para avanzar entre la muchedumbre mientras el jugador de cartas bajaba del tren, esposarlo rápidamente y llevárselo al otro lado de las vías hasta los coches de camuflaje. A pesar de lo intensos que serían aquellos momentos, la maniobra se completaría en cuestión de segundos y muy poca gente se daría cuenta de que había tenido lugar.
McClatchy miró a Lee y Polchak; luego sus ojos se fijaron en el reloj del andén.
8:14 h
– Veamos lo que tienes, Frank -se rio Bill Woods entre dientes, anticipando la mano de Miller mientras empujaba unas cuantas fichas rojas hacia el centro de la mesa.
Un poco antes, Raymond había abandonado la partida. Y también lo había hecho Vivian Woods, que ahora se dedicaba a mirarlo como antes. El hecho de que su esposo estuviera literalmente a su lado no parecía importarle. El viaje estaba a punto de finalizar y ella se estaba echando a los brazos de Raymond con una especie de esperanza desesperada de que él hiciera algo al respecto al llegar a Los Ángeles. Él la animaba, sosteniéndole la mirada justo el tiempo necesario para que se diese cuenta, y luego desviaba los ojos hacia el fondo del pasillo.
El hombre hirsuto de la parca seguía en su asiento junto a la puerta, con la cabeza girada hacia la ventana. Raymond tenía ganas de girarse a mirar hacia atrás pero no había motivo. El tipo del traje oscuro seguiría sentado cerca del baño, al fondo del vagón, y el más joven, a medio camino, en el mismo sitio en el que estaba desde que había subido en Barstow.
8:18 h
De inmediato sintió que el Chief empezaba a reducir velocidad. Fuera veía naves industriales, un nudo de autopistas concurridas y el canal de drenaje recubierto de cemento que era el río Los Ángeles. Eran los últimos instantes del viaje. Pronto, el resto de pasajeros empezaría a levantarse y a recoger sus pertenencias de los portaequipajes. Cuando lo hicieran, él haría lo mismo, se pondría de pie y cogería su maleta como los demás, con la esperanza de que su actitud pareciera inocente y pudiera tener tiempo de sacar el Ruger y metérselo en la pretina, debajo del jersey. Luego, cuando el tren se detuviera al cabo de unos minutos y Miller y los Woods se marcharan, él los seguiría, charlando cordialmente, dirigiéndose a la misma puerta que ellos. Sería entonces cuando utilizaría las fantasías de Vivian Woods y la tomaría del brazo justo antes de alcanzar la puerta. Le susurraría que estaba loco por ella y le pediría que se fuera con él, que dejara a su marido y todo lo demás en aquel momento. Ella se quedaría al mismo tiempo patidifusa y halagadísima, y eso le daría a él tiempo suficiente de bajar junto a ella la escalerilla hasta el andén, usándola como escudo contra la policía que, estaba seguro, estaría detrás de él, y contra los demás, los que le esperaban fuera.
El tiempo, si hasta ahora había sido crucial, ahora lo era todo. Bill Woods bajaría la escalerilla detrás de ellos, furibundo, preguntándose qué demonios estaba pasando. La policía aprovecharía aquel momento para hacer su avance, y cuando lo hiciera Raymond abriría fuego con su Ruger, mataría a todos los que pudiera y, en ese proceso, provocaría el máximo caos posible. Décimas de segundo más tarde se agacharía bajo el tren, cruzaría las vías hacia el otro andén y bajaría a la estación.
Una vez allí, se perdería entre las manadas de gente de su interior, se colaría por la salida más concurrida y saldría con todos los demás. Entonces se evaporaría como el humo del terrible pandemonio que acababa de crear y desaparecería por entre el enorme entramado de calles de la ciudad que tenía delante. Mientras estuviera en hora y mantuviera la cabeza fría, su plan funcionaría. Lo sabía.
8:20 h
John Barron vio la puerta de delante del vagón y al revisor que entraba. Deteniéndose, miró a los pasajeros y durante un instante brevísimo detuvo la mirada en Valparaiso, en el asiento que tenía enfrente. Luego dio media vuelta y salió por la misma puerta por la que había entrado.
8:22 h
Barron miró a la joven de su lado. Seguía absorta en lo que sonaba por sus altavoces y casi no se daba cuenta de que él estaba allí. Miró hacia atrás y vio a Halliday al fondo del vagón; luego se volvió y vio a Valparaiso en el asiento de delante. Respiró y se recostó, tratando de relajarse, con una mano apoyada en el regazo y la otra justo debajo de la cazadora, apoyada en el mando de la Beretta automática que llevaba en la pretina.
8:25 h
– Jo, otra vez, Ray, lo siento. -Frank Miller se levantó de nuevo y se apretujó para pasar frente a Raymond hacia el pasillo. Era la segunda vez que se levantaba en los últimos veinte minutos para ir al baño, al fondo del vagón. La última vez se disculpó abiertamente, reconociendo que tenía un problema de vejiga. Y entonces Bill Woods le dijo que a él lo habían operado un par de veces de tumores en la vejiga y le recomendó que fuera al urólogo lo antes posible, pero Miller lo desautorizó diciendo que él estaba bien, que era el viaje tan largo en tren lo que le provocaba irritación. Esto último le hizo pensar a Raymond que tal vez estaba en lo cierto al sospechar que el peluquín de Miller era una indicación de que estaba enfermo. Tal vez no hubiera estado en Chicago por negocios, sino para recibir tratamiento, y la referencia a los tumores de Bill Woods no hubiera hecho más que empeorar las cosas.
De nuevo pensó en la importancia del reloj en la estación, lo cronometrado que tendría que salir todo una vez allí. Eso le hizo temer, como le había ocurrido antes, que fuera cual fuese el problema de Miller, éste le causara algún tipo de inconveniente a la salida del tren.
8.27 h
El Chief redujo todavía más su velocidad.
Union Station
McClatchy esperaba debajo de Lee y Polchak, vigilando cómo la actividad en el andén y alrededor de ellos empezaba a animarse. En esos momentos, la cantidad de gente que esperaba la llegada del Soutwest Chief ya subía a cincuenta personas o más, y minuto a minuto iban llegando más. Cualquier aglomeración complicaba las cosas, y cuanto más grande, mayor el potencial de que algo se torciera.
Miró hacia las vías y luego empezó a volverse para buscar con la mirada los coches patrulla que se escondían más allá de la valla de cadena; de pronto, apretó la mandíbula. Una tropa de niñas excursionistas empezaba a subir la rampa desde la estación hasta el andén.
Había al menos una docena, niñas de diez u once años con sus uniformes de excursionistas recién planchados. Dos mujeres, también vestidas de uniforme, las acompañaban. La situación ya era lo bastante tensa de por sí, pero si se juntaba un grupo de chicas excursionistas con un asesino inestable saliendo de un tren y que podía ser presa de los nervios y empezar a disparar, entonces ¿qué?
– Las ocho y veintinueve. -Lee se le acercó a recordarle la hora, pero su atención estaba centrada en el grupo de niñas, preocupado como Red-. Tenemos once minutos escasos.
Polchak se les acercó, mirando a las chicas y luego a Red:
– ¿Qué hacemos?
– Sacadlas de aquí ahora mismo.
8:30 h
– Dentro de diez minutos llegaremos a Union Station. El Southwest Chief entrará por la vía doce. Diez minutos.
El sistema de megafonía del tren emitió un mensaje grabado y el Chief aminoró la marcha hasta avanzar muy despacio. Casi de inmediato, la gente se levantó y empezó a bajar su equipaje de los estantes, y Raymond comenzó a hacer lo mismo. Luego vio al policía joven levantarse en mitad del vagón y hacer lo propio, bloqueando el pasillo justo cuando Miller volvía del baño. El policía sonrió, dijo algo y se volvió a deslizar hasta su asiento, dejando pasar a Miller. Al tiempo que lo hacía el revisor entró por la puerta de delante y se quedó en el pasillo, cerca de Valparaiso. Por un momento Raymond se quedó petrificado, sin saber qué hacer. Necesitaba el rifle pero no podía acceder a él sin bajar su bolsa. Estaba rodeado de gente que todavía recogía sus cosas, así que no había motivo para que él no hiciera lo mismo.
De pronto se levantó e iba a coger su bolsa cuando Miller lo detuvo:
– No lo haga -le susurró, y luego se inclinó hacia los Woods, en voz baja y tono apremiante-: He oído hablar a los del ferrocarril. Creen que hay una bomba a bordo. No saben en qué vagón. Van a detener el tren antes de que lleguemos a la estación.
– ¿Cómo? -Raymond se quedó atónito.
– Cundirá el pánico entre los pasajeros -dijo Miller, con el mismo tono dramático-. Tenemos que alcanzar la puerta ahora mismo para poder ser los primeros en bajar. Dejen su equipaje, déjenlo todo.
Cuando se levantó, la cara de Bill Woods estaba blanca como la cera.
– Corre, Vivy, vámonos. -Su voz estaba empañada de miedo y ansiedad.
– Vamos, Raymond, rápido -lo apremió Miller mientras los Woods salían al pasillo delante de ellos. Raymond lo miró y luego levantó la vista hacia su maleta. Lo último que quería era dejarla atrás.
– Mi bolsa.
– Olvídela -dijo Miller rápidamente, al tiempo que lo agarraba del brazo y le forzaba a seguir a los Woods-. Esto no es ninguna broma, Raymond. Si eso explota, saltamos todos en pedazos.
8:33 h
Valparaiso y el revisor vieron acercarse a los jugadores de cartas. Detrás de ellos, Halliday y Barron se habían levantado de pronto, sorprendidos de verlos avanzar a los cuatro.
– ¿Qué coño…? -exclamó Barron abiertamente, dirigiéndose a Valparaiso.
– ¿Qué están haciendo? -El revisor miraba al grupo de jugadores que se abría paso entre la gente, avanzando hasta la parte delantera del vagón, hacia ellos.
– No te muevas, no hagas nada -le advirtió Valparaiso.
Barron se puso en el pasillo y empezó a avanzar hacia ellos con la mano en la Beretta. A los tres pasos sintió la mano de Halliday en el hombro.
– No le des motivos para que haga algo -le dijo Halliday, mientras lo contenía.
– ¿Qué cojones está pasando?
– No lo sé, pero no puede ir a ninguna parte. Vuelve a sentarte. Estamos a pocos minutos del objetivo.
Valparaiso vio a Halliday llevarse a Barron hacia los asientos que los jugadores habían dejado libres. Mientras tanto, el cuarteto seguía avanzando. Iban muy juntos, escurriéndose por entre los demás pasajeros. Oyó suspirar al revisor. Unas pocas hileras más y estarían junto a él. El tren todavía se movía. ¿Adónde demonios se creía que iba? ¿Al otro vagón? Sí, claro. Pero luego estaba la locomotora, de modo que el vagón siguiente era lo más lejos que podía ir, y eso lo podrían controlar si tenían que hacerlo. Tan pronto como entraran se pondría en contacto por radio con McClatchy y… de pronto, el revisor empezó a avanzar hacia los jugadores de cartas, bloqueando el pasillo.
– Ha habido un problema con los billetes -dijo, con voz autoritaria-. ¿Quieren tener la amabilidad de regresar a sus butacas hasta que podamos solventarlo?
– Dios mío -masculló Valparaiso.
Barron miraba al revisor, con la Beretta escondida debajo de la mesa.
– Déjalo solo, gilipollas -susurró, demasiado alto.
– Tranquilo -le dijo Halliday a media voz-; no te pongas nervioso.
8:34 h
El revisor estaba justo delante de ellos. Bill y Vivian Woods miraron a Miller suplicando ayuda. Estaban asustados y no tenían ni idea de qué hacer. Raymond miró hacia atrás, a su bolsa. Los policías estaban justo allí, en su sitio, con la bolsa en el portaequipajes de encima de ellos.
– Les he pedido que vuelvan a sus sitios y se sienten. Por favor, háganlo y quédense sentados hasta que lleguemos a la estación. -El revisor siguió empujándolos. Con bomba o sin ella, pensó Raymond, éste era un hombre que creía realmente que éste era su tren y que mandaba. Nadie se dirigiría a las puertas hasta que él lo autorizara, y desde luego, no un criminal buscado. De pronto le quedó medianamente claro quién había avisado a la policía.
No sólo había sido una estupidez, sino una temeridad. Y Miller lo había llevado a hacerlo. Por segunda vez en lo que parecían unos segundos hizo algo enteramente inesperado.
– Pare el tren -dijo, severamente-. ¡Párelo ahora mismo!
El revisor se puso furioso:
– No es posible.
– Sí, sí lo es. -De pronto, Miller sacó un enorme Colt automático de dentro de la americana y apuntó con fuerza a la cabeza del revisor-. Tiene usted una llave de emergencia. ¡Utilícela!
– ¡Dios mío! -Barron se levantó rápidamente. Y Halliday hizo lo mismo.
Raymond estaba estupefacto. Permanecía quieto, incrédulo. Bill Woods tiró de Vivian con fuerza hacia él, estrechándola. La gente miraba, atónita. Entonces Raymond vio que Valparaiso levantaba un brazo. Tenía una Beretta de 9 mm en la mano y apuntaba directamente al pecho de Miller.
– ¡Policía, no se mueva! -Los ojos de Valparaiso estaban clavados en los de Miller.
Al mismo instante, Barron y Halliday empezaron a avanzar pasillo arriba desde detrás, con los revólveres levantados y listos para disparar.
– ¡Deje la pistola o mato al revisor aquí mismo! -gritó Miller a Valparaiso, luego se apartó abruptamente y apuntó la pistola a Barron y Halliday.
– ¡Ya basta! -gritó.
Los policías se quedaron inmóviles allí donde estaban.
– ¡Baje el arma, ahora! -gritó Valparaiso.
De pronto Miller se volvió hacia Bill Woods.
¡Puuuum!
Un disparo atronador sacudió el vagón y la cabeza de Bill Woods estalló, salpicando a su esposa y a los pasajeros que estaban más cerca con trozos de cerebro y de sangre antes de caer al suelo girando sobre sí mismo. Los gritos de Vivian Woods fueron ahogados por los chillidos de otros pasajeros. Algunos, cerca del fondo, salieron en estampida hacia la puerta de atrás, desesperados por huir. De inmediato, Miller giró el Colt hacia Vivian.
– ¡Deje el arma, poli! -dijo Miller, mirando a Valparaiso. El vagón entero enmudeció.
8:36 h
Barron avanzó un poco entre los pasajeros aterrorizados, tratando de obtener un buen campo de visión. Miller lo vio:
– ¿Quiere que mate a alguien más?
Miller estaba excitadísimo, sus ojos eran poco más que dos puntos ardientes que parecían hundírsele hacia el cráneo.
– ¡Baja el arma, Donlan! -ladró Valparaiso, con el dedo deslizándose por el gatillo de su Beretta.
– ¡No, bájala tú! ¡Bajadla los tres, malditos hijos de puta! -La mano de Miller salió disparada y agarró a Vivian por el pelo, arrastrándola hacia él y con el Colt bien apoyado bajo el mentón de la mujer.
– ¡Oh, Dios mío, no! -gritó Vivian aterrorizada.
– ¡Bajad las armas ahora mismo!
¡Donlan! Aquel nombre impactó en Raymond como una flecha. Dios mío, el tipo no se llamaba Miller, sino Donlan, y era al que habían estado buscando todo el tiempo. ¡No a él!
Valparaiso miró a Barron y Holliday, al otro lado del pistolero, y luego abrió lentamente los dedos y dejó caer su arma al suelo.
– ¡Tíremela hacia aquí con el pie! -ladró Donlan.
Valparaiso lo miró; luego avanzó un pie y empujó su automática hacia Donlan.
– ¡Y ahora vosotros dos! -Se volvió Donlan, mirando ahora a Barron y Halliday, en el pasillo de detrás de él.
– Hazlo -masculló Halliday. Dejó caer su Beretta el primero. Barron vaciló. Estaba de pie, un poco de lado, en el pasillo, y veía a la madre aferrada al niño del oso de peluche. La joven que antes se sentaba a su lado estaba atónita contra la ventana, con el rostro contraído por el horror. Éste era el drama que había visto venir, el terror que estaba en el aire incluso antes de empezar. Pero no podía hacer nada sin poner en peligro más vidas. Dejó caer la Beretta y oyó cómo golpeaba el suelo a sus pies.
– Ray -dijo Donlan, mirando de pronto a su compañero de juego-. Quiero que recoja las armas y las tire por la ventana, y luego vuelva a mi lado. -Le dio la orden con mucha calma y con un tono lleno de cortesía.
Raymond vaciló.
– ¡Ray, haga lo que le he dicho!
Raymond asintió con un gesto de la cabeza y, con todas las miradas del vagón puestas en él, recogió lentamente los revólveres y los tiró por la ventana del tren, luego anduvo hacia donde estaba Donlan. Se esforzó por no sonreír. Aquello era una suerte caída directamente del cielo.
8:38 h
De pronto, el pistolero se volvió hacia el revisor:
– Pare el tren. Hágalo ahora mismo.
– Sí, señor.
Tembloroso, horrorizado, el revisor sacó un fajo de llaves de su cinturón, bajó por el pasillo en dirección a Valparaiso y metió una de las llaves en la ranura que había encima de la puerta. Dudó un momento y luego la hizo girar.
Cincuenta metros más allá las luces de emergencia se pusieron a bailotear por el panel de control del Chief mientras los frenos de emergencia se disparaban automáticamente. Al mismo tiempo, un pitido de aviso se disparó sobre la cabeza del maquinista. Sintió una sacudida al engancharse los frenos; luego, por debajo de él se oyó un chirrido tremendo de acero contra acero: eran las ruedas deslizándose bloqueadas por encima de las vías.
La sorpresa, el pánico, el miedo y el caos total reinaron en el interior de los vagones de pasajeros a lo largo de todo el tren. Maletas, bolsas, móviles, ordenadores portátiles y todo tipo de objetos se precipitaron hacia delante en un huracán desatado de desechos aéreos, acompañados de una sinfonía de gritos y de chirrido del acero. Algunos pasajeros chocaron contra los respaldos y los reposacabezas. Otros, a los que el frenazo había sorprendido de pie, salieron disparados contra el suelo del pasillo. Y todavía otros lograron aguantarse con todas sus fuerzas, abrazados contra el enorme impulso del tren de más de medio kilómetro, mientras el Chief resbalaba y resbalaba. Finalmente, por suerte, se detuvo, y por un momento brevísimo todo quedó sumido en el silencio.
Dentro del vagón 39002 el silencio fue interrumpido por una sola voz, la de Donlan:
– Abra la puerta.
Estaba mirando a Raymond.
Estupefacto ante el giro de los acontecimientos, Raymond rodeó al revisor, se dirigió a la puerta y tiró de la manecilla de emergencia. Se oyó un chirrido hidráulico y la escalerilla bajó hasta el suelo. Miró hacia fuera. El tren estaba detenido en una amplia explanada de almacenaje de la compañía ferroviaria, a menos de setecientos metros de la estación, en medio de lo que parecía una enorme zona industrial. Raymond sentía los latidos de su corazón. Dios mío, qué fácil era. Donlan se escaparía; la policía lo perseguiría. Lo único que tenía que hacer era recoger su maleta y marcharse. Esta vez sí sonrió, con una sonrisa ancha y para él mismo, y luego retrocedió rápidamente, esperando que Donlan saltase a su lado para recuperar la libertad. Pero en vez de hacerlo, Donlan soltó el pelo de Vivian Woods y cogió el suyo.
– Creo que será mejor que me acompañe, Ray.
– ¿Cómo? -gritó éste, incrédulo.
Entonces sintió el tacto frío del Colt de Donlan debajo de la oreja. Estaba horrorizado. Dios le había prometido salvación, ahora Donlan se la quitaba. Trató de separarse de él, pero era más fuerte de lo que parecía y lo puso de nuevo en su lugar.
Donlan le habló bruscamente:
– No haga esto, Ray.
Se volvió hacia el revisor:
– Y tú, hijo de puta…
El revisor abrió los ojos de par en par. Un horrible escalofrío se apoderó de él. Hizo ademán de volverse, quiso salir corriendo, pero no le sirvió de nada. Unos disparos atronadores ensordecieron a todo el mundo en el vagón mientras el Colt daba dos sacudidas en la mano de Donlan. El cuerpo del revisor dio dos saltos al aire y luego desapareció del campo visual. Raymond trató de liberarse de nuevo del control de Donlan, pero no le sirvió de nada y éste lo arrastró escaleras abajo hasta la gravilla que había junto al tren. En una décima de segundo, Donlan lo puso de pie de nuevo, arrastrándole y empujándole a través de las vías hacia una valla que había a lo lejos.
8:44 h
Barron saltó por la puerta del vagón y cayó al suelo rodando. Al levantarse, Halliday ya estaba más adelante y corría hacia el punto donde Donlan empujaba a su rehén por encima de una valla de cadena, al final del descampado del tren. Barron salió disparado, corriendo no hacia Halliday sino por las vías junto al tren. Vio a Halliday, que se volvía a mirarlo.
– ¡Si quieres perseguirle sin armas, adelante!
Barron corría con todas sus fuerzas, mirando por el suelo delante de él en busca de sus armas. Al cabo de casi cuatrocientos metros vio la primera Beretta que brillaba al sol. Luego vio las otras dos, separadas unos siete metros, sobre la gravilla junto a las vías del tren.
Recogió una, luego la otra y luego la última y salió corriendo en diagonal, cortando la distancia hacia la valla. Donlan la había cruzado. Halliday estaba a su izquierda, justo delante de él, corriendo a todo meter. Al llegar a su altura, Barron le lanzó una de las armas. En pocos segundos había llegado a la valla y la saltaba apoyado en una mano. Halliday hizo lo mismo detrás de él.
El terreno caía bruscamente al otro lado y los dos hombres se pararon. Al pie de la colina había dos avenidas principales que se cruzaban en un semáforo.
– ¡Allí está! -gritó Barron, y vieron a Donlan y su rehén corriendo hacia la puerta del copiloto de un Toyota blanco que estaba parado en el semáforo. Con el Colt en la mano, Donlan abrió la puerta del conductor y sacó a una mujer a rastras a la calle. Luego miró al rehén y dijo algo. De inmediato, el rehén miró hacia atrás, a la policía, corrió hacia la puerta del copiloto y entró en el coche justo cuando Donlan lo ponía en marcha. Se oyó el chirrido agudo de las ruedas y el Toyota salió disparado hacia el cruce.
– ¿Has visto esto? -gritó Barron.
– ¿Están juntos?
– ¡Joder, lo parece!
Union Station, 8:48 h
– ¡Vamos allá, Marty! -aulló McClatchy por la radio a Valparaiso.
Levantando polvo y gravilla, olvidadas las niñas excursionistas, McClatchy y sus detectives sacaron a toda velocidad los dos Ford de camuflaje de la zona apartada de obras al otro lado de la vía 12.
McClatchy conducía el primer coche con Polchak a su lado. Lee iba solo en el segundo coche, golpeando la calle pegado a aquél. Un segundo más tarde, las dos unidades de apoyo rugieron detrás de ellos.
8:49 h
Barron y Halliday estaban en medio de la avenida mostrando sus placas doradas de detectives, tratando de detener cualquier coche que pudieran. Pero nadie les hacía ni caso. Los coches pasaban a toda velocidad a izquierda y derecha. Insistieron, pero siguieron sin hacerles caso. La gente les tocaba el claxon, les gritaba que se apartaran. Finalmente se oyó un fuerte chirrido de frenos y una furgoneta Dodge verde se detuvo junto a Halliday.
Con la placa bien alta, Halliday abrió la puerta de la furgoneta de un manotazo y le gritó a su joven conductor que se trataba de una emergencia policial y que la necesitaba.
En cuestión de segundos, el chico estaba en la calle y Halliday se deslizaba tras el volante hacia el asiento del copiloto y le gritaba a Barron:
– ¡Tú eres el joven, tú conduces!
Barron se metió dentro, cerró la puerta de un portazo y puso la Dodge en marcha. Con un chirrido de ruedas, se apoyó en el claxon y se coló por un semáforo en rojo, acelerando en la misma dirección en la que había salido el Toyota blanco de Donlan.
8:51 h
Con el radiotransmisor en la mano, los pies deslizándose por el suelo de roca quebrada que cubría el suelo entre vías, Valparaiso corría a todo trapo hacia la calle a lo lejos. A setenta metros lo seguían las unidades de bomberos y policía de Los Ángeles por encima del mismo suelo, en dirección al Southwest Chief detenido.
– Roosevelt, recoge a Marty.
Lee oyó la orden de McClatchy por su radio, por encima de un griterío de sirenas, y rápidamente eligió el camino más rápido hasta el descampado del ferrocarril, empezando por un giro a la izquierda en el primer cruce. Al correr hacia el carril de giro vio el coche de McClatchy y Polchak acelerando delante de él, y luego girando a la derecha en el cruce y saliendo a toda velocidad, con las luces de emergencia roja y amarilla de su ventana trasera centelleando con furia. Al cabo de medio segundo, las dos unidades patrulla salieron disparadas a la carrera. Se trataba de un Código Tres: luces rojas y sirenas.
8:52 h
Lee vio a Valparaiso corriendo hacia una verja baja, veinte metros más adelante. Inmediatamente, su enorme pie derecho pisó el freno y el Ford se detuvo justo cuando Valparaiso saltaba la verja y corría hacia él.
– ¡Vamos! -gritó Valparaiso, subiendo al coche. Antes de que éste hubiera cerrado la puerta, Lee pisó el acelerador y el Ford salió disparado, dejando un rastro de rueda quemada.
8:53 h
Raymond miró a Donlan. Con el Colt automático en el regazo, la intensidad y el atrevimiento con los que conducía -cortando el tráfico, saltándose semáforos, girando abruptamente aquí y allá; todo con un ojo en la carretera y el otro en el retrovisor-, le parecía que estaba en una película de acción. Sólo que esto no era ninguna película, era más bien un exceso de realidad.
Raymond desvió la vista hacia la carretera. Iban a mucha velocidad. Donlan iba armado y era obvio que no tenía problemas para matar a la menor provocación. Además, era tan observador como Raymond. Resultaba evidente que había detectado al instante la presencia de los policías en el tren, y éste era el motivo de sus constantes viajes al baño. Eran sus nervios, nada más, mientras trataba de decidir qué hacer. Pero su vigilancia y rapidez significaban que intentar hacer algo contra él aquí y ahora era una locura. Quería decir que tenía que informar a Donlan de lo que iba a hacer antes de hacerlo.
– Voy a buscar en mi bolsillo y sacaré la cartera y el móvil, ¿vale?
– ¿Por qué? -Donlan tocó el revólver de su regazo pero mantuvo los ojos en la carretera.
– Porque tengo un permiso de conducir y tarjetas de crédito falsos y si la policía nos alcanza no me gustaría que me los encontraran. Tampoco quiero que me cojan el móvil y rastreen los números de teléfono.
– ¿Por qué? ¿En qué está metido?
– Estoy en este país ilegalmente.
– ¿Es terrorista?
– No. Es por algo personal.
– Haga lo que tenga que hacer.
Donlan giró bruscamente a la derecha. Raymond se sujetó mientras el Toyota se enderezaba y luego sacó la cartera y sacó el efectivo que le quedaba: cinco billetes de cien dólares. Los dobló por la mitad y se los puso en el bolsillo, abrió la ventana y tiró la cartera a la calle. Al cabo de cinco segundos tiró su teléfono móvil y lo miró romperse en mil pedazos al golpearse con el bordillo de la acera. Se la jugaba, lo sabía, y mucho, en especial si salía de ésta, porque necesitaría tarjetas de crédito, documentación y un móvil. Pero escapar del psicópata armado Donlan sin la ayuda de la policía era algo improbable, al menos de manera inmediata. Si pillaban a Raymond, lo interrogarían; examinarían su documentación cuidadosamente, la comprobarían y descubrirían que su permiso de conducir era falso y que las tarjetas de crédito, aunque eran reales, estaban emitidas por entidades bancarias en las que había utilizado documentación falsa, cosa que también las convertía en fraudulentas.
Por este motivo, y en especial a la luz de la preocupación sobre seguridad interna que reinaba en Estados Unidos, si encontraban su teléfono móvil harían exactamente lo que le había dicho a Donlan: rastrear las llamadas que había hecho. Y aunque había usado números de terceros y centralitas extranjeras para hacer las llamadas, había alguna posibilidad, aunque fuera remota, de que descubrieran que había estado en contacto con Jacques Bertrand en Zúrich y con la baronesa que lo esperaba en Londres. Que descubrieran a uno de ellos o a los dos era algo que no podía dejar que ocurriera, no ahora que tenían el horario europeo cerrado y había empezado la cuenta atrás.
Con lo que la policía habría encontrado en el tren no podía hacer nada. En algún momento tendrían que buscar por los montones de equipaje esparcidos y encontrar su bolsa con un recambio de ropa, el Ruger, las dos cartucheras de munición extra, el billete de avión a Londres, su pasaporte estadounidense, las escasas notas que guardaba en una agenda delgada del tamaño de un talonario y tres llaves idénticas numeradas correspondientes a cajas fuertes, guardadas en una pequeña bolsa de plástico de cierre hermético. Ahora lamentaba haberse llevado el Ruger. El billete era sencillamente lo que era. Sus notas, probablemente, no significarían nada para nadie, y las llaves de las cajas fuertes tampoco revelaban nada, como descubrió furiosamente, puesto que sólo llevaban grabado el sello de su fabricante belga y el número de las mismas, 8989. Los anteriores propietarios de las llaves, las personas a las que había matado en San Francisco, México y Chicago, no tenían ni idea de dónde estaba la caja fuerte. De eso estaba seguro, porque a todos ellos les había provocado el suficiente dolor físico como para hacer que cualquier ser humano revelara cualquier cosa. De modo que, aunque tenía las llaves, no sabía más de ellas ahora que antes: que la caja fuerte a la que correspondían estaba en un banco en alguna localidad francesa. Pero en qué banco y en qué ciudad, no tenía ni idea. Era una información vital y sin ella las llaves no tenían ningún valor. Obtenerla antes de volar hacia Londres había multiplicado por mil su necesidad de pasar por Los Ángeles, pero eso, por supuesto, era algo que la policía no sabría. Lo que les quedaría, entonces, sería su pasaporte, y puesto que lo había usado sin problemas para entrar y salir del país, supondrían que era auténtico. El problema llegaría si comprobaban la banda magnética de detrás. Si eran lo bastante astutos para relacionar las cosas, descubrirían que había estado en San Francisco y México D.F. los mismos días en que se habían cometido los asesinatos, y que había regresado a Estados Unidos vía Dallas, desde México, el día antes de los crímenes de Chicago. Pero eso implicaba que tendrían alguna información sobre esos crímenes, lo cual era mucho suponer, puesto que eran muy recientes y muy alejados geográficamente. Además, buscar por entre el caos de los equipajes y efectos personales que se habían caído cuando el revisor tiró del freno de emergencia del tren llevaría un tiempo, que era lo que ahora trataba de ganar desprendiéndose de cualquier elemento sospechoso. Si capturaban a Donlan, Raymond podría decir sencillamente que toda su documentación se había quedado en el tren, esperar que le creyeran un rehén aterrorizado y le dejaran marchar antes de encontrar su bolsa de viaje.
8:57 h
– La furgoneta verde -dijo Donlan bruscamente, con la mirada clavada en el retrovisor.
Raymond se volvió y miró detrás de ellos. Una furgoneta Dodge verde los seguía a unos setecientos metros y a gran velocidad.
– ¡Allí! -gritó Barron. Tocó el claxon y pisó el acelerador a fondo. Le hizo un interior a un Buick y lo adelantó bruscamente, luego se colocó en el carril de la izquierda.
Halliday levantó su radio.
– Red…
– Aquí, Jimmy. -La voz de McClatchy se oyó claramente.
– Lo tenemos a la vista. Estamos en el este, en Cesar Chavez, acabamos de cruzar North Lorena.
Dos manzanas más adelante el Toyota se escoró hacia la izquierda, cambiando de carril. Estuvo a punto de estrellarse con un autobús y luego se metió a toda velocidad por una calle secundaria.
– Agárrate. -Barron rodeó un Volkswagen Beetle, luego cruzó los carriles izquierdos desafiando el tráfico que venía y se metió por la misma calle que Donlan.
Halliday cogió la radio.
– A la izquierda en Ditm… ¡Cuidado!
El Toyota venía directamente hacia ellos. Vieron a Donlan al volante sacando la mano izquierda por la ventana, con la pistola preparada. Barron dio un brusco giro a la derecha y el furgón se escoró.
¡Bang, bang, bang!
Los dos detectives se agacharon mientras el parabrisas del furgón saltaba en mil pedazos. Se levantó sobre dos ruedas y luego volvió a caer de pie. Barron redujo rápidamente, hizo un giro de 180 grados y salió disparado tras el Toyota.
– Hemos sufrido un tiroteo. Estamos bien. Volvemos a Chavez en dirección oeste -escupió Halliday por la radio-. ¿Dónde coño estáis?
– ¡Lo veo! -gritó Barron. Más adelante, Donlan adelantaba a un furgón de reparto, lo cortaba y se metía por otra calle.
– ¡A la derecha por Ezra! -gritó Halliday por la radio.
A lo lejos oyeron sirenas. Delante vieron el Toyota reducir, volver a acelerar y, de pronto, girar a la izquierda para salir otra vez en estampida.
– ¡Es una calle sin salida! -gritó Barron.
– Sí.
Barron bajó la velocidad justo a tiempo para ver a Donlan meterse por la única posibilidad que le cabía: se estrelló contra una puerta de madera y condujo directamente contra un edificio de aparcamiento cerrado.
– ¡Lo tenemos! -gritó Barron orgulloso.
9:08 h
Barran llevó el Dodge sin parabrisas frente al parking y lo detuvo, bloqueando la salida. Al cabo de un segundo llegaron cuatro unidades patrulla, casi una encima de la otra. Agentes uniformados saltaron de los coches, armas en mano, y empezaron a avanzar hacia el Dodge.
– ¡Barron, Halliday, Cinco-Dos! -gritó Barron, sacando la placa por la ventanilla-. Acordonen la zona. Precinten todas las salidas.
– En marcha -se oyó la voz de McClatchy por la radio de Halliday.
Barron miró por el retrovisor. El Ford azul de Red estaba justo detrás de ellos, Red al volante, Polchak a su lado. Luego el coche de Lee y Valparaiso llegó y se detuvo detrás del de Red. Por todos lados llegaban más coches patrulla de blanco y negro.
– Entrad -dijo Red por la radio-. Deteneos en la primera rampa. Os seguimos.
Barron llevó la furgoneta hacia el garaje vacío, más allá de un cartel en la entrada que decía CERRADO DE MARZO A ABRIL POR REFORMAS ESTRUCTURALES.
Halliday conectó la radio:
– Red, están de reformas. ¿Hay gente trabajando dentro?
– No te muevas, ahora lo compruebo.
Barron se detuvo. La estructura oscura que tenían delante de ellos parecía una tumba vacía de cemento. Había muchas plazas de parking vacías iluminadas aquí y allá por fluorescentes y, de vez en cuando, a distancias calculadas, columnas de cemento armado.
Pasó un minuto, luego otro. Después la voz de Red volvió a sonar por la radio.
– Hay cierta actividad laboral, pero no ha habido nadie durante dos semanas. Entremos, pero con precaución extrema.
Halliday miró a Barron y asintió con la cabeza. El pie de Barron pisó el acelerador y el Dodge avanzó; ambos agentes buscaban el Toyota o algún rastro de los dos hombres.
Detrás de ellos entró el coche de McClatchy/Polchak, y luego el de Lee/Valparaiso. Entonces, oyeron el rugido de un helicóptero policial, con las fuertes aspas de su rotor cortando el aire mientras se mantenía inmóvil y su piloto hacía de sus ojos allí arriba.
Barron dobló una esquina, llegó a la base de la primera rampa de subida y se detuvo.
– Caballeros -dijo la voz de Red por la radio de Halliday-. El exterior está acordonado. Ni rastro de los sospechosos. -Se hizo una pausa y luego Red terminó-. Caballeros, tenemos el OK.
Barron miró a Halliday, confuso:
– ¿Qué significa «tenemos el OK»?
Halliday vaciló.
– ¿De qué habla?
– Quiere decir que no esperamos que llegue el SWAT. La función es nuestra.
Dentro del Ford de camuflaje, McClatchy se guardó la radio en el bolsillo y buscó el pomo de la puerta. Entonces vio a Polchak mirándolo.
– ¿Se lo piensa decir? -le preguntó Polchak.
– ¿A Barron?
– Sí.
– A nosotros no nos lo dijo nunca nadie. -La respuesta de McClatchy era de una lógica aplastante, casi fría. Abrió la puerta del coche.
– Es sólo un crío.
– Todos éramos unos críos cuando empezamos.
Atentos, con las armas automáticas levantadas y listas, Barron y Halliday salieron de la furgoneta. A lo lejos podían oír el rumor de radios de policía y, arriba, el fuerte latido de las aspas del rotor del helicóptero. Los otros también salieron. Valparaiso se acercó para hablar en voz baja con McClatchy. Lee y Polchak abrieron los maleteros de los dos coches y se les acercaron para darles chalecos antibalas con la palabra policía escrita en la espalda.
Barron se puso el suyo y se acercó adonde estaba McClatchy con Valparaiso, estudiando el garaje con la mirada, como hacían ellos. Donlan podía estar por cualquier rincón, esperando en la sombra su ocasión de disparar. Estaba loco. Le habían visto en acción.
– El rehén de Donlan -dijo Barron al llegar a su lado-, parecía como si hubiera subido al Toyota por voluntad propia. También fue quien recogió nuestras armas para Donlan en el tren. Puede que sean cómplices, puede que no.
Red lo escrutó ligeramente:
– ¿Tiene nombre, ese rehén?
– No que sepamos. -Halliday llegó por detrás de él-. Que alguien compruebe la identidad de la esposa del hombre que Donlan ha matado en el tren. Han estado jugando a cartas juntos todo el viaje.
De pronto, un estruendo tremendo provocado por el vuelo rasante del helicóptero, que luego se quedó de nuevo inmóvil, sacudió todo el edificio. Al ceder el ruido, Barron vio a Polchak sacar del maletero del Ford un arma de cañón corto, tipo escopeta recortada, con un enorme cargador.
– Striker doce. Es un fusil sudafricano antidisturbios. -Polchak sonrió-. Cargador de cincuenta balas. Doce disparos en tres segundos.
– ¿Estás cómodo con esto? -Valparaiso sostenía un revólver Ithaca del calibre doce.
– Claro -dijo Barron, y Valparaiso se lo lanzó.
McClatchy sacó el revólver Smith & Wesson de la pistolera de ante que llevaba en la cintura.
– Vamos para allá -dijo-. Jimmy y Len a la escalera norte de incendios. Roosevelt y Marty, al sur. Barron y yo iremos por el centro.
Y así se pusieron en marcha, Halliday y Polchak a la izquierda; Lee y Valparaiso desapareciendo a través de las sombras a la derecha, con el sonido de sus pasos perdiéndose bajo el latido rítmico del helicóptero.
Barron y McClatchy, escopeta y revólver, subieron la rampa principal de vehículos a un metro y medio el uno del otro, escaneando con los ojos las columnas de cemento, las pilas ordenadas de material de construcción, las plazas de parking desiertas, las sombras creadas por las columnas y los materiales apilados.
Barron visualizó a los otros subiendo por las escaleras de incendios, armas en mano, bloqueando cualquier camino de salida que pudieran tomar Donlan y su rehén o amigo. Sentía el sudor en las palmas de las manos, la carga de adrenalina. No era el mismo nerviosismo que había sentido antes en el tren; era algo totalmente distinto. Apenas una semana antes era una pieza en el engranaje de la brigada de Robos y Homicidios, y ahora aquí estaba, miembro de por vida de la prestigiosa brigada 5-2, avanzando mano a mano con el mismísimo Red McClatchy de camino a atrapar a un asesino extremadamente violento. Era algo de película. Con todo el peligro que comportaba, el subidón de adrenalina era enorme, hasta heroico. Se sentía como si estuviera al lado de Wyatt Earp entrando en el OK Corral.
– Tal vez quieras saber algo más sobre nuestro señor Donlan -le susurró McClatchy, concentrado en el cemento y en las sombras de delante-. Antes de su hazaña en el tren, antes de tener la mala suerte de ser visto en Chicago y de que la policía de allí emitiera una alerta para cazarle, se había escapado del corredor de la muerte en Huntsville. Estaba condenado por la violación y el asesinato de dos hermanas adolescentes. Y eso lo hizo exactamente cuatro días después de salir de la cárcel gracias a una reducción de condena por buen comportamiento… una condena que cumplía por otra violación… Ten cuidado.
Red dejó que su voz se apagara cuando llegaban arriba de la rampa y pasaban por la curva.
– Quieto -dijo de pronto, y se detuvieron.
A cinco metros tenían el Toyota blanco. Estaba aparcado de cara a un muro trasero y tenía las puertas del conductor y copiloto abiertas y las luces de emergencia parpadeando.
Red sacó la radio.
– El Toyota está aquí -dijo, a media voz-. Segunda planta. Acercaos lentamente y con la máxima precaución. Apagó la radio y él y Barron se quedaron escuchando, barriendo la zona con los ojos.
Nada.
Pasaron diez segundos. Entonces vieron las siluetas desdibujadas de Halliday y Polchak avanzar por la izquierda y detenerse a diez metros del coche con las armas preparadas para disparar. Al cabo de un momento, Lee y Valparaiso se acercaron por la derecha, deteniéndose a la misma distancia.
Red esperó, evaluando la situación, y luego su voz retumbó por la cámara de cemento:
– ¡Policía de Los Ángeles! Donlan, el edificio está rodeado. No tiene adonde ir. ¡Tire el arma y entréguese!
Nada. El único sonido era el fuerte latido del helicóptero de la policía.
– Fin del trayecto, Donlan. ¡No se complique más la vida!
Red avanzó lentamente. Barron lo imitó, con el corazón acelerado, las palmas de las manos pegajosas de sudor alrededor de la enorme Ithaca. Los otros permanecieron donde estaban. Tensos. Vigilantes. Los dedos en los gatillos. Polchak tenía la recámara de su enorme rifle antidisturbios contra el hombro y miraba por su mirilla.
– ¡Soy Frank Donlan! -La voz del fugitivo retumbó de pronto desde mil rincones a la vez.
Red y Barron se quedaron petrificados.
– ¡Voy a salir! Mi rehén está bien, viene conmigo.
– ¡Mándalo a él primero! -le gritó Red.
Durante un momento que pareció durar una eternidad no pasó nada. Luego, lentamente, Raymond salió de detrás del Toyota.
Barron apuntaba a Raymond con la enorme escopeta Ithaca mientras éste emergía de las sombras y avanzaba hacia ellos. Lee, Halliday, Polchak y Valparaiso se mantenían atrás, con las armas listas, alerta, vigilando.
– ¡Al suelo, boca abajo! -ordenó Red a gritos-. Las manos detrás de la nuca.
– ¡Ayuda, por favor! -suplicó Raymond mientras avanzaba. A su izquierda, derecha y delante estaban los tres policías del tren. A los otros no los había visto nunca.
– ¡Al suelo! ¡Las manos detrás de la nuca! -repitió Red-. ¡Ahora!
Raymond dio otro paso y se tiró al suelo mientras se ponía las manos en la nuca, como le ordenaban.
Al instante, Barron desvió la Ithaca de Raymond al Toyota. ¿Dónde estaba Donlan? ¿Y si estaba usando a su rehén como tapadera para colocarse y atrapar a uno de ellos? ¿Y si salía de pronto de detrás del coche, disparando al primero que se le pusiera a tiro?
– ¡Donlan! -McClatchy miró al Toyota, con la distracción que suponían sus luces parpadeantes de emergencia-. ¡Tira el arma!
Nada. Barron respiró con fuerza. A su izquierda podía ver a Polchak ajustando el peso de su fusil.
– ¡Donlan! -volvió a gritar McClatchy-. ¡Tira el arma o iremos a por ti!
Una nueva pausa; luego un objeto salió volando desde detrás del Toyota y rebotó por el suelo, antes de detenerse a medio camino entre Raymond y Red McClatchy. Era el Colt automático de Donlan.
Red miró rápidamente a Barron:
– ¿Llevaba algo más?
– No que hayamos visto.
Red miró de nuevo hacia el Toyota:
– Pon las manos sobre la cabeza y sal lentamente.
Durante un rato todo siguió inmóvil. Luego vieron movimiento detrás del Toyota y Donlan apareció. Con las manos en la cabeza, salió de la sombra hasta la zona iluminada por la luz fluorescente. Iba totalmente desnudo.
– Dios mío -murmuró Barron.
Donlan se detuvo, con pinta extraña bajo la luz fluorescente y vestido solamente con el peluquín. Sonrió lentamente:
– Sólo quería demostraros que no tengo nada que ocultar.
Los detectives se le acercaron rápidamente; Polchak y Lee tomaron posiciones armadas a un palmo del Donlan desnudo, mientras Valparaiso se le acercaba bruscamente para esposarlo por la espalda. Barron y Halliday se dirigieron al Toyota.
– No te muevas. No hables. -Con la Smith & Wesson agarrada entre las dos manos, Red se acercó a Raymond-. Roosevelt -dijo.
De pronto, Lee se separó de Polchak y Donlan y se acercó adonde estaba Red para esposar rápidamente al segundo fugitivo.
– ¿Qué coño hacen? -gritó Raymond, al sentir el acero rodeándole las muñecas-. He sido secuestrado; ¡soy una víctima!
Estaba rojo y furioso. Esperaba que le protegerían, que le interrogarían un rato, le tomarían los datos y luego lo dejarían marchar.
– Nadie más, ni armas, está limpio -dijo Barron, mientras él y Halliday salían del Toyota.
Red escrutó a Raymond un rato más, luego se guardó la pistola y miró a Lee:
– Llevaos a esta víctima al centro e interrogadle. -Luego miró a Barron-. Busca los pantalones del señor Donlan.
Raymond vio al enorme Lee inclinarse hacia él y sintió como sus enormes manos lo ayudaban a levantarse.
– ¿Por qué me arrestan? Yo no he hecho nada. -Raymond lo intentaba por la vía cordial, fingiéndose la genuina víctima inocente.
– Pues entonces no tiene nada que temer.
Lee lo llevaba hacia la escalera de incendios para bajar a la planta baja.
De pronto volvió a sentir todos los miedos. Lo último que queríaera que lo llevaran bajo custodia y que empezaran a escarbar en su identidad, y luego que encontraran su bolsa de viaje en el tren. Se intentó liberar de la mano de Lee, retorciéndose, y gritó hacia Barron y Halliday:
– ¡Ustedes estaban en el tren! ¡Ya han visto lo que ha pasado!
– También le he visto meterse en el Toyota con Donlan sin ofrecer ninguna resistencia -dijo Barron, mientras se disponía a marcharse.
– ¡Me ha dicho que me subiese o me mataba allí mismo! -gritó Raymond. Barron siguió andando, en busca de la ropa de Donlan. Raymond se volvió hacia Donlan-. ¡Dígaselo!
– ¿Decirles qué, Ray? -le dijo Donlan, con una sonrisa cínica.
Ahora estaban ya ante la puerta metálica ignífuga. Halliday la aguantó abierta y Lee sacó a Raymond por ella hacia la escalerilla del fondo. Halliday los siguió y la puerta se cerró con un golpe detrás de ellos.
Barron aguantaba los pantalones de Donlan mientras éste se los ponía, una labor incómoda por las esposas y porque Polchak lo apuntaba con el rifle antidisturbios directamente a la cara. Luego vinieron los calcetines y los zapatos.
– ¿Y la camisa? -dijo Barron, mirando a Red-. No se la podrá poner, con las esposas.
– Apártate -dijo Red.
– ¿Cómo?
– Digo que te apartes.
Había una extraña calma en la actitud de Red que Barron no sabía interpretar. Vio la misma calma en las caras de Polchak y Valparaiso, como si supieran algo que él ignoraba. Confuso, hizo lo que le decían. Entonces Polchak se apartó también y, por unos instantes, el tiempo se detuvo. Los cuatro detectives y su prisionero cara a cara. El único movimiento eran las luces todavía parpadeantes del Toyota.
– ¿Es esto una peluca? -preguntó Valparaiso del peluquín de Donlan-. Parece una peluca.
– No lo es.
– ¿Qué mote has utilizado esta vez, Donlan? Ya sabes, para la gente del tren, los que jugaban a cartas contigo -dijo Red, con calma -. ¿Tom Haggerty? ¿Don Donlan Jr? ¿Tal vez James Dexter… o ha sido Bill Miller?
– Miller.
– ¿Bill?
– Frank. Es mi nombre real.
– Qué gracia, pensaba que era Blanquito. Está en tus antecedentes penales desde que tenías doce años.
– Pues mira, que os den por el culo.
– Sí, que nos den. -Polchak sonrió y luego, muy pausadamente, dejó el fusil a un lado.
Donlan paseó la mirada por todos ellos.
– ¿Qué pasa? -dijo, con la voz empapada de pronto por el miedo.
– ¿Qué cojones crees tú que pasa? Blanquito… -Valparaiso lo miraba fijamente.
Barron miró a Red, tan confuso como antes.
Lo siguiente ocurrió en una milésima de segundo. Polchak dio un paso adelante, cogió a Donlan por los brazos y lo inmovilizó. Al mismo tiempo, Valparaiso se les acercó, empuñando un revólver del calibre 22.
– ¡No, no! -gritó Donlan aterrorizado. Trató de liberarse de los brazos de Polchak, pero no le sirvió de nada. Valparaiso le apoyó el 22 en la sien.
¡Bang!
– ¡Me cago en la puta! -masculló Barron, quedándose sin respiración. Entonces Polchak lo dejó y el cuerpo de Donlan cayó al suelo.
Raymond se sobresaltó y trató de liberarse al oír el disparo agudo que retumbó como un petardo por las paredes de cemento desde el piso de arriba. Halliday lo volvió a apoyar contra el maletero del Ford de Lee y éste siguió leyéndole sus derechos:
– Tiene derecho a un abogado. Si cree que no se lo puede permitir…
– Necesitamos una unidad de investigaciones científicas y el forense. -McClatchy se había dado la vuelta y hablaba por radio, mientras Valparaiso le entregaba el 22 a Polchak, luego se levantaba y se dirigía a Barron.
– Donlan llevaba una 22 escondida en los pantalones. Cuando intentamos llevarlo escaleras abajo se quitó una de las esposas y se disparó. Sus últimas palabras han sido «Hasta aquí llego».
Barron lo oyó, pero apenas lo registró. El shock traumático y el horror se habían apoderado de él, mientras a metro y medio Polchak abría una de las esposas de Donlan y le ponía el 22 en la mano, disfrazando la escena para que pareciera exactamente como Valparaiso la había descrito. Mientras tanto, un charco de sangre oscura brotaba de debajo de la cabeza de Donlan.
Que algo así pudiera ocurrir, y que lo hubieran hecho esos hombres, resultaba incomprensible. De nuevo, y por segunda vez en su vida, el mundo de John Barron se había convertido en un sueño oscuro y terrible. En él veía a McClatchy acercarse a Valparaiso:
– Ha sido un día muy largo para ti, Marty -le decía, amablemente, como si el detective saliera simplemente de una jornada doble como conductor de autobús, o algo así-. Pídele a una de las unidades motorizadas que te lleve a casa, ¿vale?
Barron veía a Valparaiso hacer un gesto de agradecimiento con la cabeza y alejarse hacia la escalera de incendios, y luego Red se dirigía a él:
– Vuelve con Lee y Halliday -le decía, directamente-. Fichad al rehén como cómplice hasta que sepamos quién es y qué coño pasa con él. Luego vete a casa y descansa también un poco. -McClatchy hizo una pausa y Barron pensó que, tal vez, estaba a punto de ofrecerle una explicación-. Mañana por la mañana quiero que redactes un informe sobre lo ocurrido aquí.
– ¿Yo? -exclamó Barron, incrédulo.
– Sí, tú, detective.
– ¿Y qué coño pongo?
– La verdad.
– ¿Qué, que Donlan se ha suicidado?
Red hizo una pausa deliberada:
– ¿No ha sido así?
Santuario de Saint Francis, Pasadena, California.
El mismo día, 22 de marzo, 14:00 h. Tres horas más tarde
Sin la americana, arremangado y con una raqueta de bádminton en la mano, John Barron se mantenía en el centro del terreno de césped, bajo la sombra de un enorme sicómoro, observando la trayectoria de la pelota volante por encima de la red hacia él, mientras trataba desesperadamente de quitarse de la cabeza lo que había vivido tan sólo unas horas antes. Al recibir la pelota, la golpeó con la raqueta dibujando un arco con la misma, mandándola por encima de la red hacia las dos monjas del otro lado. Una de ellas, sor MacKenzie, corrió como si quisiera responder, pero de pronto se detuvo para ceder el honor a la jovial sor Reynoso, que se avanzó para golpearla hábilmente por encima de la red. Barron se balanceó, resbaló y se pegó un batacazo que lo dejó tumbado en el césped, mirando al cielo.
– ¡Oh! ¿Se ha hecho daño, señor Barron? -Sor Reynoso corrió y miró por encima de la red.
– Me siento superado, hermana. -Barron se incorporó, forzó una sonrisa y luego miró al lado de la pista-. Vamos, Rebecca, dos contra uno. Ayúdame un poco, ¿no? Me están machacando.
– Sí, venga, Rebecca. -Sor Reynoso rodeó la red-. Tu hermano te necesita.
Rebecca Henna Barron permanecía en el césped contemplando a su hermano mientras la suave brisa jugueteaba con su melena oscura, pulcramente recogida en una coleta. Sostenía una raqueta en las manos como si fuera el objeto más raro que había visto en su vida.
Barron se levantó del suelo y se le acercó:
– Sé que no puedes oírme, pero también sé que comprendes lo que está pasando. Queremos que juegues con nosotros. ¿Lo harás?
Rebecca sonrió dulcemente, luego miró al suelo y negó con la cabeza. Barron suspiró. Esto era lo que nunca cambiaba, la tristeza que la embargaba totalmente y le impedía dar siquiera los primeros pasos para llevar una vida propia.
Rebecca tenía ahora veintitrés años y no había hablado ni mostrado ningún síntoma de poder oír desde que vio a unos intrusos asesinar a tiros a su padre y a su madre, en el salón de su casa del Valle de San Fernando, ocho años atrás, cuando ella tenía quince. A partir de aquel momento, la joven poco femenina, brillante, divertida y animada a la que había conocido toda su vida se convirtió en la sombra de un ser humano, alguien envuelto en un aire de fragilidad trágica que la hacía parecer absolutamente niña y, a veces, incluso indefensa. Cualquier competencia o capacidad de comunicarse que pudiera conservar permanecía encerrada bajo la montaña del fuerte trauma. Y sin embargo, detrás del mismo, por la manera en que se comportaba, por cómo se animaba cuando la iba a visitar, estaba la hermana aguda, inteligente y divertida que él recordaba. Por lo que le habían dicho una serie de profesionales de la psiquiatría que hasta el momento no habían conseguido ningún logro, incluida su psiquiatra actual, la prestigiosa doctora Janet Flannery, si de alguna manera su alma se podía liberar y disipar la oscuridad, emergería de su temible crisálida como una brillante mariposa y en poco tiempo sería capaz de vivir una existencia autónoma y coherente, tal vez hasta plena. Pero hasta entonces no había ocurrido. Ningún cambio en absoluto.
Barron le levantó el rostro para que lo mirara directamente.
– Hey, no pasa nada. -Intentó sonreírle-. Ya jugaremos otro día, de verdad. Te quiero; lo sabes, ¿no?
Rebecca sonrió y luego inclinó la cabeza y lo observó. John vio una expresión inquieta instalarse en su rostro. Finalmente, la joven se tocó los labios y luego le tocó los suyos. Ella también le quería, eso es lo que quería decirle, pero la manera en que lo hizo, mirándolo a los ojos todo el tiempo, significaba que sabía que había algo que lo había perturbado profundamente y que quería hacerle saber que lo había percibido.
15:35 h
Barron estaba aparcando delante de Thrifty Dry, la lavandería donde llevaba su ropa. Estaba haciendo la maniobra, tratando de olvidarse de la experiencia traumática de haber presenciado el asesinato de Donlan y de reflexionar lógicamente cuál debía ser su próximo movimiento, cuando de pronto le sonó el móvil. Con un gesto automático lo descolgó:
– Barron.
– John, soy Jimmy. -Era Halliday y su voz sonaba algo alterada-. Los de Investigaciones Especiales que han revisado el tren han encontrado el equipaje de Raymond. Menuda víctima.
– ¿Qué quieres decir?
– En la bolsa había un Ruger automático del calibre 40 y dos recambios enteros de munición.
– Dios mío -se oyó decir Barron-. ¿Llevaba sus huellas?
– Ni las suyas ni las de nadie. Nada.
– Quieres decir que ha usado guantes.
– Es posible. Ahora estamos revisando el resto de efectos. Polchak mandará sus huellas y su foto a la policía de Chicago para comprobar si tienen algún dato de él, y Lee bajará a interrogarlo. Red lo lleva todo en secreto hasta que sepamos más cosas. Que no sepa nada la prensa; ni la prensa ni nadie.
– De acuerdo.
– John… -Barron sintió el cambio de tono en la voz de Halliday. Era la misma preocupación que había mostrado en el tren antes de que empezara toda la operación para cazar a Donlan-. Lo que ha ocurrido hoy es duro, lo sé. Pero es el modo en que todos nosotros fuimos bautizados. Lo superarás. Lo único que necesitas es un poco de tiempo.
– Vale.
– ¿Estás bien?
– Sí.
– Te llamaré si hay algo más de Raymond.
19:10 h
Respiró hondo una vez y luego otra.
John Barron cerró los ojos, apoyó la cabeza en la pared de la ducha de su casita alquilada en el barrio de Los Feliz y dejó deslizarse el agua por encima de él.
«Es el modo en que todos nosotros fuimos bautizados», le había dicho Halliday. ¿Todos bautizados? Eso significaba que había habido otros. Dios santo, ¿cuánto tiempo llevaban con aquellas prácticas?
Si estaba bien, le había preguntado Halliday.
¿Bien? Por Dios de los cielos.
Habían pasado casi quince horas desde el momento en que se subió al Chief en Barstow con Marty Valparaiso; casi diez desde que, revólver en mano, había subido por la rampa del parking hombro con hombro con Red McClatchy. Al cabo de poco, Valparaiso, padre de tres criaturas, se había acercado a un hombre esposado y lo había liquidado de un tiro en la sien.
Barron levantó la cabeza hacia la ducha, como si la fuerza del agua pudiera ser capaz de llevarse el recuerdo y el horror.
Pero no fue así. Si algo hizo, fue intensificarlos. El fuerte bang del disparo todavía resonaba en su cabeza. Y con él venía el recuerdo del cuerpo de Donlan cayendo al suelo. En su mente lo veía una y otra vez. Cada vez más lenta que la anterior, hasta convertirse en una danza delicada de imágenes congeladas que ilustraban la pura fuerza de la gravedad una vez la vida dejaba de existir.
Luego venía lo demás: las caras, las voces, las imágenes que fluían por su memoria.
– Dice llamarse Raymond Thorne. Dice que su documentación se ha quedado en el tren. -Lee estaba en el asiento delantero del coche de detectives, leyendo sus notas mientras Halliday conducía por el parking, de camino al exterior. Barron iba detrás, sentado junto a su rehén/prisionero esposado y todavía indignado. Intentaba desesperadamente que no le notaran la sensación de pasmo, contrariedad y horror casi insoportable que todavía circulaba por su cuerpo.
– Dice ser ciudadano estadounidense nacido en Hungría. -Lee se volvió un poco en dirección a Barron-. Reside en el número veintisiete oeste de la calle Ochenta y seis, en Nueva York. Afirma ser comercial informático y trabajar para una empresa alemana. Pasa la mayor parte de su tiempo viajando. Dice que tomó el tren hasta Los Ángeles porque en Chicago cerraron los aeropuertos a causa de la tormenta de granizo. Allí fue donde conoció a Donlan.
– No digo que soy ciudadano estadounidense, lo soy -le espetó Raymond a Lee-. Y soy una víctima. He sido secuestrado y tomado como rehén. Estos hombres estaban en el tren. Lo han visto todo. ¿Por qué no se lo pregunta?
De pronto se quedaron bañados en luz de día, al salir Halliday del garaje, y avanzaron hacia una pared de furgones satélite y periodistas. Policías uniformados les abrían paso mientras Halliday iba acercándose; luego pasaron a través de ellos, giraron hacia la calle y se alejaron, de camino a la comisaría del centro de la ciudad, situada en Parker Center.
Barron recordó los perfiles solemnes de Lee y Halliday sentados delante. Estaban en el piso de abajo cuando todo ocurrió. Ahora sabía que estaban perfectamente informados de lo que iba a suceder en el momento en que se llevaron a Raymond de la escena por la escalera de incendios. Eso significaba que la ejecución de alguien como Donlan era un hecho habitual y que ellos esperaban que, ya que Barron era uno de ellos, sencillamente lo aceptaría sin rechistar. Pero estaban equivocados. Muy equivocados.
Barron cerró el grifo con brusquedad y salió de la ducha. Se secó y se afeitó mecánicamente, sin prestar demasiada atención. Por su mente pasaban todavía viñetas inacabables de lo que había ocurrido durante las horas desde que Valparaiso apretó el gatillo aquella mañana. Dentro de ellas, dos escenas destacaban de manera imborrable.
La primera era de cuando condujeron en medio de las hordas de periodistas frente al parking, y en ella veía la silueta del hombre bajo y joven -con su habitual chaqueta desgastada azul marino, sus pantalones arrugados color caqui y sus gafas de pasta- acercarse al coche y mirar fijamente en su interior. Dan Ford era así, el más agresivo de los periodistas de la ciudad. Cuando los miraba de la manera que lo hacía, resultaba mucho más obvio porque sólo tenía un ojo; el otro era de cristal, aunque resultaba difícil de distinguir… hasta que miraba fijamente con el ojo bueno, como si tratara de asegurarse de que veía realmente lo que creía. Eso fue lo que hizo mientras Halliday conducía a través de ellos. Al verlo tan de cerca observando, Barron desvió la vista apresuradamente.
El problema no era tanto que Ford trabajara para el Los Ángeles Times, o que, con veintiséis años, la misma edad que Barron, fuera sin duda el periodista policial más respetado de la ciudad, un tipo que contaba la verdad en lo que escribía y que conocía a los detectives de casi los dieciocho distritos policiales de la ciudad. El problema era que él y John Barron eran íntimos amigos desde el instituto. Por eso se había girado tan rápido al ver que Ford se acercaba. Barron sabía que Ford detectaría el shock y la repulsión en sus ojos y adivinaría que algo horrible acababa de ocurrir. Y no tardaría en preguntarle qué era.
La segunda escena ocurrió en la comisaría y el protagonista fue el propio Raymond. Lo habían fotografiado, le habían tomado las huellas dactilares y estaba de camino a la celda cuando pidió hablar con Barron. Como era el agente que lo había arrestado, Barron accedió, pensando que Raymond tenía intención de reclamar su inocencia por enésima vez. Pero, en vez de ello, su reo le preguntó por su estado:
– No parece que estés bien, John -le dijo, tranquilamente-. En el coche me has parecido inquieto por algo. ¿Estás bien?
Raymond le dedicó un levísimo esbozo de sonrisa, al final de todo, y Barron estalló en un ataque de furia, gritándoles a los guardias que se lo llevaran. Y eso hicieron, se lo llevaron de inmediato por las puertas de acero que se cerraron con fuerza detrás de él.
John.
De alguna manera, Raymond se había enterado de su nombre y ahora lo utilizaba para llegar a él, como si hubiera adivinado lo que le había ocurrido a Donlan y hubiera visto o percibido lo trastornado que Barron se había quedado por el incidente. Su petición de hablar con él había sido una manera de ponerlo a prueba y de confirmar su suposición, y Barron había caído de cuatro patas. La sonrisita, la mueca, la ironía del tono no eran solamente intolerables, sino que lo delataban enteramente. Sólo le quedaba haber acabado con un «gracias».
¿Y qué haría cuando Lee bajara a interrogarle sobre el Ruger automático hallado en su equipaje del tren? ¿Cómo explicaría este hecho? La respuesta era que, sencillamente, se haría el inocente. O tendría una respuesta legítima por lo del arma -era suya, viajaba muy a menudo y tenía permiso de armas, lo cual Barron dudaba mucho-, o negaría saber nada de ella, en especial si sabía que no había huellas de ningún tipo, y alegaría no tener ni idea sobre su procedencia. En cualquiera de las dos opciones, el tema de Donlan no saldría para nada. Raymond guardaría este pequeño dato entre él y John Barron.
19:25 h
Barron se puso unos bermudas grises de deporte y luego entró descalzo a la cocina, a coger una cerveza de la nevera. Todo aquello se resistía a abandonar su mente. El asesinato ya había sido lo bastante devastador, pero la arrogante clarividencia de Raymond lo empeoraba. El resto era lo que los demás habían hecho luego: Valparaiso acercándosele con la versión oficial de lo ocurrido; la actitud mecánica de Polchak al quitar las esposas y poner el revólver en la mano fría, muerta, de Donlan. Luego, el prestigioso Red McClatchy… su preocupación paternalista por Valparaiso, dándole palmaditas y mandándolo a casa; su aviso tranquilo de que mandaran una ambulancia y un equipo técnico que revisara la escena del crimen y, sin duda, confirmara lo que Red les habría contado, y su última petición de que John redactara el informe del caso. Aparte de la propia ejecución, esto último era la mayor muestra de cinismo y crueldad.
Como todos los demás, Barron ya se había convertido en cómplice del asesinato por el simple hecho de haberlo presenciado. Pero redactar el informe, mecanografiarlo y firmarlo con su nombre lo convertiría en colaborador, con su nombre estampado a pie de página como agente de policía que certificaba la tapadera. Eso significaba que no se lo podía contar a nadie sin incriminarse. Era un asesinato y él formaba parte del mismo, le gustara o no. Y le gustara o no, estaba seguro de que Raymond, fuera quien fuese y sin importar lo que hubiera hecho, estaba al tanto de la situación.
Cerveza en mano, Barron cerró la puerta de la nevera sintiendo que tenía la cabeza a punto de estallar. Era policía, se suponía que no debía sentirse asqueado ni perturbado por aquel asunto, pero así era como estaba. Las circunstancias eran distintas y ahora era mayor, pero el pasmo y el horror y la incredulidad que ahora le revolvían las tripas se parecían mucho a lo que sintió ocho años atrás, cuando, con dieciocho años de edad, llegó a su casa y vio los destellos de los coches de policía y de las ambulancias en la calle, aparcados enfrente. Había estado por ahí con Dan Ford y otros amigos. En su ausencia, tres tipos jóvenes habían entrado en la casa y matado a tiros a su padre y a su madre, delante de Rebecca. Los vecinos oyeron los disparos y vieron a los tres hombres salir corriendo, meterse en un coche negro y marcharse a toda velocidad. La policía lo llamó «intento de robo en domicilio que había acabado mal». Hasta la fecha nadie sabía por qué no habían matado también a Rebecca. A cambio, la muchacha había sido condenada a una especie de cadena perpetua en el purgatorio.
Cuando Barron llegó Rebecca ya había sido trasladada a una institución psiquiátrica. Dan Ford, al verlo paralizado por el horrible impacto de lo que acababa de ocurrir y darse cuenta de que la familia Barron no tenía más parientes ni amigos demasiado próximos, llamó de inmediato a sus propios padres y lo organizó todo para que John se quedara con ellos todo el tiempo que necesitara. Fue una terrible pesadilla de policía, luces, sirenas y confusión. Barron podía ver todavía la expresión de su vecino al salir de la casa. Temblaba, tenía la mirada perdida y la tez pálida como la cera. Sólo más tarde se enteraría de que el hombre se había ofrecido voluntario para reconocer los cadáveres para que John no tuviera que pasar por aquel mal trago.
Durante muchos días posteriores al episodio vivió sumido en el mismo estado de shock, horror e incredulidad que ahora sentía, mientras trataba de comprender lo que había ocurrido y consultaba con varias instituciones para encontrar un lugar en el que cuidaran de Rebecca. Luego el shock se transformó en un agudo sentimiento de culpa. Todo había sido culpa suya y él lo sabía. Si se hubiera quedado en casa podría haber hecho algo para evitarlo. Jamás tendría que haber salido con sus amigos. Había abandonado a su madre, a su padre y a su hermana. Si se hubiera quedado en casa. Si hubiera estado allí…
Luego la culpabilidad se convirtió en rabia de la más profunda, y quiso hacerse policía de inmediato y enfrentarse cara a cara con aquel tipo de asesinos. Estos sentimientos se volvieron más intensos a medida que pasaban los días, las semanas y los meses y los asesinos no aparecían.
John Barron había empezado sus estudios universitarios en el Instituto Politécnico de California, en San Luis Obispo, donde comenzó la especialidad de paisajismo para poder convertir en realidad su sueño desde que era niño: dedicarse profesionalmente al diseño de jardines. Después del asesinato de sus padres, pidió el traslado de inmediato a UCLA para estar más cerca de Rebecca y preparar una licenciatura en Filología Inglesa para ingresar en la facultad de Derecho, donde pensaba especializarse en Derecho Penal. Soñaba con convertirse un día en fiscal, o hasta en juez, y decidió dedicarse a hacer observar el cumplimiento de la ley. Pero cuando el dinero del seguro de vida de sus padres empezó a agotarse y los gastos de Rebecca se dispararon, tuvo que buscar un empleo a tiempo completo, y lo hizo en el departamento de Policía: de cadete a agente, y de ahí a detective, con una rápida ascensión.
A los cinco años de incorporarse al LAPD se convirtió en miembro de la prestigiosa y centenaria brigada 5-2 y subió la rampa de un garaje abandonado hombro con hombro con el legendario Red McClatchy en busca de un asesino fugado. Era la misión soñada por cualquier policía del LAPD y probablemente de la mitad de policías de todo el mundo, y había llegado a ella por una combinación de esfuerzo intenso, inteligencia y un compromiso profundo con la vida que había adoptado.
Y en un instante, todo había saltado en pedazos, igual que su vida estalló aquella noche oscura y terrible de hacía ocho años.
– ¿Por qué? -gritó de repente-. ¿Por qué?
¿Por qué, si Donlan estaba desarmado y ya bajo custodia? ¿Qué respeto a la ley era éste? ¿Qué código se suponía que seguían? ¿Su propia ley de vigilancia? ¿Era éste el motivo del juramento de por vida que se hacía al ingresar en la brigada? Nadie abandonaba jamás la brigada 5-2. Ésta era la norma. Punto.
Barron abrió la cerveza y dio un trago largo. Luego miró a la foto enmarcada en la mesa que había al lado de la nevera. Era una imagen de él y Rebecca tomada en Saint Francis. Estaban abrazados y se reían. «Hermanos del año», decía el pie de foto. No se acordaba de cuándo se la habían hecho ni por qué, tal vez para recordarle que debía ir de vez en cuando a visitarla y pasar un poco de tiempo con ella. Hoy lo había hecho; mañana no podría ni soñar hacerlo.
Entonces, de pronto y como de la nada, le invadió la calma al darse cuenta que le daba igual cuáles eran las normas de la brigada. Nunca más habría lugar en su vida para el asesinato a sangre fría, en especial si el criminal era la propia policía. Sabía lo que había decidido casi en el mismo instante en el que Donlan fue ejecutado; que sólo había una cosa que podía hacer: encontrar un lugar muy lejos de Los Ángeles en el que Rebecca pudiera recibir tratamiento y luego, sencillamente, recogerla y marcharse allí con ella. Tal vez hubiera sido el último en incorporarse a la 5-2, pero sería también el primero en toda la historia del LAPD en abandonarlo.
Parker Center, Comisaría Central del LAPD.
El mismo martes, 12 de marzo, 22:45 h
Raymond permanecía junto a la puerta de su celda, mirando a la galería oscura. Estaba solo y llevaba un mono naranja con la palabra PRISIONERO cosida a la espalda. Tenía un lavamanos, una cama y un retrete, todo a la vista de cualquiera que pasara por el pasadizo de fuera. No tenía ni idea de cuántos reos más había, ni de por qué estaban allí. Lo único que sabía era que ninguno era como él, ni podría serlo jamás. Ni hoy, ni probablemente nunca. Al menos en América.
«Tiene derecho a un abogado», le había dicho el policía negro, enorme e imponente, cuando le leía sus derechos. ¿A un abogado? ¿Qué significado tenía eso ahora? En especial a medida que el cerco se iba estrechando a su alrededor, como siempre había sabido que sucedería. Era un proceso que había empezado ya cuando ese mismo policía negro y enorme se le acercó para preguntarle sobre el Ruger. Su respuesta fue la misma que habría sido si lo hubieran pillado en el tren y el arma descubierta en su bolsa allí: sencillamente, una mentira. Actuó con absoluta sorpresa y le dijo que no tenía ni idea de dónde había salido aquella arma. Llevaba mucho tiempo en el tren, yendo y viniendo del vagón restaurante, del baño, de pasear por el pasillo. Cualquiera podría haberle metido el arma en la bolsa. Lo más probable es que fuera Donlan, para tenerla disponible por si le fallaba su propio revólver. Habló con el policía con actitud seria y absolutamente inocente, protestando todavía porque él era una víctima, no un criminal. Finalmente el policía le dio las gracias por su colaboración y se marchó. Al menos, Raymond había ganado un poco de tiempo.
La incógnita ahora era cuándo se darían cuenta de que todo lo que les había contado era mentira. Cuando lo hicieran, su atención hacia todo lo demás se intensificaría. ¿Cuánto tiempo tardarían en ponerse en contacto con la policía de Chicago para hablar del Ruger y preguntar si tenía antecedentes penales o alguna orden de arresto allí? Y fuera el que fuese el número de asesinatos cometidos en Chicago durante el fin de semana, ¿cuánto tardarían en enterarse del homicidio de los dos hombres acribillados en la sastrería de Pearson Street? Entre otras cosas, el calibre del arma usada saldría a la luz. ¿Cuánto tiempo faltaba para que la policía de Chicago pidiera un informe de balística del Ruger? Y hasta sin huellas digitales en el arma, ¿cuánto tardarían en empezar a relacionarlo todo y preguntarse qué vínculo había entre las llaves de la caja fuerte, sus recientes viajes dentro y fuera del país, los hombres asesinados en Chicago, su llegada y misión en Los Ángeles y el billete de avión a Londres?
22:50 h
De pronto Raymond se volvió y se sentó en la cama, pensando en las posibilidades de la larga cadena de coincidencias que habían tenido lugar en tan poco tiempo. Por alguna casualidad, había coincidido en el mismo tren, en el mismo vagón y en la misma mesa de juego con un hombre tan buscado por la policía que cuando supieron que viajaba allí, unos agentes de paisano de la policía habían sido enviados a bordo en mitad de la noche para asegurarse de que no se les escapaba. Luego, de entre todos los pasajeros del tren, el mismo tipo lo había elegido a él como rehén. Y casi en el mismo episodio, la policía lo había visto saltar al interior del coche robado a punta de pistola por su captor y habían asumido que eran cómplices, lo cual no tenía nada que ver con la verdad pero se había convertido en el motivo por el que estaba ahí.
Raymond hizo rechinar los dientes de rabia. Todo había sido planeado con mucho cuidado. Era un hombre que viajaba ligero, con las armas preparadas con antelación. Su único teléfono móvil era todo lo que necesitaba para mantenerse en contacto con la baronesa en un período tan breve de tiempo. Lo que debía haber sido tan sencillo se había acabado liando en una absurda e inconcebible cadena de circunstancias que, combinada con su frustración por haber sido incapaz de descubrir la ubicación en Francia de la caja fuerte -algo totalmente imprevisible porque las instrucciones contenidas en los sobres que guardaban las llaves, que él había leído y destruido, tenían que haberle dado esa información, pero no fue así-, bastaban para… De pronto cayó en la cuenta: todo aquello no tenía nada de casual. Eran hechos inevitables. Era lo que los rusos llamaban sudba, el destino, algo para lo que se había preparado y de lo que le habían advertido desde su infancia: que Dios pondría a prueba una y otra vez su valentía y su devoción, su dureza, su astucia y su voluntad de salir adelante en las situaciones más difíciles. Desde su juventud y hasta ahora había triunfado siempre. Y por muy imposible que la situación pareciera ahora, esta vez no sería distinto.
Esta idea lo tranquilizó, y se dio cuenta de que a pesar de toda la oscuridad que lo rodeaba, había algo que jugaba a su favor: el error cometido por la policía al matar a Donlan. El por qué no era importante; lo que importaba era que lo habían hecho. El simple eco del disparo le bastó para adivinarlo, y su conjetura quedó confirmada por el lenguaje corporal y facial del joven detective John Barron cuando se reunió con ellos en el coche patrulla, a los pocos minutos. La confirmación definitiva le llegó en forma de la respuesta furiosa y rápida de Barron al final de su detención, cuando Raymond le preguntó cómo se sentía. Así que sí, la policía había ejecutado a Donlan. Y sí, Barron estaba claramente afectado por aquel hecho. Si Raymond podría utilizar aquella información, o cómo, lo ignoraba, pero la clave, el eslabón que fallaba, era Barron. Era joven y emotivo y estaba en falso con su propia conciencia. Barron era alguien que, bajo las circunstancias apropiadas, podía ser explotado.
Cafetería Hollywood, Sunset Boulevard. Miércoles, 13 de marzo, 1:50 h
– A ver, déjame repasarlo otra vez. -Dan Ford se ajustó las gafas de pasta y miró el desgastado bloc de bolsillo que tenía delante-. Los otros jugadores de cartas eran William y Vivian Woods, de Madison, Wisconsin.
– Sí. -John Barron miró hacia el fondo de la cafetería. Estaban en una mesa trasera de un local abierto toda la noche, prácticamente solos. La excepción eran unos adolescentes que se reían en una mesa cerca de la entrada y una camarera de pelo canoso que conversaba en el mostrador con dos empleados de la compañía del gas que parecían recién salidos del trabajo.
– El nombre del revisor era James Lynch, de Flagstaff, Arizona.
– Ford se acabó el café que tenía en la taza-. Era empleado de Amtrak desde hacía diecisiete años.
Barron asintió con la cabeza. Los detalles sobre lo que había ocurrido en el tren Southwest Chief y los nombres de los implicados, que hasta entonces no habían trascendido a la prensa hasta que la investigación estuviera más avanzada y se hubiera notificado a las familias correspondientes, eran lo que le había prometido a Ford cuando éste lo llamó a casa un poco después de las once. Barron estaba despierto, miraba la tele y se había pasado las últimas horas barruntando cómo dejar la brigada y marcharse de Los Ángeles; preguntándose adonde ir y cuál era la mejor manera de hacerlo para Rebecca. La llamada a su psiquiatra, la doctora Janet Flannery, todavía no le había sido devuelta, y cuando el teléfono sonó pensó que sería ella. Pero era Dan Ford, que lo llamaba para ver cómo estaba después de su primera jornada real con el batallón, y luego preguntarle si podían hablar sobre lo ocurrido.
Quería preguntarle a Ford si había hablado con Lee o Halliday o alguno de los otros, pero se reprimió. Dan Ford era su mejor amigo y en algún momento debería hablar con él. Y si Ford estaba dispuesto a separarse un rato de Nadine, su coqueta esposa francesa a la cual después de dos años de matrimonio seguía llamando «novia» y tratando como tal, éste era un momento tan bueno como cualquier otro. Además le ayudaría a no pensar más en la cobertura periodística del día después de los asesinatos en el tren y de la persecución y muerte de Frank Donlan, que parecía estar en todos los canales de televisión. Había visto el tren parado en medio de las vías y las bolsas con los cadáveres de Bill Woods y del revisor un montón de veces. Había visto el garaje y el Ford con Halliday al volante, a él mismo sentado en el asiento de atrás al lado de Raymond, saliendo por entre el ejército de periodistas y fotógrafos; había visto el furgón del forense con el cadáver de Donlan en el mismo escenario; a Red McClatchy en Parker Center junto al jefe de policía, Louis Harwood, mientras Valparaiso reiteraba el cuento del «suicidio» de Donlan frente a las cámaras: la versión de Marty que se convertiría de inmediato en la versión oficial, como Barron sabía.
– El supuesto rehén se ha identificado como… -Ford volvió a consultar sus notas- Raymond Thorne, de Nueva York. Permanece bajo custodia hasta que se pueda verificar su identidad.
– Tiene una audiencia a las ocho y media de la mañana -dijo Barron-. Saldrá o no, depende de lo que puedan comprobar. -Estaba claro que la orden de Red de guardar silencio sobre el hallazgo del Ruger automático en la bolsa de Raymond era acatada, porque si alguien fuera del departamento podía saber algo del arma, éste era Dan Ford.
Barron miró la taza de café que tenía entre las manos. Hasta ahora había hecho lo correcto, le había dado a Ford la información que podía darle, sin dejar que sus emociones se apoderaran de él. Pero no sabía cuánto tiempo lo aguantaría. Se sentía como un drogadicto: si no recibía pronto una dosis se volvería loco. En este caso, la dosis consistiría en mirar a Ford a los ojos y contárselo todo.
Periodista o no, Dan Ford era la única persona en el mundo para quien no tenía secretos, la persona que, desde que murieron sus padres, lo había cuidado como un hermano, hasta cuando Ford se marchó a la otra mitad del país, a la Universidad de Northwestern.
Incluso entonces, con tanta distancia de por medio, Ford lo siguió ayudando, investigando con Barron la maraña inverosímil de instituciones estatales y locales, compañías de seguros y organizaciones varias para que Rebecca pudiera quedarse en Saint Francis y para poder financiar su carísima y permanente psicoterapia.
Y lo hizo todo sin ningún resentimiento ni malicia hacia el amigo que le había provocado la pérdida de un ojo cuando eran pequeños, cuando a los diez años convirtieron un trozo de tubería en un lanzador de cohetes, llenándolo de clavos y usando dos potentes petardos ilegales como propulsión. Un excitado John Barron había encendido los petardos antes de hora, lo cual hizo estallar la ventana de un vecino a dos manzanas e impulsó uno de los clavos hacia atrás, que se clavó directamente en la pupila derecha de Dan. El infierno que tuvieron que pagar por esta gamberrada fue pagado con la mitad de la vista de su mejor amigo.
Ahora, dieciséis años después de aquella tarde funesta, aquí estaban, reunidos en la mesa trasera de una cafetería nocturna de Sunset Boulevard cerca de las dos de la madrugada. Y se suponía que a las ocho Barron debía presentarse en Parker Center para redactar el informe del supuesto suicidio de Frank Blanquito Donlan… Barron necesitaba el apoyo de Dan Ford, probablemente más que nunca en su vida, y deseaba más que nada en el mundo contárselo todo.
Pero no podía.
Lo supo desde el momento en que entró en la cafetería y vio a Ford esperándolo. En aquel instante se dio cuenta de que, si compartía la información que albergaba en su interior, pondría a Ford en el mismo dilema en que estaba él. Una vez Dan Ford lo supiera, la amistad prevalecería por encima de su profesionalidad y le guardaría el secreto. Pero con su silencio, él mismo se convertiría también en cómplice.
El hecho de que Barron tuviera la intención de abandonar la brigada no importaba. En aquel momento seguía siendo policía y miembro de la misma, y debido a lo que representaban la brigada y el propio Red McClatchy, si la verdad de lo que había ocurrido salía algún día a la luz, el escándalo sería colosal y cualquiera, aunque estuviera remotamente implicado con el acusado, estaría bajo el foco del escrutinio público. Periodistas, fiscales y legisladores removerían hasta la última piedra, y no había ningún periodista en Los Ángeles ni ningún detective de la División Central que no estuviera al tanto de la amistad entre Barron y Ford. Hasta una televisión local había hecho un pequeño reportaje sobre su amistad en las noticias de las seis. Fuera donde fuese que Barron estuviera después, aquel día formaba parte de la 5-2 y estaba en el garaje cuando Donlan fue ejecutado, y a Ford le preguntarían qué le había contado Donlan al respecto. Si Ford eludía la pregunta, su elipsis encendería la luz de alarma y no cabría duda de que el fiscal lo llamaría a contestar a la misma pregunta bajo juramento. Barron conocía a su amigo lo bastante como para saber que, hasta en aquellas circunstancias, le guardaría el secreto. Al negar lo que sabía, Ford estaría cometiendo perjurio y, si se sometía a la Quinta Enmienda, sería lo mismo que declararse culpable. De cualquier forma significaría el final de su carrera, de su manera de vivir, de su futuro. De todo.
De modo que la única vía posible era no darle a Ford más que la información que le había prometido y luego decirle que estaba muerto de sueño y poner punto y final a aquella reunión, pidiendo la cuenta a la camarera.
– Háblame de Donlan.
– ¿Cómo? -Barron levantó la vista bruscamente.
Ford había dejado su libreta y lo miraba por encima de la montura de sus gafas:
– Que me hables de Donlan.
Barron sintió como si de pronto se le hundiera el suelo bajo los pies. Se esforzó por mantener la compostura.
– Te refieres a cuando estábamos en el tren.
– Me refiero a cuando estabais en el garaje. Por un lado, erais cuatro detectives y sólo un Blanquito Donlan. Y no cuatro detectives cualquiera: McClatchy, Polchak, Valparaiso y tú. Los mejores. Me doy cuenta de que Donlan tenía mucha experiencia con pistolas y esposas, pero ¿de pronto salió con un revólver escondido que estos cuatro detectives no habían sabido detectar?
– ¿Adonde quieres ir a parar? -Barron lo miró, con la mente y las emociones totalmente trastornadas, igual que se sintió cuando Donlan recibió el tiro.
– Los detalles que me has dado están disponibles para casi cualquiera en Parker Center. -Los ojos de Dan Ford, el de verdad y el de cristal, se encaramaron hasta clavarse en los de Barron-. Yo estaba allí cuando Halliday te ha sacado del parking en su coche. Ibas sentado en el asiento de atrás con ese Raymond como-se-llame. Me has visto pero has desviado la mirada, ¿por qué?
– Si lo he hecho, no me he dado cuenta. Estaban pasando muchas cosas a la vez.
De pronto, Ford apartó la vista. La camarera se acercaba a ellos cafetera en mano. Ford movió la cabeza para que se marchara y luego volvió a mirar a Barron:
– ¿Qué estaba pasando, John? Cuéntamelo.
Barron quería marcharse enseguida, levantarse y marcharse, pero no podía. De pronto se oyó a sí mismo escupir las mismas palabras que Valparaiso había pronunciado, casi palabra por palabra, las mismas que habían salido por televisión en boca del jefe de policía, Hardwood.
– Nadie lo sabe. De alguna manera, Donlan se las había arreglado para llevar una pistola del 22 escondida en los pantalones. Cuando intentamos bajarlo a la calle se deshizo de una de sus esposas y gritó «Yo llego hasta aquí», sacó la pistola y… ¡bang!
Dan Ford lo miraba:
– ¿Así, sin más?
Barron le devolvió la mirada, inalterable:
– No había visto nunca suicidarse a un hombre.
3:13 h
Barron yacía a oscuras, tratando de olvidar que acababa de mentirle a Dan Ford: la explicación de Valparaiso sobre la ejecución le brotó de los labios como si fuera suya. La mentira le horrorizaba casi tanto como el propio asesinato y por eso se marchó lo más rápido que pudo; se obligó antes a mirar a Ford a los ojos para decirle que estaba exhausto y le dio a la camarera un billete de veinte pavos para pagar la cuenta de cuatro dólares y cincuenta centavos del café, sencillamente porque no podía soportar estar allí esperando un segundo más. Luego se marchó en su Ford Mustang clásico del 67, conduciendo por las calles desiertas.
Una vez en casa escuchó los mensajes en el contestador. Tenía dos llamadas. La primera era de Halliday, hecha poco tiempo después de que Barron saliese a encontrarse con Dan Ford. Decía que Lee había visitado a Raymond en Parker Center y que éste había negado tener conocimiento alguno del revólver automático hallado en su equipaje. Aparte, ni el arma ni la munición tenían huellas digitales. Todo estaba perfectamente limpio, como si el que las hubiera utilizado lo hubiera limpiado todo cuidadosamente o hubiera usado guantes.
– Este tipo esconde algo, John -concluía Halliday-. Qué, no lo sé, pero ya lo descubriremos. Nos vemos por la mañana.
La segunda llamada era de la doctora Flannery. Era demasiado tarde para devolvérsela y sabía que debía esperar a la mañana, de la misma manera que debería esperar para hacer algo más sobre la logística de abandonar la brigada. El cómo, cuándo y dónde iba en función del hecho de que debía encontrar un lugar adecuado para Rebecca, lo más lejos posible de Los Ángeles, y eso era algo que tenía que dejar enteramente en manos de la doctora Flannery. Así que, con el segundo peor día de su vida a sus espaldas, finalmente agradecido, se metió en la cama.
3:18 h
El sueño se le resistía todavía. En su lugar, la vaga agitación que le provocaba preguntarse cómo había acabado tan solo que había una única persona en la tierra en la cual podía confiar. Sus amigos del pasado, del instituto, de la universidad, habían seguido su camino, y su vida de adulto, a pesar de que seguía teniendo como objetivo lejano la licenciatura en Derecho Penal, había estado dirigida por su responsabilidad hacia Rebecca. Tuvo que encontrar un trabajo seguro y hacerlo todo lo bien que podía en el mismo, lo cual había cumplido en la policía de Los Ángeles. Y aunque había trabado alguna amistad entre los agentes y detectives con los que trabajó, ninguna había durado lo bastante para convertirse en la amistad genuina que surge después de años de experiencias compartidas. Tampoco contaba con las otras relaciones y recursos que tienen otras personas: parientes, curas, psicólogos…
Tanto él como Rebecca habían sido adoptados de niños. Su madre y padre adoptivos eran originarios de Maryland e Illinois, respectivamente, y sus propios padres habían muerto hacía tiempo. Los dos hablaban muy raramente de sus parientes, y tenían contacto con ellos todavía más raramente, de modo que si tenía tíos o tías o primos lejanos, no los conocía. Además, su padre adoptivo era judío y su madre católica, por lo que decidieron dar a los niños una educación totalmente laica. Por eso no tenía ningún pastor, cura ni rabino en quien confiar. El hecho de que Rebecca estuviera al cuidado de unas monjas era algo circunstancial que reflejaba el hecho de que Saint Francis era la mejor, y tal vez la única, institución para ella que quedaba cerca y que podían permitirse. En cuanto a la terapia, en los ocho años en Saint Francis Rebecca había visto a cinco psicoterapeutas distintos y ninguno de ellos, ni siquiera su actual psiquiatra, la aparentemente competente doctora Flannery, había sido capaz de empezar a sacarla del estado de trauma profundo en el que vivía. Eso hacía que dirigirse a ella no fuera una opción con la que él pudiera sentirse cómodo.
Y así estaba: de los miles de millones de seres humanos de la tierra sólo había dos con los que se sentía lo bastante cómodo como para abrir su corazón: Rebecca y Dan Ford. Y por razones muy obvias, no se podía dirigir a ninguno de ellos.
3:57 h
Finalmente empezó a conciliar el sueño. Mientras la oscuridad empezaba a aliviarlo vio una sombra que se levantaba y se dirigía hacia él. Era Valparaiso y llevaba una pistola en la mano. Luego vio a Donlan, de pie, aterrorizado, inmóvil entre las manos que lo atrapaban como garras de Polchak. Valparaiso se acercó a él y le puso la pistola en la sien.
– ¡No, no lo haga! -gritaba Donlan.
¡Bang!
Parker Center. Todavía miércoles, 13 de marzo. 7:15 h
La sala de la brigada 5-2 era pequeña y práctica, amueblada con seis viejas mesas de despacho desgastadas y sus correspondientes sillas giratorias. En cada mesa había un ordenador de última generación y un teléfono multilínea; una impresora compartida cerca de la puerta descansaba sobre una mesa, bajo una pizarra grande que colgaba de la pared. En otra pared había un corcho lleno de notas y fotos pegadas de gente y de escenarios correspondientes a casos que se estaban investigando. Otra pared estaba ocupada por ventanales cubiertos por estores venecianos que tapaban el fuerte sol de la mañana. Un mapa detallado de Los Ángeles ocupaba la cuarta pared, y frente a esa pared estaba sentado John Barron, solo en el despacho, mirando a la pantalla de ordenador de su mesa y a lo que había escrito en ella:
FECHA: 12 de marzo
NÚMERO DE ARCHIVO: 01714
TEMA: Frank Blanquito Donlan
DOMICILIO: Desconocido
INVESTIGADOR RESPONSABLE DEL INFORME: Detective II, John J. Barron
INVESTIGADORES ADJUNTOS: Comandante Arnold McClatchy; detective III, Martin Valparaiso; detective III, Leonard Polchak
Barron miró a la pantalla un rato más y luego, de manera fría y mecánica, se puso a teclear. Prosiguió donde lo había dejado, siguiendo las instrucciones del comandante McClatchy. Lo hizo por él mismo, por Rebecca, incluso por Dan Ford: tomando la única puerta de salida que conocía.
OTROS INVESTIGADORES: Detective III, Roosevelt Lee; detective III, James Halliday
OFICINA DE ORIGEN: Brigada 5-2, División Central
CLASIFICACIÓN: Suicidio por disparo autoprovocado
De pronto, Barron se detuvo. Seleccionó las últimas palabras, le dio a la tecla borrar y «Suicidio por disparo autoprovocado» desapareció de la pantalla. Entonces escribió, furioso:
CLASIFICACIÓN: Homicidio
QUEJA: Ejecución del sospechoso detenido por el Detective III, Martin Valparaiso
Barron volvió a detenerse. Seleccionó el documento entero, le dio a la tecla BORRAR y la pantalla se quedó en blanco. Luego se reclinó en la silla y, por cuarta vez en los últimos quince minutos, consultó su reloj.
7:29 h
Todavía era pronto. Le importaba un comino.
7:32 h
Barron entró en una pequeña y luminosa mini cafetería: una sala con varias máquinas expendedoras, media docena de mesas de fórmica y varias sillas de plástico. Un sargento de uniforme estaba sentado, charlando con dos secretarios de paisano en la mesa de más cerca de la puerta. Aparte de ellos, el lugar estaba vacío.
Barron los saludó educadamente con un gesto de la cabeza, se acercó a una máquina de café y echó tres monedas de 25 centavos. Luego pulsó la tecla de LECHE Y AZÚCAR y esperó a que apareciera el vaso de papel y empezara a llenarse. Una vez lleno, las luces de la máquina se apagaron. Cogió el vaso y fue a sentarse a una mesa de la esquina, de espaldas a los demás.
Tomó un sorbo de café y luego sacó el móvil del bolsillo y marcó un número. Al tercer pitido, una conocida voz femenina contestó la llamada:
– Habla la doctora Flannery.
– Doctora Flannery, soy John Barron.
– Anoche lo llamé. ¿Oyó mi mensaje?
– Sí, gracias. Tuve que salir. -Barron levantó la vista hacia la ruidosa carcajada que salía del trío de la puerta. De inmediato, se volvió hacia el teléfono y bajó la voz-: Doctora, necesito su ayuda. Quiero encontrar otra institución para Rebecca, en algún lugar lejos de Los Ángeles; preferiblemente fuera de California.
– ¿Hay algún problema, detective?
– Es algo… -Barron buscaba la palabra justa- personal, confidencial y… muy urgente, por motivos que todavía no puedo explicarle. Quiero cambiar algunas cosas de mi vida, y el primer paso es encontrarle un lugar a Rebecca. Todavía no he pensado exactamente el lugar, tal vez Oregón, o el estado de Washington, o Colorado, algo así. Pero ha de ser lejos de aquí y lo antes posible.
Hubo un largo silencio y Barron supo que la psiquiatra estaba tratando de comprender lo que estaba ocurriendo.
– Detective Barron -dijo finalmente-, teniendo en cuenta el estado de Rebecca, creo que usted y yo deberíamos sentarnos y hablar tranquilamente.
– ¡Hey, John!
Barron levantó la vista bruscamente al oír su nombre. Halliday acababa de entrar en la cafetería y se dirigía rápidamente hacia él.
Barron habló al teléfono:
– Permítame que la llame dentro de un rato, doctora. Gracias. -Colgó justo cuando Halliday llegó hasta su lado.
– No hay ningún Raymond Thorne en la calle Ochenta y seis de Manhattan -dijo Halliday, enfático-. La empresa alemana de informática para la que dice trabajar no existe. Sus huellas e identidad han salido limpias de la policía de Chicago, pero hemos descubierto que, el domingo, dos hombres fueron hallados torturados y acribillados en una sastrería, no mucho antes de que Raymond tomara el Southwest Chief. El arma del crimen no se encontró, pero las autopsias revelan que debe de ser de más o menos del mismo calibre que el Ruger que estaba en la bolsa de Raymond. Quieren que se haga un informe de balística.
»En la misma bolsa había un billete de primera clase a nombre de Raymond Thorne, de Los Ángeles a Londres, para un vuelo que salía de LAX a las 17:40 del lunes, lo cual nos hace suponer que sus planes originales no incluían un viaje de dos días en tren para llegar hasta aquí. Estoy trabajando con los federales, intentando que alguien en el Departamento de Estado sección Documentación nos dé una lectura de la banda magnética de su pasaporte. Polchak se encarga del test de balística. Tú ve a la audiencia de Raymond en el Tribunal Penal y asegúrate de que el juez no lo deja salir bajo fianza.
Por un instante muy breve Barron se quedó mirándolo, como si no lo hubiera entendido.
– John -lo apremió Halliday-. ¿Has oído lo que te acabo de decir?
– Sí, Jimmy, lo he oído. -Barron se levantó de pronto y se metió el móvil en el bolsillo-. Ya voy.
Edificio del Tribunal Penal, a la misma hora, 7:50 h
Ataviado con el mono naranja, las manos esposadas a la espalda, Raymond subía en ascensor con los dos agentes fortachones vestidos de uniforme que lo habían escoltado desde Parker Center y lo llevaban a su audiencia, a celebrarse en una sala de vistas de piso alto. Aquél era el momento que había decidido entre las pocas horas que había dormido durante la noche.
La idea de que podía usar al joven e inseguro detective Barron como medio para huir todavía le rondaba por la cabeza, pero el tiempo pasaba con rapidez. Su misión original al venir a Los Ángeles había sido mantener una confrontación final con el arrogante y extrovertido joyero de Beverly Hills Alfred Neuss. Que lo hubiera elegido para ser el último de su lista formaba parte integral de su operación.
La fase inicial del plan había sido recoger rápida y silenciosamente las llaves de la caja fuerte de los sujetos de San Francisco, México D.F. y Chicago, y luego, con el mismo silencio y rapidez, eliminar a los que las habían guardado. Si aquella fase hubiera funcionado como debía, no sólo tendría ahora las llaves sino que además sabría el nombre y la ubicación del banco francés que albergaba la caja fuerte. Con aquella información, habría mandado las dos primeras llaves rápidamente, por mensajero exprés, a Jacques Bertrand en Zúrich. La tercera llave habría sido enviada por el mismo método a la baronesa en Londres, donde el mismo Raymond la recogería a su llegada el martes. Al día siguiente habría viajado a Francia y habría retirado el contenido de la caja, para después regresar inmediatamente a Londres y mantener sus importantes reuniones al día siguiente, jueves, víspera de la ejecución de la acción en sí… que debía tener lugar en Londres el viernes, 15 de marzo; la misma fecha, irónicamente, de los idus de marzo.
La segunda fase del plan, y el motivo de convertir a Alfred Neuss en su última parada en América, era matarle, un acto que añadiría muchísima influencia a su poder creciente para lo que tenía que ocurrir el próximo viernes. Pero su incapacidad, incluso después de torturar a sus víctimas, de enterarse del nombre del banco y de su localidad le hizo darse cuenta de que la distribución de las llaves había sido una mera prevención, y que sin saber dónde estaba la caja fuerte, enviar las llaves a Bertrand o a la baronesa no tenía ningún sentido. La verdad, como se había dado cuenta al final, era que sólo dos hombres en el mundo sabían en qué banco y en qué ciudad francesa estaba la caja fuerte, y Alfred Neuss era uno de ellos. Era una certeza que añadía mucha tensión al juego y que convertía la necesidad de verle en más urgente que nunca.
Desde el principio, el factor tiempo lo había sido todo, y ahora lo seguía siendo. Y mucho más a la luz de la información que ahora tendría la policía. Significaba que no tenía más alternativa que reaccionar de manera radical antes de encontrarse más metido en el sistema jurídico americano.
7:52 h
Subieron una planta, luego otra.
Los agentes miraban al frente, no a él. Las mandíbulas apretadas, las pistolas enfundadas en los rígidos cinturones de los que también colgaban porras y esposas, los micros de las radios pegados a los cuellos de las camisas, la musculatura trabajada y su actitud fría, dura y distante; todo expresaba la intimidación obvia: que estaban totalmente preparados para hacer cualquier cosa necesaria en caso de que su prisionero se pusiera difícil.
Sin embargo, Raymond sabía que, a pesar de su pose y chulería, aquellos hombres eran poco más que funcionarios que recibían un salario. La motivación que él tenía, en cambio, era incomparablemente mayor e infinitamente más compleja. Y eso, unido a su extensa formación, suponía una diferencia enorme.
7:53 h
Ninguno de los dos agentes se dio cuenta de cómo Raymond giraba las muñecas con agilidad detrás de él, ni tampoco lo vieron quitarse una esposa, luego la otra. Ninguno vio su mano izquierda acercarse para tirar de la anilla de la pistolera que cubría la Beretta 9 mm del agente más cercano. Fue sólo en la décima de segundo siguiente cuando sintieron el peligro y se empezaron a dar la vuelta. Pero para entonces ya era demasiado tarde. La Beretta se deslizó hasta detrás de la oreja del primer agente y luego hacia la del otro, uno, dos, con una velocidad cegadora.
El estruendo ensordecedor de los dos disparos inundó el pequeño espacio y se apagó justo cuando el ascensor alcanzó la planta marcada y se detuvo. Con calma, Raymond tocó el botón de la última planta y el ascensor volvió a subir de nuevo. Uno de los agentes gimió, pero Raymond lo ignoró, de la misma manera que ignoraba el penetrante olor a pólvora y la sangre que fluía lentamente por el suelo de la cabina. Se quitó el mono de reo y se puso los pantalones y la camisa del primer agente. Luego cogió las armas de los dos hombres, se levantó y se colocó bien el uniforme de policía mientras el ascensor se paraba.
La puerta se abrió de inmediato a un pasillo ancho de un edificio público lleno de gente. Rápidamente tocó el botón de la planta baja y luego salió al pasillo. Medio segundo más tarde las puertas del ascensor se volvieron a cerrar y él se alejó entre la gente, en busca de la escalera más cercana.
7:55 h
El edificio del Tribunal Penal estaba a dos manzanas y al otro lado de la calle del Parker Center. Barron recorrió aquel trayecto rápidamente con el alma encerrada en la aspereza casi insoportable de sus sentimientos, la rabia y la ira hacia la brigada, hacia quienes eran realmente sus miembros y hacia lo que habían hecho con tanta sangre fría, no sólo con Donlan sino también con él. Al mismo tiempo, su lado práctico le decía que le llevaría un poco de tiempo encontrar un lugar al que trasladar a Rebecca; hasta que llegara aquel momento y la pudiera poner físicamente en el coche y llevarla no le quedaba más remedio que jugar el juego, hacer su trabajo y esconder sus cartas.
7:58 h
Ataviado con el uniforme del agente muerto, con la Beretta automática guardada en la pistolera, Raymond bajó un tramo de la escalera de incendios y luego otro. De pronto se detuvo. Había un hombre con vaqueros y una cazadora negra que subía por las escaleras. Daba igual quién fuera o qué estuviera haciendo allí; lo que Raymond necesitaba ahora era algo que le tapara el uniforme y las dos Berettas. La cazadora negra le iría bien.
Siguió bajando.
Dos pisos, tres, cuatro. El hombre estaba justo allí. Raymond le saludó con la cabeza al pasar por su lado. En medio segundo, se volvió y subió otra vez.
8:00 h
Con las dos Berettas escondidas dentro de la cazadora negra, Raymond empujó la puerta de la escalera de incendios y salió a un pasillo público. Éste, como el que había visto arriba, estaba lleno de gente.
Lo recorrió deliberadamente, tratando de actuar como si fuera a algún lugar concreto. Había rótulos por todas partes. Esta sala, esa otra sala, lavabos, ascensores. Sólo la gente que tenía que ir esquivando le obligaban a ir más lento, y eso era grave porque el tiempo era un factor crucial. A estas alturas, los cadáveres de los dos agentes ya habrían sido descubiertos y, con ellos, su mono naranja de prisionero. En cualquier momento podía esperar que el edificio se viera ocupado por un ejército entero de policías buscándolo.
– ¡Eh, usted! -Un alguacil con un micro de radio en la solapa de la camisa se dirigía hacia él. Para ese hombre, la cazadora no le disimulaba el uniforme, sino que le llamó más la atención. Raymond lo ignoró y siguió andando.
– ¡He dicho usted! ¡El de los pantalones de policía! -El alguacil seguía avanzando hacia él. Raymond miró hacia atrás y vio que se ponía a hablar por el micro de su solapa.
Raymond se limitó a darse la vuelta y a disparar a bocajarro con las dos pistolas. El estruendo de los tiros sacudió todo el pasillo. El alguacil se tambaleó hacia un lado y luego cayó de espaldas, tumbando con su impulso a un anciano que iba en silla de ruedas. La gente empezó a gritar y a correr en busca de refugio. Raymond se alejó corriendo.
Sala de la brigada 5-2, 8:02 h
– ¡Vamos para allá! ¡Barron ya está allí! -Halliday colgó el teléfono de un golpe y se dirigió hacia la puerta. Polchak corría y estaba ya a punto de alcanzarlo.
Edificio del Tribunal Penal, 8:03
Barron se abrió paso a través del torrente de pánico que inundaba la planta baja. La gente aterrorizada corría en todas direcciones, tratando de ponerse a salvo. Lo único que sabía era lo que Halliday le había dicho por la radio: los dos agentes que custodiaban a Raymond habían sido asesinados y se había producido un tiroteo en una de las plantas superiores.
– ¡Dios mío! -masculló entre dientes, mientras dejaba de lado sus monstruos personales para enfrentarse a la crisis inmediata y a la ráfaga de adrenalina que le acababa de provocar.
De pronto, un hombre con cazadora negra lo adelantó con un empujón en medio de una muchedumbre que salía de una puerta que daba a la escalera de incendios. Era otro paso antes de que Barron lo reconociera:
– ¡Eeeh! -Se volvió, para ver a Raymond esforzándose por cruzar una puerta de emergencia y salir, peleando con la riada de gente que trataba de huir de él.
Barron levantó su Berettta y se abrió paso hacia la puerta, derribando a varias personas a su paso. Afuera pudo ver a Raymond bajando a la carrera por la rampa de peatones en zigzag que llevaba hasta el parking. Al mismo tiempo vio a hombres uniformados que salían de todos los rincones.
– ¡Cazadora negra! -rugió Barron por su radio-. ¡Baja por la rampa hacia el parking!
Raymond llegó al final de la rampa corriendo. Sirviéndose de la gente para protegerse, vio la calle y corrió hacia ella.
Medio segundo más tarde Barron cruzó las puertas y corrió rampa abajo. Al mismo tiempo, Halliday y Polchak chocaron contra las puertas tras él.
– ¡Tú! ¡El de la cazadora negra! ¡Quieto! -Una voz femenina ladró detrás de Raymond.
El se volvió, metió la mano dentro de la cazadora y sacó la Beretta robada. La mujer policía de uniforme estaba a veinte pasos de él, apuntándolo con su arma.
– ¡Cuidado! -gritó Barron demasiado tarde.
¡Bang!¡Bang!
Raymond disparó un par de ráfagas. La mujer policía saltó hacia atrás y cayó sobre el pavimento, al tiempo que disparaba una bala al aire.
Raymond se volvió a mirar hacia el edificio, luego rodeó un Cadillac y salió corriendo, aprovechando los coches aparcados como protección, hacia la calle. Barron se plantó con fuerza al pie de la rampa, con la Beretta sujeta con las dos manos, apuntando con cuidado. Raymond se dio cuenta y se apartó justo cuando Barron disparaba.
Un dolor abrasador dibujó una línea recta en la garganta de Raymond y le hizo perder el equilibrio. Estuvo a punto de caer, luego se recuperó y echó a correr tambaleándose, apretándose con una mano la herida de la garganta. Tras él, tres coches patrulla blanco y negros hacían chirriar sus ruedas por el suelo del parking. A su izquierda pudo ver tres unidades más apareciendo por una esquina, que bajaban la calle en dirección a él. Al mismo tiempo, un taxi se detuvo justo delante de él. La puerta de atrás se abrió y de él bajó una mujer negra de mediana edad, seguida de una adolescente también negra.
Raymond apartó la mano que tenía en la garganta. Tenía un poco de sangre, pero no demasiada. La bala sólo lo había cortado y quemado. Con cinco pasos llegó al taxi. Levantó la mano izquierda y atrapó a la aterrorizada adolescente hacia él. Le dio la vuelta y la apuntó a la cabeza con la Beretta automática. Luego levantó la vista y lo que vio fue una docena o más de policías de uniforme armados hasta los dientes que se le acercaban. Se dio cuenta que trataban de buscar la manera de dispararle sin matar a la niña. Tanto a su derecha como a su izquierda, más coches patrulla acordonaban la calle. Entonces vio a John Barron abriéndose paso por entre los polis uniformados y dirigirse hacia él. Dos de los detectives de paisano del garaje lo acompañaban; uno de ellos era de los que estaba en el tren.
– ¡Deténgase! -gritó Raymond, mientras sus ojos se desplazaban a la mujer de mediana edad que acababa de bajar del taxi con la chica. Ella se quedó plantada en medio de la calle, atrapada entre él y la policía. Le miraba horrorizada.
– ¡Baja el arma, Raymond! -gritó Barron-. ¡Deja a la chica! ¡Déjala! -Él y sus dos compañeros estaban a unos veinte metros de él y se le iban acercando.
– Un paso más, John, y la mato -dijo Raymond, gritando pero con tono sereno, con la mirada fija en los ojos de Barron.
Barron se detuvo; Halliday y Polchak también lo hicieron. Volvíamos a estar en lo mismo: la familiaridad, la actitud confiada.
– Mirad si podéis hacer algo por los lados -dijo Barron en voz baja.
Halliday se desplazó lentamente hacia la izquierda, Polchak hizo lo mismo a la derecha.
– ¡No! -La mujer se puso a gritar-. ¡No! ¡No! ¡Déjenlo en paz! ¡No se le acerquen!
– Quietos -susurró Barron. Halliday y Polchak se detuvieron.
– Gracias -le dijo Raymond a la mujer. Luego, apuntando todavía con su pistola a la cabeza de la muchacha, retrocedió hasta que los dos se quedaron con la espalda pegada al taxi. Dentro pudo ver al conductor agachado, tratando de ocultarse.
– ¡Salga! -le ordenó-. ¡Salga!
En una escena digna de un cómic, la puerta del conductor se abrió de golpe y el taxista salió disparado.
– ¡Corra! ¡Márchese, deprisa! -le gritó Raymond. El taxista corrió hacia la policía. Luego Raymond se volvió a mirar a Barron-. Por favor, John, di a estos patrulleros que saquen los coches. Saldremos por ahí.
Barron vaciló y luego miró a un sargento uniformado que tenía detrás.
– Déjenlo salir.
El sargento hizo una pausa antes de hablar por su radio. Al cabo de un momento, los coches patrulla del fondo de la calle dieron marcha atrás, abriendo paso.
Con la Beretta apuntando siempre a la cabeza de la adolescente, Raymond la empujó al interior del taxi y luego se puso al volante. La puerta se cerró con un golpe. Hubo un chirrido de ruedas y el taxi salió zumbando. A los dos segundos salían disparados a través de los coches patrulla al fondo de la manzana y desaparecían de la vista.
8:14 h
Edificio del Tribunal Penal, 8:15 h
– ¿Cómo ha podido escaparse? ¡Hay cien hombres uniformados en este edificio! ¡Y fuera hay cincuenta más!
Con Valparaiso pegado a su lado, McClatchy avanzaba furioso por en medio de un montón de uniformes, jueces decepcionados y oficiales del tribunal. Cruzó una puerta y bajó hasta el parking a la carrera por la escalera de incendios. Valparaiso no había visto nunca a McClatchy tan enfadado. Y fue todavía peor cuando la palabra «rehenes» les llegó por la radio en medio de un batiburrillo de frases policiales, cuando cruzaban la puerta del fondo y entraban en el parking del sótano, donde Polchak los esperaba al volante del Ford de camuflaje de Red.
– ¿Quién es el rehén? -le ladró Red a Polchak, mientras se abrochaba el cinturón a su lado y Valparaiso entraba por la puerta de atrás.
– Una mujer adolescente -le dijo Polchak-, de raza negra. Es lo único que sabemos. La acompañaba su tía, ahora estamos hablando con ella.
– ¿Dónde cojones está Roosevelt?
Con la luz y la sirena puestas, Polchak bajó a toda velocidad por la rampa y se hundió en el tráfico.
– Ha llevado a su hijo al dentista. Su mujer trabaja -dijo, casi a punto de colisionar de lado con un autobús.
– ¡Ya sé que su mujer trabaja! -gritó furioso McClatchy. Furioso con él, con los otros ciento cincuenta policías, con todo el asunto-. ¡Por Dios!
Cinco coches patrulla y un coche de camuflaje seguían al taxi n.° 7711 de la compañía United Independent por las calles de la ciudad, en una persecución que se desarrollaba a poca velocidad. Cada uno de los coches llevaba su potente señal luminosa encendida, pero eso era todo; las sirenas se mantenían estratégicamente en silencio. Arriba, el Air 14, un helicóptero del LAPD, había sido movilizado rápidamente y no perdía de vista el taxi. Por todo el trayecto -South Grand Avenue hasta la calle Veintitrés, de la Veintitrés a Figueroa, y luego hacia el sur por Figueroa- la gente se apiñaba en las aceras y saludaba y vitoreaba el paso del taxi 7711. Todo el espectáculo se estaba emitiendo en directo por televisión, mientras los helicópteros de las distintas cadenas se incorporaban a la acción desde el aire. Las persecuciones policiales eran algo habitual en Los Ángeles desde hacía muchos años, pero todavía eran seguidas por una numerosa audiencia televisiva que tenía a los directores de cadena deseosos de que se produjeran dos o tres cada semana, para así disparar sus niveles de share.
Barron y Halliday iban en el 3-Adam-34, el coche patrulla que iba en cabeza reclutado de entre la multitud de patrullas que de pronto habían bajado hasta el edificio del Tribunal Penal. No se trataba de ninguna emocionante persecución cinematográfica, sino de una procesión solemne a cuarenta por hora. Lo único que podían hacer era seguirlo y tratar de prever lo que Raymond tenía planificado para cuando aquello terminara. Si tenían alguna ventaja era que Red McClatchy era uno de los mejores negociadores de rehenes que había, y que en dos de los coches patrulla que los seguían estaban algunos de los tiradores más precisos de la policía de Los Ángeles.
Halliday se inclinó hacia delante en el asiento delantero, mirando el taxi que avanzaba a casi medio kilómetro de ellos, con el sol de la mañana reflejándose en sus ventanas. Los cristales ahumados de detrás dificultaban mucho la posibilidad de ver en su interior, y desde luego de comprobar si Raymond seguía apuntando a la cabeza de la muchacha.
– De todos modos, ¿quién coño es ese Raymond? -dijo-. La policía de Nueva York no sabe nada de él, ni tampoco la de Chicago, a menos que salga algo en el informe de balística. Los federales van a tardar un poco en disponer de la lectura de la banda magnética de su pasaporte, así que quién sabe lo que encontraremos allí. Si no hubiésemos encontrado el arma en su bolsa y nos hubiera facilitado un domicilio correcto, es casi seguro que ahora estaría libre.
– Pero encontramos el arma y nos dio un domicilio falso.
– ¿Y eso basta para que empiece a matar gente?
– Ha llegado aquí desde Chicago con un arma en su equipaje. Tenía un billete de avión para volar a Londres. -Barron miró a Halliday, luego volvió a mirar al taxi-. ¿Por qué ha pasado por Los Ángeles primero? Para liarse con alguien, para matar a alguien, o quizá para ponerse moreno… ¿quién sabe? Pero sea lo que sea que esté haciendo ahora, ha de tener un motivo muy fuerte para hacerlo.
– ¿Como qué?
Barron movió la cabeza.
– Este tipo ha recibido algún tipo de entrenamiento. Tal vez militar; por la manera en que ha matado a los agentes en el ascensor, la manera en que dispara… ya has visto cómo se ha cargado a la mujer policía. Eso no se aprende en las calles. Ni a tener esos cojones.
– Entonces, ¿qué va a hacer con la rehén?
– Todo esto lo ha hecho tratando de huir. Si lo acorralamos, la matará como lo ha hecho con los demás.
Más adelante, el taxi giró hacia Vernon Avenue. Barron lo siguió, al igual que el convoy de vehículos que iban detrás. Air 14, el helicóptero, cruzó por delante de ellos. Su radio empezó a crepitar y oyeron la voz de Red.
– Central. Habla McClatchy. ¿Se sabe algo de la identidad de la chica retenida?
– Afirmativo, comandante; nos acaba de llegar -respondió una voz femenina-. De raza negra. Se llama Darlwin Washburn. Edad: quince años. Vive en Glendale.
– ¿Han avisado a sus padres?
– Los intentos han sido infructuosos.
– ¿Cuál es el estado de la agente herida?
– Pues… ehm… ha muerto, señor. Lo siento.
– ¿Los agentes heridos y el oficial del tribunal?
– Lo mismo, señor.
Se hizo una larga pausa y luego se volvió a oír la voz de Red, esta vez más baja.
– Gracias.
Barron tuvo que contenerse para no pisar el acelerador a fondo. Quería salir a toda velocidad hacia Raymond, acorralarlo entre coches de policía y obligarlo a salir de la carretera para ocuparse de él. Pero no podía hacerlo y lo sabía. Todos los sabían, y Raymond el primero. Fuera lo que fuese lo que planeaba, seguía teniendo a la chica y ellos no podían hacer más de que lo que estaban haciendo: seguirle y esperar.
– ¡Ahí va! -gritó Halliday.
Delante de ellos, el taxi 7711 había aumentado la velocidad y se alejaba. Barron pisó el acelerador a fondo. Los coches patrulla vacilaron y luego se precipitaron hacia delante.
Halliday hablaba por radio:
– ¡Tres, Adam Treinta y Cuatro! ¡Se escapa! Air 14, ¿qué hay del tráfico más adelante?
En cuestión de segundos, Barron había acortado la distancia con el taxi a la mitad. De pronto el taxi viró a la izquierda, cortó directamente por delante de ellos y aceleró por una calle secundaria en la que había varios edificios de apartamentos.
– ¡Cuidado! -gritó Barron. La mano de Halliday se aferró al asidero de encima de la puerta y Barron giró bruscamente. Con las ruedas chirriando, el coche patrulla se deslizó por la curva. Barron volvió a girar el volante hacia el otro lado, con el pie en el acelerador, y el coche salió disparado. Al cabo de un segundo pisó el freno y el coche se detuvo bruscamente.
A media manzana estaba el taxi parado junto a la acera.
Barron cogió la radio.
– Red, soy Barron. El taxi…
– Ya lo veo.
El coche de Red aparcó rápidamente junto al de Barron y Halliday. Al instante siguiente, unas cuantas patrullas acordonaron el final de la calle delante de ellos.
Barron miró por el retrovisor y vio las dos unidades de tiradores aparcar detrás de él. Abrieron las puertas y cuatro hombres con chalecos antibalas salieron de los coches, cargados con rifles. Al mismo instante, Red y Polchak salieron del coche, revólveres en mano y la mirada fija en el taxi. Se oyó un fuerte clic-clac cuando Valparaiso salió por la puerta de atrás cargando una escopeta del calibre 12.
Barron y Halliday salieron también de su vehículo, Berettas en mano. Detrás de ellos llegaron más coches patrulla. Arriba se oía el fuerte latido de las aspas del helicóptero.
– Air 14, ¿qué ven? -dijo Red por la radio.
– Un 7711 detenido. Lo mismo que ustedes.
Red volvió a entrar en su coche y cogió el micro de la radio.
– ¡Raymond! -su voz retronó por los altavoces del coche-. Abra la puerta y deje las armas en el suelo.
Barron y Halliday avanzaron un poco, con las armas levantadas, preparados para disparar. Detrás y a un lado, los tiradores se repartieron el espacio para tomar buenas posiciones.
Polchak se arrodilló junto al guardabarros del coche de Red, con su rifle automático entre las manos:
– Directo al infierno, cabronazo -masculló.
Nada ocurrió. El taxi seguía inmóvil. Las puertas cerradas, las ventanas subidas, el brillo del sol más fuerte que nunca, agudizando la imposibilidad de ver qué sucedía dentro.
Seguía sin pasar nada. Entonces, de pronto, la ventana del conductor empezó a bajar hasta la mitad y apareció el rostro de la joven rehén.
– ¡Mami! ¡Mami! ¡Mami! -gritó con todas sus fuerzas. Luego su cara desapareció y la ventana volvió a subirse.
– ¿Qué cojones está pasando? -Valparaiso se desplazó hasta detrás de Red. Los tiradores se abalanzaron, listos para disparar.
De pronto, la puerta del apartamento que daba justo delante del taxi se abrió de un golpe y Mami, una mujer negra y corpulenta con vaqueros y un top de tirantes se echó a correr hacia el taxi.
– ¡Mi niña! ¡Mi niña! -gritaba Mami, mientras corría.
– Mierda, mierda -exclamó Barron, y se puso a correr en dirección a la mujer.
– ¡Dios mío! -se abalanzó Red.
Ahora todos corrían: Mami, Barron, Red, Polchak, Valparaiso, Halliday, todos corrían con sus armas levantadas.
La puerta del conductor del taxi se abrió. Al instante, Barron sujetó a Mami, a la que inmovilizó con un placaje rápido antes de caer con ella sobre el césped de la acera.
Red se ocupó de la puerta del taxi y la abrió de un manotazo con su Smith & Wesson lista para disparar.
– ¡Quieto o disparo!
Darlwin pegó un fuerte aullido, apartándose aterrorizada del arma de Red. Detrás de ella, la puerta del copiloto se abrió de golpe y Valparaiso avanzó con su escopeta, dispuesto a vaciar su cargador en la cabeza de Raymond. Pero lo único que consiguió fue mandar a Darlwin gritando otra vez al asiento de delante, hacia Red. Luego Polchak abrió otra puerta y Halliday arrancó la cuarta de un manotazo.
Raymond no estaba. Sólo Darlwin, gritando, llorando, muy asustada.
Rápidamente, Red le hizo un gesto hacia su madre:
– Mami -le dijo-. Ahí está Mami.
De pronto, Mami se separó de Barron y corrió hacia el taxi. Y entonces ella y su hija se fundieron en un abrazo, asustadas, llorando.
– ¡Sácalas de aquí! -le gritó Red a Barron.
Barron actuó rápidamente y llevó a las mujeres lejos del taxi. Al mismo tiempo, Polchak y Valparaiso se acercaron a la parte trasera del mismo. Valparaiso hizo palanca con el rifle y Polchak reventó el cerrojo del maletero. Lo único que había era la rueda de recambio del coche y unas cuantas herramientas.
– ¡Hoy debe de ser el puto día de los inocentes! -dijo Polchak, volviéndose asqueado.
– Pero estamos en marzo -dijo Halliday, en voz baja.
Valparaiso se guardó el rifle bajo el brazo.
– ¿Cuándo coño ha salido del coche? ¿Dónde cojones…?
Al final de la manzana, los tiradores bajaron sus rifles y retrocedieron. Poco a poco, por las ventanas iban asomando cabezas, las puertas se iban abriendo. La gente salía a los pequeños parterres de césped de delante de los bloques de apartamentos, señalando los coches patrulla, hablando entre ellos.
Red levantó la vista hacia el helicóptero que todavía esperaba y se pasó una mano por el pelo; luego se acercó adonde estaba Barron, que trataba de consolar a Darlwin y a su madre.
– Cuéntanos lo que ha ocurrido -dijo, con voz amable.
– Cuéntaselo, cariño -repitió su madre, sosteniéndole la mano con fuerza y secándole las lágrimas con la otra mano.
– Justo cuando… empezábamos a correr -consiguió decir Darlwin entre sollozos-, luego el tipo me mira… quiere saber si… si yo sé… conducir… y le digo que… claro que sé. Y me dice… pues ponte al volante y vete a tu casa. No pares por nadie y no abras la puerta… hasta que llegues. Luego él salió… y yo no quería llevarle la contraria… a un loco como ése. He hecho lo que me decía.
– ¿Dónde ha bajado? ¿Te acuerdas? -El tono de Red McClatchy era tranquilo y amable, como si hablara con su propia hija.
– ¿Dónde ha bajado, cariño? -la apremió la madre-. Díselo al señor, venga.
Darlwin levantó los ojos, tratando de reprimir las lágrimas que no dejaban de caerle.
– Como he dicho… ha sido al principio… habíamos bajado una manzana y habíamos girado por la primera calle… desde el juzgado… no sé exactamente qué calle es. -Movió la cabeza a ambos lados-. Ha parado el coche y se ha marchado.
– Gracias, Darlwin -dijo Red. Miró a Barron y luego se volvió y vio a sus otros detectives agrupados, expectantes, como si él estuviera a punto de revelarles el paradero de Raymond y así lavar la mancha de vergüenza que pendía sobre sus cabezas. Pero lo que obtuvieron, en cambio, cuando se les acercó, fue una buena dosis de frustración-. Una manzana más abajo y al doblar la esquina del juzgado, caballeros. Los pocos segundos que ha estado fuera de nuestra vista los ha sabido utilizar. Ha parado el taxi y se ha largado. Y le ha dicho a la chica que se fuera a casa.
Red se miró el reloj y luego miró rápidamente a Polchak.
– Nos lleva más de una hora de ventaja y tenemos que recuperar este tiempo. Pon una orden de búsqueda por toda la ciudad y que lo traten como muy peligroso. Quiero a todos los detectives disponibles y a todas las patrullas peinando la zona entre el Tribunal Penal y la autopista de Santa Mónica, y entre Alvarado Street y la autopista de Santa Ana. Que manden su foto a todos los periódicos y cadenas de tele y que la envíen por fax a todas las terminales de bus y tren, compañías de taxi y empresas de alquiler de coches de la ciudad, con la petición de que nos lo hagan saber de inmediato si lo ven, o si ya lo han visto. Y, por si acaso se nos escapara del todo, que faciliten su foto y su descripción a la policía de Londres, para que puedan estar al tanto si desembarca de cualquier vuelo de llegada.
Red levantó la vista hacia el helicóptero, que todavía esperaba, se puso las manos encima de los oídos y se volvió hacia Valparaiso.
– ¡Me estoy volviendo sordo con ese estruendo de ahí arriba! Manda al Air 14 a casa y diles que se mantengan en alerta por si hay novedades. ¡Da prioridad a averiguar quién coño es ese Raymond! ¡En qué lugar de Chicago estaba, y por qué! ¡Por Dios!
La siguiente petición fue para Halliday.
– Consigue toda la información de Darlwin, y sé amable. La pobre chica ha vivido una situación muy traumática.
Luego Red se volvió y miró a Barron.
– Tú y yo nos vamos a dar una vuelta.
9:19 h
– Habla conmigo.
Red hizo marcha atrás con el Ford de camuflaje, rodeó un coche patrulla aparcado y luego aceleró hacia la calle en dirección al centro urbano.
– ¿Sobre qué? ¿Sobre Raymond? No sé nada más de él de lo que…
– Sobre Donlan. -Red miró a Barron con atención, con la rabia y la frustración que unos segundos antes sentía, ahora aparcadas.
– ¿Qué quiere que le diga de él?
Delante de ellos el semáforo cambió de amarillo a rojo. McClatchy encendió la sirena, pisó el acelerador y lo pasó igualmente.
– Eligiendo a John Barron elegimos a un detective joven y excelente. Un hombre capaz de reducir a un asesino a quien nadie más en todo el puto departamento había sido capaz de echar el guante.
– No sé de qué me habla.
Los ojos de McClatchy se volvieron hacia John.
– Sí lo sabes, John. Estás preocupado por lo que ocurrió con Donlan. Me di cuenta ayer. Y todavía puedo notarlo hoy. Ya lo teníamos bajo custodia, de modo que te debes de preguntar, ¿por qué? ¿Cuál era el motivo? ¿Por qué lo hicimos?
Barron no respondió y McClatchy volvió a mirar a la carretera.
– Y yo te digo: de acuerdo, vamos a averiguarlo.
Hotel Westin Bonaventure, centro de Los Ángeles. 9:44 h
Raymond tenía una lujosa suite de dos habitaciones equipada con televisor, escritorio, minibar, microondas, nevera y cafetera. Disponía también de ropa nueva y de una nueva identidad, y tendría todo eso mientras nadie descubriera que el especialista en diseño de automóviles Charlie Bailey, de Nueva Jersey, faltaba de allá donde se le esperaba y la policía empezara a buscarlo.
El encuentro con Charlie Bailey fue una suerte surgida de las circunstancias y la pura necesidad. Cuando huía de la policía, al salir del edificio del Tribunal Penal, Raymond condujo el taxi robado a toda velocidad, consciente de que disponía de tan sólo diez o quince segundos antes de se le echaran encima. Entonces le preguntó a su rehén si sabía conducir, y cuando la muchacha le dijo que sí, sencillamente aparcó en el bordillo y salió corriendo del vehículo, después de decirle que se marchara a su casa y esperar lo justo para verla poner el taxi en marcha y alejarse. Luego se marchó, suplicando interiormente haberla asustado lo bastante como para que hiciera lo que le había dicho y no parara el coche por nadie, en especial la poli.
Con la cazadora negra que le había quitado al hombre de la escalera de incendios del edificio judicial y se había echado encima del uniforme del policía muerto, siguió andando, tratando de mantener la compostura y de encontrar una manera de desaparecer de las calles. Media manzana más abajo vio al hombre que resultaría ser Charlie Bailey, de más o menos la misma estatura y peso que él, vestido con traje y corbata. Iba solo y estaba abriendo un coche en un aparcamiento solitario, al cual estaba a punto de subir. Entonces Raymond hizo desaparecer rápidamente la cazadora negra en un contenedor de basura y adoptó el personaje del uniforme que llevaba, el de un agente de policía del condado de Los Ángeles.
Con el mismo acento americano fingido que venía utilizando desde hacía días, se acercó al hombre con aire autoritario, le explicó que había habido una serie de robos de automóviles en la zona y le pidió ver su permiso de conducir, además del título de propiedad del vehículo. El hombre le enseñó un carnet de conducir del estado de Nueva Jersey que lo identificaba como Charles Bailey y le dijo que el coche era alquilado. Cuando Raymond le pidió ver los papeles del alquiler y Bailey abrió el maletero para sacar su maletín, Raymond le pegó un disparo en la nuca, embutió el cuerpo en el maletero y lo cerró. Entonces cogió el maletín y las llaves del coche, lo cerró bien y se marchó. Tan sólo se detuvo para recuperar la cazadora negra del contenedor y volvérsela a echar encima para disimular de nuevo el uniforme.
El maletín resultó ser un tesoro. Dentro había toda la identidad de Charles Bailey: su dinero en efectivo, sus tarjetas de crédito, su teléfono móvil y la tarjeta de acceso a su suite, número 1195, del hotel Westin Bonaventure, el enorme hotel en forma de torre de cristal que estaba justo un poco más arriba de la misma calle. El motivo por el que Bailey había dejado el coche en ese parking en vez de estacionarlo en el hotel no era nada evidente, pero, desde luego, le había costado la vida al asesor de diseño.
Al cabo de veinte minutos Raymond se encontraba en la suite del muerto, se había duchado, se había curado el rasguño de bala del cuello con una pomada antiséptica que había encontrado entre los efectos de baño y se había puesto un traje gris que le iba bastante bien sobre una camisa azul, en la que se anudó una corbata a rayas rojas para camuflar la herida. Entonces se decidió a usar el móvil de Bailey para marcar un número en Toronto desviado a un número en Bruselas, que a su vez estaba desviado a un número de Zúrich, desde el cual una voz grabada en el contestador le informó de que el destinatario de su llamada no estaba disponible y le decía que podía dejar un mensaje y la llamada le sería devuelta en breve. En francés, Raymond dijo que se llamaba Charles Bailey, preguntó por Jacques Bertrand y dejó el número de teléfono de Bailey. Luego colgó y esperó.
Ahora, casi una hora más tarde, seguía esperando. Mientras andaba nerviosamente de un lado a otro de la habitación, se preguntaba por qué Bertrand todavía no le había devuelto la llamada y si no debería haberle dicho directamente quién era, en vez de haber usado el nombre y el número de Bailey.
Bertrand y la baronesa tenían su número de móvil, y si hubiera podido usarlo la llamada le habría sido devuelta de inmediato, pero su teléfono había sido destruido aposta cuando lo tiró por la ventana del coche robado que Donlan utilizó para asegurarse de que la policía no se lo encontraba ni lo utilizaba para rastrear sus llamadas hasta la baronesa o Bertrand. Una llamada a Bertrand de parte de un tal Bailey podía considerarse como, sencillamente, un número equivocado si jamás llegaran a detectarla, pero dejar su nombre y número era arriesgarse a que asociaran a Bertrand con él y con un hombre al que, tarde o temprano, encontrarían muerto, y eso era algo que no se atrevía a hacer. En especial ahora, cuando la policía habría destapado la farsa con su rehén y la chica les habría indicado el lugar en el que se había bajado del taxi. No habrían tardado mucho en acordonar la zona e ir a buscarle puerta a puerta. Eso hacía que proteger su identidad y su misión fuera más importante que nunca.
Parker Center, 9:48 h
– 1915, Huey Lloyd; 1923, Jack Dedo Hammel; 1928, James Henry Green.
John Barron estaba inclinado encima de una mesa en el despacho de Red mientras, una a una, éste le colocaba delante una serie de fotos en blanco y negro de 20 X 25 centímetros. Las fotos eran documentación oficial del LAPD. Fotos frías e informales de tipos fallecidos, con etiquetas que les colgaban del dedo del pie y tumbados en mesas del depósito de cadáveres. Hombres desnudos y muertos con los agujeros de bala rellenados con cera de funeraria.
– 1933, Clyde Hill; 1937, Harry Shoemaker; 1948…, 1957…, 1964…, 1972… -Red iba leyendo los años a medida que iba sacando más y más de aquellas tristes fotos-. 1985, 1994, 2000, y la más reciente…
Sin más comentarios, McClatchy colocó la última, la foto del depósito de Frank Blanquito Donlan.
– Todos ellos asesinos en serie a los que, de alguna manera, la justicia volvía a dejar sueltos una y otra vez. -Red recogió las fotos y las volvió a meter en el grueso archivador marrón de acordeón del que las había sacado-. Usas la palabra «asesinato» para describir lo que les sucedió a todos estos hombres cuando se trata de haberle quitado la vida a un ser humano. El problema es que ninguno de éstos era humano. Eran monstruos a los que el sistema seguía dejando en libertad. Criaturas que habían matado antes y que iban a seguir matando una y otra vez. -Red cruzó la estancia y dejó el archivador encima de su despacho-. Así que aquí tienes la explicación, John Barron. No íbamos a darle otra oportunidad de matar.
Barron lo miró. Allí estaba la respuesta al asesinato de Donlan.
Como en la larga serie que le precedía, no se trataba de un asesinato, sino sencillamente de la eliminación de una alimaña.
– Puede que te preocupe, John Barron, que, de alguna manera, alguien pueda enterarse. Pero en un siglo de este tipo de prácticas todavía no se ha enterado nadie. ¿Y sabes por qué? Porque no quieren.
– ¿No quieren? ¿Quiénes?
– La gente de la calle. Son situaciones en las cuales no quieren ni pensar, y desde luego, no quieren saber. Es para lo que nos pagan.
Barron le miró un largo rato, estupefacto ante aquella justificación tan sencilla del asesinato a sangre fría.
– Esto es lo que «el OK» significa, ¿no? -preguntó, a media voz-. El permiso para llevar a cabo la ejecución. Por eso no se planteó nunca sacar a Donlan del tren en una de las estaciones anteriores. Allí el LAPD no tiene jurisdicción; tendrían que haber llamado a una agencia local y ese «OK» no se habría dado nunca.
– Cierto -asintió Red.
– ¿Y quién lo da? -Barron se sentía cada vez más furioso. De pronto se levantó y se dirigió hacia la ventana para sentir el fuerte brillo del sol de marzo en Los Ángeles, y luego se volvió de cara a McClatchy-. ¿El jefe de policía? ¿El comisario? ¿El alcalde? ¿O a estas alturas es todo producto de una combinación informática de X y O que calcula quién tiene derecho a vivir y quién no?
McClatchy esbozó una sonrisa y, de pronto, Barron se dio cuenta de que había sido manipulado adrede para que revelara sus emociones. De la misma manera que Raymond también lo había manipulado.
– Esta ciudad es una vieja zorra, John. Con el tiempo ha encontrado mil maneras distintas de sobrevivir, no todas ellas totalmente legales, pero igualmente necesarias. Tú has sido expuesto a ellas de la misma manera que todos nosotros. Eres miembro de la brigada, estás ahí, y sucede, del mismo modo que ha sucedido desde el principio, desde hace cien años. -Red se sentó al borde de su mesa-. No creas que eres el primero en inquietarte por ello. Yo tuve la misma sensación hace mucho tiempo. Pero entonces no ponían a los asesinos en serie en libertad tan rápido como lo hacen ahora.
»Antes de que te vayas, déjame que te diga algo sobre lo que puedes reflexionar. Es lo mismo que les he dicho a todos los miembros de la brigada el día después de que experimenten su primer "OK". Cuando te incorporaste a la Cinco Dos, hiciste un juramento que te compromete de por vida. Eso significa que tu estancia en ella es de largo recorrido. Acostúmbrate y no te alteres tanto ni te pongas tan moralista por un incidente como para cometer el grave error de romper tu compromiso. Si sigue representando un problema, ten en cuenta otra parte de tu juramento: resolver las diferencias dentro de la brigada. Así es como ha sido durante cien años, y en estos cien años nadie ha abandonado. Recuérdalo. Y recuerda que tienes una hermana que depende de ti para todo. No me gustaría pensar en cómo quedaría su estado mental si tú traicionaras tu juramento y trataras de largarte.
Barron sintió un escalofrío en la nuca que le bajaba por la espina dorsal. El comandante no se había limitado a manipularlo para que le revelara sus sentimientos, sino que era casi como si le hubiera leído los pensamientos. Por primera vez, comprendió por qué Red McClatchy se había convertido en una leyenda. Por qué era tan respetado y temido. No sólo lideraba la brigada, sino que la protegía. Si tratabas de marcharte, te eliminaban.
– Yo, de ti, detective, volvería ahora mismo a mi mesa y me pondría a redactar el informe sobre el tiroteo de Donlan. Demuéstranos a todos que estás en esto al cien por cien, que eres un socio en el que podemos confiar con los ojos cerrados; que podemos dejar atrás el asunto del señor Donlan y dedicar toda nuestra concentración a ese Raymond Oliver Thorne que tenemos por ahí pululando.
Durante unos segundos McClatchy se quedó en silencio, mirando a Barron sin más. Cuando volvió a hablar, su tono era más amable:
– ¿Has entendido lo que te he dicho, detective?
Barron sentía el sudor frío formándose en su frente.
– Sí, señor. -Su voz era apenas un susurro.
– Estupendo.
Suite 1195, Westin Bonaventure Hotel, 10:20 h
Hablaban en francés.
– ¿Dónde estás?
– En un hotel de Los Ángeles.
– ¿Los Ángeles?
– Sí.
– ¿Estás herido?
La voz de la baronesa era tranquila y, de momento, se limitaba a los hechos. Raymond sabía que su llamada había sido desviada por distintos dispositivos por al menos cuatro países y que era prácticamente imposible de rastrear.
– No -respondió, y luego se giró a mirar por la ventana y a la calle de delante del hotel, doce pisos más abajo. Desde su posición estratégica veía tres coches patrulla y dos grupos de agentes de uniforme que hablaban entre ellos en una acera-. Lo siento, baronesa, no tenía la intención de involucraros. He llamado a Bertrand.
– Lo sé, cariño, pero ahora estás hablando conmigo. ¿Qué es este número que nos has dado? ¿Quién es Charles Bailey? ¿Y tu teléfono? Te he llamado una y otra vez, pero no me contestas. Tienes problemas; ¿qué ocurre?
La llamada a Jacques Bertrand de hacía noventa minutos tuvo la intención de que el abogado suizo hablara con él primero y no la informara a ella hasta más tarde, pero, obviamente, no había sido el caso.
«Ella» era la baronesa Marga de Vienne, su tutora legal, la viuda del financiero internacional barón Edmond de Vienne y, como tal, una de las grandes damas más ricas, prominentes y poderosas de Europa. Normalmente, en esta época del año solía estar en el Château Dessaix, una mansión del siglo VXII a las afueras de Tournemire, la pintoresca región de la Auvernia, en el Macizo Central francés, pero ahora se encontraba en su suite del hotel Connaught, en Londres, donde eran casi las seis y media de la tarde. Raymond se la imaginaba enjoyada y vestida como siempre con su característica combinación de blancos y amarillos claros, con su densa cabellera oscura recogida en un delicado moño y preparándose para la cena a la que iba a asistir en breve en el número 10 de Downing Street, ofrecida por el primer ministro británico en honor de los dignatarios rusos de visita en la ciudad Nikolai Nemov, el alcalde de Moscú, y el mariscal Igor Golovkin, ministro de Defensa de la Federación Rusa. Sin duda, la reunión tendría como intriga principal el rumor supersecreto de que, con la intención de dar estabilidad a una sociedad que era percibida generalmente como caótica, corrupta y cada vez más violenta, Rusia estaba planteándose seriamente el regreso de la familia imperial Romanov al trono en forma de una monarquía constitucional. Verdad o mentira, había pocos motivos para creer que los rusos estarían dispuestos a hablar del tema ni siquiera en aquel entorno tan protegido. Sin embargo, los presionarían para que lo hicieran, y la comedia diplomática añadía interés a la velada. Era una cena a la que había previsto asistir con la baronesa, pero ahora, por motivos más que obvios, le resultaba imposible.
– Baronesa, una lamentable serie de incidentes me han llevado a una situación en la que me he visto obligado a matar a varias personas, entre ellas a policías. Las autoridades me buscan por todos lados. Sin duda lo veréis en las noticias internacionales, si no lo habéis hecho ya. He llamado a Bertrand para que me ayudara. No tengo pasaporte y, por tanto, no puedo salir del país.
»Incluso si lograra esquivar a la policía, salir del país sin pasaporte y llegar a Inglaterra me resultaría imposible. Ordene a Bertrand que disponga un jet privado para que me recoja en un aeropuerto de aviación civil. Santa Mónica es el mejor y el que me cae más cerca.
»Además del avión, necesitaré dinero y tarjetas de crédito, y un pasaporte nuevo con algún otro nombre y nacionalidad. Francesa o italiana, probablemente, da igual.
Debajo vio pasar dos unidades motorizadas y luego dos coches patrulla más. Luego un helicóptero del LAPD cruzó por el cielo.
– Hoy Peter Kniter ha sido nombrado caballero en el Palacio de Buckingham -dijo de pronto la baronesa, como si no hubiera oído nada de lo que le acababa de contar.
– Ya me lo imaginaba -respondió él, con frialdad.
– No emplees ese tono conmigo, cariño. Sé que tienes problemas, pero has de comprender que todos los otros relojes siguen marcando las horas y que no podemos permitirnos perder más tiempo del que ya hemos perdido. La última vez que hablamos, cuando estabas en el tren que venía de Chicago, me aseguraste que tenías las llaves. ¿Dónde están ahora?
Raymond tuvo ganas de colgarle el teléfono. En toda su vida, ni una sola vez había sentido el cariño de ella, sólo la realidad de las cosas más inmediatas. Incluso de niño, un corte, un rasguño o una pesadilla eran cosas sobre las que no tenía derecho a lloriquear, sólo había que resolverlas lo más rápidamente posible para que dejaran de ser un problema. La vida estaba llena de obstáculos, grandes y pequeños, le había advertido ella desde que tenía uso de razón. Y lo de ahora no era distinto. Fuera lo que fuese que hubiera sucedido, no estaba herido, seguía estando solo, seguía siendo capaz de llamar a Europa desde la protección relativa de una habitación privada de hotel.
– Cariño, te he preguntado dónde están las llaves.
– He tenido que dejarlas en mi bolsa, en el tren. Supongo que ahora están en manos de la policía.
– ¿Y qué hay de Neuss?
– Baronesa, me parece que no entendéis lo que está ocurriendo aquí.
– Eres tú, cariño, quien no lo entiende.
Raymond lo entendía perfectamente. Alfred Neuss tendría una llave de la caja fuerte. Alfred Neuss sabría dónde estaba. Sin la llave, sin el contenido de la caja, y sin Neuss muerto era como si no tuvieran nada. Para ella sólo existían dos asuntos, y al resto del mundo que le dieran morcilla: ¿tenía el nombre y la dirección del banco? ¿Se había ocupado de Alfred Neuss?
La respuesta de él fue no.
– Warum? -«¿Por qué?», le preguntó en alemán, cambiando bruscamente de idioma, por capricho, de aquella manera exasperante que tenía de embutirle los conocimientos que ella consideraba que debía asimilar. En francés, alemán, inglés, español, ruso, el idioma no importaba. Se suponía que él debía comprender siempre lo que se decía a su alrededor, hasta si actuaba como si no lo hiciera.
– Madame la baronesse, vous ne m'écoutez pas! -«Baronesa, no me escucháis», le dijo enojado, aferrándose al francés-. Soy objeto de un enorme despliegue policial. ¿De qué os sirvo, si me arrestan o me disparan?
– Eso no es una respuesta -lo cortó ella como siempre.
– No -dijo él en un susurro; tenía razón, como siempre-, no lo es.
– ¿Cuántas veces hemos hablado, cariño, del significado de los tiempos difíciles, para que aprendas a levantarte por encima de ellos? No te habrás olvidado de quién eres.
– ¿Cómo podría? Siempre os tengo a vos para recordármelo.
– Pues entonces comprende la dura prueba a la que están siendo sometidas tu formación y tu inteligencia. Dentro de diez años, de veinte, todo esto te parecerá una tontería, pero en cambio lo recordarás heroicamente como una valiosa lección de autoconocimiento. Al lanzarte a las llamas, Dios te está exigiendo, como siempre, grandeza.
– Sí -susurró Raymond.
– Y ahora, dispondré lo que necesitas. El avión es fácil. El pasaporte y llevarlo hasta el piloto que tiene que entregártelo resultará más difícil, pero ambos te llegarán, sea como sea, mañana. Mientras tanto, haz lo que tengas que hacer con Neuss. Hazte con su llave, averigua dónde está el banco y luego mátale. Manda la llave por mensajería exprés a Bertrand, que se irá a Francia y sacará las piezas de la caja. ¿Lo has entendido?
– Sí.
Abajo, en la calle, Raymond vio a otro grupo de policías en la acera de delante del hotel. Este grupo era distinto de los agentes de patrulla que había visto antes. Llevaban casco y chalecos antibalas, e iban armados con armas automáticas. Se apartó de la ventana al ver que algunos miraban hacia las plantas superiores del hotel. Eran un equipo del SWAT y parecía que estuviesen preparándose para entrar en el hotel.
– Baronesa, comandos especiales de policía se han congregado delante del hotel.
– Quiero que te olvides de ellos y que me escuches, cariño; escucha mi voz -dijo, en un tono sereno y expeditivo-. Ya sabes lo que quiero oír. Dímelo, dímelo en ruso.
– Yo… -vaciló, con los ojos fijados en la calle. El equipo del SWAT no se había movido, sus agentes seguían en el mismo lugar de antes.
– Dímelo -le ordenó.
– Vsay -empezó, lentamente-. Vsay… ego… sudba…V rukah… Gospodnih.
– Otra vez.
– Vsay ego sudba V rukah Gospodnih -repitió, esta vez con la voz más fuerte y convincente.
Vsay ego sudba V rukah Gospodnih. Todo su destino está en las manos de Dios. Era un dicho popular ruso, pero ella lo había personalizado para que significara «de él». El destino del que hablaba era el suyo propio; Dios lo dirigía todo, y todo pasaba por un motivo. De nuevo, Dios le estaba poniendo a prueba, ordenándole que se levantara y encontrara una salida, porque era seguro que había una.
– Vsay ego sudba V rukah Gospodnih -dijo otra vez Raymond, repitiendo el dicho como un mantra que tal vez había repetido diez mil veces en su vida, exactamente del mismo modo que ella se lo enseñó cuando era niño.
– Otra vez -le susurró ella.
– Vsay ego sudba V rukah Gospodnih. -Ahora ya no estaba concentrado en la policía sino en lo que estaba diciendo, y lo decía como una promesa, llena de fuerza y de hechizo, como un juramento de fidelidad hacia Dios y hacia él mismo.
– Así, cariño, ¿lo ves? Cree en la Providencia, en tu formación y en tu inteligencia. Hazlo y el camino se abrirá ante ti. Con la policía, con Neuss, y luego el viernes con nuestro queridísimo… -hizo una pausa y él pudo sentir las décadas de odio acumulado explotar cuando pronunciaba su nombre-, Peter Kitner.
– Sí, baronesa.
– Que Dios te acompañe.
Se oyó un clic y el teléfono se quedó mudo. Raymond colgó lentamente, con el aura de la baronesa todavía acompañándolo. Miró otra vez por la ventana. Los policías seguían allí, en la acera de enfrente como antes. Pero ahora parecían más pequeños, como piezas de ajedrez. No tanto figuras a las que temer, sino con las que jugar.
10:50 h
Si confiaba en sí mismo el camino le sería indicado. La baronesa tenía razón. En cuestión de minutos sucedió.
Empezó con el sencillo razonamiento de que si la policía le había seguido el rastro hasta ahora, la prensa estaría también encima de la noticia, y entonces puso la tele que había en el salón con la esperanza de ver algún noticiario que le diera alguna idea de lo que las autoridades estaban haciendo.
De esa manera rápida y burda consiguió mucho más de lo que esperaba. Casi todos los canales mostraban imágenes del tiroteo en los juzgados. Vio los cuerpos tapados de los dos agentes, del alguacil, de la mujer policía y del hombre al que había estrangulado en la escalera de incendios para robarle la cazadora negra, y cómo eran cargados en el furgón del forense. Entrevistaban a policías nerviosos e indignados, y a ciudadanos igualmente estupefactos y furiosos. A las imágenes aéreas de la persecución a baja velocidad del taxi les seguía el clip de la adolescente negra y de su madre. Luego venían los presentadores en directo del telenoticias que anunciaban la orden de búsqueda y captura del «criminal más buscado de la ciudad, extremadamente peligroso» que había emitido el comandante de la brigada 5-2, Arnold McClatchy. Luego venía su descripción física y una imagen a toda pantalla de la foto que le había hecho el LAPD al ficharlo. Con ella venía el ruego a toda la población de avisar a la policía de inmediato en caso de verle.
Raymond retrocedió, tratando de asimilar la magnitud del asunto. La baronesa tenía razón. Dios lo estaba poniendo a prueba, ordenándole que se levantara y que encontrara la manera de salir. Y fuera cual fuese esa manera, una cosa le resultaba ahora meridianamente clara: ya no disponía del lujo de intentar esconderse durante un día más para que el avión privado de la baronesa lo recogiera en el aeropuerto de Santa Mónica. Lo que tenía que hacer era llegar a Neuss, obtener la llave de la caja fuerte y enterarse de la ubicación del banco francés en el que estaba guardada; luego matar a Neuss, salir de Los Ángeles y marcharse a Europa lo antes posible. Y eso significaba que debía hacerlo durante las últimas horas del día de hoy. Teniendo en cuenta la magnitud de la fuerza organizada contra él, se trataba de una misión, si no imposible, enormemente complicada. Pero no tenía elección. El futuro de todo lo que habían planificado desde hacía tanto tiempo dependía de ello. Cómo hacerlo, de nuevo, era otro tema.
De pronto, el canal de televisión que estaba mirando dio paso a la publicidad. Mientras trataba de pensar una salida y miraba si había más vídeos sobre el tema, cambió de canal. Casualmente cayó en el canal interno del hotel en el que había un horario de los eventos programados en el Westin Bonaventure para aquel día. Estaba a punto de seguir cambiando cuando, de pronto, vio el anuncio de un acto de bienvenida para la Universität Student Höchste -un grupo de visita formado por estudiantes universitarios alemanes-, una recepción que se estaba celebrando en una sala de actos de la planta baja en aquel mismo instante.
Al cabo de diez minutos entró en la sala, con el pelo engominado hacia atrás y todavía vestido con el traje y corbata del diseñador asesinado, y con su maletín en la mano. Dentro llevaba la cartera y el móvil de Charlie Bailey y una de las dos Berettas de 9 mm. La otra Beretta la llevaba dentro del cinturón, debajo de la americana.
Se detuvo justo en el umbral de la puerta y miró dentro. Había un grupo de cuarenta o más estudiantes y tres o cuatro guías turísticos disfrutando de café y un sencillo tentempié mientras charlaban animadamente en alemán. Había casi el mismo número de chicas y chicos, y sus edades estaban comprendidas entre los casi veinte años hasta tal vez veinticinco. Parecían felices y despreocupados, y vestían como la mayoría de estudiantes de cualquier lugar del mundo: vaqueros, camisas holgadas, algunos con alguna prenda de cuero, otros con algún elemento de joyería, otros con el pelo teñido de colores vivos.
Más allá de lo obvio -la proximidad en edad y el hecho de que él hablaba alemán fluido y podía mezclarse con ellos con facilidad- había dos cosas que Raymond les envidiaba, y sabía que todos ellos tendrían: un pasaporte y al menos una tarjeta de crédito vigente, que no sólo le serviría para complementar el pasaporte como documento de identidad, sino también para financiarse un billete de avión transatlántico. Lo que necesitaba era buscar a uno de ellos, hombre o mujer, al cual poder usurpar la identidad.
La aproximación tenía que parecer casual, y así lo hizo. Primero se acercó a la mesa del café y se sirvió una taza del gran termo plateado; luego, con la taza y el plato en la mano, anduvo hasta el fondo de la sala, actuando para todo el mundo como si fuera uno de los guías y estuviera totalmente en su lugar.
Volvió a detenerse y a mirar a su alrededor. En aquel momento entró por la puerta un hombre con traje oscuro con una tarjeta con su nombre que lo identificaba como empleado del hotel. Con él iba un sargento del SWAT, con casco y chaleco antibalas. Raymond se volvió tranquilamente y dejó el maletín en el suelo, mientras con la mano izquierda sostenía la taza de café, y apoyó la mano derecha en la culata de la Beretta.
Por unos instantes, los dos hombres se quedaron observando la sala; luego, un tipo más mayor, un guía, supuso, se alejó de un pequeño grupo de estudiantes y se acercó a ellos. Los tres se pusieron a hablar, mientras el guía hacía ocasionalmente algún gesto hacia la gente del salón. De pronto, el sargento del SWAT se apartó de ellos y se dirigió a la mesa del bufete, paseando la mirada por entre la gente que charlaba. Raymond tomó un sorbo de café y se quedó donde estaba, cuidando de no hacer nada que pudiera llamar la atención. Al cabo de un momento, el policía se volvió y les dijo algo a los otros. Entonces salió con el hombre del hotel y el guía regresó al grupo de estudiantes.
Fue en ese momento posterior de alivio cuando Raymond se fijó en él: un joven alto, delgado, vestido con una camiseta, unos vaqueros y una cazadora tejana, apartado a un lado y que charlaba con una muchacha atractiva. Llevaba una mochila colgada de un hombro y el pelo teñido de un tono violeta. Aunque fuera más joven que él, su complexión y sus facciones se parecían lo bastante a las de Raymond como para que pudiera hacerse pasar por él, especialmente si se tenía en cuenta la mala calidad que suelen tener las fotos de pasaporte. El pelo violeta podía ser problemático -debería encontrar la manera de teñirse el cabello, y eso le podría hacer llamar la atención-, pero el joven era el que más se le parecía de la sala y el tiempo era ahora básico, así que ya encontraría la manera de solucionar el problema.
Pasó un momento y luego otro; después el joven dejó a la muchacha y se dirigió a la zona central del bufete, a una mesa repleta de bollos, panecillos y fruta fresca.
Raymond cogió su maletín e hizo lo mismo. Mientras se llenaba un plato con trozos de melón y de uva inició una conversación amistosa en alemán. Le dijo al joven que era un actor de Múnich hospedado en el hotel y que estaba en Los Ángeles para hacer un papel de malo en una peli de acción protagonizada por Brad Pitt. Se había enterado de que un grupo de alemanes iba a reunirse en el hotel y, como se sentía especialmente solo y tenía la mañana libre, había decidido incorporarse al grupo, aunque sólo fuera para charlar un poco de su país de origen.
Su víctima respondió inmediatamente con amabilidad y buen humor. En cuestión de segundos, Raymond se dio cuenta de que acababa de tocarle la lotería. El joven alemán no sólo era libre de espíritu como los demás, sino que estaba encandilado con las películas de Hollywood y le confesó que nada le gustaría más que convertirse él mismo en actor. Además, le confesó que era homosexual y -claramente tirándole la caña al guapo y elegante Raymond- que estaba sediento de aventuras.
Raymond no pudo evitar sonreír. Había abierto una trampa y el conejo acababa de saltar dentro. Y rápidamente, él le cerró la puerta detrás. Fue casi demasiado fácil.
Fingiendo su propia homosexualidad, Raymond acompañó al joven, que ya se había identificado como Josef Speer de Stuttgart, hasta una mesa al fondo, en la que se sentaron. Mientras el joven Josef coqueteaba, Raymond hacía una danza igualmente frívola, y persuadía a Speer para que le mostrara el pasaporte y el carnet de conducir, con la excusa de estudiar su fotogenia. Si algún día quería convertirse en actor de cine o de televisión, le explicó, tenía que ser fotogénico y, por muy poco favorecedoras que fueran siempre las fotos de carnet, los directores de casting las usaban a menudo como una manera de ver el modo en que se comportaba la cara de una persona ante la cámara en las peores circunstancias. Todo inventado, por supuesto, pero funcionó, y el ingenuo Speer abrió entusiasmado su mochila y sacó tanto el pasaporte como la cartera para enseñar orgulloso su nivel de fotogenia. La foto del pasaporte era de mala calidad, como Raymond sospechaba, y con el pelo teñido de lila y la actitud adecuada al presentarlo, estaba razonablemente convencido de que podía hacerse pasar por Speer. El permiso de conducir, aunque era útil, era menos importante. Lo que quería era asegurarse de que Speer disponía de tarjetas de crédito, y cuando el joven abrió la cartera para enseñarle el carnet, Raymond se dio cuenta de que tenía al menos tres; una de ellas, la EuroMaster, era la única que necesitaría.
Raymond bajó la voz y miró a los ojos al joven teutón, cambiando en un segundo de seducido a seductor. Encontraba a Josef muy atractivo sexualmente, le dijo, pero nunca se arriesgaría a un encuentro con él en el hotel en el que se hospedaba porque eso le hacía demasiado vulnerable al chantaje. Si querían disfrutar de una «exploración mutua», como Raymond lo llamó, era mejor que fueran a algún lugar alejado del Bonaventure. Speer accedió y en cuestión de segundos salieron de la sala de actos y se encontraron en el vestíbulo.
Cuando entraron en él Raymond se quedó petrificado por unos instantes. El vestíbulo estaba lleno de clientes del hotel ruidosos y con actitud ansiosa. Detrás de ellos, apostados en todas las salidas, había una docena de policías uniformados.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Speer en alemán.
– Sin duda, deben de estar buscando homosexuales -dijo Raymond, con una leve sonrisa, mientras trataba de decidir cuál sería su siguiente paso. Entonces vio al empleado del hotel de traje oscuro que había estado antes en la sala de actos con el sargento del SWAT. Con Speer a su lado, Raymond se acercó al hombre para preguntarle, con un fuerte acento alemán, lo que sucedía. La policía buscaba a un asesino fugado, le habían dicho. Un equipo del SWAT estaba registrando el hotel, evacuando a la gente planta por planta. Raymond le repitió la historia a Speer en alemán y luego le dijo al empleado que tenían que asistir a una visita especial organizada a los estudios de la Universal, y le preguntó si era prudente y si los podía autorizar a salir del hotel.
El hombre los miró unos segundos, sacó una especie de walkie-talkie y dijo que dos de los alemanes del grupo tenían una cita y deseaban abandonar el edificio. Al cabo de un momento el sargento del SWAT se abrió paso por entre la gente y se les acercó bruscamente. Raymond tragó saliva pero mantuvo la compostura.
– Forman parte del grupo de estudiantes -dijo el empleado-. Acaban de salir de la sala de actos.
El sargento los miró a los dos con atención. Raymond aguantó. Luego la radio del sargento sonó y el hombre contestó en una especie de jerga policial. Luego miró al empleado del hotel.
– Está bien, que salgan por la puerta de atrás -dijo, bruscamente, antes de alejarse.
– Danke -dijo Raymond, y luego siguió al empleado a través del vestíbulo, más allá de una guardia policial, hasta una puerta trasera que llevaba a la calle ya protegida por las autoridades-. Gracias -repitió Raymond, con su fuerte acento fingido.
Y entonces él y Josef Speer salieron al sol brillante de California y anduvieron sin ser molestados hasta el coche de alquiler de Charlie Bailey, aparcado dos manzanas más abajo.
Un coche que todavía guardaba el cadáver del asesor de diseño en el maletero.
612a de Orange Grove Boulevard, Pasadena, California. 12:10 h
La doctora Janet Flannery debía de tener sesenta años y estaba probablemente cinco kilos por debajo de su peso ideal. El pelo, gris y negro, lo llevaba muy corto pero sin demasiado estilo. Lo mismo ocurría con su ropa: vestía un traje pantalón beis muy corriente combinado con una blusa de un tono más claro que le sentaba razonablemente bien. El mobiliario de su pequeña consulta -una mesilla, un sofá y dos butacas- era igualmente insulso. La idea era, por supuesto, que todo resultara útil pero que nada destacara. En una consulta de psiquiatría la atención debía centrarse en el paciente, no en el terapeuta ni en su entorno.
– Quiere usted hacer un cambio en su vida y marcharse de Los Ángeles. -La doctora Flannery juntó las manos en su regazo y miró a John Barron, que se sentaba en el sofá delante de ella.
– No sólo de Los Ángeles. Quiero marcharme de California -respondió Barron, por encima del ruido del ventilador que descansaba en el suelo, a su lado. La presencia de tal cachivache, y él lo sabía, era para que las conversaciones entre médicos y pacientes no pudieran oírse desde la consulta de al lado ni desde la sala de espera de fuera-. Me gustaría hacerlo cuanto antes.
Barron juntó las puntas de los dedos. La sesión con Red McClatchy de hacía un rato sólo le había servido para magnificar el alcance de su horror y reforzar su determinación de llevarse a Rebecca y marcharse lo antes posible.
– Tengo que recordarle, detective, que su hermana está en un lugar al que está habituada y en un entorno que le resulta cómodo. ¿No tiene usted otra alternativa?
– No. -Barron se había preparado una explicación para justificar su súbita petición de que prepararan a Rebecca para abandonar Saint Francis de inmediato y le acompañara a un lugar extraño, nuevo y lejano-. Sabrá usted lo qué pasó ayer en el tren de la Amtrak, supongo.
La doctora Flannery asintió con la cabeza:
– Usted estaba allí.
– Sí, estuve allí. Llevo algún tiempo pensando que es mejor que dedique mi vida a otros asuntos. Lo de ayer me puso al límite de mí mismo. Dejaré el LAPD lo antes posible, pero antes de hacer nada ni decir nada a nadie, quiero tener un destino para Rebecca. -Barron vaciló. Intentaba ir con cuidado y no mostrar más de sí mismo de lo que ya había hecho-. Como le he comentado por teléfono, todo esto tiene que ser estrictamente confidencial entre usted y yo. Cuando Rebecca esté lista, informaré a mis superiores.
Treinta minutos antes, en un acto de total determinación, había hecho lo que se creía incapaz de hacer: redactar el informe Donlan tal y como Red le había pedido y con su firma al pie. Inmediatamente después salió del Parker Center, consciente de que, a pesar del riesgo terrible de haber colaborado con el encubrimiento de un asesinato por parte del LAPD, redactar y firmar el informe había sido algo necesario. Tenía que cubrirse ante la 5-2 mientras preparaban a Rebecca y encontraba un lugar nuevo adonde llevarla. Una vez lista Rebecca y cuando la doctora Flannery le hubiera encontrado una institución en algún otro estado, metería tantos efectos personales como le cupieran en el Mustang y llamaría a su casero para rescindir el contrato de alquiler de su casa. Luego llamaría a la brigada para decir que estaba enfermo y se marcharía. Desde algún lugar del camino le haría llegar a McClatchy su carta formal de renuncia.
La idea era, sencillamente, desaparecer. Tenía el suficiente dinero ahorrado como para poder vivir los dos casi un año, mientras él buscaba trabajo. Todavía era joven; podían cambiarse los nombres y, sencillamente, empezar de nuevo. Parecía razonable, incluso factible. Y dudaba que Red o cualquiera de los otros quisieran malgastar el tiempo o el dinero buscando y silenciando a un hombre que, de todos modos, ya estaba callado, y cuya hermana tampoco podía saber nada, aunque, de alguna forma, fuera consciente de lo ocurrido. Pero hasta que llegara aquel momento, sabía que tenía que seguirles el juego y seguir trabajando y actuar como si hubiera asimilado la conversación con Red y tuviera toda la intención de cumplir su juramento y permanecer en la brigada durante el resto de su vida profesional.
La doctora Flannery lo escrutó durante un buen rato en silencio. -Si esto es lo que desea, detective -dijo, finalmente-, veré lo que puedo hacer.
– ¿Tiene alguna idea del tiempo que puede tardar?
– En su estado actual, lo siento pero no. Me llevará un tiempo estudiar las posibilidades.
– De acuerdo. -Barron le hizo un gesto de gratitud y se levantó-. Gracias -dijo, consciente de que, por muy rápido que él quisiera marcharse, que él necesitara marcharse, la situación de Rebecca no se podía resolver en un día, ni tal vez en una semana. Era algo que tenía que aceptar.
Cuando ya se dirigía hacia la puerta, con su mente todavía concentrada en Rebecca y en la doctora Flannery, el pitido repentino de su móvil lo sobresaltó:
– Disculpe -dijo, mientras se sacaba el teléfono del bolsillo-. Barron. ¿Cómo? -preguntó bruscamente. Su actitud cambió de inmediato-. ¿Dónde?
MacArthur Park, 12:40 h
El Mustang de Barron golpeó el bordillo al subir por el parterre de césped para aparcar al lado del Ford de Red. Detrás del mismo, cuatro coches patrulla delimitaban un perímetro, y más allá, agentes de uniforme mantenían a raya una multitud creciente de curiosos.
Barron salió rápidamente del coche y anduvo hacia un denso grupo de arbustos que había cerca del agua.
Al acercarse pudo ver a Red y a dos agentes de uniforme de pie a un lado, hablando con un indigente vestido con harapos y con una melena que parecía un nido de ratas. Barron alcanzó los arbustos justo cuando Halliday salía con cuidado entre ellos, sacándose unos guantes de látex.
– Varón de raza blanca -dijo Halliday-. Pelo lila. Le han disparado tres balas en la cara, muy cerca. No lleva ni ropa ni documentación. Nada. A menos que alguien denuncie su desaparición o que consigamos algo de sus huellas, pasaremos mucho tiempo sin saber quién es. Échale un vistazo -le dijo a Barron.
Red se separó de los agentes y anduvo hacia ellos, y Barron se dirigió adonde Halliday había estado unos segundos antes.
La víctima yacía en el suelo, de lado, vestido solamente con la ropa interior. Tenía casi toda la cabeza destrozada, pero quedaba lo bastante para ver que llevaba el pelo teñido de lila. La ropa había desaparecido.
– ¿Qué edad debe de tener? ¿Veintiuno, veintidós…? -Barron salió de los arbustos justo cuando llegaba la gente de la división de Investigaciones Científicas-. Tiene las uñas limpias y cuidadas. No era ningún mendigo. Es como si alguien hubiera querido robarle la ropa.
– ¿Se os ocurre algo, pues? -dijo Red, mirando a Halliday.
– Hace treinta minutos, tal vez una hora. Y éste, ¿qué ha dicho? -dijo Halliday, señalando al indigente, que todavía hablaba con los polis de uniforme.
– No mucho. Que se ha metido por aquí a mear y ha estado a punto de hacerlo sobre el cadáver. Que se ha pegado un susto de muerte y se ha puesto a gritar.
Los tres detectives se apartaron para dejar a los de Investigaciones Científicas el espacio suficiente para examinar el lugar de los hechos.
– Prácticamente desnudo, igual que los agentes del ascensor del juzgado -Red miraba a los de la poli científica. Tenía una rabia y una intensidad en la mirada que Barron no le había visto nunca.
– Está pensando en Raymond -dijo Halliday, mientras llegaba el primer contingente de prensa. Como siempre, Dan Ford iba el primero.
– Sí, estoy pensando en Raymond.
– Comandante -ahora Dan Ford se dirigía a Red-. Sabemos que han asesinado a un hombre joven en el parque. ¿Relaciona este asesinato con Raymond Thorne?
– Te voy a decir una cosa, Dan -espetó McClatchy mirando a Dan, y luego al resto de periodistas del grupo-: Tú y los demás hablad con el detective Barron. Él puede hablar de la investigación tan bien como el resto de nosotros.
De inmediato, McClatchy llamó a Halliday y los dos se alejaron del grupo. Ahí la tenía, la manera de Red de demostrarle que volvía a ser uno de los suyos, que todas las discrepancias se habían salvado con su firma en el informe Donlan. Además, las normas seguían intactas: resolver cualquier diferencia dentro de la brigada.
– ¿Es Raymond el sospechoso, John? -le preguntó Ford. Detrás de él se acercaron otros periodistas. Las cámaras grababan, los micros se le acercaban. Entonces Barron vio otro coche de camuflaje que se aproximaba, al tiempo que Red y Halliday llegaban al coche de este último. Las puertas se abrieron y del vehículo salieron Polchak y Valparaiso. Hubo un breve intercambio de frases y luego los dos detectives se dirigieron a través del césped hacia donde los uniformados seguían conversando con el mendigo de melena de rata y hacia los arbustos, donde los de la Científica inspeccionaban el cadáver.
– ¿Quién es la víctima? -gritó alguien desde el grupo de periodistas.
Barron se volvió hacia ellos.
– No lo sabemos. Sabemos solamente que es un hombre de veintipocos años y que le han disparado varias veces en la cara -dijo secamente y mientras se sentía invadido por la rabia-. Desde luego, Raymond Thorne es sospechoso. Probablemente sea «el» sospechoso.
– ¿Ha sido identificada la víctima?
– ¿No ha oído lo que acabo de decir? -El nerviosismo y la ira seguían instalados en Barron. Al principio pensó que su mal humor estaba provocado por Red, por su manera simplona de darle unos golpecitos a la espalda y acogerlo de nuevo en el seno de la brigada por lo que había hecho, pero cuando se encontró delante de Dan Ford y el resto de periodistas, con las cámaras y los micros grabándolo todo, se dio cuenta de que McClatchy era tan sólo una parte del problema. El problema real era él mismo, porque todo esto le afectaba. Le afectaba la ejecución a sangre fría de Donlan, el muchacho muerto bajo los arbustos, pensar en su padre y en su madre y en el horror que llenaría sus corazones para el resto de sus vidas cuando se enteraran de lo ocurrido. Le afectaba la gente que había muerto en el edificio del Tribunal Penal y se imaginaba el drama de sus hijos y de sus familias. No era capaz, después de todos aquellos años, de quitarse de la cabeza el asesinato de sus propios padres. Además, había otra cosa. Algo que ahora mismo pensó, mientras soportaba el calor y la contaminación del mediodía enfrentado a aquella congregación periodística con toda su parafernalia electrónica que lo enfocaba: que todo aquello que había ocurrido con Raymond era culpa suya. Él había sido el agente al mando de su arresto; él fue quien estuvo en Parker Center permitiendo que Raymond le tomara el pelo, como si éste supiera desde el principio lo ocurrido con Donlan y lo hubiera puesto contra las cuerdas para que le mostrara su verdadero estado mental, lo cual no hizo más que confirmar sus sospechas. Barron lo tenía que haber comprendido en aquel momento, tendría que haber sabido calibrar lo calculador y peligroso que era Raymond y haber hecho algo al respecto; como mínimo, advertir a los agentes que lo custodiaban de que estuvieran especialmente alerta. Tendría que haberlo hecho, pero no lo hizo. En vez de eso, explotó ante la astucia de Raymond, con lo cual le reveló a aquel asesino todo lo que necesitaba saber.
De pronto, Barron miró a Dan Ford:
– Quiero que me hagas un favor, Dan. Pon la foto de Raymond en la portada del Times. Todo lo grande que puedas. ¿Crees que te va a ser posible?
– Creo que sí -asintió Ford.
De inmediato, Barron se volvió hacia los demás:
– Ésta es la segunda vez hoy que pedimos la colaboración ciudadana para encontrar a Raymond Thorne. Nos gustaría que su foto siguiera apareciendo en todos los noticiarios y que siguieran pidiendo a cualquiera que lo vea, o incluso que crea haberlo visto, que llame de inmediato al 911. Raymond Thorne es un enemigo público despiadado. Va armado y debemos considerarle extremadamente peligroso.
Barron se quedó en silencio y vio el furgón del forense que avanzaba más allá de los coches patrulla y se metía por encima del césped, hacia los arbustos donde se encontraba el cuerpo del muchacho. Su atención se volvió bruscamente a la prensa y a la cámara de vídeo que tenía directamente delante de él.
– También tengo algo que decirte a ti, Raymond, si me estás viendo. -Hizo una pausa, y cuando volvió a hablar fue en el mismo tono sereno y burlón que Raymond le había dedicado el día anterior en Parker Center-. Me gustaría saber cómo te sientes, Raymond. ¿Estás bien? Tú también puedes llamar al 911, lo mismo que todos los demás. Sencillamente, pregunta por mí. Ya sabes cómo me llamo, detective John Barron, de la brigada cinco dos. Vendré a recogerte personalmente, donde tú me digas. Así no le harás daño a nadie más. -Barron vaciló otra vez, y luego prosiguió con la misma calma-. Sería lo más fácil para todos, Raymond. En especial para ti. Nosotros somos nueve millones, y tú eres sólo uno. Haz números, Raymond. No es difícil deducir las probabilidades que tienes.
Una vez acabó, Barron dijo «eso es todo» y se marchó hasta donde Polchak y Valparaiso hablaban con el jefe de la unidad de policía científica. Si algo acababa de conseguir con su súplica directa ante las cámaras había sido convertir la búsqueda de Raymond en una guerra personal.
Beverly Hills, 13:00 h
Raymond aparcó el coche de Charles Bailey en la manzana 200 de South Spalding Drive, a la vista del Instituto de Beverly Hills, sacó la segunda Beretta del maletín de Charlie y la metió dentro de la mochila de Josef Speer para complementar la otra Beretta que llevaba en la cintura. Luego cogió la mochila y salió, cerró el coche y recorrió la breve distancia hasta Gregory Way.
Les hizo un gesto simpático de saludo a dos mujeres que hablaban en la esquina, antes de girar por Gregory en dirección a Linden Drive. Ya sin la apariencia de hombre de negocios engominado, sino con la cazadora tejana de Speer, la camiseta y el pantalón vaquero, la mochila colgada de un hombro y una gorra de los L.A. Dodgers calada sobre el pelo, recién teñido de lila, Raymond se parecía a cualquier joven veinteañero de los que circulaban por este barrio de césped impecable y de edificios de apartamentos.
Al llegar a Linden Drive giró a la izquierda y se puso a buscar el número 225, el bloque de apartamentos en el que vivía Alfred Neuss y al que iba a regresar para el almuerzo exactamente a las 13:15. Lo mismo que hacía seis días a la semana y que había hecho cada semana durante los últimos veintisiete años. Un paseo preciso de siete minutos desde su exclusiva joyería de Brighton Way. Raymond se había protegido la semana anterior contra cualquier cambio de hábito inesperado con la misma estrategia que había utilizado en San Francisco, México y Chicago, sencillamente llamando antes y, con un nombre ficticio y una historia creíble, concertando una cita con su víctima. Con Neuss no fue distinto. Sencillamente lo llamó y, con acento del Medio Oeste, le dijo que era un criador de caballos de Kentucky llamado Will Tilden que iba a la ciudad y estaba interesado en comprarle un collar de diamantes muy caro a su esposa. Neuss estuvo más que contento de concertar la cita y quedaron para el lunes siguiente a las dos de la tarde, lo cual le daba a Neuss la oportunidad de seguir con su rutina diaria. La tormenta de granizo que obligó a Raymond a cambiar su medio de transporte retrasó las cosas, pero llamó a Neuss desde el tren y cambió la cita para el martes. El hecho de que no se hubiera presentado, sin duda, habría irritado a Neuss, pero eso ya no tenía manera de solucionarlo. Pero si Neuss estaba en la ciudad lunes y martes y había respetado su estricta semana de trabajo de seis días durante todos aquellos años, no había razón para creer quenada se la habría hecho cambiar ahora, ni tampoco sus costumbres diarias.
Si la obsesión cronológica de Neuss era casi fóbica, el horario de Raymond era impecable y había sido establecido con una precisión casi militar. Había matado a Josef Speer en MacArthur Park a las 11:42 y se había llevado su ropa y su mochila. A la 11:47 se metió en el lavabo de hombres de la estación de servicio de la calle Nueve de Koreatown y cambió el traje y corbata de Bailey por el atuendo vaquero de Speer. Las mangas de la cazadora le iban un poco largas, pero se las enrolló un poco y le quedaba bastante bien. A las 12 en punto tiró el traje y las ahora inservibles tarjetas de crédito y documentación de Bailey a un contenedor junto a la estación de servicio y se volvió a meter en el coche. Hacia las 12:10 pasó frente a un centro comercial de Wilshire Boulevard, justo al este de Beverly Hills, cuando vio lo que buscaba: Snip & Shear, una peluquería. Lo que le llamó la atención fue el anuncio grande y escrito a mano que tenían en la ventana: Teñimos el pelo de cualquier tono en 30 minutos. A las 12:45 salía del establecimiento con el pelo al estilo de Speer y teñido de lila. A las 12:48 salía de una tienda de material deportivo del mismo centro comercial con la gorra de los L.A. Dodgers que llevaba ahora.
13:08 h
Raymond se detuvo delante del 225 de Linden Drive, un bloque de tres pisos con la entrada sombreada por una enorme palmera. Pasó una de las tarjetas de crédito de la cartera de Josef Speer por el cerrojo magnético de la puerta de hierro forjado de la entrada. Se oyó un clic, empujó la puerta y se metió dentro.
13:10 h
Subió los últimos peldaños de acceso al apartamento de Neuss, en la tercera planta. La terraza cubierta de fuera estaba decorada con varios árboles ornamentales en grandes macetas y una pequeña mesa blanca de hierro con un par de sillas a juego. Directamente enfrente había una puerta de ascensor. Tanto el ascensor como las escaleras se abrían a la terraza, de modo que daba igual cuál fuera a usar Neuss. El ascensor era más probable, porque Neuss tenía sesenta y tres años.
13:12 h
Raymond se bajó la mochila del hombro y sacó una pequeña toalla de mano que había comprado en el Snip & Shear. Luego se sacó la Beretta de la cintura y enrolló la toalla por el cañón, a modo de silenciador. Luego se volvió a colgar la mochila y se puso a esperar detrás de los árboles.
El vuelo 453 de Lufthansa salía del aeropuerto internacional de Los Ángeles (LAX) a las 21:45 y llegaba a Frankfurt sin escalas al día siguiente, a las 17:30. Había una butaca, de clase turista, reservada a nombre de Josef Speer. Raymond había hecho la reserva con el móvil de Charlie Bailey mientras se desplazaba de MacArthur Park a Beverly Hills. Frankfurt era el principal aeropuerto internacional de Alemania y un destino obvio para un estudiante alemán de regreso a casa. Además, una vez tuviera la llave de la caja fuerte de Neuss y los datos del banco, podía volar a la ciudad donde estuviera a la mañana siguiente, el viernes, ir al banco, abrir la caja fuerte, retirar su contenido y tomar un vuelo a Londres que aterrizara en Gatwick, no en Heathrow, y pasar por el control de pasaportes como miembro de la CE sin que apenas le inspeccionaran la documentación.
De modo que daba igual si la policía tenía su bolsa de viaje con su billete de primera clase de British Airways a Londres/Heathrow. Hasta si habían alertado a la Policía Metropolitana de Londres, sus búsqueda estaría concentrada en Heathrow y en los vuelos provenientes de Estados Unidos. Una vez en Gatwick y superado el control, ya sólo le quedaba un sencillo recorrido de treinta minutos en tren hasta Victoria Station, y desde allí, unos pocos minutos en taxi hasta el hotel Connaught y los acogedores brazos de la baronesa.
23:14 h
En sesenta segundos, el indecentemente puntual Neuss estaría allí. Cinco segundos más tarde Raymond le daría a la baronesa el premio que ella le exigía.
23:15 h
Nada. Nadie.
Raymond respiró fuerte. Tal vez Neuss estuviera atrapado en un semáforo y había tenido que esperar para cruzar. O tal vez había surgido algún problema en la joyería. O se había parado a hablar con alguien.
13:26 h
Todavía nadie.
13:17 h
Nada.
13:20 h
¿Dónde estaba? ¿Qué estaba haciendo? ¿Tal vez un viejo amigo se le había presentado inesperadamente en la ciudad y había aceptado a regañadientes su invitación a almorzar? Lo primero, no. Neuss no hacía vida social en horas de trabajo. Un accidente era siempre posible, pero no probable porque el joyero era tan neurótico sobre su propio bienestar como histérico con la puntualidad. Miraba cuatro veces antes de cruzar la calle y conducía con la misma prudencia. Sólo había una cosa capaz de retener a Neuss: el negocio. Siempre el negocio. Eso significaba que, por alguna razón, se había quedado en la joyería. La única solución era acercarse a ella, buscar la manera de abordarlo a solas y hacer allí lo que tuviera que hacer.
Parker Center, 13:25 h
– Muy bien, mató al chico por su ropa. ¿Por qué le disparó en la cara de esa manera?
– Quizás estaba nervioso.
– O tal vez tuviera algún otro motivo.
– Sigues pensando que ha sido Raymond.
– Sí, sigo pensando que ha sido Raymond, ¿tú no?
Barron estaba con Halliday y Valparaiso en los urinarios del baño de hombres, al otro lado del pasillo de la sala de la brigada, y hablaban entre ellos, todos igual de frustrados. Por supuesto que estaban totalmente concentrados en la situación, y que la mayor parte de los nueve mil agentes del departamento estaban movilizados de alguna manera intentando encontrar a Raymond. No sólo no habían sido capaces de detenerle, sino que seguían sin tener ni idea de quién era. Por lo poco que sabían, podía tratarse de un fantasma.
Especialistas de los servicios de pasaportes del Departamento de Estado norteamericano escanearon la banda magnética del pasaporte de Raymond usando el sistema TECS II, que conecta la comunicación entre terminales de los servicios de vigilancia jurídica de todo el país con una terminal central del Departamento del Tesoro (y, por tanto, el de Justicia) de Estados Unidos. Descubrieron, confirmado por el servicio de Inmigración, que el documento en sí era válido y que había sido emitido en la oficina de pasaportes de Los Ángeles del Edificio Federal de Westwood dos años antes. Según los archivos, Raymond Oliver Thorne (nombre de nacimiento: Rakoczi Obuda Thokoly) había nacido en Budapest, Hungría, en 1969 y se había nacionalizado estadounidense en 1987. El problema era que el INS no tenía noticia de esa nacionalización, aunque en la oficina de pasaportes, a Raymond le habrían pedido que presentara un certificado de nacionalidad emitido por el gobierno estadounidense. Además, el domicilio que había facilitado a la agencia de pasaportes resultó ser una dirección de una empresa de alquiler de cajas postales de Burbank, California, y el domicilio que facilitó a la citada empresa no existía.
De modo que lo que tenían era un pasaporte válido con información falsa. De todos modos, el documento sí contenía una relación de sus movimientos más recientes: mostraba que había llegado a Dallas, Texas, proveniente de México D.F., el sábado, 9 de marzo, y que había llegado a México D.E desde San Francisco el viernes, 8 de marzo.
Las huellas de Raymond y su identificación habían venido directamente del departamento de policía de Chicago. Pero todavía quedaba por resolver el tema del doble asesinato en la sastrería de Chicago y de un test e informe de balística sobre el Sturm Ruger hallado en la bolsa de viaje de Raymond, que se estaba llevando a cabo ahora. En resumen, lo que tenían era un pasaporte válido pero inválido y una posible acusación de asesinato contra Raymond en Chicago. Para apoyar la investigación de Chicago se habían mandado encuestas a las policías de Dallas, México D.F. y San Francisco sobre posibles actividades de Raymond Oliver Thorne en sus ciudades y en las fechas que estuvo en ellas. El propio Barron había iniciado otras dos líneas de investigación: la primera, a través del agente especial del FBI Pete Noonan, un compañero de racquetball desde hacía muchos años en el YMCA de Hollywood en el que ambos entrenaban, pidiendo información de las bases de datos del FBI sobre fugitivos a nivel nacional que pudieran coincidir con la descripción de Raymond. La segunda era todavía más amplia, una petición de información similar a nivel internacional, hecha a través de la Interpol en Washington. Facilitó a ambas agencias la foto y las huellas digitales de Raymond. Se trataba de un trabajo policial profesional y bienintencionado, pero el problema era que ninguno de los dos ayudaban aquí y ahora. Raymond seguía en algún lugar de Los Ángeles y nadie era capaz de encontrarlo.
Se oyó el ruido de la cadena de Barron y luego se acercó al lavamanos. A pesar de su desafío, emotivo y muy público, lanzado a Raymond, y a pesar de su necesidad desesperada e igual de emotiva de dejar la 5-2 y marcharse de Los Ángeles, había otras dos cosas que le carcomían por dentro: su sensación de que era muy importante sacar a Raymond de la calle antes de que volviera a matar, y luego, el elemento secundario que lo acompañaba: la consciencia de que si era la 5-2 y no otro cuerpo cualquiera de la policía de Los Ángeles los que encontraban a Raymond, rápidamente lo llevarían a un aparte y se lo cargarían. De nuevo, él estaría allí y formaría parte del crimen. Y, con todo lo horrible que sería, había algo que era todavía peor. Una parte de él empezaba a sentir que las acciones de Raymond habían sido tan salvajes y brutales que asegurarse de que no volvía a tener nunca más la oportunidad de matar le parecía casi justificado, incluso lo correcto. Era una sensación que lo aterrorizaba porque comprendía lo fácil que era volverse como los demás y quedar inmunizado. Era algo en lo que no podía pensar; que no se permitía considerar. Se secó las manos rápidamente y se volvió hacia la puerta, pensando conscientemente en el chaval muerto del parque. Al hacerlo, cayó en la cuenta de algo:
– ¡El tiempo, el tiempo, maldita sea! -Se volvió a mirar a Halliday y a Valparaiso-. Los múltiples disparos en la cara le hacían casi imposible de identificar con rapidez. Por eso lo ha hecho Raymond, y por eso le ha elegido. Son parecidos en edad y en complexión física, y el chico no era pobre. Raymond sabía que llevaría algún tipo de identificación, dinero y, probablemente, tarjetas de crédito. No sólo quería su ropa, sino también todo lo demás. Intentará hacerse pasar por su víctima.
Barron salió volando por la puerta al pasillo iluminado con fluorescentes. Halliday y Valparaiso iban justo detrás de él.
– ¡Buscamos a un tipo con el pelo lila que trata de salir de la ciudad, y tal vez del país, lo antes posible! Cuando sepamos quién era el chico, sabremos dónde está Raymond en el momento que muestre su carnet de conducir o intente usar la tarjeta de crédito.
Beverly Hills, 13:30 h
Raymond bajaba rápidamente por la elegante Brighton Way, frente a una hilera de comercios exclusivos por una acera tan limpia que parecía recién pulida. Pasó un Rolls-Royce, y luego una limusina alargada con cristales ahumados. Y entonces lo vio: Alfred Neuss Joyeros. Un Mercedes lustroso estaba aparcado enfrente en doble fila, con el chófer con uniforme negro esperando al lado.
Había acertado. Neuss estaba haciendo negocios.
Raymond se puso bien la mochila. Entonces, sintiendo la presión sólida de la Beretta debajo de su cazadora Levi's, abrió la puerta de bronce pulido y caoba y entró en el establecimiento, totalmente dispuesto a explicar por qué un joven en vaqueros y el pelo teñido de lila con una gorra de los L.A. Dodgers entraba en una lugar tan elegante y prohibitivamente caro.
Sintió la mullida moqueta bajo los pies y la puerta se cerró detrás de él. Levantó la vista, esperando ver a Neuss atendiendo al cliente del Mercedes. Pero lo que vio en cambio fue a una vendedora con aire de matrona, muy bien vestida y bien peinada. La clienta también estaba y era una joven rubia y sensual con un vestido corto y llamativo. Le pareció haberla visto en alguna película, pero no estaba seguro. Pero eso, como la historia que se había inventado para explicar su presencia, no importaba. Porque al instante en que preguntó por Alfred Neuss, todo su plan se vino abajo.
– El señor Neuss -le explicó la vendedora, con más arrogancia de la que jamás había encontrado entre los adinerados amigos de la baronesa- está de viaje.
– ¿De viaje? -Raymond se quedó estupefacto. Nunca había valorado la posibilidad que Neuss no estuviera-. ¿Y cuándo vuelve?
– No lo sé. -Se estiró un poco para mirarlo-. El señor Neuss y su esposa están en Londres.
¡Londres!
Raymond sintió los pies sobre la acera al instante que la puerta del establecimiento de Neuss se cerraba detrás de él. Estaba atontado, superado por su propia insensatez. Tenía que haber un solo motivo por el cual Neuss hubiera ido a Londres, y éste era que se había enterado de los asesinatos en Chicago, y tal vez también de los otros, y se hubiera marchado no sólo por su propia seguridad, sino para encontrarse con Kitner. Si éste era el caso, había muchos motivos para pensar que irían a la caja fuerte y trasladarían su contenido. Y si eso ocurría, todo lo que él y la baronesa habían planeado…
– Raymond.
De pronto oyó una voz conocida pronunciar su nombre y se quedó helado. Justo a su lado había una pizzería. Tenía la puerta abierta y había unos cuantos clientes reunidos delante de un televisor de pantalla grande. Entró y se detuvo junto a la puerta. Estaban mirando un boletín informativo. En pantalla había una entrevista grabada con John Barron: aparecía en MacArthur Park, de espaldas a los arbustos en los que Raymond había matado a Josef Speer.
«Me gustaría saber cómo te sientes, Raymond. ¿Estás bien?» Barron miraba directamente a la cámara y lo miraba con la misma preocupación fingida que Raymond había utilizado contra él en Parker Center, apenas veinticuatro horas antes.
«Tú también puedes llamar al 911, lo mismo que todos los demás. Sencillamente, pregunta por mí. Ya sabes cómo me llamo, detective John Barron, de la brigada cinco dos. Vendré a recogerte personalmente, donde tú me digas. Así no le harás daño a nadie más.»Raymond se acercó un poco más, intrigado por las maneras de Barron pero igualmente sorprendido de que hubieran encontrado el cuerpo de Speer tan rápido y al mismo tiempo lo hubieran relacionado con él.
De pronto sintió una presencia y miró a su izquierda. Una muchacha adolescente lo observaba. Cuando vio que la miraba, se giró y se acercó más a la pantalla, aparentemente atraída por lo que estaba pasando.
Raymond volvió a mirar y vio que la imagen de Barron desaparecía del televisor. En su lugar apareció su foto de cuando lo fichó la policía. Se vio él mismo fotografiado de frente y de perfil. Ahora el video volvía a mostrar a Barron en el parque. El tono de burla había desaparecido y ahora hablaba más en serio que nunca.
«Nosotros somos nueve millones, y tú eres sólo uno. Haz números, Raymond. No es difícil deducir las probabilidades que tienes.»La foto de Raymond volvió a aparecer en pantalla. La chica se volvió a mirarlo otra vez.
Ya no estaba.
13:52 h
14:00 h
Raymond cruzó Wilshire Boulevard invadido por la rabia. Furioso contra sí mismo por haber presupuesto que encontraría a Alfred Neuss, furioso contra Neuss por haberse marchado a Londres, furioso contra la arrogancia de John Barron. Lo que lo agravaba todo era la eficacia de la policía de Los Ángeles y su rapidísima e implacable persecución contra él. Eso hacía mucho más urgente su necesidad de abandonar el país de inmediato, esta noche, tal y como lo había planeado. Y significaba, también, que tenía que informar a la baronesa.
Se detuvo a la sombra de una palmera grande y sacó el móvil de Charles Bailey de la mochila. Llamar a la baronesa para darle más malas noticias era lo último que ahora deseaba hacer, pero no tenía más remedio que hacerlo. Abrió el móvil y empezó a marcar el número. Las dos de la tarde en Beverly Hills eran las diez de la noche en Londres. La baronesa estaría todavía en el número 10 de Downing Street, en la cena que el primer ministro británico ofrecía en honor del alcalde de Moscú y el ministro de Defensa de la Federación Rusa, y no podía llamarla allí.
Inmediatamente volvió a abrir el móvil y marcó el número de Jacques Bertrand en Zúrich, donde eran las 11 de la noche. Si Bertrand dormía, mala suerte. Sonaron un par de pitidos y Bertrand respondió al teléfono, despierto y alerta.
– Il y a un nouveau problème -dijo Raymond en francés-. Neuss est a Londres. Il est là maintenant. -«Tenemos otro problema: Neuss está en Londres; está allí ahora mismo.»
– ¿Londres? -preguntó Bertrand.
– Sí, y probablemente estará con Kitner.
– ¿Conseguiste la…? -La conversación continuó en francés.
– No. No tengo ni la llave ni la información. -De pronto, Raymond salió de la sombra de la palmera y siguió andando. Pasó por delante del apartamento de Neuss y volvió sobre sus propios pasos por Linden Drive, como cualquier persona de las que andan por la calle y hablan por el móvil al mismo tiempo-. Ha salido mi foto por televisión; la policía está por todas partes. Tengo un pasaporte robado y un billete de Lufthansa para el vuelo 453 de esta noche, con destino a Frankfurt. Ha puesto usted la maquinaria en marcha para que disponga de un jet privado y de un pasaporte, ¿no?
– Sí.
– Pues cancélelo.
– ¿Estás seguro?
– Sí. No vale la pena correr el riesgo para que luego me descubran. Ahora no.
– ¿Estás seguro? -volvió a preguntarle Bertrand.
– Sí, maldita sea. Dígale a la baronesa que lo siento, pero que así es como han salido las cosas. Nos volveremos a reunir y empezaremos de nuevo por el principio. Me voy a deshacer de este móvil, para que no puedan rastrear la llamada hasta usted si llegan a detenerme. Me pondré de nuevo en contacto cuando llegue a Frankfurt.
Raymond colgó y giró por Gregory Way hacia Spalding Drive, donde había dejado el coche aparcado. Su plan era ir en el coche hasta uno de los parking de la terminal del aeropuerto internacional, dejar el coche allí y tomar un autocar-lanzadera hasta el mismo aeropuerto. Y luego confiar en el destino para poder llevar a cabo su charada y poder obtener el billete, pasar por el control de seguridad y embarcar en el vuelo de Lufthansa 453 como Josef Speer sin más problemas.
Llegó a Spalding y dobló la esquina, luego se detuvo. Dos coches de la policía local de Beverly Hills estaban aparcados en mitad de la manzana, con las luces del techo encendidas. En la calle y en las aceras había un grupo de gente mirando cómo unos polis de uniforme examinaban un coche aparcado. Su coche. El que llevaba el cadáver de Charles Bailey en el maletero.
Cerca de él había una mujer anciana enfrascada en una animada conversación con uno de los policías, mientras luchaba por sujetarse a la correa de un perrito que bailaba en círculos y ladraba sin cesar hacia el coche. De inmediato, otro policía volvió hasta su coche patrulla, sacó una herramienta y volvió a acercarse al coche de Bailey. Hizo palanca con la herramienta y abrió el maletero.
Al instante, un grito se levantó a coro al ver el cadáver que había en el interior. El perro ladró más fuerte y se puso a tirar de su correa con fuerza, provocando que la mujer casi perdiera el equilibrio.
Raymond siguió mirando unos segundos y luego se volvió y se marchó rápidamente en dirección contraria, hacia Wilshire Boulevard.
Depósito de cadáveres municipal de Los Ángeles, 14:15 h
John Barron estaba detrás de Grammie Nomura, observando cómo la mujer hacía su boceto. Grammie tenía sesenta y siete años, era americana de origen nipón, bisabuela, una gran bailarina y autora de unos de los cuadros paisajísticos más misteriosos que John había visto en su vida. Era también la mejor retratista profesional del LAPD y llevaba veinte años a su servicio. En ese período de tiempo había hecho más de dos mil retratos robot de gente buscada, y más o menos la mitad de desaparecidos o muertos, gente a la que la policía buscaba o trataba de identificar. Ahora estaba sentada frente el cuerpo mutilado de la víctima de homicidio del pelo lila, tratando de dibujar el aspecto que debía de haber tenido unas cuantas horas antes, cuando estaba todavía vivo.
– Dibuja dos, Grammie -le dijo Barron, mientras la mujer trabajaba en el boceto que sería mostrado por todos los canales de televisión de Los Ángeles tan pronto como lo completara-. Uno como si tuviera el pelo lila y otro como si no. Tal vez sólo se lo hubiera teñido estos últimos días.
Barron la siguió observando un rato más, luego se volvió para caminar arriba y abajo y dejarla terminar.
Descubrir la identidad de la víctima era la clave, y éste era el motivo por el que estaba aquí, presionando personalmente a Grammie. Mientras Raymond estuviera libre iría probando suerte, y Barron estaba decidido a cortar esa libertad lo antes posible echándole todo el dispositivo de prensa encima mientras trataban de identificar a la víctima, para luego atraparlo desde el otro lado, al instante en que usara la identidad de la víctima.
McClatchy dio también por buena la teoría del robo de identidad de Barron y mandó de inmediato un aviso a todas las comisarías de policía del sur de California de que su fugitivo podía estar disfrazándose de joven con el pelo lila y tratando de huir de la zona por cualquier medio posible. Luego procedió a ordenar que doblaran los efectivos de policía en los principales puntos de salida -aeropuertos, estaciones de tren y terminales de autobús- y a distribuir la foto de Raymond a todas las peluquerías, con la expectativa de que Raymond ya se habría hecho teñir el pelo para parecerse a la víctima o trataría de hacerlo en breve. Y por último, había mandado una orden tajante a todas las comisarías, desde San Francisco hasta San Diego, pidiendo que apartaran e identificaran a cualquier varón de raza blanca de edad comprendida entre quince y cincuenta años que llevara el pelo lila. «Ya se disculparán luego», acababa su orden.
– Detective -dijo Grammie Nomura, volviéndose hacia Barron-. Ese sospechoso al que buscan, se lo veo en todo lo que hace. Por su postura, por la manera en que camina arriba y abajo, por su ansiedad de que termine…
– ¿Qué es lo que ve?
– Que quiere atraparlo. Usted, personalmente.
– Sólo quiero atraparlo. Me da igual quién lo haga o cómo.
– Pues entonces créame y que sea así, y limítese a hacer su trabajo. Si deja que se le meta dentro acabará recibiendo un tiro.
– Sí, Grammie. -Barron sonrió.
– No se lo tome a la ligera, detective. Lo he visto otras veces, y llevo aquí muchos más años que usted. -Se volvió a mirar el dibujo-. Aquí, venga a ver esto.
Barron se le acercó por detrás. Estaba dibujando los ojos, llenándolos de brillo y de pasión, devolviéndole poco a poco la vida al chico asesinado. Verlo impresionó a Barron de tal manera que su desprecio hacia Raymond se hizo más intenso. La percepción de Grammie era correcta, pero su advertencia llegaba demasiado tarde. John quería detener a Raymond personalmente: ya lo llevaba debajo de la piel.
MacArthur Park, 15:10 h
Polchak estaba encorvado a la sombra de un arbusto, tratando de entender el sentido de todo aquello. Red estaba agachado un poco más abajo, escrutando el suelo donde había estado la víctima hasta hacía unos momentos. Hacía un buen rato que el cadáver había sido retirado por el cuerpo de forenses, y los de la policía científica se habían marchado también. Ahora ya sólo quedaban ellos dos, los detectives más veteranos de la 5-2 que reflexionaban sobre el terreno, como llevaban haciendo muchos años; como viejos perdigueros que husmean y tratan de entender lo que ha ocurrido y cómo. Y adonde puede haber ido el criminal después de hacerlo.
Red se levantó y cruzó con cautela hacia el otro lado:
– No hay ni ramas rotas, ni marcas en la tierra. Al chico no lo han arrastrado hasta aquí, ha venido voluntariamente.
– ¿Un encuentro homosexual?
– Puede ser. -Red siguió examinando el suelo. Lo que más deseaba era encontrar alguna pista que lo llevara hasta el lugar al que el asesino había ido después-. ¿Recuerdas el taxi? Pensábamos que Raymond estaba dentro y no estaba. A lo mejor el chico ha pensado que Raymond era homosexual porque él le ha inducido a pensarlo -dijo, mirando a Polchak.
– Subió en el Southwest Chief en Chicago. Tal vez fue él quien mató a los hombres de Chicago, pero tal vez no. Tal vez tuviera algo que ver con Donlan, pero tal vez no. Pero dejando todo esto de lado, iba en un tren que debía llegar a Los Ángeles a las 8:40 de un martes por la mañana. En cambio, llevaba un billete de avión a Londres para un vuelo del lunes que despegaba de Los Ángeles el lunes a las 17:40. Creo que es bastante lógico pensar que cogió el tren debido a la tormenta de granizo en Chicago. De lo contrario, habría llegado a Los Ángeles el domingo. Pero olvidémonos del día. El hecho es que estaba decidido a venir hasta aquí y con un arma considerable en su equipaje. ¿Por qué?
Justo en aquel momento sonó el teléfono de McClatchy y él lo sacó del bolsillo.
– ¿Cuál? -le dijo a Polchak, y luego abrió el móvil-. McClatchy.
– Hola, Red, soy G.R. -le dijo una voz animada-. ¿Cómo te va el día?
G.R. era Gabe Rotherberg, el jefe de detectives de la policía de Beverly Hills.
– ¿Tú qué crees?
– Tal vez pueda ayudarte -dijo Rotherberg.
– ¿No me estarás diciendo que lo tenéis?
Polchak se volvió de golpe. ¿Qué estaba pasando? -No, pero creo que tenemos a otra de sus víctimas.
15:50 h
Raymond estaba de pie, agarrado a la barandilla y embutido entre la muchedumbre de trabajadores del extrarradio que abarrotaban el autobús número 6 blanco y verde de Culver City, bajando por Sepúlveda Boulevard hacia la principal estación de autobuses de Los Ángeles.
Vsay ego sudba V rukah Gospodnih. Todo su destino estaba en las manos de Dios. Todo era por esta razón. Lo único que tenía que hacer era confiar en ello. Y lo había vuelto a hacer.
Se había alejado deliberadamente de la policía que estaba en Spalding Drive y llegó a Wilshire Boulevard justo cuando el autobús metropolitano descargaba pasajeros. Entonces se acercó tranquilamente a una mujer regordeta de mediana edad que bajaba y le preguntó si sabía cómo ir a Santa Mónica en autobús. Al principio la mujer se sobresaltó, pero luego lo miró y se le iluminó la mirada como les ocurría a muchas mujeres, como si quisiera envolverlo y llevárselo a casa en aquel instante.
– Sí -le dijo-. Venga, se lo enseñaré.
Entonces lo acompañó, cruzando la gran explanada de la intersección de los boulevares Wilshire y Santa Mónica, y le dijo que tomara el autobús número 320 hasta Santa Mónica. Casi no recordaba el tiempo que estuvo allí esperando, pero le pareció que pasaban unos pocos segundos hasta que llegó el bus y se subió a él, después de darle las gracias educadamente a la mujer. Miró por la ventana mientras el autobús arrancaba y la vio, mirándolo. Finalmente, ella se volvió y se alejó por el mismo camino por el que lo había llevado, encorvada, con el bolso metido debajo del brazo, con el mismo aspecto que tenía la primera vez que la vio, ya apagada del todo la luz que brillaba cuando caminaba a su lado.
Sin embargo, a pesar de toda la ayuda que le acababa de prestar, Raymond sabía que podía convertirse en un estorbo descomunal, en especial si ponía la tele al llegar a su casa y veía su foto y llamaba a la policía. Por eso le había pedido que le enseñara cómo llegar a Santa Mónica en vez de al aeropuerto, y luego esperó a preguntarle a alguien en el bus dónde cambiar a un bus que lo llevara al aeropuerto internacional de Los Ángeles.
– Bájese en Westwood y coja el bus de Culver City número seis. Lo lleva directamente a la estación de autobuses -le dijo animadamente un cartero que iba a su lado-. Allí hay una lanzadera gratuita que lo llevará al aeropuerto. Es muy fácil.
Y eso era lo que había hecho, bajar en Westwood y esperar en una esquina junto a media docena más de personas hasta que llegó el seis. Cuando lo hizo, se aseguró de que era el último en subir. Entonces metió el móvil de Charles Bailey con cuidado debajo de la rueda delantera del autobús justo antes de subir; luego se colocó al lado de la conductora mientras el autobús arrancaba y oyó el ligero crujido del móvil que quedaba aplastado contra el asfalto.
Después ocupó su sitio entre los pasajeros. Allí, como en el bus anterior y como cuando esperaba en la parada que llegara éste -y a pesar de la difusión pública de su foto de la ficha policial y de la petición de John Barron para que la gente lo denunciara-, con sus pantalones y su cazadora vaqueros, la mochila y la gorra de los L.A. Dodgers bien calada y que le tapaba casi todo el pelo teñido de lila, nadie le prestó la más mínima atención.
Hotel Westin Bonaventure, Suite 1195, 16:17 h
Barron, Halliday, Valparaiso y Lee avanzaban con cautela. Llevaban todos guantes de látex y vigilaban exactamente por dónde pisaban y lo que tocaban. La suite era grande, con un salón principal con sofá, televisor y mesa de despacho. Detrás había la puerta abierta que daba al dormitorio. A la derecha, un pequeño pasillo con armarios a un lado llevaba al baño. Detrás de ellos, el director del hotel y dos asistentes aguardaban nerviosamente frente a la puerta abierta, observándolos. Que un equipo del SWAT se hubiera paseado por el hotel cual tropa de combate ya era lo bastante malo, pero ahora existía la posibilidad real de que un huésped del hotel hubiera sido asesinado. Y no era precisamente el tipo de publicidad que necesitaban.
– ¿Por qué no esperan fuera? -les dijo Barron a media voz, y luego los acompañó hasta el pasillo y cerró la puerta de la habitación.
El Bonaventure era perfecto. Un hotel grande, de gama alta, a cinco minutos andando de donde Raymond había dejado el taxi después de huir del edificio del Tribunal Penal. Lo que nadie sabía era cómo había encontrado y matado al asesor de diseño de Nueva Jersey Charles Bailey, ni cómo el coche de alquiler de Bailey había acabado en Beverly Hills, y éste era el motivo por el cual Red y Polchak se habían desplazado directamente hasta allí.
El problema era que ni el asesinato de MacArthur Park ni el de Charles Bailey podían ser atribuidos a Raymond con claridad. Sí, el modus operandi y la hora -ambos habían recibido disparos en la cabeza y desde cerca, y ambos a las pocas horas de la fuga de los juzgados- le apuntaban directamente, pero hasta ahora la policía no disponía de pruebas incriminatorias, de nada que dijera «Raymond» sin duda y con claridad y les mostrara el rastro que había dejado. Sin eso, el asesino o asesinos de ambos hombres podía haber sido cualquiera y la policía seguía buscando la aguja en el pajar mientras Raymond se alejaba cada vez más de sus garras.
– Miraré por aquí -dijo Barron, mientras examinaba el pasillo, registraba los armarios y luego se metía en el baño. Como el resto de habitaciones del hotel, la 1195 había sido objeto de un riguroso registro por parte de un equipo del SWAT, pero ellos habían buscado a un fugitivo oculto, no a un hombre que ya no estaba. Una suite vacía era una suite vacía, y avanzaron a partir de ahí.
– Yo me encargo del dormitorio. -Lee había regresado de llevar a su hijo de ocho años al dentista y se incorporó al grupo rápidamente.
– Aquí -sonó de pronto la voz de Barron desde el baño. Halliday y Valparaiso se acercaron veloces, Lee salió del dormitorio tras ellos.
Cuando entraron, Barron estaba arrodillado y sacaba una bolsa de basura de plástico de un armarito que había debajo del lavamanos.
– Tiene pinta de que alguien lo ha querido esconder -dijo Barron. Abrió la bolsa con cuidado, metió la mano dentro y sacó una toallita todavía húmeda.
– Sangre -dijo-. Parece como si el mismo sujeto hubiera intentado lavarla y no hubiera podido. Aquí hay también un par de toallas usadas.
– ¿Raymond? -Lee estaba en la puerta, llenando el umbral con su enorme envergadura.
Halliday miró a Barron:
– Tú le has disparado frente a los juzgados.
– Sólo le he hecho un rasguño.
– Bueno, un rasguño basta para sacar el ADN.
– ¿Por qué la dejaría aquí y no en cualquier otro lugar, un contenedor de basura, por ejemplo?
– Imagina que tienes a todo un equipo del SWAT registrando el edificio detrás de ti, como una invasión de los marines, ¿qué vas a hacer? ¿Ocultarlo todo? Haces lo que puedes y sales del lugar cagando leches.
Barron volvió a poner la toalla en la bolsa y luego salió al salón por en medio de ellos, se acercó a la puerta y la abrió.
El director del hotel y su par de ayudantes seguían allí.
– ¿A qué hora han limpiado la habitación?
– Pronto, señor. Hacia las ocho. -El director miró detrás de Barron, a los otros que se acercaban hacia ellos-. El señor Bailey vio a la señora de la limpieza en el pasillo cuando se iba y le dijo que podía entrar a hacer la habitación.
– Pero no habrían dejado toallas y una toallita húmeda embutidos en el armarito del baño.
– Desde luego que no.
– Y aparte del personal del SWAT, desde entonces no ha entrado nadie más.
– No, señor. Que yo sepa no.
Barron miró otra vez a su alrededor y luego miró a Lee.
– ¿Qué hay de la habitación?
– Ven a ver.
Barron siguió a Lee hasta el dormitorio con Halliday detrás. En un perchero de la esquina había una maleta abierta. La puerta de uno de los armarios estaba parcialmente abierta, y la cama estaba arrugada pero sin destapar, como si alguien hubiera descansado encima pero sin meterse dentro.
– Llamemos a la unidad científica y que vengan rápidamente -dijo Halliday de inmediato, y luego se volvió hacia la puerta a mirar a Valparaiso-. Una vez la habitación ha estado limpia y ordenada, alguien ha entrado. Fuera quien fuese, ha usado el baño y la habitación. Tenemos las huellas de Raymond. Si ha sido él, no nos llevará mucho tiempo comprobarlo.
– Marty, Jimmy, quien sea -se oyó la voz de Red de pronto por la radio.
– Aquí Marty, Red -respondió Valparaiso-. Dígame.
– La policía de Beverly Hills está buscando huellas en el coche, las hay por todos lados. Al señor Bailey lo liquidaron de un disparo limpio, de cerca, en la nuca, como a los dos agentes de los juzgados. Más importante: podemos tener un doblete. Dos llamadas seguidas a la policía de Beverly Hills. Una chica de una pizzería afirma estar segura de que Raymond ha estado en el establecimiento hace una hora y media, más o menos. Otra mujer dice haberle dado indicaciones hasta el autobús 320 que va a Santa Mónica, unos veinte minutos más tarde. La policía de Santa Mónica se ocupará del autobús. Roosevelt y tú id a hablar con la mujer, Edna Barbes. 240 South Lasky Drive. La poli de Beverly Hills está interrogándola.
– Jimmy, John y tú id a ver a la chica de la pizzería. Alicia Clement, se llama, en el Román Pizza Palace, 9560 Brighton Way. También está hablando con la poli de Beverly Hills. Tal vez no sea él, pero la pizzería y el lugar de Lasky Drive están separados por unas pocas manzanas y muy cerca de donde estaba el coche aparcado. Voy a suponer que es él. A estas alturas ya hace rato que se habrá bajado del bus, pero está en el oeste y cometiendo errores. Todavía no lo tenemos, caballeros, pero nos estamos acercando. Buena suerte y tened cuidado.
16:40 h
Autobús número 6 de Culver City. A la misma hora
Raymond sintió que el autobús aflojaba la marcha y luego se detenía. Las puertas se abrieron, unos cuantos pasajeros bajaron y el mismo número subieron. Luego la conductora cerró las puertas y el bus arrancó.
En menos de diez minutos estarían en la estación de autobuses del aeropuerto, y luego en la lanzadera que lleva hasta el propio aeropuerto. Hasta ahí, todo bien. Él era un simple pasajero como todos los demás. Nadie se había tomado ni tan siquiera la molestia de mirarle. Echó un vistazo hacia la parte delantera del bus y, al hacerlo, el corazón se le subió a la garganta. Dos policías de tránsito uniformados y armados habían subido con el último grupo de pasajeros. Estaban cerca de la conductora, uno hablaba con ella y el otro miraba hacia los viajeros.
Lenta, cuidadosamente, Raymond se volvió para encontrarse de cara a un hombre, negro y anciano, con el pelo blanco y barba blanca, sentado al otro lado del pasillo y mirándolo. Raymond lo había visto antes de pie, de modo que debía de haberse sentado cuando uno de los pasajeros que bajó dejó un asiento libre. Alto y delgado y vestido con una colorida túnica que le llegaba hasta los tobillos, su aspecto era el de una especie de príncipe tribal, orgulloso y muy inteligente.
Raymond lo miró un momento y luego se volvió. Al cabo de quince segundos lo volvió a mirar con aire distraído. El hombre seguía observándole, y Raymond empezó a pensar si tal vez creía que la cara de Raymond le sonaba e intentaba ubicarlo. Si así fuera y al final cayera en la cuenta de quién era él, eso le convertiría en alguien muy peligroso, en especial con dos polis a bordo.
Raymond volvió a desviar la mirada, pero esta vez cambió la mano con que se sujetaba y deslizó la mano libre por debajo de la cazadora para coger la Beretta que llevaba embutida en el cinturón. Justo en aquel momento el autobús empezó a aminorar la marcha y vio las luces brillantes de la estación de autobuses, y luego sintió la oscilación del bus al meterse en la estación. Miró atrás, hacia el anciano. Seguía mirándolo.
Resultaba lo bastante enervante incluso sin la policía de tránsito, y Raymond sabía que debería hacer algo para distraer las ideas de aquel hombre antes de que llegara a una conclusión e hiciera algo al respecto. Entonces hizo lo único que se le ocurrió: sonreír.
Lo que vino entonces fue el momento más largo de su vida, un punto en el tiempo en el que el anciano no hizo absolutamente nada más que seguir mirándolo. Raymond pensó que se volvería loco. Entonces, finalmente y para su alivio absoluto, el anciano caballero le devolvió la sonrisa. Fue una sonrisa inmensa y llena de conocimiento, una sonrisa que llegaba hasta lo más hondo. Una sonrisa que le dijo que sabía perfectamente quién era, pero que por motivos que sólo él sabía, había decidido guardarle el secreto. Fue el regalo de un desconocido a otro. Un regalo que Raymond valoraría toda su vida.
Coche de Barron y Halliday, autovía de Santa Mónica. 17:10 h
Halliday iba a casi 130 kilómetros por hora, sorteando el tráfico de la autovía, con las barras de luz amarilla y roja mandando destellos por la ventana de atrás.
– ¿Qué crees que se trae entre manos? -preguntó Halliday. Era la primera vez que él y Barron se encontraban a solas desde la mañana en la que Halliday había mandado a Barron precipitadamente a los juzgados para asegurarse de que Raymond no salía bajo fianza.
– Tres llaves de caja fuerte correspondientes a un cofre que probablemente esté en un banco de algún lugar de Europa. Raymond Oliver Thorne, de nacimiento -Halliday tartamudeó ante la dificultad de pronunciarlo- Rakoczi Obuda Thokoly, nacido en Budapest, Hungría, en 1969; nacionalizado estadounidense en 1987. Está sembrando el pánico aquí en Los Ángeles pero tiene todos estos asuntos en Londres, Europa y Rusia. ¿Quién demonios es ese tío, y qué demonios se propone?
Londres, Europa y Rusia.
Había otras cosas que habían salido a la luz antes de que empezara la escalada asesina de Raymond, cuando la gente de Investigaciones Científicas empezó a registrar las cosas encontradas en su bolsa de viaje. Además del Ruger automático, los recambios de munición, el pasaporte y las llaves de la caja fuerte -llaves hechas por un fabricante belga que sólo exportaba en la Comunidad Europea, una empresa que no podía (o tal vez no quería) divulgar a nadie, ni a la policía, la ubicación de las cajas fuertes que sus llaves abrían- encontraron una muda de ropa pulcramente doblada (jersey, camisa, calcetines, ropa interior y neceser de afeitado) y una agenda pequeña y barata. Dentro de la misma había cuatro fechas marcadas y con una simple anotación hecha a mano debajo de cada una:
Lunes, 11 de marzo. Londres.
Martes, 12 de marzo. Londres.
Miércoles, 13 de marzo. Londres-Francia-Londres.
Jueves, 14 de marzo. Londres. Debajo de ésta había una pequeña leyenda escrita en un idioma extranjero y luego, en inglés: «Cita con I.M., Penrith's Bar, High Street, 20:00 h».
Viernes, 15 de marzo. Uxbridge Street, 21.
Eso era todo hasta:
Sábado, 7 de abril. Después del 7 había una barra manuscrita seguida de una sola palabra escrita en el mismo idioma que el del 14 de marzo, un idioma que pronto dedujeron que era ruso. Traducida, la anotación decía: «7 de abril/Moscú». La anotación del 14 de marzo, traducida, decía: «Embajada de Rusia/Londres».
Lo que todo eso significaba o cómo correspondía a lo que Raymond estaba haciendo o había hecho ya, si es que era algo, resultaba imposible de saber. El único elemento de conexión era el billete de avión que tenía desde Los Ángeles para el 11 de marzo, que le habría llevado a Londres el 12 de marzo. Lo que planeaba hacer una vez allí y si alguna de las otras fechas tenía que ver con su razón de haber venido a Los Ángeles o de haber estado en Chicago resultaba igualmente imposible de deducir.
El FBI había tenido acceso a la información para comprobarla con sus bases de datos de identificación de terroristas, y se había establecido contacto con la policía municipal de Londres. De momento no había salido nada que lo incriminara. Las fechas eran sólo fechas. Londres, Francia y Moscú eran sólo lugares, al igual que la embajada de Rusia en Londres. La dirección de Uxbridge Street 21 estaba también en Londres y a poca distancia de la embajada de Rusia, pero se trataba de un domicilio privado, la propiedad del cual estaba siendo comprobada. El Penrith's Bar de High Street también estaba en Londres, pero era tan sólo un pub frecuentado por estudiantes, y también resultaba imposible de saber quién era I.M. De modo que, aparte del Ruger, el pasaporte y, posiblemente, las llaves de la caja fuerte, parecía no haber mucho más de lo que sacar conclusiones, a menos que pudieran detener al propio Raymond e interrogarle.
– Si le matamos, nunca lo sabremos -dijo Barron a media voz.
– ¿Cómo? -Halliday tenía la vista puesta en la autovía que tenía enfrente.
– Raymond. -Barron se volvió a mirar a Halliday directamente-. Hay un OK también para él, ¿no es cierto?
Halliday cambió de carril rápidamente.
– Red te ha mostrado las fotos, ¿no? Y te habrá soltado su discursito sobre esta ciudad maldita, la advertencia sobre tu juramento de fidelidad a la brigada, su amenaza para que no intentes nunca abandonarla. Todos lo hemos sufrido.
Barron lo escrutó un momento, luego apartó la vista. Después de él, Halliday era el más joven de la brigada. Barron no tenía manera de saber si Red le había hablado de todos los criminales a los que se habían cargado, de modo que tampoco podía saber cuántas ejecuciones había presenciado Halliday, o había perpetrado él mismo. Lo que estaba claro, sólo por su actitud y por la manera en que hablaba del asunto, es que se había vuelto inmune ante ello. A estas alturas ya sólo era algo que formaba parte de su trabajo.
– ¿Quieres hablar del tema? -Halliday aminoró la marcha y se colocó detrás de una limusina Cadillac, luego giró el volante a la izquierda y volvió a pisar el acelerador. El coche viró hacia el arcén y salió disparado hacia delante envuelto en una nube de polvo.
– ¿De qué tema?
– Sobre el OK. Si tienes problemas con eso, habla, sácalo. Así es como funciona: un jugador del equipo habla con otro sobre algo que le preocupa.
– No pasa nada, Jimmy. Estoy bien. -Barron desvió la mirada.
Lo último que quería era escuchar más argumentos para justificar la ejecución.
– John -dijo Halliday, mirándolo con una expresión de advertencia en el rostro-. La leyenda es que nadie ha abandonado la brigada en toda su historia. Pero no es verdad.
– ¿Qué quieres decir?
De pronto Halliday miró atrás, luego puso la sirena y cruzó cuatro carriles a toda velocidad para tomar la siguiente salida. Al final de la rampa se detuvo detrás de una hilera de coches, luego volvió a poner la sirena y los rodeó, giró bruscamente a la derecha en un semáforo en rojo y salió acelerando en dirección norte, por Robertson Boulevard en dirección a Beverly Hills.
– Mayo de 1965, detective Howard White -dijo Halliday-. Agosto de 1972, detective Jake Twilly. Diciembre de 1989, detective Leroy Price. Y éstos son sólo los tres que yo he descubierto.
– ¿Lo dejaron?
– Sí, lo dejaron. Y los tres están muertos por este motivo, por y para la brigada. Y todos recibieron honores de héroe a posteriori. Por eso te digo que, si tienes un problema, me lo digas. No seas tan estúpido como para pensar que puedes actuar en solitario. Acabarás con una bala en la cabeza.
– No pasa nada, Jimmy, no te preocupes -dijo Barron a media voz-. De veras, no te preocupes.
17.20 h
LAX, aeropuerto internacional de Los Ángeles, 17:55 h
La lanzadera cerró sus puertas, y de nuevo se mezcló el olor acre de aire de mar con el de los gases de las aeronaves y el olor seco de los cuerpos de los viajeros cansados mientras el conductor arrancaba en la terminal internacional Tom Bradley y se adentraba en el tráfico del bucle interior del aeropuerto.
Raymond estaba de pie en el centro del autobús, anónimo como cualquier otro pasajero, agarrado a la barandilla y aguardando con paciencia las paradas de las terminales 1 y 2 y luego la terminal Tom Bradley, donde se encontraba Lufthansa.
Tenía los nervios cada vez más afilados, consciente de que a cada minuto que pasara habría más angelinos que habrían visto los noticiarios con su foto por televisión. ¿Qué había dicho Barron? «Nosotros somos nueve millones y tú uno.» ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que uno de ellos lo reconociera y sacara el móvil allí mismo para llamar a la policía?
Aunque hasta entonces había tenido suerte, todavía le quedaba pasar por el mostrador de Lufthansa y el arriesgado trámite de usar el pasaporte de Josef Speer y su tarjeta de crédito para pagar el billete. Y luego, suponiendo que hubiera tenido suerte, le quedaban más de tres horas hasta la salida de su vuelo, lo cual suponía esperar en público todo ese tiempo. La baronesa le había asegurado que si tenía la astucia y la malicia de sobrevivir, ésta sería una experiencia de valor incalculable, y tenía razón. Hasta aquí sus herramientas le habían servido, y sabía que si se mantenía alerta y no caía en las garras de sus propios miedos o de la tenacidad policial, si seguía avanzando igual que hasta ahora, tenía todos los motivos para pensar que a esa misma hora de mañana se encontraría en Londres.
Parking de la policía de Los Ángeles, Parker Center, 18:25 h
John Barron hizo todos los movimientos como si estuviera soñando: abrir la puerta del Mustang, meterse detrás del volante. Ya casi no se acordaba de la conversación con la chica de la pizzería de Beverly Hills. Hacia las 14:00, la joven había observado al hombre que le resultó tan parecido al fugitivo de la policía cuya foto había visto por televisión, pero luego no pensó mucho más en ello y se marchó a casa. Luego volvió a ver otra vez la foto por televisión y se lo dijo a su madre, quien llamó de inmediato a la policía de Beverly Hills. La interrogaron y la volvieron a llevar a la pizzería, donde describió las circunstancias y les señaló el lugar en el que estuvo el hombre. Les volvió a contar la misma historia a Halliday y Barron cuando llegaron. El hombre era muy parecido a Raymond. Llevaba vaqueros y una cazadora tejana. No sabía si tenía el pelo teñido porque llevaba una gorra de béisbol. Tal vez con algún logotipo deportivo, pero no lo recordaba.
La mujer de Beverly Hills con la que Lee y Valparaiso habían hablado les dio una descripción similar de un hombre joven al que había ayudado a encontrar el autobús que llevaba a Santa Mónica un poco después de las dos. La hora coincidía. Y les indicaba, también, que había ido en dirección oeste desde Brighton Way hasta la esquina de Wilshire con Santa Mónica Boulevard. La mujer redondeó la descripción de la chica de la pizzería diciendo que era un hombre guapísimo y que llevaba una mochila.
Con esta información en mano, Red ordenó el traslado inmediato de la investigación a la zona entre Beverly Hills y Santa Mónica, e hizo intervenir al departamento del sheriff de Los Ángeles y a la policía de Santa Mónica. Intervenir, quizá, pero todo el mundo sabía que Raymond pertenecía a la brigada 5-2, y si lo encontraban, la prensa y el público serían mantenidos al margen hasta que llegara la 5-2 y se ocupara de él.
Barron puso el motor del Mustang en marcha, sacó el coche de la plaza de parking y salió de allí. Se iba a casa, como Halliday, a descansar un poco mientras Red y los otros seguían trabajando, coordinando sus esfuerzos desde el Parker Center.
¿Casa? ¿Descansar? ¿Qué significaban aquellas palabras?
Durante casi cinco años pensó que estaba desempeñando una profesión honorable, y luego le llegó la supuestamente soñada promoción en la 5-2. Y entonces, casi de la noche a la mañana, el sueño se convirtió en una pesadilla inimaginable y todo se torció, se manchó y se quedó boca abajo. La idea de quedarse cruzado de brazos y contemplar cómo ejecutaban a Raymond le ponía enfermo. Sin embargo, si Raymond hubiera tan siquiera apuntado su arma contra cualquiera de ellos, Barron le hubiera disparado al instante y sin pensárselo dos veces. Y el hecho era que ya había tratado de cargárselo en el parking de enfrente del Tribunal Penal, pero Raymond se le escapó en el último instante y esquivó la bala. De modo que, si podía haberlo hecho allí mismo, delante de todo el mundo, ¿qué diferencia había con llevarlo a un lugar oculto y hacer lo mismo?
De entrada, la respuesta era fácil. Él era policía, no asesino. La advertencia de Red le había dado más motivos que nunca para abandonar la 5-2. Y por muy alarmante que resultara, la advertencia de Halliday no lo había amedrentado. El problema era el tiempo. Al actuar de acuerdo con la brigada sin mostrar sus cartas, como había planeado, hasta que la doctora Flannery le encontrara un lugar al que llevar a Rebecca, le estaba dando a la 5-2 y a él mismo tiempo para atrapar a Raymond. Y cuando ocurriera le obligarían otra vez a formar parte de su ejecución. Este hecho ya era lo bastante horrible, pero no tanto como el pensamiento que le había invadido aquella tarde y que le continuaba acechando: cada vez veía más claro que matar a alguien como Raymond podía estar justificado. Y una vez aceptada esta premisa, todo lo demás resultaba fácil. Sencillamente, participar como el resto del grupo -imperturbable, inmune, natural-, creyendo que aquello era por el bien de todos y lo que había que hacer.
– ¡No! ¡Maldita sea! -escupió, gritando.
Todo aquello era como una droga seductora y monstruosa y algo en lo que no podía y no quería participar otra vez. Atrapar a Raymond era tan sólo cuestión de tiempo. Sólo cuestión de tiempo que tuvieran a Raymond acorralado y a solas y uno de ellos lo encañonara con su arma y apretara el gatillo. Eso significaba que no tenía más alternativa que ir a Saint Francis, recoger a Rebecca y marcharse de Los Ángeles en aquel momento, ahora, esta noche.
18:30 h
Cuando salía con el Mustang a la calle, Barron sintió que el corazón le latía con fuerza y que el sudor frío se le acumulaba en la frente. Al cabo de un momento encendió la radio y sintonizó el canal 8 protegido de la 5-2. Quería saber dónde estaban y qué estaban haciendo.
No oyó nada. El canal estaba en silencio.
Entonces cambió bruscamente a la frecuencia principal del LAPD, pensando que a lo mejor allí oiría algo, pero lo único que oyó fue el típico parloteo policial.
Bajó por San Pedro Street y volvió a cambiar al canal 8. Seguía en silencio como antes.
Delante de él vio a un hombre que cruzaba la calle con muletas. Se detuvo a esperar que pasara. Mientras esperaba, sentado tras el volante, se le ocurrió que la brigada debería haber hecho mejor los deberes. Haber sabido mejor qué tipo de persona era antes de incorporarlo a ella.
El hombre de las muletas alcanzó la acera; Barron pisó el acelerador y el Mustang salió disparado. Al final de la manzana giró a la derecha hacia la autovía y Pasadena, con la decisión tomada y Raymond borrado de su cabeza.
El canal 8 seguía en silencio y cambió el dial al canal 10, la frecuencia utilizada por la central para comunicarse con la 5-2. La radio resucitó de pronto.
– Comandante McClatchy. -La central intentaba ponerse en contacto con Red.
– McClatchy -respondió la voz de Red.
– Entre el grupo de estudiantes alemanes que se albergaban en el Westin Bonaventure, uno de ellos ha desaparecido. Acaban de ver el retrato robot de la víctima de MacArthur Park por la tele. Creen que es él. Varón, blanco, veintidós años de edad. Josef, con / final, de apellido Speer. Llevaba el pelo teñido de lila. No lo han visto desde antes de las doce del mediodía.
– Recibido, gracias -escuchó decir a Red, y luego-: Marty, Roosevelt. Volved pitando al Bonaventure.
– Recibido -se oyó la voz de Valparaiso.
– ¡Dios! -exclamó Barron en voz alta. ¿Por qué demonios no se le había ocurrido buscar a la víctima entre los huéspedes del hotel? Raymond había estado allí; era lógico. Tenía a su víctima delante de las narices. La encontró, la utilizó para cruzar el cordón policial y luego la llevó a MacArthur Park. De inmediato se le ocurrió otra idea: las notas de Raymond se centraban en Europa y Rusia, ¡y el chico era alemán!
Barron miró el reloj del salpicadero:
18:37 h
– Dan Ford, un segundo -dijo el periodista tuerto. Estaba inclinado, peleándose con el enchufe de la impresora de su portátil, con un bocadillo de atún a medio comer sobre la mesa a su lado y el auricular del teléfono embutido debajo de un oído.
– Soy yo -dijo Barron, secamente.
Ford se levantó:
– He intentado localizarte. -Sus preguntas sonaron como una ráfaga de disparos-. ¿Dónde coño estás? ¿Qué le pasa a tu móvil? ¿Qué pasa con la poli de Beverly Hills?
– Han encontrado un cadáver en un coche, un diseñador de New Jersey. Parece obra de Raymond.
– ¿Lo han identificado? ¿Cómo ha llegado Raymond a Beverly Hills? ¿Hay algo más del chico de…?
– Dan… necesito que me ayudes. ¿Estás en el despacho?
– Más o menos.
Hacía tan sólo unos minutos que Ford había llegado resoplando y sudoroso a su pequeño cubículo de un despacho de la sede central del Los Ángeles Times, después de pasar varias horas siguiendo a la unidad de personas desaparecidas por la zona de MacArthur Park mientras trataban de averiguar la identidad del hombre muerto.
– Déjame coger la silla. -Ford rodeó la mesa de su despacho con el teléfono agarrado, mientras levantaba el cable por encima de los montones de notas, libros y material de documentación que ocupaban todo el espacio-. Va a llover, ¿lo sabes? Y pronto. Lo noto por todo el cuerpo. Mi mujer cree que estoy como una cabra.
Ford tal vez tuviera veintiséis años, pero cada vez que llovía le dolían las articulaciones, la musculatura y los huesos como a la gente que le triplicaba la edad. La lluvia le provocaba también unas palpitaciones dolorosas detrás del ojo bueno.
– Dan, no te he llamado para que me hagas una predicción meteorológica -dijo Barron con tono de urgencia.
– ¿Qué necesitas? -Ford encontró su silla y se sentó.
– Ponte los horarios de vuelos internacionales de hoy en la pantalla. Quiero saber qué vuelos tienen prevista la salida esta noche desde LAX con destino Alemania, sin escalas.
– ¿Alemania?
– Sí.
– ¿Hoy?
– Sí.
– ¿Raymond? -adivinó Ford. Barron sabía algo o estaba haciendo alguna suposición.
– Tal vez; no lo sé.
– ¿Qué ciudad de Alemania?
– Tampoco lo sé. Prueba las grandes, Berlín, Frankfurt y Hamburgo. Raymond tenía un billete a Londres en la bolsa. Eso está a tiro de piedra de cualquiera de estas tres ciudades.
Ford hizo girar su silla y se acercó el portátil. Clicó en el directorio interno de vuelos del Times.
– ¿Por qué Alemania?
– Iluminación.
– Esto no es una respuesta, John. Si no me lo dices, no te lo miro.
– Dan, por favor…
– Está bien. ¿Por qué sin escalas?
– Dudo que se arriesgue a bajar en cualquier otro aeropuerto de Estados Unidos. Está demasiado apurado.
La voz de Barron sonaba muy seria. Tal vez estuviera haciendo suposiciones sobre Raymond, tal vez no, pero pasara lo que pasara-presentimiento, conocimiento o algo de lo que Barron no podía hablar-, contagió a Ford la electricidad del momento mientras éste escrutaba el monitor que tenía delante, esperando a que le apareciera la información que había pedido.
– Vamos… -le apremió Barron.
– Estoy esperando.
– Joder.
De pronto la información apareció en la pantalla de Ford.
– Vale, aquí está.
British Airways, Continental, Delta, Lufthansa, American, Air France, Virgen Atlantic, KLM, Northwest… Ford analizó la lista. Aquella noche despegaban un montón de vuelos de Los Ángeles con destino a Alemania, pero los únicos vuelos sin escalas eran a Frankfurt; los otros hacían escala en Londres, París y Ámsterdam. Eran las 18:53, y de los tres únicos vuelos sin escala de esta tarde sólo había uno que todavía no había salido.
– Si quieres uno sin escala, John, has tenido suerte. Sólo queda uno por salir. Lufthansa, vuelo 453. Despega de LAX destino Frankfurt a las 21:45.
– ¿Sólo éste?
– Sólo éste.
– Lufthansa.
– 453.
– Gracias, Dan.
– John, ¿dónde coño estás? ¿Qué ocurre?
Clic.
Ford se quedó atónito, mirando el teléfono.
– ¡Maldita sea!
LAX, terminal internacional Tom Bradley.
Mostrador de billetes de Lufthansa, 18:55 h
– Etwas geht nicht? -«¿Algún problema?», preguntó Raymond en alemán, desconcertado y con una sonrisa, a la agente rubia de billetes de Lufthansa que tenía al otro lado del mostrador. La mujer estaba al teléfono, aguardando algún tipo de confirmación.
– Su reserva no consta en el ordenador. -Prosiguió su conversación en alemán.
– La he hecho yo mismo, esta tarde. Me confirmaron el asiento.
– Nuestros ordenadores han estado varias horas sin servicio.
Miró a su monitor y tecleó algo. Raymond miró a la derecha. Había sólo otro agente de billetes trabajando. Detrás de él, los pasajeros empezaban a acumularse en la cola. Había veinte o más, aguardando impacientes, y unos cuantos lo miraban a él como si tuviera la culpa de que la cola tuviera que esperar.
– ¿Tienen butacas?
– Lo siento, el vuelo está lleno.
Raymond desvió la mirada. Eso era algo que ni siquiera había considerado. Qué pasaba si…
– Gracias -dijo de pronto la mujer en inglés, antes de colgar el teléfono-. Le pido disculpas por la confusión, señor Speer. Sí tenemos su reserva. ¿Me deja el pasaporte y una tarjeta de crédito, por favor?
– Danke -dijo Raymond, sonriendo con alivio y luego sacó la cartera de Speer del bolsillo de la cazadora y entregó el pasaporte y la EuroMaster Card del muerto a la agente de la aerolínea. A su izquierda estaba el embarque de primera clase, donde había un solo ejecutivo bien vestido que regañaba a la encargada de detrás del mostrador. Su asiento no era el que había reservado; quería que lo acomodaran bien y rápido. Primera clase, donde Raymond sabía que debía estar pero no estaba.
Miró hacia atrás. La agente de billetes tenía su pasaporte abierto y lo miraba; luego lo miró a él, comparando su parecido a la foto.
– ¡Ah! -dijo él rápidamente, y sonrió.
Rápidamente se quitó la gorra de béisbol de los Dodgers para mostrarle el pelo lila.
– Aquí era más joven, ¿eh? Pero… -volvió a sonreír-, sigo llevando el mismo pelo.
La mujer sonrió y le devolvió el recibo de la tarjeta de crédito para que se lo firmara. Sin esfuerzos, garabateó la firma de Speer -algo que había estado ensayando en el bus de Santa Mónica- y luego se lo devolvió. La mujer le entregó el pasaporte y la tarjeta.
– ¿Lleva equipaje para facturar?
– No, está en… -Raymond se había deshecho de la mochila de Speer en la estación de autobuses del aeropuerto, donde se deslizó la segunda Beretta debajo de la cazadora, dentro del pantalón por la espalda, y luego embutió la mochila en un cubo de basura justo antes de subir a la lanzadera que lo llevaba hasta su terminal. Le empezaba a resultar engorrosa y ya no la necesitaba, pero no pensó en la necesidad obvia de llevar algún tipo de equipaje. Nadie viajaba a nueve mil kilómetros con las manos vacías. Rápidamente rectificó-. Sólo llevo una bolsa de mano -dijo, hablando todavía en alemán, y luego señaló hacia un restaurante de comida rápida que había al otro lado del despacho de billetes-, me la ha guardado un amigo mientras yo recogía el billete.
Ella sonrió y le dio el billete y la tarjeta de embarque.
– Puerta uno veintidós. El embarque empezará aproximadamente a las nueve y cuarto. Gute Reise -añadió, mientras él se volvía de espaldas. Gute Reise. Buen viaje.
– Danke -dijo él, y se alejó.
19:15 h
Barron conducía por la autovía de Santa Mónica en dirección oeste, la misma autovía por la que había pasado dos horas antes con Halliday. El tráfico avanzaba lentamente, embotellado desde el centro de la ciudad hasta la playa. Eso le hizo desear ir en el coche patrulla más que nunca, con la sirena y las luces a tope.
19:20 h
El tráfico seguía lento. Tal vez estuviera loco. Tal vez aquello no fuera nada. El informe decía que el grupo de estudiantes alemanes «creía» que el retrato robot era de su amigo desaparecido. Así que tenía el pelo lila, pero cientos de jóvenes llevan el pelo lila. ¿Por qué se esforzaba por llegar al aeropuerto para interceptar a un posible/probable/tal vez desaparecido Josef Speer, cuando debería estar recogiendo a Rebecca y largándose de Los Ángeles? No tenía ningún sentido, en especial si su suposición sobre el vuelo de Frankfurt era errónea y cuando llegara no hubiera nadie llamado Speer.
De inmediato cogió su teléfono móvil y marcó el número de información. Se identificó como detective de homicidios del LAPD y pidió que le pasaran con las oficinas de Lufthansa en LAX, el aeropuerto internacional de Los Ángeles. En cuarenta segundos tenía un supervisor de la aerolínea al teléfono.
– Vuelo 4-5-3 destino a Frankfurt de esta noche -dijo, con claridad-. ¿Tienen una reserva hecha a nombre de Josef, con f, Speer?
– Un momento, señor. -Se hizo un largo silencio y luego-: Sí, señor. El señor Speer ha comprado el billete hace casi treinta minutos.
– ¿En qué terminal está Lufthansa?
– Terminal internacional. Tom Bradle.
– Gracias -dijo Barron, y colgó.
Dios, tenía razón. De pronto se le ocurrió otra cosa. Podía tratarse del propio Speer. Tal vez le había surgido un asunto personal y sencillamente decidió volver a casa sin encomendarse a nadie. El problema era que… para tratar de localizarlo dentro de la terminal y de comprobar su identidad, necesitaría la colaboración de los agentes de seguridad de Lufthansa. Al pedirlo, tendría que explicarles por qué, y puesto que había la posibilidad de que ese Josef Speer fuera Raymond, Lufthansa alertaría al departamento de policía del aeropuerto, una situación que llevaría a McClatchy y a los demás, con sirenas y luces rojas encendidas, directamente a la terminal de Lufthansa. Y ellos sí tenían las luces y las sirenas.
19:24 h
Un camión enorme de mercancías se detuvo delante de él. Barron se paró detrás y miró por el retrovisor. Un mar de faros se extendía hasta muy lejos. El camión siguió avanzando, y también él, sólo que ahora cambió de carril, acercándose al interior para poder desviarse en la salida siguiente y meterse por calles de la superficie para llegar al aeropuerto. Entonces volvió a mirar por el retrovisor. Esta vez no sólo vio la extensión de faros detrás de él, sino su propia imagen, y por un momento se quedó así, mirándose a los ojos.
No importaban Red McClatchy ni la 5-2. Lo que vio fue la imagen de un agente de policía jurado y encargado de defender la ley y proteger al ciudadano. Sin embargo, era un agente de policía tan cegado por las creencias personales que no había valorado la magnitud de la maldad de Raymond, ni había presentido su capacidad para el asesinato a sangre fría. Como resultado, no había tomado ninguna precaución contra él. Era un error por el que habían pagado cuatro policías, uno de ellos mujer, un hombre que llevaba una cazadora negra, un diseñador de New Jersey y un muchacho de pelo lila que apenas superaba los veinte años de edad. La sensación de responsabilidad por aquellas muertes y el complejo de culpa que lo acompañaban eran gigantescos.
19:29 h
Miró la radio que llevaba en el asiento de al lado. Lo único que tenía que hacer era cogerla y llamar a Red, decirle lo que había descubierto, marcharse hacia Pasadena y dejar que la brigada se encargara del enigmático Josef Speer. Pero sabía que no podía hacerlo, porque eso equivalía a ordenar personalmente su ejecución.
19:32 h
Barron salió de la autovía y tomó la rampa de salida de La Brea. Entonces pensó en Rebecca y se dio cuenta de que, en nombre de su propia conciencia, él mismo podía haber sido una de aquellas víctimas, y no de la brigada, sino de Raymond. Disponía de un seguro de vida y Rebecca era su única beneficiaría; se había ocupado de que su póliza dispusiera del dinero suficiente como para mantenerla de por vida si algo le ocurría a él. Pero eso la dejaría sola. Él era la única persona a la que tenía en el mundo. Estaba bien atendida por las monjas y se sabía cuidar gracias a él. Tanto sor Reynoso como la doctora Flannery se lo habían dicho: él era el puntal de la poca razón que le quedaba; su existencia silenciosa y frágil se aguantaba por su amor hacia él y dependía de su presencia. Era cierto que, en caso de que Barron muriera, Dan Ford y su esposa, Nadine, quedaban como sus tutores legales, pero el periodista, por mucho que los dos le quisieran, no era su hermano.
19:33 h
Barron se detuvo detrás de una docena de coches en el semáforo, arriba de la rampa, y hundió la cabeza entre las manos.
– Dios mío -exclamó en voz alta, con el raciocinio tan al límite que tenía que esforzarse por ser capaz de pensar. Podía girar a la derecha al llegar al semáforo, recoger a Rebecca y encontrarse a ochocientos kilómetros de allí cuando amaneciera. O girar a la izquierda y perseguir a Raymond. Si es que era Raymond.
Delante de él cambió el semáforo y el tráfico empezó a avanzar. Seguía verde cuando Barron llegó al cruce. Era ahora cuando le tocaba decidir qué hacer. Y lo hizo. Sólo había una respuesta. Rebecca era su responsabilidad. Sus padres ya habían sufrido una muerte terrible y violenta; no estaba dispuesto a exponerla de nuevo a ese tipo de horror, fuera lo que fuese lo que creyera que tenía que hacer para él.
Dio un golpe de volante y giró a la derecha, acelerando en dirección a Pasadena. En una hora estarían fuera de Los Ángeles, rumbo al norte/sur/este, daba igual. Dentro de una semana las cosas se habrían calmado; dentro de un mes todavía estarían más tranquilas porque, para entonces, Red se habría dado cuenta de que no representaba una amenaza. Y con el tiempo, todo quedaría olvidado.
Entonces llegó: el escalofriante, omnipotente sentido de la verdad: Josef Speer era el chico muerto de MacArthur Park, y Raymond era quien había comprado el billete de Lufthansa a Frankfurt. En aquel instante cegador desaparecieron todas las consideraciones momentáneas anteriores. Sólo importaba una cosa: llegar a LAX antes de que el vuelo 453 despegara.
Tienda de regalos de la terminal internacional 6 Tom Bradley, LAX. 19:50 h
Raymond recorrió el pasillo tratando de actuar como un pasajero cualquiera que busca algún artículo concreto. En este caso, algún tipo de maleta que pudiera llevar con él al avión. La agente de billetes de Lufthansa había aceptado su explicación de que había dejado una bolsa de mano en el bar de comida rápida del aeropuerto. Era un detalle, no demasiado importante, pero lo había pasado por alto y podía ser que alguien se fijara en ello, en especial en la puerta de embarque, si entraba sin equipaje de mano y sin un recibo de facturación grapado en el sobre de su billete.
«Saca lecciones de tus errores», otro de los consejos frecuentes que la baronesa le repetía a menudo desde que era niño. ¿Molesto? Sí, tal vez, pero sus enseñanzas eran válidas. Lo último que necesitaba, en especial con el alto nivel de seguridad aeroportuaria, era despertar dudas, cualquier alteración en el flujo del protocolo de la aerolínea que pudiera hacer levantar cejas o llamar la atención.
Las vio al fondo del pasillo: una docena o más de mochilas de lona que colgaban de un mostrador. Eligió una de color negro y se dirigió hacia la caja. Casi al mismo tiempo, cayó en la cuenta de que necesitaba algo que llevar dentro. Rápidamente cogió una sudadera de Los Ángeles, una camiseta con el logotipo de los Los Ángeles Lakers, un cepillo de dientes, dentífrico… cualquier cosa que hiciera bulto y que pudiera resultarle útil durante el viaje.
Cuando hubo acabado se colocó detrás del grupo de clientes que guardaban cola en la caja de salida. Entonces se quedó petrificado. A menos de medio metro vio un estante con una pila de la última edición del Los Ángeles Times. Su foto de la ficha policial que le habían hecho en Parker Center ocupaba prácticamente toda la portada. Encima, en grandes titulares, se leía: Se busca asesino de policías. Haber salido por televisión ya era lo bastante malo, pero ahora sólo le faltaba el periódico. Un periódico que estaría a la venta por todo el aeropuerto y que incluso podía que tuvieran a bordo del avión.
Leyó el subtítulo y las cosas empeoraron: «Puede que lleve el pelo teñido de lila». Otra vez la policía. Rápidos, eficientes; habían supuesto correctamente que había asumido la identidad y el aspecto de Josef Speer.
Dejó bruscamente sus cosas en un mostrador lateral y se retiró a otro pasillo para, en una rápida sucesión, coger varias cosas más: un espejito de mano, una máquina de afeitar eléctrica, pilas para la máquina.
La cola había desaparecido y se acercó a la caja, puso sus cosas al lado y dejó deslizar una mano hacia una de las Berettas que llevaba embutidas en el cinturón. Si la mujer lo reconocía y lo demostraba de alguna manera, la mataría allí mismo y se marcharía para abandonar el edificio de la terminal en medio del horror y el caos sembrados por él. El mismo método que había planeado usar para huir del cordón policial en Union Station y del Soutwest Chief antes de que Donlan lo cambiara todo.
La miró con atención, esperando a que ella lo mirara, pero no lo hizo. La mujer se limitó a pasar los artículos por el lector. Y lo mismo cuando le dio la tarjeta Master de Speer para pagar. Lo mismo cuando firmó el recibo y cuando ella le puso las cosas en una bolsa de plástico. Al final le entregó la bolsa, lo miró y le dijo «buenas tardes» en un tono mecánico antes de volverse para atender al cliente siguiente.
– Gracias -dijo él y se marchó.
Había estado allí, delante de sus narices, con su foto a toda página en la portada del Times a pocos centímetros de ella, y la mujer ni siquiera lo había visto. La única explicación lógica era que la cajera era como la gente de los autobuses. Veían a cientos de personas cada día, día tras día, mes tras mes, año tras año, sin parar, y a estas alturas ya todas les parecían iguales.
20:00 h
Barron salió de La Brea bruscamente por Stocker. Un kilómetro más tarde giró a la izquierda por La Ciénaga Boulevard, luego cortó por La Tijera hasta Sepúlveda, kilómetro y medio más al sur. En total le quedaban unos seis kilómetros antes de la salida del aeropuerto en la calle Noventa y seis. De pronto, varios goterones de lluvia cayeron sobre su parabrisas, algo de lo que Dan Ford ya le había advertido, a pesar de que el servicio de meteorología sólo había pronosticado un 10 por ciento de posibilidades. Y él tuvo la esperanza de que fuera Dan quien se equivocaba.
Cien metros más y las gotas se convirtieron en una lluvia regular y luego en un buen chaparrón. El tráfico de delante de él empezó a reducir la velocidad hasta casi pararse. En cuestión de segundos, la carretera se quedó tan taponada como la autovía que acababa de abandonar.
– ¡Joder! -blasfemó en voz alta. Volvió a desear disponer de las luces y la sirena de los coches patrulla. Aquellos cinco kilómetros podían suponer cuarenta minutos, hasta una hora, si la lluvia seguía como ahora. ¡Una hora hasta la calle Noventa y seis! Y diez minutos más por el bucle interior del aeropuerto hasta la terminal internacional. Luego identificarse ante los encargados de seguridad de Lufthansa y luego recoger a la policía del aeropuerto para luego tratar de localizar a Raymond sin que se diera cuenta dentro de la terminal. Era demasiado tiempo y se arriesgaba peligrosamente a perder a Raymond del todo.
Con la bolsa de mano colgada del hombro, Raymond entró en un lavabo de hombres que estaba a veinte metros del control de seguridad de Lufthansa. Pasó frente a una hilera de lavamanos y frente a media docena de hombres que se tenían de pie ante los urinarios. Entró en un retrete y cerró la puerta con candado.
Dentro se quitó la cazadora de Speer, abrió la bolsa y sacó el espejito, la afeitadora eléctrica y las pilas, y las metió dentro de la máquina. Segundos más tarde se pasó la afeitadora por la cabeza. Un minuto, dos y el último mechón de color lila cayó a la taza. Tiró de la cadena, guardó el espejito y se puso la sudadera de Los Ángeles. Luego guardó la cazadora en la bolsa, volvió a tirar de la cadena y se acercó a un lavamanos para afeitarse. En un par de minutos se había afeitado la cara. Luego miró por el baño rápida y disimuladamente: nadie le prestaba la más mínima atención. Con el mismo disimulo se volvió a mirar en el espejo que tenía delante, desplazó la maquinilla hasta su cabeza y se acabó de afeitar el cráneo.
20:20 h
Barron avanzó lentamente por La Ciénaga Boulevard, usando el arcén de la carretera para adelantar al tráfico parado. Cincuenta metros, cien. Delante de él había un coche que ocupaba medio carril y medio arcén, bloqueándole el paso. Tocó el claxon y le hizo luces, pero nada. Volvió a blasfemar. Estaba atrapado como todos los demás. La lluvia caía con más fuerza. Se imaginaba a Raymond dentro de la terminal. Estaría actuando con disimulo y extrema profesionalidad, esperando sencillamente la salida de su vuelo e intentando hacerse pasar por un pasajero anónimo cualquiera. Pero -y aquí estaba la duda- ¿y si la enorme atención mediática que habían desplegado para obtener la ayuda de los ciudadanos para encontrar a Raymond se hubiera vuelto contra ellos? ¿Y si alguien que hubiera visto su foto por la tele o en el periódico lo reconociera y lo señalara? Todos sabían demasiado bien de lo que Raymond era capaz cuando se veía acorralado. ¿Cómo reaccionaría si esto ocurría en una terminal de aeropuerto abarrotada?
Barron miró a la radio que tenía al lado. Luego miró de pronto el móvil. Vaciló una décima de segundo y lo cogió.
20:25 h
– Puede tratarse de Raymond Thorne haciéndose pasar por el pasajero Josef Speer. -Barron estaba hablando con seguridad de Lufthansa en LAX, con tono urgente y enfático-. Si es Thorne, intentará actuar como un pasajero cualquiera. Thorne o Speer, deben asumir que va armado y es extremadamente peligroso. Limítense a localizarlo y no hagan nada más. No le den ninguna razón para que piense que lo vigilan hasta que yo llegue y pueda identificarlo. Denme veinte minutos y que un agente me espere en la entrada. Repito: no le den motivos para que piense que lo están vigilando. Queremos evitar un tiroteo en la terminal.
Barron dio su número, cerró el teléfono y luego usó una tecla rápida para llamar a otro móvil. Lo oyó sonar un par de veces y oyó una voz conocida:
– Dan Ford.
– Soy John. Estoy de camino al aeropuerto, terminal de Lufthansa. Hay un estudiante desaparecido de un grupo de alemanes; se llama Josef Speer, y hay un Josef Speer que ha hecho la facturación en el vuelo de Frankfurt. Creo que puede tratarse de Raymond.
– Tenía el presentimiento de que tenías un presentimiento. Estoy a medio camino del aeropuerto.
Barron esbozó una sonrisa: éste era Dan. Podía haber supuesto que estaría de camino.
– Tengo a los de seguridad de Lufthansa buscándolo. Puede que estemos dando palos al aire, puede que no. Sea como sea, que quede entre nosotros. Sólo lo sabemos tú y yo hasta que nos podamos asegurar.
– Eh, ¡me encantan las exclusivas!
Barron ignoró la broma:
– Cuando llegues, di a seguridad que vas conmigo y que te lleven hasta donde esté yo. Diles que yo te he dado permiso. Yo también se lo diré cuando llegue. Y, Dan… -hizo una pausa-. Ya sabes que lo estás haciendo por tu cuenta y riesgo.
– Igual que tú.
– Sólo quiero recordarte con quién te enfrentas. Si es realmente Raymond, mantente al margen y limítate a mirar. Te estoy dando la oportunidad de tener una noticia, pero no te quiero muerto.
– Yo tampoco me quiero muerto, John, ni a ti tampoco. Ten cuidado, ¿eh? Ten muchísimo cuidado.
– Claro. Nos vemos allí. -Barron cerró el móvil. No había querido involucrar a Ford de aquella manera, pero lo había hecho porque su llamada a seguridad de Lufthansa incluyó una condición que no le gustaba pero que se hizo necesaria: que llevaran a la policía del aeropuerto para cubrirlos en caso de que ocurriera algo. Lo hizo porque lo tuvo que hacer, por la seguridad de los pasajeros por si se trataba de Raymond. Pero al hacerlo, sabía que sería sólo cuestión de minutos que Red se enterara, y cuando lo hiciera, él y los suyos estarían de camino a LAX como si los hubieran disparado desde un cañón. Por eso Barron incluyó a Ford: quería a un representante importante de la prensa para que hiciera de testigo de lo que ocurría.
Por supuesto, todo esto daba por sentado que todo lo demás funcionaría, y eso giraba alrededor del principal factor de Barron: el tiempo. McClatchy y los demás seguían por algún lugar de la ciudad, y con la lluvia y el tráfico, incluso con luz y sirena, tardarían un poco en llegar hasta allí. Lo bastante, esperaba, para que todo hubiera terminado: que el estudiante Speer hubiera sido mandado a casa, o que Barron tuviera a Raymond esposado, rodeado por el servicio de seguridad de Lufthansa, los polis del aeropuerto y, probablemente, la policía federal perteneciente a la Administración de Seguridad en el Transporte; tal vez incluso agentes del FBI y, con suerte, Dan Ford de Los Ángeles Times. En otras palabras, la situación sería demasiado pública, con demasiada gente de demasiadas agencias como para que Red pudiera llevar a cabo «el OK».
20:29 h
– John.
La voz de Red irrumpió de pronto por la radio, en el asiento contiguo. Barron se sobresaltó. Habían pasado apenas cuatro minutos desde que había hablado con la gente de Lufthansa.
– John, ¿estás ahí?
Barron vaciló, luego cogió la radio y contestó:
– Estoy aquí, Red.
– ¿Dónde es, aquí? ¿Qué estás haciendo? ¿Qué ocurre?
La voz de Red era tranquila pero preocupada a la vez, como la de un padre cuando habla con su hijo. Era la misma voz que utilizó en su despacho cuando le mostró las fotos de los hombres que la brigada había ejecutado a lo largo de los años y luego le recordó, no tan amablemente, sus propias responsabilidades como miembro de la misma, y el precio que pagaría si actuaba contra ellos. El simple tono ya le bastaba a Barron para saber que si Red detectaba cualquier cosa en su voz que le hiciera sospechar que estaba actuando a solas para proteger a Raymond de la brigada, éste no sería el único que acabaría muerto.
– Estoy atrapado en el tráfico de La Tijera, cerca del LAX -dijo, con la máxima neutralidad posible-. El desaparecido Josef Speer ha comprado un billete de avión para el vuelo 453 de Lufthansa rumbo a Frankfurt hacia las siete de la tarde. Puede que se trate del chico desaparecido, pero también podría tratarse de Raymond. El vuelo sale a las 21:45.
– ¿Y por qué no me has informado de inmediato? -la calma de la voz de Red había desaparecido de repente. En su lugar había un tono de exigencia rigurosa-. ¿Por qué has llamado antes a la aerolínea?
– Es sólo una suposición, Red, por eso. Seguramente será sólo el chico, Speer. He avisado a seguridad para asegurarme. Ellos tan sólo le localizarán y esperarán a que yo llegue y lo pueda identificar.
– Vamos para allá ahora mismo. Espéranos. No te acerques a él. No hagas nada hasta que lleguemos. Confirma que me has entendido, John.
De pronto, el coche de delante de John avanzó y le dio pista libre para salir del embotellamiento.
– Tengo espacio para salir del tráfico, Red, voy para allá.
Barron dejó la radio en el asiento de al lado, pisó el acelerador y el Mustang salió disparado por el arcén.
LAX, terminal internacional 6 Tom Bradley. En un café Starbucks. 20:44 h
Faltaba una hora y un minuto para despegar.
Raymond miró el reloj que había detrás del mostrador, luego pagó a la cajera y se llevó la taza de café y un cruasán a una mesita. Se sentó y miró a los escasos clientes de las mesas que lo rodeaban, luego tomó un sorbo de café y cogió el cruasán. No comió porque tuviera hambre, sino porque desde su detención había ingerido poco alimento y necesitaba comer. Tampoco podía perder de vista el reloj porque el tiempo resultaba ahora crucial. No podía pasar por los detectores de metal con las Berettas encima; debería deshacerse de ellas pero debía apurar hasta el último momento, una vez hubieran anunciado el embarque y los pasajeros ya estuvieran subiendo a bordo del avión. Entonces las tiraría, pasaría por los detectores, se dirigiría directamente a la puerta correspondiente y subiría al avión.
20:53 h
Raymond se acabó el café y se levantó educadamente para echar el vaso de papel y la servilleta de su cruasán a la papelera, mientras se preguntaba qué habría hecho la policía con sus llaves de la caja fuerte si tenía manera de localizar la caja a la que correspondían. Al mismo tiempo, se preguntó si habrían tratado de determinar el significado de las fechas y lugares que tenía anotados en su agenda. O el significado de las iniciales I.M.
20:54 h
Raymond abandonó la cafetería y salió al pasillo central, mirando al fondo, en dirección al control de seguridad de Lufthansa. Había una docena aproximada de personas esperando pasar. Sin retrasos. Sin nada que alterara la normalidad. Observó un momento más y luego volvió a mirar el reloj que había en el mostrador de Starbucks.
20:55 h
21:05 h
Barron miró a través del aguacero, tratando de ver el trazado de la carretera con el reflejo de los faros de los coches que avanzaban hacia él. Entonces se encontró en un cruce importante. La luz del semáforo cambió de verde a amarillo. Aceleró y cruzó justo cuando la luz cambiaba a roja. En aquel instante oyó un crujido en su radio y luego la voz de Red que hablaba a la central:
– Habla McClatchy. Solicito a la policía del aeropuerto que retrasen el embarque del vuelo de Lufthansa 453.
21:08 h
La lluvia aflojó ligeramente y Barron vio la señal que indicaba la calle Noventa y seis. Desaceleró y oyó el rugido profundo del tubo de escape del Mustang; luego aceleró y giró en dirección al aeropuerto.
– John -la voz de Red le llegó a través de la radio-. ¿Dónde estás?
– Entrando en el bucle del aeropuerto.
– Estamos a tan sólo unos minutos de ti. Repito lo que te he dicho antes. No lo persigas tú solo. Espéranos. Es una orden.
– Sí, señor. -Barron cortó la comunicación. Maldita sea, habían tardado menos de lo que imaginaba. Lo único que podía hacer ahora era mantenerse por delante de ellos y esperar que Dan Ford no estuviera mucho más atrás. Ahora se encontraba ya en el bucle y avanzaba rápidamente hasta la zona de las terminales.
Adelantó a un taxi y a una lanzadera del aeropuerto por el interior de la curva, luego se metió por debajo del nivel superior y al abrigo de la lluvia mientras adelantaba una limusina que parecía tan larga como toda una manzana.
21:10 h
Vio la terminal 2, la 3 y, finalmente, la terminal internacional Tom Bradley. Entonces se detuvo junto al bordillo en una zona en la que estaba prohibido aparcar y salió de un salto del coche, disparado.
– ¡Eh, usted! ¡Aquí no se puede aparcar! -le gritó un agente de control de estacionamiento, grande y calvo, mientras se le acercaba bajando por la acera.
– ¡Policía! ¡Es una emergencia! ¡Barron, brigada 5-2! -le dijo Barron, antes de acercársele y tirarle las llaves del coche-. Me lo vigilas, ¿vale?
En un abrir y cerrar de ojos cruzó la acera y desapareció dentro del edificio.
22:13 h
Raymond observó de nuevo la circulación de gente que pasaba por los detectores de metal del control de seguridad. Entonces oyó lo que había estado esperando:
– El vuelo de Lufthansa 453 está listo para embarcar por la puerta veintidós. El vuelo de Lufthansa 453 está listo para embarcar por la puerta veintidós.
El avión estaba embarcando; era la hora.
21:14 h
Cruzó el pasillo y entró en el mismo baño de caballeros en el que se había cortado el pelo y luego se había afeitado la cabeza. Estaba justo doblando la esquina hacia los urinarios cuando, de pronto, se detuvo. Había un cartel amarillo chillón colocado en el suelo justo al otro lado de la puerta: Limpieza del lavabo.
A lo lejos oyó otra vez que anunciaban el embarque del vuelo 453. Avanzó con gesto decidido y miró dentro del baño por la esquina. Un solo empleado de mantenimiento entraba justo en aquel momento en la cabina de uno de los retretes del fondo, fregona en mano. Directamente delante de él, pasado el cartel amarillo, había un cubo grande de plástico amarillo lleno de agua sucia con detergente. Raymond miró de nuevo detrás de él y luego rodeó el cartel y se sacó las dos Berettas automáticas del cinturón. Miró otra vez rápidamente hacia el hombre que fregaba dentro de la cabina, las lanzó al cubo y luego esperó apenas un segundo, hasta asegurarse de que ya no se veían. Una décima más, se volvió y salió del baño.
21:16 h
Barron subió las escaleras de dos en dos. Dos empleados de seguridad de Lufthansa, con sendos uniformes oscuros, corrieron detrás de él. A pesar de la petición de McClatchy y a pesar de disponer de copias claras de las fotos policiales de Raymond, ni el servicio de seguridad de Lufthansa ni la policía aeroportuaria de paisano habían sido capaces de localizarlo entre los numerosos pasajeros. Ni tampoco habían querido actuar con una agresividad mayor, por miedo a alertarlo. Lo único que pudieron hacer fue buscar a un hombre de su talla y edad vestido con vaqueros, cazadora tejana y gorra de béisbol… y tal vez el pelo teñido de lila.
– Localicen al agente que le ha vendido el billete a Speer -dijo Barron al llegar arriba de las escaleras y dirigirse pasillo abajo, hacia el control de seguridad-. Que se reúna con nosotros en la puerta de embarque.
21:18 h
Raymond estaba en la cola del control de seguridad. Al llegar a la cinta transportadora, se quitó los zapatos como hacían el resto de pasajeros, luego los puso junto a su bolsa negra en la cinta y pasó por el arco detector de metal.
21:19 h
Raymond recogió los zapatos y la bolsa de la cinta, luego se calzó y se dirigió hacia la puerta de salida. Nadie del servicio de seguridad pestañeó siquiera.
21:20 h
Halliday cortó rápidamente hacia los carriles centrales del bucle del aeropuerto y aceleró en dirección a la terminal Bradley. Aparcó el coche metiendo el morro entre un taxi y un monovolumen Chevrolet con las luces rojas y amarillas de emergencia de su coche de camuflaje todavía parpadeando por el cristal de atrás. Al cabo de unos segundos entró en la terminal mientras se colgaba su placa dorada de detective del bolsillo de la chaqueta y sacaba la radio.
– John, soy Jimmy. Acabo de entrar -dijo, mientras cruzaba el vestíbulo principal y se dirigía hacia las escaleras mecánicas que llevaban a las puertas de embarque de la planta superior.
21:21 h
Con las luces de emergencia encendidas, uno detrás de otro, los coches de McClatchy/Polchak y Valparaiso/Lee aparcaron junto al de Halliday en el espacio que el Chevrolet acababa de dejar libre. En un instante, los cuatro detectives salieron de sus vehículos, los cerraron con varios portazos y entraron en el edificio mientras se colgaban las placas de detectives.
21:22 h
– Estamos aquí, Jimmy. -La voz de Red se oyó por la radio de Halliday.
– Planta superior, puerta veintidós. -Halliday medio andaba, medio corría mientras hablaba con Red. Lo acompañaban dos agentes uniformados de la policía aeroportuaria de Los Ángeles y un agente de seguridad de Lufthansa-. De momento no se ha encontrado a Speer.
21:23 h
Raymond guardaba cola detrás de veinte o más pasajeros que esperaban para abordar el vuelo 453, con unos cien o más pasajeros deambulando a su alrededor por el mismo motivo.
«Casi -pensó-, casi.»
Entonces oyó a alguien por delante de él que murmuraba sobre algo que sucedía y levantó la vista hacia el personal de Lufthansa a la entrada del avión, que hablaban entre ellos. De pronto no dejaban pasar a nadie. Por alguna razón, estaban reteniendo la cola. Detrás de él alguien protestó. Como si se tratara de la respuesta, el sistema de megafonía empezó a anunciar:
– Rogamos su atención, por favor. El embarque del vuelo de Lufthansa número 453 con destino a Frankfurt va a retrasarse unos minutos.
Un gruñido colectivo barrió el grupo de pasajeros y Raymond sintió un malestar repentino que lo golpeaba. Miró a su alrededor y vio a dos agentes de la policía aeroportuaria, altos y armados, a menos de cuatro metros de él, que vigilaban a la gente.
Dios, ¿podía ser que el retraso fuera por su culpa? Volvió a pensar en la policía y su eficiencia fría, casi asombrosa. ¿Cómo podían saberlo? ¿Era posible que hubieran descubierto la identidad de Speer y lo hubieran rastreado hasta allí? No, eso era una locura. Imposible. Tenía que tratarse de otro problema.
Miró pasillo abajo para ver si había más policía, pero en vez de eso, lo que vio fue a la joven agente de Lufthansa que le había vendido el billete abriéndose paso entre la gente y andando hacia él. La acompañaban dos hombres con traje oscuro.
Dios bendito…
Se volvió de espaldas, tratando de pensar qué debía hacer. Entonces lo vio y el corazón se le subió a la garganta. John Barron avanzaba decidido por entre los viajeros; un hombre y una mujer con los mismos trajes oscuros que los anteriores le acompañaban. Los tres buscaban a alguien.
Entonces vio también venir a los otros, aquellos hombres cuyas caras estaban grabadas en su memoria para siempre: los hombres del aparcamiento. Y por si le había cabido alguna duda, su cabecilla le parecía inconfundible: uno al que llamaban Red, o Lee, el enorme negro americano que lo había visitado en la cárcel para preguntarle sobre la Ruger.
A su alrededor todo el mundo protestaba, se quejaba por el retraso y se preguntaba qué estaba pasando. Él se mantuvo bien quieto, buscando la manera de escapar.
21:29 h
– ¿Hay algún rastro de él? -Red se acercaba a Barron. Lee lo acompañaba. Y con ellos iban la joven agente de billetes de Lufthansa y los dos agentes de seguridad de la aerolínea.
– No, de momento no. Y seguimos sin saber si se trata de Raymond. Al fin y al cabo, podría también tratarse del chico alemán, que podría haber decidido marcharse a casa.
Red miró a Barron a los ojos:
– Cierto -dijo, tranquilamente. Fue solamente un instante, pero Barron supo que Red no estaba de acuerdo con que hubiera hecho aquello por su cuenta.
De pronto Red miró al fondo, con los ojos enfocados más allá de la muchedumbre, y Barron supo que, como él, no creía que se tratara del chico alemán. Raymond estaba allí, en algún rincón.
Red miró a la joven vendedora de Lufthansa:
– ¿Hablaba alemán?
– Sí, con fluidez. -La chica miraba a la gente, igual que lo había hecho Red, igual que lo hacían todos ellos-. Era muy guapo, con el pelo de color lila.
Red se volvió hacia Lee:
– Que acordonen el pasillo detrás de nosotros. Vamos a pasear entre la gente. Que no salga nadie hasta que hayamos terminado. -Se volvió bruscamente hacia Barron-. A partir de ahora eres mi socio, ¿entendido?
– ¿Tu socio? -Barron se quedó atónito. En la brigada no había socios; todos eran intercambiables con cualquier otro de ellos. Ahora, de pronto, Red y él eran un equipo.
– Sí. Y esta vez quédate conmigo, no te vayas a tu…
¡Pum, pum, pum!
El retronar de los disparos se llevó lo que McClatchy iba a añadir a continuación.
– ¡Al suelo! -Barron empujó a la agente de Lufthansa al suelo mientras los detectives se abrían paso, empuñando sus armas.
Durante una milésima de segundo el tiempo se detuvo y todo quedo inmóvil. Entonces irrumpió Raymond, que apareció disparando por entre la gente, cruzando la zona de embarque en dirección al avión en una carrera a muerte.
– ¡La gorra de los Dodgers! ¡Está en el finger! -Poco tiempo había permanecido junto a Red. Barron gritaba mientras corría en medio de la confusión general. La gente corría, gritaba, empujaba y berreaba, todos tratando de salir de allí. Por encima de todos ellos flotaba el olor acre de la pólvora.
Barron esquivó a un cura que corría en dirección contraria. Al mismo tiempo vio a los de seguridad de Lufthansa cerca del finger:
– ¡Cierren el avión desde dentro!
Red corría detrás de él, abriéndose paso entre la confusión. Pistolas en mano, Polchak y Valparaiso, Lee y Hallyday hacían lo mismo, todos ellos acercándose al finger.
Detrás de ellos, el cura estaba arrodillado junto a los dos policías aeroportuarios que habían estado más cerca de Raymond; dos policías a los que había doblegado a la velocidad de la luz y por total sorpresa, lo mismo que hizo con los agentes del ascensor en el edificio del Tribunal Penal. Primero le quitó el arma sin miramientos de la pistolera al primero y cuando reaccionó le disparó a bocajarro; luego le metió dos balas en la cara al segundo cuando trataba de protegerlo. Entonces, con la pistola todavía levantada, saltó por entre la masa atolondrada y corrió hacia el finger que llevaba hasta el avión. Fue en aquel instante fugaz cuando él y Barron se cruzaron la mirada.
Barron se apostó bruscamente a la entrada del finger. Con la Beretta levantada con las dos manos, al estilo militar, escrutó cuidadosamente el túnel medio en penumbra. Estaba vacío. Al instante notó una presencia detrás de él. Se volvió rápidamente. Era Red. Tenía una actitud solemne, fría, desprovista de emoción.
– Ya entiendes lo que va a pasar cuando lo atrapemos.
Barron miró a McClatchy un milisegundo; luego sus ojos miraron más allá, buscando a Dan Ford. Si estaba, no lo vio. Volvió a mirar a Red y supo que tenía que olvidarse de Ford.
– Lo entiendo -dijo, y luego, de pronto, se volvió y se adentró en el finger con la pistola por delante.
Bajo la suave luz podía ver el pasillo que viraba a la izquierda cinco metros más adelante. ¿Cuántas veces había pasado por un pasillo igual con la mente despreocupada? Sencillamente siguiendo a los demás pasajeros para abordar el avión sin pensar en quién más estaba allí, a la vuelta de la esquina, esperando a matarle cuando llegara.
– Aquí McClatchy. -Red seguía siendo su sombra y hablaba en voz baja por su radio-. Ponme con seguridad de Lufthansa.
Barron avanzó hacia la curva, con el corazón acelerado y el dedo en el gatillo de la Beretta. Esperaba encontrar a Raymond justo allí, al doblar la esquina, y estaba preparado para disparar al instante de verlo.
– McClatchy -volvió a decir Red-. ¿Está el sospechoso en el avión?
Barron contó a tres y dobló la esquina.
– ¡No! -gritó de pronto y saltó hacia delante-. ¡Está fuera!
Al fondo del finger había una puerta abierta. Barron corrió hacia ella, se detuvo al alcanzarla, luego tomó aire y la cruzó. Se encontró arriba de la escalerilla exterior justo cuando Raymond empujaba una puerta de servicio a ras del suelo y corría al interior de la terminal.
Barron bajó la escalerilla a la carrera. Detrás de él podía ver a Red saliendo de la puerta mientras ladraba órdenes a la radio.
Abajo cruzó el asfalto y luego se detuvo rápidamente al llegar a la puerta por la que Raymond se había colado. Volvió a tomar aire y la abrió fácilmente para entrar en un vestíbulo bien iluminado por fluorescentes de techo. Avanzó. Justo enfrente, había una puerta a la izquierda. Tomó aire de nuevo. La abrió y se quedó inmóvil. Era una cafetería para empleados. Había varias mesas volcadas, media docena de empleados tumbados en el suelo, con las manos en la nuca.
– ¡Policía! ¿Dónde está? -gritó Barron.
De pronto, Raymond se levantó desde detrás de una mesa volcada, justo delante de una puerta al fondo.
¡Pum, pum, pum!
La automática del policía asesinado bailó entre sus manos.
¡Pum, pum! Barron respondió y se echó al suelo. Rodó y volvió a levantarse, preparado para volver a disparar. La puerta estaba abierta, Raymond había desaparecido.
En un segundo Barron la había cruzado y bajaba por otro pasilloa toda velocidad. De pronto, una puerta al fondo se abrió de golpe y apareció Halliday, Beretta en mano.
– ¡Por aquí no ha entrado! -gritó Halliday.
Barron vio una puerta entreabierta a medio pasillo, entre los dos, y corrió hacia ella. Llegó el primero, se detuvo en seco y luego la cruzó para encontrarse en otro pasillo. Más abajo oyó un disparo, luego otro.
– ¡Dios mío!
Ahora corría con todas sus fuerzas. Con los pulmones encendidos, empujó una puerta al fondo. Era la zona de equipajes. Había un empleado de maletas muerto en el suelo delante de él; otro estaba de rodillas y sangrando, tres metros más allá.
– ¡Por allí! ¡Ha salido por allí! -El encargado herido señaló una cinta transportadora que llevaba las maletas hacia la Terminal.
Apartando maletas, cajas y bolsas, Barron se metió en la cinta.
¡Pum! ¡Ping!
Barron oyó el disparo y el eco. Al mismo tiempo notó algo que pasaba rozándole a pocos centímetros de la cabeza. Entonces se encontró subiendo por la cinta. Seis metros más adelante estaba Raymond, agachado entre equipajes. A estas alturas ya había perdido la gorra de los Dodgers y Barron se dio cuenta de que llevaba la cabeza rapada al cero.
¡Pum, pum!
Barron disparó. La primera bala impactó en una maleta grande al lado de la cabeza de Raymond. La segunda falló totalmente. Entonces vio a Raymond que se levantaba sobre una rodilla para disparar. Barron se echó al suelo esperando oír el disparo atronador, pero en vez de esto oyó un clic metálico. Luego lo oyó una vez más, y otra. Algo fallaba en el arma de Raymond.
Barron avanzó, al tiempo que se echaba a un lado, preparado para disparar. Pero era demasiado tarde: Raymond había desaparecido de su vista. Lo oía abriéndose camino por la cinta transportadora, apartando equipajes por el camino.
La cinta era estrecha y estaba diseñada para transportar maletas, no personas, pero si Raymond podía viajar en ella, también podía hacerlo Barron. Se embutió la Beretta en el cinturón, luego se agachó y empezó a subir, colándose entre dos bolsas grandes de golf. Un segundo, dos. Volvió a agacharse cuando la cinta pasaba por debajo de unos conductos eléctricos. Luego viró bruscamente a la izquierda y tuvo que agarrarse a una de las bolsas para no perder el equilibrio. De pronto se encontró a Raymond encima, que había caído como una rata enorme de la estructura de soporte de la cinta que había arriba. En un instante tuvo a Barron agarrado del cuello y levantó la automática atascada como si fuera un martillo.
Barron esquivó el golpe y luego le propinó un puñetazo en la cabeza. Lo oyó gritar y agarró la camisa de Raymond con la otra mano, tirando de él para darle otro puñetazo. Al hacerlo, Raymond volvió a levantar la automática. El movimiento fue rápido, corto y muy fuerte. El golpe le cayó a Barron en toda la oreja, y por un instante brevísimo perdió el mundo de vista. Entonces la cinta transportadora cedió debajo de ellos y cayeron los dos dando tumbos, uno tras otro, con maletas entre ellos. Un segundo más y volvían a estar en la cinta de maletas. La cabeza de Barron se despejó y vio muchas caras. De gente que gritaba y le decía cosas, pero él no entendía qué, ni por qué. De pronto se dio cuenta de que estaba de espaldas. Buscó la Beretta en el cinturón con la mano pero ya no estaba.
– ¿Es esto lo que buscas?
Raymond estaba de pie delante de él, con su pistola en la mano, a dos palmos de su cara.
– Dasveianya. -«Adiós», le dijo en ruso. Barron trató de apartarse, de protegerse de alguna manera del disparo.
– ¡Raymond!
Barron oyó el ladrido de la voz de Red y vio cómo Raymond se daba la vuelta. Sonó un terrible rugido del tiroteo. Entonces Barron vio que Raymond saltaba de la cinta y desaparecía de su vista.
Dan Ford apareció por la puerta con un agente de seguridad de Lufthansa para ver cómo Raymond corría hacia él. Por un instante se cruzaron la mirada; entonces Raymond viró a un lado, apartando a un anciano de su camino, y salió disparado por una puerta corredera. Ford tardó un momento en darse cuenta de a quién había visto y de qué había ocurrido. Luego se dio cuenta de los gritos y alaridos que venían de la zona de recogida de maletas detrás de él. Se volvió y corrió hacia allá.
Red yacía en suelo en medio de un charco de sangre. La gente lo rodeaba estupefacta, demasiado horrorizados y atónitos para reaccionar. Ford corrió a acercarse en el mismo instante en que Barron se abría paso desde el otro lado, empujando a la gente, gritándoles que se apartaran. Los dos hombres alcanzaron a Red al mismo tiempo. Barron se arrodilló a su lado y le abrió la chaqueta, luego le apretó el pecho con las dos manos, tratando de detener la hemorragia.
– ¡Que alguien llame a una ambulancia! ¡Que alguien llame a una puta ambulancia! -gritó, luego levantó la vista y se dio cuenta de que era Dan Ford a quien tenía al lado.
– ¡Llama a una maldita ambulancia! -le gritó directamente-. ¡Llama a la maldita ambulancia!
– Se negaba a llevar chaleco -oyó decir a alguien Barron, antes de sentir un brazo que tiraba de él para apartarlo. Él se soltó.
– John, déjalo -le dijo la misma voz, tranquilamente. Barron levantó la mirada y vio a Roosevelt Lee de pie a su lado.
– ¡Vete a la mierda! -le gritó.
Luego vio a Dan Ford hablando con brío con Halliday, Polchak y Valparaiso, señalando el camino por donde había ido Raymond. De pronto, los tres policías salieron corriendo en aquella dirección. Los ojos de Barron se volvieron de nuevo hacia Red y entonces oyó la voz de Lee, ablandada por las lágrimas.
– Es demasiado tarde, John.
El rostro de Barron reflejaba lo atónito que estaba y Lee lo tomó del brazo, lo levantó y le miró a la cara.
– Es demasiado tarde, ¿lo comprendes? El comandante ha muerto.
Aquellas palabras se quedaron flotando en el aire. Por todas partes había caras que miraban. Barron vio a Dan Ford que volvía, se quitaba la americana azul y tapaba la cara de Red con ella. Vio a Halliday, a Polchak y a Valparaiso que también volvían, respirando con fuerza, con las chaquetas mojadas por la lluvia. Vio cómo el enorme Roosevelt Lee los miraba moviendo la cabeza hacia ellos, con las lágrimas, ahora convertidas ya en gotas fluidas, resbalándole sin prisas por las mejillas.
Eran las 21:47.
El mismo miércoles, 13 de marzo. 22:10 h
Fue Halliday quien lo mandó a casa. Necesitaban que por la mañana hubiera alguien fresco en la oficina, le dijo; además, él y Valparaiso eran fuerzas suficientes para coordinar la caza de Raymond desde el aeropuerto. Lee y Polchak ya se habían ido para recorrer los kilómetros más largos de su vida hasta el barrio de Mount Washington, hasta el sencillo chalet de tres dormitorios del número 210 de Ridgeview Lañe para comunicarle a Gloria McClatchy que su marido había muerto.
– Conduce.
– ¿Adónde?
– Adonde tú quieras. Sencillamente, conduce.
Dan Ford arrancó el motor y condujo el Mustang de John Bar ron hasta la salida del aeropuerto internacional de Los Ángeles, para luego girar al norte en dirección a Santa Mónica. La camisa y las manos de Barron estaban todavía manchadas con la sangre de Red. No parecía darse cuenta, allí sentado en el asiento del copiloto de su propio coche, mirando a la nada.
El hecho de que hubieran acordonado una zona de ocho kilómetros cuadrados alrededor del aeropuerto pocos minutos después del incidente, y que literalmente cientos de agentes de policía, apoyados por helicópteros y perros, hubieran empezado a peinar la zona para encontrar a Raymond Oliver Thorne no parecía importarle. Ni tampoco el hecho de que todos los vuelos de salida hubieran sido retrasados hasta que todos y cada uno de sus pasajeros hubiera sido cuidadosamente registrado para asegurarse de que Raymond no se había limitado a cambiar de aerolínea en su intento de fuga.
Lo que sí importaba era que Red McClatchy estaba muerto. Tal vez habría podido limitarse a disparar a Raymond en la cinta de las maletas sin antes gritar su nombre. O tal vez hubiera habido gente en medio y no podía haber disparado sin ponerlos en peligro. O tal vez había temido que si no distraía a Raymond en aquel preciso instante, en el segundo siguiente éste habría matado a Barron. Pero al final, en aquellos últimos segundos terribles se produjo un tiroteo breve y atronador, que significaba que Red había disparado a Raymond. El problema era que, por muy bueno que hubiera sido Red, Raymond era todavía mejor. O más rápido. O había tenido más suerte. Fuera lo que fuese, Red McClatchy estaba muerto y Raymond no.
Fuera lo que fuese que hubiera ocurrido, Red había salvado la vida de John Barron.
Red McClatchy, un hombre a quien Barron respetaba, despreciaba y amaba con la misma intensidad. Que lo había convertido en su socio tan sólo unos minutos antes de que sucediera el horror.
Sin importar lo que hubiera hecho, o lo que la 5-2 tuviera intención de hacer, resultaba imposible considerarle mortal. Era un gigante, una leyenda. Los hombres como él no caían en el suelo de una terminal transitada de aeropuerto con todas las luces encendidas y doscientas personas deambulando alrededor de él, tratando de recuperar sus equipajes. No se morían en absoluto. Eran consagrados. Tal vez un día, dentro de cuarenta años, oirías que habían fallecido después de una larga jubilación. E incluso entonces, las notas necrológicas redactadas sobre él serían heroicas e interminables.
– En el garaje llevaba una chaqueta antibalas como todos nosotros. Pero no llevaba nunca el chaleco. No había caído en la cuenta -dijo Barron, mientras seguía con la mirada perdida, mientras la lluvia seguía cayendo, ahora con menor intensidad, convertida en un fino velo frente a los faros-. Tal vez se creía su propia leyenda. Tal vez pensaba que nada podía matarlo.
– Conociendo a Red, probablemente la única explicación es que esos accesorios no le gustaban. Eran de una época posterior a la suya -dijo Dan Ford a media voz, mientras seguía conduciendo-. Tal vez eso fuera para él razón suficiente.
Barron no respondió y la conversación concluyó aquí. Al cabo de una hora habían dejado atrás las luces de la ciudad y avanzaban en dirección norte, hacia las colinas por la autopista del Golden State, acercándose a las montañas Tehachapi. Para entonces la lluvia había amainado y el cielo se había cubierto de estrellas.
Al cabo de treinta y cinco minutos de haberse marchado del aeropuerto, Raymond se encontraba en el parking del Hotel Disneyland que daba al monorraíl encargado de transportar a los clientes del hotel al parque de atracciones. Por un instante sonrió divertido -no por haber escapado a una emboscada policial por los pelos, o por habérselas arreglado por salir del mismo modo que había llegado al aeropuerto, sencillamente subiéndose al primer autobús que pasaba en dirección a Disneylandia, incluso cuando las primeras sirenas empezaban ya a salir disparadas en dirección a la terminal internacional, lo cual significaba el comienzo de una enorme concentración de policía que invadiría la zona minuto a minuto-; sonrió porque se acordó de que en 1959, el entonces presidente de la Unión Soviética, Nikita Kruschev, había pedido visitar Disneylandia y el gobierno de Estados Unidos le denegó el permiso. Fue un paso en falso de la diplomacia que se convirtió en un amargo y emotivo conflicto internacional. Lo que no recordaba era lo que ocurrió finalmente. Era la extraña idiotez del asunto, imaginar lo que pudo ocurrir en las cámaras oscuras y hostiles de Washington y Moscú cuando los pulgares de las superpotencias de la guerra fría se decantaban por denegar una confrontación nuclear con Mickey Mouse.
De pronto, su divertida ensoñación cesó. Sabía que la intensidad de la cacería que lo acechaba estaba ya creciendo en forma de espiral. Sabían cómo iba vestido y que llevaba la cabeza afeitada casi al cero. Necesitaba un lugar en el que poder descansar a salvo, recapacitar y tratar de ponerse de nuevo en contacto con Jacques Bertrand en Zúrich. Esta vez no para comentar su llegada a Frankfurt, sino, de nuevo, para hablar de la posibilidad de que un avión y un pasaporte lo sacaran de California lo antes posible.
Los faros de otro aerobús cruzaron por delante de él, y luego el vehículo se detuvo. Abrió las puertas y vio cómo bajaban un grupo de turistas francocanadienses. Al instante, se incorporó al grupo y entró con ellos al vestíbulo del hotel. Luego se metió en la tienda de regalos. Volvió a utilizar la Euro/MasterCard de Josef Speer, esta vez para comprarse una gorra de Disneylandia y una parka de Piratas del Caribe.
Con el aspecto cambiado, aunque fuera sólo un poco, volvió a utilizar el transporte público. Cogió el siguiente autobús de regreso a la ciudad, pasando primero por el aeropuerto John Wayne para cambiar allí de autobús, que lo llevaría hasta el único lugar en el que estaba relativamente seguro de que podría pasar la noche sin que lo molestara nadie: el apartamento de Alfred Neuss en Beverly Hills.
Al cabo de una hora estaba enfrente del mismo, pensando en la manera de entrar. Suponía que un joyero americano y rico, incluso si vivía en un apartamento modesto como el de Neuss, dispondría de un sistema electrónico de alarma y tendría todas las puertas y ventanas aseguradas contra los cacos. Estaba preparado para inutilizar una docena distinta de sistemas variados de seguridad, sencillamente aislando el cable de control hasta el lugar por el cual quería entrar, para luego hacer un bucle con el mismo y volver a conectar la corriente a la estación monitor antes de hacer el corte, de modo que se mantenía un circuito cerrado y se aparentaba que el sistema de seguridad estaba intacto cuando de hecho había sido alterado. Y estaba preparado para enfrentarse al sistema que tuviera Neuss, pero no fue necesario.
Alfred Neuss no sólo era excesivamente predecible, sino que además era arrogante. Lo único que protegía la entrada de su apartamento de Linden Drive era un cerrojo de puerta principal que el más simple de los ladronzuelos era capaz de desmontar, y veinte minutos exactos después de la medianoche, eso fue exactamente lo que hizo Raymond. A las 00:45 ya se había duchado, se había puesto un pijama limpio de Alfred Neuss, se había preparado un bocadillo de pan de centeno con queso suizo y se lo había comido acompañado de un trago de vodka ruso bien frío que Neuss guardaba en el congelador.
A la 1:00 -prefirió no utilizar el teléfono de Neuss, a pesar del complejo sistema de desvío de llamadas para evitar que en algún momento los detectives policiales pudieran rastrearlas con algún sistema sofisticado- estaba sentado frente al ordenador de Neuss en un pequeño despacho al otro lado del recibidor, con la Beretta de Barron encima de la mesa. En cuestión de segundos entró en el emulador de centralita, marcó el número de contacto en Buffalo, Nueva York, y luego, en red telefónica con su receptor, se conectó y mandó un mensaje codificado a una dirección de e-mail en Roma que sería reenviada electrónicamente a otra dirección de e-mail en Marsella, para luego desviarse a la dirección de e-mail de Jacques Bertrand en Zúrich. En él le decía al abogado suizo lo que había ocurrido y le pedía asistencia inmediata.
Luego se sirvió un segundo vaso de vodka ruso y después, exactamente a la 1:27 de la madrugada del jueves, 14 de marzo, mientras casi toda la policía de Los Ángeles andaba detrás de él, Raymond Oliver Thorne se metió en la enorme cama de Alfred Neuss, se tapó con la colcha y se quedó profundamente dormido.
Jueves, 14 de marzo. 4:15 h
– Stemkowski. Jake, ¿no?
John Barron se apoyó en la barra de la cocina de su casa alquilada del barrio Los Feliz de Los Ángeles, con un lápiz en una mano y el teléfono en la otra.
– ¿Tiene el teléfono de su casa? Ya sé que son las seis y cuarto de la mañana. Aquí son las cuatro y cuarto -dijo Barron con energía. Al cabo de un momento garabateó un teléfono en un bloc de papel-. Gracias -dijo, antes de colgar.
Hacía diez minutos que un exhausto Jimmy Halliday lo había llamado con tres datos que acababan de llegarle. El primero era sobre dos Berettas de 9 mm encontradas en el cubo de un limpiador del lavabo de hombres de la Terminal de Lufthansa. Si llevaban alguna huella digital, el detergente del cubo las había disuelto, pero no había duda sobre la procedencia de las dos armas: habían pertenecido a los dos agentes del sheriff a los que Raymond asesinó en el ascensor del edificio del Tribunal Penal.
El segundo dato tenía relación con el test de balística del Sturm Ruger automático que se encontró en el equipaje de Raymond hallado en el Southwest Chief. Los tests comparativos demostraban sin lugar a dudas que era el arma usada para la tortura y muerte de los dos hombres de la sastrería de Pearson Street de Chicago.
El tercero era que acababan de llegar los informes de las indagaciones mandadas ayer tarde a las policías de San Francisco, México D.F. y Dallas… ciudades en las que la banda magnética del pasaporte de Raymond demostraba que había estado justo antes de ir a Chicago, que era un período de poco más de veinticuatro horas desde el viernes, 8 de marzo, hasta el sábado 9. Casualmente había habido asesinatos en las tres ciudades en este mismo período de tiempo. Tanto en San Francisco como en México D.F., las autoridades comunicaron que habían encontrado los cadáveres de hombres que habían sido brutalmente torturados antes de que el asesino acabara con sus vidas. Posteriormente les habían desfigurado totalmente el rostro a base de disparos a bocajarro. La víctima de San Francisco fue lanzada a la bahía; la de México dejada en una zona de obras abandonadas. El motivo detrás de la desfiguración de las víctimas parecía ser siempre el retraso en su identificación, para así dar al asesino tiempo para desaparecer, o que pasara tiempo antes de que descubrieran los cadáveres y se anunciaran los asesinatos, o ambos. Era el mismo modus operandi que Raymond había utilizado con Josef Speer. Halliday finalizó su llamada informándole de que seguía trabajando con las policías de San Francisco y México D.F. para ir ampliando la información sobre las víctimas de los asesinatos, y le pidió a Barron que hiciera lo mismo en Chicago.
Barron tomó un sorbo de un café instantáneo que se había preparado a toda prisa, marcó el número que le habían dado y esperó respuesta. En el mostrador, junto a él, descansaba un Cok Double Eagle automático del calibre 45. Era su revólver, que había sacado de un cajón cerrado de su habitación para sustituir a la Beretta que Raymond le arrebató en el aeropuerto.
– Stemkowski -dijo una voz ronca y áspera al contestar el teléfono.
– Soy John Barron, policía de Los Ángeles, brigada cinco-dos. Siento despertarle, pero tenemos a un tipo a la fuga realmente peligroso por ahí.
– Eso he oído. ¿Qué puedo hacer?
Un tipo muy peligroso. Barron estaba solo en su casa, vestido con unos pantalones de chándal y una camiseta vieja. Podía haberse encontrado en pelotas en medio de Sunset Boulevard, en hora punta, daba igual. Quería toda la información que el investigador de homicidios Jake Stemkowski de la policía de Chicago pudiera darle sobre los hombres asesinados en la sastrería.
– Eran sastres -dijo Stemkowski-. Hermanos. De sesenta y siete y sesenta y cinco años de edad. De apellido Azov. Inmigrantes rusos.
– ¿Rusos?
De pronto Barron pensó en las notas de la agenda de Raymond. «Embajada rusa/Londres. 7 de abril/Moscú.»
– ¿Le sorprende?
– Puede, no estoy seguro -dijo Barron.
– En fin, rusos o lo que fueran, eran ciudadanos estadounidenses desde hacía cuarenta años. Hemos sacado un archivo de nombres rusos que abarca la mitad de estados del país. Treinta y cuatro sólo en la zona de Los Ángeles.
– ¿Los Ángeles?
– Sí -gruñó Stemkowski.
– ¿Son judíos?
– ¿Está pensando en crímenes inducidos por el odio?
– Tal vez.
– Tal vez tenga razón, pero no se trata de judíos. Eran rusos cristianos ortodoxos.
– Mándeme la lista.
– Lo antes que pueda.
– Gracias -dijo Barron-. Y ahora, vuelva a la cama.
– No, ya me toca levantarme.
– Gracias de nuevo.
Barron colgó y se quedó quieto. Tenía delante el Cok Double Eagle del 45. A la derecha, cerca de la nevera, tenía la foto de él y Rebecca tomada en Saint Francis bajo la cual se leía: «Hermanos del año». Ahora no sabía qué hacer con Rebecca. Aunque hacía apenas cuarenta y ocho horas, todo lo sucedido anteriormente parecía quedar en un pasado muy lejano. El horror y la repulsión que sintió ante la ejecución de Donlan, al enterarse de lo que hacía la brigada, y llevaba haciendo durante tanto tiempo, ante la advertencia de Red y también la de Halliday… todo aquello parecía formar parte de otra vida, vivida cuando era un hombre mucho más joven. Lo único que ahora importaba era que Red estaba muerto y que su asesino andaba por ahí suelto. Un hombre del que no sabían prácticamente nada pero que seguiría matando una y otra vez hasta que fuera detenido. Esta sensación lo llenaba de rabia. Sentía cómo el corazón se le aceleraba y la sangre se le calentaba. Su mirada abandonó la foto y se centró en el Colt automático.
Fue entonces cuando tomó conciencia de lo que había ocurrido: se había convertido en lo que más temía. Se había convertido en uno de ellos.
Beverly Hills. El mismo día, jueves, 14 de marzo, 4:40 h
Raymond se inclinó frente a la pantalla del ordenador del pequeño estudio de Alfred Neuss. En ella aparecía un mensaje codificado de Jacques Bertrand en Zúrich. Traducido, decía:
«Los documentos se están preparando en Nassau, Bahamas. El avión ha sido dispuesto. Confirmación en breve.»Eso era todo. La baronesa le había dicho antes que los trámites para que le prepararan un pasaporte y se lo mandaran al piloto que se lo llevaría tardarían un poco. Él le había dicho a Bertrand que lo cancelara todo después de prevenirlo sobre el hecho de que había abandonado el plan inicial y estaba de camino a Frankfurt. De modo que debían empezar el proceso otra vez de cero. No había sido culpa de nadie, simplemente, así era como estaban las cosas. No, esto no era cierto, era otra cosa.
Dios lo estaba poniendo todavía a prueba.
Santuario de Saint Francis, 8:00 h
Lo que John Barron estaba mirando ahora era de un color blanco puro. Luego vio la mano, con las puntas de los dedos cubiertas de rojo, tocar el blanco y dibujar un gran círculo escarlata. En el centro apareció un ojo, luego un segundo ojo. Luego, rápidamente, una nariz triangular. Y finalmente una boca, con las comisuras hacia abajo, triste, como la máscara de una tragedia.
– Estoy bien -dijo Barron. Intentó sonreír y luego se apartó de donde Rebecca estaba pintando con los dedos delante de su caballete, en la pequeña y abarrotada sala de arte de Saint Francis, para acercarse a una ventana abierta y contemplar la verde extensión de césped del jardín tan bien cuidado de la institución.
La lluvia de la noche anterior había sido como una ducha refrescante para la ciudad, de modo que ahora Los Ángeles estaba limpia y fresca y se empezaba a secar bajo una luz radiante. Pero esa pureza y ese brillo no hacían más que enmascarar la realidad de lo que Rebecca había dibujado: había muerto demasiada gente y él iba a hacer algo al respecto.
Barron se sobresaltó cuando sintió que le tiraban de la manga y se dio la vuelta. Rebecca estaba a su lado y se limpiaba los restos de pintura de los dedos con una pequeña toalla. Cuando hubo terminado, dejó la toalla a un lado, le tomó las dos manos entre las suyas y lo miró fijamente. Los ojos oscuros de la muchacha reflejaban todo lo que él sentía: rabia, dolor y pérdida. John sabía que ella intentaba comprender todo lo que le ocurría y que estaba enojada y frustrada por no poder decírselo.
– Todo va bien -le susurró, mientras la estrechaba entre sus brazos-. Todo va bien. Todo va bien.
Parker Center, 8:30 h
Dan Ford se había colocado en la primera fila de cámaras y micrófonos mientras el alcalde de Los Ángeles leía una declaración escrita.
– Hoy, los ciudadanos de Los Ángeles lamentamos la muerte del comandante Arnold McClatchy, el hombre al que todos conocíamos como Red. Ningún héroe, sólo un poli, como él mismo solía decir, que hizo el sacrificio supremo para que un compañero policía pudiera vivir…
Estas últimas palabras se le quedaron atrapadas en la garganta y tuvo que hacer una pausa. Luego se recompuso y prosiguió, añadiendo que el gobernador de California había ordenado que las banderas ondearan a media asta en el Capitolio del estado en honor de McClatchy. Posteriormente, anunció, siguiendo los deseos expresos del comandante, no se celebraría ningún funeral, sino «una sencilla reunión de amigos en su casa. Ya sabéis todos cómo odiaba Red los eventos lacrimógenos y quería siempre que acabaran cuanto antes cuando asomaba la sensiblería». Esbozó una breve sonrisa pero nadie se rio. Luego el alcalde le pasó el micro al jefe de Policía Louis Harwood.
El ambiente cambió bruscamente de sombrío a severo cuando Harwood dijo que, siguiendo sus propias órdenes, los miembros de la brigada 5-2 no estarían disponibles para la prensa. Punto. Estaban concentrados en capturar al fugitivo Raymond Oliver Thorne. Punto. Cualquier pregunta que tuvieran deberían dirigirla al departamento de Relaciones con la Prensa del LAPD. Punto y final de la sesión.
Los periodistas de la prensa local que acostumbraban a cubrir las informaciones del LAPD lo entendieron a la perfección. El resto, que a estas alturas ya casi sumaba el centenar -con más refuerzos de camino a medida que la prensa internacional empezaba a hacerse eco del caso- tuvo la sensación de que se los apartaba del epicentro de un drama enorme y en pleno desarrollo. Y así era, en efecto. Aparte del respeto que se pedía por el dolor y la intimidad de los hombres de la 5-2, el propio departamento de policía, afectado también por el dolor de la pérdida, estaba dolido con el tratamiento que la prensa estaba ofreciendo de todo aquel asunto.
Sin contar el homicidio de Red McClatchy, cinco agentes de policía más y dos civiles habían sido asesinados y el criminal seguía a la fuga. Como resultado, la fama legendaria de la brigada 5-2 como una de las unidades policiales más prestigiosas del país empezaba a tambalearse y a presentarse ante el público como no del todo inadecuada pero sí como algo irónica. De la noche a la mañana, la actuación de Raymond había convertido de nuevo a la ciudad de Los Ángeles en el Far West. De manera instantánea, un asesino a sangre fría se convertía en héroe de los tabloides, un forajido descarado y atrevido al que alguien había apodado como Ray Detonante Thorne y cuyas hazañas eran pasto de titulares que retumbaban por todo el mundo. Aparentemente desprovisto de conciencia y de pasado, Raymond Oliver Thorne se había convertido en una suma de John Dillinger y de Billy el Niño del siglo XXI. Era un asesino joven, guapísimo, intrépido y sin piedad que se salvaba de las situaciones imposibles a base de tiros y burlaba a la autoridad a cada encuentro. Y lo mejor era que estaba todavía prófugo, y cuanto más tiempo siguiera así, más aumentarían las audiencias ya enormes de la televisión y las astronómicas ventas de los periódicos.
Ese tipo de circo era algo que el LAPD no estaba dispuesto a tolerar, y menos ahora, cuando todos los periodistas querían entrevistar a algún miembro de la brigada. La solución más sencilla, y ésta fue la conclusión, era mantenerse aislados de los medios. Y eso era lo que habían hecho.
La única excepción era Dan Ford. El departamento sabía que podía confiar en él, no sólo para divulgar la verdad sino para guardar silencio cuando fuera consciente de que algo podía hacer salivar a los medios sensacionalistas, o intensificar el ambiente circense, o interferir con la investigación. Por ejemplo, su conocimiento del test de balística que relacionaba a Raymond con los asesinatos de Chicago. O las investigaciones que se estaban llevando a cabo sobre los homicidios con tortura de San Francisco y de México D.F. O, en un plano más personal, que al recibir la llamada de Halliday confirmando la relación con los asesinatos de Chicago, John Barron había dejado de lado momentáneamente su velo de dolor y se había puesto en contacto de inmediato con la policía de Chicago y con el detective asignado a los asesinatos de Pearson Street. Éste era el tipo de cosas que Dan Ford sabía pero que se guardaba para él, y éste era el motivo por el cual el departamento le hacía partícipe de sus investigaciones mientras que a los otros se los mantenía al margen.
Beverly Hills, 8:45 h
Raymond miraba a la pantalla del ordenador. Hacía exactamente cuatro horas que había recibido el e-mail de Jacques Bertrand. Ignoraba qué era lo que le impedía confirmarle el resto más rápido. Tenía ganas de coger el teléfono y llamarle, para exigirle una respuesta, pero no podía hacerlo.
Lo único que podía hacer era esperar y confiar en que éste no fuera el día en que la mujer de la limpieza o cualquier otro empleado del hogar de Neuss decidiera presentarse y le pidiera que se identificara y le dijera qué estaba haciendo allí. En vez de preocuparse, conservó la Beretta a mano y puso todas sus energías en hacer una búsqueda sistemática en los archivos del ordenador de Neuss y luego en su apartamento: abriendo cada cajón, armario, cómoda, mueble, maceta; inspeccionando literalmente cada palmo del espacio en busca de otra llave de caja fuerte o de cualquier información que pudiera indicarle la localización de la que buscaba. No encontró nada de nada. Lo más que se le acercó fue un falso cajón del tocador en el que la esposa de Neuss guardaba las joyas. Las joyas estaban. La llave no. La información tampoco.
Al final lo único que pudo hacer fue volver a poner las cosas donde las había encontrado y esperar a que Jacques Bertrand le confirmara lo que le había prometido.
Y esperar que nadie que hubiera visto los noticiarios por la tele ni leído el periódico de la mañana lo hubiera visto la noche anterior bajando por Linden Drive, o lo hubiera detectado desde una ventana al otro lado de la calle.
Zúrich, Suiza, a la misma hora. 17:45 hora local
La atención de la baronesa Marga de Vienne estaba concentrada en el televisor, exquisitamente encajado en las estanterías de caoba del elegante despacho de Jacques Bertrand situado en un cuarto piso del Lindenhof, una tranquila plaza que daba al barrio antiguo y al río Limmat.
Tan bella a sus cincuenta y dos años como lo había sido a los veinte, la baronesa -vestida con un traje oscuro de viaje, hecho a medida y de corte muy conservador, y con la larga melena recogida bajo un sombrero de lana virgen que le ocultaba casi todos los rasgos- se sentía claramente incómoda. Raras veces se encontraba cara a cara con su abogado. Sus asuntos solían despacharse a través de una línea de teléfono protegida y de un correo electrónico codificado, y desde luego, cuando se encontraban no era ella quien iba a verle. Pero esto era distinto. Había venido a Zúrich porque las cosas habían cambiado radicalmente. Lo que hacía unos pocos días había sido una operación cronometrada y programada con precisión, pero básicamente sencilla, se había convertido en una pesadilla provocada por una cadena de casualidades imprevisibles. La propia supervivencia de Raymond dependía ahora tanto de ellos como de él mismo. Lo que harían el viernes en Londres o el 7 de abril en Moscú ahora tenía que ser totalmente replanteado.
Tampoco tenían manera de saber si Neuss o Kitner sospechaban quién había cometido los asesinatos en América. Ni siquiera si hubieran visto su cara en televisión, era dudoso que después de todos aquellos años lo reconocieran, en especial porque recordarían a alguien con el pelo y las cejas oscuras, y no al hombre rubio con cejas rubias y la cirugía plástica en la nariz que cambiaba radicalmente su aspecto facial. Sin embargo, estaba claro que Neuss se había marchado a Londres de manera improvisada, y lo más probable era que lo hubiera hecho porque temía que quien fuera que había matado a los demás pudiera ir luego a por él. Además, una vez en Londres se encontraría con Kitner para decidir cuál era el siguiente paso, lo cual era muy probable que supusiera trasladar las piezas de donde estuvieran ahora hasta otra caja fuerte en otro lugar, complicando así las cosas todavía más.
Sin embargo, por muy inquietante que esto resultara, no era ni la mitad de preocupante de lo que ahora estaban viendo por la pantalla del televisor de Bertrand: la foto de Raymond divulgada en una emisión especial de la CNN y, con la imagen, escenas grabadas en vídeo la noche anterior en el aeropuerto internacional de Los Ángeles, posteriores a su tiroteo con la policía local y al asesinato de tres de ellos -entre los que se hallaba un detective muy conocido y querido- cuando intentaba subir a bordo del vuelo 453 de Lufthansa con destino a Frankfurt.
El repentino pitido del teléfono de Bertrand interrumpió la noticia y él respondió. Cuando lo hizo, la mano enguantada de la baronesa apretó un botón del mando y la tele quedó en silencio.
– Sí -dijo Bertrand en francés-. Sí, por supuesto. Notifíquenmelo de inmediato. -Colgó y miró a la baronesa-: Ya está. El avión está en el aire. El resto está en sus manos.
– Dios nos está poniendo a todos a prueba.
La baronesa volvió a girarse hacia el televisor para ver un montaje editado a toda prisa sobre la operación policial de búsqueda de Raymond que reflejaba cómo los distintos departamentos policiales de California tomaban posiciones para capturarlo. Mientras lo miraba, sus pensamientos se fueron hacia su interior y se preguntó si Raymond era lo bastante fuerte para superar aquello.
O si tenía que haberlo presionado todavía más.
Los Ángeles. Parker Center, 9:05 h
Barron recorrió rápidamente un pasillo interno mientras hablaba por el móvil con Jake Stemkowski en Chicago. A pesar de la orden del jefe Harwood, un grupo de periodistas había intentado acorralarle a su llegada, justo cuando contestaba a la llamada de Stemkowski. Los agentes habían obligado a la prensa a retroceder y él se metió por una puerta lateral para subir por un ascensor de la parte trasera, donde sacó el móvil tan pronto como vio que tenía la cobertura suficiente.
– Hemos hecho una lista de los nombres y direcciones rusos que se encontraban en el archivo de los hermanos Azov asesinados -dijo Stemkowski-. Se lo mando todo por fax. Seguimos trabajando en ello y nos pondremos en contacto en caso de surgir cualquier novedad.
– Gracias -contestó Barron.
– Y siento mucho lo de su comandante.
– Gracias.
Barron cortó la llamada y abrió la puerta de la sala de la brigada 5-2. Polchak estaba allí; también Lee. Estaban de pie junto a la ventana más cercana a su mesa, como si lo esperaran. Notó que habían bebido, pero no estaban borrachos.
– ¿Qué ocurre? -dijo, mientras cerraba la puerta detrás de él.
Ni Lee ni Polchak contestaron.
– ¿Se han ido a casa Halliday y Valparaiso?
– Se han ido, sencillamente -dijo Polchak lacónicamente. Llevaba el mismo traje que le había visto en el aeropuerto; tenía la mirada endurecida e iba desafeitado-. Dejaste que ese hijo de puta te quitara la pistola. La has cagado bien cagada. Pero eso ya lo sabes.
Barron miró a Lee. Como Polchak, llevaba la misma ropa que la noche anterior y tenía la misma mirada dura, la misma barba sin afeitar. Ninguno de los dos había pasado por casa después de darle la noticia a la esposa de Red. Claramente, ninguno de ellos estaba en su mejor estado emocional, pero eso daba igual. Para ellos Red había sido un dios y Barron era un capullo novato que tendría que haber matado a Raymond y no lo hizo, y luego lo había empeorado todavía más dejando que Raymond le quitara el arma y matara con ella a Red. Estos hechos juntos convertían en inequívoco lo que veía ahora en sus rostros. Lo culpaban de la muerte de Red.
– Lo siento -dijo, a media voz.
– ¿Vas armado? -Los ojos de Polchak estaban llenos de un asco que bordeaba el odio.
– ¿Por qué? -De pronto Barron desconfió de ellos. ¿Lo odiaban lo bastante como para matarle allí mismo?
– Raymond te quitó el arma -dijo Lee-. Mató a Red con ella.
– Ya lo sé. -Barron miró a los dos hombres y luego se abrió la cazadora lentamente. El Cok del 45 descansaba en la funda de su cintura-. La tenía en casa -dijo, antes de que la cazadora volviera a taparlo-. Lo que sintáis por mí ahora no importa. Lo único que importa es sacar a Raymond de la calle, ¿no es así?
Polchak se quedó inmóvil, buscando la mirada de Barron. Finalmente gruñó:
– Sí.
Barron miró a Lee:
– ¿Roosevelt?
Por un largo instante, Lee se quedó en silencio. Se limitaba a mirarlo como si intentara decidir qué iba a hacer. Por primera vez, Barron se dio cuenta de lo alto que era. Enorme, como si pudiera aplastarlo con un dedo.
Un pitido del fax interrumpió el momento con la transmisión del documento de Stemkowski desde la policía de Chicago. Fue suficiente y Lee hizo que sí con la cabeza:
– Sí -dijo-. Tienes razón.
– De acuerdo -dijo Barron, mirándolo a los ojos, antes de ir a recoger el fax que acababa de llegar.
Intentó no prestarles atención mientras examinaba la lista de teléfonos que Stemkowski había recopilado de la agenda de los hermanos asesinados. Azov, su apellido, era ruso, como lo eran la mayoría de nombres de la lista. La mayoría de direcciones estaban distribuidas por el sur de California, principalmente en Los Ángeles y sus alrededores. Unas cuantas pertenecían a la zona norte, en la bahía de San Francisco.
Barron leyó la lista una vez y luego lo volvió a hacer. La primera vez se le pasó por completo, y estuvo a punto de sucederle lo mismo la segunda. Estaba dispuesto a tirar el documento a la papelera cuando algo le llamó la atención y volvió la vista atrás. Había un nombre a tres cuartos de la página que no era ruso, o al menos no lo parecía, pero la dirección a la que correspondía le sonaba demasiado. De pronto miró a Lee y Polchak:
– Las víctimas del asesinato de Chicago tenían un amigo en Beverly Hills. Tiene un negocio a pocos pasos de la pizzería en la que la chica dijo haber visto a Raymond, y sólo a unas manzanas de donde la policía de Beverly Hills encontró el coche con el cadáver del diseñador. La dirección es 9520 Brighton Way. Se llama Alfred Neuss.
9:17 h
Beverly Hills, 10:10 h
Raymond volvió a consultar la pantalla del ordenador para ver si le llegaba el mensaje de Bertrand. Seguía sin haber nada. ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué no había respuesta?
¿Tal vez Bertrand, sencillamente, no dispusiera de más información? ¿Habrían tenido problemas para conseguir un avión y un piloto? ¿O tal vez el problema había surgido al intentar obtener un pasaporte, y el retraso al facilitárselo al piloto? ¿Habría surgido algún otro problema? Sólo Dios lo sabía.
Raymond apartó enojado la vista de la pantalla. ¿Cuánto tiempo podía seguir esperando? A estas alturas, afuera en la calle había cada vez más actividad: jardineros, personal de mantenimiento, gente que hacía entregas, conductores que aparcaban y luego recorrían la corta distancia hasta Wilshire Boulevard y los comercios y oficinas cercanos.
Volvió a mirar a la pantalla. Todavía nada.
Se dirigió al pasillo, luego a la cocina y luego volvió al estudio, mientras su nivel de ansiedad iba creciendo minuto a minuto. Sabía que cuanto más tiempo permaneciera en el apartamento, mayores eran las posibilidades de que lo encontraran. Como medida de precaución había planeado una manera de escapar en caso de que ocurriera algo antes de que Bertrand le respondiera. La encontró en un juego de llaves del Mercedes azul marino de Alfred Neuss, que había descubierto cerrado y aparcado en una plaza de la parte trasera del edificio, en el callejón de servicio. Pero era solamente una manera de escapar en caso de emergencia. La realidad era que no tenía ningún otro lugar adonde ir.
20:12 h
Volvió a consultar la pantalla, convencido de que no iba a encontrar nada y de que volvería a maldecir a Bertrand. Pero esta vez se sorprendió de encontrar un mensaje esperándolo. También era codificado y, una vez descodificado, decía:
«West Charter Air, Nassau, Bahamas. El Gulfstream IV recogerá al hombre de negocios mexicano Jorge Luis Ventana en el aeropuerto municipal de Santa Mónica. 13:00 horas. Los documentos necesarios de identificación se encuentran a bordo.»Eso era todo. Lo único que necesitaba. De pronto se metió en Internet y clicó en Herramientas. Luego seleccionó Opciones de Internet. En los Archivos Temporales de Internet clicó en Borrar Archivos y luego borró los Contenidos Externos y clicó en Eliminar Historial. Estas acciones, combinadas con la maraña de servidores IP que había utilizado para ponerse en contacto con Bertrand, prácticamente impedirían que se pudieran rastrear sus mensajes de salida o de entrada.
Lo siguiente que hizo fue apagar el ordenador y dirigirse al armario de Neuss, del cual sacó el traje de lino que se había probado un rato antes. Los pantalones le venían algo cortos y la cintura un poco ancha, pero con un cinturón bien apretado, la chaqueta ocultaría el exceso de tela. De la cómoda de Neuss sacó una camisa blanca almidonada y una corbata cara a rayas rojas y verdes.
En unos minutos estuvo vestido, se estaba anudando la corbata y calzándose un sombrero de rafia al estilo Panamá para ocultar la cabeza afeitada. Una vez listo, cogió la Beretta de 9 mm de Barron de la cama y se la puso dentro del cinturón. Finalmente se miró en el espejo de cuerpo entero de Alfred Neuss. Tenía un aspecto más que presentable y sonrió satisfecho.
– Bueno -dijo, en español, y por primera vez en tanto tiempo como era capaz de recordar, se relajó. Al salir de un país en un avión privado no había que pasar el trámite de la inspección de pasaportes u otra documentación de identidad. Esos documentos los necesitaría al aterrizar, y estaba seguro de que los encontraría a bordo tal como Bertrand le había prometido. Lo único que tenía que hacer era llegar al aeropuerto de Santa Mónica, y ya tenía el medio de transporte: el Mercedes de Alfred Neuss.
– Bueno -volvió a exclamar. Finalmente, las cosas empezaban a salirle bien.
Una última mirada al espejo, un ajuste del sombrero y la corbata y se dirigió a la puerta. De pronto se detuvo, al decidir que, por prudencia, era mejor echar un último vistazo por la ventana. Pero, al hacerlo, se quedó petrificado. Fuera había un coche estacionado en doble fila del que John Barron salía en aquel preciso instante. Lo acompañaban dos de los detectives del LAPD que estaban en el aeropuerto y en el garaje en el que mataron a Donlan. Con ellos, y guiándolos hasta el edificio, iba la arrogante encargada de la joyería de Alfred Neuss.
10:19 h
Los cuatro desaparecieron de su vista, debajo del edificio. Obviamente, la encargada debía de tener la llave del apartamento o no los estaría acompañando. Eso significaba que era sólo cuestión de minutos, incluso de segundos, que llegaran a la puerta de entrada. No tenía tiempo para tratar de disimular que había estado allí. De prisa, Raymond entró en el baño y miró por la ventanita al callejón de atrás, preguntándose si tenían alguna patrulla de policía apostada en la parte posterior del edificio. Al parecer no era así.
En un instante cruzó la cocina, salió por al puerta trasera y bajó las escaleras. Al llegar abajo se sacó la Beretta del cinturón y abrió la puerta. Un camión grande de basura bloqueaba parcialmente el callejón mientras dos operarios recogían los cubos de los edificios. Por el otro lado había pista libre hasta la calle. Con la Beretta sujeta a un costado, Raymond abrió la puerta y se dirigió directamente al lugar donde estaba el coche. Tranquilamente apretó el botón del mando de las llaves que desconectaba la alarma y abría las puertas y se metió en el coche. En un momento el motor del Mercedes se puso en marcha y Raymond dio marcha atrás para meterse en el callejón. El camión de la basura estaba ahora más cerca, pero todavía le quedaba espacio para hacer la maniobra.
Hizo marcha atrás hasta donde pudo, luego puso el cambio de marchas en Drive y pisó el acelerador. El coche salió hacia delante… pero inmediatamente pisó el freno. Un segundo camión de la basura acababa de meterse desde el otro lado del callejón, dejándolo atrapado entre los dos.
10:23 h
Greta Adler era la mujer que quedaba al mando de la joyería Alfred Neuss cuando no estaban ni Neuss ni su esposa, y fue ella quien abrió la puerta del apartamento.
– Gracias -dijo Barron-. Ahora, por favor, espere aquí. -Miró a Lee y Polchak y luego sacó el Cok Double Eagle de la funda de su cintura y entró en el piso. Lee y Polchak iban justo detrás de él.
Recibidor. Un pequeño despacho con ordenador. Sala de estar. Dormitorio. Cocina. Puertas abiertas, armarios revisados. Allí no había nadie.
– Inspeccionémoslo con más detalle. -Lee entró en la cocina, Polchak en la habitación.
Barron se guardó el arma y volvió a la puerta principal.
– Entre, señora Adler -le dijo.
– Señorita Adler -le corrigió ella mientras lo obedecía.
Greta Adler reconoció la foto de Raymond al instante en que Barron se la mostró, en la joyería. Había estado allí el día antes por la tarde, les dijo.
– Dijo que buscaba al señor Neuss y pareció sorprendido, hasta asombrado, cuando le informamos de que no estaba aquí sino en Londres.
– ¿Conoce el señor Neuss a Raymond Thorne? -preguntó Barron.
– No lo creo.
– ¿Había visto usted alguna vez a Raymond Thorne?
– No.
– ¿Ni había oído tampoco mencionar su nombre al señor o a la señora Neuss?
– No.
– ¿Les dijo el motivo por el que quería ver al señor Neuss?
– No le di la oportunidad -la mirada de Greta se endureció-. Por la manera en que iba vestido, lo que quería era que saliera de la joyería lo antes posible, de modo que, sencillamente, le dije que los señores Neuss estaban en Londres. Lo cual es cierto.
– La foto de Raymond ha estado saliendo por televisión y también ha aparecido en la portada de Los Ángeles Times -dijo Barron con incredulidad-. ¿No la ha visto?
– No veo televisión. -Greta levantó la nariz-. Y tampoco leo el Times.
10:27 h
Con la ansiedad reflejada en el rostro y la Beretta en la mano, Raymond mantenía la mirada clavada en la entrada trasera del edificio de apartamentos, convencido de que Barron y sus compañeros aparecerían por ella como un tifón en cualquier momento. Pero no tenía nada que hacer. Los camiones de la basura seguían bloqueando el Mercedes entre ellos mientras sus conductores se enzarzaban cara a cara en una discusión en español por una deuda de dinero.
10:28 h
Lee salió de pronto de la cocina mirando a Greta Adler.
– ¿Cuándo se marcharon los Neuss a Londres?
– El martes por la tarde.
– ¿Tienen hijos, o hay alguien más que pueda haber estado en el apartamento?
– No, los Neuss no tienen hijos, y no hay nadie que pueda haber estado aquí. No son ese tipo de gente.
– ¿Viajan muy a menudo? ¿Puede ser que dispongan de una persona que les cuide el apartamento cuando no están?
– No, viajan más bien poco. De hecho, casi nunca. No tienen por qué tener a alguien que cuide del piso en su ausencia. Y si lo tuvieran, me habrían informado.
Lee miró a Barron:
– Alguien ha estado aquí, y de eso no hace mucho. En la encimera de la cocina hay gotas de agua, y en el fregadero hay un vaso todavía mojado.
Polchak salió de la habitación en aquel instante.
– Ha sido Raymond.
– ¿Cómo? -Barron y Lee levantaron la vista al mismo tiempo.
– Hay unos vaqueros en el suelo del armario como los que llevaba en el aeropuerto cuando disparó a Red. Y también una gorra y una cazadora de Disneylandia.
Lee miró a Polchak:
– ¿Y qué te hace pensar que son de Raymond y no de Neuss?
– El señor Neuss se dejaría torturar antes de ponerse unos vaqueros -intervino Greta Adler-. Y lo mismo se puede decir de la ropa de Disney.
– Eso no quiere decir que sean de Raymond.
– No lo eran -dijo Polchak-. Apuesto la paga de un año a que originariamente pertenecían a Josef Speer. En la etiqueta pequeña pone que los vaqueros están comprados en unos grandes almacenes de Alemania.
Raymond abrió la puerta del Mercedes de un manotazo, se metió la Beretta en el cinturón, debajo de la chaqueta, y se acercó a los hombres enfrentados.
– Soy médico -dijo en un español apresurado-. Es una emergencia. Por favor, aparte el camión.
No le hicieron ni caso y siguieron discutiendo.
– ¡Es una emergencia, por favor! -dijo, con más severidad.
Finalmente, el conductor del camión que bloqueaba la salida a la calle lo miró:
– Sí -dijo, a regañadientes-. Sí.
Y con una mirada muy dura hacia el tipo con el que había estado discutiendo, se metió en su camión y dio marcha atrás. Raymond anduvo doce pasos y entró de nuevo en el Mercedes, puso la marcha y lo hizo avanzar impaciente, esperando a que el callejón quedara libre.
Barron y Polchak bajaron rápidamente las escaleras de atrás. Lee iba detrás de ellos y llamó por radio a la policía de Beverly Hills para que les mandaran refuerzos. Los dos hombres se detuvieron al pie de las escaleras y sacaron sus revólveres. Barron miró a Polchak, éste asintió con la cabeza y salieron en estampida por la puerta.
De inmediato se detuvieron. El callejón estaba vacío excepto por los dos camiones municipales de recogida de basuras, con sus dos chóferes que seguían en el medio enzarzados de nuevo en la misma discusión.
12:05 h
GATILLO RAY VUELVE A ESCAPARSE, anunciaban al mundo las agencias de noticias de Internet. El Mercedes de Alfred Neuss había sido hallado y, de nuevo, Beverly Hills estaba sumido en un estado de casi toque de queda mientras la policía uniformada y de paisano, acompañada de perros y helicópteros, barrían una zona de más de siete kilómetros cuadrados.
La prensa estaba encantada. Los residentes, la comunidad empresarial y los políticos ya estaban hartos. Para todos, el resultado era el mismo: la policía de Beverly Hills acababa de sumarse a la policía de Los Ángeles y a la brigada 5-2 como primeros aspirantes al título de «payasos de la década».
Mientras permanecía en el recibidor del piso de Alfred Neuss vigilando cómo la policía científica de Beverly Hills registraba el hogar del joyero de arriba abajo, a Barron no le importaba lo que dijera la prensa ni lo que pensaran los políticos. Los policías no eran ningunos payasos. El problema era que Raymond era un tipo increíblemente atrevido, y astuto hasta un extremo maníaco. Había ido al apartamento de Neuss porque sabía que estaba vacío. Era el único lugar con el que podía contar para descansar y refugiarse y confió en que allí no le encontrarían. Y si había ido a Los Ángeles para encontrarse con Neuss, posiblemente también para asesinarle, de lo cual estaban casi seguros, ¿qué mejor lugar para esconderse que el hogar de la propia víctima? Entonces le habían sorprendido y huyó, vestido con la ropa de Neuss, conduciendo su vehículo y dejando los principales interrogantes en el aire.
¿Quién era Raymond Oliver Thorne? ¿Y qué estaba haciendo?
Todos le habían escuchado hablar inglés con un acento perfectamente americano, pero también se dirigió con un español impecable a los chóferes de los camiones de la basura y le soltó un Dasvedanya a Barron en la rampa de equipajes cuando estaba a punto de dispararle. Dasvedanya significa «adiós» en ruso, lo cual significaba que al menos conocía una palabra, y tal vez muchas más, en ruso. Un empleado medio del hotel Bonaventure afirmó que lo había oído conversar en alemán con Josef Speer. Y también la agente de billetes de Lufthansa les dijo que «Speer» hablaba alemán con fluidez.
Además, los hombres a los que asesinó en Chicago eran rusos, y el nombre de Alfred Neuss había sido hallado en su agenda junto a una lista de ciudadanos ruso-americanos. Cuando le preguntaron sobre el asunto, Greta Adler declaró sencillamente desconocer el motivo por el cual su nombre se encontraba en aquella lista. Según su conocimiento, su único contacto con los sastres era que una vez utilizó sus servicios en Chicago y luego pidió que le mandaran la factura a la joyería. En cuanto a su propio patrimonio, el señor Neuss nunca lo había mencionado. De modo que, fuera cual fuese su relación con Neuss o con las víctimas de Chicago, de momento nada ayudaba a responder al enigma de quién era el pistolero políglota. ¿Un sicario internacional? ¿Un mafioso ruso? ¿Algún tipo de terrorista solitario con relaciones desconocidas? Y seguían sin tener manera de comprobar si tenía algún vínculo previo con Donlan.
Esas complicaciones no sólo enfurecían, sino que frustraban a Barron y le hacían plantearse todavía más preguntas. ¿Por qué había matado a los dos sastres de Chicago? ¿Y cuál era la explicación de los hombres torturados y asesinados en San Francisco y México D.F.? ¿Qué había venido a hacer Raymond a Los Ángeles? ¿Qué significado tenían las llaves de la caja fuerte? ¿Tenían alguna importancia los nombres, lugares y fechas anotados en su agenda?
Lunes 11 de marzo, Londres.
Martes 22 de marzo, Londres.
Miércoles 13 de marzo, Londres-Francia-Londres.
Jueves 14 de marzo, Londres. Con la breve leyenda escrita en ruso debajo -Embajada rusa/Londres- y luego, en inglés, Í.M. en el Penrith's Bar, High Street, 20:00 h.
Viernes 15 de marzo. Uxbridge Street, 22.
Domingo, 7 de abril. Con la barra después del 7 y la palabra, también escrita en ruso, la nota decía: 7 de abril/Moscú.
Y finalmente, ¿cómo cuadraba un joyero rico, respetado y de Beverly Hills desde hacía muchos años como Alfred Neuss en todo aquello?
Estaba claro que ellos lo ignoraban, pero tal vez Alfred Neuss supiera explicárselo. En estos momentos la policía metropolitana de Londres estaba intentando localizarle, y cuando lo hiciera era probable que el hombre tuviera una respuesta, o al menos pudiera arrojar cierta luz sobre lo que estaba ocurriendo. Pero de momento, nada de aquello contribuía a aclarar el paradero actual de Raymond. Ni cuáles eran sus planes. O quién caería herido, o tal vez muerto, cuando volviera a atacar.
12:25 h
Barron salió del recibidor para cruzar la cocina y bajar otra vez al callejón donde Polchak y Lee estaban trabajando con los detectives de Beverly Hills. Mientras bajaba se acordó de algo. Gracias a Greta Adler, Raymond sabía adonde había ido Neuss. Si se les volvía a escapar y conseguía salir de Los Ángeles, lo siguiente que sabría de él sería a través de una llamada de la Scotland Yard que les comunicaría que Alfred Neuss había sido hallado muerto.
12:35 h
Raymond permanecía en silencio en el asiento de atrás del taxi, mientras el vehículo dejaba Olympic Boulevard por Bundy Drive, de camino al aeropuerto de Santa Mónica.
Había cogido el Mercedes de Neuss para ir al aeropuerto por sus propios medios, pero cuando apenas salía del callejón pensó que la mujer de la joyería de Neuss sabría qué coche tenía su jefe y de qué color. En pocos minutos se darían cuenta de que faltaba de su plaza de parking y ordenarían la alerta, de modo que cualquier intento de recorrer más que unas pocas manzanas, y desde luego de ir desde Beverly Hills a Santa Mónica con el intenso tráfico de mediodía equivaldría a pintar sus puertas de naranja fosforescente con las letras Fugitivo buscado dentro.
Por ese motivo decidió aparcarlo a medio kilómetro del apartamento de Neuss, cerrarlo y tirar las llaves a una alcantarilla. Al cabo de cinco minutos, vestido con el traje ocre de Neuss y su sombrero panameño, había cruzado Rodeo Drive y se metía en el elegante vestíbulo del hotel Beverly Wilshire. Dos minutos más y se encontraba en la entrada de vehículos trasera, esperando mientras un portero le pedía un taxi. Y sesenta segundos más tarde ya estaba sentado en el asiento trasero del taxi.
– Al Beach Hotel de Santa Mónica -le dijo al taxista en inglés, pero fingiendo un fuerte acento francés-. ¿Sabe dónde está?
– Sí, señor -dijo el taxista, sin mirarlo-. Ya lo conozco.
Al cabo de veinte minutos se bajó del taxi frente al lujoso hotel de playa de Santa Mónica y entró en el vestíbulo. Cinco minutos más tarde salía por una puerta lateral y paraba un taxi en la acera.
– Al aeropuerto de Santa Mónica -dijo, ahora fingiendo acento español.
– ¿Habla usted español? -le preguntó el taxista hispano.
– Sí -dijo Raymond-, sí.
12:40 h
El taxi salió de Bundy Drive y se metió por una calle estrecha que corría junto a una verja de cadenas con avionetas privadas estacionadas al otro lado. Pasaron de largo de un desvío y luego el taxista se metió por el siguiente, hacia la terminal del aeropuerto.
El taxi redujo la velocidad a medida que se acercaban y Raymond se incorporó, mirando hacia la terminal y a las aeronaves estacionadas en el asfalto de más atrás. Parecían avionetas civiles, de hélices. No se veía ningún jet entre ellas. Ni tampoco ninguna de ellas parecía indicar que se trataba de un chárter. Consultó el reloj y se preguntó si el avión que Jacques Bertrand le mandaba venía con retraso o si había habido algún problema de comunicación, o mecánico, con el propio avión.
Un bimotor Cessna despegó a lo lejos. Y luego, nada. ¿Dónde estaba su avión? Raymond sintió que se le aceleraba el pulso y, al mismo tiempo, el labio superior se le llenaba de gotitas de sudor. ¿Qué tenía que hacer ahora, salir y esperar? ¿Llamar a Bertrand a Zúrich? ¿Qué?
«Tranquilo -se dijo-. Tranquilízate y espera.»Se acercaban a la terminal y el taxista rodeó otro taxi, luego aminoró la marcha mientras esperaba que el tráfico de delante se despejara. Entonces fue cuando Raymond lo vio: un gran jet plateado Gulfstream con el nombre West Charter Air estampado en grandes letras rojas y negras a lo largo del fuselaje. Estaba aparcado en el asfalto al fondo de la terminal con la puerta de pasajeros abierta. Dos pilotos uniformados esperaban en el suelo, al lado, y charlaban con un operario de mantenimiento.
– Maldita sea, más policía -protestó de pronto el taxista hispano en español, y Raymond miró delante del taxi. Tres coches azules y blancos de la policía de Santa Mónica estaban estacionados directamente delante de la terminal, y en la puerta había policías de uniforme. Desde lejos resultaba imposible saber qué estaban haciendo. -Ya estoy harto -volvió a quejarse el taxista-. No sé quién es ese tipo, pero nos está amargando la vida a todos. Espero que lo atrapen y pronto, ¿me entiende? -Se volvió a mirar a Raymond por encima del asiento.
– Sí, yo también lo espero -dijo Raymond en español-.Aquí estará bien; me puede dejar aquí.
– OK -El taxista llevó el coche junto al bordillo y se detuvo a unos cincuenta metros de la terminal.
– Gracias. -Raymond le pagó con los dólares en efectivo de Josef Speer y bajó del vehículo.
Esperó a que el taxi se alejara y luego empezó a caminar hacia la terminal, preguntándose si habría otra manera de llegar al avión que no supusiera superar la barrera de policías, o si osaría pasar delante de ellos fingiendo ser el hombre de negocios mexicano que se suponía que era y usando su español.
Cuando estaba más cerca pudo ver a los dos policías que estaban sentados en el primer coche patrulla. Había cuatro más en la puerta de la terminal y ahora podía ver lo que hacían: comprobaban meticulosamente la identificación de todo aquel que entraba. Hubiera sido fantástico disponer de los documentos de identidad que Bertrand le había mandado, que sabía que estaban en el avión. Pero si intentaba explicar quién era sin ellos llamaría demasiado la atención. La policía le haría preguntas y dispondría de copias de su foto.
Miró al Gulfstream a través de la valla. Los dos pilotos seguían charlando, seguían esperando, pero no tenía manera de llegar hasta ellos. Vaciló y luego decidió no hacerlo, dio media vuelta y se alejó, de nuevo hacia la calle, por donde había venido.
Los Ángeles, 210 Ridgeview Lañe, 20:10 h
La casa de Red era un chalet sencillo de una sola planta y tres dormitorios con lo que un agente inmobiliario llamaría «vista parcial de la ciudad» desde el patio de atrás. Esta noche, la vista era más que parcial. Con el cielo despejado y las ramas de los sicómoros que colgaban todavía desnudas, las luces de Los Ángeles alcanzaban casi hasta el horizonte como una galaxia. Era una visión más que mágica que atraía poderosamente la vista, y quien miraba se daba cuenta de que, en algún punto de aquella visión, estaba Raymond.
John Barron siguió mirando un breve momento, luego se volvió y anduvo más allá de un grupo de gente que charlaba discretamente en el césped, hasta el interior de la casa. Iba vestido con traje oscuro, como casi todos los demás.
En los cinco o diez minutos que llevaba fuera, el desfile de dolientes había crecido sustancialmente, y seguían llegando más. Uno a uno, se detenían a darle el pésame a la viuda de Red, Gloria, a abrazar a sus dos hijas, ya mayores, y a besar juguetonamente a sus tres nietos. Luego se trasladaban a otras partes de la casa para beber o tomar un tentempié y luego ponerse a hablar tranquilamente entre ellos.
Barron conocía de vista a la mayoría. El alcalde de Los Ángeles, Bill Noonan; Su Eminencia Richard John Emery, cardenal de Los Ángeles; el jefe de policía, Louis Harwood; el sheriff del condado de Los Ángeles, Peter Black; el fiscal del distrito, Richard Rojas; el venerable rabino Jerome Mosesman; casi todos los miembros del consistorio municipal; los entrenadores titulares de los equipos universitarios de fútbol, de la UCLA y de la USC. También había más altos cargos del LAPD, hombres a los que Barron conocía pero de los que desconocía los nombres; varias figuras prominentes del deporte y de los medios informativos; un actor oscarizado con su esposa; media docena de detectives veteranos, uno de ellos, Gene VerMeer, alto y de rostro curtido, del que Barron sabía que era uno de los mejores y más viejos amigos de Red; y luego estaban también Lee, Polchak, Valparaiso y Halliday, todos vestidos con la misma sobriedad que Barron y acompañados de mujeres a las que nunca había visto pero que suponía que eran sus esposas.
Barron, de pie, mientras contemplaba a la delgada y enérgica Gloria McClatchy -una prestigiosa profesora de escuela pública con una excelente reputación ganada a pulso- desempeñar con entereza y elegancia su papel de anfitriona, se sintió embargado por una emoción casi aplastante: dolor, rabia, sentimiento de pérdida, ira y frustración por no haber sido capaz de capturar a Raymond, todo combinado con lo que ahora ya empezaba a ser un enorme agotamiento físico y mental.
Era la primera vez que veía a Halliday y a Valparaiso desde la muerte de Red. Sabía que habían hablado con Polchak porque le había oído por la radio informándoles de lo ocurrido en el apartamento de Alfred Neuss. Ambos estaban ya en la casa de los McClatchy cuando llegó, pero estaban con las hijas de Gloria y Red y luego empezó a llegar más gente y ellos se separaron, y desde entonces no le habían buscado ni le habían prestado la más mínima atención. Tenía que asumir que no eran sólo Polchak y Lee los que le culpaban de la muerte de Red, sino también Valparaiso y Halliday, y tal vez también Gene VerMeer y el resto de detectives.
Y ahora, mientras los contemplaba a todos -a Lee y Halliday aguardando en silencio junto a sus esposas; a VerMeer y a los otros, que hablaban en voz baja entre ellos; a Polchak y Valparaiso, que se acercaban a un mueble bar improvisado en un rincón, para aferrarse a solas a sus copas, sin decir nada, con sus esposas en otro lugar-, empezó a ser consciente de la profundidad de su dolor y de lo insignificantes que eran sus emociones comparadas con las de ellos. Halliday, con toda su juventud, hacía muchos años que conocía a Red McClathy, que había trabajado codo a codo con él, que lo quería y que lo respetaba. Lee y Valparaiso llevaban más de una década trabajando a su lado. Y Polchak más tiempo que ninguno de ellos. Todos sabían que el peligro de muerte era inherente al trabajo, pero eso no les hacía aquel momento más llevadero. Ni tampoco lo hacía la consciencia de que Red había muerto para proteger al miembro más joven y nuevo de su equipo. Y todavía los ayudaba menos saber que el asesino seguía libre y que la prensa se estaba frotando las manos con la noticia. Pero quizá lo más problemático de todo era que sabía que estaban bajo el foco de la larga y orgullosa historia de la legendaria brigada y que sentían que no estaban dando la talla.
¡Ya bastaba! De pronto, Barron dio media vuelta y cruzó el pasillo hacia la cocina, sin saber qué hacer, decir o ni siquiera pensar. A medio camino se detuvo. Gloria McClatchy estaba sentada a solas en un pequeño sofá de cuadros en una sala que debía de haber sido el estudio de Red, con una sencilla lámpara encendida en un rincón. En una mano tenía una taza de café de la que no había tomado ni un sorbo; con la otra acariciaba tiernamente la cabeza de un viejo labrador que se sentaba a sus pies con la cabeza apoyada en su regazo. Estaba muy pálida, con el rostro envejecido y muy cansado, como si todo lo que había tenido le hubiera sido arrebatado bruscamente.
Ésta era la Gloria McClatchy que le había cogido las dos manos entre las suyas cuando llegó y, aunque no se habían conocido antes, lo miró a los ojos y le agradeció sinceramente que hubiera venido. Y que fuera tan buen policía. Y luego le dijo lo orgulloso que Red estaba de él.
– Maldita sea -juró para sus adentros, cuando las lágrimas empezaban a brotar de los ojos. De pronto dio media vuelta, volvió a la sala de estar y se abrió paso entre todas aquellas caras conocidas, tratando de encontrar la puerta principal.
– ¡Raymond!
La voz atronadora de Red le resonó por la cabeza con tanta fuerza como si estuviera allí mismo. Un grito que apartó de Barron la atención mortífera del pistolero y la atrajo hacia él en lo que sería la última orden de su vida.
– ¡Raymond!
Oyó a Red gritando de nuevo y casi esperó oír la explosión del disparo.
Luego se dirigió a la puerta, la abrió y salió al exterior.
El aire fresco de la noche le golpeó la cara medio segundo antes de que una pantalla de luz lo cegara con el brillo de lo que parecían cientos de cámaras de televisión. Desde la oscuridad de más allá del cerco mediático sonó un coro de voces que lo llamaban por su nombre. «¡John! ¡John! ¡John!», coreado por el grupo de periodistas invisibles que requerían su atención y le suplicaban que hiciera alguna declaración.
Los ignoró y cruzó la franja de césped hasta el cordón policial que mantenía alejada a la prensa. Le pareció haber visto a Dan Ford, pero no estaba seguro. En un momento logró alejarse de ellos y se encontró dentro de la oscura y relativa tranquilidad de aquella calle suburbana, camino del lugar en el que había aparcado su Mustang. Cuando lo había casi alcanzado una voz lo llamó por detrás.
– ¿Adonde coño te crees que vas?
Se volvió. Polchak se dirigía andando hacia él por debajo del brillo de una farola. Se había quitado la chaqueta y la corbata y tenía la camisa medio abierta. Sudaba y respiraba con fuerza, como si hubiera perseguido a Barron corriendo desde la casa.
Polchak se detuvo y se balanceó sobre los talones.
– ¡Te he dicho que adónde vas!
Barron lo miró. Esa mañana, en la sala de la brigada, le resultó evidente que había bebido pero no estaba borracho. Ahora sí lo estaba.
– A casa -dijo Barron, con calma.
– No. Vamos a tomar una copa. Sólo nosotros. Sólo los de la brigada.
– Len, estoy cansado. Necesito dormir.
– ¿Cansado? -Polchak dio un paso hacia él, clavándole los ojos-. ¿Y qué cojones has hecho para estar tan cansado, aparte de volver a dejarlo escapar? -Polchak se le acercó todavía más y Barron pudo ver su Beretta embutida en el cinturón como si fuera una potente ocurrencia de última hora-. Y ya sabes de quién te hablo… de Raymond.
– No se me escapó sólo a mí, Len. Tú estabas allí a mi lado.
Barron vio cómo a Polchak le temblaban las aletas de la nariz en su rostro cuadrado instantes antes de abalanzarse sobre él. Lo agarró de la americana, lo empujó con fuerza y lo tiró de cabeza contra el Mustang.
– ¡Lo han matado por tu culpa, pedazo de mierda! -gritaba Polchak, enfurecido.
Barron se tambaleó y se dio la vuelta con la mano levantada:
– No pienso pelearme contigo, Len.
El puño del detective se le estrelló entonces por sorpresa en algún lugar entre la nariz y la boca y lo mandó dando tumbos hacia la calle.
Polchak se le abalanzó de nuevo, esta vez usando los pies, pateándole en la cabeza, en las costillas, por todas partes que podía.
– ¡Esto es por Red, hijo de la gran puta!
– ¡Len, basta ya, maldita sea! -gritó Barron mientras se arrastraba por el suelo y Polchak lo seguía como enloquecido, pateándolo una y otra vez.
– ¡Que te den por culo, gilipollas! -Polchak estaba ido, presa de la furia-. ¡Aquí tienes más, capullo de mierda!
De pronto apareció alguien por la espalda de Polchak y que trataba de tirar de él hacia atrás.
– ¡Basta, Len! ¡Por Dios! ¡Déjalo ya!
Polchak se volvió, sin ni siquiera mirar, y le lanzó un gancho de revés sin contemplaciones.
– ¡Aaah! ¡Mierda! ¡Coño! -Dan Ford se tambaleó hacia atrás, las gafas en el suelo, sujetándose la nariz con las dos manos mientras la sangre le resbalaba entre los dedos.
– ¡Aparta de aquí, cretino! -le gritó Polchak.
– ¡Len! -Ahora apareció Lee, resoplando por haber llegado corriendo, con la mirada volando rápidamente de Polchak a Barron, de Barron a Ford-. ¡Por Dios, basta ya!
– ¡Vete a tomar por culo! -le gritó Polchak, con los puños levantados y el pecho agitado.
Luego apareció Valparaiso en medio de la oscuridad, detrás de Lee.
– ¿Te diviertes, Len?
Polchak, de pronto, se quitó el cinturón y se lo envolvió en el puño:
– ¡Te voy a enseñar cómo me divierto!
Entonces apareció Halliday:
– Basta ya, Len, apártate. -Halliday lo apuntaba directamente con su Beretta.
Polchak miró el revólver y luego miró a Halliday:
– No me vengas con esto.
– Tu esposa te está esperando, Len. Vuelve a la casa.
Polchak dio un paso hacia él, mirándolo a los ojos:
– Venga, úsalo.
– Len, por el amor de Dios. -Lee lo miraba fijamente-. Cálmate.
Valparaiso sonrió, como si, de alguna manera, aquella situación le divirtiera.
– Vamos, Jimmy, dispárale. Más feo no puede quedar.
Barron se levantó y se dirigió hacia Dan Ford. Llevaba una americana nueva, puesto que la vieja la había sacrificado para cubrir el cuerpo de Red en el aeropuerto. Encontró sus gafas y se las dio.
– Aléjate de aquí -le dijo, mientras sacaba un pañuelo del bolsillo y se lo ofrecía.
Ford cogió el pañuelo y se lo llevó a la nariz, pero, mientras, tenía toda su atención centrada en Polchak y Halliday.
– ¡He dicho que te vayas! ¡Ahora! -le dijo otra vez Barron, ahora con tono brutal.
Ford le miró y luego se volvió bruscamente y se alejó por la oscuridad, hacia la casa y el grupo de periodistas.
Fue un intercambio del que Polchak no se dio cuenta. Durante todo aquel rato estuvo mirando a Halliday. Ahora se le acercaba un poco más mientras se abría la camisa, empujándola hacia atrás.
– Si tienes cojones, Jimmy, dispárame. -Polchak se tocaba el centro del pecho-. Aquí, en el corazón.
De pronto Halliday enfundó la Beretta:
– Ha sido un día muy largo, Len. Es hora de marcharse a casa.
Polchak levantó la cabeza:
– ¡Eh! ¿Cuál es el problema? ¿Qué importancia tiene un muerto más, entre amigos?
De pronto miró a los otros, de pie bajo él semicírculo de luz que dibujaba la farola:
– ¿Nadie quiere hacerlo? Pues entonces lo haré yo mismo.
Polchak quiso sacarse la Beretta del cinturón, pero no estaba. Atónito, se dio la vuelta, buscándola.
– ¿Buscas tu revólver, Len?
Polchak se volvió.
Barron tenía la Beretta de Polchak en una mano, sin apretar. Le salía sangre de la nariz, pero no le prestó atención:
– Es tuyo. Si lo quieres, cógelo.
De un solo gesto, Barron deslizó la pistola por el suelo hasta que se detuvo entre él y Polchak.
– Vamos.
Polchak miró a Barron, con los ojos brillantes como los de una fiera salvaje:
– ¿Piensas que no lo haré?
– Yo no pienso nada.
– Soy el único aquí que tiene lo que hay que tener -dijo Polchak, mirando a los otros-. Puedo matar a quien me dé la gana. Hasta a mí mismo. Mirad.
De pronto Polchak se inclinó y quiso coger el arma. En el mismo instante, Barron se le acercó y le dio una patada. Toda la inercia de la misma impactó en la mandíbula de Polchak e hizo que su cuerpo se levantara. Por unos momentos se quedó colgando en el aire, luchando contra la gravedad; luego se le doblaron las piernas y cayó desparramado al suelo.
Barron se acercó lentamente y recogió el revólver de Polchak. Lo miró unos segundos y luego se lo dio a Halliday. Todo él estaba agotado, retorcido, acabado.
Polchak yacía en el suelo ante ellos, con los ojos abiertos y la respiración entrecortada.
– ¿Está bien? -preguntó Barron a quien quisiera responderle.
– Sí -asintió Lee.
– Me marcho a casa.
22:41 h
Barron llevó el Mustang más allá de las enormes buganvillas que bordeaban la entrada de coches y se metió en su plaza de parking. Le dolía todo; hasta quitarse el cinturón y salir del coche le resultaba una agonía. Subió el largo tramo de escaleras traseras, peldaño a peldaño. Dormir, sólo dormir, era lo único que pedía.
Con la llave todavía en la puerta, entró en casa y se metió en la cocina. El simple gesto de tocar el interruptor de la luz le representaba un esfuerzo, al igual que el acto de volverse a cerrar la puerta detrás de él. Respiró lenta y profundamente, una y otra vez. Tal vez las patadas de Polchak le hubieran roto alguna costilla, o tal vez sólo tuviera contusiones, no lo sabía.
Miró a través del rectángulo oscuro del recibidor que llevaba al resto de la casa. Le parecía que habían pasado dos años desde la última vez que estuvo en casa; y todavía más desde que había hecho algo relativamente normal.
Se quitó lentamente la chaqueta del traje y la echó por encima de una silla; luego se acercó al lavamanos para humedecer una toalla y limpiarse la sangre pegada de la boca y la nariz. Luego miró el contestador de su teléfono: había un 3 parpadeante. Tocó el botón de MENSAJES, el número cambió a 1 y oyó la voz de Pete Noonan, su amigo del FBI, a quien le había pedido que buscara en los bancos de datos de terrorismo si había información sobre Raymond.
«John, soy Pete Noonan. Lamento informarte de que no tenemos nada sobre tu amigo Raymond Thorne. Sus huellas no se encuentran en ninguno de nuestros archivos, ni nacionales ni internacionales. Y no hay ninguna información más sobre él. Sea quien sea, todavía no es de los nuestros. Seguiremos buscando. Ya sabes dónde encontrarme si necesitas algo más, de día o de noche. Siento mucho lo de Red.»
¡Bip! Acabó el mensaje y salió el número 2.
«John, soy Dan. Creo que tengo la nariz rota, pero estoy bien. Dentro de una hora estaré en casa. Llámame.»
¡Bip! Apareció el número 3.
John se volvió para colgar la toalla.
«Soy Raymond, John.»
Barron giró la cabeza como una bala y se le erizaron los pelos de la nuca.
«Lástima que no estés en casa. -La voz de Raymond sonaba tranquila y muy práctica, casi elegante-. Hay algo que deberíamos aclarar esta noche. Te llamaré dentro de un rato.»
¡Bip!
Barron se quedó mirando a la máquina. Su número no estaba en las páginas amarillas. ¿De dónde lo había sacado?
Cogió el teléfono rápidamente y marcó el número del móvil de Halliday. Sonó cuatro veces antes de que la voz grabada de la operadora le anunciara que el número marcado no estaba disponible. Barron colgó y llamó a Halliday a casa. El teléfono sonó pero no respondió nadie, ni le salió un contestador. Estaba a punto de colgar y probar con los otros, Lee o Valparaiso, cuando alguien respondió finalmente. Era una voz de niño:
– ¿Diga?
– ¿Está tu papá?
– Está con mi mamá. Es que mi hermano está vomitando.
– ¿Le puedes decir que se ponga al teléfono, por favor? Dile que es muy importante.
Se oyó un fuerte golpe cuando el niño dejó el teléfono. Se oían voces a lo lejos. Al final Halliday cogió el auricular.
– Halliday.
– Soy John. Siento molestarte, pero me ha llamado Raymond.
– ¿Cómo?
– Me ha dejado un mensaje en el con testador.
– ¿Y qué decía?
– Que quería volver a hablar conmigo esta noche. Que me llamará más tarde.
– ¿Cómo ha sabido tu número?
– Ni idea.
– ¿Estás solo?
– Sí, ¿por qué?
– Porque si ha conseguido tu número, también puede averiguar tu dirección.
Barron miró a su alrededor y otra vez al rectángulo oscuro delimitado por la puerta que llevaba de la cocina al resto de la casa. Tocó distraídamente el Colt que llevaba en la funda del cinturón.
– Estoy bien.
– Te pincharemos el teléfono. Si vuelve a llamar, intenta alargar la conversación todo el tiempo que puedas. Él mismo se meterá en la trampa. Te mando ahora mismo una patrulla de vigilancia, para que tengas protección en caso de que decida hacerte una visita.
– De acuerdo.
– Es listo. Tal vez sólo lo haya hecho para acojonarnos.
– ¿Cómo está tu hijo?
– La canguro le ha dado pizza. No sé cuánta se ha comido, pero la está sacando toda. Llevo diez minutos aguantándole la cabeza encima del retrete.
– Ve a cuidarle. Y gracias.
– ¿Estás bien? -La voz de Halliday sonaba sinceramente preocupada.
– Bueno, un poco dolorido.
– Red era el mejor amigo de Polchak.
– Lo sé.
– Veremos lo que nos depara esta noche. Dejaré mi radio y mi móvil encendidos. Intenta dormir un poco.
– Sí. Gracias.
Barron colgó y miró el teléfono; luego sus ojos se centraron otra vez en el contestador. Estaba a punto de apretar el botón, a punto de volver a escuchar el mensaje de Raymond, cuando lo oyó.
Un sonido, leve pero claro, había sonado por detrás del rectángulo oscuro que llevaba al resto de la casa. El edificio era antiguo, de la década de 1920. Había experimentado varias remodelaciones pero los suelos eran todavía del roble original y por algunos lugares crujían al pisar.
Crac.
Volvió a oír el ruido de antes, ahora un poco más fuerte, como si alguien viniera hacia la cocina desde las habitaciones. Barron sacó el Cok de su funda. En medio segundo había cruzado la sala y junto a la ventana, con la espalda apoyada a la pared.
Con el revólver levantado y listo para disparar, aguantó la respiración y escuchó. Silencio. Levantó la cabeza. Nada. Estaba cansado, hecho polvo por la paliza de Polchak y por el cúmulo de emociones. Tenía los nervios de punta. Tal vez estuviera imaginando cosas. Tal vez…
Crac.
¡No! ¡Allí había alguien! Justo al fondo de la puerta. De pronto hubo un movimiento en el recibidor. Barron saltó como una flecha. Su mano agarró una muñeca y la retorció hacia él para apuntar con su automática en toda la cara de…
– ¡Rebecca!
Con el corazón acelerado soltó a la muchacha y ella se encogió horrorizada.
– ¡Dios mío! ¡Perdona, cariño! Perdona.
Barron dejó el arma y se le acercó, abrazándola con ternura.
– No pasa nada -le susurró-. Todo va bien, todo va bien…
Se quedó en silencio mientras ella levantaba los ojos y le sonreía. A pesar del susto de muerte que le había dado, con el pelo negro recogido detrás de las orejas, vestida con su camiseta y sus vaqueros, parecía tan frágil y bella como siempre.
No podía oírle, pero él se lo preguntó de todos modos porque sabía que era capaz de leerle los labios, al menos lo suficiente para entender una pregunta sencilla.
– ¿Estás bien?
Ella asintió con la cabeza, escrutándolo.
– ¿Por qué has venido?
Ella lo señaló.
– ¿Por mí? ¿Cómo has venido?
– Bus -balbució ella.
– ¿Se lo has dicho a sor Reynoso? ¿A la doctora Flannery?
Ella negó con un gesto de la cabeza y luego levantó la mano delicadamente para tocarle el rostro. Barron hizo una mueca y se volvió hacia el espejo que tenía detrás de la mesa del comedor.
Polchak había hecho un buen trabajo. Tenía un buen moratón, azul y negro, alrededor del ojo izquierdo; la nariz hinchada y roja, y el labio superior igual. El pómulo izquierdo parecía más bien un pomelo, por lo hinchado y amarillento que estaba. Se volvió hacia Rebecca y vio el 3 rojo y grande parpadeando en el contestador. ¿Y si Raymond llamaba ahora y tenía que hacer algo? ¿O si se presentaba antes de que llegara la patrulla de vigilancia? La situación no era buena; tenía que hacer algo con Rebecca.
23:02 h
Viernes, 15 de marzo, 00:15 h
Barron tardó poco más de una hora en llevar a Rebecca de vuelta a Saint Francis, acomodarla en su dormitorio y volver a casa. Ahora, por segunda vez en menos de dos horas, estaba doblando la esquina del final de su calle y bajaba la pendiente frente a las casas oscuras hasta llegar a la suya.
«Bus», balbució Rebecca cuando Barron le preguntó cómo había llegado hasta su casa. Luego le explicó el resto escribiéndolo en una libreta, en el coche, mientras Barron la llevaba de vuelta a Saint Francis. Aquella mañana, cuando él la fue a visitar, ella supo que algo malo había ocurrido y que él estaba muy triste y preocupado, y estuvo muy inquieta todo el día. Al final quiso asegurarse de que estaba bien, de modo que, sin decírselo a nadie, por miedo a que se lo impidieran, sencillamente se marchó de Saint Francis a las 7:30 y tomó un autobús. Escribió la dirección adonde quería ir y el conductor del bus la ayudó. Le había resultado fácil: sólo un trasbordo y luego un pequeño tramo de diez minutos a pie, y llegó a la casa al cabo de una hora.
Entrar le había resultado fácil porque conservaba el juego de llaves que él le dio cuando se instaló. Fue un gesto por parte de John para que se sintiera tranquila en Saint Francis y supiera que en su casa siempre tenía un lugar.
Cuando llegó y vio que no estaba, decidió ponerse a mirar la tele. Al cabo de un rato se cansó y se quedó dormida. Cuando se despertó, vio que la luz de la cocina estaba encendida. No quiso asustarle; el único motivo por el que había venido era que era su hermano y que estaba preocupada por él.
Más adelante, dos casas más arriba del muro de las buganvillas, Barron advirtió el coche de vigilancia aparcado en el bordillo, con los faros apagados. Redujo la marcha, se detuvo al lado y bajó la ventanilla. El hombre al volante era Chuck Grimsley, un joven detective con quien había trabajado brevemente en Robos y Homicidios. Le acompañaba el veterano detective Gene VerMeer, a quien había visto hacía un rato en casa de Red.
– ¿Alguna novedad? -preguntó Barron.
– De momento, no -dijo Grimsley en voz baja.
– Gracias por venir.
Gene VerMeer lo miró:
– Es un placer -dijo, fríamente.
– Hola, Gene. -Barron intentó mantener la cordialidad. Sabía que VerMeer era casi tan amigo de Red como Polchak.
– ¿Qué te ha pasado en la cara? -le preguntó Grimsley.
– Ya sé que no tengo muy buen aspecto.
– Lástima que ya no sea Carnaval -dijo VerMeer, como si deseara haberle partido la cara él mismo.
Barron volvió a quitarle importancia:
– Me he dado contra una farola. Tengo que dormir, chicos. Voy a meterme dentro. ¿Estaréis aquí toda la noche?
– A menos que haya alguna novedad -dijo Grimsley.
– Nunca se sabe -comentó VerMeer, mirándolo, antes de apoyarse en el respaldo.
Barron forzó una sonrisa y dijo:
– Gracias de nuevo.
00:20 h
Barron metió la llave en el cerrojo y abrió la puerta, encendió la luz de la cocina y cerró la puerta detrás de él, como había hecho antes. Esta vez se fue directo al contestador. El gran 3 brillante todavía estaba. No había borrado ninguno de los tres mensajes y no había recibido ninguna nueva llamada. No importaba dónde estaba ni qué estaba haciendo Raymond; el hecho era que no había vuelto a llamar.
Y fuera el que fuera el asunto que tuvieran que resolver aquella noche, según las palabras de Raymond, no se había materializado.
Sin la fuerza ni la energía para sentarse a esperar algo que tal vez no llegara a ocurrir nunca, Barron se dirigió directamente a su dormitorio.
Sacó el Cok de su funda y lo dejó en la mesilla, al lado del despertador, luego se desnudó y fue al baño. Mientras se miraba al espejo, se maravilló de nuevo del buen trabajo que le había hecho Polchak. Su ataque había sido del tipo que los polis están entrenados para soportar, pero que no acostumbraban a venir de otros polis. Polchak estaba angustiado y borracho, pero ése no era su única motivación. Había algo más, y éste era el motivo por el que Barron no había respondido a la paliza. El propio Polchak.
No sabía si lo que había ocurrido esta noche era fruto de los años que Polchak llevaba en Homicidios, enfrentándose a lo terrible de la muerte a tantos niveles y durante tanto tiempo; de la pérdida de Red, en quien probablemente confiaba más que en su propia esposa o en sus propios hijos; sencillamente del mismo agotamiento, o de una combinación de todos estos factores, pero el caso era que Polchak estaba loco.
Ya había visto síntomas de ello con anterioridad: la manera casi alegre con que se había enfrentado al arma justo antes de que salieran tras Donlan en el garaje; el modo ansioso en que sujetó a Donlan esposado con las manos cuando sabía que Valparaiso estaba a punto de ejecutarlo; la frialdad con la que quitó las esposas al muerto y le puso la pistola en la misma mano; el odio con que miró a Barron en la sala de la brigada aquella mañana, culpándolo de lo que le había sucedido a Red. Y luego lo de esta noche.
Por eso no quiso enfrentarse a él. Sabía que, si lo hacía, ese simple hecho impulsaría a Polchak al límite y al final, el resultado podía muy bien haber sido la muerte de cualquiera de los dos.
Barron se cepilló los dientes todo lo bien que su cuerpo dolorido le permitió, y luego apagó la luz y volvió al dormitorio.
Cogió el Colt de la mesita, comprobó su carga, la dejó y se metió en la cama. Acercó la mano a la lámpara, apagó la luz y se acostó a oscuras mientras se esforzaba por dejar de lado los acontecimientos del día y dejar que el agotamiento se apoderara de él.
Suspiró mientras se tapaba con las sábanas, a oscuras, e hizo una mueca de dolor mientras se daba la vuelta para aferrarse a la almohada como un niño. Dormir era lo único que le importaba. Lo último que vio fue la luz de su reloj digital.
00:34 h
3:05 h
– ¡No!
Su propio grito le arrancó del sueño más profundo de toda su vida. Estaba empapado en sudor y miraba a la oscuridad. Había visto a Raymond en sueños. Allí mismo, en su habitación, observándolo dormir.
Respiró profundamente, una vez y dos. Y se dio cuenta de que no pasaba nada. Por instinto buscó a tientas su revólver en la mesilla de noche. Lo único que encontró fue la suavidad de la madera lacada. Volvió a mover la mano por la superficie. Nada. Se incorporó. Sabía que había dejado el Cok allí encima. ¿Dónde estaba?
– Ahora tengo tus dos armas.
Barron se sobresaltó y volvió a gritar.
– Quédate exactamente dónde estás. No te muevas para nada. -Raymond estaba de pie en medio de la penumbra, a los pies de la cama. Tenía el Colt de Barron en la mano y le apuntaba directamente con él-. Estabas muy cansado, así que te he dejado dormir. Dos horas y media no es mucho, pero ya es algo. Deberías agradecérmelo.
Raymond hablaba a media voz, tranquilamente.
– ¿Cómo has entrado?
Barron lo veía apenas entre tinieblas mientras cruzaba del pie de la cama hasta colocarse de espaldas a la pared que había junto a la ventana.
– Tu hermana ha dejado la puerta abierta.
– ¿Mi hermana?
– Sí.
De pronto, Barron se dio cuenta:
– Has estado aquí todo el tiempo.
– Bueno, llevo un rato, sí.
– ¿Y la llamada?
– Me invitaste a llamarte y lo he hecho. Pero no estabas en casa. Entonces decidí que, si al fin y al cabo teníamos que acabar encontrándonos, por qué no venir directamente a tu casa. -Raymond se movió de nuevo, sólo un par de palmos pero lo suficiente para que Barron viera que había salido de la alfombra en la que estaba antes y que ahora se ponía encima del parquet. No estaba dispuesto a perder el equilibrio ante un movimiento rápido del policía.
– ¿Qué quieres?
– Tu ayuda.
– ¿Por qué debería ayudarte?
– Vístete, por favor. Ponte el tipo de ropa que llevarías al trabajo. Lo que llevabas antes ya está bien -le dijo, acompañando la frase de un gesto con la cabeza hacia la silla de madera en la que Barron había dejado el traje, la camisa y la corbata que llevó para ir a casa de Red.
– ¿Te importa que encienda una luz?
– La lámpara de la mesita, ninguna más.
Barron encendió la lámpara y salió lentamente de la cama. Bajo la luz tan pálida pudo ver a Raymond sujetando el Cok con seguridad. Llevaba un traje caro de lino tostado, con unos pantalones que le quedaban cortos y anchos de cintura, una camisa blanca que tampoco era de su talla y una corbata a rayas rojas y verdes. La Beretta de Barron, el arma que Raymond le había quitado en LAX y usado para matar a Red, le hacía bulto en la cintura, con la funda que tapaba la culata y el gatillo sobresaliendo detrás de la hebilla del cinturón.
– ¿Este traje que llevas no será de Alfred Neuss, por casualidad?
– Por favor, acaba de vestirte. -Raymond apuntó a los zapatos de Barron en el suelo con el Cok.
Barron vaciló, luego volvió a sentarse en la cama para ponerse un calcetín y luego el otro. Un zapato y el otro.
– ¿Cómo me has encontrado? -Se lo estaba tomando con calma, tratando de buscar la manera de derribar a Raymond físicamente. Pero el pistolero mantenía la distancia conscientemente, de espalda a la pared y con los pies sólidamente en el suelo de parquet, apuntando con el Cok al pecho de Raymond.
– En América parece haber tiendas de fotocopias casi en cada esquina. Son tiendas en las que uno puede alquilar ordenadores y acceder a Internet por minutos. Por muy poco dinero uno puede recibir y mandar mensajes electrónicos y, con pocos conocimientos, puede acceder a bancos de datos de prácticamente cualquier institución, incluidas las policiales. En cuanto a cómo llegué hasta aquí, a los taxistas de la ciudad parece importarles muy poco el aspecto de su pasaje.
– Lo tendré en cuenta. -Barron terminó de atarse los cordones de los zapatos y luego se levantó-. Dime otra cosa. Los asesinatos de Los Ángeles los puedo entender, puesto que tratabas de evitar que te detuvieran. Pero ¿qué hay de los hombres de Chicago, los hermanos Azov?
– No sé de qué me hablas.
– ¿Y Alfred Neuss? -prosiguió Barron, sin inmutarse-. También ibas a matarle. Fuiste a su joyería pero no estaba. Eso debió de ser una sorpresa.
Raymond miró el reloj.
3:12 h
Volvió a mirar a Barron. La policía había inferido lo que suponía posible y había relacionado su arma con el doble asesinato de Chicago. Lo que le sorprendía era que hubieran descubierto lo de Neuss. Y puesto que habían estado en su establecimiento y habían hablado con la encargada, ahora también debían de saber que Neuss se había ido a Londres. Por tanto, se habrían puesto en contacto con la policía metropolitana de Londres, que intentaría interrogar al joyero directamente. Ya era bastante desgracia que Neuss se hubiera ido a Londres, pero que encima hablara con la policía complicaba mucho más las cosas.
De nuevo, volvió a mirar el reloj.
3:14 h
– Estás a punto de recibir una llamada en el móvil.
– ¿En mi móvil?
– Tu teléfono fijo está pinchado. Con la esperanza de localizarme cuando volviera a llamarte, claro.
Barron lo miró detenidamente. La idea de que Raymond hubiera evitado todas las trampas y, de alguna manera, hubiera llegado hasta su casa, le provocaba estupefacción. Y ahora sabía incluso lo del pinchazo. Iba siempre un paso por delante de ellos y se mantenía allí.
– ¿Quién me llamará?
– Un buen amigo tuyo, un tal señor Dan Ford, del Los Ángeles Times. A las once y media de la noche le he mandado un e-mail de tu parte, diciendo que tu hermana había venido a tu casa y que ibas a acompañarla a su residencia, y luego le pedías que te llamara al móvil a las tres y veinte, exactamente. Él ha respondido que lo haría.
– ¿Qué te hace pensar que somos amigos?
– Lo mismo que me hizo pensar que la joven es tu hermana y que su nombre es Rebecca. No sólo la he visto mientras miraba la tele y se quedaba dormida en el sofá, sino que tienes fotos suyas y de Dan Ford en la cocina. He leído los artículos del señor Ford sobre mí en el periódico. Le he visto en tu presencia un par de veces. Una en el aeropuerto de Los Ángeles y otra fuera del garaje, después de la ejecución de Frank Donlan.
Así que éste era el motivo de la visita de Raymond. Había visto a Barron como una vía de escape a partir del momento en que subió al coche después del asesinato de Donlan. Por eso lo empujó hasta el límite de sus nervios, para hacerle revelar la verdad en el Parker Center, después de que lo ficharan. Ahora intentaba de nuevo utilizarlo contra él como medio para intentar escapar.
– Frank Donlan se disparó a sí mismo -dijo Barron rotundamente.
Raymond le ofreció una sonrisa gatuna:
– Para ser policía, haces que la verdad sea demasiado obvia. Ya existía antes. Y sigue existiendo. Y siempre existirá.
El reloj marcó las 3:20. Hubo un silencio y luego el teléfono de Barron empezó a sonar. Raymond volvió a sonreír:
– ¿Por qué no le preguntamos al señor Ford qué cree él que le ocurrió al señor Donlan?
El teléfono volvió a sonar.
– Cójelo y dile que espere un momento -dijo Raymond-. Luego me lo pasas.
Barron vaciló y Raymond levantó el arma.
– El revólver no es para amenazarte, John. Es para evitar que me ataques tú a mí. Para ti, el auténtico peligro es tu conciencia.
El teléfono volvió a sonar por tercera vez. Raymond le hizo un gesto hacia él y Barron lo cogió.
– Danny -dijo Barron, con calma-. Gracias por llamar. Ya sé que es tarde. ¿Rebecca? Estaba preocupada por mí. Se las ha arreglado para coger un autobús y venir hasta aquí. Sí, se encuentra bien. La he vuelto a acompañar a Saint Francis. Sí, sí, estoy bien. ¿Y tú?… Bueno. Espera un segundo, ¿eh?
Barron le pasó el teléfono a Raymond, que se lo apoyó contra el pecho para que Dan Ford no pudiera oírle.
– El plan es el siguiente, John: iremos a buscar tu coche. Yo iréen el asiento de atrás, para que no me vean por si fuera hubiera policía haciendo guardia, lo cual estoy seguro de que es así, asignada para protegerte por si se me ocurría completar mi llamada telefónica con una visita. Te pararás junto a ellos y les dirás que no podías dormir y que te vas al despacho. Les darás las gracias y te irás. -Raymond hizo una pausa-. El señor Ford es mi seguro de que me obedecerás.
– ¿Seguro para qué?
– Para la verdad sobre Frank Donlan. -Raymond volvió a sonreír-. No querrás poner al señor Ford en la posición de tener que investigarte personalmente, ¿no? Dile que quieres que se encuentre contigo dentro de media hora. Tienes una información muy importante que sólo le puedes dar en persona.
– ¿Dónde? -Barron se sintió atrapado. Raymond lo controlaba absolutamente todo.
– En el Mercury Air Center del aeropuerto Bob Hope, en Burbank. Hay un jet fletado que vendrá a buscarme. No es tan increíble como parece. Díselo. -Raymond le entregó el teléfono bruscamente.
Barron vaciló un instante y luego habló por el teléfono.
– Danny… hay algo de lo que tenemos que hablar y sólo puedo decírtelo personalmente. En el aeropuerto Bob Hope, en el Mercury Air Center, dentro de treinta minutos. ¿Puedes estar allí? -Barron hizo un gesto afirmativo con la cabeza al escuchar la respuesta de Ford-. Gracias, Danny.
Barron cerró el teléfono y miró a Raymond.
– En el aeropuerto habrá policía.
– Lo sé. Tú y el señor Ford os ocuparéis de hacerme pasar sin problema por delante de ellos.
Al cabo de dos minutos salieron por la puerta de atrás y bajaron las escaleras hasta el parking abierto, donde estaba aparcado el Mustang. Antes de salir Raymond le había hecho una última petición, que ahora llevaba puesta. Un complemento debajo de la camisa almidonada y del traje de lino que había cogido en el apartamento de Neuss: el chaleco antibalas de kevlar de John Barron.
3:33 h
Barron dio marcha atrás con el Mustang para salir del parking, luego bajó por la rampa para detenerse ante la pared de buganvillas que daba a la calle. Raymond iba en el suelo del asiento de atrás, directamente detrás de él, y Barron estaba convencido de que llevaba el Cok, o el Beretta, o ambos, en las manos.
Más arriba de su calle, a la izquierda, vio el coche de Grimsley y VerMeer. Ya debían de haber visto sus faros y debían de estar preguntándose qué ocurría.
Aceleró hacia ellos y luego redujo la marcha y se detuvo.
– No podía dormir -dijo, siguiendo las instrucciones de Raymond al pie de la letra-. Tengo demasiadas cosas en la cabeza, prefiero ir a trabajar. ¿Por qué no lo dejáis y os vais a casa?
– Lo que tú digas -bostezó Grimsley.
– Gracias de nuevo -dijo Barron, mientras ponía el Mustang en marcha y se alejaba.
– Bien -dijo Raymond desde atrás-, de momento.
Al cabo de un momento Barron se metió por Los Feliz Boulevard y luego en la autovía del Golden State, dirección norte, rumbo al aeropuerto de Burbank.
Raymond le había dicho que su verdadera amenaza no era un arma sino su propia conciencia. Luego Raymond se había protegido todavía más, o al menos dijo haberlo hecho. Su salvavidas estaba en forma de e-mails programados para que se enviaran automáticamente a una hora determinada al fiscal del distrito de Los Ángeles, al Los Ángeles Times, al Organización por las Libertades Civiles del sur de California, a la oficina de Los Ángeles del FBI, a la sede de la CNN en Atlanta y al gobernador de California.
En los e-mails se explicaba quién era y se decía lo que creía que le había ocurrido a Frank Donlan mientras se encontraba bajo custodia policial. Añadía que él estuvo con Donlan como rehén durante un tiempo y decía que la única arma que había visto en aquel período fue la que había utilizado para matar a las víctimas del tren: un arma que al final Donlan había lanzado a la policía en el garaje, antes de salir desnudo a rendirse para demostrarles que no iba armado. Estos e-mails programados, prometió Raymond, los retiraría más tarde -sin enviar, como dijo él-, cuando se encontrara en el avión y a salvo lejos de allí.
Según Raymond, lo que estaba haciendo era sencillamente evitarle a Barron la molestia de ser llamado ante un tribunal para tratar de determinar si había pruebas suficientes para juzgarlo a él y a sus compañeros detectives por el asesinato de Frank Donlan. Y en eso tenía razón, porque fuera lo que fuese que los otros dijeran o hicieran para protegerse ellos mismos y la brigada, a él le resultaría imposible mentir bajo juramento. Lo sabía él y lo sabía Raymond.
Por otro lado, si Raymond escapaba realmente, ¿qué? El hombre que había matado a Red McClatchy, a cinco policías más, a un diseñador de Nueva Jersey y a un joven alemán a sangre fría quedaría libre para continuar su racha asesina por cualquier razón retorcida que lo hubiera empujado a hacerlo la primera vez. ¿Cuántos inocentes más tendrían que morir antes de que acabara? ¿Y sería Alfred Neuss uno de ellos?
Así pues, Raymond estaba en lo cierto. Era un problema de conciencia. Y éste era el motivo por el que, unos minutos antes, cuando hablaba por teléfono con Dan Ford, le había llamado Danny. La última vez que lo hizo tenían nueve años y Ford le dijo claramente que odiaba que lo llamaran así y que quería que lo llamara Dan. Barron se rio y le dijo que era un creído y le volvió a llamar Danny. Como respuesta, Dan le dio un puñetazo en la nariz y lo mandó corriendo a casa, llorando, a buscar a su mamá. Desde entonces le llamó siempre Dan. Dan… hasta hacía unos momentos, cuando volvió a llamarlo Danny con la esperanza de que Ford se diese cuenta de que estaba en apuros y se lo estaba intentando transmitir.
Aeropuerto Bob Hope, 3:55 h
Raymond se acomodó en el asiento de atrás sólo lo suficiente para verlos pasar por el extremo oeste de la rampa de la pista de aterrizaje del aeropuerto, y luego ver cómo giraban por Sherman Way hacia el edificio de la terminal Mercury Air, una estructura moderna a cuatro vientos que se levantaba delante de la terminal principal.
Había empezado a caer una ligera llovizna y Barron puso los limpiaparabrisas. A través de los mismos, Raymond podía ver una serie de aeronaves privadas estacionadas detrás de la verja de cadenas que separaba la pista de la calle. Ambas estaban a oscuras.
La llovizna, la verja y las hileras de lámparas de vapor que iluminaban la calle y las filas de taxis daban un aire fantasmagórico e inquietante a toda la zona. La terminal Mercury Air y sus edificios comerciales de más abajo daban la sensación de formar parte de un complejo elitista de alta seguridad, protegido no por hombres sino por equipos técnicos.
– Ya hemos llegado. -Las palabras de Barron fueron las primeras que pronunciaba desde que se habían despedido de los detectives de la patrulla de vigilancia. Aminoró la marcha y luego aparcó el Mustang en una acera, delante de una puerta metálica. A un lado había un interfono sobre el cual colgaba un aviso que advertía a los clientes fuera de horario de que se pusieran en contacto con el mostrador principal a través del botón del interfono.
– ¿Qué quieres que haga? -preguntó Barron.
– Toca el botón, como dice aquí. Diles que estás aquí para coger el West Charter Air Gulfstream, previsto para las cuatro en punto.
Barron bajó la ventanilla y tocó el botón. Respondió una voz y Barron dijo lo que le pedían. En unos instantes se abrió la puerta y entraron con el coche.
Al hacerlo vieron que en el parking había tres coches más estacionados a la izquierda. Estaban mojados y tenían las ventanas cubiertas de vaho por la humedad. Eso significaba que llevaban allí algún tiempo, tal vez toda la noche. Barron siguió avanzando.
Al cabo de cinco segundos llegaron a la entrada principal de la terminal. A su derecha había dos coches de la policía de Burbank. Dentro de la puerta había tres agentes de policía uniformados, observándolos acercarse.
– La policía está aquí.
– Busca al señor Ford.
– No le veo. Tal vez no haya venido.
– Vendrá -dijo Raymond, con una tranquilidad serena-, porque tú se lo has pedido.
Entonces Barron vio el Jeep Liberty verde oscuro de Dan Ford aparcado delante de una puerta iluminada que llevaba a la pista y a las avionetas estacionadas detrás. Había un coche de la policía de Burbank estacionado a su izquierda, con dos agentes uniformados dentro.
De pronto a Barron se le revolvió el estómago. ¿Y si lo de Danny no había funcionado? ¿Y si Ford estaba demasiado cansado o demasiado atontado por los antiinflamatorios para ni siquiera haberse dado cuenta? ¿Y si estaba aquí, con toda la ingenuidad, sólo porque Barron le había pedido que viniera, como Raymond había previsto? Si era así, eso añadía otro eslabón de horror al asunto, porque si algo fallaba Raymond no vacilaría ni un segundo en matar a Ford.
Barron estaba a punto de volverse y decirle a Raymond que Ford no estaba y que probablemente no iría, cuando la puerta del Liberty se abrió y Dan salió del vehículo con su americana azul, pantalones de algodón, las gafas de pasta apoyadas sobre la nariz vendada, todo, excepto que ahora llevaba una gorra de golf para protegerse de la llovizna.
Raymond se incorporó de repente y miró por encima del respaldo.
– Párate aquí.
Barron pisó el freno y se detuvo a unos veinte metros de donde estaba Ford, en la puerta de entrada.
– Llámalo al móvil. Dile que vas a recogerlo y luego conduce hasta la pista para esperar a un vuelo de llegada. Dile que hablarás con la policía.
Barron miró la avioneta oscura que estaba estacionada al fondo, al otro lado de la verja. No había ni rastro de personal de tierra ni de ningún mecánico. Ni un alma visible. El reloj del salpicadero marcaba las 4:10. Tal vez no hubiera ningún avión que lo viniera a recoger. Tal vez Raymond estuviera haciendo algo totalmente distinto.
– Tu Gulfstream se ha retrasado, Raymond. ¿Qué pasa si no viene?
– Vendrá.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque está aquí.
Raymond señaló hacia la pista de aterrizaje mientras los focos de un avión que descendía aparecían a través de la llovizna al fondo de la pista. A los pocos segundos un Gulfstream IV tocaba el suelo.
Oyeron el estridente gruñido de los motores mientras el piloto frenaba, giraba al fondo de la pista y luego volvía en dirección a la Terminal, cortando con los focos una franja a través de la brumosa oscuridad.
Raymond se deslizó un poco más abajo del asiento mientras el avión se acercaba, con el chirrido ensordecedor de sus motores y sus luces iluminando el Mustang como si fueran miles de antorchas.
Luego, bruscamente, las luces se desviaron mientras el pequeño jet giraba y se detenía al fondo de la puerta. El piloto cerró los motores y el rugido se desvaneció.
– Llama a Ford y haz exactamente lo que te he dicho.
– De acuerdo. -Barron cogió el móvil y llamó.
Vieron que Ford se tapaba la boca para toser antes de sacarse el móvil del bolsillo de la chaqueta y responder.
– Aquí, John -dijo Ford, tosiendo de nuevo.
– Danny… -la voz de Barron quedó un instante suspendida en el aire, después de llamar de nuevo a Ford por aquel nombre que odiaba, tratando de advertirle de que algo iba mal y de darle la oportunidad de salir corriendo de allí.
– Recuerda los e-mails programados, John. Díselo -dijo Raymond.
– Yo… -Barron vaciló.
– Díselo.
Barron sintió el frío acero del cañón del Cok contra el lóbulo de la oreja.
– Danny, tú y yo vamos a recibir el Gulfstream que acaba de aterrizar. Voy a acercarme hasta ti con el coche. Cuando esté a tu lado, limítate a abrir la puerta y a subir. Yo hablaré con los polis.
Ford cerró el teléfono y les hizo gestos para que avanzaran hacia él.
– ¡Venga! -lo apremió Raymond.
Barron no se movió.
– Tienes los e-mails en la lista de salida, Raymond. ¿Para qué lo necesitamos a él?
– Para que el policía que llevas dentro no aparezca de pronto y te haga decirles algo a tus amigos cuando les pidas que abran la puerta.
Dan Ford les volvió a hacer gestos para que avanzaran. Al mismo tiempo se abrieron las puertas del coche patrulla y los dos agentes de uniforme salieron. Miraban el Mustang, al parecer preguntándose qué hacía su conductor y qué había estado haciendo tanto tiempo allá parado.
– Hora de marcharnos, John -dijo Raymond en voz baja.
Barron vaciló otro momento y luego avanzó con el coche.
Barron podía ver a Dan Ford claramente con la luz de los faros mientras se acercaba a la puerta. El periodista dio un paso hacia ellos, luego se detuvo y les dijo algo a los policías, señalando el coche.
Ya casi estaban, faltaban unos diez metros.
– Cuando llegues a la puerta -dijo Raymond-, baja la ventanilla lo justo para que la policía te vea con claridad. Diles quién eres y quién es el señor Ford. Diles que estáis aquí para recibir al Gulfstream que acaba de aterrizar. Puedes añadir que tiene que ver con la investigación del caso Raymond Oliver Thorne.
Barron aminoró y se detuvo, observando cómo los uniformados se les acercaban por la izquierda y Dan Ford por la derecha. Ford iba un paso por delante de ellos, tal vez dos, con la cabeza gacha para protegerse de la lluvia.
Luego Ford llegó y abrió la puerta del copiloto. Al mismo tiempo, el agente de más cerca abrió la puerta del conductor. Barron oyó un grito de alarma de Raymond. Al mismo instante vio la cara de Halliday, luego sonó una explosión atronadora y el destello más breve que había visto en su vida.
4:20 h
Con los oídos zumbando, medio cegado, Barron sintió cómo unas manos lo sacaban del coche a rastras. Desde algún lugar le pareció oír a Raymond gritando. El resto era un sueño.
Recordaba vagamente ver a Lee detener un coche de camuflaje y a un Polchak alerta pero obviamente todavía resacoso, disfrazado de Dan Ford, esposando a un Raymond atónito y metiéndolo en el asiento de atrás del mismo. Había otro coche, y Halliday con el uniforme azul de un poli de patrulla le ayudaba a entrar en el asiento del copiloto mientras le preguntaba si se encontraba bien. Luego se oyó el sonido de los portazos y el coche en el que se encontraba se alejaba con Halliday al volante.
Barron no estaba seguro de cuánto tiempo había pasado, pero poco a poco el zumbido de sus oídos se fue amortiguando y el brillo punzante de la granada de luz empezó a atenuarse de sus ojos.
– Dan os ha llamado -se oyó farfullar.
– Tan pronto como te colgó el teléfono llamó a Marty a casa -dijo Halliday, sin quitar el ojo de la carretera-. No nos has dado demasiado tiempo.
– No era exactamente yo quien mandaba el horario. -Barron sacudió la cabeza, tratando de aclararla, ordenando sus ideas-. El coche de Dan estaba allí. ¿Y él, dónde está?
– En la terminal, probablemente hablando con el SWAT. Los hemos traído por si las moscas. Si estaba Raymond no íbamos a dejarle escapar otra vez.
– No. -Barron desvió la mirada. Estaba totalmente oscuro y los dos coches avanzaban pegados a través del tranquilo barrio residencial justo al este del aeropuerto.
Valparaiso había sido el otro agente uniformado de la puerta de seguridad. Y con la chaqueta azul, los pantalones de algodón, la nariz vendada, las gafas de pasta y la gorra de golf, Polchak se parecía lo bastante a Dan Ford como para hacerse pasar por él en medio de la llovizna y la oscuridad. Barron supo que por eso había tosido por el teléfono. Si Barron le hubiera reconocido la voz tal vez habría reaccionado, y entonces quién sabe lo que Raymond habría hecho. Al final, habían hecho lo que la 5-2 hacía siempre: aprovechar una oportunidad de manera rápida, atrevida y decisiva. Y a pesar de toda la inteligencia y osadía de Raymond, funcionó.
– Jimmy -la voz de Valparaiso sonó de pronto por la radio de Halliday.
Halliday la cogió del asiento a su lado:
– Dime, Marty-Vamos a parar a tomar café.
– Bien.
– ¿Café? -dijo Barron, mirando a Halliday.
– Ha sido un día muy largo -dijo Halliday, mientras cerraba la radio-. Además, Raymond no irá a ninguna parte.
4:35 h
El café Jerry's 24 Horas estaba en una esquina de una zona industrial cerca de la Golden State Freeway, lo bastante próximo al aeropuerto como para que se viera todavía el aura de sus luces. Halliday aparcó el coche primero y Valparaiso se detuvo a su lado. Luego los dos salieron y se metieron en la cafetería.
Barron los miró alejarse y luego miró al coche de al lado. Raymond iba en el asiento de atrás, atrapado entre Lee y Polchak. Era la primera vez que Barron lo veía desde la explosión de la granada. Tenía un aspecto cansado y todavía sorprendido, como si no estuviera del todo seguro de dónde estaba o de qué había sucedido. Era también la primera vez que veía a Polchak desde el incidente frente a la casa de Red. Se volvió hacia atrás, sin querer pensar en ello. Dentro de la cafetería se podía ver a Halliday y a Valparaiso en la barra, hablando mientras esperaban los cafés.
De pronto se oyeron unos golpes en la ventanilla del coche de al lado y se sobresaltó. Polchak estaba allí, haciéndole gestos para que bajara la ventana. Barron vaciló y luego la bajó. Los dos hombres se miraron.
– Lamento lo que pasó antes -le dijo Polchak en voz baja-. Estaba borracho.
– Ya lo sé. Olvídalo.
– Lo digo de veras. También le he pedido disculpas a Dan Ford, ¿vale?
Polchak le ofreció la mano. Barron la miró y luego se la estrechó. Tal vez Polchak ya no estuviera borracho, y tal vez tratara de disculparse, pero su mirada no había cambiado. Lo que tanto le inquietaba antes seguía estando allí.
– Bueno -dijo Polchak, mientras levantaba la vista hacia Halliday y Valparaiso, que volvían con unas bandejas de cartón llenas de vasos térmicos de café cubiertos con tapas de plástico. Valparaiso llevaba cuatro, Halliday dos.
Polchak miró a Valparaiso.
– ¿Listos?
– Esperad -dijo Barron-. Raymond sabe lo que le ocurrió a Donlan.
– ¿Cómo? -La mirada de Valparaiso se endureció.
– Lo dedujo.
– Quieres decir que se lo has dicho -gruñó Polchak, sin pensar. Barron advirtió cómo cerraba los puños con fuerza mientras lo miraba. Los demonios habían vuelto con toda su rabia.
– No, Len, yo no se lo he dicho. Él lo ha supuesto. Por eso quería que viniera Dan, por si a mí se me ocurría decirles algo a los agentes de la puerta. Iba a decírselo a Ford.
– Ahora Dan Ford no está ni tampoco va a estar -dijo Halliday, mirando a Valparaiso-. Vayámonos de aquí, ¿eh?
– Un momento -dijo Barron bruscamente-. Hay algo más. Raymond ha mandado unos e-mails programados que me ha dicho que borraría si conseguía escapar sin problemas. A la DA, al FBI, a la ACLU, a Dan Ford, a muchos otros. Según él, en ellos lo explicaba todo. No constituye ninguna prueba, pero es bastante para que la gente empiece a hacer preguntas.
– John -dijo Halliday a media voz-. Es un asesino de policías, nadie va a creerle.
– ¿Y si lo hacen?
– ¿Qué? -se burló Polchak-. Es su palabra contra la nuestra. -De pronto miró a Valparaiso-. El café se enfría, Marty.
4:44 h
Los portazos de los coches rompieron la quietud de la mañana antes del amanecer y los vehículos se marcharon por donde habían venido, con Halliday a la cabeza y Valparaiso siguiéndolo de cerca.
Salieron de la zona industrial y se dirigieron más allá del Hilton del aeropuerto de Burbank, luego cruzaron las vías del tren de cercanías Metrolink. Halliday no decía nada, se limitaba a conducir, mientras los dos vasos de café entre ellos seguían sin abrir y sin tocar.
«Es su palabra contra la nuestra.»Barron oía mentalmente las palabras de Polchak y podía visualizar su risita burlona. Pero no era «la nuestra», sino «la suya». Dejando de lado las heroicidades del aeropuerto, él no pertenecía más a aquel grupo ahora que cuando asesinaron a Donlan. Si Polchak tenía demonios, si todos ellos los tenían, eran solamente de la 5-2, entremezclados con la formación y la historia de la brigada. Por muchas cosas que hubiera pensado o sentido cuando murió Red -que se había acercado mucho a convertirse en uno de ellos-, ahora volvía a saber que no formaba parte de la 5-2 del mismo modo que los otros. Era lo que había sabido desde el principio: no era como ellos y nunca lo sería. Los clavos de su conciencia se le clavaban como tacones de aguja.
Un chirrido repentino de ruedas y la aguda inclinación del coche cuando Halliday giró bruscamente por una calle secundaria lo sacaron de sus ensoñaciones. De pronto Halliday volvió a virar el coche, esta vez metiéndose en una callejuela en penumbra llena de garajes de recambios baratos de automoción para acabar parado ante un oscuro y siniestro taller de pintura de carrocerías. En un segundo el coche de Valparaiso se detenía detrás de ellos y, por un instante, los faros los inundaron de luz brillante antes de apagarse. Instintivamente, Barron miró a su alrededor. Toda la zona estaba a oscuras, descuidada, aislada. Aparte de una farola solitaria al fondo del callejón, las únicas luces que se veían provenían del Jerry's 24 Horas en el que habían comprado los cafés, casi medio kilómetro más abajo.
Barron oyó los portazos de los coches cerrándose detrás de ellos, luego vio a Polchak y Lee cruzar con Raymond rápidamente en dirección al taller de pintura. Valparaiso, con algo a cuestas, iba delante de ellos y abrió una puerta de una patada, y luego los cuatro se metieron dentro.
– Esta vez ya estás informado, John. -Halliday abrió la puerta del coche. Las luces de dentro se encendieron y Barron pudo ver la chaqueta de Halliday abierta deliberadamente, mostrando la Beretta automática de 9 mm en la funda de su cintura-. Vamos.
4:57 h
Raymond estaba bajo la luz de un solo fluorescente cuando Barron y Halliday entraron en el local. Tenía las manos esposadas delante de él, con Polchak a la izquierda y Lee a la derecha. Valparaiso estaba unos palmos más adelante, de pie cerca de una mesa de trabajo, con la mano aguantando lo que llevaba antes: uno de los vasos de café. En la penumbra, detrás de ellos, había un Volkswagen escarabajo que asomaba como una escultura fantasmagórica, con las ruedas y ventanas forradas de papel y con cinta de pintar, preparado para la pintura inmediata, y con toda la carrocería cubierta de una capa de imprimación que le daba un color gris blancuzco muy etéreo. Por todas partes, el suelo, las paredes, la maquinaria, las puertas y ventanas estaban cubiertas por finas capas del mismo gris blancuzco, el resultado de años de moléculas de pintura flotantes que, con su monotonía, acababan absorbiendo la poca luz que había. Daba la sensación de ser el interior de una tumba.
Halliday cerró la puerta y él y Barron avanzaron hacia el centro de la estancia. Barron vio como los ojos de Raymond lo seguían mientras se situaba detrás de Valparaiso. Era una mirada desesperada, suplicante, buscándole para que le ayudara. Lo que no tenía manera de saber era la situación de Barron: aunque quisiera ayudarle no podía hacerlo. Si trataba de intervenir, él mismo sería eliminado. Lo único que podía hacer era quedarse y vigilar.
Pero Raymond seguía mirándole. Fue entonces cuando Barron se dio cuenta de lo que ocurría realmente. La mirada de Raymond no era tanto de terror como de insolencia. No estaba sencillamente pidiendo ayuda; la estaba esperando.
Era una postura equivocada, porque Barron no sólo estaba ofendido, sino que de pronto se sentía furioso, y mucho.
Delante de él tenía un hombre que había asesinado sin piedad, de manera atroz, cargándose a una persona tras otra a sangre fría. Un hombre que, desde el principio, se había apropiado de los principios más profundos de Barron y les había dado la vuelta en su provecho. Que se le había colado en casa y lo había manipulado para que lo ayudara a escapar. Que había involucrado cuidadosa y resueltamente a Dan Ford por su fuerte influencia y por su estrecha amistad con Barron, y que lo habría matado sin pestañear para servir a sus propios intereses. Y ahora aquí estaba, a un paso de morir, esperando a que Barron interviniera para salvarle.
Barron no había sentido mayor repulsión en su vida, ni siquiera por los asesinos de sus padres. Red tenía razón. Los hombres como Raymond no eran seres humanos; eran monstruos despreciables que volverían a matar una y otra vez. Son una enfermedad que hay que eliminar. Para gente como ellos, la justicia y los tribunales son entes porosos e indecisos y, por tanto, de los que no hay que fiarse por el bien de la sociedad. De modo que eran hombres como Valparaiso y Polchak y los otros los que debían llenar estas carencias de la civilización. Y hasta nunca. Raymond lo había juzgado erróneamente, porque a Barron ya no le importaba.
– Fuiste tú quien pidió café, Raymond -le dijo Valparaiso, acercándosele con un vaso de café en la mano-. Como somos buena gente, nos hemos parado a buscártelo. Hasta te lo hemos llevado al coche. Y encima, cuando te lo hemos dado, aunque todavía fueras esposado, lo has cogido y se lo has tirado al detective Barron.
De pronto, Valparaiso giró la muñeca y le tiró café caliente a Barron a la camisa y la chaqueta. Barron se sobresaltó y se apartó.
Valparaiso dejó el café y se acercó todavía más:
– Además, le has quitado el Colt Double Eagle automático, un arma personal que él llevaba en sustitución de la Beretta que ya le habías robado en la terminal de Lufthansa. La que utilizaste para matar al comandante McClatchy. Esta pistola, Raymond.
De pronto, Valparaiso sacó la Beretta de Barron de su cinturón con la mano derecha y la puso delante de Raymond. En una fracción de segundo buscó detrás de él y sacó el Colt de Barron de la funda en que estaba guardado, en la parte trasera del cinturón.
– El doble pistolero Raymond -dijo Valparaiso, mientras retrocedía medio paso-. Es probable que no te acuerdes, pero el detective Polchak te ha quitado estas dos armas unos momentos después de hacer estallar la granada que te ha dejado atontado. Más tarde lo has visto devolverle el Colt al detective Barron.
Barron miraba, paralizado, mientras Valparaiso embaucaba a Raymond con los detalles de lo que se convertiría en la versión oficial de su muerte. Se asemejaba mucho a la tortura y a Barron no le importaba; en realidad, se dio cuenta de que lo estaba disfrutando. De pronto, Raymond se volvió y le miró directamente.
– ¿Y qué pasa con los e-mails, John? Matadme y no habrá nadie que los pueda eliminar.
Barron sonrió con frialdad:
– Nadie parece muy preocupado por ellos, Raymond. La historia real eres tú. Ya tenemos tus huellas. Cualquier parte de tu cuerpo nos dará una muestra de tu ADN, una muestra que luego podemos comprobar que cuadra con los restos de sangre de la toalla encontrada en la suite de la víctima del hotel Bonaventure. Y averiguaremos lo de los asesinatos en Chicago. Lo de las víctimas de San Francisco y México. Y lo del Gulfstream y quién te lo ha enviado. Lo de Alfred Neuss. Lo que tenías planeado para Europa y Rusia. Descubriremos quién eres, Raymond. Lo descubriremos todo.
Raymond paseó la vista por toda la estancia y luego se quedó como ausente.
– Vsay -dijo, en un susurro-. Vsay ego sudba V rukah Gospodnih. -La poca esperanza que había conservado de que Barron le ayudara se había esfumado. Lo único que le quedaba era su fuerza interior. Si Dios había decidido que muriera allí mismo, que así fuera-. Vsay ego sudba V rukah Gospodnih -repitió, con fuerza y convicción, como muestra de fidelidad a Dios y a él mismo, la misma fidelidad que sentía hacia la baronesa.
Lentamente, Valparaiso le dio la Beretta a Lee. Luego avanzó y empujó el Colt entre los ojos de Raymond para terminar lo que tenía que decir.
– Después de haberle robado la pistola al detective Barron, te has largado y te has escondido aquí. Cuando hemos intentado cazarte, has disparado hacia nosotros… -De pronto Valparaiso retrocedió y dirigió la automática hacia la puerta de entrada del taller.
¡Bum! ¡Bum!
Un par de disparos atronadores del calibre 45 sacudieron el edificio y los cristales de la ventana, cubiertos de pintura, explotaron hacia el callejón, dejando un rastro recortado de la negra noche en la pared gris clara.
Valparaiso volvió a girarse y levantó el mentón de Raymond con el cañón del arma.
– Nos hemos quedado fuera y te hemos ordenado que salieras con las manos levantadas. Pero no lo has hecho. Te hemos vuelto a llamar y te hemos dado una segunda oportunidad, pero la única respuesta ha sido el silencio. Y entonces hemos oído… un último disparo.
Barron miraba a Raymond con atención. Movía los labios pero no emitía ningún sonido. ¿Qué estaba haciendo? ¿Rezarle a Dios? ¿Rogando misericordia antes de morir?
– John.
Barron levantó la vista.
De pronto Valparaiso se giró, le cogió la mano y le puso el Cok en ella.
– Por Red -le susurró-. Por Red.
Los ojos de Valparaiso se clavaron en los de Barron por un brevísimo momento, luego miraron a Raymond. Barron le siguió la mirada y vio a Polchak que se acercaba para agarrar a Raymond con el mismo gesto de hierro con que había aferrado a Donlan.
Raymond luchaba contra la fuerza de Polchak, mientras no dejaba de mirar boquiabierto a Barron. ¿Cómo era posible que Dios permitiera algo así? ¿Cómo era posible que el hombre al que había elegido para que le salvara se convirtiera de pronto en su verdugo?
– No, John, por favor, no lo hagas -le susurró Raymond-. Por favor.
Barron miró la automática que tenía en la mano, sintió el peso del arma. Avanzó un paso. Los otros estaban en silencio, mirando. Halliday. Polchak. Valparaiso. Lee.
Los ojos de Raymond brillaban bajo la luz del fluorescente.
– Este no eres tú, John, ¿no lo entiendes? ¡Son ellos! -Los ojos de Raymond apuntaron a los detectives y luego volvieron a Barron-. Recuerda a Donlan, recuerda cómo te sentiste después. -Las palabras de Raymond eran apresuradas, pero la manipulación y la insolencia habían desaparecido. Estaba suplicando por su vida-. Si crees en Dios que está en el cielo, baja esta pistola. ¡No lo hagas!
– ¿Crees tú en Dios, Raymond?
Barron se le acercó más. Rabia, odio, sed de venganza. Sus emociones se combinaban como el efecto de una droga fantástica. La referencia a Donlan no significaba nada. La pistola que tenía en la mano lo significaba todo. Y ahora estaba allí a su lado, su cara a centímetros de la de Raymond.
¡Clic!
Tiró del percutor mecánicamente. El cañón del Cok se apoyó en la sien de Raymond. Podía oír el aliento de Raymond saliendo de su cuerpo mientras luchaba por liberarse de Polchak y de las esposas. El dedo de Barron se tensó sobre el gatillo y miró a los ojos de Raymond. Y entonces…
Se quedó petrificado.
5:21 h
– ¡Mátale, maldita sea!
– Es un animal. ¡Aprieta el puto gatillo!
– ¡Dispara, por el amor de Dios!
Las voces gritaban detrás de él mientras el rostro de Barron se contorsionaba agónicamente. De pronto se volvió hacia ellos.
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!
Los disparos retronaron mientras abría fuego contra una vieja butaca andrajosa y manchada de pintura.
– ¿Qué cojones te pasa? -Lee no entendía nada.
Barron se volvió, tembloroso, horrorizado ante lo que había estado a punto de hacer.
– Lo que me pasa, Roosevelt, es que en algún lugar, esta vieja puta ciudad nos ha engullido. Un hombre se olvida de la ley, se olvida de muchas cosas… como de quién cojones es. -Por un instante, Barron los miró a todos. Sus siguientes palabras surgieron en forma de susurro-. Lo que no entendéis es… que yo no soy capaz de cometer un asesinato.
Valparaiso se le acercó y tendió la mano:
– Dámelo a mí.
Barron retrocedió un paso.
– No, voy a entregarle.
– Dale la pistola, John -dijo Lee, poniéndose delante de Halliday.
Entonces John apuntó con el Cok al pecho enorme de Lee:
– He dicho que voy a entregarle, Roosevelt.
– No lo hagas -le advirtió Halliday.
Barron le ignoró.
– Poned todos las armas ahí encima.
Hizo un gesto hacia un banco de trabajo manchado de pintura que había cerca de la puerta.
– Estás acabado, John -dijo Polchak, acercándose desde detrás de Raymond.
Valparaiso avanzó también:
– Vas a hacer que te maten.
– Has sido el primero en llegar aquí, John. -Lee no prestaba atención a la pistola que le apuntaba al pecho-. Raymond tenía tu Cok. Para cuando hemos llegado, eras hombre muerto.
– Al menos Raymond así lo cree. -Polchak se acercó un poco más-. ¿Y qué hay de tu hermana, quién va a cuidar de ella? Tienes que pensar en estas cosas, John.
De pronto John levantó el arma, apuntando ahora a la entrepierna de Polchak.
– ¡Un paso más y te dejo sin cerebro!
– ¡Dios mío! -exclamó Polchak, dando un salto hacia atrás.
– Las pistolas en el banco. Roosevelt, tú primero.
Con la Beretta todavía en la mano, Lee permaneció donde estaba y Barron pudo ver cómo evaluaba la situación, preguntándose si era capaz de levantar el arma para disparar antes de que lo hiciera Barron. O incluso si Barron dispararía.
– No vale la pena arriesgarnos a que algo salga mal, Roosevelt -dijo Halliday en voz baja-. Haz lo que te pide.
– La Beretta, Roosevelt. Utiliza la mano izquierda. Dos dedos en la empuñadura, eso es todo -le ordenó Barron.
– Está bien. -Lee levantó el arma lentamente la mano izquierda y cogió el revólver de Barron de la derecha con dos dedos, luego se acercó al banco y la dejó.
– Ahora tú, Marty, de la misma forma. -Barron apuntaba ahora a Valparaiso.
Durante unos segundos, Valparaiso no hizo nada, luego sacó el arma lentamente de la funda y la puso en el banco.
– Ahora vete para atrás -dijo Barron con severidad. Valparaiso lo hizo y luego miró a Polchak y a Halliday.
Con cautela, Barron se acercó al banco, cogió su Beretta y se la metió en el cinturón.
– Y ahora tú, Jimmy. Del mismo modo, con dos dedos.
Halliday cruzó hasta el banco, sacó la Beretta y la dejó.
– Aparta -dijo Barron, y Halliday le obedeció-. Len.
Durante un momento muy largo Polchak no hizo nada. Luego miró al suelo y se encogió de hombros.
– Esto no está bien, John. No está nada bien.
Barron vio que Polchak se movía. Al mismo instante, Lee se volvió hacia el banco, haciendo un gesto hacia su Beretta. Barron saltó, le dio un fuerte golpe a Lee con el hombro y lo mandó de espaldas hacia Polchak.
Polchak cayó al suelo con Lee encima.
Barron giró con la Cok en la mano. Se oyó un solo disparo atronador. La luz de trabajo que había encima de Raymond explotó en pedazos y todo quedó a oscuras. Entonces Barron saltó disparado, encontró las esposas de Raymond y lo arrastró a oscuras hacia el exterior.
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!
Las ráfagas de Lee iluminaron el garaje detrás de ellos. Por todos lados salían despedidos trocitos de cristales y las balas saltaban por las maderas y el metal mientras Barron encontraba la puerta de salida.
¡Pum! ¡Pum!
Lee disparó hacia la puerta.
– ¡Me vas a dar, gilipollas! -gritó Polchak.
– ¡Pues quítate de en medio!
Barron y Raymond cruzaron la puerta rápidamente. Fuera, el aire era húmedo y seguía cayendo la fina lluvia, mientras el cielo justo empezaba a aclararse por el horizonte. Barron miró a los coches de camuflaje y entonces se dio cuenta de que no llevaba las llaves. Aquella reflexión fue casi demasiado larga.
– ¡Cuidado! -gritó Raymond, mientras Lee salía por la puerta. Con las esposas y todo, agarró a Barron por la chaqueta y lo arrastró detrás del segundo coche de camuflaje.
Lee disparó un par de veces a oscuras y sus balas rebotaron en el cristal de detrás del coche. Polchak iba justo detrás de él. Luego los seguían Valparaiso y Halliday.
Lee rodeó el coche rápidamente, con la Beretta sujeta entre las dos manos, dispuesto a disparar. Polchak se les acercó por el otro lado. Nadie.
– ¿Dónde coño…?
Entonces vieron el boquete en la verja de madera justo detrás del coche.
5:33 h
Barron mantenía a Raymond delante de él mientras salían a trompicones, medio cayendo por una pequeña y empinada bajada. Cuando llegaron abajo Barron levantó a Raymond a oscuras. Podían oír a los otros que se les acercaban, chocando contra la valla y empezando a descender. Entonces vieron un fuerte destello de luz y luego un segundo.
– No te apartes de mí, Raymond. -Barron lo agarró por las esposas y le arrastró hacia delante a ciegas-. Si tratas de escaparte, te mataré. Te lo juro.
Otro haz de luz pasó por delante de ellos y luego volvió.
¡Pum! ¡Pum!
Dos disparos rápidos retronaron detrás de ellos y las balas rebotaron cerca de sus pies. Enloquecido, Barron tiró de las esposas de Raymond y lo arrastró a un lado y al otro en zigzag, corriendo, saltando hierbajos y piedras por un terreno desigual y ahora resbaladizo por la fina lluvia que caía. Detrás de ellos, los haces de luz cortaban la oscuridad y de vez en cuando se oía algún disparo. Entonces Barron vio fragmentos de maquinaria de corrimiento de tierras que se levantaba ante ellos y arrastró a Raymond hacia allá.
A los pocos segundos, empapados de sudor y lluvia y respirando entrecortadamente, se protegieron detrás de un enorme bulldozer. A lo lejos oyeron el rugido gutural de un avión que despegaba. El cielo se aclaró un poco más y Barron miró a su alrededor, tratando de orientarse. Lo único que veía era barro y formas vagas de maquinaria pesada.
– No te muevas -le susurró a Raymond, antes de meterse en la cabina del bulldozer. Desde allí podía ver las luces a lo lejos de la terminal principal del aeropuerto de Burbank y se dio cuenta de que estaban en el otro extremo de una zona de obras al sur del mismo. Detrás de ellos había una zona abierta, de unos treinta metros de ancho, y luego un terraplén empinado coronado con una verja de cadenas. Detrás estaban las luces de la estación de cercanías Metrolink del aeropuerto.
Rápidamente saltó del bulldozer y aterrizó al lado de Raymond, a oscuras. Miró el reloj: eran cerca de las seis de la mañana, justo cuando empezaban a funcionar los trenes de la Metrolink. Miró a Raymond:
– Vamos a dar un paseo en tren.
5:47 h
En la penumbra vieron pasar a Polchak de largo y luego detenerse. Barron sabía que Lee estaría a su derecha o a su izquierda, con Valparaiso o Halliday siguiéndolos de cerca. El otro habría cogido uno de los coches y debía de estar dirigiéndose a la calle del otro lado de la zona de obras entre donde se encontraban y la estación Metrolink. Lo que estaban intentando era hacerlos salir del mismo modo que los perros cazadores harían para que un ave de caza saliera del matorral.
Si no los encontraban así, llamarían a un helicóptero y las unidades de patrulla, y probablemente hasta perros. Su argumento sería sencillo: Raymond se había escapado y se había llevado a Barron de rehén. Eso significaba que la fuerza contra ellos sería enorme y su captura, prácticamente segura.
De cómo los llevarían bajo su custodia a posteriori, no tenía idea, pero no había duda de que lo harían. Y sucedería muy rápido. En un santiamén se cargarían a Raymond de un disparo y Barron sería apartado, probablemente a su casa, donde le darían una combinación letal de alcohol y pastillas y luego le dispararían con su propia arma o le dejarían morir. Otro trágico suicidio policial provocado por las circunstancias familiares, las muertes violentas de Red McClatchy y los otros agentes y las presiones insoportables del trabajo.
– ¡Adelante! -le susurró, y luego él y Raymond se levantaron y se pusieron a avanzar hacia las lejanas luces de la estación Metrolink.
– ¡Ahí están!
Barron oyó a Valparaiso que gritaba en la penumbra, detrás de ellos. Eso significaba que era Halliday el que estaría en el coche, tratando de cortarles el paso si intentaban alcanzar la estación.
Con el corazón acelerado, los pies resbalando por el suelo enfangado y una mano sujetando el Colt y la otra metida dentro de las esposas de Raymond, Barron corrió a través de la zona de obras en dirección a la estación, rezando por alcanzarla antes de que lo hicieran Halliday o una bala.
Entonces llegaron al terraplén del fondo y lo sortearon por la valla que había encima. Todavía los oía acercarse por detrás y veía los focos de la policía barriendo el terreno, tratando de dar con su objetivo. Ahora ya estaban en la verja y Barron levantó literalmente a Raymond y lo tiró por encima, y luego saltó él.
– Un coche -dijo Raymond cuando Barron caía al suelo a su lado. A más de medio kilómetro unos faros doblaban la esquina y aceleraban hacia ellos.
– ¡Vamos! -gritó Barron, se levantaron y echaron a correr. Cruzaron la calle y subieron por la rampa que llevaba a la estación.
6:02 h
Halliday los vio cruzar la calle desde lejos. A los diez segundos paró el coche y saltó de él, justo cuando los otros saltaban la verja.
– ¡A la estación! -gritó, y los cuatro salieron disparados hacia la rampa a la que Raymond y Barron se habían dirigido.
Empezaba a asomar la luz del día, una franja pálida por el horizonte, cuando los detectives llegaban arriba. Polchak y Halliday alcanzaron el andén por un lado, Lee y Valparaiso por el otro. No había nadie. El andén estaba desierto.
– Demasiado tarde.
Valparaiso, empapado, en medio del viento, aterido y frustrado, miraba hacia las vías, por donde un tren de cercanías desaparecía a lo lejos.
6:08 h
Iban en el vagón detrás de la locomotora con media docena de madrugadores. Uno de ellos, una mujer joven y muy embarazada, tenía aspecto de que podía ponerse a parir en cualquier momento.
De pronto Barron se dio cuenta de que tenía que atar a Raymond a algún lugar del tren para protegerse tanto él mismo como al resto de los pasajeros. Rápidamente miró por el vagón y vio un enrejado para poner maletas que estaba atornillado al suelo y al techo, cerca de la parte de delante. Si tuviera una llave podría abrir las esposas de Raymond y luego atarlo allí, pero… en aquel instante Barron se dio cuenta de que llevaba los mismos pantalones y chaqueta que la noche anterior y que sus propias esposas las llevaba en una pequeña funda de piel detrás del cinturón.
– ¡Ven!
De pronto llevó a Raymond por entre los pasajeros y lo metió contra la reja de equipajes. Luego sacó sus esposas y se las puso entre las que Raymond ya llevaba, dejándolo allí atado.
– No te muevas ni digas una sola palabra -masculló Barron. Inmediatamente se dio la vuelta y les mostró la placa dorada de detective a los sorprendidos pasajeros.
– Soy policía -dijo-. Estoy escoltando a un prisionero. Por favor, vayan al vagón de detrás de éste.
La mujer embarazada desvió los ojos de Barron a Raymond:
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó, con los ojos muy abiertos y lo bastante alto para que la oyeran todos los demás-. ¡Es Gatillo Ray, el asesino de la tele! ¡Tiene a Gatillo!
– Por favor -les apremió Barron-, vayan al vagón de atrás.
– ¡Tengo que decírselo a mi marido! ¡Dios mío!
– ¡Vamos, señora! ¡Todos fuera de aquí, al otro vagón!
Barron los llevó hacia atrás, a través de la puerta, al vestíbulo que quedaba entre vagones. Esperó a que se cerraran las puertas y luego cogió el móvil y volvió hacia donde estaba Raymond.
6:10 h
– ¿Qué estás haciendo? -Raymond miraba el teléfono mientras Barron se le acercaba.
– Tratando de alargarte la vida un poco más.
Una ligerísima sonrisa cruzó el rostro de Raymond:
– Gracias -dijo. Volvía a asomar su arrogancia, como si estuviera convencido de que Barron todavía le temía y le protegía por este motivo.
De pronto Barron reaccionó:
– Si esta gente no estuviera aquí, en el otro vagón -le susurró con mucha severidad-, te daría una paliza de la que te acordarías toda la vida. Puñetazos, patadas, todo. Y me importaría una mierda que estuvieras esposado, ¿lo entiendes, Raymond? Dime que sí, anda.
Raymond asintió con la cabeza, lentamente.
– Lo entiendo.
– Estupendo. -Barron retrocedió, luego cogió el móvil, marcó un número de la memoria y esperó. Luego:
– Dan Ford.
– Soy John. Tengo a Raymond. Estamos en un Metrolink que viene del aeropuerto de Burbank, supongo que a unos veinte minutos de Union Station. Quiero que lo filtres a todos los medios que puedas lo antes posible. Que cuando bajemos del tren se dé una cobertura total a la noticia: tele local, nacional, periódicos, teles extranjeras, CNN. Todos y cada uno de los medios. Que sea un puto circo.
– ¿Qué coño estás haciendo en el tren? ¿Dónde está la brigada? ¿Qué…?
– Tenemos muy poco tiempo, Dan… cobertura total, ¿vale? Haz todo lo que puedas. Lo mejor.
Barron cortó la comunicación, volvió a mirar a Raymond y luego miró atrás, a la puerta que daba al otro vagón. Los pasajeros aplastaban sus caras contra el cristal para ver algo. En el centro de ellos estaba la embarazada, con su cara redonda, los ojos abiertos de par en par y mirando ávidamente, como si estuviera en el programa concurso más popular de la tele y quisiera entrar desesperadamente.
– Dios mío -exclamó Barron en voz alta y se dirigió rápidamente por el pasillo hacia la puerta, mientras se quitaba la chaqueta para colgarla en la ventana y que no pudieran ver nada.
Miró otra vez a Raymond esposado a la rejilla de las maletas y comprobó sus armas. El Cok tenía todavía dos cargadores y la Beretta toda una carga de quince balas. Esperaba sinceramente no tener que usar ninguna de las dos. Esperaba también que la brigada hubiera llegado al andén demasiado tarde para haber visto el tren que se marchaba y estuvieran todavía registrando la estación y la zona circundante.
6:12 h
6:14 h
El tren empezó a aminorar la velocidad. Justo delante estaba la estación de Burbank y luego venía Glendale. Eran paradas rápidas de cercanías con apenas cinco o seis minutos entre cada una. Barron, cuando subieron al tren, pensó que llamaría a la dirección de Metrolink, se identificaría y les pediría que no se detuvieran hasta que llegaran a Union Station, pero sabía que si lo hacía, los responsables de Metrolink avisarían a seguridad y en un abrir y cerrar de ojos la brigada sabría dónde estaban y exactamente en qué tren.
En pocos minutos, unidades del LAPD se apostarían en Union Station y acordonarían toda la zona, y luego la brigada llegaría y tomaría el relevo. Una vez al mando, por muy enorme que fuera el ejército mediático que hubiera juntado Dan Ford, ninguno de los periodistas se podría acercar al lugar de la acción. Eso significaba que lo único que Barron podía hacer era esperar y rezar para que el tren llegara a Union Station antes que Lee, Polchak y los demás lo dedujeran y se adelantaran.
6:15
Barron notó como el tren empezaba a reducir cada vez más velocidad. Entonces se oyó el ruido agudo del timbre de aviso cuando el tren ya sólo se arrastraba, entrando en la estación de Burbank. Bajo la llovizna y la escasa luz pudo distinguir a unos veinte pasajeros que aguardaban en el centro iluminado del andén. Miró a Raymond. El asesino lo vigilaba, esperando a ver qué venía. Barron se preguntó en qué debía de estar pensando. El hecho de que no fuera armado y estuviera esposado en el enrejado de las maletas no quería decir mucho: como Barron sabía, ya había salido de unas esposas una vez. Y así fue como mató a los agentes del ascensor en el edificio del Tribunal Penal.
Y como siempre, calculaba bien su tiempo, observando, pensando, como ahora, el momento indicado para actuar. De pronto el pensamiento de Barron se centró en los nuevos pasajeros. Con ellos tendría que hacer lo mismo que había hecho con el grupo de la embarazada, identificarse como policía y ordenarles que subieran al vagón posterior.
Por la ventana podía ver cómo avanzaban hasta el fondo del andén. Entonces se oyó el chirrido del acero frotando acero cuando el maquinista tocó los frenos. Se oyó una ligera sacudida, el tren se detuvo y las puertas de pasajeros a medio vagón se abrieron hacia los lados.
6:16 h
Barron sostenía el Colt escondido a un lado y retrocedió, observando con cuidado, casi esperando que de pronto aparecieran Polchak y Valparaiso, encabezando al resto del grupo. Pero lo único que vio fueron pasajeros que entraban en los vagones de más atrás. Cinco segundos, diez. Miró a Raymond, luego más allá y a través de la puerta cerrada para ver el sólido casco de la locomotora justo detrás. Volvió a mirar las puertas de pasajeros. De momento no había intentado entrar nadie. Cinco segundos más y las puertas se cerraron. Sonó un silbido de la locomotora, se oyó el aullido de los motores diesel y el tren empezó a avanzar, tomando velocidad gradualmente. Barron suspiró aliviado. En cinco minutos llegarían a la parada de Glendale. Y luego, ya directamente, a Union Station, catorce o quince minutos. Trató de imaginarse el embrollo de medios de comunicación que Dan Ford habría organizado. Una horda de periodistas, paparazzi, cámaras y unidades de sonido invadiendo la estación y peleando por el espacio en el andén para captar de manera tan pública la llegada del infame Ray Gatillo Thorne cuando Barron lo sacara del tren. Entonces, y sólo entonces, podrían…
De pronto lo invadió el pánico. ¿Por qué no había intentado ningún pasajero subir al vagón en el que estaban ellos?
– ¡Maldita sea!
En un momento se sacó el Colt del cinturón y salió disparado hacia el final del vagón. Llegó a la puerta y arrancó la chaqueta que había usado para tapar la ventana y que no pudieran verlos.
– ¡Oh, Dios mío!
Lo único que se veía ahora eran las vías del tren. Los vagones de pasajeros ya no estaban. Los breves instantes en que estuvieron en la estación habían bastado para que alguien desenganchara los vagones. El tren estaba hecho ahora de sólo dos elementos: su vagón y la máquina.
6:18 h
– ¿Qué están haciendo? -le gritó Raymond mientras volvía por el pasillo.
– Cállate.
– Quítame las esposas, John, por favor.
Barron no le hizo ningún caso.
– Si podemos bajar del tren antes de que nos vean, John, puedo hacer que me vuelvan a mandar el avión al aeropuerto. Nos podemos ir todos. Tú, yo y tu hermana.
– ¿Mi hermana? -John reaccionó como si le hubieran dado un bofetón.
– No querrás dejarla atrás.
– Y tú moverías todos los hilos del planeta para sacarme de ésta…
– Piénsalo bien, John… tú la quieres. En realidad no podrías irte sin llevarla contigo, ¿no es cierto?
– ¡Cállate! -le gritó John, furioso. Ya era lo bastante grave que Raymond lo hubiera violentado entrando en su casa, pero, encima, ¿Rebecca? ¿Cómo coño se atrevía ni tan siquiera a pensar en ella? De pronto Barron recordó dónde estaba y qué estaba ocurriendo. Se volvió y miró por la ventana. Estaban pasando por una curva. Delante estaba la estación de Glendale. En pocos segundos estarían allí parados. Sacó el Cok de su cinturón y su otra mano tocó la Beretta. Su primera idea cuando vio que el tren había sido separado del resto de vagones fue llamar a Dan Ford y advertir a la prensa que había un problema con el tren. Pero no serviría de nada. Aunque Ford los hubiera reunido, estarían en Union Station y ahora sabía que su tren no llegaría nunca tan lejos. Adónde iba, tampoco lo sabía. La estación de Glendale se acercaba rápidamente, y detrás de ella había todo un entramado de desvíos y vías muertas adonde la máquina y su único vagón podían ser desviados.
– Dame una a mí -le dijo Raymond, mirando las armas.
Barron le miró.
– Nos matarán a los dos.
De pronto la locomotora soltó un fuerte gemido del motor diesel. En vez de aflojar la marcha, el tren tomó más velocidad. Barron se agarró al respaldo de un asiento para no caerse. Fuera, bajo la luz gris y húmeda del amanecer, vio pasar ante ellos la estación de Glendale. Esperaba encontrar a un grupo de pasajeros sorprendidos en vez del grupo desdibujado de uniformes y la media docena de coches patrulla en el parking. Entonces vio a Lee corriendo desde allí, mirando fijamente al vagón que se acercaba. Por unas décimas de segundo sus miradas se cruzaron y Barron lo vio levantar la radio.
Entonces pasaron de largo de la estación, con el tren corriendo como un fugitivo. Miró el río Los Ángeles y, detrás, los faros de los coches que abarrotaban la autovía del Golden State.
De pronto el tren aminoró la marcha y Barron tuvo que agarrarse al pasamanos para no perder el equilibrio. El tren redujo todavía más. Oyó un claro clunc-clunc mientras pasaban sobre una serie de desvíos y entonces el tren viró hacia un ramal. Vio otro ramal delante de ellos con almacenes a ambos lados. Pasaron sobre más desvíos y, luego, la poca luz de día que tenían antes se fundió del todo. Por unos segundos avanzaron a oscuras y el tren dio un tirón brusco y se detuvo. Al cabo de unos instantes el motor se apagó y todo quedó en silencio.
– ¿Dónde estamos? -dijo Raymond a oscuras.
– No lo sé.
6:31 h
Barron se metió el Cok en el cinturón y sacó la Beretta, luego recorrió el vagón mirando por las ventanas. Por lo que atinaba a ver, estaban debajo del techo o algún tipo de cubierta de un enorme almacén en forma de U que tenía andenes elevados por todos lados para facilitar la descarga de los vagones de mercancías. Arriba, unas puertas cerradas a la altura de la cabeza alcanzaban el andén y estaban iluminadas e identificadas individualmente con unos números grandes y de colores vivos, pintados en rojo, amarillo o azul. El reflejo de las luces se filtraba por las ventanas del vagón, dividiendo el espacio en zonas de brillo cegador y zonas de casi total penumbra.
Barron estiró el cuello. Fuera podía ver varios vagones de carga en el mismo ramal, detrás de ellos. Aparte de esto la zona estaba totalmente a oscuras. Habían pasado de la noche al día y ahora otra vez parecía ser de noche, todo en el espacio de apenas veinte minutos.
Barron miró otra vez a Raymond, esposado al fondo del vagón. Luego un movimiento exterior le llamó la atención y vio a un hombre alto en uniforme de ferroviario salir corriendo de la locomotora y desaparecer de la vista. Era el maquinista.
– Dame una oportunidad, John. Quítame las esposas. -Raymond también había visto al maquinista.
– No.
De pronto Barron se acordó de su radio de policía. Estaba en su chaqueta, al otro lado del vagón. Se agachó y corrió a buscarla, pasando por el claroscuro blanco y negro como un arlequín.
Y ahí estaba, recuperando su chaqueta, sacando la radio y sintonizando el canal protegido de la brigada. Una fuerte ola estática recorrió el vagón, luego se oyó:
– John, ¿estás ahí?
La voz de Valparaiso sonó por el receptor. Sonaba relajado, hasta tranquilo.
Barron sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca. Miró afuera. Lo único que vio fueron las hileras de puertas iluminadas. Cruzó al otro lado pero no vio más que las siluetas oscuras de los vagones de mercancías y, detrás, lo que parecían ser más puertas iluminadas de almacenes. Entonces vio los faros de un coche que giraba al fondo de los edificios y que emprendía el camino irregular de gravilla entre las vías. Al cabo de un momento el coche se detuvo, las luces se apagaron y la puerta del coche se abrió. Durante un instante fugaz vio la silueta de Lee, que luego desapareció entre las sombras.
– ¿John? -La voz de Valparaiso volvió a irrumpir por la radio-. Estás en un almacén cerrado. Todo el edificio está rodeado por agentes uniformados. Podemos hacerlo fácil o difícil, ya sabes cómo van estas cosas. Entréganos a Raymond y te podrás ir; no te pasará nada. Aunque pensaras que tenías que denunciarlo, seguirás siendo tú solo contra cuatro. Sencillamente, te darán una pequeña baja por estrés.
– Miente -dijo de pronto la voz de Raymond desde el fondo del vagón.
¿O lo había imaginado?
Sonaba más cerca y Barron se preguntó si se había liberado de los dos juegos de esposas y había avanzado hasta el centro del vagón.
– Sólo danos a Raymond, John. ¿Por qué quieres hacernos venir a sacarte cuando no hay necesidad de hacerlo?
– Todo empezó en un tren, John, y acaba en un tren -volvió a decir la voz de Raymond.
Con la radio en una mano y la Beretta en la otra, Barron miró al fondo del vagón. Lo único que podía ver eran las rayas de cebra, negro azabache interrumpido por franjas de fuerte luz brillante. Sin embargo, aquella voz había sonado más cerca. Raymond venía hacia él, lo sabía.
6:36 h
Revólver en mano, Halliday asomó por entre las sombras cerca de una puerta con un 7 pintado en rojo al lado, y cruzó las vías hasta la parte delantera de la locomotora. A la izquierda podía ver a Lee avanzando junto a Valparaiso, y luego los dos se dirigieron hacia la puerta trasera del vagón.
Barron retrocedió a oscuras, escuchando. No oyó nada y se preguntó si se estaba equivocando.
– Hazlo fácil, ¿eh, John? -volvió a intervenir la voz de Valparaiso por su radio.
Barron miraba hacia las luces blanco y negro y las sombras que tenía delante. Escuchaba a Raymond incluso cuando levantó la radio.
– Marty -dijo.
– Te escucho, John.
– Bien. Que te den por culo.
6:37 h
Raymond oyó cómo Barron apagaba la radio. Estaba tumbado en el suelo y oculto de la luz, avanzando a gatas. Conservaba aposta una de las esposas colocada y mantenía la mitad libre en la palma de la misma mano. Un garrote perfecto para usar en el cuello de Barron cuando lo alcanzara. Se detuvo y escuchó. ¿Dónde estaba? No se oía ningún ruido, nada.
De pronto sintió el contacto del acero frío debajo de la oreja.
– Me parece que no lo has entendido, Gatillo Ray. Estoy intentando evitar matarte.
De pronto Barron se agachó a su lado.
– Inténtalo de nuevo y haré que te cojan.
Raymond sintió un hilillo de sudor junto al oído, donde estaba el revólver de Barron. De pronto Barron le cogió la esposa abierta y tiró de él, mientras con la Beretta lo tocaba debajo del mentón.
– ¿Quién cojones eres? -Los ojos de Barron bailoteaban bajo la luz reflejada.
– No lo adivinarías en tu vida -dijo Raymond, sonriendo con arrogancia-. Ni aunque vivieras dos vidas.
De pronto Barron tuvo un ataque de furia. Cogió a Raymond con fuerza y lo tiró de cabeza contra el pasamanos. Una vez. Dos. Tres veces. La nariz de Raymond empezó a sangrar y las gotas empezaron a mancharle la camisa. Entonces Barron tiró de él y lo miró a los ojos.
– ¿Qué es todo eso de Europa? ¿Y los hombres asesinados y Alfred Neuss y Rusia? ¿Qué coño son esas llaves de caja fuerte?
– He dicho que jamás lo adivinarías.
Barron lo acercó todavía más a él:
– Ponme a prueba -dijo, en un tono lleno de amenaza.
– Las piezas, John. Las piezas que aseguran el futuro.
– ¿Qué piezas?
La sonrisa arrogante volvió a aparecer en su rostro. Sólo que esta vez fue más lenta y calculada:
– Eso lo tendrás que averiguar tú mismo.
– John… -la voz de Valparaiso pareció estar flotando en el aire-. ¿John?
Bruscamente, Barron volvió a poner la esposa libre por la muñeca de Raymond:
– Si te la vuelves a quitar te mato.
Barron buscó su móvil. Al menos sabía dónde estaban y todavía tenía a Dan Ford. Si podían aguantar lo suficiente, Ford podía traer a la prensa hasta aquí. Abrió el teléfono y esperó a que se encendiera. Pero no lo hizo. Lo volvió a intentar, en vano. Tal vez se hubiera quedado sin batería. Tal vez se le había olvidado…
– Maldita sea -masculló. Lo intentó de nuevo. Nada.
– Está muerto, John -dijo Raymond, mirándolo.
– Vale, está muerto, pero nosotros estamos vivos. Cuando yo te diga, salimos corriendo hacia el lado de la locomotora. Agachados y rápido, ¿vale?
– Vale.
– ¡Ahora!
6:48 h
Alguien en medio de la horda de periodistas de Union Station se enteró de la acción del almacén ferroviario a través de un escáner policial. Inmediatamente, Dan Ford trató de localizar a Barron en el móvil, pero lo único que consiguió fue que le saliera el contestador. Lo intentó otra vez pero no tuvo mejor suerte. Una llamada a un confidente de Robos y Homicidios de Parker Center confirmó lo que se había captado del escáner: Raymond Thorne tenía a Barron como rehén en un tren de Metrolink. La policía lo había desviado a una zona aislada de almacenes que ahora tenían acordonada. La 5-2 estaba al mando de la situación.
Normalmente, el trayecto en coche desde Union Station hasta los almacenes ferroviarios llevaba unos quince minutos. Ford lo hizo en nueve, más de cinco minutos por delante de la ola de cobertura mediática que él mismo había organizado.
Aparcó su Jeep Liberty en la calle y anduvo rápidamente bajo la llovizna, acercándose a la hilera de coches patrulla que tenía la zona acordonada. Cuando estaba a punto de alcanzarla el jefe Harwood apareció de pronto de entre la masa de uniformes, con un lugarteniente de rango a su lado. Harwood tenía las manos levantadas para que se parara.
– Nadie cruza esta línea, Dan. Y eso te incluye a ti.
– ¿John está aquí? -preguntó, señalando con un gesto de la cabeza hacia los inhóspitos almacenes que tenían frente a ellos.
– Raymond Thorne lo ha tomado como rehén.
– Lo sé, y la 5-2 está al mando.
– Cuando sepamos algo más habrá un comunicado a la prensa -dijo Harwood bruscamente, antes de dar media vuelta y volver al grupo de uniformados. Su lugarteniente miró a Ford antes de seguirle.
Dan Ford llevaba demasiado tiempo como periodista de asuntos policiales como para que se le escapara ningún gesto o mirada, hasta de aquellos hombres entrenados para ocultarlos. El hecho de que el propio Harwood estuviera allí y se hubiera acercado a hablar con él ya revelaba muchas cosas. Lo que Harwood había dicho tal vez fuera la versión oficial, pero era mentira. Ford sabía perfectamente que Barron tenía a Raymond bajo custodia y que su intención había sido llevarlo a Union Station. Pero entonces, de pronto, el tren fue desviado de la vía principal y detenido en un lugar oculto detrás de unos almacenes, con la 5-2 al mando y la policía impidiendo que nadie viera nada. Y el mismísimo jefe de policía salía ahora a hablar con el periodista que contaba con la mayor confianza de la policía para decirle que Barron se había convertido en rehén.
¿Por qué? ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué había pasado?
Había visto a la brigada llevarse a Raymond custodiado en el Mercury Air Center, y marcharse con él hacia las 4:20 de la madrugada. Luego, casi dos horas más tarde, hacia las 6:10, Barron le llamaba desde el tren para decirle que estaba solo con Raymond bajo custodia y le pedía que organizara un circo mediático para recibirlos cuando el tren llegara a Union Station. ¿Qué había pasado entre tanto? ¿Cómo y por qué llegó Barron a custodiar él solo a Raymond?
De pronto Ford empezó a pensar que algo terrible había sucedido en la brigada. Se acordó de lo raro que había estado John la noche que se encontraron en la cafetería, la noche en que Frank Donlan se suicidó. Cuando le preguntó sobre el tema, Barron le dio una versión casi literal de lo que Red había comunicado a los medios, que Donlan había conseguido ocultarse un revólver entre la ropa y que prefirió quitarse la vida antes que entregarse. Tal vez fuera verdad, tal vez no. Corrían rumores desde hacía años de que, en más de una ocasión, la 5-2 había abusado del significado de «hacer respetar la ley» y se habían ocupado ellos mismos de liquidar a un sospechoso detenido. Pero los rumores no habían sido nunca confirmados, y no conocía a ningún periodista, y menos él mismo, que hubiera profundizado en el tema.
No tenía manera de saberlo a ciencia cierta, pero, igualmente, tenía que preguntárselo: ¿y si los rumores fueran ciertos? ¿Y si la brigada se había cargado a Frank Donlan y Barron fue testigo y no supo qué hacer al respecto? Desde luego, Barron no se lo podía haber contado. No se lo podía haber contado a nadie. El asesinato de sus padres había dejado a Barron totalmente traumatizado. A raíz de este hecho, pasó de estudiar arquitectura del paisaje a obsesionarse con el derecho criminal y con los derechos de las víctimas. Si la brigada hubiera asesinado a Donlan, Barron estaría horrorizado. Y si tenían intención de hacer lo mismo con Raymond, entonces… De pronto, Ford se preguntó si éste era el motivo por el cual Barron lo había llamado desde el coche cuando se dirigía al aeropuerto internacional de Los Ángeles para contarle el asunto de Josef Speer/Raymond y abrirle las puertas de seguridad, porque temía que la brigada tuviera intención de matar a Raymond en el aeropuerto y quería que la presencia de alguien de la prensa les arruinara el plan. Y también lo llamó antes de llegar a LAX para darle información sobre el caso, tal vez incluso antes de que la brigada estuviera al tanto. ¿Qué le había dicho? «Que quede entre nosotros, sólo tú y yo hasta que lo sepamos seguro.» Sólo tú y yo, eso quería decir sólo Barron y él mismo, no los otros medios de comunicación, que sabía que serían mantenidos al margen si la 5-2 ya estaba allí o estaba a punto de llegar.
Pero fue una situación que nunca se dio porque Raymond mató a Red, una acción que por sí misma ya era motivo suficiente para eliminar a Raymond cuando lo tuvieran detenido. Si era eso lo que tenían planeado cuando se marcharon del Mercury Air Center y lo habían llevado a algún lugar para ejecutarlo, era muy posible que Barron hubiera reaccionado otra vez con horror y se negara a permitir que volviera a ocurrir. Si era eso lo que había ocurrido y si se las había apañado para arrancar a Raymond de las garras de la brigada y se lo había llevado al tren…
Era la única línea de pensamiento que tenía sentido y éste habría sido el motivo por el que Barron quiso que un circo mediático estuviera presente en Union Station a la llegada del tren, porque, como tenía planeado en el LAX, sabía que la brigada no actuaría delante de todo el mundo.
Si era eso lo que Barron había hecho, Harwood habría sido el primero en saberlo. Y si la historia le había dado a la 5-2 la libertad para hacer con la justicia lo que le diera la gana, el LAPD no iba a arriesgarse a hacerlo público ahora. No después de los años de escándalos y de comportamientos policiales poco éticos que habían salido a la luz. El resultado era que la maquinaria pesada del LAPD se había puesto a funcionar a fondo. Barron y su prisionero estaban aislados y ocultos, mientras el jefe de policía le contaba al mundo que Barron había sido tomado como rehén en vez de contar la verdad: que había sido arrinconado por sus propios compañeros por haber intentado proteger la vida del prisionero.
Ford volvió a mirar a Harwood entre el revuelo de uniformes. Entonces vio un coche conocido que llegaba. Estaba a unos cincuenta metros y avanzaba hacia la pared de coches patrulla bajo la fina lluvia. Corrió hacia él, con los pies resbalando sobre el suelo mojado. Al acercarse pudo ver que el cristal de atrás había saltado en pedazos. Luego vio a Polchak al volante. Alguien iba delante con él, pero no podía ver quién era.
– ¡Len! -gritó, mientras aceleraba el paso-. ¡Len!
Vio a Polchak que se giraba. Entonces el ejército de uniformes abrió un paso y Polchak condujo por en medio. Con la misma premura, el camino se iba cerrando detrás de él y los agentes uniformados se volvieron a mirar a Ford, mientras el agente al mando le hacía gestos para que retrocediera. Ford se detuvo y se quedó quieto bajo la lluvia, mientras se le empañaban los cristales de las gafas, se le mojaba la chaqueta y el humor y las esperanzas se le rompían como la nariz que le palpitaba de dolor bajo el vendaje. Poco importaba que se encontrara rodeado de policías, o que conociera a muchísimos de ellos personalmente, o que fuera el periodista de sucesos más prestigioso de Los Ángeles. John Barron estaba a punto de ser asesinado.
Y él no podía hacer nada por evitarlo.
7:12 h
Barron y Raymond estaban tumbados en el suelo de entre las vías, debajo del vagón de Metrolink, vigilando a Lee y Valparaiso que se les acercaban. Berettas en mano, los dos detectives avanzaban a tres metros el uno del otro y miraban hacia el interior del vagón. Barron no tenía ni idea de dónde se encontraban Halliday y Polchak. Lo más probable era que estuvieran en algún lugar, a oscuras, esperando y vigilando.
Lo que sí resultaba claro era que Lee y Valparaiso suponían que Barron y Raymond seguían dentro del vagón. Seguían acercándose. Cinco pasos más. Seis. Siete. Ahora los detectives estaban en mitad del vagón y sólo se les veían las piernas, de rodilla para abajo. Barron casi podía alargar el brazo y tocar los enormes zapatos de Lee.
– Ahora -susurró Barron, y él y Raymond salieron rodando de debajo del vagón por el lado opuesto al de los detectives. En un segundo se pusieron de pie y se echaron a correr en busca de la protección de los vagones de mercancías que había en el siguiente ramal, a unos siete metros de la otra vía.
Halliday los vio al pasar por delante de la locomotora. Sacó el revólver para disparar pero lo hizo demasiado tarde y erró el tiro; se le escabulleron por el manto oscuro, bajo un vagón de mercancías de la Southern Pacific, el cuarto vagón de una hilera de seis.
Barron vio como Halliday empezaba a acercarse hacia ellos desde la locomotora; luego vio a Lee que saltaba por encima del amarre entre el vagón Metrolink y la locomotora. Una décima de segundo más tarde Valparaiso apareció por el fondo del vagón. Iban separados unos doce metros y se les estaban acercando. Barron vio como Lee levantaba la radio.
– Te has equivocado de compinches, John -dijo la voz de Lee por la radio de Barron.
– Ahora estamos solos -dijo Valparaiso por su radio, a medida que se les acercaba, con la mirada fija en el espacio oscuro bajo el vagón por el que se habían colado Barron y Raymond-. El exterior está acordonado. Ya no tienes ninguna posibilidad, John -prosiguió Valparaiso, con la voz crujiendo por la radio de Barron-. Ni siquiera para ti. Tenemos que proteger la brigada.
Raymond, de pronto, miró a Barron:
– Dame un revolver -le susurró-. Si no lo haces nos moriremos los dos.
– Retrocede por las vías -le dijo Barron, en voz baja-. Métete debajo del vagón de detrás.
Raymond miró hacia atrás, y luego hacia delante. Se veía a Halliday yendo hacia la izquierda y luego desaparecer. Valparaiso y Lee permanecieron donde estaban.
– Dame un arma-insistió Raymond.
– Haz lo que te digo. -La mirada de Barron se desvió hacia Raymond-. ¡Ahora!
– Estoy aquí, Marty. -La voz de Polchak saltó de pronto por la radio de Barron. Barron miró a su alrededor. Polchak. ¿Dónde estaba? ¿Dónde había ido?
– John. -Ahora era la voz de Valparaiso la que sonaba por la radio-. Len tiene una sorpresa. Una especie de regalo de despedida.
Un fuerte ruido retronó detrás de ellos. Barron se volvió para ver la puerta de arriba, la del almacén número 19, abrirse de golpe. Entonces Polchak salió a la luz. En una mano llevaba la monstruosa metralleta antidisturbios Striker 12. En la otra llevaba a Rebecca.
– Len, ¿qué cojones estás haciendo? -La voz atónita de Halliday sonó por las radios.
– ¡Suéltala! -De pronto, Barron salió de debajo del vagón, se encaramó al andén y se puso a avanzar hacia Polchak, que estaba delante de él.
– ¡Suéltala! ¡He dicho que la sueltes!
Barron tenía los ojos clavados en los de Polchak y apretaba la Beretta con la mano:
– ¡Suéltala! -volvió a gritar.
De pronto Valparaiso apareció corriendo por la izquierda detrás de él, y Barron oyó como Raymond le gritaba una advertencia. Al mismo tiempo, Lee salió de la sombra al fondo del vagón de mercancías y se puso a andar hacia él, con la Beretta lista para disparar.
Barron lo vio y saltó a la izquierda, disparando tres ráfagas al mismo tiempo que Lee disparaba su arma. El enorme detective se detuvo en seco, trató de recuperar el equilibrio y luego cayó de bruces a la gravilla, con su Beretta deslizándose hacia delante.
Barron se quedó quieto y luego miró hacia atrás, a Polchak. Rebecca estaba petrificada a su lado, confundida y aterrorizada.
– ¡A tu derecha! -gritó Raymond.
Barron se dio la vuelta.
Valparaiso estaba a pocos metros, con el percutor a punto de golpear su arma.
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!
Las armas de los dos detectives descargaron a la vez.
Barron sintió algo que impactaba en su muslo y lo tiraba hacia atrás. Al mismo tiempo vio que Valparaiso se sujetaba la garganta y empezaba a caer al suelo. Entonces Barron rebotó con fuerza contra el vagón y cayó, y su propia Beretta salió volando. Sintió que iba a desmayarse pero luchó por recuperar el sentido. Al mismo tiempo veía a Rebecca mirándolo aterrada, tratando de liberarse de la mano de Polchak. Polchak tiró de ella y levantó la Striker 12. Barron intentaba levantarse pero no podía. De pronto, Raymond saltó encima de él y le quitó el Colt del cinturón.
Barron empezó a gritarle pero Raymond ya tenía a Polchak apuntado con el Colt.
Al mismo tiempo, Polchak soltó una ráfaga con el Striker 12. El sonido de mil martillazos llenó todo el aire. Por una décima de segundo una expresión de incredulidad cruzó el rostro de Raymond; luego se estampó contra el vagón y cayó al suelo, al borde del andén.
Barron lo vio cubierto de sangre, tratando de levantarse, luego perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Por un instante su mirada se clavó en los ojos de Barron, luego rodó a un lado y desapareció de la vista, hacia las vías.
Barron se volvió. Polchak avanzaba hacia él y le apuntaba al pecho con la Striker 12. Detrás de él, Barron podía ver a Rebecca, con las manos en los oídos, presa del pánico.
Barron buscó con los ojos su Beretta, en el suelo del andén, a tres o cuatro metros de él, y luego el Colt, a la mitad de esa distancia, donde Raymond lo había dejado caer.
Podía ver a Polchak sonriendo a medida que se le acercaba. Se oyó un fuerte clone de acero mientras montaba la Striker. Luego, con el rabillo del ojo, vio acercarse a Halliday, con la Beretta levantada, dispuesto a acabar con él si no lo hacía la Striker.
– Dios mío, Jimmy -masculló Barron.
– ¡Por Red, hijo de puta! -gritó de pronto Polchak, disponiéndose a apretar el gatillo de la Striker.
Fue entonces cuando Rebecca se puso a gritar. Con los ojos llenos de terror y abiertos de par en par, gritó y gritó y gritó. Después de años de silencio, aquél fue un grito contenido, primitivo. El horror, el terror y el pánico surgiendo y brotando al unísono. Ninguno de ellos había oído nunca un grito igual, y ella no cesaba de gritar. O no podía hacerlo. El sonido duraba una eternidad. Resonaba por los edificios, por las vías, por todos lados.
Polchak apretó los ojos, como si le costara pensar; aquel grito le estaba robando todo el equilibrio mental. Lentamente, se volvió y empezó a avanzar hacia ella, con los ojos abiertos como platos y las pupilas contraídas al máximo. La Striker seguía entre sus manos.
– ¡Baaaaasta! -gritó él, con el rostro de puro alabastro, la voz aguda y extraña, con un grito que era más animal que humano-. ¡Basta! ¡Basta! ¡Para!
Rebecca no callaba. Seguía gritando, aullando. Desesperado, Barron intentó alcanzar la Beretta, pero sólo podía empujar con una pierna. En la otra no tenía sensación.
– ¡Para! ¡Para!
Polchak avanzaba hacia Rebecca, que seguía gritando con aquel sonido espantoso e inhumano, y la apuntaba directamente con la Striker. Pero la tensión hacía que le temblaran las manos y le flaqueara el objetivo.
– ¡Len! ¡No lo hagas! ¡Nooo! -Barron estaba ahora boca abajo, avanzando con su pierna buena hacia la Beretta.
Un paso más y Polchak había llegado. Ahora la metralleta estaba en plena cara de Rebecca.
– ¡Len!
Esta vez el grito no venía de Barron, sino de Halliday. Al oírlo, Polchak se detuvo. Barron vio como respiraba agriadamente y entonces Polchak volvió a girarse, esta vez apuntando la Striker hacia Halliday.
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!
Los casquetes de 9 mm de Halliday impactaron en el cuello y en el hombro derecho de Polchak. La Striker empezó a resbalarle. Polchak apretó la mano y trató de levantar la metralleta, pero ya no tenía fuerza. Lo único que pudo hacer fue disparar al suelo, a sus pies, al caer. Se oyó un ruido sordo cuando su cuerpo golpeó el suelo. Como si no hubiera caído, sino que lo hubieran tirado desde muy arriba. El pecho se le agitó una última vez y luego gruñó cuando la vida abandonó su cuerpo.
Y entonces se hizo el silencio.