SEGUNDA PARTE

Europa

1

Domingo de Pascua, 31 de marzo. 16:35 h


John Barron oyó el silbido agudo de los motores y luego sintió la fuerza que empujaba su cuerpo contra el respaldo mientras el vuelo 0282 de British Airways tomaba impulso por la pista del LAX, rumbo a Londres. A los pocos segundos la nave despegó y se oyó el ruido del tren de aterrizaje escondiéndose dentro del fuselaje. Debajo podía ver cómo el paisaje urbano de Los Ángeles desaparecía a medida que el avión ganaba altura. Luego vio la franja de la costa y el azul profundo del Pacífico, y la hilera de playas blancas que alcanzaban hasta Malibú. Y entonces el avión viró suavemente a la izquierda y lo único que vio fue el cielo. Estaban ahí arriba, sanos y salvos.

Barron suspiró aliviado y se volvió para mirar a Rebecca, acurrucada a su lado. Dormía profundamente, tapada con una manta. Con la fuerte sedación que le habían administrado, parecía sorprendentemente en paz, como si sus vidas estuvieran tomando al fin el rumbo adecuado.

John miró a su alrededor. Los otros ocho pasajeros de la cabina de primera clase no les prestaban ninguna atención. Para ellos era sencillamente un pasajero más, acompañado de una chica que dormía a su lado. ¿Cómo podía ninguno de ellos imaginar que huían para salvar sus vidas?

– ¿Le apetece una copa, señor Marten?

– ¿Disculpe? -Distraído y sorprendido, John Barron levantó la vista y vio a una azafata en el pasillo, a su lado.

– Le preguntaba si le apetece una copa, señor Marten.

– Oh… sí, gracias. Un vodka martini, por favor. Doble.

– ¿Con hielo?

– Sí, gracias.

– Gracias, señor Marten.

Bar ron se recostó. Tenía que acostumbrarse a que lo llamaran por el apellido Marten. Como también tenía que acostumbrarse a que lo llamaran Nick, o Nicholas. Igual que Rebecca debería acostumbrarse a usar el nombre Rebecca Marten, o señorita Marten, y a reaccionar a este nombre como si lo hubiera hecho toda la vida.

El avión viró de nuevo suavemente hacia el este. Al cabo de un momento la azafata volvió y le sirvió la copa en el reposabrazos de al lado. Barron le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza, cogió la copa y probó el combinado. Era frío, seco y amargo al mismo tiempo. Se preguntó cuándo fue la última vez que se había tomado un vodka martini, si es que lo había hecho alguna vez, y por qué lo había pedido. Por otro lado, sabía que era fuerte, y eso era lo que ahora necesitaba.

Hoy se cumplían exactamente dos semanas y dos días del terrible baño de sangre en las vías del tren. Dieciséis días de dolor, ansiedad y miedo. Tomó otro sorbo de su copa y miró a Rebecca, que dormía a su lado. Estaba bien, y él también. La miró un rato más. Luego miró por la ventana, a las nubes que pasaban, e intentó reconstruir lo que había ocurrido en aquel periodo tan breve y abrasador.


Todavía podía sentir la fetidez de la pólvora y ver a Halliday en el andén, pidiendo a gritos que le mandaran ambulancias. Todavía podía ver a Rebecca corriendo enloquecida hacia él, huyendo de la mano de Polchak caído. Aullando, gritando, histérica, echándose al suelo para estrecharlo entre sus brazos. En lo que parecía una película a cámara lenta, veía al jefe de policía Harwood y a sus ayudantes bajando al andén cuando empezaban a llegar los primeros vehículos de rescate. Y en el mismo movimiento a cámara lenta, los equipos médicos de emergencia se ponían al mando de la situación. Vio cómo el horror crispaba el rostro de Rebecca cuando la arrancaban de su lado, hasta que desaparecía, absorbida por un mar de uniformes. Recordaba cómo le habían cortado la ropa y que le dieron una inyección de morfina. Y a Halliday hablando con el jefe Harwood. Y a la gente de Urgencias metiéndose debajo del vagón para ocuparse de Raymond, tendido sobre las vías.

Entonces cargaron a Barron en una camilla y lo llevaron a una ambulancia, pasando por delante de las figuras postradas de Lee, Valparaiso y Polchak. Y él sabía que estaban muertos. Mientras la realidad se le iba desdibujando bajo los efectos de la morfina, echó una última mirada al jefe Harwood, rodeado de sus ayudantes. No había duda de que estaba al tanto de lo sucedido, y el control de los daños ya se había puesto en marcha.

Antes de que hubiera transcurrido una hora la prensa mundial ya estaba pidiendo a gritos los detalles de lo que ya se llamaba «el gran tiroteo de la Metrolink», y exigiendo saber la identidad del hombre apodado Ray Gatillo Thorne. Lo que obtuvieron a cambio fue un tibio comunicado del LAPD declarando que tres detectives habían muerto en el tiroteo con el sospechoso cuando trataban de rescatar a uno de los suyos; que el propio Thorne había sido gravemente herido y que estaba en marcha una intensa investigación interna.

Y entonces, para todos, el asunto entero estalló de una manera totalmente descontrolada. A John Barron lo llevaron al Glendale Memorial Hospital para ser tratado de urgencias de varias heridas de bala, unas heridas que, gracias a Dios, estaban todas alojadas en tejidos blandos y no suponían peligro para su vida. Raymond Oliver Thorne fue trasladado al centro médico del condado en un estado mucho más grave.

Y allí, apenas treinta horas más tarde y después de someterse a varias intervenciones quirúrgicas, sin haber recuperado nunca la consciencia, murió de una embolia pulmonar, un coágulo en los pulmones. Luego, por una confusión en la oficina del forense del condado que bordeaba lo cómico y que empeoraba gravemente la imagen del departamento, el cadáver fue mandado por error a una empresa privada de funerales y fue incinerado a las pocas horas. De nuevo, el LAPD se llevaba las manos a la cabeza mientras la prensa mundial se frotaba las manos.


19:30 h


Llevaban ya tres horas de vuelo. Habían cenado y la iluminación de la cabina había sido atenuada. Los pasajeros tomaban copas y miraban películas en sus pantallas individuales de TV. Rebecca seguía durmiendo. John Barron trató de imitarla pero no conseguía conciliar el sueño. El recuerdo de lo sucedido lo seguía acechando.

En la misma tarde que Raymond murió y fue incinerado, el sábado, 16 de marzo, a primera hora, Dan Ford visitó a Barron en el hospital. Claramente preocupado por la vida de su mejor amigo, había algo en él, en su manera de comportarse, que le decía a Barron que sabía lo que había pasado en el tiroteo y por qué, pero no le dijo nada. En vez de hacerlo, le habló de su visita a Rebecca en Saint Francis; había sido sedada y cuando llegó la encontró descansando, pero de inmediato lo reconoció y le cogió la mano. Y cuando le dijo que luego iría a visitar a su hermano y le preguntó si podía decirle que estaba bien, ella le apretó la mano y le dijo que sí con la cabeza.

Entonces Ford le dio dos noticias referentes a Raymond. La primera era sobre una entrevista que la policía metropolitana de Londres había mantenido con Alfred Neuss.

– Lo único que les ha dicho -dijo Ford- es que estaba en Londres por una cuestión de negocios y que no tenía ni idea de quién era Raymond o de lo que buscaba. El único motivo por el cual podía justificar que su nombre figurara en la agenda de los dos hermanos a los que supuestamente Raymond había asesinado en Chicago era que se trataba de unos sastres que una vez utilizó cuando estaba en la ciudad, y que les había pedido que le mandaran la factura a su domicilio de Beverly Hills.

La segunda noticia de Ford tenía relación con algo que las investigaciones del LAPD habían descubierto en su intento por averiguar quién había contratado el jet privado que había ido a recoger a Raymond en la Mercury Air Terminal de Burbank.

– La West Charter Air mandó un Gulfstream a recoger a Raymond no una vez, sino dos. Un día antes, el mismo avión había ido a recogerlo al aeropuerto de Santa Mónica, pero él no llegó a presentarse. El avión había sido contratado por un hombre que se hizo llamar Aubrey Collinson, supuestamente un abogado jamaicano que llegó a la oficina de Kingston de la compañía y pagó el vuelo en efectivo. Más tarde, obviamente ya informado de que Raymond no había cogido el avión, se disculpó por la confusión y volvió a pagar, pidiendo que esta vez recogieran a su cliente en el aeropuerto de Burbank en vez del de Santa Mónica. El resto de instrucciones eran exactamente igual.

»Los pilotos debían recoger a un hombre de negocios mexicano llamado Jorge Luis Ventana y llevarlo a Guadalajara. Junto a las instrucciones había un sobre que debía entregarse a Ventana cuando abordara el avión… un sobre que la policía de Los Ángeles retiró del Gulfstream como prueba. Dentro había veinte mil dólares en efectivo, un pasaporte mexicano con el nombre de Jorge Luis Ventana, un permiso de conducir italiano con una dirección de Roma y un pasaporte italiano, ambos a nombre de Cario Pavani. Los tres documentos llevaban la foto de Raymond. La dirección de Roma resultó ser una parcela vacía. Tanto el permiso de conducir como los pasaportes eran falsos. Y de momento, los inspectores de la policía jamaicana han sido incapaces de localizar a nadie llamado Aubrey Collinson.

Fue en aquel momento, mientras las últimas palabras de Ford salían de su boca, cuando la puerta de la habitación de Barron se abrió y apareció el jefe de la policía del LAPD, Louis Harwood, totalmente vestido de uniforme, acompañado de su ayudante. Harwood saludó con la cabeza a Ford y luego le pidió discretamente que los dejara solos. Sin mediar palabra, su ayudante acompañó a Ford a la puerta, lo hizo salir y cerró la puerta detrás de él.

Fue un gesto que, en otras circunstancias, podía haber sugerido una necesidad de intimidad, la de un jefe de policía preocupado por el bienestar de uno de sus oficiales herido en cumplimiento del deber. Sin embargo, ahora constituía un acto de amenaza lleno de mal augurio.

Barron recordaba claramente a Harwood cruzando la habitación, diciéndole que se alegraba de saber que sus heridas no eran graves, y que le habían informado que podía salir el lunes del hospital. Y luego la mirada de Harwood se endureció como una piedra.

– Hace cosa de una hora el caso Raymond Thorne ha sido oficialmente cerrado. No contaba con socios ni tenía vínculos con ningún grupo terrorista. Era un pistolero solitario que actuaba a solas.

– ¿Qué quiere decir que actuaba a solas? Alguien le mandó un avión privado a dos aeropuertos distintos en dos días distintos. Lo sabe tan bien como yo. -Barron, hasta en el estado en que se encontraba, protestó enérgicamente, enfadado-. Tiene usted un montón de muertos aquí en Los Ángeles, en Chicago, en San Francisco y en México D.F. Tiene las llaves de una caja fuerte de algún lugar de Europa. Tiene…

– El anuncio formal -lo interrumpió Harwood- se hará en el momento oportuno.

Bajo circunstancias normales Barron habría seguido protestando, mencionando las referencias específicas que Raymond tenía apuntadas en su agenda de Londres, Francia y del 7 de abril en Moscú. Le habría dicho a Harwood lo que Raymond le había dicho en el tren sobre «las piezas que sirven para asegurar el futuro» y luego le habría advertido que, aunque Raymond estuviera muerto, estaba seguro de que lo que había empezado seguía vivo, que tal vez hubiera todavía algo más mortífero por venir. Pero éstas no eran unas circunstancias ordinarias, y no lo hizo. Además, Harwood no había terminado.

– Hace cosa de una hora -prosiguió en un tono más gélido que su mirada-, la centenaria brigada 5-2 ha sido oficialmente disuelta. Ya no existe.

»En cuando al resto de sus miembros, al detective Halliday se le ha concedido una baja de tres meses, después de la cual será asignado a un puesto menos estresante en la Dirección de Tráfico del valle.

»Usted, detective Barron, firmará un acuerdo secreto por el que se compromete a no divulgar ninguna de las acciones y operaciones ejercidas por la brigada 5-2. Acto seguido abandonará su puesto en el departamento de Policía de Los Ángeles alegando motivos médicos, y se le concederá una indemnización global por incapacidad permanente de ciento veinticinco mil dólares.

Harwood miró bruscamente a su ayudante, que le entregó un sobre grande de papel manila. Con el sobre en la mano, Harwood volvió a mirar a Barron:

– Como ya sabe, por su propia seguridad, su hermana recibió una sedación con drogas psicotrópicas en la escena de los hechos. Me ha sido garantizado que el efecto de estas drogas en combinación con su estado emocional y su necesidad de seguir tratándose con medicación durante un tiempo le dejarán un recuerdo muy vago, prácticamente nulo, de lo ocurrido allí.

«Oficialmente, la dirección del Saint Francis cree que la llevaron a verle a usted al hospital porque había sido herido en el tiroteo con el fugitivo y de camino sufrió una crisis nerviosa. Entonces la llevaron al hospital más cercano. Eso es lo único que se ha filtrado a la prensa y a la opinión pública, y así debe seguir. En el informe oficial no constará que jamás estuviera en el andén.

Harwood le entregó bruscamente el sobre a Barron.

– Ábralo -le ordenó, y Barron lo hizo.

Dentro había una matrícula de coche retorcida y chamuscada, perteneciente al estado de California. Era del Mustang de Barron.

– Alguien chamuscó su coche en el parking del Mercury Air Center, donde lo dejó ayer por la mañana.

– ¿Chamuscó? -dijo Barron en voz baja-. ¿Quiere decir que lo incendió a propósito?

– Sí, quiero decir, que se lo han quemado.

Lentamente, los ojos de Harwood se llenaron de odio. Y también su voz.

– Ha de saber que hay un montón de rumores que circulan porel departamento. El principal es que usted fue el principal responsable de las muertes de los detectives Polchak, Lee y Valparaiso. Y, al fin y al cabo, de la clausura de la brigada.

»Sea o no cierto, una vez salga del hospital volverá usted a un ambiente poco favorable, incluso hostil. -Harwood hizo una pausa y Barron pudo ver el odio en él creciendo en intensidad. Luego Harwood prosiguió-. Hay una historia que circula de una nota que le fue entregada al alcalde de una pequeña ciudad de un país sudamericano devastado por la guerra. La nota le fue entregada por un granjero, pero había sido mandada por el comandante de una guerrilla. Decía algo como: "Por el bien de su salud, debe usted marcharse de la ciudad. Si no lo hace, se convertirá en un objetivo".

»Por el bien de su salud, detective, yo seguiría el mismo consejo, y lo haría con la máxima rapidez.

2

Vuelo de British Airways 0282, lunes, 1 de abril. 00:30 h


En medio de la penumbra de la cabina de primera clase sólo había una persona que se agitaba. Era John Barron, despierto y tenso como si le hubieran inyectado una buena dosis de cafeína. Por mucho que intentaba olvidar, los recuerdos insistían en acecharlo.

Era como si acabara de ocurrir. El clic agudo, el golpe agudo de la puerta cuando Harwood y su ayudante se marcharon. Harwood no había añadido ni una palabra más. No hubo necesidad. Barron ya había sido advertido explícitamente de que su vida corría peligro. Eso significaba que no le quedaba más alternativa que hacer lo que había planeado después de que la brigada ejecutara a Frank Donlan: recoger a Rebecca y abandonar Los Ángeles de inmediato dejando el mínimo rastro posible. Había renunciado a su plan por culpa de Raymond y porque sintió que era su deber hacer todo lo posible por capturarlo antes de que volviera a matar. Pero ahora Raymond estaba muerto y cualquier plan en el que hubiera estado involucrado, cualquier otra cosa que hubiera puesto en marcha y estuviera a punto de ocurrir era responsabilidad de otros. Ahora tenía que concentrarse en una sola cosa: salvar su vida y la de Rebecca.

La primera vez había sido cuestión de organizar las cosas con la doctora Flannery, de encontrar un destino, meter las maletas en el coche, recoger a Rebecca y marcharse. Pero luego tuvo lugar el tiroteo y eso le provocó una enorme reacción psicológica. Como resultado del intenso tratamiento psiquiátrico que necesitaría para sacarla adelante, por no decir nada del propio estado físico de John, la idea de ir a cualquier lugar y de manera inmediata parecía imposible. Pero no había alternativa. Si la vendetta que Harwood le había prometido llegara a materializarse y él fuera asesinado, Rebecca volvería a replegarse sobre ella misma y volvería a quedar en nada.

Presa de los nervios, llamó a la doctora Janet Flannery a primera hora de la mañana del domingo 17 de marzo y le pidió que fuera al hospital. Ella llegó antes del mediodía y, a petición de Barron, lo llevó en una silla de ruedas hasta una espaciosa zona exterior para visitas, donde le preguntó por el estado de Rebecca.

– Ha hecho un avance enorme -le dijo la doctora-. Enorme. Habla con la voz entrecortada, responde a las preguntas. Pero el período aquí es crucial y muy difícil. Está medicada y viene y va. Ahora histérica, luego retraída, y pregunta por ti siempre que tiene la oportunidad. Es fuerte y muy brillante, pero si no tenemos mucho cuidado podríamos perderla y fácilmente podría volver a su estado anterior.

– Doctora Flannery -dijo Barron, en voz baja pero con tono enfático-. Rebecca y yo tenemos que desaparecer de Los Ángeles lo antes posible. Y no para irnos a Oregón ni a Washington ni a Colorado, como le había dicho antes. Tenemos que irnos más lejos. A Canadá, o tal vez a Europa. Sea donde sea, decidamos donde decidamos, tengo que saber cuándo estaremos preparados para hacer un viaje tan largo y tan lejos.

Recordó cómo la doctora Flannery se lo había quedado mirando, sabiendo que veía la misma premura y desesperación que había visto antes. Sólo que esta vez era más fuerte y mucho más desesperada.

– Si todo va bien, tal vez dos semanas, como muy pronto, antes de que pueda ser trasladada para recibir tratamiento en otro lugar. -La doctora Flannery lo escrutó con más atención-. Detective, debe comprender que Rebecca es un caso totalmente nuevo, un caso que precisa un tratamiento intenso. Por este motivo, y por lo que usted quiere hacer, debo preguntarle el por qué.

Barron vaciló un largo instante, sin saber qué hacer. Finalmente se dio cuenta de que no podía hacer solo lo que tenía que hacer y le pidió si podían mantener una sesión privada, él como paciente, ella como terapeuta profesional.

– ¿Cuándo?

– Ahora.

Ella le dijo que era algo poco ortodoxo y que lo más indicado sería concertarle una cita con otro profesional, pero él se lo suplicó, después de confiarle que allí corría un riesgo físico real y que el tiempo era un factor esencial. Ella le conocía y lo sabía todo de Rebecca; además, Barron confiaba en ella.

Finalmente accedió y lo llevó en la silla a un rincón al fondo del patio, lejos de otros pacientes y visitantes. Allí, bajo la sombra de un enorme sicómoro, él le contó lo de la brigada, lo de la ejecución de Frank Donlan, lo del asesinato de Red por parte de Raymond, su pelea con Polchak y lo que pasó en el taller de pintura de coches después de que capturaran a Raymond, y finalmente lo que había ocurrido en los almacenes ferroviarios. Y acabó con el incendio de su coche y la solemne advertencia del jefe Harwood.

– Tengo que cambiar mi identidad y la de Rebecca y luego debemos marcharnos tan lejos de Los Ángeles como podamos, lo antes posible. De las identidades me puedo ocupar yo. Para el resto necesitaré ayuda: adonde podemos ir para que Rebecca reciba el tratamiento sin que nos hagan demasiadas preguntas y donde sea improbable que el LAPD pudiera encontrarnos. Algún lugar lejos, al que nos podamos adaptar y donde podamos empezar una nueva vida sin correr riesgos, tal vez en otro país.

La doctora Flannery no decía nada, sólo le miraba, y él sabía que estaba evaluando la realidad de lo que era preciso hacer contra la realidad de qué era posible hacer.

– Obviamente, detective, si cambian ustedes sus identidades, como cree que debe hacer, el seguro médico que ahora tiene dejará de ser válido, a menos que quiera arriesgarse a dejar un rastro documental.

– No, no puedo hacerlo. Ningún rastro documental.

– Pero compréndalo, vaya donde vaya, su tratamiento resultará caro, al menos al principio, cuando el cuidado deberá ser más intenso.

– Me han dado una especie de «indemnización por cese» y tengo una pequeña cuenta de ahorro y algunos bonos del Estado. Durante un tiempo estaremos cubiertos, hasta que pueda encontrar un trabajo. Sólo… -Barron se detuvo a media frase y esperó a que pasara un enfermero que acompañaba a un paciente anciano caminando. Luego bajó la voz y prosiguió-. Dígame cuáles son exactamente las necesidades de Rebecca.

– La clave -dijo la doctora- es encontrarle un buen programa de tratamiento del estrés postraumático, uno que acelere y ayude a crear lo que llamamos estabilidad de la personalidad y que la ayude a alcanzar el punto en que pueda funcionar cómodamente de manera autónoma. Si está pensando en Canadá…

– No -dijo Barron bruscamente-, Europa sería mejor.

La doctora Flannery asintió con la cabeza:

– En este caso hay tres lugares que me vienen a la cabeza, todos ellos excelentes. El centro de tratamiento postraumático de la Universidad de Roma; el centro equivalente en la Universidad de Ginebra y la clínica Balmore, en Londres.

Barron sintió que el corazón se le subía a la garganta. Había sugerido Canadá o Europa porque sabía que allí había americanos por todas partes y sentía que podrían adaptarse sin llamar demasiado la atención. También estarían lo bastante lejos como para que para las fuerzas del LAPD contra las que el jefe Hardwood le había advertido fuera a la vez impráctico y difícil encontrarles, en especial si tenían identidades distintas y no dejaban ningún rastro.

Pero ahora se daba cuenta de que lo había restringido repentinamente a Europa por otro motivo: Raymond y todo lo que parecía tramar apuntaba a Europa, y más directamente a Londres. Herido como estaba y preocupado por su seguridad y la de Rebecca y su tratamiento, algo en su interior se resistía a olvidarse de Raymond. Raymond había sido bueno, demasiado bueno, demasiado profesional, demasiado cuidadoso controlando lo que tenía entre manos como para que se lo quitaran de encima considerándolo, sencillamente, un loco. Estaba claro que tenía otros objetivos y, como demostraban los aviones fletados para él, no actuaba en solitario. Y hasta sin pruebas concretas, Barron, a pesar de ser joven, era un detective experimentado y la sensación de que tenían que pasar más cosas le carcomía por dentro y se le paseaba por las tripas. Éste fue el motivo por el que, cuando tuvo que hacerlo, eligió Europa antes que Canadá. Y al sugerir Londres como lugar potencial para la rehabilitación de Rebecca, la doctora Flannery acotó todavía más su elección.

Londres habría sido el destino inmediato de Raymond cuando acabara lo que tenía intención de hacer con Alfred Neuss en Los Ángeles, y la vida de Neuss se había salvado sencillamente porque se había marchado a Londres. Fue un viaje que, claramente, había sorprendido a Raymond, porque era obvio que había esperado encontrarlo en Beverly Hills.

Estaban los otros elementos, también. «Las piezas», como Raymond había dicho. Las llaves de una caja fuerte de fabricación belga cuya empresa hacía negocios sólo dentro de la Unión Europea, y eso significaba que la caja y su contenido se encontraban en algún lugar de Europa continental; también las tres referencias específicamente a Londres: una dirección, Uxbridge Street 21, que la policía metropolitana había descrito como una residencia privada bien conservada cerca de los jardines de Kensington, propiedad del señor Charles Dixon, un corredor de bolsa inglés jubilado que pasaba casi todo el año en el sur de Francia, y que estaba a poca distancia de la embajada rusa; la referencia a la propia embajada; y el recordatorio de encontrarse con alguien llamado I.M. en el Penrith's Bar de High Street, una persona a la cual el investigador de la policía metropolitana de Londres que se ocupaba del caso había sido incapaz de identificar.

Aquella información seguía siendo reciente, de hacía apenas un par de semanas, y significaba que fuera cual fuese la operación en que se basaba, podía muy bien seguir activa y localizable. El FBI había estado investigando posibles vínculos terroristas y se suponía que habrían pasado cualquier información que hubieran obtenido a la CIA y, probablemente, hasta al departamento de Estado, pero Barron sabía que jamás se enteraría de lo que habían descubierto o comunicado.

La información más reciente y misteriosa provenía de Dan Ford, que acababa de descubrirla y se la había confiado la noche antes de su partida a Londres. Un grupo de investigadores del ministerio de Justicia ruso había desembarcado sigilosamente en Los Ángeles la semana posterior a la muerte de Raymond. Supervisados por el FBI, habían tenido acceso a los archivos del LAPD y habían hablado también con los detectives de la policía de Beverly Hills. Se habían marchado al cabo de tres días diciendo que, a pesar de las acciones de Raymond Thorne, a pesar del avión fletado para recoger a Raymond en dos aeropuertos y en dos días distintos con sobres con pasaportes y permisos de conducir falsos, a pesar del misterioso Aubrey Collinson que había fletado el avión desde Kingston, Jamaica, y a pesar de las breves notas manuscritas de su agenda, no habían encontrado indicios de amenaza al gobierno o a la ciudadanía rusa. Cuando se les preguntó, afirmaron que la anotación 7 de abril/Moscú en la agenda de Raymond no tenía ningún significado especial. Para ellos eran simplemente una fecha y un lugar, nada más.

Los rusos habían venido, pensó Barron, con el espíritu de cooperación internacional de una época de actividad terrorista creciente, porque el uso de un jet fletado sugería que cualquier amenaza que pudiera haber existido había sido muy bien fundada y podía tener repercusiones internacionales. Pero ese rastro se había enfriado rápidamente y, en cuanto al propio Raymond, a pesar de lo brutal y asesino de sus acciones, ni él ni sus crímenes cuadraban con el actual perfil de los terroristas ni de sus organizaciones.

Sin embargo, la desestimación de sus aberraciones como algo sin más implicaciones ni complicaciones -por parte de los rusos, del FBI, y más específicamente del LAPD, que deseaba enterrar rápidamente un asunto que amenazaba con convertirse en una importante mancha en un departamento ya de por sí muy empañado, si llegaba a saberse la verdad del tiroteo de la estación Metrolink- era, en opinión de John Barron, un grave error, puesto que, para él, todas aquellas otras cosas suponían indicios importantes de que Raymond estaba involucrado en algo muy importante, de consecuencias tal vez catastróficas, que no acababa con su muerte. A pesar de lo que habían dicho los investigadores rusos, el 7 de abril, una fecha que se acercaba rápidamente, le parecía un augurio especialmente malo. ¿Cómo podía saber nadie con seguridad si la anotación de Raymond era de carácter personal, para acordarse de alguien o de algo que ocurriría en Moscú aquel día, o si hacía referencia al día y el lugar de algún acto terrorista, como la toma de rehenes de los rebeldes chechenos en el teatro de la calle Melnikova, o los bombardeos suicidas en un festival de rock en Moscú… o algo incluso más terrible, como el atentado a los trenes de Madrid, o algo pensado para matar a miles de personas, algo similar al horror que invadió Nueva York y Washington aquel infame 11 de septiembre?

Si la anotación hacía referencia a un ataque terrorista, ¿significaba que la postura adoptada por las distintas agencias, incluidos el LAPD y los investigadores rusos, era solamente una cortina de humo para evitar aterrorizar a la ciudadanía? Y si era sólo una postura, ¿significaba que el FBI, la CIA, la Interpol y otras organizaciones antiterroristas internacionales estaban colaborando con los servicios secretos rusos y controlando secretamente la situación por todo el mundo, esperando descubrir y luego abortar lo que fuera que Raymond y sus secuaces tenían planeado?

O…

Tal vez no había nada planeado. ¿Tenía todo aquello algún significado? ¿Estaba todo el asunto tan muerto como el propio Raymond?

Fuera como fuese, había algo más que Barron debía tener presente: a pesar de todo lo que estuviera ocurriendo y de la desestimación pública hecha por el LAPD de posibles derivaciones del caso Raymond, era posible que siguieran tras el rastro de sus notas y del resto de pruebas. En ese caso, y si Barron hacía lo mismo, era muy posible que en algún momento se cruzara con los detectives del jefe de policía Harwood. Eso podría costarle la vida. Pero también sabía que desentenderse le resultaba imposible. El complejo de culpa que seguía cargando por las muertes de las víctimas de Raymond en Los Ángeles era enorme, y la idea de que pudiera morir más gente le horrorizaba. De modo que, por muy grande que fuera el riesgo, debía continuar hasta asegurarse de que el fuego que Raymond había iniciado se había apagado finalmente y para siempre.

Pero no podía estar seguro. Ahora no. En absoluto.

En lo más profundo de su ser había una voz que luchaba por salir, lo mismo que le ocurría desde el momento en que supo que Raymond había muerto. Cada vez que la oía, él trataba de silenciarla. Pero no podía. Seguía volviendo, apremiándolo a seguir, a encontrar a la bestia y asegurarse de que estaba muerta.

Cuando escuchaba la voz, como ahora le ocurría, se daba cuenta de que si quería volver a recoger el rastro de la bestia, resultaba claro que sólo había un lugar por el que empezar.

– Londres -le había dicho a la doctora Flannery con claridad.

– ¿La clínica Balmore?

– Sí. ¿Podría usted meter a Rebecca en un programa de éstos? ¿Y hacerlo con rapidez?

– Haré todo lo que pueda -dijo ella.

Y lo hizo. Y muy bien hecho.

3

Londres, York House. Clínica Balmore. Lunes 1 de abril, 13:45 h


La primera impresión que Clementine Simpson le causó a John Barron, o más bien Nicholas Marten, fue menos que extraordinaria. Alta, más o menos de su misma edad y con una media melena de color caoba, con un traje de chaqueta azul marino que le quedaba un poco grande, daba la impresión de ser una supervisora de hospital razonablemente atractiva pero poco estilosa. Lo que sabría más tarde era que no se trataba de ninguna supervisora, sino de un miembro de la Fundación Balmore que participaba en una de las semanas que dos veces al año dedicaba al trabajo voluntario en la clínica. Fue en el ejercicio de esta función que acompañó a la nueva psiquiatra de Rebecca, la doctora Anne Maxwell-Scot -una mujer bajita, más bien gruesa y especialmente astuta a la que Marten le supuso una edad de cincuenta y pocos años- y a dos asistentes médicos al aeropuerto de Heathrow para recibir a Rebecca Marten y a su hermano a la llegada del avión de la British Airways, justo antes de mediodía.

Para entonces Rebecca llevaba despierta cerca de una hora y, aunque estaba todavía grogui por la medicación, se había tomado un pequeño desayuno y parecía entender dónde estaba y por qué ella y su hermano estaban en un avión de camino a Londres. La misma calma y comprensión reinó durante el trayecto en ambulancia desde el aeropuerto hasta la York House de Londres, el centro para pacientes ingresados de la clínica Balmore, en Belsize Lane.


– Si tiene cualquier duda, señor Marten, por favor no dude en preguntar -le dijo Clementine Simpson mientras salía de la pequeña pero alegre habitación de Rebecca en la tercera planta-. Estaré aquí todo el resto de la semana.

Y luego se marchó, y Nicholas Marten se quedó ayudando a su hermana a instalarse. Luego pasó un rato a solas con la doctora Maxwell-Scot, y ella le dijo el buen aspecto que tenía Rebecca, mucho mejor de lo que había imaginado, y luego le explicó lo que tenía planeado.

– Estoy convencida de que es consciente, señor Marten, de que usted no es sólo el hermano de Rebecca, sino también su manta de seguridad, y es importante que se mantenga cerca, al menos estos primeros días. Sin embargo, es igual de importante que Rebecca aprenda a prescindir lo antes posible de este apoyo. Es básico que adquiera confianza y vaya haciendo progresos por ella misma.

»Pronto, tal vez mañana mismo, y aparte de las consultas privadas un par de veces al día conmigo, Rebecca empezará a participar en sesiones de terapia de grupo en las que ella y los demás participantes trabajarán en el montaje de una obra teatral o en el diseño de un nuevo edificio para el hospital. Son labores que requieren colaboración y que impiden a los participantes crearse escondites particulares en los cuales podrían sufrir regresiones o quedarse bloqueados. La idea es proporcionarle a Rebecca un medio en el que entablar relaciones sociales y potenciar que cada vez sea más autosuficiente.

Marten escuchaba con atención, intentando asegurarse de que la política de la Balmore era, como la doctora Flannery le había asegurado, igual que en todas partes en el mundo de la psicoterapia: los historiales de los pacientes eran confidenciales y, si la familia lo pedía -lo cual él había hecho-, sólo estaban disponibles para el médico personal del enfermo. La doctora Flannery le aseguró especialmente que su explicación de la necesidad de que Rebecca fuera admitida en la Balmore con tanta premura había sido totalmente confidencial, y Marten estaba sencillamente tratando de asegurarse de que así era.

Quince minutos con la doctora Maxwell-Scot le habían proporcionado esta seguridad y más. Ella le habló solamente del estado de Rebecca y del programa que ella y la doctora Flannery habían diseñado para la muchacha, y sobre los buenos resultados que creía que iban a obtener. Eso le dio a Marten una sensación de confianza y de comodidad, que aumentaba por el carácter cálido y humano de la especialista. Era una sensación que parecía reinar en toda la clínica Balmore. La tuvo también con la señora Simpson y con todo el resto de personal, desde el momento en que fueron recibidos a la puerta de Heathrow y los acompañaron por los trámites de control de pasaportes y aduanas hasta la ambulancia que los esperaba, y también durante los trámites de admisión una vez en la clínica.

– Parece cansado por el viaje y, estoy segura, también por su preocupación, señor Marten -dijo finalmente la doctora-. Espero que esté hospedado cerca de aquí.

– Sí, en el Holliday Inn de Hampstead.

– Estupendo. -Sonrió-. No está lejos. ¿Por qué no se va a descansar un poco? Rebecca estará bien. Tal vez sea buena idea que regrese sobre las seis, un poco antes de la cena.

– De acuerdo -dijo Nicholas Marten, agradecido, y luego añadió, sinceramente-: Y gracias. Muchísimas gracias por todo.

4

El Hampstead Holliday Inn estaba a poca distancia en taxi de la clínica Balmore, y Marten se relajó mientras trataba de hacerse una idea de la ciudad, que sólo conocía por la historia, los libros y las películas, y por el sonido de las bandas de rock británicas.

El taxi giró por Haverstock Hill y Marten se dio cuenta del tráfico que venía hacia ellos por la derecha, en vez de por la izquierda. Ya lo había advertido durante el recorrido en ambulancia desde Heathrow. Volverlo a ver ahora le hacía darse cuenta de que estaba realmente en un lugar distinto, y que gracias a Dan Ford y a la doctora Flannery, todo su mundo en Los Ángeles había quedado bien cerrado y detrás de ellos.

Después de instalar a Marten sigilosamente en la casa de un amigo situada en una zona de cultivos cítricos al noroeste de Los Ángeles, Ford se había ocupado de rescindir el contrato de alquiler de la casa de Marten y de sacar sus efectos personales, la mayoría de los cuales regaló y unos pocos los guardó en un trastero a su nombre. Por su parte, la doctora Flannery no sólo había hecho los trámites para que Rebecca ingresara en la clínica Balmore, sino que se ocupó también de arreglar la situación en Saint Francis, informando a sor Reynoso tan sólo unas horas antes de su marcha de que, a petición de John Barron, trasladaba a Rebecca a una institución en otro lugar. Menos de media hora después de su charla con sor Reynoso, la doctora Flannery llevaba en su propio coche a John y a Rebecca al aeropuerto, donde, debido al estado de la chica, les permitieron embarcar en el avión mucho antes que el resto de pasajeros y, por tanto, quedaron protegidos de la vista del público.

De este modo fueron superados los trámites más importantes y ahora se encontraban ya a salvo aquí. A Nicholas Marten le hizo bien tomarse un momento para relajarse y contemplar la ciudad. Tomarse un momento y no pensar sobre por qué escogió la clínica Balmore antes que la de Roma y la de Ginebra. Tomarse un momento y no pensar en el motivo que lo había llevado hasta Londres.

5

El mismo lunes, 1 de abril 15:25 h


Marten se registró en el hotel y deshizo las maletas. Inmediatamente después se dio una ducha rápida, se puso unos vaqueros limpios, un jersey fino, una cazadora y bajó al vestíbulo, donde pidió indicaciones para ir a Uxbridge Street. Al cabo de veinte minutos su taxi salía de Notting Hill hacia Camden Hill Road, y luego llegaba a Uxbridge Street.

– ¿A qué número va, jefe? -le preguntó el taxista.

– Bajaré aquí mismo, gracias -dijo Marten.

– Bien, señor.

El taxi se detuvo junto a la acera. Marten pagó, salió y el taxi se alejó. Y así se metió de nuevo en el mundo de Raymond. O, al menos, en el pedazo de él que encontró anotado en una hoja de papel de su bolsa de viaje.


El número 21 de Uxbridge Street era una elegante residencia privada de tres plantas que quedaba separada de la calle y de la acera por una verja de hierro forjado negra y de dos metros de altura. Justo al otro lado había dos enormes plátanos que empezaban a brotar, animados por un tiempo soleado y, según el taxista, excepcionalmente cálido de principios de primavera.

A medida que se acercaba, Marten podía ver la puerta de hierro que daba acceso a la casa abierta por el peso de una escalerilla de un pintor. Había un gran trapo que cubría el suelo de debajo para proteger la entrada de ladrillo, mientras que un cubo de pintura negra colgaba de uno de los peldaños de la escalerilla. Por algún motivo desconocido, el pintor no parecía estar a la vista.

Marten se detuvo ante la entrada y levantó la vista hacia la casa. La puerta principal estaba cerrada y por la izquierda había un sendero que parecía dar la vuelta a la edificación. Seguía sin haber ni rastro del pintor. Respiró con fuerza y cruzó por debajo de la escalerilla la puerta del jardín. Entró por el sendero hacia el lateral de la casa. Cuando se aproximaba a la parte posterior vio tres peldaños que subían hasta una puerta entreabierta. Volvió a mirar a su alrededor. Seguía sin ver a nadie. Subió los peldaños rápidamente y luego se detuvo ante la puerta a escuchar.

– Hola -gritó. No hubo respuesta. Respiró otra vez y se metió dentro. En pocos minutos había recorrido la casa desde la planta baja hasta la tercera y había vuelto a bajar, y no encontró nada más que una mansión decorada con opulencia sin señales de estar habitada por nadie. Se quedó muy decepcionado, pero de alguna manera había encontrado lo esperado, hasta antes de dar la vuelta que había dado en persona. La casa, como Marten recordaba del informe de la policía metropolitana de Londres, pertenecía a un tal Charles Dixon, un corredor de bolsa jubilado que residía en el sur de Francia. Según el informe, Dixon no había oído hablar nunca de Raymond Oliver Thorne ni conocía a nadie que tuviera su mismo aspecto. Ocupaba la casa exclusivamente durante las fiestas de Navidad y luego volvía a hacerlo a finales de junio, durante la semana de Wimbledon. El resto del año lo pasaba en Francia y la casa estaba vacía. Y, sin embargo, Raymond debía estar en Londres y, según el papel, haber ido a la casa a mitades de marzo. No tenía ningún sentido, a menos que la casa se alquilara de vez en cuando, pero la policía de Londres no hizo ninguna mención del tema.


– ¿Quién demonios es usted?

Nicholas Marten se detuvo en seco. Estaba saliendo por la puerta por la que había entrado y, de pronto, se encontró cara a cara con un hombre grandote, de pelo blanco y vestido con un mono.

– Usted debe de ser el pintor.

– ¡Lo soy, pero le he preguntado quién demonios es usted y qué carajo está haciendo aquí!

– Buscaba al señor Charles Dixon. La puerta estaba abierta y he entrado. Me han dicho que de vez en cuando alquila la casa y…

– No sé quién le ha dicho esto ni quién es usted -dijo el pintor, mientras lo miraba con atención de arriba abajo-, pero el señor Dixon no alquila nunca su casa, nunca. ¿Le queda claro, señor…?

– Ah… -Marten se inventó un nombre rápidamente-. Kaplan. George Kaplan.

– Bien, señor Kaplan. Ahora ya lo sabe.

– Gracias. Lamento haberle molestado. -Con esta frase, Marten hizo ademán de marcharse. Pero, de pronto, se acordó de algo y volvió atrás-. ¿Tiene idea si el señor Dixon es amigo de un tal señor Aubrey Collinson, de Kingston, Jamaica?

– ¿Cómo?

– Aubrey Collinson. Su nombre venía con el del señor Dixon. Creo que es abogado. Viaja a Londres y a otros lugares del mundo a menudo, en jet privado.

– No sé qué demonios quiere usted, pero jamás he oído hablar de ese tal Aubrey Collinson; y si el señor Dixon lo conoce, es su problema. -El pintor dio un paso amenazante hacia él-. Si no se marcha usted en los próximos cinco segundos tendré que llamar a la policía.

– Gracias de nuevo. -Marten le sonrió y luego dio media vuelta y se marchó.


16:15 h


Unas cinco calles y doce minutos más tarde estaba delante de la imponente estructura del número 13 de Kensington Palace Gardens, la embajada de la Federación Rusa en Londres. Las verjas estaban protegidas por guardas, y en el patio del otro lado había unas pocas personas.

Marten se quedó un rato observando y luego uno de los guardas de la puerta abrió y un soldado armado se dirigió hacia él. Marten levantó una mano e hizo una sonrisa.

– Sólo estaba mirando, disculpe -dijo, antes de alejarse rápidamente en dirección a la verde extensión de los jardines de Kensington. En la casa de Uxbridge Street no había visto nada que supusiera que era otra cosa de lo que parecía, y la embajada rusa era sencillamente eso, la embajada de un país extranjero ubicada a poca distancia andando de la residencia de Uxbridge Street. Así, pues, ¿qué significado tenía todo aquello, si es que tenía alguno? El único que lo sabía era Raymond y estaba muerto.

Además, ¿qué pensaba Marten que iba a hacer, aunque descubriera algo? ¿Alertar a las autoridades? Y luego ¿qué? ¿Tratar de explicar lo que sucedía y que se empezaran a preguntar quién era él? No, eso no podía hacerlo. Tenía que dejar el caso y lo sabía. Pero ¿cómo? De pronto volvía a encontrarse en una situación de querer y no poder. El sentido común le decía que no tenía ningún motivo para volver a retomar, de manera privada, su investigación de esta trama más global en la que Raymond estuvo involucrado, y por la que había acabado muerto. Pero una vocecita lo arrastraba con todas sus fuerzas a volver a meterse en el caso. Era como si la investigación lo sedujera y él fuera un esclavo de esa pasión o, para ser más precisos, como si fuera un adicto y no pudiera concentrarse en nada que no fuera su hábito. Aquella vocecita tenía todo el poder. De alguna manera, tenía que encontrar la manera de acallarla.

6

Hotel Hampstead Holiday Inn, 21:00 h


Nicholas Marten se despertó sobresaltado a oscuras. No tenía idea de dónde estaba ni de cuánto tiempo había estado durmiendo. Se incorporó. Vio una luz que procedía de una puerta entreabierta y se dio cuenta de que era la puerta del baño y de que la debía de haber abierto él mismo. Entonces recordó. Se había marchado de la embajada rusa y anduvo por los jardines de Kensington hasta Bayswater Road, y luego tomó un taxi hasta la clínica Balmore para visitar a Rebecca. La muchacha se alegró de verlo pero estaba claramente cansada del largo viaje, de modo que no se quedó mucho tiempo. Le prometió que iría a verla a la mañana siguiente y luego volvió al hotel, se quitó la chaqueta y se acurrucó en la cama delante del televisor. Debió de quedarse dormido.

El jet lag y las emociones del propio viaje lo habían dejado exhausto, pero ahora había dormido lo bastante para quitarse el agotamiento de encima, y ya estaba despierto y alerta y no tenía ni idea de qué hacer. Después de lavarse rápidamente la cara, se peinó, bajó al vestíbulo y salió a la calle. La noche seguía siendo cálida y Londres estaba animado y vivo. Cruzó la calle y anduvo hacia Haverstock Hill, como un turista que sale a pasear, atento a los sonidos y a las vistas de un lugar en el que no había estado jamás.

«Las piezas. -De pronto, volvió a oír la voz de Raymond en su cabeza. Sonaba baja, aguda y apremiante, como si le estuvieran susurrando deliberadamente al oído-. Las piezas -repetía la voz-, las piezas.»

– ¡No! -dijo, en voz alta, y aceleró el paso. Aquel día ya se había enfrentado a esa batalla. No estaba dispuesto a volverla a librar.

«Las piezas -le volvió a decir el susurro. Marten aceleró el paso todavía más, como si así fuera capaz de escapar a aquello. Las piezas -volvía a oír-. Las piezas.»

De pronto Marten se detuvo. Por todas partes a su alrededor había luces brillantes y aceras atiborradas de gente y tráfico que avanzaba a buen ritmo. Lo que vio no era el mismo Londres de hacía unos momentos, sino el Londres de aquella tarde, de Uxbridge Street y de la embajada rusa. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la voz susurrada no era la de Raymond, sino la suya, y que eso había sido desde el principio. La brigada ya no existía, pero él sí. Había venido a Londres, había traído a Rebecca a Londres y todo por un motivo: porque Raymond y cualquiera que fuera la trama en que estuvo involucrado lo habían llevado hasta allí. Lo último que podía hacer era huir y olvidarse de ello.

7

Penrith's Bar, High Street, 21:35 h


Nicholas Marten entró y por un momento se quedó junto a la puerta, mirando a su alrededor. El Penrith era el típico pub inglés con paneles de madera oscura en las paredes, ruidoso y lleno de clientes incluso un lunes por la noche. La barra en sí era una especie de herradura en el centro del local, con mesas y taburetes a los lados y hacia el fondo. En medio de la barra había dos camareros. Uno tenía el pelo oscuro y era muy musculoso; el otro era más alto, de complexión media y llevaba el pelo corto y teñido de rubio. Ambos aparentaban poco más de treinta años. Por su manera de actuar, el más alto y rubio parecía estar al mando, y de vez en cuando se apartaba de la acción y se iba al final de la barra a conversar con alguien a quien Marten no alcanzaba a ver.

Éste era su hombre, decidió Marten, y empezó a avanzar hacia él a través de la gente. Eso le dio la oportunidad para observar a los clientes más de cerca. La mayoría, pensó, parecían estudiantes universitarios, mezclados aquí y allá con algún profesor y algún ejecutivo, hombre o mujer. Nada que ver con el tipo de gente con el que un asesino como Raymond podía relacionarse. Por otro lado, debía tener presente lo camaleónico que Raymond se había mostrado, en su manera de vestir, en su estilo, incluso en su manera de expresarse, y que a Josef Speer se lo ligó mezclándose con un grupo de estudiantes. Eso significaba que alguien como Raymond, alguien con su formación, con su seguridad y su mentalidad, podía adaptarse a cualquier ambiente.

A medida que se iba acercando a la barra la densidad y el ruido eran más intensos. A través del barullo y del movimiento constante de los cuerpos Marten veía al camarero rubio cerca del fondo que seguía conversando. Se coló por entre dos chicos y rodeó a una joven que los miraba. Y allí estaba Marten, a menos de tres metros del barman. De pronto se detuvo en seco. El camarero hablaba con dos hombres de mediana edad vestidos con pantalones y chaquetas de sport. A uno de ellos no lo conocía; al otro, el que estaba más cerca de él, lo conocía demasiado: era el duro y obstinado veterano de la brigada de Robos y Homicidios de la policía de Los Ángeles, el detective Gene VerMeer, uno de los dos policías apostados frente a su casa cuando se llevó a Raymond oculto en el asiento de atrás de su coche hasta el aeropuerto de Burbank. VerMeer había sido uno de los mejores amigos de Red McClatchy y solía salir a beber con Roosevelt Lee, Len Polchak y Marty Valparaiso. Era un policía del que sabía que había sido mantenido fuera de la brigada 5-2 porque tenía un carácter demasiado violento e inestable, como si eso fuera posible. Un policía del que también sabía que lo culpaba a él de la muerte de Red McClatchy y por ello lo odiaba. De todos los miembros del LAPD, VerMeer era el último con quien deseaba encontrarse y, con toda probabilidad, el primero que querría verlo muerto. Preferentemente a trocitos.

– ¡Dios mío! -masculló Marten y se volvió de espaldas rápidamente.

VerMeer tenía que estar allí por uno o dos motivos. O bien estaba persiguiendo la misma información que Marten -la anotación de Raymond para encontrarse con alguien que respondiera a las iniciales I.M en el Penrith-, o bien había descubierto la identidad de Marten, había averiguado dónde estaba y había venido a Londres pensando tal vez en cruzarse con él, si Marten seguía el rastro de Raymond. Si este era el caso, VerMeer podía estar muy bien preguntándole al barman no sólo por Raymond e I.M., sino también por Marten.

– Es usted el señor Marten, ¿no? -Una voz alta de mujer con acento británico sonó por encima del barullo. A Marten se le subió el corazón a la boca y se volvió para ver a Clementine Simpson, que avanzaba hacia él-. Clem Simpson -dijo ella, dibujando una ancha sonrisa al llegar frente a él-. De la clínica Balmore. Esta tarde.

– Ah, claro, por supuesto. -Marten se volvió un segundo. VerMeer y el tipo que lo acompañaba seguían hablando con el barman.

– ¿Cómo caramba has acabado en este bar? -preguntó Clem, y Marten la apartó por entre la gente.

– Pues… necesitaba distraerme un poco -dijo, rápidamente-, y alguien con quien estuve hablando en el avión me comentó que era un buen lugar para conocer el ambiente de Londres.

– Seguro que te vendrá bien distraerte. -Clem le sonrió amablemente-. Estoy celebrando el cumpleaños de una amiga, ¿te gustaría tomar algo con nosotros?

– Yo… -Marten miró de nuevo hacia atrás. VerMeer y su acompañante empezaban a alejarse del barman y se abrían paso por entre la gente, en dirección a ellos-. Acepto encantado, gracias -dijo Marten rápidamente, y luego siguió a Clementine Simpson a través del local, hasta una mesa al fondo donde estaban reunidas media docena de personas con aspecto académico.

– ¿Vienes aquí a menudo?

– Cuando estoy en la ciudad, sí. Tengo amigos que se reúnen aquí desde hace años, y eso es lo que convierte un local en un buen pub de barrio.

Marten se arriesgó a volver a girarse. VerMeer se había detenido y miraba en dirección a él; entonces el otro hombre le tocó la manga y le señaló hacia la puerta. VerMeer miró un instante más y luego se volvió de pronto y siguió al tipo hasta fuera.

– Señorita Simpson -dijo Marten, poniéndole una mano delicadamente en el brazo.

– Clem -le sonrió ella.

– Si no te importa -dijo, con una sonrisa forzada-, tengo que ir un momento al baño.

– Claro. Nuestra mesa está justo allá.

Marten asintió y se volvió, con la mirada fija en la puerta de salida. Ya no había rastro ni de VerMeer ni de su acompañante. Miró a la barra. Había un pequeño momento de respiro y el camarero rubio estaba solo, limpiando vasos. Al otro no se le veía por ninguna parte.

Marten se preguntó si VerMeer le habría preguntado al barman sobre él, hasta si le habría dado su descripción y un número al que llamar si lo veía. Volvió a mirar a la puerta del pub, pero sólo vio a clientes. Miró de nuevo al camarero, vaciló un momento y entonces decidió arriesgarse. Cruzó hasta la barra y avanzó hasta el fondo y pidió una cerveza de presión. Al cabo de veinte segundos el barman le puso una jarra espumosa delante.

– Busco a alguien que se supone que viene a menudo por aquí -dijo Marten, deslizando un billete de veinte libras al lado de su jarra-. En un chat de Internet me chivaron que tiene muchos chollos en apartamentos de alquiler. Sea quien sea, firma con las iniciales I.M. No sé cómo se llama realmente, tal vez sólo I.M., o «Im», o si es un apodo o la abreviatura de algo.

El barman lo miró con atención, como si tratara de ubicarlo. De pronto Marten estuvo seguro de que VerMeer le había dado su descripción y de que el barman estaba intentando decidir si se trataba de él. Marten no se inmutó, tan sólo esperó. Luego, abruptamente, el barman se inclinó hacia él.

– Déjame decirte una cosa, chico. Hace unos minutos, un detective de policía de Los Ángeles me ha hecho la misma pregunta sobre ese I.M. Lo acompañaba un inspector de la Scotland Yard, pero ninguno de ellos ha dicho nada sobre un chat ni de unos apartamentos de alquiler. -Miró deliberadamente al billete de veinte libras que había junto a la jarra de Marten y bajó la voz-. Sea lo que sea lo que buscas es tu problema, pero te diré lo que les he dicho a estos dos. Sea hombre, mujer, un poco de las dos cosas o imposible de definir, yo estoy detrás de esta barra seis noches a la semana y llevo así once años, y en todo este tiempo no he oído ni una sola vez hablar a nadie, ni a nada, por lo que hace al caso, en referencia ni a I.M, ni a Im, ni a «i-eme»; ni a ningún otro maldito apodo que pueda cuadrar con estas iniciales, como Iron Mike, o Izzy Murphy o Inés María. Y si hubiera alguien más en el bar que lo supiera, yo también lo sabría porque saberlo es mi trabajo y además soy el propietario del local, ¿te queda claro?

Marten asintió:

– Sí.

– Perfecto, entonces.

El barman alargó el brazo, cogió el billete de veinte libras y se lo metió en el bolsillo del delantal. Durante toda la operación no dejó de mirar a Marten ni un segundo.

– Señor Marten -dijo Clementine, inesperadamente a su lado-. ¿Viene con nosotros?

– Pues… -Marten la miró y le sonrió-. Perdona, me he distraído con la conversación.

Cogió rápidamente su jarra, le hizo un gesto de agradecimiento al barman y se alejó con ella. Con toda su inocencia, Clementine acababa de revelarle su nombre al hombre.

– Clem -dijo él-, si no te importa, de pronto siento que el jet lag me está afectando. Será en otra ocasión, si no te sabe mal.

– Claro, señor Marten. ¿Le veré mañana en la clínica?

– Iré por la mañana.

– Yo también. Buenas noches.

Marten le hizo un saludo con la cabeza y se dirigió a la puerta. Estaba cansado y no había averiguado nada. Y encima se había delatado, hablando con el barman, y ahora el tipo hasta sabía su nombre.

– Maldita sea -masculló entre dientes.

Desanimado y enfadado consigo mismo, estaba a punto de alcanzar la puerta cuando vio un grupo de jóvenes que se apiñaban alrededor de una mesa, en una salita que había a un lado. En la pared, detrás de ellos, había una banderola grande, roja y blanca, en la que se leía Asociación Rusa.

Marten sintió que el corazón se le aceleraba. Ahí estaba. De nuevo la conexión rusa. Volvió a mirar hacia la barra. El barman estaba ocupado y no miraba en absoluto hacia allí. Marten entró rápidamente en la salita y se acercó a la mesa. Había diez personas en total, seis hombres y cuatro mujeres, y todos hablaban en ruso.

– Disculpen -dijo, cortésmente-, ¿hablan inglés alguno de ustedes?

La respuesta fue una sonora risotada.

– ¿Qué quieres saber, tío? -le espetó un joven delgado con gafas gruesas, con una ancha sonrisa.

– Busco a alguien llamado I.M., o -dijo, robando la pronunciación del barman-, tal vez «i-eme», o que tenga las iniciales o el apodo I.M.

Diez cabezas se miraron las unas a las otras alrededor de la mesa, y al cabo de un segundo vio las diez cabezas volverse hacia él. Todas tenían la misma expresión confusa.

– Lo siento, jefe -dijo un hombre de pelo negro.

Marten miró el cartel pintado a mano de ASOCIACIÓN RUSA clavado en la pared de detrás de ellos.

– Si no os importa que os lo pregunte, ¿qué hace vuestro grupo?

– Nos reunimos cada dos semanas para hablar sobre las cosas de nuestro país natal. Política, sociedad, cosas así -respondió el joven de las gafas gruesas.

– Lo que quiere decir en realidad es que todos tenemos nostalgia -dijo una rubia regordeta con una sonrisa, y todos se rieron.

Marten sonrió y los observó medio segundo más.

– ¿Qué sucede en vuestro país natal que pueda valer una discusión? -preguntó, sin darle importancia. Intentaba que alguien hablara de la fecha del 7 de abril, por si diera la casualidad de que alguien lo supiera-. ¿Va a suceder algo que el resto del mundo querría saber?

– ¿Quieres decir aparte del movimiento separatista, la corrupción y la mafia rusa?

– Sí.

– Pues nada. A menos que quieras creerte los rumores de que el parlamento puede estar a punto de votar para reinstaurar la monarquía y volver a poner al zar. -El chico del pelo negro volvió a sonreír-. Entonces podríamos ser igual que los británicos y dar al pueblo a alguien especial para que se sienta unido a su alrededor. No sería mala idea si esa persona fuera alguien decente, porque eso ayudaría a distraerlos de toda la otra mierda que está pasando. Pero eso, como todos los cambios mayores que se supone que van a ocurrir en casa, no es más que rumorología callejera porque no sucede nunca. De todos modos -añadió-, por eso nos reunimos, para poder hablar de este tipo de cosas y aligerar el hecho de sentirnos… -miró a la rubita rechoncha- nostálgicos.

Se rieron todos menos Marten. Estaba claro que no lo iban a mencionar, de modo que lo hizo él mismo.

– ¿Os puedo hacer una última pregunta? -dijo-. ¿Significa la fecha del 7 de abril algo especial para los rusos, en especial para la gente de Moscú? ¿Es algún tipo de fiesta local? ¿Sucede algo fuera de lo habitual?

La regordeta volvió a sonreír:

– Soy de Moscú y, que yo sepa, 7 de abril significa 7 de abril. -Miró alrededor de la mesa y se rio.

– Tiene razón, tío. -El flaco de las gafas gruesas sonrió, apoyándola-. El 7 de abril es el 7 de abril. -De pronto se inclinó hacia delante y se puso más serio-. ¿Por qué?

– Por nada. -Marten se encogió de hombros. Era la misma respuesta que había dado el ministerio de Justicia ruso cuando estaban en Los Ángeles-. Alguien me dijo que era fiesta, pero nunca lo había oído decir. Creo que lo entendí mal. Gracias, muchas gracias.

Marten se volvió para marcharse.

– Pero ¿por qué nos preguntas todo esto? -volvió a insistir el joven.

– Muchas gracias -se limitó a decir Marten.

Y entonces salió de la sala y desapareció.

8

Hotel Hampstead Holiday Inn. El mismo lunes 1 de abril, 23:35 h


Nicholas Marten se recostó sobre su almohada, a oscuras, escuchando el tráfico de la calle. Estaba más tranquilo que antes, cuando salió, y todavía más que hacía media hora, cuando volvió del Penrith's Bar. Pero seguía allí, de alguna manera. Un zumbido regular que le recordaba que la ciudad seguía muy viva.

«La casa de Uxbridge Street. Aubrey Collinson y el jet fletado no una vez, sino dos; un enorme gasto para alguien. La embajada rusa. El Penrith's Bar e I.M., el grupo de la Asociación Rusa. El 7 de abril en Moscú/Rusia es una simple fecha, nada más. Ninguna información nueva en absoluto. No he descubierto nada.» Había comprado una libreta en la tienda de regalos del hotel aquella tarde, al registrarse, y apuntó sus primeras notas justo antes de acostarse.

Tal vez no hubiera descubierto nada -la idea de preguntarle al pintor por Aubrey Collinson no había sido más que un disparo a tientas-, pero las pistas, como la ciudad, seguían estando allí igualmente. Lo mismo que Gene VerMeer había estado allí. Sabía que había muchas posibilidades de que el detective del LAPD ya hubiera recibido una llamada del barman, diciéndole que un hombre que respondía a la descripción que le había dado antes había estado en el bar preguntando por I.M. Era estadounidense y se llamaba Marten. O Martin, como probablemente habría entendido.

Si eso era cierto y el barman había hecho la llamada, no había duda de que VerMeer ya estaría haciendo algo al respecto, utilizando a sus contactos en Scotland Yard para repasar todos los hoteles de Londres en busca de un americano apellidado Martin. ¿Cuánto tardarían en llamar a su hotel y descubrir que había un americano registrado apellidado Marten? A VerMeer le importaría un carajo que no se escribiera igual, y sería sólo cuestión de tiempo que llamaran a su puerta.

Marten se volvió y trató de olvidar lo ocurrido. Probablemente no tendría que haber ido al Penrith. Aunque VerMeer no lo estuviera buscando a él, también había ido a preguntar por I.M. Este hecho por sí solo ya significaba que el LAPD seguía con el caso y que no había cerrado el archivo de Raymond de una manera tan definitiva como su postura pública podía hacer pensar. Antes le preocupó que si no habían cerrado el caso, en algún momento se los podía cruzar, y ahora ya le había sucedido. Fue sólo pura suerte que VerMeer no lo hubiera visto, y eso significaba que a partir de ahora tenía que pensar muy bien lo que hacía. Él y Rebecca estaban a salvo en Londres y habían recibido la bendición de poder empezar una nueva vida. Tenía que ser consciente de que, sencillamente, no podía permitirse el lujo, si ésta era la palabra, de dar rienda suelta a su naturaleza y dejar que el adicto inconsciente que llevaba dentro lo volviera a arrastrar hacia el juego. Por su bien y el de ella, tenía que prometerse que sacaría a Raymond y todo su universo de su cabeza. Con esta idea, suplicó interiormente que VerMeer no le hubiera preguntado nunca al camarero rubio por él, y que el camarero no hubiera oído a Clementine Simpson decir su nombre.

Miró el reloj de la mesilla.


23:59 h


Un vehículo de emergencias pasó volando, con la sirena zumbando, y luego se alejó rápidamente. De nuevo volvía el sonido del tráfico y ahora una fuerte discusión de un grupo que pasaba por el pasillo, frente a su habitación. ¿No dormía nunca Londres?

Pasó un momento y otro. Por alguna razón pensó en el verdadero Nicholas Marten. Y en el recuerdo que lo acompañaba.


Diez días antes, el viernes 22 de marzo -el mismo día en que se celebró el funeral masivo de los detectives de la brigada 5-2, Polchak, Lee y Valparaiso-, ayudado de un bastón para apoyar una pierna derecha todavía muy dolorida, Marten, entonces John Barron, embarcó en un vuelo desde Los Ángeles a Boston. Desde allí tomó un vuelo lanzadera hasta Montpellier, en Vermont, donde pasó la noche.

A la mañana siguiente a primera hora condujo en un coche alquilado hasta la diminuta localidad de Coles Comer, donde se encontró con Hiram Ott, el jovial y enorme editor y director del Lyndonville Observer, un periódico local de la zona rural norte y centro de Vermont.

– Se llamaba Nicholas Marten -le explicó Hiram Ott, mientras lo llevaba a través de un campo abierto, cubierto de césped, con restos todavía de nieve medio fundida-. Marten, con e, no con i. Había nacido el mismo mes y el mismo año que tú. Pero creo que eso ya te lo han contado.

– Sí -asintió John Barron, apoyado en su bastón mientras se abría paso por el pasto irregular.

Su encuentro con Hiram Ott había sido obra de Dan Ford, quien, a los pocos días del tiroteo de la Metrolink, fue ascendido (o, como él lo explicaba, debido a su buena amistad con John Barron, fue apartado de la zona) a un puesto de redactor de plantilla en la oficina de Washington del Los Ángeles Times. Él y su esposa, Nadine, se encontraron rápidamente viviendo en un apartamento de tres dormitorios a orillas del Potomac, y la extrovertida francesa Nadine, que en esta ciudad más parecida a París que Los Ángeles se sentía mucho más en casa, encontró rápidamente un trabajo como profesora de francés en un programa de formación de adultos mientras su esposo se ocupaba de cubrir la política interna de Washington.

Y a pesar de todo el trastorno y el alboroto que mantenía a Ford en un torbellino durante dieciocho horas al día, nadie le había quitado todavía la agenda ni sus contactos de reportero, o de estudiante activo en sus tiempos de la Medill School de periodismo en la Universidad de Northwestern.

Para desaparecer de la manera que debía hacerlo, John Barron tenía que adoptar totalmente la identidad de otra persona. Así de simple en tiempos más simples. En otros tiempos podría sencillamente haber acudido a media docena de calles de Los Ángeles en las que por unos pocos cientos de dólares se podía obtener una nueva identidad en cuestión de minutos: con certificado de nacimiento, tarjeta de la seguridad social y permiso de conducir del estado de California. Pero éstos no eran tiempos sencillos y las autoridades, desde las agencias de seguridad nacional, la policía local, hasta las instituciones financieras, estaban construyendo bases de datos enormes para destapar las identidades falsas. De modo que su cambio debía ser lo más real y lo más rápido posible. Tenía que encontrar a alguien de más o menos su misma edad, con un certificado de nacimiento y un número de la seguridad social legítimos… pero algo más; alguien que hubiera muerto hacía poco y cuyo certificado de defunción todavía no hubiera sido tramitado.

Sabía que encontrar algo así, y además de manera inmediata, era prácticamente imposible y casi una locura. Pero Dan Ford no opinó lo mismo. Para él los obstáculos tan grandes no hacían más que elevar el nivel de la partida. Al instante se puso a enviar un e-mail masivo; una llamada peculiar, lo llamó. En él decía que quería hacer un reportaje con un giro político. Hacía referencia a la gente que había fallecido recientemente pero que, por un motivo u otro, seguían legalmente vivos y sus nombres figuraban en el registro de votantes. En otras palabras, quería investigar el fraude electoral.

Hiram Ott le respondió de inmediato por e-mail. ¿Había oído hablar alguna vez de un tal Nicholas Marten? No. Claro que no. Muy poca gente lo había hecho. Y aquellos que lo conocieron lo recordarían como Ned Marten, porque así es como siempre se presentaba.

Nicholas Marten, hijo ilegítimo de un camionero canadiense y una viuda de Vermont, huyó de casa a los catorce años para incorporarse como batería a un grupo de rock de gira, y eso fue lo último que se supo de él. No fue hasta doce años más tarde, cuando se enteró de que sufría un cáncer de páncreas y que sólo le quedaban unas cuantas semanas de vida, que volvió a Coles Córner para visitar a su madre. Una vez allí supo que tanto la madre como el padre habían muerto y que su madre estaba enterrada en el pequeño camposanto de la granja familiar, de cuarenta hectáreas de extensión. Solo y sin un centavo, le pidió ayuda a la única persona que conocía, un solterón amigo de la familia llamado Hiram Ott. Ott lo instaló en su casa y se puso a buscarle algún tipo de institución donde pudiera pasar sus últimos días bajo el cuidado médico, pero no fue necesario. Nicholas murió en la habitación de invitados de Ott al cabo de dos días. Como custodio oficial de los archivos del condado, entre otras cosas, Ott redactó un certificado de defunción e hizo enterrar a Marten junto a su madre en la parcela familiar.

Pero, por alguna razón, no llegó nunca a tramitar el certificado. Lo tenía guardado desde hacía casi un mes en un cajón de su despacho cuando le llegó el e-mail de su compañero de estudios de Northwestern, Dan Ford. Cuando Ford lo llamó para explicárselo, le dijo toda la verdad: que la vida de uno de sus mejores amigos dependía de un cambio de identidad. Ford le preguntó también si aquélla era una situación que pudiera incomodar a Ott. Cualquier otra persona se habría negado en redondo, pero aquí había otros elementos en juego. De entrada, Hiram Ott tenía una personalidad bravucona y gamberra. Luego, muy poca gente en Coles Córner se acordaba de que Edna Mayfield había tenido un hijo hacía treinta y seis años fuera del matrimonio, y todavía menos sabían que un joven llamado Ned Marten había regresado al pueblo a morir. Y sólo el propio Ott estaba al tanto de que el certificado de defunción no había sido nunca tramitado formalmente. El tercer motivo era que, la tarde de su muerte, Nicholas Marten le había dicho a Ott que se avergonzaba de no haber hecho nada bueno en su vida y que ojalá tuviera tiempo para hacer alguna contribución que pudiera servirle a otra gente. Y el último era el definitivo. Cuando estudiaban juntos en Northwestern, Ford había salvado a Hy Ott de una situación extremadamente comprometida y potencialmente peligrosa, que involucraba al propio Ott y a la novia de un jugador de fútbol americano de la liga universitaria especialmente fornido y con fama de tener mal genio. Era una de estas ocasiones en las que un favor es tan bienvenido que uno no está tranquilo hasta que no lo ha pagado con otro favor. Y ahora Ott lo estaba haciendo: acompañaba a John Barron por un prado de Coles Córner en un día de principios de la primavera para visitar la tumba sin marcar de Nicholas Marten entre las hojas caídas del pequeño cementerio familiar.

En el caso de Barron, había venido por agradecimiento, puesto que quería darle las gracias personalmente a Hiram Ott por lo que había hecho, y también porque quería saber en quién se estaba convirtiendo, dónde había vivido su tocayo de niño y cómo eran allí el paisaje y la gente. Había también otros motivos: sentimiento de culpabilidad y de reverencia y, tal vez de manera más pronunciada, afán de autoprotección, por si acaso alguna vez lo interrogaban sobre su pasado. Intentaba no demostrarlo, pero sabía que Hiram Ott percibía el conflicto, la emoción y la incertidumbre que lo invadían. Aquello no era algo que uno hiciera cada día. Y sabía que ése era el motivo por el cual el corpulento editor de pronto le dio un fuerte abrazo, y luego retrocedió un paso y le dijo:

– Esto es entre tú, yo, Dan Ford y Dios. Nadie más lo sabrá nunca. Además, a Nicholas le hubiera gustado, de modo que no te lo pienses más. Sencillamente, acéptalo como un regalo.

John Barron vaciló antes de responderle, emocionado y todavía inseguro, y finalmente le sonrió:

– De acuerdo -dijo-, de acuerdo.

– En este caso -la sonrisa de Hiram Ott se ensanchó mientras levantaba una mano-, déjame ser el primero en llamarte Nicholas Marten.


1:15 h


Nicholas Marten se dio la vuelta en la cama y miró a través de la habitación a oscuras hacia la puerta. Estaba cerrada, con la cadena puesta; como lo había estado todo el tiempo. Tal vez el barman no hubiera hecho nada de nada. Tal vez Gene VerMeer no hubiera preguntado nunca por él.


1:30 h


Fuera, finalmente, Londres había quedado en silencio.

9

York House, clínica Balmore. Jueves 2 de abril, 11:30 h


Marten avanzó por el vestíbulo repleto de personal que supuso que eran médicos, enfermos, personal clínico y familiares de pacientes como él. Doce pasos y se metió por un pasillo menos transitado en dirección a las puertas de salida que había al fondo. Había pasado un par de horas con Rebecca y luego estuvo hablando brevemente con la doctora Maxwell-Scot, que le había dicho lo bien y lo rápido que su hermana se estaba aclimatando, tanto que ya la había inscrito en un grupo de terapia para aquella misma tarde. De nuevo, Rebecca le había dicho que si él estaba bien, ella estaría bien. Era algo típico de su hermana, que pensaba, y él lo sabía, tanto en ayudarlo a él como en tranquilizarse ella. Y él había puesto de su parte diciéndole que estaba bien y que estaba disfrutando, recuperando el sueño perdido y visitando Londres. Entre risas, le contó cómo había salido a explorar Londres la noche anterior y casualmente se había encontrado con Clementine Simpson en un pub. A ella le caía muy bien Clementine y pensó que era fantástico que se hubieran encontrado. Eso mantuvo la conversación divertida, ligera y aireada. De todo el resto no le contó nada, en especial de su casi encuentro con Gene VerMeer, ni tampoco el motivo por el que inicialmente había ido al pub. Ni tampoco le había dicho que llamó a Dan Ford tan pronto como llegó al hotel para decirle que había visto a VerMeer en Londres y para pedirle si podía enterarse de la implicación que la policía de Los Ángeles seguía teniendo en la investigación de Raymond.

Ni tampoco le dijo nada de la llamada de Dan Ford aquella mañana, para informarle que VerMeer había pedido ir a Londres solo y que se le esperaba de vuelta en Los Ángeles a última hora de ese día. Ni de la advertencia de que la petición de VerMeer para ir solo a Londres probablemente significaba que el verdadero motivo de su viaje, quizá con la aprobación del LAPD, era buscar a John Barron, bajo la sospecha de que tal vez también siguiera investigando el rastro de Raymond. Ni tampoco le contó lo otro que Ford le había dicho, que creía que lo más conveniente ahora para Nicholas Marten era actuar con discreción y permanecer totalmente al margen de cualquier cosa en la que pensara que Raymond hubiera estado implicado.

Era una idea que todavía no se había quitado de la cabeza mientras se dirigía la salida, empujaba las puertas y salía a la calle, rumbo a su hotel, concentrado en el futuro y en lo que haría para asegurarlo una vez Rebecca fuera capaz de abandonar la clínica. Entonces vio un cartel que anunciaba un ballet especial que se celebraba en el auditorio Balmore ese domingo siguiente, 7 de abril.

¡7 de abril!

¡Otra vez aquella fecha!

De inmediato oyó su vocecita interior, y esta vez no le hablaba de «las piezas» sino que soltaba una auténtica exclamación: «¡7 de abril/Moscú!».

Así le vino la cruda consciencia de que, con todo lo que había estado haciendo, había perdido la noción del tiempo y el 7 de abril era ya el domingo siguiente. De pronto dejó de importarle lo que los investigadores rusos de Los Ángeles o los estudiantes rusos del Penrith's Bar hubieran dicho. Para Marten no era simplemente una fecha, ni un día como cualquier otro; era algo muy real porque Raymond lo tenía anotado. Si no era nada, ¿por qué lo había apuntado? ¿Qué era lo que él, o quien fuera que estuviera asociado a él, tenían planeado que sucediera aquel día en Moscú?

¿Y si la postura oficial adoptada por todas las agencias de seguridad, que descartaba la posibilidad de que las acciones de Raymond formaran parte de una conspiración mayor, no hubiera sido tan sólo una cortina de humo para seguir investigando a un nivel superior, sino realmente un punto y final a todo lo que él había estado tratando de averiguar? ¿Y si 7 de abril/Moscú fuera sencillamente otro de los breves apuntes de un loco fallecido y no tuviera significado para nadie más que él?

Entonces, ¿qué?

¿Le pasarían el caso a cualquier burócrata de quinta división y se olvidarían de él? La respuesta era que, probablemente, sí, porque no tenían nada más que les permitiera continuar. Ninguno de ellos lo había mirado nunca a los ojos, ni había contemplado su manera de moverse, ni habían percibido su arrogancia suprema. En las propias palabras de Raymond, las «piezas» seguían por ahí. ¿Y si esas «piezas» estaban preparadas para detonar en Moscú ese domingo siguiente?

«Basta -se dijo de pronto a sí mismo-. Basta ya de pensar en eso. ¡Quítate a Raymond de la cabeza! Recuerda la advertencia de Dan Ford y permanece al margen del caso y vive con discreción. Piensa en Rebecca y en tu propia vida, lo mismo que hiciste anoche. No hay nada que puedas hacer, de modo que mantente al margen.»

Marten respiró fuerte y siguió andando. Llegó a la esquina y esperó a que cambiara la luz del semáforo. De pronto el recuerdo de I.M lo acechó de nuevo, y con él otra vez la fecha del 7 de abril en Moscú.

Tal vez el 7 de abril fuera tan sólo una fecha normal y corriente y demasiado vaga como para tener ningún significado especial. I.M era casi igual de vago, pero un poco más concreto que una fecha, o que unas llaves de caja fuerte, o una casa, o una embajada, o un avión fletado del que nadie era capaz de saber nada más, porque I.M era casi seguro una persona. Y obviamente, VerMeer, fuera cual fuese su auténtica razón por ir a Londres, había pensado bastante en ello como para acudir al Penrith's Bar a preguntárselo al camarero.

Hoy era martes. Eso quería decir que todavía había tiempo. Si de alguna manera pudiera averiguar quién era ese, o esa, I.M. y encontrarlo, tal vez también pudiera saber qué iba a pasar en Moscú el domingo y, a su vez, evitarlo. Se lo hubiera prometido o no, era algo que tenía que hacer porque temía que nadie más lo haría.

De pronto dio media vuelta y volvió hacia la Balmore. Tal vez no hubiera tenido suerte con el camarero del Penrith ni con los estudiantes rusos, pero había alguien más que tal vez pudiera ayudarlo.


La oficina de la Fundación Balmore en la que trabajaba Clementine Simpson era pequeña y, de momento, tranquila, mientras la media docena de personas que se apiñaban en el espacio permanecían mirando impacientes sus pantallas oscurecidas de ordenador. Estaba claro que se habían colgado todos y que estaban esperando a que volvieran a funcionar.

– Señor Marten. -Clementine Simpson se levantó nada más verlo-. Qué agradable sorpresa.

– He estado con mi hermana y ya me iba, pero me he dado cuenta de la hora. He pensado que tal vez estés libre para almorzar.

– Bueno -sonrió y miró a las pantallas todavía fundidas, y luego a Marten-, pues sí.

10

Spaniards Inn, Spaniards Road, Hampstead, 12:20 h


– Éste era uno de los locales favoritos de Lord Byron y Shelley, y también del tristemente famoso bandolero del siglo XVIII Dick Turpin, que se paraba aquí a beber entre un asalto y otro -le contó Clementine Simpson mientras se sentaban a una mesa de un rincón de aquella taberna del siglo XVI, que daba a un jardín bañado de luz del sol-. Y éste es mi primer y último comentario histórico.

– Gracias -sonrió Marten.

Clem Simpson iba vestida como el día anterior, con el mismo tipo de traje aburrido, azul marino y un poco holgado. Esta vez le había añadido una blusa blanca recién planchada y abotonada hasta arriba y unos pequeños pendientes de oro de bucle que le colgaban justo dentro de la melena color caoba. A su manera, y aunque parecía empecinarse en ocultarlo, era bastante atractiva.

Un camarero con pinta de llevar allí desde los tiempos de Dick Turpin les llevó las cartas, y cuando les preguntó si deseaban beber algo, ella pidió sin pestañear una copa de Châteauneuf-du-Pape.

– Es un vino muy bueno del Ródano, señor Marten -le dijo.

– Nicholas.

– Nicholas -sonrió.

Nicholas Marten no bebía nunca al mediodía, pero por alguna razón miró al camarero y se oyó decir:

– Lo mismo para mí.

El camarero asintió con la cabeza. Marten lo observó alejarse y luego, tranquilamente y sin darle importancia, como si lo preguntara por simple curiosidad, sacó el motivo por el cual la había invitado realmente a almorzar.

– Anoche, cuando me iba del Penrith's Bar, pasé por delante de una pequeña sala que hay cerca de la entrada. Había un grupo de estudiantes rusos que se sentaban a una mesa junto a la que había un cartel que decía «Asociación Rusa». Les pregunté por esa asociación y me dijeron que hacían reuniones de jóvenes rusos para poder hablar sobre lo que ocurría en su tierra natal. Antes me dijiste que ibas al Penrith bastante a menudo cuando estás en la ciudad. Me preguntaba si conocías la existencia de este grupo.

– ¿El grupo de la asociación rusa?

– Sí.

El camarero llegó con el Châteauneuf-du-Pape y dos copas. Sirvió un poco para probar y puso la copa delante de Clementine. Ella lo probó y luego hizo un gesto de aprobación con la cabeza. Entonces les sirvió las dos copas, dejó la botella sobre la mesa y se marchó.

Clementine tocó su copa con un dedo y miró a Marten:

– Siento decepcionarte, Nicholas, pero no sé nada de un grupo de la asociación rusa. He visto alguna vez el cartel, pero no tengo ni idea de quiénes son ni de lo que hacen. Pero eso no significa nada. En Londres hay una comunidad de rusos muy numerosa, y la zona en la que se encuentra el Penrith es muy popular entre ellos. Supongo que dentro de la comunidad hay muchos tipos de comités y asociaciones. -Levantó su copa y tomó un trago largo del vino-. ¿Es éste el motivo por el que me has invitado a comer?

Cualquier preocupación que Marten hubiera podido tener sobre cuánta información le había pasado la doctora Flannery a la doctora Maxwell-Scott sobre Rebecca y sobre él mismo, y sobre quién en la Balmore podía estar informado, se disipó ahora, al menos respecto a Clementine Simpson. Por su manera de hablar y por cómo había reaccionado ante su pregunta, estaba convencido de que no tenía ni idea de quién era o del por qué le estaba haciendo aquel tipo de preguntas. Sin embargo, sabía que una vez hechas las preguntas era muy posible que ella le respondiera con un «por qué» y, a su manera, ya lo había hecho.

– Anoche te dije que estaba en el Penrith porque alguien a quien conocí en el avión me había dicho que era un buen lugar para conocer el ambiente londinense. Ese alguien -explicó, mientras levantaba su propia copa y se tomaba un respiro para beber un sorbo del vino- era una joven rusa muy atractiva. Fui al pub con la esperanza de encontrármela. Y no estaba, pero vi el cartel ruso y…

– Chocaste con él.

– Eso.

– Has tenido un vuelo muy largo. Añádele a eso la emoción de cuidar a tu hermana y, encima de todo, el jet lag, y todavía tuviste las fuerzas para cruzar medio Londres. -Con la copa en la mano, Clementine se apoyó en el respaldo y sonrió irónicamente-. Debía de ser muy atractiva.

– Lo era. -Marten no se había esperado la astucia o lo deliberado de su respuesta. Eso le hizo preguntarse qué más podía esperar. Esta chica podía ir vestida como la tía aburrida de cualquier amigo, pero su comportamiento distaba mucho de serlo-. Ni siquiera supe nunca su nombre. Se presentaba como I.M.

– ¿Sus iniciales?

– Supongo, o un sobrenombre. Me dijiste que tus amigos llevan reuniéndose en el Penrith desde hace años -la apremió con tacto Marten-. Me pregunto si alguno de ellos tiene contactos con la comunidad rusa.

– ¿Para que te ayude a buscar a esa jovencita?

– Sí.

Clementine lo observó un segundo y luego volvió a poner su sonrisa irónica:

– Ya veo que te quedaste realmente encandilado.

– Simplemente, me gustaría encontrarla.

Marten sabía que involucrar a Clementine era, como mucho, una posibilidad a largo plazo, pero ella era su último contacto concreto con el Penrith y la clientela regular que lo frecuentaba. Su esperanza era que, a través de ella o ellos, alguien pudiera conocer, o haber oído hablar de I.M., suponiendo que esas iniciales se refirieran a una persona. En este caso, la persona sería definida de inmediato con comentarios como «bueno, conocemos a un I.M. pero dista mucho de ser la personificación de una hermosa joven. El I.M. que conocemos no es mujer, sino hombre, tiene cincuenta años y pesa más de cien kilos».

Si eso ocurría, obtendría una descripción y algo por dónde empezar para, a partir de allí, de alguna manera apremiarla para descubrir dónde estaba esta persona y dónde se la podía encontrar.

– ¿Rubia? -preguntó Clementine, mientras levantaba una ceja.

De pronto, Marten tuvo que darle una descripción. Una descripción cualquiera.

– No, pelo caoba y con una melena a la altura de los hombros, como -hizo una pausa-, la tuya.

Clementine Simpson lo miró, tomó otro sorbo de vino y buscó el teléfono móvil en el bolso. Al cabo de un momento estaba hablando con una mujer llamada Sofía y le pedía ayuda para localizar a una «zorrita rusa sexy y pizpireta» (en sus palabras exactas) con una melenita castaña rojiza y con las iniciales o el apelativo de I.M. Luego le dio las gracias a Sofía, colgó y miró a Marten.

– Anoche te dije que estábamos en el Penrith celebrando el cumpleaños de una amiga. Era el de Sofía. Acaba de cumplir ochenta. Llegó a Londres desde Moscú hace cuarenta y cinco años y es madrina de casi todos los inmigrantes rusos que llegan desde entonces. Si alguien puede encontrar a tu pequeña adorada, es ella.

De pronto tomó otro sorbo del vino, cogió la carta y la leyó atentamente.

A pesar de la premura del calendario, que se acercaba al domingo, Marten sonrió ante la actitud casi de colegiala de Clem hacia una mujer que ni siquiera existía. Tomó un sorbo de vino y la observó un momento más, antes de coger la carta.

En vez de ir casa por casa por todo el barrio del Penrith's Bar llamando a las puertas en busca de alguien llamado I.M., había hecho lo que había podido. Sin tener en cuenta el hecho de que era un barrio amplio y que había miles de puertas, existía también la posibilidad muy real de que Gene VerMeer, a través de la policía de Londres, hubiera hecho o estuviera haciendo lo mismo, y lo último que necesitaba era cruzarse con ellos y encontrarse de pronto señalado e interrogado. De modo que lo único que ahora podía hacer era tocar madera y esperar que la omnipresente Sofía trajera alguna pista nueva. Ahora ya sólo le quedaba almorzar y conversar de frivolidades con Clementine Simpson.


De lo que ocurrió durante la hora y media siguiente Marten no se acordaba claramente. Pidieron platos de la carta. El camarero les sirvió más vino. En el transcurso de la conversación Clementine le pidió, como había hecho la noche anterior, que la llamara Clem.

En algún momento, mientras acababan de comer y el camarero recogía los platos y los cubiertos, Marten recordaba claramente que Clem se tocó la blusa y se desabrochó el botón de arriba. Sólo el de arriba, nada más, pero, por alguna razón, fue el gesto más sexy que le había visto jamás hacer a una mujer. Y tal vez fuera eso, y por supuesto el Châteauneuf, lo que llevó al resto. En lo que parecían ser segundos la conversación derivó hacia el sexo. Al hablar del tema, Clem Simpson hizo dos declaraciones que, para él, deberían figurar en los momentos más grandes de la historia del erotismo. La primera fue pronunciada con una gran sonrisa de gato de Angora:

– A mí lo que más me gusta es tumbarme y dejar que el hombre haga todo el trabajo.

La segunda, que vino poco después, hacía referencia al tamaño de sus pechos:

– Los tengo enormes, ¿sabes?

Fue una conversación que borró cualquier rastro de I.M en la cabeza de Marten y fue seguida de la desvergonzada propuesta de ella. Lo hizo inclinando ligeramente la cabeza, mirándolo a los ojos y con una fórmula muy sencilla:

– ¿Qué planes tienes para esta noche?

La reacción de él fue todavía más directa, tomándole la mano y abreviando la cacería con su propia versión de la propuesta:

– ¿Qué planes tienes para ahora mismo?

Fue una pregunta que inevitablemente los llevó sin vacilar y en cuestión de minutos a su habitación del Holiday Inn.

11

15:52 h


Ahora, al menos por el momento, ya no estaban empapados en sudor. La ducha los había refrescado, pero también en ella habían vuelto a hacer el amor… después de haberlo hecho tres veces en el espacio de unos cuarenta minutos en la enorme cama del Holliday Inn. Ahora yacían desnudos en la media penumbra que proporcionaban las cortinas cerradas, mientras miraban alternativamente al techo y el uno al otro y él jugueteaba con alguna parte del cuerpo de ella. Ahora mismo un pezón. Los pechos de Clem eran realmente grandes, como ella ya le había avanzado: su sujetador tenía cuatro corchetes y él apenas alcanzaba a rodearle un pecho con las dos manos. Lo que más le gustaba a Nicholas, o lo segundo, eran las areolas alrededor del pezón. No sólo eran grandes sino que se llenaban de pequeños bultitos cuando las rozaba con la lengua. El efecto, por supuesto, no hacía más que estimularlo de nuevo y provocarle una nueva erección, el tamaño y pulso de la cual lo sorprendía… era del estilo que los policías llamaban «polla de venas azules». Pero, más allá de todo esto -y a pesar de que ahora le costaba separar la lujuria y pasión del genuino afecto que ambos compartían-, lo que encontró fue un ser humano distinto a todo lo que había conocido hasta entonces. Una mujer lista, cariñosa, divertida y, algunas veces, descaradamente grosera. Como en la bañera, donde jugaron y se rieron y se enjabonaron el uno al otro, y donde ella se arrodilló para tomarle todo el pene dentro de la boca hasta casi llevarlo hasta el clímax, y cuando estaba a punto, se levantó en medio de la cascada de vapor y se volvió, levantando el culo y diciéndole:

– Móntame por detrás, Nicholas, oh, móntame.

A lo cual, por supuesto, él accedió encantado.

Ahora, tumbado a su lado, con las sábanas todavía mojadas por la humedad de sus cuerpos, se preguntaba si ella se habría creído su explicación cuando al principio empezaron a desnudarse y él le habló de las heridas que tenía en el muslo, el hombro y el antebrazo. Era una explicación que llevaba preparada desde antes de venir a Londres, consciente de que alguien podía sospechar si se desnudaba en un gimnasio o precisaba ver a un médico, o en el caso de tener la suerte que había tenido hoy, de acabar en la cama con una mujer atractiva.

Después de la universidad, según le contó, quería ingresar en la facultad de Derecho pero, debido al estado de Rebecca, tuvo que buscarse un trabajo normal. Tenía un amigo que trabajaba en televisión y entró a trabajar como lector en una pequeña productora. Más tarde se convirtió en productor asociado y estuvo en el plato de una comedia de acción cuando uno de los especialistas cometió un error y provocó la explosión de una pequeña bombona de gas. Trocitos de metralla se le clavaron en varias partes del cuerpo y lo tuvieron hospitalizado varios días. La indemnización resultante de la compañía de seguros fue cuantiosa y le había permitido llevar a Rebecca a la clínica Balmore, que era algo que quería hacer desde hacía tiempo, pero nunca hasta entonces se había podido permitir estar tanto tiempo sin trabajar.

– Y ahora, ¿qué harás? -Clem se dio la vuelta y lo miró, como si también ella hubiera estado pensando en lo que le había contado-. ¿Te matricularás finalmente en Derecho?

– No -sonrió aliviado. Le había creído, o al menos, eso parecía-. Es algo… -escogió sus palabras con cuidado- que ha dejado de interesarme.

– Y entonces, ¿qué vas a hacer?

– No lo sé.

De pronto se incorporó, se apoyó en un codo y lo miró directamente.

– ¿Cuál era tu sueño antes de que tuvieras que responsabilizarte de Rebecca? ¿Qué te habría gustado hacer en la vida?

– ¿Sueño?

– Sí. -Sus ojos brillaban con intensidad.

– ¿Qué te hace pensar que tenía un sueño?

– Todo el mundo los tiene.

Nicholas Marten la miró. Miró la manera en que ella esperaba la respuesta, como si le importara realmente lo que había dentro de él.

– ¿Cuál era tu sueño, Nicholas? -insistió, sonriendo tranquilamente-. Dímelo.

– Te refieres a… ¿qué quería hacer con mi vida?

– Sí.

12

– Jardines.

Clementine Simpson, totalmente desnuda en la habitación de Nicholas Marten del Hampstead Holiday Inn a las cuatro en punto de la tarde, lo miró con curiosidad.

– ¿Jardines?

– Desde niño me he sentido fascinado por los jardines formales. No tengo ni idea del porqué. Me sentía atraído por lugares como Versalles, las Tullerías de París, los jardines de Italia y de España. La magia espiritual -sonrió con ganas- de los diseños orientales, en especial en lugares como Ryotan-Ji, el templo Zen de Hikone, en Japón, o Katsura Rikyu, en Kyoto. Ayer estuve paseando por los jardines de Kensington. Asombrosos.

– ¿Katsura Rikyu?

– Sí, ¿por qué?

– Cuéntame más cosas.

– ¿Porqué?

– Sólo hazlo.

Marten se encogió de hombros:

– Empecé en la universidad, en el Cal Poly, el instituto politécnico en San Luis Obispo (está en la costa de California, entre Los Ángeles y San Francisco), a estudiar paisajismo, y… -Se detuvo, pensando que no podía hablar del asesinato de sus padres ni del motivo por el cual pidió el traslado a UCLA, porque eso llevaría a lo sucedido más tarde. Rápidamente retomó el hilo y prosiguió-: Rebecca estuvo compartiendo conmigo un apartamento en el campus. Cuando se puso enferma decidimos que el mejor lugar para ella era Los Ángeles, de modo que me trasladé a UCLA para estar cerca de ella. Elegí Filología Inglesa porque, en aquel momento, era la especialidad más fácil a la que acceder. Pero en mis años júnior y sénior me las arreglé para cursar asignaturas optativas en la facultad de Arte y Arquitectura. -Sonrió, para cubrir la transición y con la esperanza de que ella no hiciera preguntas. Al mismo tiempo se dio cuenta de que también sonreía por los buenos recuerdos que conservaba de sus estudios-. Cursos con nombres como Elementos del diseño urbano, o Teorías de la arquitectura del paisaje. -Se recostó y miró al techo-. Me has preguntado lo que hubiera hecho. Aquí lo tienes: aprender a diseñar y construir este tipo de jardines formales.

De pronto Clem se inclinó encima de él, mirando hacia abajo, con sus grandes tetas rozándole el pecho:

– Te estás quedando conmigo -dijo, fingiendo indignación, divertida, pero con un tono que demostraba que estaba muy intrigada.

– ¿Cómo?

– Que te estás quedando conmigo, que lo sabes todo de mí.

Marten se apartó, como si compartiendo con ella sus sueños más íntimos hubiera hecho algo malo.

– Apenas hace un día y medio que te conozco, ¿cómo podría saberlo todo de ti?

– Venga hombre, me tomas el pelo.

– No, no te tomo el pelo.

– Pues entonces, ¿cómo sabes que me dedico a eso?

– ¿Qué es a lo que te dedicas?

– A eso.

– ¿A qué?

– A los jardines.

– ¿Qué?

– La clínica forma parte de mi trabajo voluntario anual, pero mi ocupación a tiempo completo es como profesora de Proyectos urbanos y rurales en la Universidad de Manchester, en el norte de Inglaterra. Es decir, que estoy implicada en la formación de gente que quiere convertirse, entre otras cosas, en arquitectos paisajistas.

Marten se la quedó mirando:

– Ahora eres tú quien se está quedando conmigo.

– No, es la verdad.

De pronto Clementine Simpson se levantó de la cama y entró en el baño. Cuando salió iba envuelta en una toalla.

– UCLA. La Universidad de California en Los Ángeles, ¿no?

– Sí.

– ¿Y tienes una licenciatura en Inglés con asignaturas optativas en arquitectura del paisaje?

– Sí -sonrió Marten-, ¿por qué?

– ¿Te gustaría hacerlo?

– ¿Volver a hacer el amor? -rio Marten, mientras le tiraba de la toalla-. Si tú estás dispuesta, yo también.

Ella retrocedió inmediatamente y se volvió a envolver con la toalla:

– Estoy hablando de la universidad. ¿Te gustaría ir a Manchester y estudiar diseño de paisajes?

– Estás de broma.

– Manchester está a tres horas en tren de Londres. Podrías ir a la universidad y seguir visitando a Rebecca siempre que quisieras.

Marten se la quedó mirando en silencio. Seguir sus estudios, en especial en el campo que completaría su sueño de la infancia, era algo que nunca, jamás se había planteado.

– Vuelvo a Manchester este sábado. -Clem se abrió la toalla y luego volvió a cerrarla, estrechándola más a su alrededor-. Ven conmigo. Puedes visitar la universidad, conocer a unos cuantos estudiantes, ver qué te parece.

– Vas a ir el sábado…

– Sí, este sábado.

13

Manchester, Inglaterra. Sábado 6 de abril, 16:45 h


Nicholas Marten y Clem Simpson llegaron en tren a la estación Piccadilly de Manchester justo a las 16:12, exactamente con treinta y un minutos de retraso y bajo una lluvia torrencial.

Hacia las 16:30 él se había registrado en una habitación del hotel Portland Thistle, de Portland Street, y quince minutos más tarde estaban los dos bajo el gran paraguas de Clem, cruzando el arco de piedra de un edificio gótico que tenía grabadas las palabras University of Manchester encima.

Para entonces -de hecho, hacia el final de la primera hora en el tren-, él ya había recibido un par de informaciones claras y separadas.

La primera provino de una llamada de la maternal detective rusa amiga de Clem, Sofía, que la informaba de que no sólo el barrio del Penrith's Bar había sido totalmente registrado en busca de alguien que respondiera a las iniciales I.M, sino que también se había investigado a toda la población de inmigrantes rusos de la ciudad de Londres y, para sorpresa de casi todos, ni una sola persona llevaba ni las iniciales, ni el apodo, ni respondía a la descripción que ella le había dado. Para divertirse, incluso aventuró que tal vez la bella dama de Nicholas le estuvo tomando el pelo y estas iniciales respondían a otra cosa -un lugar, un objeto-, o fuera el acrónimo de alguna organización. Pero no se les ocurrió nada. De modo que, por decirlo en otras palabras, si había algún afiliado ruso llamado I.M. en aquella parte de Inglaterra, no había nadie que lo conociera o hubiera oído hablar de él. Esto, por supuesto, dejaba abierta la posibilidad de que el personaje con quien Raymond iba a reunirse no fuera un ruso residente en Londres, sino alguien que viniera de otro lugar. Eso, o que I.M. no fuera ruso en absoluto. En cualquier caso, su último rayo de esperanza de descubrir a I.M. se había esfumado, a menos que estuviera dispuesto a revolver el planeta entero buscándolo o buscándola.

La segunda información llegó, para su absoluta sorpresa, cuando se enteró de que Clementine Simpson no era sencillamente Clem, o la señorita Clementine Simpson o, por ejemplo, la profesora Simpson; era lady Clementine Simpson, la única hija de sir Robert Rhodes Simpson, conde de Prestbury, miembro de la Cámara de los Lores, Caballero de la Orden de la Jarretera, el rango más alto de la caballería inglesa, y miembro prominente del consejo de gobierno de la Universidad de Manchester. Eso significaba que lady Clem -la compañera de viaje de Marten, recientemente nombrada supervisora de estudios, miembro orgulloso y dedicado de la Fundación Balmore y amante del sexo en la bañera- era algo que todavía no le había confesado: un miembro con título de la aristocracia británica.

La revelación surgió de la nada cuando el revisor del tren se detuvo junto a sus butacas del vagón de primera clase y le dijo:

– Bienvenida a bordo, lady Clementine, es un placer verla de nuevo. ¿Cómo está su padre, lord Prestbury?

Entablaron una breve conversación y luego el hombre siguió controlando los pasajes. Apenas se hubo marchado, una mujer tipo matrona muy bien vestida que avanzaba por el pasillo también reconoció a Clem y le preguntó prácticamente lo mismo. ¿Cómo estaba? ¿Cómo estaba lord Prestbury?

Marten fingió educadamente ignorar ambas conversaciones, pero cuando la mujer se hubo alejado, miró a Clem, levantó una ceja y dijo:

– ¿Lady Simpson?

Fue entonces, y a regañadientes, cuando Clem se lo contó todo: cómo había nacido en el seno de una familia rica y aristócrata, cómo su madre había muerto cuando ella tenía doce años y cómo, desde aquel momento, ella y su padre se habían más o menos apoyado el uno al otro, y cómo, tanto de niña como ya de mayor, odiaba tanto el título y la insolencia de la clase alta y trataba de mantenerse lo más alejada posible de aquel ambiente. Sin embargo, era una misión complicada, teniendo en cuenta que su padre era un miembro eminente de la nobleza británica -además de una fuerza muy respetada, poderosa y empecinada tanto en los círculos políticos como en el sector privado, en el que figuraba en los consejos de administración de varios grandes grupos empresariales- y que esperaba de ella que lo representara totalmente siempre que la ocasión lo mandara. Eso era demasiado a menudo, en opinión de Clem, y le complicaba mucho la vida porque «él está increíblemente orgulloso de su linaje, de su prominencia, de su Reina y de su patriotismo». Era un porte y una actitud que a ella la hacía volver loca.

– Puedo entenderte perfectamente -dijo Marten, con una ligera sonrisa.

– No, señor Marten -respondió ella, encendida, los ojos brillantes de rabia-, si no lo has vivido, ni siquiera puedes a empezar imaginarte lo que es.

Con esta frase se volvió a mirar hacia otra parte y sacó un libro grueso de bolsillo de su bolso; David Copperfield, de Charles Dickens. Lo abrió con un gesto final de rabia y se propuso concentrarse en su lectura. Era el mismo «fin de la conversación» emocional que había utilizado con él en el Spaniards Inn, cuando Nicholas le pidió ayuda para encontrar a I.M., o su zorrita, como ella misma había dicho de manera cortante, antes de ponerse a leer la carta.

Nicholas la observó un momento y luego miró el paisaje inglés que se deslizaba por la ventana. Clem, o lady Clem, era distinta a todas las mujeres que había conocido hasta ahora. Totalmente abierta con sus emociones -al menos con él-, era también una mujer culta, divertida, brusca, vulgar, furiosa y fascinante, por no mencionar su manera de ser a menudo alentadora y cariñosa. Mostrarse más que un poco fastidiada con toda la idea de pertenecer a la clase alta y a los nacidos en una familia de alcurnia había sido algo que, al final, resultaba divertido. El problema era que todo aquello, como Clem, el mismo viaje a Manchester y los días que llevaban hasta allí, estaba teñido de algo más: dos pistas sin resolver: el avión fletado y 7 de abril/Moscú.

El miércoles por la mañana había llamado a Dan Ford a Washington para preguntarle si había alguna información más sobre Aubrey Collinson, el hombre que había fletado aviones en dos ocasiones para recoger a Raymond, desde Kingston, Jamaica, y que había entregado a la tripulación documentación falsa para que se los facilitaran al llegar a California. De nuevo, Ford le había advertido que se mantuviera al margen, pero Marten lo apremió y Ford le dijo que la CIA y el Ministerio de Justicia ruso había mandado investigadores tanto a Kingston como a Nassau, desde donde los vuelos habían partido. Por declaraciones hechas a posteriori, ambas agencias informaron del mismo callejón sin salida que habían encontrado antes. El piloto del avión había recibido simplemente el sobre con documentación de manos de su supervisor, quien le pidió que se lo entregara al cliente al que iba a recoger. No había nada raro en ello. Ni tampoco había nada especialmente raro en el hombre que se presentó como Aubrey Collinson, un tipo al que el supervisor recordaba como de unos cincuenta años, que hablaba con acento británico y llevaba gafas de sol y un traje elegante, y que pagó el servicio en efectivo. El hecho de que hubiera vuelto a encargarlo una segunda vez cuando su hombre perdió el primer vuelo en Santa Mónica, pidiendo que volvieran a mandar el avión, pero esta vez a un aeropuerto distinto, podía haber levantado sospechas, pero no lo hizo. Kingston y Nassau eran universos muy especiales, habitados mayormente por los muy ricos -de los cuales una parte habían hecho sus fortunas de manera legal, y otra parte igual, si no mayor, lo habían hecho ilegalmente, pero casi todos ellos preferían mantener sus asuntos privados con la mayor discreción y usaban terceras partes para llevar a cabo sus transacciones y solían pagar sus vuelos a Estados Unidos en dólares-.Era un mundo en el cual hacer negocios dependía de no hacer más preguntas que las imprescindibles, y convertía la posibilidad de descubrir a alguien que no quería ser descubierto -en especial por la policía, la prensa o los agentes de gobiernos extranjeros- en una misión casi imposible.

Y así, después de recibir de nuevo la advertencia de Ford de que se mantuviera al margen del caso Raymond, y por mucho que odiaba hacerlo, Nicholas Marten puso a Aubrey Collinson y a los vuelos fletados en el mismo saco de las otras pistas estériles e hizo todo lo posible por olvidarse del asunto.

El 7 de abril en Moscú era distinto, por mucho que dijera Dan Ford, y era algo que no podía dejar de lado porque todavía estaba por ocurrir. El jueves y el viernes, Nicholas casi no había podido pensar en nada más. Esa mañana, cuando se despertó y luego se encontró con Clem para coger el tren a Manchester, había sido peor, porque el 7 de abril era el día siguiente. Por mucho que intentó quitárselo de la cabeza, cada giro de las ruedas encima de las vías elevaba su nivel de ansiedad, y con él la insistencia de su vocecita interior, desencadenada como una flecha isabelina que le hacía desear no haber estudiado nunca literatura inglesa. ¿Qué cosa horrible nos traerá el mañana? Preguntaba una y otra vez.

¿Qué cosa horrible?

¿Qué cosa horrible?

Vendrá mañana.

7 de abril.

7 de abril.

¿Qué cosa horrible nos traerá el mañana?


De pronto Nicholas Marten miró a Clem, que seguía leyendo en silencio, absorta en su libro. No sabía nada, ¿cómo iba a saberlo? Incluso si él le revelaba la verdad y le contaba quién era, ¿cómo podría explicar su miedo si todo lo que tenía era una vaga historia sobre una fecha en el calendario y un lugar?

Miró hacia el campo ondulado moteado de nubes y sol y supo que tenía que continuar con lo que tenía entre manos.

Y aguantar la respiración.

Y esperar.

Y observar.

14

Todavía en Manchester, sábado 6 de abril, 21:40 h


Con el cuello de la chaqueta subido a causa de la fina lluvia, Nicholas Marten caminó sin rumbo por las calles de la ciudad. Quería hacerse una idea del lugar y trataba de moverse y de eliminar de su mente los pensamientos acerca de Moscú y de lo que pasaría al día siguiente. Se acordó de una película alemana en la que un capitán de submarino le decía a un subordinado: «No pienses. Pagarás un precio por ello: no podrás descansar». El capitán tenía razón.

Un rato antes había metido a lady Clem en un taxi para que la llevase a su apartamento de Palatine Road. Manchester era una ciudad bastante grande, le había dicho ella cuando Nicholas insistió en que se fuese al hotel con él, pero su padre y ella eran muy conocidos y Clem no quería dar lugar a rumores de haber sido vista acompañando a un hombre a su hotel, especialmente si ese hombre iba a estar relacionado con la universidad y probablemente bajo su tutela. La universidad no toleraba las relaciones entre los profesores y los alumnos, a menos que estuvieran casados, lo cual, naturalmente, no era el caso. Así que se dieron un besito de buenas noches, ella se marchó en el taxi y Nicholas se quedó solo.

Anduvo por Oxford Road y pasó el edificio de la universidad y los barrios de Hulme, Knot Mili y Castlefield, para parar finalmente en el puente que cruzaba el río Irwell y mirar hacia el canal Manchester Ship; un enorme cauce de agua que, según le habían contado, recorría unos sesenta kilómetros desde Liverpool hasta el mar de Irlanda.

Lo que había visto hasta entonces era una ciudad grande y moderna con gran cantidad de comercios y, al mismo tiempo, llena hasta los topes de arte, ópera, teatro, música y cultura pop. Una ciudad en la que los tranvías eléctricos y los autobuses de dos pisos pasaban cada pocos minutos. Nuevas construcciones asomaban en cada calle y en cada callejón, y se mezclaban con los maravillosos edificios de obra vista, magistralmente conservados, de las antiguas fábricas textiles que hablaban del ilustre pasado de Manchester, cuna de la Revolución Industrial.

Lo que Marten vio y sintió mientras estuvo de pie bajo la lluvia, mirando desde el puente, fue un mundo que estaba a años luz de las escurridizas, ultrarrápidas, despiadadas y soleadas calles de Los Ángeles.

Ya se había dado cuenta de esas diferencias un rato antes, cuando Clem le había presentado a tres estudiantes de paisajismo. Los tres, dos hombres y una mujer, eran de la misma edad que Marten o quizás un poco más jóvenes, y tenían el mismo entusiasmo por la universidad, los cursos que seguían, los profesores y las carreras que habían escogido. Uno de ellos estaba convencido de que un estudiante que fuese inteligente y se relacionara bien podía, en unos pocos años, ganarse bien la vida. O, en sus propias palabras, «hacerse casi rico».

Había sido una buena experiencia que hizo pensar a Marten que tenía algo en común con aquella gente y que quizás había acertado al ir allí. Pero hubo algo que le hizo volver a casa: cuando tomaban brandy después de cenar, uno de los estudiantes le dijo:

– Los inviernos aquí son horribles, casi no hay verano y llueve todo el tiempo. ¿Por qué razón alguien querría dejar el sur de California para venir aquí?

¿Por qué?

Era como si una luz brillante hubiera caído de pronto de los cielos. Nada que ninguno de ellos hubiera dicho podía haber resonado con tanta fuerza. Dejando de lado la idea de perseguir un sueño de toda la vida y convertirse en un arquitecto paisajista, en todo lo demás, Nicholas Marten era poco más que un hombre huyendo para salvar la vida, con una identidad falsificada y un pasado violento que no deseaba desvelar, que tenía que apartarse de la escena central y quedarse a un lado. ¿Qué lugar mejor que una ciudad grande e industrial en el norte de Inglaterra? Una ciudad lluviosa, gris y fría. El hombre tenía razón. ¿Quién en el sur de California pensaría en venir a buscarlo aquí? La respuesta era nadie. Y esto, más que ningún otro motivo, fue lo que lo convenció.

De modo que la idea era buena y el lugar también. Y lo que la convertía en factible eran los progresos de Rebecca. No sólo estaba contenta en la Balmore y con su brillante y corpulenta psiquiatra, la doctora Maxwell-Scot, sino que se había adaptado a ambas con una facilidad y un entusiasmo notables. Y ayer, cuando recogió a Clem y fueron a visitarla y le contó adónde iba y por qué, y para explicarle que pasaría la noche fuera, Rebecca se limitó a mirarlo y miró a Clem, sonrió y le dijo que pensaba que lo que se estaba planteando le parecía estupendo, y también le recordó lo que habían hablado antes: que si ella sabía en su corazón que él estaba bien, la sería mucho más fácil recuperarse.

Su actitud fue confirmada por la doctora Maxwell-Scot cuando Marten le comentó su idea de ir a Manchester y dejar a Rebecca en Londres.

– Cuánto más independiente se vuelva Rebecca -le dijo la doctora-, mayores serán sus posibilidades de recuperarse del todo. Además, en caso de emergencia usted estaría sólo a pocas horas en tren o en avión, de modo que sí, creo que su intención de volver a la universidad es totalmente factible, sería más que aceptable y conveniente para los dos.

Empapado por la lluvia, Marten se volvió de espaldas al puente y se puso a andar hacia su hotel. En su cabeza, si todo iba bien y lo aceptaban en el programa de la universidad, estaba decidido. En muy poco tiempo, la ciudad y las calles que ahora estaba recorriendo se convertirían en su hogar.

15

Domingo 7 de abril. 6:02 h en Manchester, 9:02 h en Moscú


Hoy era… 7 de abril/Moscú.

Marten estaba en calzoncillos y camiseta delante de la tele en su habitación, cambiando ansiosamente de canal -BBC1, BBC2, ITV1, Sky, CNN-. Lo que veía no era más que las típicas noticias de relleno de domingo por la mañana. El tiempo, un poco de deportes, noticias de interés general -por ejemplo una tienda en la que vendían bollos del tamaño de un coche, una pareja que se había casado en una carrera de caballos, un perro que se había quedado atascado en un váter- salpicado de comentarios varios, discusiones políticas sobre el estado del mundo y servicios religiosos varios. Si Moscú estaba sufriendo algún atentado, nadie hablaba de ello. De hecho, ni Moscú ni Rusia fueron mencionados para nada. Si había que fiarse de las principales cadenas de televisión, en ningún lugar del mundo parecía haber sucedido nada inmediatamente noticiable.


7:30 h


Marten ya se había duchado y vestido y volvía a estar delante de la tele. Seguía sin haber ocurrido nada.


9:30 h


Nada de nada.


10:30 h


Nada. Cero. Calma absoluta.


Londres, el mismo 7 de abril. 18:15 h


Marten había vuelto a dar una vuelta por la universidad con Clem. Habían tenido un almuerzo más bien formal con un par de profesores colegas y luego tomó el tren de las 13:30 de vuelta a Londres, que llegó a la estación de Euston un poco después de las 17:30. Desde allí tomó un taxi hasta el Hampstead Holiday Inn y, una vez en su habitación, encendió de inmediato el televisor. Estuvo diez minutos cambiando de un canal al otro y seguía sin haber noticias de Moscú.

Se cambió rápidamente de ropa y se fue a la Balmore, donde una animada Rebecca le pidió ansiosa novedades sobre su visita a Manchester y todo lo que allí había ocurrido. Cuando le habló sobre la ciudad, y la gente a la que había conocido y la casi seguridad con que Clem pensaba que sería aceptado en el programa de la universidad, se mostró encantada. Y luego le contó quién era realmente Clem y quién era su padre y cuál era su rango social, y la muchacha se rio e hizo broma y se comportó como si fuera una colegiala. Saber que Clem ostentaba realmente un título y se la podía llamar lady Clementine le daba la sensación de que trataba con la realeza.

– Es el tipo de vida -dijo, con cierta nostalgia- en la que la gente como nosotros solamente puede soñar.

Poco después llamaron a Rebecca para cenar y Marten se marchó. Entonces, como lo había hecho en Manchester, se puso a andar, a andar y a andar. Esta vez prestaba poca atención a la ciudad. Su mente estaba centrada en Rebecca, en él mismo, en Clem y en cómo iba a ser el futuro. Y pensaba en la logística de toda la situación y en cuánto tiempo podría permitirse pagar por el cuidado de Rebecca y por su universidad antes de tener que ponerse a trabajar.

«Las piezas.»

De pronto, el sonido de su propia voz interior lo sobresaltó y se detuvo, cuando apuntaba el anochecer, para mirar a su alrededor, inquieto por la voz e inseguro de dónde se encontraba. Rápidamente, se dio cuenta de adonde lo había llevado su paseo. La casa del número 21 de Uxbridge Street.

«Las piezas», volvió a decir la voz.

De manera instintiva se ocultó de las miradas detrás de un árbol grande. Aunque Gene VerMeer hubiera vuelto a Los Ángeles, podía tener a agentes de la Scotland Yard vigilando la casa y el jardín y, entre otras cosas, haber dado su descripción diciendo que se trataba de alguien con quien le gustaría mucho hablar.

Sin embargo, miró a un lado y al otro de la calle y no vio a nadie, ni siquiera un coche aparcado. Y la propia casa estaba vacía. Una casa que, al igual que las llaves de la caja fuerte, la embajada rusa, el Penrith's Bar, I.M., el avión fletado y el 7 de abril en Moscú, había resultado ser como un callejón sin salida. Un globo pinchado; nada más que aire.

Marten vigiló un rato más y luego, de pronto, se volvió y se marchó. La voz había vuelto a ser como una lucha interior, algo en él que trataba de mantener aquel asunto vivo.

«Raymond está muerto -se dijo, enfrentándose a la voz-, y el asunto en el que estuvo implicado también murió con él. Tres intentos y basta, señor Marten. Acéptalo y sal adelante con tu maldita vida. Clem te lleva en el buen camino. Ve con ella y olvídate de lo otro. Porque, te guste o no, la verdad del asunto es que, cualquiera que fuera el significado de "las piezas", ya no queda nada de ellas. Cero. Nada de nada.»

16

El día siguiente, lunes 8 de abril, Nicholas Marten solicitó formalmente su admisión al programa de posgrado de la facultad de Urbanismo y Paisajismo de la Universidad de Manchester; con una carta de recomendación -y estaba seguro, la intervención personal- de lady Clementine Simpson. El jueves 25 de abril fue aceptado. El sábado 27 de abril llegó a Manchester en tren y, con la ayuda de Clem, el lunes 29 de abril encontró un pequeño loft amueblado en Water Street con vistas al río Irwell. Aquel mismo día firmó el contrato de alquiler y se instaló. El martes 30 de abril empezó las clases.

Todo sucedió a ritmo muy rápido, con facilidad y sin obstáculos, como si, de alguna manera, el Cielo le hubiera suavizado el camino y lo hubiera mandado de cabeza a su nueva vida. A medida que avanzaban las semanas y se iba instalando, siguió escribiendo pequeñas anotaciones en el diario que empezó cuando llegó a Londres. La mayoría eran notas excepcionalmente breves y que giraban alrededor del mismo tema: «Ni rastro de las piezas, sin voces, ninguna presencia de Raymond en absoluto.»

El 21 de mayo, a poco más de siete semanas de su llegada a Londres, la psiquiatra de Rebecca, la doctora Maxwell-Scot, fue trasladada a un nuevo centro de rehabilitación llamado Jura que la clínica Balmore había abierto hacía poco en Neuchâtel, Suiza.

Jura, una enorme mansión a orillas del lago Neuchâtel, aplicaba un programa experimental diseñado para enrolar a no más de veinte pacientes a la vez y construido sobre la idea de combinar las sesiones de psicoterapia aceleradas con una serie rigurosa de actividades al aire libre. Se trataba de una situación que la doctora Maxwell-Scot consideraba ideal para Rebecca, por lo cual recomendó que la muchacha la acompañara a Suiza. Ante la actitud entusiasmada de Rebecca, Marten asintió.

La segunda semana de junio Marten hizo su primera visita a Jura. Aunque la doctora le había advertido de la fragilidad todavía subyacente de su hermana y le había sugerido que hasta el recuerdo más vago del pasado podía servir de detonante de sus memorias más oscuras y provocarle una regresión al terrible estado en el que se hallaba antes, encontró a Rebecca, tal vez un poco insegura y todavía afectada por cambios de humor frecuentes, pero más entusiasmada, independiente y fuerte de lo que la había visto desde su gran avance. Además, cualquier duda que hubiera podido tener sobre el propio centro Jura -se había imaginado un lugar austero, una institución tipo asilo- quedó inmediatamente despejada. Jura era una finca espléndida y muy bien gestionada rodeada de varias hectáreas de viñedos, con unos jardines cuidados que alcanzaban casi un kilómetro hasta la orilla del lago Neuchâtel. Rebecca disponía de una gran habitación privada con vistas tanto al jardín como al lago, con una perspectiva impresionante de los Alpes a través del agua. Era como si Rebecca, que había venido a curarse, hubiera sido plantificada en medio de un balneario magnífico, imposiblemente caro.

– Forma parte de lo estipulado en la donación del benefactor que ha cedido las instalaciones -le explicó la doctora- que el tratamiento en este centro no suponga ningún gasto para los pacientes o sus familias.

– ¿Y quién es el benefactor? -preguntó él directamente, y la doctora Maxwell-Scot le dijo que no lo sabía. La fundación era muy grande y las donaciones provenían a menudo de individuos muy ricos que, por un motivo u otro (algunos tenían a familiares ingresados allí) preferían permanecer en el anonimato. Era algo que Marten comprendía y estaba dispuesto a aceptar, y eso le dijo a Maxwell-Scot, diciéndole que se trataba de un regalo que él y Rebecca agradecían y apreciaban sobremanera.

A finales de junio, Marten fue a París a visitar a Dan y Nadine Ford, para celebrar que Ford había sido ascendido a la delegación parisina del Los Ángeles Times. Se trataba de un ascenso que Nadine había promovido con fuerza, aunque con mucho tacto, a través de su contacto con la esposa del jefe de corresponsales del Times en Washington, una mujer a la que le daba clases de francés casi desde el primer día de su llegada a Washington. Se instaló para pasar un fin de semana largo en el pequeño apartamento que la pareja tenía en la rue Dauphine, en la Rive Gauche.

La primera noche, Marten y Dan Ford dieron un largo paseo por la orilla del Sena, durante el cual Marten le preguntó a Ford si había alguna novedad sobre la intervención del LAPD en el caso Raymond, y si seguían enfrascados en la investigación. La respuesta de Ford fue que, por lo que sus compañeros del Los Ángeles Times sabían, todo el caso Raymond había sido aparcado. «Por parte del LAPD, del FBI, de la CIA, la Interpol, hasta los rusos. No queda ni una chispa entre las cenizas», le dijo. VerMeer volvía a cumplir su turno regular en Robos y Homicidios y Alfred Neuss volvía a hacer negocios como siempre en Beverly Hills y seguía defendiendo su versión de no tener ni idea de lo que Raymond Oliver Thorne había querido de él.

Finalmente Marten le preguntó si sabía cómo estaba Halliday, y lo único que Ford pudo decirle fue que seguía en el departamento de Tráfico del Valle, lo cual quería decir que seguía trabajando pero que su cargo consistía ahora en poco más que repartir multas de tráfico. Básicamente, había sido degradado y mandado a pastar. Un buen golpe para un detective de élite de la 5-2, y a un puesto del que no había recuperación posible; al menos, no para él. Y Halliday tenía todavía treinta y pocos años.

Más tarde se detuvieron en una brasserie a tomar una copa de vino, y en una mesa apartada Ford le dijo a Marten que había algo que tenía que saber.

– Gene VerMeer tiene ahora su propia página web. Es muy graciosa. Se llama puñosypuños.com.

– ¿Y…?

– Apuesto a que ha pedido información sobre John Barron media docena de veces durante los últimos seis meses.

– ¿Quieres decir que vino a Londres buscándome a mí?

– No me puedo meter dentro de su cabeza, Nick. -Ford llevaba tiempo programando el nombre Nick Marten en su mente y en la de Nadine. Para ellos, Nick Marten era Nick Marten y lo había sido siempre-. Pero es un cabrón brutal y malicioso que se ha propuesto vengar a la brigada. Quiere encontrarte, Nick, y cuando lo haga te matará antes de decirte hola.

– ¿Por qué me lo dices ahora?

– Porque tiene la web y porque tiene a muchos colegas que simpatizan con él. Y porque no quiero que lo olvides.

– No lo olvidaré.

– Estupendo.

Ford se quedó mirando a Marten. Estaba advertido y eso bastaba. De pronto sonrió y cambió de tercio, empezando a preguntarle con actitud de chaval sobre su estilo de vida bohemio como estudiante, y en especial, riéndose de su romance clandestino con una de sus profesoras, la no muy recatada lady Clem.

A primera hora del día siguiente Nicholas, Dan y Nadine cogieron un tren en la Gare de Lyon y emprendieron una excursión de un día hasta Ginebra y luego hasta Neuchâtel para visitar a Rebecca en Jura. Fue una visita breve pero feliz que restableció la relación de Rebecca con Dan y Nadine Ford, y que además les permitió a todos maravillarse ante lo mucho que habían cambiado sus vidas en tan poco tiempo.


A mediados de julio Nicholas Marten fue a visitar de nuevo a Rebecca, esta vez acompañado de Clem como miembro de la fundación. Lo que encontró fue a una Rebecca todavía más recuperada que antes. Por primera vez aparentaba a la bella joven de veinticuatro años que era. Las dudas y los cambios de humor de antes habían desaparecido. Parecía brillante, atlética y saludable y, como la doctora Maxwell-Scot descubrió por primera vez en Londres y ahora le estaba ayudando a desarrollar, tenía muy buena aptitud para los idiomas y disfrutaba aprendiendo a leer y hablar lenguas extranjeras.

Estuvo bromeando con su hermano juguetonamente, soltándole expresiones en francés, en italiano, e incluso en español. Marten no sólo estaba encantado ante su agilidad mental, sino que estaba muy ilusionado. Y, como su visita anterior con Dan y Nadine Ford, fue un encuentro cálido, feliz y divertido.


A mediados de agosto Clem volvió a Jura para resolver asuntos de la fundación y se quedó sorprendida al encontrar a Rebecca en el lago, a solas, y de paseo con una familia suiza.

Gerard Rothfels era director general de operaciones europeas de una empresa internacional de diseño y mantenimiento de viaductos con sede en Lausana. Hacía poco tiempo que se había mudado con su familia -su esposa Nicole y sus niños pequeños, Patrick, Christine y Colette- desde Lausana a Neuchâtel, a menos de media hora en coche, porque quería separar su vida familiar del ambiente de trabajo.

Rebecca había conocido a los Rothfels unas semanas antes en la playa y, casi de inmediato, ella y los niños se habían quedado encandilados. A los pocos días, y a pesar de que sabían que era paciente del centro Jura, Rebecca -con el consentimiento de la doctora Maxwell-Scott- fue invitada a su magnífica residencia del lago. Muy pronto empezó a visitarlos tres veces por semana, visitas que dedicaba a jugar con los niños y a comer con la familia. De manera gradual, y bajo la supervisión vigilante de la madre, los niños fueron confiados a, su cuidado. Era la primera vez que Rebecca asumía una responsabilidad real desde la muerte de sus padres, y se lo tomó con mucho entusiasmo. Toda la situación recibió el aplauso de la doctora Maxwell-Scot, y Marten fue informado de la misma por lady Clem a su regreso.


A principios de septiembre Marten volvió a Jura y fue invitado a casa de los Rothfels, donde Rebecca pasaba cada vez más tiempo y donde, confiaba Gerard Rothfels, empezaba a sentirse cada vez más como en familia. Esperaban que, en algún momento, se quedara a vivir con ellos para cuidar de los niños como au pair a tiempo completo.

Y como Jura estaba muy cerca y Rebecca podía seguir asistiendo a sus sesiones con su doctora, a finales de septiembre se trasladó. Aquel traslado no sólo subrayaba los enormes progresos que había hecho y le daba una buena dosis de autoconfianza, sino que además le proporcionaba un beneficio adicional. En su empeño por dar a sus hijos una formación completa, los Rothfels empleaban a profesores particulares varios días a la semana para darles lecciones de piano y de idiomas, y Rebecca fue invitada a compartir ambas enseñanzas. El resultado fue una iniciación a la disciplina de la música clásica y un progreso notable en su dominio de los idiomas.

Para Nicholas y Rebecca los cambios en el último medio año habían sido extraordinarios. Ambos habían ganado madurez, curación e independencia. Para Nicholas había el placer añadido de que su relación con Clem, aunque por necesidad, era secreta para todo el mundo menos para Rebecca; Clem se había convertido no sólo en su mejor amiga, sino también en la de su hermana. Eso les daba a los tres una comodidad casi de familia que les aportaba calidez, cariño y una sensación que sólo era capaz de recordar muchos años atrás, cuando él y Rebecca eran niños.

Poco a poco, el horror del pasado se iba disipando y unas vidas totalmente nuevas, felices y a salvo, iban echando raíces. Casi la misma manera en que John Barron se había convertido en Nicholas Marten, la vida del detective de homicidios se había metamorfoseado en la de un estudiante de posgrado en busca del verdor, el orden y la belleza apacible.

17

Universidad de Manchester, Whitworth Hall. Domingo 1 de diciembre, 16:10 h


«El invierno llega y "las piezas" siguen adormecidas -escribió Marten en su diario-. Ocho meses y ni rastro del objetivo de Raymond.»


Nicholas Marten había llegado a Londres el 1 de abril y ahora, casi nueve meses después de su inmersión en la sociedad británica, todavía no había aprendido a sostener una taza de té como era debido. Pero hoy se esperaba de él no sólo que fuera capaz de sostenerla, sino de llevarla, con el platito debajo, por un salón amplio, deteniéndose a tomar un sorbo de vez en cuando mientras le presentaban a uno y a otro.

Para un extranjero, la formalidad del té de la tarde y la inevitable conversación trivial que lo acompaña ya eran lo bastante difícil, pero si además tenía lugar en un sitio tan venerable como Whitworth Hall y con varios cientos de invitados altaneros que venían a conocer al nuevo rector de la universidad -entre ellos, el vicerrector, miembros del consejo, las autoridades supremas de la universidad, los decanos de cada facultad y los profesores, además de miembros de la política local como el obispo de Manchester y el honorable alcalde de la ciudad- la idea resultaba más que incómoda y rozaba con lo horripilante, en especial para un hombre que no deseaba saber nada de la luz pública.

Bajo otras circunstancias Marten habría estado menos preocupado por su falta de refinamiento, de savoir faire, y hasta de presencia pública, y sencillamente se habría mantenido en segundo plano y habría dejado pasar el tiempo de la mejor manera que hubiera podido, pero esto era distinto. Estaba aquí porque Clem le había invitado y porque, como acababa de enterarse, su padre también estaría. Qué manera tan práctica se le había ocurrido para que se conocieran.

Conocer a su padre era algo que había conseguido evitar durante aquellos ochos meses, algo que le resultó más fácil por el hecho de que el viejo pasaba la mayor parte de su tiempo en Londres, y lo evitó mientras estaba en Manchester con el pretexto de estar agobiado de trabajo de la universidad o por la coincidencia de un viaje previamente planeado fuera de la ciudad, por ejemplo a París, para ver a Dan y a su ahora embarazada esposa, Nadine.

No era tanto que Marten quisiera evitar al hombre, sino que parecía ser lo más sensato. Aparte de las consideraciones sociales, o de su fama de ser un tipo feroz, brusco y exigente que expresaba su opinión, esperaba que su interlocutor expresara la suya y luego lo destrozaba sin piedad, había algo más: la naturaleza de su relación. Más concretamente, la naturaleza secreta de su relación. Eran amantes desde aquel día en Londres y, sin embargo, aparte de Rebecca, Dan y Nadine, no lo sabía ni podía saberlo nadie. Como Clem había dicho antes, el sexo entre profesores y estudiantes estaba rigurosamente prohibido, de modo que había que hacerlo en secreto, y durante ocho meses así había sido. Naturalmente, conocer a cualquier progenitor bajo aquellas circunstancias resultaría un poco extraño, en especial cuando era la primera vez y cuando el progenitor, por no hablar del resto de la universidad, no estaba al tanto de la situación.

Lo que lo hacía todavía más que difícil era el cargo del padre como miembro de alto rango del consejo universitario. El hecho de que Robert Rhodes Simpson, conde de Prestbury, fuera además miembro de la Cámara de los Lores y Caballero de la orden de la Jarretera tampoco ayudaba en absoluto.

– Buenas tardes, señor. -Marten saludó a una cara familiar y, mientras hacía equilibrios con su taza de té en el platito, avanzó por la inmensa sala de piedra de estilo catedralicio que se estaba llenando por momentos con trajes más oscuros y sobrios que el suyo y con gente de rango mucho más elevado que el estudiante de posgrado. Otro sorbo de té. Ahora estaba frío y la leche que lo acompañaba le provocó casi una arcada. Él era un hombre de café, caliente, solo y fuerte, y siempre lo había sido. Miró a su alrededor. Seguían sin aparecer. De pronto se preguntó por qué había ni tan siquiera venido, para acabar con un nudo en el estómago, pasando por una situación como aquélla. Y juró que no tenía respuesta.

Bueno, sí que la tenía.

Ella lo chantajeó para que aceptara poco antes de la medianoche tres días antes, durante una de sus habituales e impresionantes sesiones de sexo oral. De pronto, se detuvo y levantó la vista mientras él estaba todo sudado y tembloroso en pleno estado de excitación y lo invitó a la celebración. La manera en que lo miraba y el tono de su voz -mientras le sostenía el pene con una mano como si fuera un helado enorme y mantenía su boca respirando a pocos centímetros del mismo- le dejaron perfectamente claro que, si no aceptaba ir a tomar el té a Whitworth Hall el domingo por la tarde, ella no acabaría su trabajo. Teniendo en cuenta el momento, no era plan retrasar la decisión, de modo que aceptó de inmediato. Había sido una broma muy maliciosa, pero formaba parte del humor subido de tono que la caracterizaba y uno de los motivos por el cual la amaba. Además, en aquel momento, le pareció bastante inocente. Pensó que, sencillamente, ella no tenía ganas de pasar una tarde a solas con sus colegas profesores. Todavía no sabía nada de su padre.

– Buenas tardes -saludó a otra cara conocida, luego miró más allá, escrutando el mar de trajes oscuros con tacitas de té en la mano y tomando pastas y pequeños emparedados de pepino para ver si Clem y su padre habían llegado.

Todavía no. Al menos no los veía. Si habían llegado, estaban en otra parte del edificio, tal vez mientras el padre conversaba con el alcalde o con el obispo o con el vicerrector. Fue un momento en el que pensó que todavía estaba a tiempo de escapar. Ya pensaría en la excusa más tarde. Lo único que tenía que hacer era dejar la taza de té y encontrar la salida lo antes posible. El hecho de que fuera estuviera lloviendo a cántaros, o de que en Manchester hubiera llovido prácticamente cada día desde su llegada, no importaba. No tenía impermeable entonces ni tampoco lo tenía ahora. Lo único que quería era huir. A papá ya lo conocería en algún momento del futuro lejano.

Allí estaba: una mesita. Con cuidado, posó la taza y el platito y luego se volvió, buscando una salida.

– ¡Nicholas!

El corazón se le subió a la garganta. Demasiado tarde. Habían entrado por una puerta lateral y avanzaban hacia él a través de la gente. No había duda de quién era «papá». Sesenta y pocos años, alto y muy en forma, con aspecto de miembro de la clase alta de fin de semana con su traje perfectamente a medida confeccionado en Londres, igual que Nicholas lo había visto en televisión y en los periódicos y en la foto que ella tenía en su tocador. Hombre poderoso y de porte aristocrático, tenía las facciones perfectamente talladas, los ojos negro azabache y un bonito pelo blanco y rizado que encajaba perfectamente con el color de sus pobladas cejas.

«Bueno -se dijo Nicholas-, respira hondo, tranquilízate y que sea lo que Dios quiera.»

Vio la chispa en los ojos de Clem cuando se le acercaban y supo de inmediato que ella encontraba aquel encuentro diabólico, peligroso y divertidísimo.

– Papá, me gustaría presentarte a…

Papá no la dejó acabar.

– Usted debe de ser el señor Marten.

– Sí, señor.

– Y es usted estudiante de posgrado.

– Sí, señor.

– En la facultad de Urbanismo y Paisajismo.

– Sí, señor.

– Americano.

– Sí, señor.

– ¿Qué opina de mi hija como profesora?

– Es todo un desafío, señor. Pero muy útil.

– Tengo entendido que de vez en cuando la contrata usted como profesora particular.

– Así es, señor.

– ¿Por qué?

– Porque lo necesito, señor.

– ¿Lo necesita? ¿Para qué?

La mirada del viejo lo cortó por la mitad, como si estuviera al tanto de todo.

– Para… que me dé clases. Hay cosas, términos, procesos, maneras de enfocar los temas que, como extranjero, me cuestan de entender. En especial cuando hacen referencia a la sociología europea y a la psicología del paisaje.

– ¿Sabe cómo me llamo?

– Sí, señor. Lord Prestbury.

– Bueno, está usted aprendiendo algunos de nuestros modales. -De pronto, sus ojos negros se volvieron hacia su hija-. Clementine, ¿quieres excusarnos, por favor? -Su orden fue tan brusca como inesperada.

– Yo… -Lady Clem miró a Nicholas con la sorpresa y las ganas de disculparse estampadas en su expresión. Rápidamente volvió a mirar a su padre-. Claro -dijo. Sus ojos volvieron a fijarse en Marten antes de dar media vuelta y alejarse.

– Señor Marten. -Robert Rhodes Simpson, duque de Prestbury, Caballero de la orden de la Jarretera, miró a los ojos de Nicholas Marten y, apuntando con un dedo encogido hacia él, le dijo-: Venga conmigo.

18

– Whisky. Dos vasos. Y deje la botella -le dijo lord Prestbury al joven rechoncho y de rostro rojizo, vestido con chaqueta blanca almidonada, que estaba detrás de la barra. Una barra sólida, de madera de roble, de lo que parecía ser una taberna muy oculta en algún lugar de las entrañas del complejo de Whitworth Hall. Un lugar tan oculto que ellos tres eran los únicos que, de momento, la llenaban.


Al cabo de unos momentos lord Prestbury y Nicholas Marten se sentaron a una pequeña mesa hacia el fondo, con los dos vasos y la botella del malta escocés de etiqueta privada de lord Prestbury entre ellos.

Para Marten, no había duda de por qué estaban allí. Lord Prestbury sabía de su relación con su hija, le parecía aborrecible y estaba decidido a ponerle punto y final ahora y allí mismo, probablemente con la amenaza de que expulsaran a Nicholas de la universidad si se resistía.

– Acabo justo de conocerle, señor Marten.

El padre de lady Clem sirvió tres dedos de whisky en cada vaso, luego levantó la vista y dejó que sus ojos se fijaran en el joven que tenía delante.

– Me acusan de ser brusco, y es porque tengo la costumbre de decir lo que pienso. Así es como soy y no sé si lo corregiría si pudiera hacerlo. -De pronto, lord Prestbury cogió su vaso, se bebió la mitad del whisky de un solo trago, volvió a dejar el vaso y luego miró a Marten de nuevo-. Dicho esto, me gustaría hacerle una pregunta directa y personal.

Justo en aquel momento, las dos grandes puertas de roble por las que habían entrado se abrieron y entraron dos miembros más del Consejo. Hicieron un saludo con la cabeza hacia Prestbury y se dirigieron a la barra. Prestbury aguardó a que estuvieran hablando con el camarero y luego miró a Marten y bajó la voz:

– ¿Se está usted revolcando con mi hija?

¡Dios bendito! Los ojos de Marten se clavaron en el vaso que tenía delante. Brusco y al grano, para ser exactos. El viejo lo sabía. Ahora sólo exigía la confirmación.

– Yo…

– Señor Marten, un hombre sabe si se está revolcando con alguien. Y, desde luego, sabe a quién le mete el clavo. La respuesta es simple: ¿sí o no?

– Yo…

Marten dibujó círculos con el dedo en el cristal de su vaso y luego lo cogió y se acabó el whisky de un trago.

– La conoce usted desde hace ocho meses. Ella es el motivo por el que está usted en la universidad, ¿es eso correcto?

– Sí, pero…

Lord Prestbury lo miró, luego volvió a llenar los dos vasos.

– Por Dios, hombre, si ya conozco la historia. La conoce usted en la Balmore, adonde ha llevado a su hermana para recibir tratamiento. Acaba usted de resultar herido en un accidente industrial y está pensando en qué hacer con el resto de su vida. El diseño de paisajes es un sueño que tiene desde toda la vida y, con el apoyo de Clementine, decide usted perseguirlo.

– ¿Se lo ha contado ella? -Marten estaba estupefacto. No tenía ni idea de que lady Clem le hubiera contado nada de él, excepto que era uno de sus estudiantes.

– No, señor, acabo de inventármelo. ¡Pues claro que me lo ha contado ella! -De pronto, la mano de lord Prestbury salió disparada por encima de la mesa y cogió a Marten por la muñeca, con sus ojos azabache, clavados en él de nuevo-. No estoy aquí para causar ningún problema, señor Marten. Estoy gravemente preocupado por mi hija. Sé que no la veo a menudo. Desde luego, no lo bastante a menudo. Pero se acerca a la treintena. Conozco las normas de la universidad mucho mejor que usted, estoy seguro. Los profesores y los estudiantes no pueden compartir lecho. Es una buena norma. Y necesaria. Pero, por Dios, Clementine habla de usted como si fuera su mejor amigo en todo el mundo. Y eso es lo que me preocupa. Y el motivo por el que tengo que saber, entre caballeros, si se la está usted tirando o no.

– No, señor… -mintió Nicholas Marten. No tenía ninguna intención de caer en una de las famosas trampas del viejo: suplicar una respuesta sincera y luego frotársela por la cara.

– ¿No?

– No.

– Oh, Dios mío. -Lord Prestbury soltó la muñeca de Marten y se apoyó en el respaldo de su butaca. Pero rápidamente volvió a inclinarse hacia él-. Por el amor de Dios, ¿por qué no? -dijo, en un susurro áspero-. ¿No la encuentra atractiva?

– Es extremadamente atractiva.

– Entonces, ¿qué problema hay? A estas alturas ya debería haber sido madre una o dos veces, por lo menos. -Lord Prestbury cogió su vaso y dio otro trago largo de whisky-. Está bien, pues. Si no es usted, ¿sabe de algún otro tipo que se la esté beneficiando?

– No, señor, no lo sé. Y, con todos los respetos, me resulta muy difícil continuar esta conversación. Si me disculpa…

Marten iba a levantarse, pero lord Prestbury le ordenó:

– ¡Siéntese, señor!

Los dos miembros del Consejo se volvieron a mirarlos desde la barra. Lentamente, Nicholas Marten volvió a sentarse. Entonces, mirando temeroso a lord Prestbury, cogió su vaso y tomó un trago largo.

– No lo entiende, señor Marten -le dijo el viejo, claramente desanimado-. Como le he dicho, no paso mucho tiempo con mi hija, pero en todos los años que lleva en Manchester sólo ha traído a casa a hombres en un par de ocasiones. Y no se trataba del mismo hombre. Mi esposa murió hace trece años, y lady Clementine es mi única hija. Me preocupa terriblemente que, como padre sin pareja (dejando a un lado la Orden de la Jarretera, la Cámara de los Lores, el rango nobiliario y el orgulloso y antiguo linaje), me haya salido una hija -lord Prestbury se le acercó un poco más y susurró-, bollera.

– ¿Cómo?

– Bollito.

– No le entiendo, señor. -Marten tomó otro trago y sostuvo el vaso en la mano, esperando qué era lo siguiente que venía.

– Lesbiana.

Marten reaccionó de pronto, tragando de golpe el whisky que tenía en la boca. El trago casi lo hizo atragantarse y tosió con fuerza, llamando de nuevo la atención de los dos hombres que se sentaban en la barra. Lord Prestbury ignoró todo el asunto y se limitó a mirarlo.

– Se lo ruego, señor. Dígame que no lo es.

La respuesta de Nicholas Marten, aunque podría haber sido cualquiera, no llegó nunca, porque en aquel mismo instante todos los timbres y campanas de la alarma de incendios de Whitworth Hall se dispararon de golpe.

19

Nicholas yacía a oscuras y contemplaba cómo dormía a lady Clem -desnuda, como lo hacía siempre cuando estaban juntos-, con el cuerpo elevándose y descendiendo con tanta gracia mientras respiraba; su magnífica melena de pelo castaño cayéndole suavemente por la mandíbula; la piel tan blanca; los pechos, grandes y firmes, con las grandes areolas alrededor de los pezones que tanto le gustaban a Nicholas.

Tal vez la hija única de lord Prestbury vistiera como una matrona sin estilo, pero eso era de cara a Inglaterra, a la universidad y para protegerse. Debajo de los pliegues oscuros de los conservadores trajes de chaqueta que vestía, casi a modo de uniforme, estaba el cuerpo de una mujer bella y excepcionalmente dotada que, a sus veintisiete años, podría aparecer en el póster de cualquier revista.

Lord Prestbury no tenía por qué preocuparse sobre la orientación sexual de su hija, aunque si fuera lesbiana no resultaría ni un ápice menos atractiva. Era inteligente, sexy y guapa, y en aquel momento tenía la expresión inocente de una niña, como si durmiera profundamente abrazada a un osito de peluche.

¿Inocente?

Lady Clementine Simpson, hija del conde de Prestbury, era absolutamente gamberra, salvajemente profana y carecía totalmente de remordimientos si era necesario. Apenas seis horas antes habían estado con su padre y Dios sabe cuántos miembros prominentes más de la universidad, protegiéndose de una lluvia helada con paraguas recogidos a toda prisa, delante de Whitworth Hall, mientras contemplaba las docenas de camiones del cuerpo de bomberos de Manchester que llegaban con las sirenas a todo trapo. La policía mantenía a los curiosos apartados, los bomberos corrían hacia el edificio con máscaras y dispositivos de respiración y entraron valientes en la preciosa edificación, esperando encontrar una caldera de llamas y humo asfixiante. Lo que encontraron en cambio fue poco más que los restos silenciosos de un té de la tarde abandonado apresuradamente. Al parecer, alguien había elegido la ocasión para dar la bienvenida al nuevo rector con una falsa alarma.

¿Alguien?

¡Lady Clem!

Era algo que jamás le habría confesado a alguien que no fuera él. Aunque lo hubiera hecho sin apenas inmutarse ante el paso de los primeros bomberos; un gesto mínimo en un intento de redimirse, para salvarlo de Dios sabe qué horror al que su padre lo debía de estar sometiendo en la taberna del sótano, usando la primera herramienta que le vino a la cabeza.

Una bollito, la había llamado lord Prestbury, aterrorizado de que, de alguna manera, pudiera haberse vuelto homosexual. El miedo de un padre de haber perdido contacto con su única hija y de que ella se hubiera convertido en algo que él no comprendería ni aceptaría.

¿Una bollito? Ni de lejos. Y lo bien puestas que las tenía, al volver directamente a su ático de Water Street con vistas al río Irwell, la misma noche del fiasco de la falsa alarma, inmediatamente después de haber estado aguantando una cena con su padre, el obispo de Manchester y el alcalde en la que el tema principal de conversación fue el acto terrorista de la falsa alarma.

Luego, mientras se desnudaba lentamente o, mejor dicho, hacía un striptease delante de él, insistiendo en que le contara qué era aquello que su padre estaba tan ansioso por saber en la oculta taberna de Whitworth Hall. Y cuando él se lo contó, usando el término gentil que había usado el padre, su reacción fue, sencillamente:

– Pobre papá. Papá maravilloso. Tanta Cámara de los Lores y tantas cosas en la vida que no comprende.

Apenas pronunciadas aquellas palabras, se deslizó desnuda a su lado, le quitó la ropa e hizo una fiesta del resto de la noche. Riendo, bromeando, tumbándolo en la cama y poniéndolo boca arriba. Luego, viendo la considerable erección que apuntaba directamente al techo, ella se encaramó encima de él y, con los ojos cerrados, la espalda arqueada y los enormes pechos tambaleándose, empezó a cabalgar, perdiéndose en aquel exceso de felicidad, amor, travesura y pasión. Y todo el tiempo murmurando una y otra vez, cada vez más fuerte", hasta que él estuvo convencido de que la gente que pasaba por la calle podía oírlos, «¡Fóllame! ¡Fóllame! ¡Oh, fóllame!».

Por dios, y era profesora, e hija de un caballero de la Orden de la Jarretera. Una mujer de clase alta, con título aristocrático y rica más allá de lo imaginable.

Nicholas sonrió de nuevo. Esto era en lo que la vida se había convertido. Ahora, a los veintisiete años de edad, estaba estudiando para sacarse un máster en Urbanismo y Paisajismo y literalmente flirteando con la nobleza.

Al mismo tiempo, y poco a poco, el oscuro latido de Raymond se iba apagando. Quién sabe qué había acabado ocurriendo con sus amenazas de e-mails. O habían sido un farol desesperado y de entrada nunca existieron, o habían sido mandados con programación, como él había prometido, y sencillamente se habían perdido, flotando en algún lugar del ciberespacio para el resto de la eternidad. En cualquier caso, ya no importaba, porque jamás se materializaron, al menos en las semanas y los meses desde entonces, y cada hoja del calendario hacía más fácil su olvido y creer que nunca existieron.

De alguna manera, costaba creer que nada de aquello hubiera sucedido nunca. Los Ángeles y todo lo ocurrido era un sueño perdido en algún punto del pasado lejano. Aquí, bajo la fría lluvia de Manchester, se había convertido en un hombre que encontraba la felicidad en el día a día, que estaba cada vez más involucrado en sus estudios, en su historia secreta con Clem y con la paz y la plenitud de una vida totalmente nueva.

20

Manchester. Lunes, 13 de enero


«Nunca se hará el énfasis suficiente en el impacto psicológico de la conservación y el mantenimiento de los parques urbanos en una sociedad inmediata, global y guiada por el etéreo Internet. Seamos o no conscientes, estas magníficas extensiones de amplios paisajes…»


Marten dejó de escribir y se apartó del teclado. Estaba solo en su apartamento, redactando el trabajo del trimestre, un estudio sobre la importancia psicológica y funcional de los parques urbanos en la Europa del siglo XXI. Calculaba que el trabajo tendría entre ochenta y cien páginas y que le llevaría unos tres meses acabarlo. Aunque no debía entregarlo hasta principios de abril, sabía que iba a costarle, en especial porque ya llevaba con él más de un mes y de momento sólo tenía veinte páginas redactadas.

Eran las tres y media de la tarde y una fría lluvia caía sobre la ventana de su buhardilla, como lo hacía desde las siete de la mañana, cuando se había puesto a trabajar. Con la cabeza entumecida por el esfuerzo de la concentración, se levantó y deambuló alrededor de las pilas de libros y de artículos de investigación que tenía esparcidas por el suelo para meterse en la cocina a prepararse una nueva cafetera.

Mientras esperaba a que saliera el café, ojeó el periódico del día, el Guardian. Agotado, con la cabeza todavía en su trabajo, hacía poco más que pasar las páginas cuando un artículo breve le llamó la atención. Era un artículo procedente de la Associated Press y titulado Nuevo Jefe para la Policía de Los Ángeles, en el que se relataba brevemente que el alcalde de Los Ángeles acababa de nombrar un jefe nuevo, muy bien considerado y con un historial muy bueno, para dirigir el departamento. El elegido había sido seleccionado fuera de la organización y recibía el encargo de volver a poner de pie un departamento de policía muy empantanado.

– Que tenga suerte -murmuró Marten, pero al instante deseó que fuera posible. Era obvio que, después de todo lo ocurrido, el alcalde y el ayuntamiento en pleno habían visto la necesidad, al menos política, de un cambio. Pero aunque el nuevo cargo fuera bueno y sus rangos y filas lo respetaran, llevaría mucho tiempo deshacerse de las viejas actitudes y tradiciones, en especial con detectives veteranos como Gene VerMeer. De momento, estaba hecho, y tal vez con el tiempo los cambios serían a mejor.

De pie en medio de la cocina, mientras escuchaba el tamborileo del agua contra la ventana, Nicholas sintió una calidez y un bienestar que ya no recordaba haber sentido. El abrumador trauma de Raymond y de fueran cuales fuesen sus objetivos se había ido disipando hasta convertirse en un recuerdo lejano, y ahora, con el jefe Harwood alejado de su puesto, empezaba una nueva era en el LAPD. Por suerte, parecía que aquella parte de su vida había finalmente acabado.

Marten giró la página y estaba a punto de cerrar el periódico cuando otra noticia breve le llamó la atención. Era una noticia de la agencia Reuters y procedía de París. El cadáver desnudo de un hombre de mediana edad había sido encontrado en un parque público. La víctima había recibido varios disparos en la cara de muy cerca, lo cual destruyó sus facciones y dificultaba mucho las tareas de identificación.

Nicholas se quedó sin aliento y se le erizó el pelo de la nuca. Era el mismo caso de Los Ángeles y de MacArthur Park y del cuerpo del estudiante alemán, Josef Speer, y de las víctimas de Chicago, San Francisco y México D.F., otra vez. Al instante, una sola palabra le cruzó la mente: Raymond.

Pero era imposible.

Agitado, Marten apartó el Guardian, se sirvió el café y volvió a la mesa de trabajo.

Raymond.

No. No era posible. No después de todo aquel tiempo.

Lo primero que se le ocurrió fue llamar a Dan Ford en París, comprobar y ver lo que sabía y obtener todos los detalles, pero luego decidió no hacerlo, decidió que era una locura. Él mismo se lo estaba volviendo a hacer y él mismo tenía que pararlo. Era un simple asesinato y nada más, y Ford le diría lo mismo.

A las siete y media paró, recogió su gabardina y su paraguas y salió de casa. Anduvo a paso ligero durante diez minutos, hasta el Oyster Bar de Shambles Square, y pidió una pinta de cerveza y un plato de fish and chips. A las ocho cuarenta y cinco volvía a estar trabajando, y a las once, cansinamente, apagó la luz y se metió en la cama., agotado, con cinco páginas más redactadas.


23:20 h


Las luces de los coches que pasaban por la calle creaban dibujos irregulares que se movían por el techo, encima de su cama, mientras la incesante lluvia en la claraboya completaba las imágenes con una especie de banda sonora reconfortante. Unido a su cansancio, le provocaba el efecto de una droga blanda, y se fue relajando y dejando que su mente volara hacia lady Clem, como si estuviera allí a su lado en vez de en Ámsterdam, adonde había ido para asistir a un seminario que duraba una semana.

Fugazmente pensó en Rebecca, feliz y a salvo en el hogar de los Rothfels de Suiza.


23:30 h


El sueño empezó a apoderarse de él, y sus pensamientos lo llevaron hasta Jimmy Halliday y en cómo debía de encontrarse en la División de Tráfico del Valle. Halliday, que en los últimos segundos en el almacén ferroviario había protegido tan heroicamente la vida de Rebecca y la suya enfrentándose a la metralleta asesina de Polchak, al que paró de la única manera que sabía: matándolo. Intentó visualizar la cara de Halliday, recordar su aspecto y preguntarse si habría cambiado, pero la imagen se le desdibujaba, sustituida por la sonrisa cálida de Dan Ford, tranquilamente acurrucado con Nadine en su pequeño apartamento de París mientras los dos esperaban orgullosos el nacimiento de su primer hijo.

París.

Volvió a ver el breve artículo del Guardian. El cuerpo desnudo de un hombre hallado muerto en un parque. Acribillado varias veces en la cara. Su identificación inmediata casi imposible.

Raymond.

Pero era absurdo. Ahora no había sentido el pulso acelerado, ni el susurro de su voz interior, ni la sensación de fatalidad. Raymond estaba muerto.

Cuando regresaba de cenar, bajo la lluvia, había vuelto a pensar que tal vez debía llamar a Ford a París y comentarle el asunto. Pero, otra vez, había decidido no hacerlo. Era su propio desasosiego y lo sabía. Lo que había ocurrido no era más que pura coincidencia, y la idea de que pudiera ser cualquier otra cosa resultaba ridícula.


– ¡Nooo!

Su propio grito lo sobresaltó y lo sacó de un sueño profundo. Estaba empapado en sudor y mirando fijamente a la oscuridad. Había visto a Raymond en sueños. Allá mismo, en su habitación, observándolo mientras dormía.

Con un gesto instintivo, tocó la mesilla de noche en busca de su revólver. Lo único que notó fue la suavidad de la madera lacada. Su mano volvió a moverse. Nada. Se incorporó. Sabía que había dejado el Cok allí. ¿Dónde estaba?

– Ahora tengo tus dos armas.

La voz de Raymond lo sacudió de arriba abajo, y levantó la vista esperando ver al asesino parado a los pies de su cama, mirándolo a oscuras con el Double Eagle Cok de John Barron en la mano y vestido con aquel traje mal ajustado que pertenecía al joyero de Beverly Hills Alfred Neuss.


De pronto, una fuerte cortina de agua cayó sobre la ventana y fue consciente de dónde se encontraba. Raymond no estaba. Ni tampoco lady Clem. Ni nadie más excepto él. Había sido una pesadilla, una repetición de lo sucedido en Los Ángeles, cuando soñó que Raymond estaba en su habitación y se despertó y se dio cuenta de que el sueño era real y Raymond estaba ahí mismo, a los pies de su cama.

Se levantó lentamente y anduvo hacia la ventana para mirar al exterior. Estaba todavía oscuro, pero por la luz de las farolas más abajo pudo ver que la lluvia, atizada por el vendaval, estaba empezando a entremezclarse con aguanieve y que el agua oscura y helada del río Irwell tenía un tono negro, en contraste con el gris que la rodeaba. Respiró hondo y se pasó una mano por el pelo; luego miró el reloj.

Acababan justo de dar las seis. Ya estaba levantado, por tanto, decidió darse una ducha y ponerse a estudiar. Tenía un trabajo trimestral en el que pensar, no el acecho de su propio pasado. Por vez primera, se daba cuenta de lo verdadero y sencillo que era aquello.

Se quitó rápidamente el calzoncillo con el que había dormido y se dirigió al baño, a tomar una ducha bien caliente, con el entusiasmo por el trabajo trimestral y su vida en Manchester renovado. Entonces sonó el teléfono y se quedó petrificado.

Volvió a sonar. ¿Quién debía de ser? Nadie llamaba a aquellas horas a menos que fuera alguien que se equivocaba o una emergencia. Volvió a sonar y cruzó la estancia, desnudo, y respondió.

– Soy Nicholas.

La persona al otro lado vaciló; luego oyó la voz amiga:

– Soy Dan. Ya sé que es muy pronto.

Marten sintió un escalofrío que le recorría la espina dorsal:

– El hombre asesinado en el parque.

– ¿Cómo lo has sabido?

– He visto una noticia en el periódico.

– La policía francesa ya tiene su identidad.

– ¿Quién es?

– Alfred Neuss.

21

Vuelo 1604 de British Airways de Manchester a París. Martes 14 de enero. 10:35 h


Las nubes redondeadas intercaladas con el sol permitían a Marten entrever el Canal de la Mancha mientras lo cruzaban. Más adelante podía ver la costa normanda, y luego, más allá, el extenso tablero de ajedrez que era la campiña francesa.

Llevaba diez meses esperando a que ocurriera algo, y nada, y casi se había convencido de que ya no ocurriría. Y ahora esto. La confirmación de que el cuerpo desfigurado pertenecía a Alfred Neuss le provocó una mezcla de miedo, ansiedad y excitación. Por un lado se sentía exonerado porque en todo aquel tiempo no había sido presa de la locura, sino de una sospecha real. Pero se sentía igualmente inquieto porque tampoco había manera de saber qué estaba ocurriendo: el motivo del asesinato, por qué tantos meses después, cómo encajaba con lo ocurrido anteriormente, con quién podía haber estado implicado Raymond y, lo más terrible de todo, lo que le daba significado a todo: qué quedaba por ocurrir.

La decisión de volar a París la tomó sin reflexionar, mientras hablaba por teléfono con Dan Ford. En el aspecto práctico le resultó fácil, puesto que las dos semanas siguientes no tenía clases, sólo alguna reunión ocasional con sus responsables de tesis. Lady Clem era uno de ellos y se encontraba en Ámsterdam. Además, había planeado su agenda para concentrarse en su trabajo trimestral y, ahora mismo, eso podía esperar. El otro único obstáculo era el coste. La indemnización pactada con el LAPD les había permitido a él y a Rebecca viajar a Inglaterra con suficiente dinero para que ella ingresara en la clínica Balmore y para que él pudiera pagar su alquiler en Manchester y su nada desdeñable matrícula universitaria. La suerte de que Rebecca pudiera trasladarse a Jura les ahorró un gasto sustancial, y el único dispendio que suponía ahora mismo la muchacha era su vestuario. Sus gastos cotidianos estaban cubiertos de largo por el pequeño salario que se ganaba trabajando para los Rothfels. Lo que le quedaba de su compensación lo había guardado, y sólo lo utilizaba para sacar lo que necesitaba para su vida cotidiana y para pagar las cuentas mensuales de sus dos tarjetas de crédito.

Sin embargo, aún faltaba bastante para completar su título y poderse buscar un trabajo, y debía vigilar los gastos. Volar a París era caro, pero también lo era el Eurostar, el tren del canal, y el avión resultaba más rápido. Además, sería su único desembolso, mientras estuviera en París podía dormir en el sofá de la sala de estar de Dan. Por otro lado, si hubiera tenido una agenda llena de clases y nada de dinero, igualmente habría ido a París: la llamada de Raymond y desus andanzas era demasiado fuerte.

22

Dan Ford lo esperaba mientras hacía los trámites de aduana en el aeropuerto de Roissy-Charles de Gaulle, y juntos volvieron a la ciudad en el pequeño Citroën blanco de Ford.

– Un par de adolescentes encontraron el cuerpo de Neuss bajo unos arbustos en el Pare Monceau, cerca de la estación de metro, -le explicó Dan mientras cambiaba de marcha y aceleraba para entrar en la Autoroute Al, en dirección a París-. La esposa de Neuss pidió al personal del hotel que lo buscara, al no poder ponerse en contacto con él. Ellos fueron los que llamaron a la policía, que al poco tiempo ató cabos.

»Neuss estaba aquí en viaje de negocios. El hotel en el que se alojaba queda cerca del parque. Había volado de Los Ángeles a París, luego tomó un vuelo hasta Marsella y, finalmente, se dirigió en taxi hasta Montecarlo, para luego regresar a París. En Montecarlo había comprado diamantes por valor de un cuarto de millón de dólares. Que se han esfumado.

– ¿Tiene algo sólido la policía?

– Sólo saben que Neuss fue torturado antes de que lo mataran.

– ¿Torturado?

Ford asintió con la cabeza.

– ¿Cómo? -De inmediato, Marten pensó en los hermanos Azov de Chicago y en los hombres asesinados en San Francisco y en México D.F. Todos ellos habían sido torturados antes de morir.

¡Raymond! El nombre volvía de nuevo a golpearlo en la cabeza. Pero sabía que era una locura y, de nuevo, decidió no decir nada.

– La policía no ha entrado en detalles. Si saben algo más, no lo han querido decir, pero lo dudo. Philippe Lenard, el inspector jefe asignado al caso, sabía que yo me había encargado del asunto en Los Ángeles, y cuando le conté que había estado involucrado previamente en el asunto Neuss me pidió si podía contar conmigo para que le respondiera a más preguntas. Supongo que si el método de tortura hubiera tenido algún significado, o si tuviera alguna otra información, me lo hubiera dicho porque habría querido saber mi opinión.

Ford cambió de carril y redujo la velocidad detrás del tráfico. Marten no lo había visto desde principios del otoño, cuando él y Nadine se presentaron por sorpresa en Manchester para sorprenderlo con la noticia del embarazo de ella. Ahora, casi cinco meses más tarde, la inminencia de la paternidad parecía haberlo afectado poco. Seguía llevando la chaqueta azul marino arrugada sobre los pantalones de algodón y las gafas de pasta de toda la vida; seguía mirando el mundo y a su lugar en él con la misma intensidad y fuerza monocular que había hecho siempre. Además, parecía importarle poco en qué lugar del planeta se encontraba: California, Washington, París… todos le resultaban tan cómodos como una zapatilla.

– ¿El LAPD está al tanto de lo de Neuss?

Ford asintió:

– Los chicos de Robos y Homicidios han hablado con su esposa y con los detectives de la policía metropolitana de Londres, que lo había interrogado anteriormente. Y también con Lenard, aquí en París.

– ¿Robos y Homicidios quiere decir VerMeer?

Ford lo miró:

– No sé si ha sido VerMeer.

– ¿Y qué ha pasado?

– La esposa de Neuss ha dicho que no tiene ni idea de quién puede haber sido ni de si puede tener algo que ver con lo ocurrido anteriormente. Su impresión es que se trata sencillamente de un robo que ha acabado mal. Lo único que tenía la poli de Londres es la transcripción de la conversación mantenida con Neuss el año pasado, y lo mismo que contó él todo el tiempo y que su esposa corroboró: que habían ido a Londres por negocios y que no tenían ni idea de quién era Raymond, ni del motivo por el que le fue a buscar a su joyería o a su apartamento, y que la única explicación de que su nombre apareciera en la agenda de los hermanos a los que Raymond mató en Chicago era que él los utilizó como sastres en una ocasión y les pidió que le mandaran la factura a su tienda de Beverly Hills.

– Esos tipos eran rusos. ¿Alguien se ha puesto en contacto con los investigadores rusos que fueron a Los Ángeles después de la muerte de Raymond? Con Neuss asesinado, puede que tengan algún punto de vista nuevo sobre todo el asunto.

– Ni idea. Si lo han hecho, ni Lenard ni sus hombres me han dicho nada.

Dan Ford redujo la velocidad al cruzar el enlace de la Porte de la Chapelle para entrar a París por el norte.

– ¿Quieres que vayamos al parque, a ver dónde encontraron el cuerpo de Neuss?

– Sí -dijo Marten.

– ¿Qué crees que podemos encontrar que la policía de París no haya hecho?

– No lo sé, pero la policía de París no estuvo en MacArthur Park cuando encontramos a Josef Speer.

– Éste es exactamente el tema. -Ford se volvió para mirar a Marten directamente-. Te he llamado para contarte lo de Neuss porque sabía que cuando supieras quién era y cómo lo habían encontrado, vendrías corriendo. -De pronto Ford redujo la marcha, giró a la derecha y volvió a acelerar-. Esto es París, Nick, no Los Ángeles, y ahora se trata de Alfred Neuss, no de Josef Speer. Y había diamantes de por medio. La policía lo considera un robo con asesinato, nada más. El modus operandi ha sido una coincidencia. Por eso los chicos del LAPD siguen allí, y no aquí.

– Tal vez sea una coincidencia, tal vez no.

Ford pisó el freno y se detuvo detrás de una cola de tráfico.

– ¿Qué crees que vas a hacer al respecto, en cualquiera de los dos casos? Ya no eres policía. Ya no tienes ninguna autoridad. Si empiezas a meter las narices tratando de encontrar algo, la gente empezará a preguntarse quién eres y qué te propones.

»El asesinato de Neuss lo está resucitando todo. La prensa está animadísima; los tabloides crearán noticia aunque no la haya. Raymond salió por las televisiones de todo el mundo, y tú también. Y la gente se acuerda. Puede que te hayas cambiado el nombre, pero tienes la misma cara. ¿Qué pasará si alguien empieza a relacionar las cosas y adivina quién eres? Si averiguan tu nombre y descubren dónde vives…

El tráfico de delante de ellos empezó a avanzar y Ford dejó que el Citroën siguiera.

– ¿Y si esta información llega a manos de los que no deben saberla nunca en el LAPD, los que quieren saber dónde está John Barran, qué le ocurrió, adonde fue, adonde fue su hermana…? Ya te advertí hace tiempo sobre la página web de Gene VerMeer. Ahora ya hay otra, llamada, inocentemente, copperchatter. ¿No has oído hablar de ella?

– No.

– Es un chat entre polis de todo el mundo. Con la jerga policial, con el humor policial y con las ganas de venganza propia de los polis. Apuesto a que el nombre John Barron aparece un par de veces al mes, incitado por VerMeer y mantenido en el candelero por la gente que recuerda a Red, a Len Polchak, a Roosevelt Lee, a Valparaiso y a Jimmy Halliday. Están dispuestos a poner pasta para encontrarte, alegando que te dejaste algo importante en Los Ángeles y que quieren devolvértelo.

Marten desvió la mirada.

Ford prosiguió:

– Si empiezas a hacer ruido, Nick, estarás poniendo tu vida y todo lo que has conseguido en peligro. Y también estás exponiendo a Rebecca, si alguien está dispuesto a ir tan lejos.

Marten volvió a mirarlo:

– ¿Y qué demonios quieres que haga?

– Dar media vuelta y volver a Manchester. Yo sigo al frente de todo esto. Si surge algo, lo sabrás de inmediato.

Ford se detuvo en un semáforo en rojo. Los peatones abrigados del frío de enero irrumpieron por todas direcciones y, durante unos instantes, los dos amigos de infancia permanecieron en silencio.

– Nick, por favor, haz lo que te digo; vuelve a Manchester -dijo finalmente Ford.

Marten lo miró.

– ¿Y cuál es el resto de la historia?

– ¿El resto de qué?

– Todo lo que no me estás contando. Me he dado cuenta al instante en que te he visto en el aeropuerto. Sabes algo. ¿Qué es?

– Nada.

– Me encanta la nada. Inténtalo.

– Está bien. -El semáforo cambió y Ford arrancó de nuevo-. Cuando leíste la noticia del cadáver del parque, ¿qué es lo primero que pensaste?

– Raymond.

– De manera automática. Te golpeó en las entrañas.

– Sí.

– Pero sabemos que Raymond murió y que lleva tiempo muerto.

– Sigue. -Marten miró a Ford, expectante.

– Cuando supe lo del cadáver en el parque, desnudo y con el rostro desfigurado, y antes de saber que se trataba de Alfred Neuss… no pude evitar pedirle a uno de los reporteros de plantilla del Times en Los Ángeles que hiciera unas cuantas indagaciones.

– ¿Y…?

– Esta mañana, cuando tú estabas de camino, me ha llegado la información. El expediente de Raymond ha desaparecido de la oficina del forense del condado de Los Ángeles. Ha sido borrado de la base de datos. Sus huellas digitales, sus fotos, toda su información ha desaparecido. Lo mismo ha ocurrido con los archivos del LAPD en Parker Center. Lo mismo con su expediente del departamento de Justicia en Sacramento. Lo mismo con el informe de la policía de Beverly Hills redactado después de que registraran el apartamento de Alfred Neuss. Lo mismo con el de la poli de Chicago. Y quizá lo más interesante de todo: la base de datos del FBI ha sido pirateada y todos los archivos relacionados con Raymond y pruebas relacionadas, borrados. Ahora están comprobando qué ha sucedido con la Interpol en Washington y en los archivos del departamento de policía en San Francisco y México D.F. en los que figuraban la foto y las huellas de Raymond de cuando fue detenido. Si los piratas han metido mano en todo lo demás, ¿qué supones que van a encontrar?

– ¿Cuándo ha ocurrido?

– No se sabe. -Ford miró a Marten y luego volvió la vista hacia la calle-. Pero hay más. Hay tres personas en la oficina del forense que han sido despedidas o trasladadas a raíz del fiasco de la cremación: dos hombres y una mujer. Los hombres han muerto con tres semanas de diferencia y la mujer ha desaparecido, y todo menos de cuatro meses después del incidente. Se suponía que la mujer se había ido a vivir con su hermana a Nueva Orleans, pero en Nueva Orleans no hay ninguna hermana, sólo un tío que es incapaz de acordarse de la última vez que supo algo de ella.

Marten se sintió como si alguien le hubiera puesto una mano helada en el cogote. Ésta era la impresión que había tenido cuando leyó la noticia del cadáver en el parque, pero se convenció de que no tenía ni por qué hablar del tema:

– Estás sugiriendo que Raymond podría seguir con vida.

– No, no estoy sugiriendo nada. Pero sabemos que alguien mandó un avión a buscarlo, dos veces. Eso significa que no actuaba solo y, quien fuera que lo estuviera ayudando, es obvio que tenía dinero, y mucho.

Marten desvió la vista. Era más de lo que había sabido hasta ahora. Más de lo que había sido aparcado con tanta rudeza por el jefe Harwood en su afán por poner punto y final al caso Raymond y proteger la verdad de lo que le había ocurrido a la brigada. De pronto, Marten se volvió a mirarle:

– ¿Y qué hay del médico que certificó su muerte en el hospital?

– Felix Norman. Ya no figura entre el personal del hospital. Tengo a un par de personas investigándolo.

– Dios mío. ¿Lo sabe la policía de Los Ángeles?

– No lo creo. O si lo saben, no le han dado mucha bola. Las dos muertes fueron, aparentemente, por causas naturales. La desaparición de la mujer no ha sido nunca denunciada, y ¿quién va a mirar los viejos expedientes y bases de datos en busca de información de un caso que ha sido oficialmente cerrado y con el cual ya nadie quiere tener nada que ver?

Delante de ellos podían ver el edificio circular de Barriere Monceau, uno entre los miles de edificios de viviendas construidos alrededor del casco antiguo a finales del siglo XVIII y uno de los pocos que todavía seguían en pie. Justo detrás estaba la extensión verde apagado de un parque urbano en invierno.

– ¿Es aquí? ¿El lugar donde encontraron el cuerpo de Neuss?

– El Pare Monceau, sí.

Ford vio cómo la mirada de Marten se encendía a medida que se acercaban. Sintió su electricidad cuando se erguía en su asiento, escrutando las calles inconscientemente, el barrio que rodeaba el lugar, los distintos accesos al parque. Buscando la manera en que un asesino habría llegado y habría salido. Era el policía que llevaba dentro el que volvía a despertar. Exactamente lo que Ford había temido que ocurriera.

– Nick -le advirtió-. Mantente al margen. No lo sabemos todo. Déjame que lo investigue yo a través de mi gente en Los Ángeles. Dale una oportunidad a la policía parisina para que encuentre algo aquí.

– ¿Por qué no damos un paseo por el parque y vemos lo que encontramos?


Al cabo de tres minutos Ford aparcó el Citroën en la rue de Thann, en diagonal delante del parque. Eran justo las doce y media del mediodía cuando salieron y cruzaron el Boulevard de Courcelles bajo un sol brillante de enero, entraron en el Pare Monceau, el elegante proyecto del duque de Chartres del siglo XVIII, a través de las puertas ornamentadas de hierro forjado cerca de la boca de metro de Monceau, y se metieron por el sendero en dirección a la zona en la que se había hallado el cadáver de Neuss.

Cuando habían avanzado veinte metros vieron a tres policías de uniforme de pie junto a una plantación de arbustos perennes que había frente a un castaño enorme e imponente. Todavía más cerca y junto a los arbustos, dos hombres de paisano estaban parados conversando. Resultaba claro que eran detectives. Uno de ellos era bajo y de complexión fuerte, y gesticulaba aquí y allá como si explicara cosas; el otro asentía con la cabeza y parecía estar haciendo preguntas. Era más joven y mucho más alto que el primero, y no tenía ninguna pinta de ser francés.

Era Jimmy Halliday.

23

– Fuera de aquí -dijo Ford en el momento en que lo vio. Marten vaciló.

– ¡Ahora mismo! -gritó Ford, y Marten dio media vuelta y se alejó por donde habían venido, con Dan siguiéndolo. A VerMeer lo hubiera esperado, pero ¿a Halliday? ¿Qué estaba haciendo allí?-. Esto es exactamente a lo que me refería, sólo que de pronto nos lo hemos encontrado de bruces -dijo Ford, mientras lo alcanzaba y se dirigía con él a las puertas de al lado de la parada de metro.

– ¿Cuánto tiempo hace que está en París?

– No lo sé, es la primera vez que le veo y, como ya te había dicho, el LAPD estaba manteniendo las distancias. Puede que acabe de llegar.

– El detective que lo acompañaba, ¿es el que está al frente de la investigación?

Ford asintió con la cabeza:

– El inspector Philippe Lenard, de la prefectura de Policía de París.

– Dame las llaves del coche, esperaré aquí. Halliday te conoce. Vuelve y averigua todo lo que puedas.

– Me preguntará por ti.

– No, te preguntará por John Barron -dijo Marten, con una media sonrisa-. Y no le has visto desde que estabas en Los Ángeles.


Marten se metió en el Citroën y esperó. Halliday. A pesar de su postura oficial, debía haber sabido que el LAPD mandaría a alguien. Y Halliday, donde fuera que estuviera trabajando ahora, sabía más cosas del caso Neuss que nadie en el cuerpo, de modo que era el más indicado. Hasta podía ser que hubiera pedido venir él mismo. Eso le hizo preguntarse a Marten si el asesinato de Neuss no habría puesto al LAPD a revolver de nuevo en busca de información, del mismo modo que Ford había puesto de nuevo al L.A. Times a hacer pesquisas… y, en este caso, si se habrían encontrado con los mismos cabos sueltos y, como resultado, la misma suposición inquietante: que, de alguna manera, Raymond había logrado escabullirse del hospital con vida, dejando atrás un certificado de defunción y un cadáver incinerado. Y ahora, con sus expedientes desaparecidos, con sus posibles cómplices bien muertos, bien esfumados, y nadie que pudiera dar fe de su verdadera identidad, se había recuperado convenientemente y había retomado su camino desde el punto en que lo habían interrumpido tan groseramente.


Neuchâtel, Suiza, a la misma hora


Rebecca lo había visto por primera vez cuando formaba parte de un grupo de invitados que había ido a visitar las dependencias de Jura a mediados de julio. Varias semanas más tarde la conoció en un almuerzo en casa de los Rothfels. Él sabía que la muchacha era paciente en Jura y mostró mucho interés por el programa que aplicaban en el centro. Pasaron una hora o más hablando, y luego jugando con los niños de los Rothfels, y al final ella supo que él se había enamorado. Y aun así, pasó más de un mes hasta que la cogió de la mano, y todavía otro mes hasta que se aventuró a besarla.

Aquellos primeros meses, antes de que él entablara ningún tipo de contacto físico, fueron también para ella una agonía. La mirada del chico le decía cómo se sentía, y sus sentimientos rápidamente crecieron para igualar los de su pretendiente, o superarlos en intensidad. Pensar en él la hacía estremecerse, y los momentos que compartían a solas superaban cualquier experiencia que hubiera tenido anteriormente, aunque no hicieran más que dar un paseo por el lago para contemplar las ondulaciones en el agua provocadas por la brisa y para escuchar el canto de los pájaros. Para ella, Alexander Cabrera era el hombre más guapo que había conocido en su vida, o que jamás hubiera imaginado conocer. Que tuviera treinta y cuatro años y fuera diez mayor que ella no le importaba en absoluto. Ni tampoco el hecho de que fuera un hombre de negocios triunfador y con una formación muy sólida que resultaba ser el propietario de la empresa para la que trabajaba Gerard Rothfels.

Cabrera, argentino, era propietario y dirigía Cabrera WorldWide, una empresa que diseñaba, instalaba y gestionaba sistemas de viaductos de gran capacidad aplicados a industrias desde la agricultura hasta la producción y exploración de petróleo en más de treinta países. Su sede corporativa estaba en Buenos Aires, pero su gran centro de operaciones en Europa estaba ubicado en Lausana, donde pasaba parte de cada mes mientras conservaba al mismo tiempo una pequeña oficina en París, en la suite que tenía alquilada permanentemente en el hotel Ritz.

Alexander se mostraba muy respetuoso con la situación personal de Rebecca y con su puesto como empleada de su director de operaciones en Europa, y tampoco quería alterar su oficina de Lausana con chismorreos, ni el hogar de los Rothfels, del cual ella se había convertido en parte integral, por lo que insistió en que mantuvieran su relación con la máxima discreción.

Durante cuatro meses maravillosos y llenos de amor su relación había sido sencillamente esto, discreta: cuando él estaba en Lausana por trabajo, o cuando lograba convencer a los Rothfels de que renunciaran a ella durante una, dos o tres noches, la invitaba de pronto a Roma, a París o a Madrid. E incluso entonces, su relación era comedida. Se alojaban en hoteles separados y él le mandaba un coche a recogerla para llevarla a donde estuviera, que luego la volvía a llevar a su hotel. Además, durante todo el tiempo que llevaban viéndose, no habían dormido juntos ni una sola vez. Eso, le prometió él, era para la noche de bodas y no antes. Y habría una noche de bodas. Eso también se lo prometió, antes de darle el primer beso.

Aquella tarde en concreto, bien abrigada para protegerse del frío de enero, Rebecca estaba sentada en un banco junto al estanque helado de la finca de los Rothfels, mientras vigilaba a sus niños -Patrick, de tres años, Christine, de cinco y Colette, de seis- mientras tomaban lecciones de patinaje sobre hielo. En veinte minutos acabarían y entrarían en casa a tomar una taza de chocolate caliente. Luego ella se llevaría a Patrick a jugar, mientras Christine y Colette recibían las lecciones de piano y luego de italiano que les daba el profesor que venía los martes y jueves. Los miércoles y viernes a las cuatro venía el profesor de ruso, que luego pasaba una hora para enseñar a Rebecca. A estas alturas, la muchacha ya se encontraba igual de cómoda en francés, italiano y español, y se estaba acercando rápidamente al mismo nivel con el ruso. Sin embargo, el alemán siempre le había costado y seguía siendo un problema, puesto que sus sonidos tan guturales le resultaban casi imposibles de imitar correctamente.

Lo que convertía el día de hoy en especial y al mismo tiempo en muy difícil era que Alexander venía a Suiza para una cena de trabajo aquella misma noche, después de haber pasado diez días en su ciudad natal de Buenos Aires. El problema era que la cena tendría lugar en Saint Moritz, una localidad que se encuentra al otro extremo del país respecto a donde estaba ella, en Neuchâtel. Además, él debía regresar a París inmediatamente después. A pesar de que hablaban por teléfono al menos una vez al día, llevaban semanas sin verse y ella anhelaba ir a Saint Moritz, aunque sólo fuera por verlo un ratito. Pero, teniendo en cuenta su cargo en la empresa como director, su apretada agenda y su propia visión tan digna y comedida de la relación, sabía que no le iba a resultar posible. Y debía aceptarlo. Igual que había aceptado mantener en secreto su relación. Cuando les llegara la hora de casarse, le dijo él, el mundo se enteraría. Hasta entonces, sus vidas tenían que permanecer enteramente para ellos, para ellos y para los pocos que compartían su secreto: el señor Rothfels y su esposa, Nicole, y el corpulento Jean-Pierre Rodin, el guardaespaldas francés de Alexander que iba con él a todas partes y se ocupaba de casi todos sus asuntos.

Bueno, en realidad, había otra persona que lo sabía: lady Clem, que había conocido a Alexander cuando vino a visitar a Rebecca en septiembre y se enteró de su interés en el Jura. Lo volvió a ver en Londres, durante un acto para recaudar fondos de la Balmore en el Albert Hall, donde él regaló a la fundación un donativo muy generoso, destinado especialmente a Jura. Coincidieron en una tercera ocasión, cuando Clem visitó a Rebecca en Neuchâtel varios meses después. Para entonces, él y Rebecca ya estaban claramente comprometidos, y Rebecca llevó a Clem a un aparte para confiarle la relación y para hacerle notar la importancia de que le guardara el secreto, incluso ante su hermano, quien estaba empeñado en protegerla y consideraría su madurez emocional, como mucho, delicada. Después de todo lo que habían pasado juntos, era probable que reaccionara de manera demasiado visceral, si no directamente irracional, cuando se enterara de la profundidad de la relación con un hombre tan cosmopolita como Alexander Cabrera: un hombre al que, estaba convencida, acusaría de estar usándola como un juguete, lo cual no tenía nada que ver con la realidad. Además, eso era lo que Alexander quería, al menos de momento.

– No sólo eso -le dijo Rebecca a Clem con una sonrisita aniñada-. Si Nicholas y tú podéis mantener una relación clandestina, no veo el motivo por el cual no pueda yo hacer lo mismo con Alexander. Sencillamente, lo podemos convertir en un juego -dijo, sonriendo de nuevo-. No se lo digas a Nicholas, ¿vale?

Clem se rio:

– Vale -asintió, con cara de picara. Entonces, enlazando dos dedos a modo de ritual, prometió no decirle nada a Nicholas hasta que Rebecca le diera permiso para hacerlo. El resultado fue que, meses después, Nicholas Marten seguía sin tener ni idea de la conspiración contra él ni del amor de la vida de su hermana.

24

París, bodega L'ecluse de la Madeleine, Place de la Madeleine. El mismo día, martes 14 de enero, 14:30 h


Dan Ford marcó un número, luego le pasó a Halliday el móvil y cogió una copa de Burdeos mientras aguardaba a que Halliday cambiara las reservas de su vuelo para poder alargar unos días su estancia en París.

Habían venido hasta aquí en taxi desde el Pare Monceau, hacía unos veinte minutos. Halliday quiso beber algo y Ford quería alejarlo del parque, y L'Ecluse, en un extremo tranquilo de la Place Madeleine, en medio del centro de la ciudad, quedaba lo bastante alejado del parque y de cualquier, itinerario que Marten eligiera para apartarse de él.

Ford había acompañado a Halliday paseando hasta la boca del metro y cruzando el Boulevard de Courcelles bien a la vista, y luego esperó a que pasara un taxi. Sabía que Marten estaba allí, al otro lado de la calle, en el Citroën, y esperaba que viera lo que había ocurrido y, sencillamente, cogiera el coche y se marchara al apartamento de Ford, en la Rive Gauche. Si Marten lo había hecho o no, o si los había visto, no tenía manera de saberlo. Podría muy bien seguir allí esperando, en el coche.

– Lo siento, me hacen esperar -dijo Halliday señalando el teléfono, mientras tomaba un trago del coñac que acababan de servirle.

– Tranquilo, está bien -respondió Ford. Halliday tenía aspecto de haber envejecido una década en los diez meses escasos que pasaron desde la última vez que se vieron. Estaba delgado, la cara demacrada y con arrugas, y sus ojos azules, antes tan penetrantes, parecían ahora vacíos y exhaustos. Sus pantalones grises y arrugados y su chaqueta de sport azul clara parecían tan gastados como él mismo.

Claramente cansado y con signos de jet lag, había llegado desde Los Ángeles aquella misma mañana para dirigirse directamente al despacho del inspector Lenard en la Prefectura de Policía, para acompañarlo al cabo de un rato a la escena del crimen en el parque.

Lo interesante era que Halliday había dejado de ser miembro del LAPD y se había convertido en investigador privado, contratado por la compañía de seguros de Neuss para investigar la desaparición del cuarto de millón de dólares en diamantes. Normalmente, la policía tenía poca relación con los investigadores privados, pero Halliday había formado parte del equipo de detectives del LAPD involucrados anteriormente en el caso Neuss, con lo cual Lenard no tuvo inconveniente en recibirle, lo mismo que a Dan Ford.

El plan inicial de Halliday había sido pasar dos o tres días en París, estudiando las pruebas que tuviera la policía francesa y luego, una vez establecido el contacto personal con Lenard y sabiendo que lo mantendría informado, volver a casa. Pero las cosas cambiaron inesperadamente de rumbo poco después de que Ford se reuniera con ellos en el parque, cuando Lenard recibió una llamada en la que le informaron que Fabien Curtay, uno de los comerciantes de diamantes más ricos del mundo, había sido asesinado unas horas antes en su lujoso apartamento de Montecarlo por un encapuchado que acribilló al propio Curtay y a su guardaespaldas.

Lenard no tuvo necesidad de informar ni a Ford ni a Halliday del significado de aquel crimen. Fabien Curtay era la persona a quien Neuss acababa de visitar en Mónaco, y a quien le había comprado los diamantes que ahora estaban en paradero y manos desconocidos.

Lenard se marchó de inmediato a Montecarlo, y en este momento Halliday le pidió a Ford si conocía algún lugar en el que pudieran tomar una copa y él pudiera llamar para cambiar su reserva. El motivo real, por supuesto, era que quería hablar, de modo que a Ford no le quedó prácticamente más alternativa que seguirlo.

De camino, Halliday habló muy poco, salvo alguna alusión breve a Neuss y al asesinato de Curtay y un poco de conversación banal, comentando cómo se alegraba de ver a Ford y la envidia que le tenía de que su carrera lo hubiera llevado a un lugar como París. Ni una sola vez hizo alusión a John Barron, a su paradero, o a lo que habría sido de él. A Raymond lo mencionó sólo por casualidad y en pasado, sin dar muestra alguna de compartir la misma información que tenía Ford.

Eso hizo que Ford se preguntara por el verdadero motivo que había llevado a Halliday a París, más allá de que estaba trabajando como investigador privado en una misión especial para una compañía de seguros. A menos que se tratara de una operación cuidadosamente orquestada para reanudar su relación pasada con Dan Ford y, a través de él, encontrar a John Barron. Fuera cual fuese su aspecto actual, había sido un detective de primera línea cuyas técnicas de control y manipulación habían sido afiladas al máximo bajo la dirección de Red McClatchy en la brigada 5-2. Era algo que Ford debía tener presente para asegurarse de que no se le escapaba nada.

– Gracias -dijo Halliday, antes de cortar la línea y devolverle el móvil a Ford-. Todo arreglado.

Halliday cogió su copa y se reclinó:

– Me he divorciado, Dan. Mi esposa se ha quedado con los niños. Han pasado, ¿qué…? -se detuvo a pensar-, casi siete meses, ya.

– Lo siento.

Halliday miró su copa y revolvió lentamente el licor que contenía, luego se lo acabó de un sorbo y le hizo un gesto al camarero para que le sirviera otro.

– La brigada fue disuelta.

– Lo sé.

– Cien años de historia y ahora los únicos que quedamos somos Barron y yo. Sólo John y yo. Los últimos de la cinco-dos.

Ahí estaba, la manera de Halliday de sacar el tema de Barron. Ford no estaba seguro de cómo proseguiría, pero no tuvo que esperar demasiado porque Halliday fue lo bastante explícito:

– ¿Dónde está?

– ¿Barron?

– Sí.

– No lo sé.

– Venga, Dan.

– No lo sé, Jimmy.

La copa de Halliday llegó y él se tomó la mitad de un trago; luego la ppsó sobre la mesa y miró a Ford.

– Sé que lo pasó mal por culpa de algunos tíos del LAPD. Quise hablar con él del tema, pero no pude conseguir ni un teléfono, ni una dirección suya. Intenté localizarle a través de su hermana en Saint Francis, pero resulta que ya no está. Y no han querido decirme qué le ha ocurrido ni adonde ha ido. -Halliday apretó la mano alrededor de su copa-. Y también estuve intentando localizarte a ti. No recuerdo cuándo, pero ya te habían trasladado a Washington. Y probé allí.

– Pues no me dieron el mensaje.

– ¿No?

– No.

Halliday miró el local, y luego otra vez a Ford:

– John y yo tenemos que hablar, Dan. Quiero encontrarlo.

Ford no iba a dejarse presionar:

– No lo he visto desde Los Ángeles. Ojalá pudiera ayudarte, pero no puedo. Lo siento.

Halliday siguió mirando a Ford un buen rato y luego desvió la vista otra vez.

Ford tomó un trago del Burdeos. Estaba claro que Halliday sabía que mentía, y antes se lo hubiera dicho, pero ahora se limitó a quedarse allí sentado, copa en mano, contemplando distraídamente cómo el local se iba vaciando de clientes a medida que se terminaba la hora del almuerzo.

Ford no sabía qué pensar. Tal vez Halliday estuviera simplemente hecho polvo: el golpe enorme que había significado el desastre de la 5-2, seguido del denigrante traslado a la división de Tráfico del Valle; y luego, encima de todo, su divorcio y la pérdida de sus niños. Tal vez lo único que quisiera de Barron fuera un poco de camaradería. Sentarse con él y hablar de las cosas con el único miembro de la brigada que seguía con vida. Por otro lado, tal vez considerara a Barron culpable de todo lo ocurrido y éste fuera el motivo de su visita. Tal vez incluso se hubiera inventado el rollo de la compañía de seguros. El asesinato de Neuss y el hecho de que Dan Ford se encontrara en la misma ciudad eran la excusa perfecta.

– Necesito dormir un poco, Dan. -Halliday se levantó de repente-. ¿Cuánto es todo esto?

– Ya me ocupo yo, Jimmy.

– Gracias. -Halliday apuró su copa y luego la dejó en la mesa y se inclinó hacia Ford.

– Quiero hablar con John. Esta noche, mañana como máximo. Estoy en el hotel Eiffel Cambronne. Se lo dices, ¿vale? Dile que tiene que ver con Raymond.

– ¿Raymond?

– Tú díselo, ¿eh? Dile que necesito su ayuda. -Halliday miró a Dan Ford unos instantes más y luego, bruscamente, se volvió y se encaminó hacia la puerta.

Ford se levantó rápidamente, dejó un par de billetes de veinte euros sobre la mesa y siguió a Halliday hasta el exterior, donde brillaba un fuerte sol de tarde.

25

Ni Dan Ford ni Jimmy Halliday habían advertido la presencia de un hombre barbudo y corpulento que estaba sentado solo a una mesa cercana a la puerta cuando salieron. Ni tampoco lo vieron salir a la calle y colocarse detrás de ellos, para escuchar inocentemente mientras Ford metía a Halliday en un taxi y le daba al taxista el nombre de su hotel. Ni tampoco Dan Ford se dio cuenta de que lo estaban siguiendo mientras andaba rápidamente hacia la estación de metro de la Place de la Madeleine, al tiempo que se sacaba el móvil del bolsillo.

Ni tampoco habían advertido su presencia momentos antes, cuando estaba sentado en un banco del Pare Monceau y echaba comida a las palomas, observando mientras ellos examinaban la escena del crimen con Lenard, hasta que el detective parisiense recibió la llamada y se marchó repentinamente. No habían advertido, tampoco, que los había seguido hasta la salida del parque y los vigiló mientras tomaban un taxi, para luego seguirlos en su propio taxi hasta L'Ecluse Madeleine.

El hombre de la barba pasó diez segundos más en la acera, frente a L'Ecluse, fingiendo que trataba de decidir qué hacer a continuación y asegurándose que no se notaba que había seguido a los americanos hasta la calle. Finalmente se volvió y anduvo hacia el fin de la manzana, desapareciendo entre la manada de transeúntes que abarrotaban la Place de la Madeleine.


Se llamaba Yuri Ryleev Kovalenko. De cuarenta y un años de edad, era investigador de homicidios para el Ministerio de Justicia ruso y se encontraba en París a petición de su gobierno, para colaborar en la investigación del asesinato de Alfred Neuss. Oficialmente, formaba parte del equipo francés de investigación de homicidios, pero no tenía poderes policiales y respondía al oficial superior de investigaciones, Philippe Lenard, un hombre que le demostraba toda la cortesía profesional pero que lo mantenía a poca distancia, que lo incluía cuando quería y, cuando no, le daba solamente la información mínima indispensable.

La actitud de Lenard era comprensible bajo dos puntos de vista. El primero era que el crimen había tenido lugar en su ciudad y se esperaba que fuera su agencia la que lo resolviera. El segundo era que la solicitud francesa de un investigador ruso había sido iniciada por el gobierno ruso a través de su Ministerio de Asuntos Exteriores, siendo la invitación francesa una cortesía de tipo diplomático para evitar que el caso pareciera tener cualquier significado internacional; en cambio, sería contemplada como una simple petición de colaboración en el caso del asesinato de un antiguo ciudadano ruso. En efecto, Lenard había recibido un caso político disfrazado de detective ruso, y se le había dicho que lo hiciera plenamente partícipe de sus investigaciones, sin darle ninguna explicación más. Todo esto hacía que sus relaciones fueran un poco tensas y era uno de los motivos por los cuales Kovalenko todavía no había sido presentado al periodista del Los Ángeles Times Dan Ford, ni tampoco fue incluido cuando Lenard llevó a Halliday a estudiar la escena del crimen en el Pare Monceau.

No había sido invitado, tal vez, pero no había ninguna norma que impidiera a un visitante de la ciudad ponerse unas gafas oscuras y sentarse en un banco del parque a alimentar a las palomas, mientras observa distraídamente lo que ocurre a su alrededor.

Hacerlo le dio la oportunidad de aprender algunas cosas de Halliday. Se enteró del aspecto que tenía, que le gustaba o necesitaba beber, y el nombre del hotel en el que se hospedaba. Además, hubo un regalo en su misión: cuando Dan Ford llegó al parque iba acompañado de un segundo hombre, y al ver que había policía, Ford habló de inmediato con su acompañante y luego se dio la vuelta y se alejó. Kovalenko se preguntó quién sería aquel hombre y por qué el periodista lo había escondido tan rápidamente cuando vieron a la policía. Teniendo en cuenta que acompañaba a Ford, resultaba prudente suponer que estaba interesado en el crimen, sin embargo, Ford no había querido que lo vieran. Pero ¿quién? ¿Lenard o Halliday? ¿O tal vez ambos?

Lo interesante era el conjunto de la situación: cómo Lenard había decidido excluirlo de su reunión con Halliday, un antiguo detective del LAPD que se había ocupado del caso Neuss en Los Ángeles; la aparición de Ford, un periodista de la prensa escrita que también se había encargado del caso en Los Ángeles; y el comportamiento extraño del tipo que había acompañado a Ford hasta el parque. Todo eso llevaba a Kovalenko a creer que el asesinato de Alfred Neuss era algo más que el homicidio con robo que parecía y suponía una ampliación de lo ocurrido en América casi un año antes. Que era de entrada el motivo que lo había llevado hasta París.

Algo que muy pocos conocían -el ministerio ruso de Justicia y, ahora, la Prefectura de Policía de París- era el hecho de que Alfred Neuss era un antiguo ciudadano ruso. Y también lo fueron los hermanos Azov, los sastres de Chicago muertos acribillados por el infame Raymond Oliver Thorne poco antes de subir al tren que lo llevaría hasta Los Ángeles. Además, dos hombres más de ascendencia rusa habían sido asesinados en América en los días anteriores a la visita de Thorne a Chicago; uno de ellos un director de banco de San Francisco, el otro un conocido escultor de México D.F.; ciudades que, según banda magnética del pasaporte de Thorne, él había visitado en las fechas en que ocurrieron los asesinatos. Cuatro antiguos ciudadanos rusos asesinados con días de diferencia. El quinto, a quien Thorne había intentado acceder cuando pereció en el intento, era Alfred Neuss. El hecho de que el joyero de Beverly Hills se encontrara en Londres en aquel momento, sin duda le había salvado la vida. El problema era que el supuesto autor de la mayoría de estos crímenes estaba muerto, su cadáver había sido incinerado y su auténtica identidad y el motivo de sus crímenes no se aclaró nunca.

Debido a esto, Moscú había mandado a investigadores rusos a Estados Unidos para trabajar con la policía local y determinar si los asesinatos formaban parte de una conspiración organizada contra antiguos ciudadanos. Con aprobación federal, el LAPD permitió a los rusos el acceso al contenido de la bolsa de Raymond encontrada en el tren. Después de examinarlo detenidamente, dicho contenido -las llaves de la caja fuerte, las referencias manuscritas de Raymond a Londres, a la casa de Uxbridge Street, a la embajada rusa, al Penrith's Bar e I.M., y la referencia del 7 de abril/Moscú- seguía siendo tan misterioso para ellos como para cualquier otro. Y aunque se había demostrado que la Ruger automática era el arma del crimen de los hermanos Azov en Chicago, no había sido utilizada en los asesinatos de San Francisco ni de México D.F. Así, si Raymond Thorne había cometido aquellos crímenes, no había pruebas directas que lo incriminaran. Su muerte, cremación y la ausencia de cualquier otra información había acabado con cualquier esperanza de comprobarlo, y el caso y su documentación posterior habían sido archivados en un enorme almacén moscovita que contenía los expedientes de otros asesinatos sin resolver. Y entonces Alfred Neuss fue cruelmente torturado y asesinado en París por una persona o personas desconocidas, el caso volvió a abrirse y también la investigación asignada a Kovalenko.

Si alguien le hubiera preguntado directamente, él hubiera respondido que el robo y asesinato de Neuss y los asesinatos previos de América eran un caso de razhorka, un ajuste de cuentas violento. Por qué motivo, no tenía ni idea. Además, ahora no había pruebas concluyentes, ni tampoco antes las había habido, para demostrar esta teoría.

Sin embargo, el asesinato de Neuss había renovado el interés, no sólo del ministerio de Justicia ruso y de la Prefectura de Policía de París, sino del detective de homicidios del LAPD retirado y del periodista del Los Ángeles Times que anteriormente se habían encargado de investigar el caso Neuss desde sus ámbitos respectivos.

En Rusia, los periodistas extranjeros y sus amigos y actividades estaban casi siempre bajo sospecha porque se los suponía elementos de la inteligencia de sus países de origen, y en la mente de Kovalenko no había motivo para cambiar de mentalidad por el hecho de encontrarse en París. Lo que Ford y Halliday habían estado hablando en L'Ecluse no tenía modo de saberlo, e igualmente misteriosa era la identidad del amigo de Ford del parque, y el motivo por el que había actuado como lo hizo.

No había razón para creer que los investigadores rusos enviados a América en un primer momento habían sido privados de información. Por otro lado, puesto que el permiso que se les otorgó para examinar pruebas y hablar con la policía local procedía de Washington, no estaba fuera de cuestión suponer que no se los había informado de todo. El conjunto, y teniendo en cuenta la experiencia rusa con la prensa extranjera y las acciones de Ford en el parque, despertaba la curiosidad y el interés de Kovalenko, que se dijo que tal vez Ford fuera el hombre clave, un hombre alrededor del cual giraran los acontecimientos. Y por tanto, alguien a quien había que vigilar, y de cerca.

26

Apartamento de Dan y Nadine Ford en la rue Dauphine.

El mismo jueves 14 de enero. 20:40 h


– Halliday no ha hablado de Raymond porque sí. No ha pedido mi ayuda porque sí. -Nicholas Marten se reclinaba por encima de la mesa del pequeño comedor de Ford.

Marten había visto a Ford y Halliday cruzar la calle juntos desde de Pare Monceau y esperar un taxi, como Ford esperó que ocurriera, entendiendo que la maniobra era una señal para que cogiera el Citroën y saliera de allí. Y así lo había hecho para ponerse a dar vueltas por la ciudad, conduciendo en círculos hasta que finalmente encontró el domicilio de Ford en la rue Dauphine, lo cual sorprendió sólo un poco a la esposa de Ford, la coqueta Nadine, puesto que había sido avisada de que iría. Aunque empezaba a notar los efectos del embarazo, le dio la bienvenida de inmediato, le preparó un bocadillo y le sirvió una copa de vino, y se quedó conversando con él hasta que su marido llegó a casa, todo con cariño y alegría porque sabía que era el mejor amigo de Dan en todo el mundo.

Y ahora esos dos íntimos amigos discutían durante la cena en el pequeño apartamento de Dan Ford. Marten estaba decidido a llamar a Halliday y a enterarse de lo que sabía de Raymond. Ford, en cambio, quería que se marchara de París de inmediato y que no volviera hasta que Halliday se hubiera marchado.

Tal vez Marten le hubiera escuchado si no hubiera visto a Halliday en el Pare Monceau, examinando la escena del crimen de Neuss con Lenard, de la misma manera que lo había visto hacer en el crimen de Josef Speer en MacArthur Park con Red, él mismo y el resto de la brigada. Era una imagen que no se le podía borrar de la cabeza, ni tampoco podía deshacerse del mar de recuerdos que la acompañaban. Recuerdos que le hacían ser consciente de lo enorme que era todavía su sentimiento de culpa, no sólo por la gente inocente que había muerto por la manera errónea en que había juzgado a Raymond, sino también, aunque lo hiciera en defensa propia, porque él fue quien acribilló a Roosevelt Lee y a Marty Valparaiso en las vías del tren. La durísima visualización de aquella escena era ahora tan real que casi podía sentir el olor acre de la pólvora encima de la silla en la que se sentaba.

La presencia de Halliday lo había resucitado todo y, de alguna manera, tenía que enfrentarse a ello, finalmente y de una vez por todas. Hablarlo. Sacarlo. Llorar. Gritar. Enfurecerse. Lo que hiciera falta para, de alguna manera, superarlo. Por eso tenía que hablar con Jimmy Halliday. Él era la única persona en la Tierra que lo entendería porque, cuando todo ocurrió, estaba con él.

– ¿Y si el motivo por el que ha hablado de Raymond y ha pedido tu ayuda no fuera más que un cebo? -Dan Ford posó su taza de café y se separó un poco de la mesa-. Puede ser una manera de darte algo lo bastante fuerte para tentarte a extender la mano y llamarlo.

– ¿Crees que me quiere tender una trampa?

– ¿Cómo sabes que no ha sido él quien empezó toda la campaña en el LAPD contra ti? Y aunque no lo fuera, desde entonces ha perdido a sus amigos, su autoestima, su trabajo y a su familia. Tal vez esté al corriente de lo que hemos averiguado sobre Raymond. Quizá sepa incluso más y te lo quiere contar. Pero entonces, ¿qué pasa si te considera culpable de todo ello y viene a buscar justicia? ¿Quieres correr ese riesgo?

Marten lo miró atentamente y luego desvió la vista. Ford sólo estaba tratando de protegerle, lo sabía, lo mismo que había hecho antes, al volver del aeropuerto y cuando vieron a Halliday en el parque. Y tal vez tuviera razón para hacerlo, pero había algo en lo que se equivocaba. Por muy abajo que estuviera Halliday, él no habría sido nunca el incitador de la guerra contra Marten. Tal vez Dan Ford adivinara lo que había ocurrido en el almacén ferroviario, pero nunca había presionado a Marten para que se lo contara y Marten no lo había hecho. De modo que no tenía manera de saber cómo había actuado Halliday.

Así que tal vez Ford tuviera razón al intentar mantenerlo alejado de Halliday, pero dejando de lado sus propias emociones, el peso de su culpa y remordimientos y las simples ganas de hablar con él, cabía la posibilidad de que lo que Ford había sugerido fuera cierto: que Halliday se hubiera enterado de algo y quisiera compartirlo con él. Pero ambas posibilidades superaban el sentido común de Ford. Se volvió hacia él.

– Quiero ver a Halliday. Quiero ir a su hotel. Ahora, esta noche.

– ¿Verlo? ¿Quieres decir cara a cara?

– Sí.

Nadine Ford cogió la mano de su marido. Entendía sólo un poco de lo que estaban hablando, pero sabía que la discusión había tomado de pronto un rumbo nuevo. Vio la manera en que se miraban y sintió la emoción del momento, lo cual la asustó.

C'est bien -le dijo Dan, cariñosamente, en francés, mientras sonreía y le acariciaba el vientre prominente-. C'est bien.

Marten tuvo que sonreír. Nadine había empezado a enseñarle francés a Dan cuando estaban en Los Ángeles. Era obvio que había sido una buena maestra, puesto que su dominio del idioma fue uno de los motivos por el que le habían ofrecido el puesto en la oficina de París y a estas alturas parecía sentirse como pez en el agua.

El móvil de Ford empezó a sonar en la cocina y él se levantó a contestar.

– Dan Ford-lo oyó decir Marten-. Comment? Où?-¿Cómo? ¿Dónde? -La voz de Ford se tiñó de pronto de sorpresa y alarma. Marten y Nadine se volvieron hacia la cocina. Podían ver a Dan allí de pie, teléfono en mano, escuchando-. Oui, merci -dijo finalmente, antes de colgar. Al cabo de un instante volvió a entrar en el comedor.

– Era el inspector Lenard, que acaba de regresar de Mónaco. Halliday ha sido hallado muerto en la habitación de su hotel.

– ¿Cómo?

– Ha sido asesinado.

27

Hotel Eiffel Cambronne, rue de la Croix Nivert, 21:20 h


Dan Ford aparcó su Citroën media manzana más abajo del hotel. Desde donde estaban podían ver a policías de uniforme y unos cuantos vehículos de emergencia a la entrada del hotel. Entre ellos, el Peugeot marrón de Lenard.

– Nick -le advirtió Ford a media voz-, ahora mismo nadie sabe nadie quién eres. Si el LAPD todavía no ha sido informado, pronto lo serán. Si entras ahí, Lenard querrá saber quién eres y por qué estás aquí. Te buscarás todo tipo de problemas.

Marten sonrió:

– Utiliza tu encanto. Dile sencillamente que soy un amigo de Estados Unidos.

– Estás decidido a que te peguen un tiro, ¿no?

– Dan, Jimmy Halliday era un amigo y un colega. Tal vez yo pueda entender lo que ha pasado. Tal vez mejor que la policía francesa. Al menos, lo puedo intentar. -De pronto, Marten hizo una pausa-. El habría hecho lo mismo por mí.

Cuando entraron, Lenard estaba allí. Lo acompañaba otro detective. Un pequeño equipo técnico examinaba la habitación y el baño anexo. Un fotógrafo de la poli tomaba fotos de todo lo que le pedían.

El cuerpo de Halliday estaba en la cama. Llevaba una camiseta y unos calzoncillos tipo boxer. La camiseta y las sábanas de alrededor del torso estaban empapadas de sangre. Lo curioso era la manera en tenía la cabeza torcida hacia la almohada. Se acercaron un paso más y entendieron el motivo: le habían cortado el cuello, casi hasta la columna.

Qui est-ce?-¿Quién es?, preguntó Lenard mirando a Marten.

– Nicholas Marten, un ami américain -respondió Ford-. D'accord?

Lenard escrutó a Marten unos segundos, luego asintió:

– Siempre y cuando no se meta por el medio y no toque nada -dijo, en inglés.

Ford asintió, agradecido:

– ¿Tienen alguna idea de quién ha sido, o de cómo ha ocurrido?

– Hay sangre en la moqueta, junto a la puerta. Creo que tal vez estuviera descansando, o en el baño, cuando alguien entró. Fue a abrir la puerta y el individuo debió de cortarle el cuello allí mismo, para luego llevarlo hasta la cama. Actuó con mucha rapidez y con un arma muy afilada, una navaja de afeitar, diría, o algún tipo de cuchilla.

– ¿Y qué ha sido, un robo?

– A primera vista no lo parece. La cartera está intacta. Su equipaje todavía está sin deshacer.

Marten se acercó con cuidado hacia la cama, tratando de ver mejor a Halliday. Al hacerlo, un hombre con barba y con un traje holgado salió del baño.

Tendría unos cuarenta años, era un poco gordo y tenía unos ojos marrones y grandes como de perro pachón que le daban un aire adormecido.

– Éste es el inspector Kovalenko, del Ministerio de Justicia ruso -le dijo Lenard a Ford-. Nos está ayudando con el asesinato de Alfred Neuss. Neuss era un antiguo ciudadano ruso.

– Sé que un grupo de investigadores rusos aterrizaron en Los Ángeles poco después del incidente con Raymond Thorne -explicó Ford, mirando fugazmente a Marten. Si quería saber si alguien se había puesto en contacto con los rusos, ya tenía la respuesta-. No sabía que Neuss era ruso -dijo, mirando a Kovalenko-. Soy Dan Ford, del Los Ángeles Times.

– Ya le conozco, señor Ford -dijo Kovalenko, con un inglés con fuerte acento-. Entiendo que el detective Halliday era amigo suyo. Mi más sentido pésame -dijo, sinceramente.

– Gracias.

Entonces Kovalenko miró a Marten:

– ¿Y usted es un amigo del señor Ford?

– Sí, Nicholas Marten.

– Es un placer, señor Marten -dijo Kovalenko, saludando con un gesto de la cabeza. Éste era el hombre del parque que había desaparecido con tanta prisa cuando vio que había policía, y ahora aquí estaba en medio de todos ellos, sin apenas pestañear.

Ford miró a Lenard:

– ¿Quién le ha encontrado?

– Una camarera ha entrado a abrirle la cama. Cuando ha llamado no le han respondido, de modo que ha usado su llave para entrar. Al verlo ha avisado de inmediato al director del hotel. Eran sobre las siete y veinte.

El fotógrafo de la policía se acercó a retratar la cama desde un ángulo distinto y Marten retrocedió. Eso le dio la oportunidad de observar a Halliday más de cerca. Tenía la cara más arrugada de lo que recordaba. Y estaba delgado; en realidad, demasiado flaco. Y había algo más. Para ser alguien de treinta y pocos años de edad, parecía demasiado viejo. Fuera cual fuese su aspecto actual, o justo antes de que lo mataran, seguía siendo el hombre que había resultado clave para su admisión en la brigada, que lo había acompañado a través de las crisis por el caso Donlan y a través de todo el horror y la carnicería de Raymond. Y finalmente, era el hombre que, en el momento más crucial de su vida, se había puesto a su lado y los había salvado a Rebecca y a él del enloquecido Len Polchak.

De pronto un enorme sentimiento de rabia y de pérdida embargó a Marten. Sin pensarlo, miró a Lenard.

– ¿La camarera ha llamado al director o ha ido a buscarle?

Dan Ford le hizo un gesto con la cabeza, tratando de indicarle que se mantuviera al margen.

– ¿Quiere decir si ha llamado desde aquí o desde otro lugar?

Era demasiado tarde, Lenard ya estaba respondiendo.

– Eso.

– Como puede imaginarse, se ha quedado horrorizada. Ha salido corriendo de la habitación y ha usado el teléfono interno que hay al fondo del pasillo, cerca de los ascensores -dijo Lenard, mirando a Ford-. Creo que su amigo sugiere que el asesino podía estar todavía por aquí, tal vez escondido en el baño, o en el armario, y podía haberse marchado cuando la camarera ha salido a avisar. -Volvió a mirar a Marten-. ¿Es eso?

– Sólo he preguntado qué había pasado.

Ford masculló entre dientes. No era solamente Lenard quien se había fijado en Marten, sino también Kovalenko. Y no le dio tiempo a ir más lejos:

– Conozco a la esposa de Halliday. -Se interpuso entre Marten y Lenard-. ¿Quieren que la avise yo?

– Si quiere hacerlo.

Entre tanto, Marten dio un paso atrás y examinó la habitación. La maleta de Halliday estaba abierta sobre un portaequipajes al pie de la cama y llena hasta el borde de ropa. Hasta su neceser de afeitado seguía dentro, embutido a un lado. Parecía como si apenas acabara de abrirla antes de que tuviera lugar el crimen.

– Nick, vámonos. Dejemos a estos chicos hacer su trabajo. -Dan Ford estaba junto a la puerta y Marten notó que lo quería sacar de allí rápidamente.

– ¿Se le ocurre algún motivo por el que alguien quisiera matarle?

– No. Ninguno.

– Quizá pueda venir a verme mañana por la mañana. A lo mejor, juntos podemos desentrañar un poco este misterio.

– Claro -dijo Ford, antes de que él y Marten cruzaran la puerta.

– Señor Ford -dijo Kovalenko, bloqueando la salida-. Usted conocía al detective Halliday cuando trabajaba en Los Ángeles, ¿correcto?

– Sí.

– Creo que era miembro de la legendaria brigada cinco-dos, ¿no?

– Sí, así es. -Dan Ford se mantenía tranquilo y conciso.

– La fama de la cinco-dos es muy conocida por los policías de todo el mundo. Rusia no es una excepción. Su último comandante, Arnold McClatchy, figura en una foto en mi despacho. Era un héroe, ¿eh? Como Gary Cooper en Solo ante el peligro.

– Sabe usted muchas cosas de América -dijo Ford.

– No, sólo un poco -respondió Kovalenko, con una leve sonrisa, antes de mirar a Marten-. ¿Conocía usted también al detective Halliday, señor Marten?

Marten vaciló. Ya sabía que quedarse en París e implicarse en la investigación del asesinato de Neuss, luego querer reunirse con Halliday y, finalmente, acudir a la escena del crimen donde estaba la policía francesa era arriesgarse cada vez más, como Ford no dejaba de repetirle. Y su actitud arriesgada le había llevado a interrogar a Lenard de aquella manera, y por mala suerte, el detective ruso había reaccionado. Barbudo y rechoncho, con sus grandes ojos pardos, Kovalenko parecía tranquilo y profesional, pero era una máscara. En realidad era agudo y extremadamente intuitivo. Además, venía con los deberes hechos. Sabía lo de la 5-2 y conocía a Red. Si era cierto o no que tenía su foto colgada resultaba secundario. Lo que Kovalenko hacía era buscar un factor de reconocimiento, algún indicio de que Marten o Dan Ford sabían más de lo que ocurría o de lo que estaban demostrando.

Marten pensó de pronto que tal vez la cuestión fuera realmente Neuss y lo que Marten y Ford pudieran saber que Kovalenko, la policía francesa y los investigadores rusos que habían ido antes a Los Ángeles no supieran.

Fuera lo que fuese, y sin importar lo que Kovalenko estuviera tratando de descubrir, Marten tenía que ir con cuidado. Si metía la pata o daba alguna pista que indicara su familiaridad con el caso, provocaría que el ruso lo presionara más, y esto era lo último que quería.

– Sí, le conocía, pero muy poco -dijo tranquilamente-. Lo poco que sabía era por las anécdotas que me contaba Dan.

– Entiendo. -Kovalenko sonrió amablemente y se distendió un poco, pero no del todo-. Está usted en París visitando al señor Ford, ¿no es cierto?

– Sí.

– ¿Puedo preguntarle dónde se aloja?

– En mi apartamento -respondió Ford.

– Gracias. -Kovalenko volvió a sonreír.

– En mi despacho mañana a las nueve de la mañana -le dijo Lenard a Ford.

– Vale, a las nueve. Au revoir. -Ford saludó con un gesto de la cabeza y luego se llevó a Marten de allí.

28

– ¿Por qué has tenido que empezar a hacer preguntas? -Ford hablaba como si fuera el padre de Marten, su hermano mayor, su esposa y su jefe, todos en una misma persona, riñéndolo por lo bajini mientras recorrían rápidamente el pasillo hacia los ascensores. Había policías de uniforme por todos lados que mantenían acordonada la zona alrededor de la habitación de Halliday-. Puede que Lenard no haya dicho nada hoy, pero mañana a primera hora me preguntará quién cojones eres y qué coño te propones.

– Está bien, he dicho algo, ¿y qué?

– Nick -le advirtió Ford-, mantén la boca cerrada.

Llegaron al final del pasillo y giraron hacia la hilera de ascensores.

– Pídele a uno de estos polis que te indique cuál de los teléfonos es el que ha usado la camarera -dijo Marten de pronto-. Quiero ver dónde está.

– Por Dios, Nick; mantente al margen de esto.

– Mira, Dan, a Jimmy Halliday acaban de cortarle el cuello.

Ford se detuvo, respiró y se acercó al poli que tenían más cerca. Le dijo en francés que el inspector Lenard les había hablado de un teléfono interno que la camarera había utilizado para llamar al director y le preguntó dónde estaba.

Là-bas.

El uniformado le señaló un sencillo teléfono blanco montado en la pared que tenían enfrente. Marten lo observó y luego miró hacia el fondo del pasillo por donde acababan de venir. El teléfono estaba a unos veinticinco metros, tal vez treinta, de la puerta abierta de la habitación de Halliday. La camarera, horrorizada y corriendo hasta él, habría estado de espaldas a la puerta todo el rato, lo cual le habría dado a cualquier persona en la habitación tiempo de sobra para llegar a la escalera de incendios del otro lado sin ser visto.

Merci -dijo Dan, y llevó a Marten hacia los ascensores.

Al alcanzarlos, la puerta del ascensor más cercano se abrió y dos técnicos de ambulancia salieron empujando una camilla con una bolsa para cadáveres de color gris plateado doblada encima. Pasaron sin mirarlos y se metieron por el pasillo que llevaba a la habitación de Halliday.

– Maldita sea -dijo Marten en voz alta-. ¡Maldito sea el infierno!

29

Los dos hombres se quedaron mirando al suelo mientras las puertas se cerraban y el ascensor iniciaba su descenso.

– No entiendo cómo alguien con la experiencia y la formación de Halliday se dejó atrapar así -dijo Ford a media voz.

Marten trató de reconstruir lo ocurrido:

– Estás en un hotel que parece seguro, deprimido, con jet lag, un poco bebido y, posiblemente, echándote una siesta, cuando alguien llama a la puerta. No tienes motivos para esperar problemas, de modo que abres. O si no, al menos preguntas quién es. La persona de fuera contesta con la suficiente inocencia y en francés, como si fuera algún miembro del personal del hotel. ¿A quién se le ocurre que…? Abres la puerta. Y sea quien sea, ya sabe exactamente qué va a hacer en el instante en que te vea: de inmediato te corta el cuello con una cuchilla o una navaja. -Los ojos de Marten brillaban de rabia mientras expresaba aquella idea. La facilidad, la sencillez de la misma-. Ha sido un asesinato premeditado, Dan. Y la pregunta es ¿por qué? ¿Qué creía el asesino que Halliday sabía, o haría, que tuvo que matarlo por ello? ¿Y Neuss era ruso? Esto nunca lo supimos; ¿tú lo sabías?

– No -dijo Ford, moviendo la cabeza-. Está claro que los detectives rusos que vinieron a Los Ángeles se guardaron la información. Pero te diré otra cosa: Fabien Curtay, el comerciante de diamantes de Mónaco, era también un expatriado ruso.

– ¿Cómo?

– No lo he relacionado hasta que Lenard ha hablado de Neuss. Curtay era uno de los comerciantes de diamantes más conocidos del mundo. Neuss era un joyero rico de Beverly Hills. Ambos de origen ruso. Y también lo eran los hermanos Azov de Chicago a los que supuestamente mató Raymond.

– ¿Estás pensando en tráfico de diamantes? ¿En la mafia rusa? -dijo Marten-. ¿De qué va todo esto? ¿Qué se proponía Raymond? ¿Qué se supone que debía suceder en Londres? ¿Y qué estaba tramando Halliday? ¿Por qué lo han matado?

– Eso explicaría el avión que le mandaron a Raymond, lo que les ha ocurrido a sus expedientes, hasta las circunstancias de la cremación y lo ocurrido a posteriori con la gente implicada. También explicaría la presencia de investigadores rusos en Los Ángeles y lo que Kovalenko está haciendo en París.

Marten asintió:

– Estoy de acuerdo en que está aquí por algo más que para investigar un asesinato, pero todavía tengo que ver a alguien mandando un jet privado para rescatar a un sicario. La idea puede cuadrar con los asesinatos de Chicago y con Neuss y con Fabien Curtay, pero metes a Raymond y algo chirría.

»Le he visto en demasiados escenarios. He observado su cara, le he escuchado hablar, he visto su manera de moverse. Es una persona con buena formación y que habla fluidamente al menos tres idiomas, y tal vez un cuarto, que sería el ruso. Tal vez sea un asesino con mucho entrenamiento, pero tiene más de aristócrata que de matarife.»

Marten se encogió levemente de hombros:

– Tal vez Halliday estuviera suponiendo lo de la mafia rusa, y tal vez Lenard y Kovalenko están en lo mismo. Tal vez descubran algo en este sentido, pero lo dudo. Yo estuve allí con Raymond, Dan. -Marten hizo una pausa-. Y es algo distinto.


Eran pasadas las diez cuando Ford puso en marcha el Citroën aparcado cerca del hotel. El cielo raso de antes se había tapado durante la cena y ahora caía una lluvia fina. A través de la misma, Marten podía ver el magnífico espectáculo de la parte superior de la torre Eiffel ocultándose entre las nubes bajas. Luego siguieron avanzando y cruzaron el Sena por el Pont d'Iéna hacia la Rive Droite, donde se encuentran el Arc de Triomphe, el Pare Monceau y L'Ecluse Madeleine. Al cabo de unos minutos pasaban por la avenue New York y volvían a circular junto al río hacia el Quai des Tulleries y el Louvre. Durante todo este tiempo, ninguno de los dos dijo ni una palabra. Finalmente habló Dan Ford.

– Tú eres el último de ellos, ya lo sabes.

– ¿El último de quién?

– De la brigada. Halliday lo dijo esta tarde. Cien años de historia y él y tú erais los únicos que quedaban. Y ahora sólo continúas tú.

– No soy en absoluto el hombre al que querrían como representante, o que ni siquiera quieran recordar que formó parte de la misma. -Marten desvió la mirada y se quedó un rato en silencio-. Halliday era un buen tipo -dijo, finalmente.

– Por eso su asesinato es mucho peor. Creías que todo esto estaba muerto, pero los dos sabemos que no es así. -Ford redujo la velocidad del Citroën, detrás de un taxi, y se volvió a mirar a Marten. Su ojo de cristal, detrás de la montura de pasta, no revelaba nada; el otro, el ojo bueno, delataba una profunda inquietud y mucha preocupación-. ¿Y si te digo que te alejes ahora mismo y vuelvas a Manchester, como ya te he pedido antes? ¿Que yo me ocuparé del asunto y ya te iré informando? -Ford volvió a mirar el tráfico delante de él-. No lo harías, ¿no?

– No.

– Ni por mí, ni por Rebecca, ni por lady Clem. Ni siquiera por ti mismo como Nick Marten, estudiante de arquitectura del paisaje, un hombre con una vida protegida y equilibrada y que finalmente ha podido hacer lo que siempre había deseado.

– No.

– No, claro que no. En cambio, persigues este asunto con todo tu empeño el tiempo que haga falta, hasta que puedas con él o él pueda contigo. Y si el bueno de Raymond, de alguna manera, sigue vivo, no lo sabrás hasta que sea demasiado tarde. Porque para entonces ya estarás en la cueva y… de pronto, ahí lo tienes.

Marten miró a Ford y luego desvió la mirada bruscamente. Delante de ellos se veían las luces de Notre Dame. A la derecha, la larga serpentina oscura del Sena. Al otro lado, a través de la lluvia, estaban las luces de la Rive Gauche, adonde se dirigían y donde Dan vivía.

– Lo harás de todos modos. Así que tal vez esto te ayude -dijo Ford, mientras sacaba algo de dentro de su chaqueta y se lo ofrecía a Marten.

– ¿Qué es esto? -Marten le dio la vuelta a un cuaderno viejo y repleto de papeles, y una agenda con tapas de piel y su contenido sujeto con goma elástica.

– La agenda de Halliday. La he cogido de la mesilla de noche mientras tú jugabas a detectives con Lenard. Halliday dijo que quería hablar contigo. Tal vez siga queriéndolo.

Un levísimo rastro de sonrisa cruzó el rostro de Marten:

– Eres un ladrón.

– Eso es lo que pasa cuando alguien conoce a otra persona mejor de lo que debería.

30

El sonido de una puerta que se abría y se cerraba despertó a Nicholas Marten de un sueño profundo. Estaba oscuro y, por un momento, no tenía ni idea de dónde se encontraba. ¿Había entrado o salido alguien? ¿O lo había soñado? Tocó el botón de su despertador digital y por una décima de segundo se iluminó.


2:12 h


Se incorporó y escuchó.

Nada.

La suave luz de una farola de la calle proporcionaba la iluminación justa para permitirle recordar dónde estaba: en el sofá del salón de Dan Ford. Volvió a escuchar, pero no oyó nada. Luego percibió el ruido distante de una puerta de coche que se cerraba y, unos segundos más tarde, oyó arrancar un motor. Rápidamente saltó de la cama y se acercó a la ventana. Diez metros más abajo vio el Citroën de Dan Ford que salía del pequeño aparcamiento en el que se habían metido al volver del hotel Eiffel Cambronne.

Volvió a mirar su reloj.


2:16 h


No, no eran las 2:16; eran las 3:16. Su reloj seguía a la hora de Manchester; en París era una hora más tarde.

Al cabo de unos segundos se puso el albornoz que Ford le había prestado y se dirigió al dormitorio de Dan y Nadine.

– ¿Nadine?

Hubo un largo silencio y luego la puerta se abrió y vio aparecer a una dormida Nadine Ford. Llevaba un camisón blanco largo y su mano derecha descansaba sobre su muy preñada barriga.

– ¿Ha salido Dan?

– No hay ningún problema, Nicholas -dijo a media voz y con un inglés torpe-. Lo han llamado por teléfono y luego se ha vestido y se ha marchado.

– ¿Era la policía?

– No, la policía no. Era una llamada que ha estado esperando, algo en lo que estaba trabajando, no me ha dicho qué era.

– Así que no sabes adonde ha ido.

– No. -Nadine sonrió-. Está bien, no te preocupes.

– Estoy seguro -dijo Marten. En Los Ángeles o en París, casado o no, nada había cambiado. Era la manera de trabajar de Dan Ford y siempre lo había sido. Una pista, un informador, el rastro de una noticia y salía disparado. Solía trabajar en una docena de artículos al mismo tiempo, y la hora del día o el lugar adonde tuviera que ir para obtener información no tenía importancia. Por eso era Dan Ford y era tan bueno.

– Vuelve a la cama -dijo Nadine-. Ya hablaremos por la mañana.

Le sonrió y cerró la puerta, y Marten volvió a recorrer el pasillo de vuelta al sofá. La idea de Ford saliendo solo no le gustaba. Todavía había demasiadas cosas y demasiadas preguntas sin aclarar. Supuso que llamaría a Ford al móvil y que le pediría que volviera a recogerlo. Por otro lado, si Ford hubiera pensado que corría peligro se hubiera llevado a Marten con él. Además, Nadine no parecía preocupada, no de la manera que lo estaba antes, cuando cenaban, y cuando hablaban de Halliday. Al fin y al cabo, Ford era el corresponsal de un importante periódico y éste era su trabajo. Cocina francesa, una cena o fuera lo que fuese, los informadores tenían la información que podía llevar hasta una noticia importante o hasta un cotilleo jugoso, y todo era noticia y ésta era la profesión de Dan Ford. De modo que, si Nadine había considerado que aquella salida era algo rutinario y no estaba preocupada ¿por qué debía preocuparse él?

Marten volvió a echar un vistazo por la ventana, luego volvió a tumbarse en el sofá y se tapó con las mantas. La calle, fuera, estaba tranquila; Nadine se había dormido y no sufría por su marido. Sin embargo, a él lo inquietaba algo. Era más que nada una sensación… la de que Ford había acudido a un lugar al que no debía, y que no era consciente de la situación.

Marten se dio la vuelta y aplastó bien la almohada, tratando de ponerse cómodo y desprenderse de la desagradable inquietud que sentía por todo el cuerpo. Se puso a pensar en la agenda hecha polvo y repleta de papeles sueltos de Halliday, que contenía anotaciones del año anterior y del presente (era sólo mediados de enero, el año apenas empezado). Sus páginas estaban llenas de la letra pequeña y echada hacia atrás tan difícil de descifrar que Marten recordaba de Los Ángeles. Era una agenda que parecía más un diario personal, con citas y notas sobre su vida privada y la de sus hijos, que algo que pudiera hacerle revelaciones sobre la brigada o sobre Raymond. Y a primera vista, parecía que no contuviera ninguna información relevante.

Poco a poco, los pensamientos de Halliday dieron paso a visiones de lady Clem, al recuerdo de su olor, del la sensual sensación de su cuerpo contra el de él, su sonrisa y su sentido del humor chisposo, a veces picante. Sonrió con el recuerdo de su conversación terrorífica con lord Prestbury en la taberna oculta en las entrañas de Whitworth Hall momentos antes de que ella lo rescatara haciendo saltar la alarma de incendios.

Clem.

De pronto, su sonrisa se desvaneció, apartada por el eco de lo que Dan Ford había dicho: «Y si el bueno de Raymond, de alguna manera, sigue vivo, no lo sabrás hasta que sea demasiado tarde. Porque para entonces ya estarás en la cueva y… de pronto, ahí estará».

Raymond.

Su inquietud se hizo más viva.

Como una voz susurrada le decía que Neuss estaba muerto por culpa de Raymond. Y también Fabien Curtay. Y Jimmy Halliday. Y ahora Dan Ford estaba ahí fuera, a solas en medio de la lluvia y la oscuridad.

De pronto se oyó a sí mismo decir:

– Las piezas -dijo-. Las piezas.

Rápidamente se levantó. Hurgó hasta encontrar el móvil a oscuras y entonces marcó el número de Ford. El teléfono sonó pero no hubo respuesta. Finalmente se oyó una voz grabada que hablaba en francés. No entendía el idioma, pero ya sabía lo que decía: que el teléfono al que estaba llamando estaba apagado o fuera de cobertura y que lo intentara de nuevo más tarde. Marten colgó y volvió a llamar. De nuevo, el teléfono volvió a sonar, pero otra vez escuchó el mismo mensaje.

Con la cabeza acelerada, lo primero que se le ocurrió fue llamar a Lenard, pero luego pensó que no tenía ni idea de adonde había ido Ford; aunque lograra ponerse en contacto con el policía francés, ¿qué le diría? Entonces dejó el teléfono y permaneció un rato a oscuras. Dan Ford estaba solo y él no podía hacer nada para ayudarle.

31

3:40 h


Yuri Kovalenko puso en marcha el control de velocidad de su Opel alquilado. Se mantenía conscientemente medio kilómetro por detrás del Citroën blanco de Ford mientras el periodista conducía en dirección sureste paralelo al Sena, pasando por delante de la Gare d'Austerlitz hasta Ivry-sur-Seine, siguiendo el curso del río.

Kovalenko no tenía ni idea de adonde se dirigía Ford, pero estaba sorprendido de que su amigo no lo acompañara. Se había quedado igual de sorprendido cuando vio a Marten entrando en la habitación del hotel, en medio de todo el revuelo policial.

Por su primer encuentro en la escena del crimen le resultaba todavía difícil deducir quién era Marten o por qué estaba allí. O qué relación tenía con Ford, o había tenido en el pasado con Halliday. Lo que sí sabía ahora era que, por la manera directa en que Marten había interrogado a Lenard, no era del inspector francés de quien se había escondido en el parque, sino de Halliday. De modo que, al menos, una pregunta ya tenía respuesta.

Por la mañana, cuando Ford fuera a ver a Lenard a su despacho, Kovalenko se enteraría de más cosas, y cuando lo hiciera -cuando tuviera el nombre completo de Marten, su profesión y su lugar de residencia- pondría en marcha una indagación exhaustiva de su historial. Así encontraría respuestas, o al menos el principio de ellas, a algunas de sus dudas. Para Kovalenko, Nicholas Marten era más que un simple ami américain de Dan Ford.

Más adelante, los faros traseros del Citroën se iluminaron cuando Ford pisó el freno; entonces Kovalenko lo vio cambiar de carril y volver a acelerar, cruzar el Sena en Alfortville y meterse en la autopista A6 sur en dirección a Montgeron.

Kovalenko cambió la postura de sus manos sobre el volante del Opel. No era un hombre que durmiera bien cuando se encontraba en medio de una investigación de asesinato, y el hecho de que ahora hubiera un segundo crimen sólo hacía aumentar sus sospechas de que probablemente Ford contaba menos de lo que sabía. Que Marten estuviera alojado en su casa estimulaba todavía más su curiosidad y fue lo que hizo que Kovalenko se decidiera a seguir vigilando hasta mucho después que todo el mundo se hubiera ido a su casa y a la cama. No tenía idea de qué esperaba descubrir, ni tampoco se lo había comentado a Lenard, porque no había motivo para tratar de hacerlo oficial. Era, sencillamente, algo que creía prudente hacer.

Había encontrado un lugar para aparcar justo enfrente, un poco más abajo del domicilio de Ford, a las doce y diez de la noche, y metió el coche dentro. Luego, por si a pesar de la hora tardía surgiera algún intercambio de información, sacó un pequeño aparato Kalinin-7 de su maletín, se puso los auriculares y fijó su diminuta antena parabólica en la ventana delantera de Ford. Una llamada al teléfono fijo de Ford resultaría imposible de detectar sin una escucha telefónica. Pero Kovalenko había visto a Ford con un móvil un par de veces, cuando se lo dejó a Halliday en L'Ecluse y luego más tarde, por la calle, cuando Ford se marchó, de modo que había muchas posibilidades de que éste fuera el teléfono que usara normalmente. Si recibía una llamada por él, el Kalinin-7 la captaría con casi tanta claridad como si el mismo Kovalenko la estuviera atendiendo.

A las doce y cuarto Kovalenko ya se había instalado a esperar, escuchar y vigilar. Una vez, hacia las dos y media, pensó en llamar a su esposa, Tatiana, a Moscú, pero se dio cuenta de que todavía estaría durmiendo. En aquel momento debió de quedarse dormido porque a las tres y cinco un pitido regular en su auricular lo despertó, alertándolo de una llamada entrante. El teléfono sonó tres veces antes de que alguien respondiera.

– Dan Ford -oyó decir al periodista, medio dormido.

Entonces se oyó una voz masculina que hablaba en francés:

– Soy Jean-Luc -dijo la voz-. Tengo el mapa. ¿Puedes venir a las cuatro y media?

– Sí-dijo Dan Ford, en francés, antes de colgar y de que la Kalinin-7 se quedara en silencio.

Al cabo de siete minutos vio cómo se abría la puerta principal del edificio de Ford y el periodista salía en medio de la lluvia y se metía en su coche. Kovalenko se preguntó quién debía de ser ese Jean-Luc y de qué mapa hablarían. Fuera quien fuese y fuera cual fuese el mapa, estaba claro que era lo bastante importante como para que Ford saliera de la cama a esa hora, se vistiera y decidiera conducir solo bajo la lluvia.


Autopista N6


Los limpiaparabrisas del Opel danzaban en un suave vaivén; la carretera mojada estaba totalmente a oscuras, excepto por la estela de los faros traseros del lejano Citroën. Kovalenko miró el reloj.


4:16 h


Eran las 6:16 de la mañana en Moscú. Tatiana ya se habría levantado y estaría iniciando el lento proceso de preparar a sus tres hijos para el colegio. Tenían once, nueve y siete años, y todos querían ser más independientes que los demás. A menudo se preguntaba cómo era posible que fueran los hijos de dos empleados del Ministerio de Justicia y de la RTR, la cadena estatal de televisión, donde su esposa trabajaba como ayudante de producción. Yuri y Tatiana Kovalenko vivían obedeciendo órdenes. Pero no era así para sus hijos, en especial cuando las órdenes procedían de sus padres.


4:27 h


Volvió a ver cómo las luces de freno del Citroën se iluminaban. Acababan de pasar a través de una zona boscosa a unos quince minutos al sur de Montgeron y Ford estaba reduciendo la velocidad.

Ahora giró por una rampa de salía de la N6.

Kovalenko redujo también la marcha y luego apagó las luces y tomó la misma salida. Con la lluvia y la oscuridad resultaba difícil ver nada, y tenía miedo de salirse de la calzada y caer en una cuneta, pero su coche y el de Ford habían sido los únicos dos de la autopista y no quería que Ford sospechara que lo estaban siguiendo.

Forzando la vista, llegó al pie de la rampa y se detuvo. Entonces vio el Citroën alejarse mientras Ford aceleraba en dirección oeste. Kovalenko volvió a encender rápidamente los faros del Opel y se apresuró a seguirlo. Al cabo de un kilómetro y medio aminoró, aguantando la velocidad.

Pasó un minuto, luego dos. De pronto Ford giró hacia una carretera secundaria, en dirección norte, siguiendo la orilla arbolada del Sena rural.

Kovalenko lo seguía, observando con la ayuda de los faros del Opel el denso boscaje, interrumpido de vez en cuando a la izquierda por lo que parecían accesos al río. De pronto, los árboles de la derecha dieron paso a un campo de golf y a un desvío hacia el pueblo de Soisy-sur-Seine.


4:37 h


Las luces de freno del Citroën brillaban a lo lejos y Kovalenko volvió a reducir la velocidad. Ford aminoró todavía más y luego, de repente, giró a la izquierda, en dirección contraria a la autopista y hacia el río.

Kovalenko seguía a velocidad lenta. Al cabo de veinte minutos había alcanzado el desvío de Ford y avanzó un poco más allá. A través de la oscuridad y de la lluvia pudo ver a Ford detener el Citroën junto a otro coche y, de pronto, apagar las luces.

Kovalenko siguió avanzando. A unos trescientos metros la carretera viraba bruscamente a la derecha a través de una densa pared de coníferas. Volvió a apagar los faros, dio media vuelta y volvió hacia atrás.

Lentamente, avanzó hasta quedarse a cincuenta metros de donde Ford había girado y miró a través de la oscuridad, tratando de distinguir los dos vehículos aparcados. Le resultaba imposible. A tientas, abrió la guantera del Opel, sacó unos prismáticos y miró la zona en la que se había detenido el Citroën. No vio más que la misma oscuridad insistente que había a simple vista.

32

Kovalenko bajó los prismáticos y tocó con la mano la Makarov automática que llevaba enfundada en la cintura, maldiciéndose por no haberse llevado un dispositivo de visión nocturna.

De nuevo, trató de ver con los prismáticos. Si había algún movimiento cerca de los coches aparcados, no alcanzaba a verlo. Esperó. Sesenta segundos, noventa, hasta tres minutos enteros. Finalmente dejó los prismáticos en el asiento, se subió el cuello de la cazadora y salió del coche, bajo la lluvia.

Por un momento se limitó a escuchar, pero lo único que oía era el sonido de la lluvia y del caudal del río que corría a lo lejos. Lentamente, levantó la Makarov y avanzó.

Cuarenta pasos y el suelo debajo sus pies pasó del barro de arcén a la gravilla molida del desvío. Se detuvo y miró a través de la oscuridad, aguzando el oído. Lo mismo que antes, el repicar de la lluvia sobre el sordo rugido del río al fondo. Avanzó veinte pasos más y se detuvo. No lo entendía; estaba casi a la orilla del río y todavía no había visto nada.

Nervioso, se cambió el arma de mano y avanzó hasta el borde del río. El agua oscura bajaba con fuerza quince metros más abajo. Se volvió. ¿Dónde estaban los coches? ¿Lo había entendido mal; habían aparcado más abajo de lo que pensaba? En aquel momento vio la luz de unos faros de un camión grande que trazaba la curva de la autopista. Por un instante, sus luces iluminaron la zona y luego pasó hasta desaparecer a lo lejos.

– ¿Shto? -¿Cómo?, exclamó Kovalenko en ruso, y en voz alta. Por un instante fugaz aquellos faros habían iluminado toda la zona y allí no había nada. El Citroën blanco de Ford y el otro coche habían desaparecido. Pero ¿cómo? Había tardado menos de treinta segundos en pasar de largo del desvío, dar media vuelta y volver atrás. Aun a oscuras y bajo la lluvia, desde el lugar en el que se detuvo había una buena vista de la zona en la que ahora se encontraba. Si los dos coches se habían marchado, o bien habrían pasado por delante de él, o bien habrían ido por el otro lado. En la dirección opuesta la carretera era recta durante, al menos, tres kilómetros más, y no habrían ido tan lejos, de noche y con aquel tiempo, con los faros apagados. ¿Dónde estaban? Los coches no desaparecían por arte de magia. No encontraba ninguna explicación. Ninguna.

A menos que…

Kovalenko se volvió y miró hacia el río.

33

Viry-Ch â tillon, Francia. Miércoles, 15 de enero.

Sol fuerte y frío después de la lluvia. 11:30 h


La gente se agolpaba a lo largo de las dos orillas del río, contemplando en silencio cómo el cable metálico de la grúa se tensaba y un Citroën blanco de dos puertas, con las ventanillas abiertas, era arrastrado fuera del agua hasta el terraplén. No hacía falta preguntarse si había alguien dentro. Los submarinistas de la policía ya lo habían confirmado.

Nicholas Marten se acercó un poco más hasta quedarse justo detrás de Lenard y Kovalenko mientras los submarinistas tiraban de la puerta del conductor. Al abrirla, el agua pantanosa salió a presión y luego un grito ahogado surgió cuando la gente que estaba más cerca pudo ver lo que había dentro.

– Oh, Dios mío -susurró Marten.

Lenard bajó solo hasta el terraplén y estudió la situación; luego retrocedió e hizo un gesto hacia el equipo técnico, y ellos y el jefe de la policía de Viry-Châtillon, cuya patrulla de agentes habían encontrado el coche colgado de una roca que sobresalía del río más abajo, bajaron hasta el Citroën. Lenard miró todavía un momento y luego volvió a subir, mirando a Marten:

– Lamento que haya tenido que verlo. Debía haberlo mantenido más atrás.

Marten asintió a medias. Abajo podía ver a Kovalenko agachado, estudiando el cadáver. Unos segundos más tarde se levantó y se les acercó, con la fría brisa del río azotándole el pelo. Marten podía leer en su expresión y en la de Lenard que, igual que él mismo, no habían visto nunca algo parecido a lo que había dentro del coche.

– Si le sirve de algún consuelo -dijo Kovalenko a media voz y con su fuerte acento ruso-, con todo lo brutal que ha sido, parece que se lo han hecho con mucha rapidez. Como en el caso del detective Halliday, el corte en la garganta es recto y profundo hasta la columna. Diría que las otras heridas son posteriores. Si ha habido lucha, habrá sido breve y previa, de modo que tal vez no haya sufrido.

Kovalenko miró a Lenard mientras los submarinistas se apartaban y el equipo científico se disponía a trabajar.

– Parece como si se lo hubieran hecho dentro del vehículo y luego el criminal hubiera bajado las ventanas y hubiera hecho caer el coche al río con la esperanza de que se hundiera -explicó Kovalenko-. La corriente lo ha arrastrado y lo ha llevado río abajo hasta que se ha quedado atascado en las rocas.

De pronto, la radio de Lenard empezó a crujir y el detective se volvió para contestar.

– ¿Lo ha arrastrado desde dónde? -dijo Marten, mirando a Kovalenko.

– El Citroën ha caído al río unos cuantos kilómetros más arriba, cerca de Soisy-sur-Seine. Lo sé porque he seguido al señor Ford hasta allí desde su casa.

– ¿Le ha seguido?

– Sí.

– ¿Por qué? Si era periodista.

– Me temo que eso es asunto mío, señor Marten.

– ¿Y era también asunto suyo dejar que esto ocurriera? -Los ojos de Marten se dirigieron furiosos hasta el Citroën, y luego otra vez a Kovalenko-. Si estaba usted allí, ¿por qué no hizo nada para impedirlo?

– La circunstancia escapaba a mi control.

– ¿Ah sí?

– Sí.

Lenard apagó su radio y miró a Kovalenko:

– Han encontrado el otro vehículo en la bajada en la que usted se encontraba. La corriente lo ha arrastrado muy poca distancia antes de quedar frenado entre las rocas del fondo.

34

Lenard condujo su Peugeot marrón en dirección sur bajo unas nubes blancas y gruesas y a través del bucólico paisaje que bordeaba el Sena rural. Kovalenko iba a su lado; Marten iba detrás. Los tres estaban en silencio, como lo hicieron a la ida desde París, acompañados tan sólo del rugido del motor y de la fricción de las ruedas sobre el asfalto.

Antes, en París, le habían pedido a Marten si deseaba acompañarlos a presenciar la recuperación del coche, pero su auténtico motivo era hacerle identificar el cadáver de Ford y evitarle a Nadine ese horrible trámite. No estaba seguro de por qué lo llevaban con ellos ahora, cuando podrían haberlo dejado fácilmente para que regresara a París con un coche patrulla.

Marten contempló por la ventanilla el paisaje rural, mareado y entumecido, tratando de comprender lo que había ocurrido. A las ocho de la mañana, cuando Ford todavía no había regresado a casa, Marten lo llamó al móvil sin obtener respuesta. A las nueve llamó al despacho de Lenard para saber si tal vez Ford había acudido a la cita con Lenard y Kovalenko directamente. Fue entonces cuando le comunicaron que ambos detectives estaban de camino al apartamento de Ford de la calle Dauphine. Marten supo al instante lo que significaba e intentó preparar a Nadine. La reacción de la mujer fue llamar tranquilamente a su hermano y a su hermana, ambos afincados a pocas manzanas el uno del otro, para pedirles que fueran. En el breve y tenso momento antes de que llegara la policía, Marten tuvo la entereza de coger la agenda de Halliday y entregársela a Nadine para que la escondiera. Y ella lo hizo justo cuando sonaba el timbre de la puerta.

Varios coches de policía, un furgón de submarinistas y una grúa grande estaban en la escena cuando Lenard aparcó su coche. Los tres salieron y cruzaron la gravilla hasta arriba de un saliente rocoso que se levantaba unas dos o tres veces la altura de un hombre por encima del caudal del río.

La grúa había hecho marcha atrás hasta el borde de la orilla y tenía el brazo extendido por encima del agua, con el fuerte cable de acero atado a algo encima de la superficie fluvial. Lenard miró a dos submarinistas debajo de él, en el agua. Uno de ellos le hizo una señal de aprobación con el pulgar y él asintió con la cabeza. El submarinista le hizo señales a la grúa. Empezó a oírse un motor al ralentí; el torno empezó a girar y el cable se tensó.

– Monsieur Marten -Lenard contemplaba la carrocería de un automóvil que empezaba a asomar por el agua-, ¿le dice algo el nombre de Jean-Luc?

– No. ¿Debería conocerlo?

Lenard apartó los ojos del coche para mirar a Marten.

– Dan Ford vino hasta aquí para encontrarse con alguien llamado Jean-Luc. ¿Sabe usted quién es?

– No.

– ¿Le ha hablado alguna vez de un mapa?

– No, a mí no.

Lenard sostuvo la mirada de Marten todavía un momento y luego se volvió justo cuando el capó del Toyota sedán gris asomaba por la superficie. El motor de la grúa sonaba más acelerado y el coche fue levantado al aire. Cuando estuvo lo bastante arriba para despejar la orilla, el brazo de la grúa viró hacia la tierra para bajar el Toyota empapado hasta el suelo de gravilla. Lenard hizo un gesto de aprobación e inmediatamente el coche fue depositado en el suelo. Como en el Citroën de Ford, las ventanillas del Toyota estaban abiertas, lo cual permitió que se llenara de agua y que se hundiera por debajo de la superficie.

Lenard se apartó de Marten y él y Kovalenko se acercaron juntos al coche. Kovalenko lo alcanzó primero y Marten vio cómo se le retorcía el rostro al mirarlo. Su expresión lo decía todo. Quien fuera que estuviera dentro del coche había sufrido la misma suerte que Dan Ford.

35

– ¿Cuál es su nombre completo, señor Marten? -Kovalenko tenía abierta una pequeña libreta en espiral y estaba girado en el asiento delantero, mirando a Marten mientras Lenard conducía de regreso a París.

– Nicholas Marten. Marten, con e.

– ¿Inicial o nombre intermedio?

– No tengo.

– ¿Dónde vive?

– En Manchester, Inglaterra. Soy estudiante de posgrado en la universidad.

– ¿Lugar de nacimiento? -Kovalenko hablaba en tono distendido, en sus ojos de perro pachón había una mirada ligeramente inquisitiva.

– Estados Unidos.

De pronto, la visión del cuerpo de Dan Ford en el interior del Citroën empapado le bloqueó cualquier otro pensamiento. Lo embargó una sensación de culpabilidad casi insoportable y recordó la horrible explosión del cohete casero que, a la edad de diez años, le provocó a Dan la pérdida del ojo derecho, y se preguntó si en caso de que hubiera tenido la vista intacta, habría visto antes aparecer a su asaltante y eso le habría dado la oportunidad de salvar la vida.

– ¿En qué ciudad? -oyó que Kovalenko le preguntaba.

De pronto, la mente de Marten saltó al presente.

– Montpelier, Vermont -dijo, sin énfasis, con la historia de Nicholas Marten ya programada en él.

– El señor Ford era de Los Ángeles, ¿de qué se conocían?

– Un verano fui a California, cuando era adolescente. Nos conocimos y nos hicimos amigos. -Tampoco ahora vaciló para nada. Marten lo tenía todo previsto. No había necesidad de mencionar a Rebecca ni ninguna otra parte de su vida en Los Ángeles. Sencillamente, hacerlo fácil. Él era Nicholas Marten de Vermont, nada más.

– ¿Y fue entonces cuando conoció al detective Halliday?

– No, fue más tarde. Volví a visitarle cuando Dan ya se había convertido en un famoso periodista de sucesos. -Marten miraba directamente a Kovalenko al decirlo para no dar al ruso ningún indicio que pudiera despertarle dudas. Al mismo tiempo, tres nombres retumbaban en su cabeza como si se los hubieran estampado con una máquina: Neuss. Halliday. Ford. Y luego un último nombre, el nombre que los conectaba a todos.

Raymond.

Tenía que ser Raymond. Pero era una locura, Raymond estaba muerto. ¿O no lo estaba? Y si no lo estaba, ¿quién era el siguiente en su lista? ¿Él? ¿Rebecca, tal vez? Aunque el jefe Harwood había eliminado cualquier rastro de su presencia en el tiroteo, el hecho es que estuvo allí y, lo recordara o no, le había visto, y Raymond lo sabía.

De pronto pensó que tal vez fuera mejor contarles a Lenard y Kovalenko quién era y lo que sabía. Pero en el momento en que lo hiciera se pondrían en contacto con el LAPD y les contarían que John Barron estaba en París y les pedirían que reexaminaran las circunstancias que envolvieron la supuesta muerte y cremación de Raymond Thorne. Si eso ocurría, el desembarco en París de Gene VerMeer y los otros que todavía lo buscaban como buitres sólo sería cuestión de tiempo. El fallecido Raymond Thorne perdería mucho interés. Sería en John Barron en quien estarían interesados.

De modo que no, Marten no podía decir nada. Si Raymond estaba vivo, Marten, como «Marten», sería quien debería descubrirlo y luego hacer algo al respecto.

Dan Ford había sido tristemente profético cuando le dijo que aquella era «su guerra»: «tú lo persigues hasta que lo atrapas, o te atrapa y todo lo demás se va a la mierda».

Nunca le había parecido tan cierto.


– ¿Qué edad tiene? -Kovalenko le hablaba de nuevo y al mismo tiempo iba anotando cosas en su libreta.

– Veintisiete años.

Kovalenko levantó la vista:

– ¿Veintisiete?

– Sí.

– ¿A qué se dedicaba antes de venir a Manchester?

La rabia embargó de pronto a Marten. No estaba en un juicio y ya estaba harto de aquello.

– No estoy seguro de entender por qué me hace estas preguntas.

– El señor Ford ha sido asesinado, señor Marten. -Lenard lo miraba por el retrovisor-. Usted era su amigo y una de las últimas personas que lo ha visto con vida. A veces, la información más banal resulta útil.

Era una respuesta sólida y estándar y no había manera de torearla. Marten no tenía más remedio que seguir respondiendo de la manera más vaga y simple que se le ocurriera.

– Viajé mucho, probé distintos oficios, Hice de carpintero, de camarero, intenté escribir. No estaba seguro de lo que quería hacer.

– Y luego, de pronto, decide elegir una universidad en Inglaterra. ¿Había estado ya allí antes?

– No.

Kovalenko estaba en lo cierto al seguir que marcharse de América de repente para ir a una universidad del norte de Inglaterra era algo poco habitual. Su pregunta requería una respuesta que ambos detectives pudieran creerse y sin ninguna sospecha. De modo que dijo la verdad.

– Conocí a una chica. Resulta que es profesora en Manchester. Y decidí seguirla.

– Ah. -Kovalenko sonrió a medias y, de nuevo, lo apuntó en su libreta.

Ahora estaba claro por qué lo habían querido tener allí desde el principio, en especial cuando fueron a sacar el segundo coche. Identificar el cuerpo había sido una cosa, pero ver el cuerpo mutilado de Ford había sido para ellos un buen golpe y sabían que Marten, como amigo íntimo de Ford, estaría mucho más afectado que ellos, y contaron con esto. Por eso Lenard le preguntó por Jean-Luc, y por eso Kovalenko le estaba ahora presionando, tratando de que revelara algo bajo el estrés emocional que no revelaría en otro estado. Era una manera de proceder para la cual Marten debía haberse preparado, porque, como detective de homicidios, había actuado de la misma forma unas cuantas veces. Pero no lo había hecho. Estaba desentrenado y sólo había vuelto a investigar activamente desde su llegada a París el día antes. Había dispuesto de poco tiempo para aclimatarse. No estar preparado para un interrogatorio policial en una investigación de homicidio, a pesar de que la necesidad no había resultado nunca aparente, era un fallo que sabía que lo podía hacer resbalar. Las preguntas de Kovalenko también le hacían preguntarse qué era lo que buscaban. Sí, había cometido el error de preguntar a Lenard demasiado directamente en la habitación de hotel de Halliday, pero eso no justificaba este tipo de interrogatorio, y sabía que tenía que haber algún otro motivo. Al instante siguiente descubrió cuál era, y le pilló totalmente desprevenido.

– ¿Por qué dio usted media vuelta en el Pare Monceau al ver al detective Halliday? -Las maneras amables y cálidas y la mirada de perro pachón de Kovalenko se habían desvanecido-. Ayer fue usted al Pare Monceau con el señor Ford. Cuando vio al detective Halliday con el inspector Lenard, usted se giró de inmediato y se marchó.

No era sólo el ruso quien lo escrutaba; Lenard lo miraba por el retrovisor, observándolo, también, como si fuera algo tramado entre los dos: que el ruso preguntara mientras Lenard observaba la reacción.

– Le debía dinero desde hace mucho tiempo. -Marten les dio algo creíble, como había hecho antes-. No era mucho, pero estaba avergonzado. Y no esperaba encontrármelo allí.

– ¿Y cómo acabó usted debiéndole dinero? -contraatacó Kovalenko-. ¿Si, como usted dijo, apenas lo conocía?

– Béisbol.

– ¿Cómo?

– Béisbol americano. Halliday, Dan y yo comimos juntos un día en Los Ángeles y nos pusimos a hablar de béisbol. Apostamos sobre un partido de los Dodgers y yo perdí. Nunca le llegué a pagar y no lo había vuelto a ver nunca más hasta ayer en el parque, pero siempre me ha hecho sentir incómodo. Y me marché esperando que no me viera.

– ¿Cuánto le debía?

– Doscientos dólares.

Lenard volvió a mirar la carretera y la severidad de Kovalenko se desvaneció.

– Gracias, señor Marten -dijo, y luego apuntó algo en una página de la libreta, la arrancó y se la dio a Marten.

– Es mi número de móvil. Si se le ocurre algo más que cree que puede ayudarnos, llámeme, por favor. -Kovalenko se volvió de espaldas, hizo algunas anotaciones más en su libreta y luego la cerró y se quedó callado durante el resto del trayecto.

36

Lenard los llevó de vuelta a París a través de la Porte d'Orleans; luego cogió el Boulevard Raspail y pasó frente al cementerio de Montparnasse, en el corazón de la Rive Gauche, en dirección al apartamento de Ford en la rue Dauphine. De pronto se metió por la rue Huysmans, recorrió media manzana y aparcó.

– Número veintisiete, apartamento B. -Lenard se volvió a mirar a Marten por encima del hombro-. Es el apartamento de Armand Drouin, el hermano de la esposa de Dan Ford. Es donde está ella y adonde han sido trasladados sus efectos personales.

– No lo entiendo.

– La ley nos permite ocupar la escena de un crimen para investigarla, y estamos tratando el apartamento de Dan Ford como si fuera la escena del crimen.

– Entiendo. -De inmediato, Marten pensó en la agenda de Halliday Incluso escondida, la encontrarían. Ya empezaban a desconfiar de él. Aunque pensaran que se la había llevado Dan, tratarían de culparle a él. Y si buscaban las huellas digitales y luego le tomaban las suyas, lo descubrirían de inmediato. ¿Qué diría entonces?

– ¿Cuándo tiene previsto regresar a Inglaterra?

– No estoy seguro. Quiero estar aquí para el funeral de Dan.

– Si no le importa, me gustaría tener un teléfono de Manchester en el que pueda localizarlo en caso de que surjan nuevas preguntas.

Marten vaciló y luego le dio su número a Lenard. Hubiera sido absurdo no hacerlo. El detective podía obtenerlo en cualquier momento, si quería. Además, necesitaba toda su buena voluntad si llegaban a encontrar la agenda de Halliday y venían a interrogarlo.

Cuando ya estaba empujando la puerta, con la mente saltando ya hacia Nadine y al apartamento de su hermano y la montaña de emoción que sabía que encontraría dentro, Lenard volvió a llamarlo.

– Una última cosa, monsieur Marten. Dos americanos a los que conocía personalmente han sido salvajemente asesinados en un período muy breve de tiempo. No sabemos quién lo hizo, ni por qué, ni qué está ocurriendo, pero quisiera advertirle que tome muchas precauciones en todo lo que haga. No quisiera que fuera usted el próximo en tener que salir en grúa del Sena.

– Ni yo tampoco.

Marten salió y cerró la puerta, quedándose un momento para ver como Lenard se alejaba en el coche. Luego se volvió hacia el apartamento, pero al hacerlo, se cruzó con un hombre que paseaba un doberman enorme. Soltó un grito asustado y dio un torpe paso hacia atrás. En el mismo instante, el perro puso las orejas planas y con un rugido horrible quiso saltar a la garganta de Marten. Ésta volvió a gritar y levantó un brazo para protegerse. Rápidamente, el hombre tiró con fuerza de la correa del perro y lo atrajo hacia él.

– Disculpe -dijo, rápidamente, y llevó el perro calle abajo.

Con el corazón acelerado, Marten se quedó petrificado donde estaba, mirándolos. Se dio cuenta de que era la primera vez desde que se había marchado de Los Ángeles que se sentía genuinamente asustado. El doberman no había hecho más que empeorar las cosas, pero no había sido culpa del perro. El animal, sencillamente, intuyó el miedo y su ataque fue instintivo.

El sentimiento en sí había empezado cuando, todavía en Manchester, vio el artículo sobre el cadáver hallado en el parque. Su primera reacción entonces fue «¡Raymond!». Pero sabía que Raymond estaba muerto y trató de alejar la idea de su cabeza, decirse que no era posible, que era otra persona quien había cometido el crimen. Entonces Dan Ford lo llamó para decirle que la víctima era Alfred Neuss, y de nuevo volvió a tener el horrible presentimiento de que Raymond estaba vivo. Era una sensación agravada por la revelación de Ford de que todos los expedientes médicos y policiales de Raymond habían sido suprimidos. Y ahora Ford, Jimmy Halliday y el hombre del Toyota habían sido, como Neuss, brutalmente asesinados. Y Lenard acababa de advertirle que él podía ser el siguiente.

Raymond.

La simple idea le helaba hasta los huesos. No tenía ninguna prueba, pero por dentro sabía que tampoco había ninguna duda. Ya no eran solamente «las piezas», o intentar comprender lo que Raymond se proponía, o lo que había puesto en marcha. Ahora eran todas esas cosas, más el propio Raymond. No estaba muerto en absoluto, sino vivo y en algún lugar de París.

37

18:50 h


Kovalenko llevaba dos jerséis y se sentaba acurrucado sobre su ordenador portátil en su fría y pequeña habitación de la quinta planta del hotel Saint Orange, en la rue de Normandie, en el barrio del Marais. Era miércoles y había llegado el lunes a París. Apenas tres días y ya estaba convencido de que moriría de frío, en aquel hotelucho cutre y arcaico. La mínima brisa hacía vibrar las ventanas. Los suelos estaban combados y las tablas del parquet crujían por cualquier lado por donde pisabas. Los cajones de la única cómoda jugaban a quedar abiertos o cerrados, puesto que, hicieras lo que hicieses quedaban trabados y convertían el simple acto de abrir o cerrar en una prueba de fuerza. El baño, la salle de bains al fondo del pasillo, daba agua tibia durante quince minutos como mucho antes de convertirse en un chorro de agua helada. Y luego estaba lo de la calefacción. La poca que había se encendía durante una media hora antes de apagarse durante dos o tres horas antes de volverse a encender. Y, finalmente, había chinches.

Las protestas a la dirección del hotel habían resultado estériles, y con su superior en el Ministerio de Justicia no había tenido mejor suerte cuando lo llamó a Moscú para pedirle permiso para cambiar de hotel: le dijo que aquél era el hotel seleccionado y que no había nada que hacer. Además estaba en París, no en Moscú; ya se podía dar con un canto en los dientes y dejar de quejarse. Fin de la conversación, fin de la llamada. Y, sí, puede que estuviera en París, pero en Moscú, al menos, tenía calefacción.

De modo que lo mejor que podía hacer era olvidarse de su entorno y ocuparse de los asuntos que debía resolver. Y eso fue lo que hizo desde el momento en que llegó, con el portátil en una mano y una baguette de jamón y queso en la otra, una botella de agua mineral y otra de vodka ruso, todo adquirido en un pequeño mercado de barrio.

Su primer tema a resolver era Nicholas Marten, quien seguía siendo un misterio y de quien no se fiaba. Tal vez hubiera sido amigo de Ford y hubiera conocido a Halliday brevemente, pero a Kovalenko no le gustaban sus respuestas aparentemente bruscas y a la vez preparadas. Eran definitivas pero al mismo tiempo vagas, todas excepto la de la chica a la que dijo haber conocido y seguido hasta Manchester, donde ahora vivía. Podía ser estudiante de posgrado, y podía no serlo, pero desde luego había muchas cosas más que escondía. Y tal vez también en su chica.

Kovalenko abrió su portátil y lo encendió. Tres clics del ratón más tarde ya tenía el número que quería. Sacó su libreta y marcó el número en su móvil.

Una operadora de la central de la Greater Manchester Police le pasó con el inspector Blackthorne. Después de identificarse, le pidió ayuda para verificar que un tal Nicholas Marten de Vermont, Estados Unidos, era realmente estudiante de posgrado en la Universidad de Manchester, Inglaterra.

Blackthorne le cogió el número y le dijo que vería lo que podía hacer. Al cabo de veinte minutos lo llamó con la confirmación. Nicholas Marten era, en efecto, un estudiante de posgrado matriculado en la universidad desde abril.

Kovalenko le dio las gracias a Blackthorne y colgó, satisfecho pero no del todo. Apuntó algo en su libreta: «Marten en un posgrado. ¿Dónde cursó su licenciatura?». Y luego otra anotación: «Averiguar quién es la chica y cuál es su relación actual con Marten».

Una vez hecho, comió un mordisco de su bocadillo, lo regó con un par de buenos tragos de vodka y volvió a concentrarse en el ordenador para redactar su informe del día, con la esperanza de que al hacerlo llegaría a comprender lo ocurrido.

Aparte de la sensación inquietante que Marten le seguía provocando, lo que más le preocupaba era el asesinato de Dan Ford y del otro hombre del coche, y las preguntas perturbadoras que lo rodeaba. Dejando a un lado su todavía considerable sentimiento de culpa por no haber sido capaz de evitar al menos el asesinato de Dan Ford, había una serie de cosas que permanecían en su cabeza: la absoluta carnicería de las víctimas, el breve lapso de tiempo entre el momento en que vio a Ford desviarse por el camino y su asesinato, y la manera en que los coches habían sido lanzados al río.

Estas dudas eran lo bastante preocupantes, pero planteaban otras. ¿Había sido uno solo el responsable, o tuvo cómplices? ¿Con qué medios habían llegado y habían huido de la escena del crimen?

De momento, Kovalenko estaba asumiendo que el criminal era un hombre; pocas mujeres tenían ni la fuerza ni la mentalidad para cometer este tipo de ataques horripilantes. Y luego estaba también el hombre llamado Jean-Luc, que ahora sabían que era la segunda víctima, la del Toyota.

¿Qué era lo que había dicho por teléfono? «Soy Jean-Luc. Tengo el mapa. ¿Puedes venir a las cuatro y media?»

¿El mapa?

¿Qué tipo de mapa? ¿Y de qué? ¿Dónde estaba ahora el mapa? ¿Había sido el motivo por el que los dos hombres estaban ahora muertos?

Kovalenko tomó otro trago de vodka y lo hizo bajar con un sorbo de agua mineral, mientras dejaba que su mente se desviara desde los asesinatos hacia otra cosa. Su vigilancia de Dan Ford había tenido un efecto secundario que él no había calculado: una relación más estrecha con Philippe Lenard. El policía francés lo había mantenido a cierta distancia desde su llegada y sólo empezó a acercarlo a la investigación después de la muerte de Halliday. Incluso entonces, Kovalenko se había tenido que conformar con mantenerse a la sombra del francés y con trabajar en solitario. Pero la repentina desaparición de los coches cambiaba totalmente las cosas y él había llamado a Lenard de inmediato, despertándolo de madrugada para informarle de lo ocurrido. Había esperado recibir una reprimenda por haber actuado sin autoridad, pero a cambio le expresaron su agradecimiento por la vigilancia y Lenard acudió inmediatamente a la escena del crimen.

Por una razón desconocida, tal vez por frustración personal o por la presión de sus superiores, resolver los asesinatos de Alfred Neuss y de Fabien Curtay se había convertido de pronto en una prioridad de Lenard, y quién recibía crédito o se convertía en el héroe parecía no importarle. Eso resultaba útil porque acercaba a Kovalenko al corazón de la investigación, pero también complicaba las cosas porque su misión iba más allá de lo obvio y de los asesinatos en sí, y eso era algo de lo que la policía francesa no sabía nada. Asunto estrictamente ruso, tenía que ver con el propio futuro de su madre patria, pero de esto estaban al tanto sólo él mismo y sus superiores dentro del departamento especial del Ministerio de Justicia ruso al que él estaba adscrito. De modo que trabajar demasiado cerca de Lenard presentaba el riesgo de que éste o alguien de su entorno sospecharan que Kovalenko estaba haciendo algo más. Sin embargo, así era cómo las cosas habían evolucionado y, sencillamente, debería tener cuidado y manejarlo lo mejor que pudiera.


Una ráfaga repentina de viento helado sacudió el edificio y provocó en Kovalenko una sensación de frío todavía más intensa. Otro trago de vodka, otro mordisco de bocadillo y cambió de su documento actual a Internet para leer su e-mail.

Tenía media docena de mensajes, casi todos personales y de Moscú: de su esposa, de su hijo de doce años, de su hija de ocho, de su vecino, con el que mantenía una discusión sobre un trastero compartido en el sótano de su edificio; de su superior inmediato, que se preguntaba dónde estaba su informe del día; y finalmente el último, el que realmente esperaba.

Procedía de Mónaco y del despacho en Montecarlo del capitán Alain Le Maire, de los Carabiniers du Prince, la policía de seguridad monegasca. Le Maire y Kovalenko se habían conocido tres años antes en un curso de intercambio de información en la sede de la Interpol de Lyon, Francia. Diez meses después volvieron a encontrarse cuando Le Maire colaboró en la gélida Rusia a resolver el caso de unas cuentas relacionadas con la mafia en uno de los bancos principales de Mónaco, en medio de un escándalo internacional de blanqueo de dinero ruso. Y fue a Le Maire a quien llamó Kovalenko cuando se enteró del asesinato de Fabien Curtay, para pedirle su ayuda. Con suerte, este e-mail le sería útil, si Le Maire había descubierto algo.

El mensaje estaba codificado, pero a Kovalenko le llevó apenas unos segundos descifrarlo:

«Asunto: F. Curtay. Caja fuerte de grandes dimensiones en su residencia violentada. Curtay llevaba un inventario preciso de su contenido y de las fechas de cada depósito. Muchos artículos de gran valor, pero sólo dos extraviados: 1) un pequeño rollo de película Súper 8; 2) un cuchillo español antiguo, un arma blanca llamada navaja, de marfil y bronce, fechada hacia 1900. Junto a ambos artículos había las iniciales A.N. (tal vez Alfred Neuss?) La fecha del depósito es 01-09, el día que Neuss llegó a Montecarlo. Eran viejos amigos desde hacía cuarenta años, de modo que tal vez Curtay se los guardaba. No hay más detalles».

Kovalenko apagó el ordenador y lo cerró. No tenía manera de saber si Lenard tenía la misma información, o si la compartiría con él si la recibía. Pero, dejando de lado la política, la lógica de lo que pudo haber ocurrido se imponía de inmediato. Todos sabían que el viaje de Neuss lo había llevado desde Los Ángeles hasta París, y luego a Marsella antes de acabar en Montecarlo. ¿Significaba esto que había recogido la película de Súper 8 en Marsella y la había llevado a la caja fuerte privada de Curtay en Montecarlo? ¿Significaba eso también que la transacción de diamantes había sido una mera tapadera, para dar la sensación de un negocio como cualquier otro?

Neuss había sido hallado muerto el viernes diez, y Curtay había sido asesinado en Mónaco a primera hora de la mañana del lunes trece, lo cual hacía razonable presuponer que la desfiguración de Neuss había tenido uno, o posiblemente dos objetivos: el primero, dar tiempo al asaltante para llegar a Montecarlo y estudiar la situación antes de atacar a Curtay, antes de que Neuss fuera identificado y Curtay se pusiera en guardia; el segundo, disimular las torturas deliberadas infringidas a Neuss para hacerle confesar el paradero del cuchillo y de la película. En este caso, lo mismo se podía aplicar a las otras víctimas rusas, torturadas y luego asesinadas, de San Francisco, México D.F. y Chicago. ¿Y si el asesino se había acercado a cada una de sus víctimas con la esperanza no sólo de encontrar las llaves de la caja fuerte, sino de saber el paradero de la misma? Suponiendo que las víctimas hubieran tenido las llaves pero no conocieran el lugar en el que se encontraba la caja, tal vez el asaltante pensara que sí y las había torturado para obtener la información.

De pronto la mente de Kovalenko se trasladó de nuevo a Beverly Hills y a la idea de que el motivo por el cual Raymond Thorne había acudido al domicilio de Neuss tal vez no hubiera sido simplemente matarlo, sino enterarse del paradero del cuchillo y la película. Esto hubiera justificado su billete de avión a Inglaterra, en especial si sabía que se ocultaban en algún lugar de Europa… tal vez en un banco, lo cual, a su vez, explicaría el hallazgo de unas llaves de caja fuerte en su bolsa de viaje en el tren de Los Ángeles.

El detective Halliday, Dan Ford y Jean-Luc habían sido todos asesinados con algún tipo de arma cortante y afilada. ¿Era posible que el arma homicida fuera el cuchillo robado? Y, si así era, ¿por qué? ¿Era simplemente por motivos prácticos, o tenía aquella navaja algún simbolismo especial? Y en este caso, y por la manera tan depravada en que los tres habían sido degollados, ¿podía tratarse de sacrificios rituales? Si la respuesta era afirmativa, ¿podía significar que el asesino no había terminado?

38

Rue Huysmans, 27, apartamento de Armaría. Drouin, hermano de Nadine Ford.

A la misma hora


Ya fuera por puro instinto o por simple descaro, de alguna manera y a pesar de su propio estado de desconsuelo emocional -agravado por la conciencia de que el hijo que llevaba en las entrañas no conocería nunca a su padre- y bajo la vigilancia del policía que Lenard le había mandado para ocupar y precintar el apartamento de los Ford, Nadine Ford se las arregló no sólo para meter su ropa y la de Nicholas Marten en un par de maletas, sino para al mismo tiempo sacar a escondidas unos cuantos artículos de contrabando: la agenda de Halliday y un gran archivador de acordeón que contenía las anotaciones de las investigaciones actuales de su marido. Había sido un gesto valiente y arriesgado que, de alguna manera, ella consiguió llevar a cabo sin pestañear. Ahora, aislado en un pequeño despacho del apartamento del hermano de Nadine, Marten, medio bebido y emocionalmente exhausto por el horror del día, tenía tanto el archivador como la agenda de Halliday abiertos delante de él.

En las estancias contiguas, entre jarrones de flores y mesas repletas de tentempiés y de botellas de vino, estaban Nadine, su hermano Armand, su hermana, sus cónyuges y su padre y su madre. Había también unos cuantos amigos. Y más amigos. Y más amigos, incluidas las dos mujeres responsables de la oficina del Los Ángeles Times en París y que habían trabajado a las órdenes de Dan Ford. Que aquella cantidad de gente cupiera en un apartamento tan pequeño era una imposibilidad matemática que ahora no importaba; estaban allí a pesar de ella, abrazándose, llorando, conversando y, alguno de ellos, hasta riendo ante la recuperación de algún recuerdo.

Un poco antes, cuando Marten se dirigió al estudio para escapar de los dolientes e intentar hacer algo de utilidad, pasó por delante de un pequeño dormitorio. La puerta estaba abierta y vio a Nadine sentada a solas en la cama, acariciando con la mirada ausente un gato grande y pardo que le acariciaba juguetonamente con una pata el gran vientre redondo, como si tratara de consolarla. Era la misma imagen que había visto en casa de Red después de su asesinato: las salas repletas de dolientes y la esposa de Red sola en su despacho, con la cabeza del labrador negro de Red apoyada en su regazo mientras ella sostenía una taza de café en la mano y miraba a la nada.

Marten sintió de inmediato la necesidad de marcharse, de salir del apartamento y buscar aire fresco, de andar y estar a solas antes de ahogarse en su propio dolor. El frescor del aire le sentó bien, y a pesar de la advertencia de Lenard, bajó la guardia y se puso a pasear, tal vez, de alguna manera secreta, deseando que Raymond estuviera allí vigilándolo, incluso siguiéndolo. Con suerte se descubriría y entonces, de una manera u otra, todo acabaría. Pero no ocurrió nada y al cabo de cuarenta y cinco minutos regresó, se metió directamente en el pequeño despacho, cerró la puerta y se puso a trabajar, buscando deliberadamente alguna clave que lo llevara hasta Raymond. Si es que era Raymond.

Ahora, mientras estudiaba la agenda de Halliday y trataba de mantener el amasijo de páginas sueltas en orden, trató otra vez, como lo había hecho la noche anterior, de descifrar la letra diminuta y a contrapelo y encontrar alguna pista útil. Pero le resultaba igual de imposible que entonces. Una página tras otra abarrotada de frases a la mitad, de palabras sueltas, de nombres, fechas, lugares. Como antes, las únicas notas que era capaz de leer eran de índole personal, o relativas a la familia de Halliday, y Marten tenía la sensación de que no eran asunto suyo y que no debería estar leyéndolas, aunque por más frustrado e incómodo que se sentía, siguió haciéndolo.

Al cabo de un cuarto de hora ya estaba harto y a punto de dejar la agenda y ponerse a examinar el archivador de Ford cuando un nombre le llamó la atención: Felix Norman. Felix Norman, el médico que había firmado el certificado de defunción de Raymond en Los Ángeles. En la página contigua Halliday había escrito otro nombre: «Doctor Hermann Gray cirujano plástico. Bel Air. 48 años. Retirado repentinamente, vende casa, abandona el país». Entre paréntesis, junto al nombre de Gray, había escrito «Puerto Quepos, Costa Rica; luego Rosario, Argentina, nombre cambiado a James Patrick Odett-ALC, accidente de caza».

Y junto a esto, escrito a lápiz y borrado y luego vuelto a escribir como, si por algún motivo, Halliday estuviera enojado consigo mismo, había anotado 26/1-VARIG 8837.

26/1, tal vez una fecha. Y Varig era, o podía ser, la aerolínea. Y 8837 era, o podía ser, un número de vuelo.

De inmediato Marten giró en su silla y encendió el ordenador de Armand. Cuando lo tuvo conectado entró en la página web de Varig y tecleó 8837 en el buscador. Al cabo de un segundo lo tenía: vuelo 8837 de Los Ángeles a Buenos Aires, Argentina.

Marten volvió a mirar la agenda repleta y caótica de Halliday. Tal vez no la hubiera examinado con la suficiente atención. Se había concentrado en lo que había escrito en las páginas, pero tal vez hubiera algo más, algo que se le había escapado.

La volvió a coger, le dio la vuelta y la abrió con cuidado por la última página. Había unas cuantas páginas sueltas y, debajo de ellas, un bulto extraño donde el cartón de apoyo de la parte diaria estaba metido por dentro de la solapa de cuero de la cubierta. Sacó las páginas y giró la primera de ellas. Lo que encontró fue unas cuantas fotos de los hijos de Halliday y mil cien dólares en cheques de viaje. Junto a ellos estaba el pasaporte de Halliday y dos papeles doblados. Marten abrió uno de los dos y luego el otro. Eran billetes de avión electrónicos enviados por fax. El primero correspondía al viaje de ida y vuelta L.A.-París de United Airlines; el segundo era un billete de Varig: viaje de ida y vuelta L.A.-Buenos Aires con ida el 26 de enero y la vuelta abierta.

– Dios mío -suspiró. Halliday tenía previsto ir a Argentina, tal vez antes del asesinato de Neuss, o tal vez a raíz del mismo. Y no precisamente de vacaciones. Escrito a lápiz arriba del billete de Varig estaba el nombre de James Patrick Odett y, entre paréntesis, al lado, doctor Hermann Gray y, otra vez, el ALC.

Marten sintió que el corazón se le aceleraba. ¿Era a Argentina adonde se habían llevado a Raymond mientras se suponía que su cadáver se encontraba en la incineradora? ¿Y era el doctor Gray, el cirujano plástico, quien fue contratado para dirigir su reconstrucción facial? El ALC y lo del «accidente de caza» no lograba descifrarlo, a menos que, por alguna razón, Halliday hubiera errado el orden de las letras y lo que realmente quisiera decir fuera LCA, por «ligamentos cruzados anteriores», lo cual querría decir que alguien, Raymond o el propio doctor, se había herido gravemente la rodilla en un accidente de caza. La pregunta real era: ¿había sido asesinado Halliday porque había descubierto lo del doctor Gray y Argentina y tenía previsto viajar allí para proseguir su investigación?

De pronto se le ocurrió otra idea y se quedó helado. Si Neuss, Halliday, Dan Ford y ese Jean-Luc habían sido todos asesinados por la misma persona, y esa persona era Raymond -y si el doctor Gray, como cirujano plástico, había hecho bien su trabajo-, ahora no tendrían ni idea de cuál era su aspecto. Podía ser cualquiera. Un taxista, un florista, un camarero. Cualquiera que se te acerca sin que te fijes en él una segunda vez. Podía recordar la variedad de disfraces que había utilizado en Los Ángeles, de vendedor a cabeza rapada a tipo elegante con el traje de Alfred Neuss.

– Nicholas.

La puerta que había detrás de Marten se abrió de pronto y una Nadine pálida y demacrada entró. Había alguien detrás de ella. Marten se levantó.

– Rebecca -dijo, absolutamente sorprendido. Y entonces su hermana avanzó a Nadine y entró en el despacho.

39

Con el pelo largo y negro recogido en un elegante moño, vestida con una falda larga negra y una chaqueta a juego, en medio del torbellino de dolor y tristeza, Rebecca aparecía bella y relajada. Lejos de la familia Rothfels y sola, resultaba asombroso ver lo lejos que quedaba la frágil inválida que había sido durante tanto tiempo.

Merci, Nadine -dijo, en voz baja, al tiempo que abrazaba a la mujer que tantas veces la había ido a visitar con Dan cuando estaba en Saint Francis y de nuevo ahora, cuando estaba en Jura. Rebecca prosiguió, diciéndole en francés lo que Nadine ya sabía, que Dan había sido un segundo hermano para ella gran parte de su vida, y luego, con tanto cariño, expresándole su más sincera compasión por la terrible pérdida. Entonces apareció el padre de Nadine y les dijo que tenían un asunto familiar que resolver, se disculpó y se llevó a su hija de la habitación.

– He llamado a Suiza esta tarde -le dijo Marten, mientras cerraba la puerta detrás de ellos-. No estabas. He dejado un mensaje. ¿Cómo has…?

– ¿Llegado tan rápido? Estaba fuera de casa con los niños y cuando he vuelto me han dado el recado. La señora Rothfels ha visto que estaba alterada y cuando le he dicho lo que había sucedido, ha hablado con su marido. El jet de la empresa iba a traer a un cliente a París y el señor Rothfels ha insistido en que aprovechara el viaje. Su chofer me ha recogido al pie del avión. Cuando hemos llegado al apartamento de Dan, la policía nos ha indicado que viniéramos aquí.

– Ojalá no hubieras venido.

– ¿Por qué? Tú y Dan sois la única familia que tengo, ¿por qué no iba a venir?

– Rebecca, Jimmy Halliday estaba en París, investigando el asesinato de Alfred Neus. Lo mataron anoche en su habitación del hotel.

– ¿Jimmy Halliday, de la brigada?

Marten asintió con la cabeza.

– De momento no ha trascendido.

– Oh, Dios, y luego Dan…

– Y otra persona, alguien con quien la policía cree que Dan tenía que encontrarse. Y ahora la policía me ha advertido que tenga mucho cuidado.

– Pero no saben quién eres.

– No, pero ése no es el problema.

– ¿Cuál es?

Marten vaciló. Por mucho que ahora Rebecca parecía una mujer sana, adaptada a la realidad y sofisticada, en algún lugar de ella se ocultaba todavía lo que Dan Ford había comentado y que Marten se temía: la idea de que su psicoterapia había funcionado sólo hasta cierto punto y que el mínimo recordatorio del pasado podía desencadenar vivencias capaces de mandarla tambaleándose hasta su estado anterior.

Por otro lado, tampoco podía vivir en una urna y él debía considerarla lo bastante fuerte como para arriesgarse a contarle lo que estaba seguro que más pronto que tarde descubriría.

– Rebecca, existe la posibilidad de que Raymond siga vivo y sea el responsable de lo ocurrido con Dan, Jimmy Halliday y los otros asesinatos.

– ¿Raymond? ¿El Raymond de Los Ángeles?

– Sí.

Marten pudo ver cómo se sobresaltaba. En su larga transición de la enfermedad a la salud se había enterado de buena parte de lo ocurrido en Los Ángeles. Estaba al tanto de la fuga de Raymond del edificio del Tribunal Penal, de su asesinato a sangre fría de varios policías, entre ellos Red McClatchy, y de que el propio Nicholas había estado a punto de caer cuando trataba de llevarlo frente a la justicia. Más de una vez, y a pesar de la emoción de recuperación y de la nube de medicamentos psicotrópicos que le fue administrada inmediatamente después, la doctora Flannery la animó a revivir su experiencia aterradora en las vías del almacén ferroviario. Sabía que para ella había sido difícil y que lo poco que recordaba estaba impregnado de miedo y locura y lleno de fuego, sangre y horror. Pero no había duda de que ella comprendía que Raymond había estado en el centro de todo. Y como el resto del mundo, pensaba que estaba muerto.

– Si fue incinerado, ¿cómo puede ser que siga vivo?

– No lo sé. Después del asesinato de Neuss, Dan se puso a investigar el tema. Jimmy Halliday también lo estaba haciendo, pero él llevaba más tiempo en ello.

– ¿Y crees que Raymond los ha matado a los dos?

– No lo sé. Ni siquiera puedo decir seguro que está vivo. Pero Alfred Neuss está muerto, y también lo están Jimmy y Dan… todos ellos se habían relacionado con él en Los Ángeles. Aunque tú no lo recuerdes con claridad, estuviste allí en el almacén ferroviario. Lo viste y él te vio a ti. Y si está en París, no quiero verte por aquí. -Marten vaciló: esto era algo en lo que no quería pensar, pero debía hacerlo-. Hay otra cosa -dijo-. Si se trata de Raymond, hay una probabilidad muy alta de que se haya sometido a una operación de cirugía estética, de modo que ahora ya no sabemos qué aspecto tiene.

De pronto, el miedo asomó por la mirada de Rebecca:

– Nicholas, tú eres el que intentó arrestarlo. Te conocerá mejor que nadie. Si sabe que estás en París…

– Rebecca, deja que me asegure de que tú estás bien y luego me preocuparé de mí mismo.

– ¿Qué quieres que haga?

– Supongo que si el señor Rothfels te ha mandado hasta aquí en su jet privado, también te habrá reservado una habitación de hotel.

– Sí, en el Crillon.

– ¿El Crillon?

– Sí. -Rebecca se sonrojó y sonrió. El hotel Crillon es uno de los más lujosos y caros de París-. Está bien eso de tener un jefe rico.

– Estoy seguro. -Marten sonrió, y luego su sonrisa se desvaneció-. Le pediré al hermano de Nadine que te acompañe al hotel. Cuando llegues, quiero que subas a tu habitación, cierres la puerta y no le abras a nadie. Te reservaré un billete de vuelta a Ginebra mañana por la mañana. Dile al conserje que disponga un coche del hotel para llevarte al aeropuerto. Asegúrate de que el conserje conoce personalmente al chofer, y pídele que llame a la aerolínea y que disponga que el chofer se quede contigo hasta que embarques. Mientras tanto, yo llamaré a los Rothfels y les pediré que alguien te espere en el aeropuerto y te lleve hasta Neuchâtel.

– Estás asustado, ¿no?

– Sí, por los dos.


Rebecca estaba hecha un lío de sentimientos mientras Nicholas salía a buscar al hermano de Nadine. Si Dan Ford hubiera muerto por un accidente o por alguna enfermedad letal, estarían igual de devastados, pero de la manera en que había ocurrido, tan rápida y horrible e inesperadamente, resultaba incomprensible. E incomprensible era también la idea de que Raymond siguiera vivo y estuviera provocando tanto terror, tantos meses después y a tantos kilómetros de distancia de donde todo empezó.

Sin embargo, con todo lo espantosa y abrumadora que resultaba la situación, había algo aparte que quería compartir desesperadamente con su hermano. Era sobre ella y su amor y luz de su vida, Alexander Cabrera, y lo importantes que se habían vuelto el uno para el otro. Y aunque su relación había sido un gran secreto, y a pesar del pacto de silencio que lady Clem compartía con ella, tenía la sensación de que se acercaba el momento en el que Alexander cumpliría su promesa y le pediría que se casara con él y quería que Nicholas lo supiera de antemano.

En el pasado, el secretismo de su relación había sido divertido, un juego bravucón del escondite en el que el hermano mayor no sabía lo que la hermana pequeña hacía. Pero ahora que su relación con Alexander se estrechaba y los llevaba hacia lo inevitable, tenía la sensación de estarle escondiendo deliberadamente algo a Nicholas y eso la hacía sentirse incómoda.

La velada de hoy había sido un ejemplo perfecto. No le había contado toda la verdad sobre la insistencia de Gerard Rothfels de que fuera en el avión privado de la empresa desde Suiza. Era cierto que Rothfels había hecho los trámites, pero los había hecho siguiendo las órdenes de Alexander. Y no había sido un chofer de la empresa quien la había recogido en el aeropuerto de Orly, sino Jean-Pierre Rodin, el chofer y guardaespaldas de Alexander. Ella había tenido la esperanza de que fuera el propio Alexander quien fuera a recibirla en persona al aeropuerto, de modo que ella pudiera haber intentado convencerlo de que la acompañara para presentarle a su hermano, aun en aquellas circunstancias terribles, pero resultó que él se encontraba en Italia por trabajo y Jean-Pierre le dijo que no regresaría París hasta muy tarde aquella noche, así que era un asunto de simple logística y, por ahora, fuera de cuestión.

Y luego estaba Raymond y la duda de si contarle su historia a Alexander. Hacerlo despejaría el motivo por el que había que estar preocupado, y mientras que tanto Clem como Alexander estaban al tanto de su crisis, ninguno de ellos sabía el detonante que la había provocado, ni tampoco lo ocurrido para que saliera de ella.

La historia que les había contado había sido maquinada por Nicholas y por su psiquiatra, la doctora Flannery, antes de marcharse de Los Ángeles. En ella decían que ella y Nicholas se habían criado en un pueblo pequeño de Vermont. Cuando ella tenía quince años, sus padres murieron con una diferencia de dos meses y ella se marchó a California a vivir con su hermano, que estaba estudiando allí en la universidad. Al poco tiempo de llegar, un día fueron a la playa con Nicholas y sus amigos. Ella y una muchacha del grupo se pusieron a pasear y, al cabo de un rato, vieron a un chico muy joven atrapado en una fuerte corriente que lo arrastraba mar adentro y que pedía ayuda a gritos. Rebecca mandó a su amiga a buscar al socorrista y ella se lanzó al agua, nadando entre la fuerte corriente, hacia el chico. Cuando lo alcanzó, luchó con todas sus fuerzas entre el fuerte oleaje durante lo que le parecieron horas para mantener las dos cabezas fuera del agua hasta que llegaron los socorristas. Fue sólo entonces cuando ella se enteró de que el chico ya estaba muerto. Más tarde le dijeron que probablemente ya estuviera muerto cuando lo alcanzó. De pronto, fue consciente de que todo aquel tiempo había estado agarrada a un cadáver. Aquella idea, tan seguida de la pérdida tan reciente de sus dos progenitores, la dejó en estado de shock y, casi al instante, sufrió un enorme bloqueo psicológico. Un bloqueo que le duró años, hasta que finalmente empezó a salir del túnel y su hermano la trasladó a la clínica Balmore para seguir un tratamiento especializado con la doctora Maxwell-Scot.

Así, si ahora contaba lo de Raymond, apenas les podría contar lo del tiroteo en el almacén ferroviario y tendría que poner aquella carga sobre Nicholas. Tendría que contarle a Alexander que su hermano no sólo conocía a Dan Ford de cuando era periodista de sucesos en Los Ángeles, sino que, a través de él, había conocido también al detective Halliday, y que los dos habían estado muy involucrados en la investigación de Raymond allí.

Ahora Ford y Halliday estaban muertos en París, y si su asesino era realmente el mismo Raymond, al que se creía muerto pero no lo estaba, había muchos motivos para creer que podía ir también a por Nicholas. Y luego, a su vez, ir a por ella por miedo a que Nicholas le hubiera contado algo.

De modo que lo que ahora se preguntaba Rebecca era, ¿por qué alarmar a Alexander si Nicholas le había dicho que no estaba en absoluto seguro de que el asesino hubiera sido Raymond, ni de que Raymond estuviera realmente vivo? Al reflexionar sobre la cuestión decidió sencillamente que era mejor no contar nada al respecto y olvidarse del tema.

Sin embargo, al mismo tiempo que tomaba esta decisión, sabía que tenía que tener totalmente presentes las advertencias de su hermano y cuando llegara al hotel hacer exactamente lo que él le había dicho.

40

Todavía en rue Huysmans, 27, en casa de Armani Drouin, 22:45 h


Nicholas y Rebecca salieron del apartamento por la puerta principal, acompañados de Armand, el hermano de Nadine de veinticuatro años, y otro hombre amigo de Armand y soldado del ejército francés.

Armand era ciclista profesional, joven, tenaz y generoso. Tenía el coche aparcado enfrente de su casa. El Crillon, a esa hora de la noche, quedaba a diez minutos en coche y para él sería un placer acompañarla. La escoltó rápidamente al otro lado de la calle hasta su Nissan verde y se puso tras el volante, mientras su amigo se instalaba en el asiento de atrás.

Marten miró cautelosamente a su alrededor y le abrió la puerta del copiloto a Rebecca.

– ¿Qué habitación tienes en el Crillon?

– ¿Porqué?

– Porque te llamaré tan pronto como tenga la información de tu vuelo. Quiero que te marches de París a primera hora de la mañana.

– Habitación 412. -Lo miró y él percibió la preocupación en su mirada. Trató de tranquilizarla.

– Ya te he dicho antes que no tengo ninguna prueba de que todo esto sea obra de Raymond. Lo más probable es que esté muerto y que lo que ha sucedido aquí sea, sencillamente, una casualidad, y que el asesino sea un loco que no tiene ni idea de quiénes somos y que le importe un pito, ¿vale?

– Vale. -Rebecca le sonrió y lo besó en la mejilla.

Marten miró rápidamente a Armand:

– Gracias, Armand; mil gracias.

– Está en buenas manos, mon ami. Nos aseguraremos de que llega a su habitación y yo mismo hablaré con el conserje para lo del coche de mañana. Ya hemos tenido suficientes lágrimas por hoy.

– Y por cualquier día. -Nicholas cerró la puerta y retrocedió para dejar que Armand pusiera el Nissan en marcha, diera media vuelta y se alejara. Al fondo de la calle giró hacia el boulevard Raspan y el coche desapareció de su vista.

41

Raymond estaba sentado en el asiento trasero de un Mercedes negro de cristales ahumados, estacionado tres casas más abajo. Los había visto salir a los cuatro del inmueble y cruzar la calle hasta el Nissan verde, y luego vio como tres de ellos se metían en el coche y se marchaban. Ahora veía a Nicholas Marten salir de la acera en penumbra para cruzar bajo la luz de la farola y volver a entrar en el edificio del número 27 de la rue Huysmans.

Habían pasado diez meses desde la última vez que se vieron y siete desde que lo localizó en Manchester o, más bien, desde que la baronesa lo hizo. Durante aquel tiempo lo supo todo de él: su cambio de nombre, dónde vivía, lo que estaba haciendo con su vida. Incluso sabía lo de lord Prestbury y lo de la relación secreta de Marten con su hija, lady Clementine Simpson. Sabía también lo de Rebecca, lo de Suiza, dónde vivía y para quién trabajaba.

Pero, por mucho que Raymond supiera de Marten, durante todos aquellos meses que habían pasado había hecho un esfuerzo por apartarlo de su cabeza; había hecho todo lo que había podido por no pensar en él en absoluto.

Ahora, al verlo de carne y hueso cruzando la calle con su hermana, se acordó de lo peligroso que era.

Marten era inhumanamente astuto, tenía la determinación de un bulldog, o sencillamente tenía más suerte que nadie. O tal vez fuera una combinación de los tres factores. Como un viejo sabueso, estaba siempre siguiendo los talones de Raymond, prácticamente en cada esquina; lo mismo que había hecho en Los Ángeles después de su fuga de la prisión, para aparecer de pronto de debajo de la lluvia en el aeropuerto de Los Ángeles con el fin de evitar que se escapara en el vuelo de Lufthansa a Alemania. Y luego, una vez más, apareciendo en el domicilio de Alfred Neuss en Beverly Hills mientras Raymond se encontraba en él. Y luego, incluso después de haber sido dado de baja en la policía, llevándose a Rebecca a Londres para, estaba seguro, seguir las anotaciones manuscritas que habrían encontrado en su bolsa de mano en el Southwest Chief. Y ahora estaba en París.

Parte de todo esto, y lo sabía, era cosa de él: sabiendo que Marten se encontraba a una hora o dos de allí, en Manchester, mató igualmente a Neuss. Pero con Neuss en París y con la apretada agenda que tenía delante, no le quedó más remedio; además, la ironía de hacerlo en el Pare Monceau le resultó deliciosa, en especial cuando Neuss fue consciente de quién era y de que iba a morir.

De todos modos, ver a Marten cruzar delante de él, a tan pocos metros de distancia, lo atormentó. Más que nada en el mundo, Raymond tuvo ganas de salir del coche corriendo, seguir a Marten hasta el interior del edificio y cargárselo, cruel y salvajemente, del mismo modo que lo había hecho con Neuss, Halliday, Dan Ford y Jean-Luc Vabres, pero sabía que no podía hacerlo, todavía no, y desde luego, no esta noche. Esta noche tenía otra misión, de modo que tuvo que dejar sus sentimientos a un lado y concentrar su mente y su energía en lo más inmediato.

Acarició ligeramente un paquete largo, rectangular, envuelto en papel de colores alegres, reflexionó unos segundos más y luego miró a su chofer:

L'Hôtel Crillon -dijo.

42

Hotel Crillon, 23:05 h


El Mercedes negro de Raymond llegó a la Place de la Concorde y se detuvo delante del hotel. El Nissan verde estaba aparcado enfrente, en la zona de recogida de pasajeros.

Raymond se echó el pelo hacia atrás, se pasó la mano por la cuidada barba y aguardó.


23:08 h


Llegó un taxi y de él descendieron varios adultos bien vestidos, que entraron en el hotel por la gran puerta giratoria.


23:10 h


Una pareja de mediana edad en traje de noche salió por la puerta. Un coche con chofer se acercó y un mayordomo de uniforme les abrió la puerta. La pareja subió al coche y se marchó. La puerta giratoria volvió a girar y Armand y su amigo aparecieron y se dirigieron directamente al Nissan. Pasaron varios segundos, luego se encendieron los faros y el coche pasó por delante de ellos, con sus luces iluminando a Raymond fugazmente al pasar. Unos segundos más y Raymond abrió la puerta y salió al fresco de la noche, con el alegre paquete bajo el brazo.

Con su barba cuidada, desenvuelto, el pelo negro azabache peinado hacia atrás con estilo, y vestido con un traje a medida gris marengo, tenía todo el aspecto de un joven ejecutivo triunfador dispuesto a disfrutar de una velada íntima con una joven atractiva. Esto era precisamente lo que tenía en mente, aunque la intimidad sería mucho más trascendental de lo normal.

Volvió a echarse el pelo hacia atrás y luego miró hacia el Crillon, con su fachada elegantemente iluminada contra el cielo nocturno, y se dirigió hacia la puerta.

Dos semanas después de cumplir veinticuatro años y por primera vez en lo que le parecía un tiempo excesivamente largo, se sentía realmente vivo. Hasta con más energías de las que había sentido aquella mañana, cuando se encontró y mató a Jean-Luc y luego a Dan Ford en el río, a oscuras y bajo una lluvia torrencial. La pequeña cojera con la que andaba parecía trivial, al igual que los pequeños dolores que arrastraba como resultado de las varias operaciones y rehabilitaciones físicas a las que se había sometido durante lo que le pareció una eternidad pero que había durado -gracias principalmente al chaleco de kevlar que le había cogido a John Barron y que llevaba en el tiroteo de las vías- apenas cuatro meses. Durante aquel período, la baronesa había manipulado delicadamente a los personajes principales hasta meterlos en la posición anterior, y ahora las cosas avanzaban a buen ritmo y operaban dentro del mismo esquema preciso y contenido que habían utilizado al principio. Sólo que ahora Neuss estaba muerto y «las piezas» estaban en posesión de ellos. Era una hazaña doble de la que estaban seguros que sir Peter Kitner debía de sospechar que eran los responsables aunque no pudiese hacer nada al respecto. Sin embargo, debía de tener mucho miedo por su familia y por él mismo, aunque fuera un miedo que no podía compartir con nadie. Sería más intenso a medida que transcurrieran los días porque no tendría más idea ahora de lo que estaban planeando de la que había tenido antes, cuando Neuss se marchó a Londres de manera tan precipitada. Como resultado, no podía hacer nada más que aumentar la guardia a su alrededor y el de su familia y avanzar hacia lo que iba a ser el momento estrella de su vida. Y al hacerlo, caería de cuatro patas en su trampa.


Veinte pasos más y Raymond alcanzó la puerta giratoria del Crillon. El mayordomo lo saludó mientras entraba. Dentro, el elegante vestíbulo estaba animado por una ruidosa reunión de huéspedes del hotel y de parisinos que habían salido a disfrutar de la noche. Se detuvo un momento y miró por todo el salón, y luego se dirigió hacia el mostrador de recepción que había al fondo.

Estaba a medio camino cuando los fuertes focos de las cámaras de televisión le llamaron la atención y vio un pequeño grupo de gente alrededor de dos hombres de negocios que eran entrevistados por los periodistas. Al acercarse no pudo creer lo que vio: el majestuoso industrial de pelo blanco de los medios de comunicación y millonario, el mismísimo sir Peter Kitner. Le acompañaba su hijo de treinta años, Michael, presidente de su imperio y, supuestamente, su heredero.

Entonces vio al tercer hombre, inmediatamente a la derecha de Kitner. Era el doctor Geoffrey Higgs, un antiguo cirujano de la Royal Air Forcé y médico personal, guardaespaldas y jefe de inteligencia de Kitner. Higgs, un hombre con una forma física excepcional, la mandíbula prominente y un corte de pelo moderno, llevaba un pequeño auricular en el oído izquierdo y un micro todavía más diminuto pegado en la solapa del abrigo. Allá donde iba Kitner iba Higgs con su cuerpo de seguridad invisible con el que estaba conectado electrónicamente.


Raymond tenía que haber seguido su camino, pero en vez de eso, se metió en el espacio relativamente oscuro que había detrás del grupo de periodistas y del haz de luz de las cámaras y focos de televisión mientras Kitner era entrevistado acerca de la reunión de altísimo nivel a la que acababan de asistir él y su hijo. ¿Era cierto, quería saber la prensa francesa, que su empresa con sede en Estados Unidos MediaCorp estaba tratando de comprar la cadena francesa de televisión TV5?

Raymond sentía que se le aceleraba el pulso mientras miraba cómo Kitner toreaba la respuesta.

– Todo está en venta, ¿no? -dijo Kitner en francés-. Hasta MediaCorp. Es sencillamente cuestión de precio.

Este era el Peter Kitner que Raymond había conocido durante toda su vida adulta. Sobre él se habían escrito best-sellers; era protagonista de infinidad de artículos y reportajes en revistas y periódicos y lo habían entrevistado cientos de veces por televisión. Pero ésta erala primera vez que Raymond lo veía en persona en muchos años, y lo repentino del encuentro lo pilló por total sorpresa.

Sin embargo, aquí estaba, de pie a oscuras a sólo unos cuantos palmos de él, y Raymond sabía perfectamente que podía simplemente abalanzarse y matarle en un abrir y cerrar de ojos. Pero hacerlo echaría por tierra todo lo que él y la baronesa llevaban años planeando cuidadosamente mientras observaban las agujas del reloj de la historia acercarse al momento exactamente indicado. Había ocurrido una vez antes, hacía casi un año, y luego vino la debacle de Los Ángeles. Pero con su recuperación y con la magnífica manipulación que había hecho la baronesa de los jugadores clave, ese momento volvía estar de nuevo a su alcance. De modo que, por mucho que podría disfrutarlo, matar a Peter Kitner era lo último que ahora debía hacer. Por otro lado, le resultaba imposible limitarse a dar media vuelta y marcharse sin al menos darle al gran hombre algo en qué pensar.

– Sir Peter -dijo de pronto, en francés, desde detrás de los periodistas-, ¿es la adquisición de TV5 el anuncio que tiene previsto hacer en el Foro Económico Mundial de Davos de este fin de semana?

– ¿Cómo? -Resultaba obvio que Kitner había sido pillado en fuera de juego y trató de ver a través de los focos quién era el autor de la pregunta.

– ¿No tiene algo muy importante que anunciar, que lo involucra a usted personalmente, en la próxima cumbre de Davos, sir Peter?

– ¿Quién lo ha dicho?

Kitner avanzó entre el grupo de periodistas, protegiéndose los ojos de los focos, buscando a la persona que había hecho la pregunta. Los periodistas se giraron, también buscando.

– ¿Quién ha sido? ¡Apaguen estos malditos focos! -Furioso, Kitner se abría paso entre el grupo, buscando al preguntón. Michael avanzaba con él, y también Higgs, que mientras iba dando órdenes por el micro. Al llegar al otro lado se detuvieron y miraron a su alrededor. El preguntón misterioso había desaparecido entre los clientes del hotel que abarrotaban el vestíbulo.


Et Davos, sir Peter?-¿Y Davos, sir Peter?

Sir Peter, quelle est la nature de votre annonce?-¿cuál es la naturaleza de su anuncio, sir Peter?

Sir Peter. Sir Peter. Sir Peter.

Raymond oía los gritos de la prensa francesa detrás de él mientras avanzaba hacia el mostrador del conserje. A los pocos segundos, varios hombres ataviados con trajes oscuros entraron por una puerta lateral y se colocaron de manera protectora alrededor de Kitner. Eran guardaespaldas llamados por Higgs.

Raymond sonrió confiado. Había plantado una semilla y la prensa la había recogido. Sabía que el estilo y la convicción de Kitner pronto lograrían deshacerse de la prensa, y que su sorpresa y su rabia se desvanecerían. Más tarde, la curiosidad se dirigiría a la identidad del interrogador y a cómo y cuánto sabía sobre lo que iba a ocurrir en Davos. Luego, en algún momento posterior, Kitner se daría cuenta de quién había sido y de lo que había ocurrido. El miedo y la desconfianza ganarían terreno rápidamente a todo lo demás, y eso era precisamente lo que Raymond se había propuesto.

Delante de él estaban los ascensores. Se metió el paquete debajo del brazo y miró el reloj.


23:20 h


Paró delante de los ascensores, tocó el botón y miró a su alrededor. Había una pareja mayor charlando cerca de él, pero aparte de ellos estaba solo.

Uno de los ascensores abrió las puertas y tres personas salieron de él. La pareja mayor no hizo ningún ademán de subir y Raymond se metió dentro. Al cabo de un instante, las puertas se cerraron y tocó el botón de la cuarta planta. Un instante más y el ascensor se elevó. Volvió a mirar su reloj.


23:24 h


Respiró y se cambió el paquete de una mano a la otra. Rebecca estaría sola, descansando en su habitación, con su hermano tranquilamente al otro lado del Sena, en el apartamento de la rue Huysmans, una vez completada su emocionalmente agotadora actividad del día. Tal vez incluso se habría cambiado de ropa.

O tal vez no.

Teniendo en cuenta lo que todavía estaba por ocurrir, lo que llevara importaba poco.

43

Geoffrey Higgs y tres de los guardaespaldas de traje oscuro llevaron a Peter y Michael Kitner por la puerta lateral del Crillon hasta la rue Boissy d'Anglais, donde los esperaba la limusina de Kitner. Uno de los guardaespaldas abrió la puerta y los tres se metieron en el coche, Higgs el último. De inmediato el chofer arrancó, cogió velocidad y cruzó la Place de la Concorde, giró por los Campos Elíseos y se encaminó rumbo a la residencia parisina de Kitner, en la avenue Victor Hugo.

– Quiero saber quién era y lo que sabe -dijo Kitner, mirando directamente a Higgs.

– Sí, señor.

– A partir de ahora tendremos un espacio aparte para la prensa. Michael te dará una lista de los periodistas autorizados y se comprobarán las credenciales. No podrá entrar nadie más.

– Sí, señor.

Michael Kitner miró a su padre.

– Si era un periodista descubriremos quién era.

Peter Kitner no dijo nada. Estaba claramente molesto y se mostraba frío y distante.

– ¿Cómo podía saber lo de Davos?

– No lo sé -dijo Kitner. Brevemente su mirada se dirigió a Higgs, para luego volverse a mirar al gentío que, incluso a esa hora y con el frío de enero, paseaba por los Campos Elíseos.

«No lo sé -se dijo Kitner-. No lo sé.»


Con el teléfono al oído, Nicholas Marten se inclinaba encima del escritorio del pequeño despacho de Armand mientras esperaba que atendieran su llamada.

– Vamos, Rebecca -la apremió-, contesta.

Era la sexta vez que llamaba. Las tres primeras llamadas las había hecho al móvil de Rebecca y no obtuvo respuesta. Preocupado y frustrado, esperó diez minutos y volvió a llamar. Sin respuesta. Finalmente colgó y llamó al hotel, dio su número de habitación y pidió que le pasaran la llamada. Con el mismo resultado.

– Vamos -masculló, mientras miraba las notas garabateadas en el bloc que tenía delante.

Vuelo de Air France 1542, sale de París Charles de Gaulle, terminal 2F, a las 7:00; llega a Ginebra a las 8:05, terminal M.

– Maldita sea, Rebecca, cógelo.

Marten sentía crecer su ansiedad con cada timbre sin contestar. Ya había despertado a Armand y obtuvo la misma información que cuando el hermano de Nadine había llegado a casa: sí, había acompañado a Rebecca hasta su habitación del Crillon. Sí, ella cerró la puerta antes de que él se marchara. Sí, oyó cómo cerraba por dentro. Eso era lo único que sabía. ¿Quería Marten que lo llevara al hotel para comprobarlo? No, estaba bien, le dijo Marten, tan sólo una confusión, nada de lo que preocuparse. Con esto, Armand asintió educadamente y volvió a acostarse.

Dos pitidos más y un hombre con acento francés atendió la llamada:

– Lo siento, señor. No contesta nadie en la habitación.

– ¿Sabe si la señorita Marten ha salido?

– No, señor.

– ¿Podría preguntar en recepción para ver si tal vez ha salido y ha dejado dicho adónde iba?

– Lo siento, señor, pero no estamos autorizados a dar esta información.

– ¡Soy su hermano!

– Lo lamento, señor.

– ¿Qué hora tiene?

– Las doce, señor.

– Por favor, intente de nuevo pasar la llamada a la habitación.

– Sí, señor.

Las doce en punto, igual que en el armario de sobremesa del despacho de Armand. Rebecca había llegado al hotel a las once, hacía exactamente una hora.

La llamada volvió a pasar, sonó una docena de agonizantes tonos y luego la voz masculina volvió a atenderla.

– Lo siento, señor, sigue sin haber respuesta. ¿Desea dejar algún mensaje?

– Sí. Dígale a la señorita Marten que su hermano ha llamado y que, por favor, me llame tan pronto como le den el recado. -Marten le dio al operador el número de casa de Armand y colgó.

Volvió a mirar el reloj.


00:03 h


Ya era jueves, 16 de enero.

¿Dónde demonios estaba Rebecca?

44

Hôtel Crillon, suite Leonard Bernstein. A la misma hora


Rebecca estaba sentada en una butaca de terciopelo rojo, boquiabierta, apenas capaz de respirar. Estaba rodeada de una elegante decoración rococó: butacas y divanes tapizados en seda roja, paredes cubiertas de paneles de madera pulida, ventanas de suelo al techo cubiertas con ricos cortinajes florales. En el rincón opuesto había un piano Steinway de cola, con la tapa abierta, listo para que alguien tocara, y todo estaba delicadamente iluminado por una mezcla de extraordinaria de delicadas y ornadas lámparas de mesa y apliques de pared.

Al otro lado de la puerta abierta que estaba a su izquierda había un comedor privado, y más allá, unas puertas de cristal que se abrían a una amplia terraza exterior. Detrás, la noche parisina. Aquellas puertas eran una manera de huir, si hubiera tenido el coraje. Pero sabía que no lo tenía y que no lo haría, ni ahora ni nunca.

– Respira larga y profundamente y todo irá bien.

Raymond estaba muy cerca de ella, con los ojos llenos de brillo al mirarla. La había sorprendido en su habitación y la hizo bajar rápidamente una planta, hasta una de las suites más caras del Crillon. Aparte de Adolf Sibony, el conserje de noche, nadie sabía que estaban allí. Ni los había visto nadie entrar, ni ella había avisado de que salía de su habitación. Por encima de todo estaban sus órdenes a Sibony de que no debían molestarles.

– ¿Tan difícil te resulta decir algo?

– Yo… -Rebecca temblaba y tenía los ojos llenos de lágrimas.

Raymond se le acercó un poco más. Vaciló y luego la tocó. Sintió cómo se estremecía cuando le acarició la mejilla con el dorso de la mano, y luego la nuca hasta la garganta.

– Has empezado a decir algo… -le susurró- ¿Qué ibas a decir?

– Yo… -De pronto se apartó de él y se incorporó en la butaca. Rápidamente, su mirada se clavó en la de él-. Sí. Sí. Sí. Mil veces sí. Te quiero, siempre te he querido y siempre te querré. Sí, me casaré contigo, mi maravilloso señor, mi maravilloso Alexander Luis Cabrera.

Raymond la miró en silencio. Era el momento más magnífico de su vida y un momento que supo que llegaría desde el primer momento en que la había visto dormida delante del televisor, la noche que él se coló en casa de John Barron en Los Ángeles. Era obra de Dios. Era su sudba, su destino, y el motivo por el que estaba seguro de que había sido empujado hacia la vida de John Barron. No había pasado ni una hora ni un día sin que pensara en ella. Había sido el pensamiento, la visualización y las fantasías sobre ella lo que lo ayudaron a superar las operaciones y aquellos meses de recuperación.

Con su larga melena oscura y sus ojos penetrantes, la majestuosa longitud de su cuello y sus pómulos altos y delicados, la simple imagen de ella lo embrujaba. Rebecca era la viva imagen de la princesa Isabella María Josepha Zenaide, sobrina nieta del rey Luis III de Baviera que, a la edad de veinticuatro años, fue asesinada por unos revolucionarios comunistas en Múnich, en noviembre de 1918. Su retrato estaba colgado, entre otros, en la biblioteca privada de la casa solariega de la baronesa en el Macizo Central francés, y Raymond estaba cautivado por él desde que era niño. Y aquella fascinación no había hecho más que crecer a medida que se fue convirtiendo en un hombre. Regia, bellísima, inolvidable, tenía la edad de Rebecca cuando murió. Y ahora, en su mente y en sus fantasías, volvía a vivir, reencarnada en la hermana de John Barron.

Se la describió, casi sin aliento, a la baronesa cuando ésta fue a verlo junto a su cama, en su rancho de Argentina después de sus primeras operaciones. Rebecca era realmente su sudba, su destino, le dijo. La mujer a la que debía convertir en su esposa.

Fue la manera en que hablaba de ella -una y otra vez, durante meses, mientras la baronesa supervisaba su larga recuperación y la laboriosa rehabilitación de sus operaciones médicas y cosméticas- lo que hizo abrir los ojos a la baronesa del efecto que Rebecca había causado sobre aquel hombre del que era la guardiana legal. En sus ojos había una luz que no le había visto nunca, y sabía que si Rebecca era realmente como él la describía y, en función de su estado mental, podía sanarse y ser moldeada de la manera adecuada, podría representar un papel clave que faltaba en el futuro de ambos.

En poco tiempo siguió el rastro de Rebecca hasta el santuario de Saint Francis en Los Ángeles y se enteró de que su cuidado estaba al cargo de la doctora Flannery. A las pocas horas el ordenador personal de la doctora fue pirateado y el expediente de Rebecca copiado. La baronesa supo así adonde había ido Rebecca y el nombre del terapeuta al que había sido transferida. En muy poco tiempo, los archivos del ordenador en la Balmore de la doctora Maxwell-Scot fueron espiados y la baronesa se enteró de la enfermedad que afectaba a Rebecca y de su excelente prognosis. También se enteró de quién era el garante de los honorarios clínicos de Rebecca: su hermano, Nicholas Marten, que primero residía en Londres, en el hotel Hampstead Holiday Inn y más tarde, en el número 221 de Water Street, en Manchester, Inglaterra.

El hecho de que Rebecca ya se encontrara en Europa simplificaba bastante las cosas. Lausana, Suiza, era la sede europea de la corporación que Alexander presidía, y Suiza era un escenario ideal para que le presentaran a Rebecca e iniciar su relación.

La experiencia de maître Jacques Bertrand, el abogado residente en Zúrich de la baronesa, entró en juego de inmediato. A los pocos meses los agentes inmobiliarios encontraron un elegante balneario privado en Neuchâtel, a poca distancia por carretera de Lausana. Se hizo una oferta para su adquisición, pero sus dueños dijeron que no estaba en venta. Se hizo una segunda oferta, que también fue rechazada. Pero la tercera no lo fue. El precio era fabuloso.

En cuarenta y ocho horas se saldó la venta. Joseph Cumberland, un prominente abogado de Londres, convocó una reunión con Eugenia Applegate, presidenta de la Fundación Balmore. En la misma, le habló de un cliente que era un gran admirador del trabajo que se hacía en la clínica y que había adquirido recientemente un balneario a orillas del lago Neuchâtel, en Suiza. Dicho cliente, que deseaba permanecer en el anonimato, estaba dispuesto a donar la finca y sus terrenos a la fundación. Además se establecía un sistema de becas privadas para hacer posible el funcionamiento de la institución y para cubrir los gastos de los pacientes. La esperanza era que aquel lugar, alejado del bullicio, el ruido y las distracciones de Londres, permitiría a los terapeutas desarrollar un programa concentrado que, con acceso inmediato al aire libre y, por lo tanto, a las actividades físicas como el remo y el senderismo, pudiera acelerar el proceso de curación de sus pacientes y, así, reducir considerablemente el período de terapia.

El número de pacientes iba a limitarse a las habitaciones privadas disponibles, que eran veinte, y serían supervisados por personal elegido por la fundación. Acto seguido, puesto que el donante había hecho las diligencias pertinentes y había estudiado cuidadosamente la operativa de la clínica durante los meses recientes, se sugería firmemente que el equipo médico inicial incluyera a algunos de los psicoterapeutas actuales de la Balmore, los doctores Alistair James, Marcella Turnbull y Anne Maxwell-Scot, que se llevarían, por supuesto, a sus pacientes más habituales.

Y entonces venía lo último. Debido a la situación con Hacienda del donante, la transmisión del título de propiedad y el inicio de operación de las instalaciones debía tener lugar en un periodo no superior a treinta días. Si esto era o no factible debía decidirlo la propia fundación.

Para la Balmore, para la fundación, el regalo era enorme. Al cabo de treinta y seis horas, un grupo de miembros del consejo de la fundación había visitado el lugar, los abogados de la Balmore habían sido consultados y la propuesta fue aceptada. Dos días más tarde se intercambiaron la documentación. El domingo 19 de mayo, con dos días de ventaja sobre la fecha límite, las instalaciones fueron equipadas, repintadas y bautizadas con el nombre Jura, por las cercanas montañas de Jura, y se inauguraron. El martes 21 de mayo, el centro estaba en pleno funcionamiento con los doctores James, Turnbull y Maxwell-Scot y sus pacientes principales instalados, Rebecca la primera de todas.

Fue una hazaña hecha realidad sólo gracias a una fortuna extraordinaria y a una chutzpah sin igual, dos elementos que la baronesa poseía en abundancia. Sin embargo, todavía no había terminado. Al mes siguiente, y petición de Alexander, Gerard Rothfels y su familia se mudaron de Lausana a Neuchâtel y, poco después, Alexander Cabrera fue introducido en la vida de Rebecca.

Y un poco más de siete meses después de su primer encuentro en Jura, y por voluntad propia, Rebecca accedía a convertirse en su esposa.

– Qué hijos tan hermosos tendremos -le susurró él, atrayéndola hacia él-. Qué hijos tan hermosos.

– Sí. -Rebecca se rio y lloró y trató de enjugarse las lágrimas, todo al mismo tiempo-. Tendremos unos hijos muy, muy hermosos.

Todo aquello era increíble. Y Alexander lo sabía.

45

00:30 h


Rebecca observó a Alexander levantarse del sofá y cruzar la estancia para atender la llamada en su móvil.

Con una copa de champán en la mano y un poco borracha por primera vez en su vida, se preguntó cuántas veces lo había visto hacer aquel gesto. Estaban profundamente enamorados y acababan de comprometerse en matrimonio. Aquél debía haber sido un interludio tranquilo y muy personal en sus vidas, pero él, de todos modos, contestó al teléfono. Siempre estaba ocupado, siempre trabajando. Le llegaban llamadas de cualquier rincón del mundo prácticamente a cualquier hora, y él contestaba siempre. Todo lo hacía rápida e intensamente, pero, al mismo tiempo, mostraba siempre una delicadeza extrema, en especial hacia ella. Eran características muy similares a las de su hermano y por un momento pensó en lo notable que era el parecido entre ellos y se preguntó si, cuando se conocieran, podrían convertirse en amigos para siempre. Esta idea le hizo darse cuenta de que no tenía más remedio que revelarle a Alexander su pasado, en especial ahora que había aceptado convertirse en su esposa.


– Bajo en cinco minutos.

Alexander colgó el teléfono y se volvió a mirarla.

– Era Jean-Pierre, que me espera fuera en el coche. Parece ser que tu hermano ha venido a verte al hotel.

– ¿Mi hermano?

– Seguro que ha intentado ponerse en contacto contigo y no ha podido. Irá al mostrador de recepción a pedir que llamen a tu habitación. Si no estás allí, armará un pequeño revuelo y mandarán a alguien a buscarte.

Alexander experimentó la misma sensación que había tenido dos horas antes, cuando vio a Marten delante del piso de la rue Huysmans. Éste era el motivo por el que debía ser asesinado. Dejarlo vivir ni que fuera un día más era flirtear con el momento en que dejaría de estar medio paso por detrás de él para caerle justo encima y a punto de asfixiarlo. Pero, aun con aquel riesgo creciente, ahora no podía matar a Marten. Davos se estaba acercando y, además, la muerte de su hermano provocaría en Rebecca un torbellino emocional que probablemente la mandaría de nuevo al punto del colapso, y eso era algo que no dejaría que ocurriera.

– ¿Lo quieres conocer? -Rebecca se había levantado de pronto y se dirigía hacia él, feliz y sonriente-. Ahora, esta noche, para que podamos darle la noticia.

– No, esta noche no.

– ¿Por qué? -Se detuvo, con la cabeza ladeada, contrariada.

Alexander la miró en silencio. No se encontraría con Marten, no podía correr el riesgo de que, de alguna manera, Marten lo reconociera, hasta que llegara el momento de liquidarlo.

– Rebecca -Alexander se acercó a ella y le tomó las manos delicadamente entre las suyas-, sólo tú y yo sabemos lo que ha ocurrido esta noche entre nosotros. Por varios motivos, es muy importante que guardemos nuestra felicidad como un secreto entre nosotros unos cuantos días más. Más adelante lo anunciaremos y organizaremos una celebración magnífica en Suiza, a la que, por supuesto, invitaremos a tu hermano. Y cuando nos conozcamos, lo abrazaré con todo mi cariño, respeto y buena voluntad.

»Pero esta noche, querida, vuelve a tu habitación. Cuando tu hermano llame dile que estabas agotada y te habías quedado dormida en la bañera y que no has oído el teléfono. Invítalo a subir y, mientras tanto, ponte un albornoz y recógete el pelo con una toalla en la cabeza como si acabaras de salir del baño.

– ¿Quieres que le mienta incluso ahora?

Alexander sonrió.

– No más de lo que lo has hecho todo este tiempo. Siempre ha sido un juego, ¿no es cierto? Y un juego que has jugado muy bien.

– Sí, pero…

– Pues sigamos con el juego, al menos unos días más. Hasta ahora has confiado en mí, confía en mí otra vez. Pronto entenderás por qué. Lo que el futuro nos depara, cariño, no podrías empezar ni a imaginártelo en tus fantasías más descabelladas.

46

El apartamento del número 27 de la rue Huysmans.

El mismo día, 16 de enero, a las 3:05 h


Nicholas Marten se dio la vuelta en el sofá del despacho de Armand. Todavía tenso y aprensivo, volvió a repasar mentalmente lo ocurrido durante las últimas horas.

Extremamente preocupado por la seguridad de Rebecca pero sin querer despertar a unos agotados Armand o Nadine, ni asustar a una gente que emocionalmente ya había sufrido un buen golpe, sencillamente decidió abandonar el apartamento solo, salió a la calle y paró un taxi.

A las doce y media llegaba al hotel Crillon. Sin afeitar y en vaqueros, con unas viejas zapatillas deportivas y una sudadera, entró en el vestíbulo y se dirigió directamente al mostrador de recepción, donde sus exigencias obsesivas al recepcionista le valieron la rápida atención del servicio de seguridad del hotel y luego la del portero de noche. Finalmente, cuando consiguió hablar por teléfono con Rebecca, subió a su habitación acompañado del personal de seguridad. Cuando llamaron, ella abrió la puerta envuelta en un estiloso albornoz del Crillon y con el pelo envuelto en una toalla. Apurada, la chica le dio un beso en la mejilla y le dijo lo mismo que le había dicho por teléfono cuando la llamó desde recepción. Que tomó un baño caliente y se quedó dormida. Cuando él le respondió que eso no era típico de ella y le preguntó por el olor a alcohol de su aliento, ella se limitó a responder que había sido un día largo y lleno de emociones y que le hotel le había ofrecido una botella de champán Tattinger como cortesía, y que antes de entrar en el baño se había tomado una copa. Y ésta era probablemente la explicación de que se hubiera quedado dormida.

Aquella idea le hizo sonreír. Cómo había cambiado. Ahora era una mujer, y muy bella, que hablaba varios idiomas y, en muchos aspectos, era mucho más sofisticada de lo que él sería nunca. Sin embargo, como su enfermedad le había robado una parte tan importante de su adolescencia, en muchas cosas seguía siendo tan niña, ingenua e inexperta en las realidades de la vida y del amor. Algunas veces, a medida que su curación progresaba y él la iba a visitar a Neuchâtel, la tanteaba haciéndole preguntas banales sobre su vida personal y sus amigos del sexo opuesto. Su respuesta había sido siempre poner una sonrisa picara y decir algo así como «tengo amigos». Y, llegado este punto, él dejaba de insistir, mientras por dentro le deseaba todo lo mejor, toda la felicidad del mundo, y dejaba que ella misma encontrara su camino.

Dios, cuánto la quería.

47

3:20 h


¡Cric!

Marten se incorporó al oír un ruido al otro lado de la puerta. Escuchó.

Nada.

De pronto apartó las mantas a oscuras y se acercó a la puerta para escuchar de nuevo.

Todavía nada.

Tal vez se hubiera quedado dormido y estuviera soñando, o -el despacho de Armand estaba justo al lado del recibidor-, tal vez alguien de uno de los apartamentos de arriba había entrado y subido por las escaleras, o tal vez eran sólo sus nervios.


3:30 h


Estaba totalmente desvelado. Por primera vez pensó en Clem. Tendría que haberla llamado mucho antes y, al menos, contarle lo que había estado ocurriendo. Pero no lo había hecho; el vendaval de emociones y acontecimientos había sido demasiado intenso. Ahora, estuviera todavía en Ámsterdam o de regreso en Manchester -a esas alturas le resultaba imposible de recordar su ruta-, era demasiado tarde. Lo que haría sería buscarla por la mañana y llamarla nada más levantarse.


3:35 h


Raymond. No podía quitarse de la cabeza la idea de que pudiera estar vivo y en París.


3:40 h


Clic.

Encendió una pequeña lámpara halógena que estaba en la mesa de despacho de Armand, se sentó, abrió la carpeta archivadora de Dan Ford y encontró un apartado llamado DICIEMBRE. El asesinato de Alfred Neuss fue lo que desencadenó las ganas de Ford de investigar la «incineración» de Raymond, pero Neuss había sido asesinado hacía tan sólo unos días, de modo que no tenía ni idea de lo que podía encontrar en el archivo Diciembre, a menos que Ford ya estuviera intrigado por las acciones de Raymond en Los Ángeles y hubiera estado investigando secretamente por su lado. Tal vez hubiera incluso alguna referencia al hombre llamado Jean-Luc, una persona de la que ni Armand ni Nadine habían oído nunca hablar a Dan. Eso confirmaba lo que Marten había supuesto antes, que Jean-Luc era algún tipo de conocido, ese tipo de personaje con el que todos los periodistas flirtean y que les proporcionan pistas. Y puesto que Ford había salido voluntariamente en medio de la noche, parecía obvio que cualquiera que fuera el tema que acudía a comentar con Jean-Luc debía de ser relativamente inofensivo. O eso había pensado.


4:10 h


De momento, nada más que una admiración más profunda por Dan y por el trabajo exhaustivo que llevaba a cabo y que lo convirtió en el tipo de periodista que había sido. Había notas manuscritas y recortes de periódicos de toda Europa, ideas y esquemas de trabajo para reportajes hasta los cinco meses siguientes sobre temas tan variados como exposiciones de jardines, política local e internacional, medicina, deportes, negocios, sociedad y el mundo del espectáculo.


4:40 h


Marten giraba una página, luego otra. Entonces se tropezó con un artículo impreso del London Times digital. La noticia hablaba de la concesión del título de sir por parte de la reina al magnate de la prensa internacional Peter Kitner, casi un año antes.

Sorprendido, Marten apartó la hoja. Era un acontecimiento de hacía tiempo, ¿por qué se encontraba en el archivo de ese diciembre? Miró la página siguiente y lo descubrió: delante de él había el menú formal de una cena que iba a celebrarse en una residencia privada. Estaba impreso en una tarjeta de cartón de calidad con letras doradas y en relieve, y anunciaba lo que parecía una cena ceremonial que iba a celebrarse en París el 16 de enero.


Carte Commémorative

En l'honneur de la

Famille Splendide Romanov

Paris, Trance, le 16 janvier

151, Avenue George V


El francés de Marten era prácticamente inservible, pero no resultaba difícil de entender lo que acababa de leer. Una carta conmemorativa en honor de la «espléndida» familia Romanov para una cena que se celebraría en París el 16 de enero; casi todos los platos que iban a servirse eran rusos.

De pronto se dio cuenta de que hoy era el 16 de enero. ¡La cena era esta noche! Lentamente, casi hipnotizado, giró la tarjeta de la carta. Escrito del puño y letra de Ford ponía «asistirá Kitner» y luego, abajo, con la misma letra, ponía «Jean-Luc Vabres-Menú #l».

Una cena conmemorativa para la que supuso era la legendaria familia Romanov. La familia imperial de Rusia. ¡Rusia! Volvía a aparecer Rusia. Y Peter Kitner estaba invitado.

Marten volvió a mirar el recorte sobre el nombramiento de Kitner.

– Dios mío -masculló entre dientes. Kitner había sido nombrado sir en Londres el miércoles 13 de marzo del año pasado. Ése fue el día después de que Neuss se marchara de Beverly Hills con destino a Londres, lo cual significaba, debido a la duración del vuelo y la diferencia horaria, que el 13 de marzo era el día en que Neuss habría llegado a Londres. ¿Era posible que hubiera ido a ver a Kitner? Neuss le había dicho a la policía metropolitana de Londres que había ido a Londres por negocios. Eso hizo que Marten se preguntara por qué tipo de negocios, y si los investigadores le habrían pedido los detalles de los mismos. Si así fue, no lo hicieron constar en su informe, y desde luego él no podía llamarlos ahora para pedir que lo pusieran en contacto con uno de los investigadores originales. Marten apretó el puño con un gesto de frustración y desvió la mirada, mientras intentaba decidir qué hacer. De pronto se le ocurrió una persona a la que podía llamar. Alguien que podía saberlo muy bien.

Miró bruscamente al reloj. Eran casi las cinco menos cuarto de la madrugada del jueves en París, lo cual significaba que eran las ocho menos cuarto de la tarde en Beverly Hills. Marten buscó el móvil en su chaqueta. Un bolsillo, luego el otro, y luego el bolsillo interior. El teléfono no estaba. No sabía qué le había ocurrido, si lo había perdido o dejado en alguna parte, pero daba igual porque no lo tenía. De inmediato, sus ojos localizaron el teléfono que había en el despacho de Armand. No quería utilizarlo por miedo a que su llamada pudiera ser rastreada. Pero a aquella hora del día y con la presión del tiempo por la cena de los Romanov esa noche, no tenía más remedio.

Cogió rápidamente el auricular, marcó el cero y pidió que le pasaran con AT &T. En veinte segundos lo habían transferido al directorio de información telefónica de Los Ángeles y pidió que le facilitaran el teléfono del domicilio de Alfred Neuss en Beverly Hills. Le dijeron que el número no figuraba como disponible. Marten hizo una mueca y colgó. Había un número especial que la policía y otros servicios de emergencia usaban para acceder a los teléfonos que no figuraban en la guía. Lo sabía porque él mismo lo había utilizado muchas veces desde el LAPD. Lo único que ahora podía esperar era que todavía funcionara y que ni el sistema ni el número hubieran cambiado.

Volvió a coger el auricular, marcó el cero y pidió de nuevo línea con AT &T. Al cabo de un momento se la dieron y marcó el número. Le salió una voz masculina que, para su alivio, le confirmó que había accedido al servicio que quería. Respiró y luego se identificó como el detective del LAPD Gene VerMeer, de Robos y Homicidios, diciendo que estaba involucrado en una importante investigación en el extranjero y que llamaba desde París. A los pocos segundos ya disponía del teléfono personal de Alfred Neuss. Colgó y volvió a iniciar el proceso de obtener línea a través de AT &T. Al cabo de un instante marcó el número y esperó, preocupado por que, debido a la publicidad generada por el asesinato de Neuss, lo único que obtendría sería algún tipo de grabación o contestador. Pero, para su sorpresa, una mujer se puso al teléfono.

– ¿La señora Neuss, por favor?

– ¿Quién llama?

– Soy el detective Gene VerMeer, del departamento de Policía de Los Ángeles, división de Robos y Homicidios.

– Soy la señora Neuss, detective. ¿No hemos hablado alguna vez?

Marten sintió la extrañeza en su voz.

– Sí, por supuesto, señora Neuss -reaccionó rápidamente-. La llamo desde Francia, la conexión no es muy buena. Estoy en París investigando el asesinato de su marido con la policía local.

Marten se frotó la camisa con el auricular para simular ruidos que dificultaban la conexión. No sabía si eso funcionaría pero lo dio por bueno mientras se dedicaba una sonrisita para sus adentros-. Señora Neuss, ¿sigue ahí?

– Sí; dígame, detective.

– Empezaremos por el día en que su esposo aterrizó en París y luego iremos hacia atrás. -De pronto Marten se acordó de lo que Dan Ford le había dicho cuando volvían del aeropuerto. Era algo que le había parecido poco importante a la luz de todo lo que estaba ocurriendo en aquel momento y tal vez todavía lo fuera, pero ahora tenía la oportunidad de preguntarlo antes de seguir con lo demás-. Su marido voló de Los Ángeles a París, y luego tomó un vuelo de conexión a Marsella antes de seguir hasta Mónaco.

– Yo no sabía lo de Marsella hasta que ustedes me lo dijeron. Supongo que era simplemente una conexión conveniente.

– ¿Está segura?

– Detective, ya le he dicho que no lo sabía. Tampoco le pedí que me detallara su itinerario. No era ese tipo de esposa.

Marten vaciló. Tal vez fuera cierto. Tal vez la parada en Marsella fuera tan sólo una conexión conveniente.

– Permítame que me remonte un poco más atrás. -Ahora Marten llegó al tema que le importaba-. Creo que usted y él estuvieron en Londres el año pasado. El trece de marzo, para ser exactos.

– Sí.

– Su marido le dijo a la policía de Londres que había ido por negocios.

– Así es.

– ¿Sabe exactamente de qué negocios se trataba? ¿Con quién se reunió?

– No, lo siento. Estuvimos muy pocos días. Salía por la mañana y no volvía a verlo hasta la noche. No sé lo que hacía durante el día. No me hablaba de este tipo de cosas.

– ¿Qué hacía usted mientras tanto?

– Salía de compras, detective.

– ¿Cada día?

– Sí.

– Una pregunta más, señora Neuss. ¿Era su marido amigo de Peter Kitner?

Marten oyó una pequeña expulsión de aire, como si la pregunta la hubiera cogido fuera de juego.

– Señora Neuss -la apremió-, le he preguntado si su marido era amigo de…

– Es la segunda persona que me lo pregunta.

Marten, de pronto, se reanimó:

– ¿Quién fue la primera?

– Un tal señor Ford, del Los Ángeles Times, llamó a mi marido un poco antes de Navidad.

– Señora Neuss, el señor Ford acaba de ser hallado muerto, asesinado, aquí en Francia.

– Oh… -Marten sintió su fuerte reacción-. Lo siento mucho.

– Señora Neuss -la volvió a presionar Marten-, ¿conocía su marido a Peter Kitner?

– No, no lo conocía -contestó rápidamente-. Y ya se lo dijo al señor Ford.

– ¿Está segura?

– Sí, estoy segura.

– Gracias, señora Neuss.


Marten colgó el teléfono, con su pregunta sin contestar. La señora Neuss le había mentido al responder que su marido no conocía a Peter Kitner. Que Ford le hubiera hecho exactamente la misma pregunta le sorprendía poco porque, por la razón que fuera, estaba interesado en Kitner y pensó que había algún tipo de relación entre los dos. Por qué había esperado tanto tiempo en intentar descubrirlo resultaba difícil de juzgar, a menos que se hubiera encontrado con la noticia de Kitner justo antes de Navidad y que la coincidencia de la fecha del 13 de marzo se le hubiera ocurrido entonces. Eso le hizo preguntarse si Ford habría intentado llamar a Kitner para preguntarle sobre Neuss… y si él habría respondido lo mismo. Por desgracia, la probabilidad de hablar por teléfono directamente con alguien como Kitner, y luego conseguir que respondiera a preguntas de carácter personal, era semejante a cero hasta para un periodista, o para un policía, a menos que tuvieran algún tipo de sospecha muy fundada de que Kitner hubiera cometido algún crimen. Además, si lo intentaba, se arriesgaba a que la gente de Kitner descubriera su identidad. De modo que, al menos de momento, dejó la idea aparcada.

Sin embargo, poniendo la llamada de Ford a Neuss en perspectiva, había tenido lugar mucho después de que el ruido por el asunto de Raymond Thorne y su interés en el joyero de Beverly Hills se hubiera calmado. De modo que si había alguna relación entre Neuss y Kitner, en especial teniendo en cuenta la fecha del 13 de marzo, a estas alturas los dos Neuss ya habrían tenido tiempo de ensayar un simple «no, Alfred Neuss no conoce a Peter Kitner» de respuesta, en especial si intentaban esconder el hecho de que los dos hombres se conocían y se habían encontrado en Londres e intentaban mantenerlo en secreto. Y Ford, con nada más concreto que una coincidencia de fechas, lo había sencillamente aceptado y había proseguido con sus asuntos.

Desde entonces, Neuss había sido asesinado y la policía y los periodistas habrían disparado preguntas desde todas las direcciones. Y la señora Neuss, todavía consternada por la pérdida de su esposo y con los nervios todavía desquiciados, aunque nadie más le hubiera preguntado sobre Kitner y su esposo, había sido pillada fuera de guardia por la pregunta de Marten y, sin darse cuenta, se había delatado. Nick Marten (o más bien, John Barron) había sido detective de homicidios el tiempo suficiente como para detectar el pequeño grito ahogado e identificarlo como sorpresa. De modo que la respuesta era sí. Alfred Neuss conocía a Peter Kitner. Pero, más concretamente, ¿se conocían lo bastante como para que Neuss hubiera visitado a Kitner en Londres el marzo pasado? Y si era así, ¿por qué? ¿Y por qué entonces? ¿Sobre qué asunto? ¿Y por qué lo ocultaban, tanto Neuss como su esposa?

Ahora Halliday había muerto en París y Dan Ford había sido asesinado por haber ido a reunirse con Jean-Luc Vabres, fuera quien fuese. De pronto Marten se preguntó por qué Ford había escrito la nota sobre la asistencia de Kitner a la cena de los Romanov y por qué, después de que Neuss hubiera sido asesinado y todo apuntara a algún tipo de trama rusa, ni siquiera le había mencionado aquella cena. Tal vez la respuesta fuera que Ford sospechaba algo pero no tenía pruebas y quería mantener a Marten al margen. O tal vez, como con todo lo demás -desde la casa de Uxbridge Street hasta I.M. y el Penrith's Bar, el 7 de abril/Moscú, e incluso el avión fletado- no había nada tangible, y sencillamente consideró la cena de los Romanov como un simple eco de sociedad de esos que a la gente le gusta leer en la prensa. Al fin y al cabo, esto también formaba parte de su profesión.

El problema era que Marten sabía ahora que entre Alfred Neuss y sir Peter Kitner había existido algún tipo de relación. De qué se trataba y cuál era su conexión con la familia Romanov, en estos momentos no tenía forma de saberlo.

De pronto se le ocurrieron dos ideas en rápida sucesión. La primera: ¿qué se conmemoraba con aquella cena?

La segunda: si el menú número 1 tenía un numeral, ¿significaba que había un menú número 2? Si lo había, ¿cuál era la ocasión? ¿Dónde iba a celebrarse y cuándo? Y si había un menú número 2, ¿por qué asunto había ido Ford a ver a Jean-Luc? ¿Y por qué en medio de la noche y en un lugar tan remoto? Por otro lado, no tenía sentido, porque Lenard había preguntado por un mapa. Volvió a mirar el menú.

Carte Commémorative.

¿Carte? ¿Qué significaba?

Junto a la lámpara, al otro lado de la mesa de Armand, había una pequeña pila de libros. Todos estaban en francés menos uno: un diccionario Francés-Inglés. Rápidamente lo cogió y lo abrió por la letra C. En la sexta página encontró carte. Significaba {marine, du del) carta; [de fichier, d'abonnement, etc., á jouer), ficha; (au restaurant) carta, menú; (de géographie), ¡mapa!

¡Mapa!

Tal vez Kovalenko hubiera malinterpretado el francés y pensó en «mapa» cuando el significado que realmente aplicaba era «menú».

Marten dejó el diccionario y revisó todo el resto del archivo de Ford buscando más sobre un segundo menú, Kitner, los Romanov o Jean-Luc Vabres, pero no encontró nada hasta que se tropezó con un sobre de nueve por doce centímetros marcado con la palabra kitner escrita a lápiz. Lo abrió y encontró una serie de fotocopias de artículos sobre Peter Kitner extraídas de las bases de datos de varios periódicos de todo el mundo. La mayoría incluían fotos del alto, distinguido y canoso Kitner y estaban en inglés, aunque había varios en idiomas distintos: alemán, italiano, japonés y francés. Un repaso rápido le dijo que la mayoría eran elogios de Kitner, su familia, su condecoración como Sir de la corona británica, la construcción de su imperio de comunicaciones desde sus orígenes como hijo de un relojero suizo moderadamente adinerado. Por lo que podía deducir, no había nada que pudiera indicar el motivo que lo llevaría a asistir a una cena en, honor de los Romanov, aparte del hecho de ser sir Peter Kitner y probablemente formar parte de la lista de privilegiados de miles de celebraciones sociales que tenían lugar por el mundo en cualquier momento. En cuanto al buscado segundo menú, o tal vez alguna referencia al mismo, o a Jean-Luc Vabres, no había nada.

Finalmente, Marten volvió a guardar los recortes y cerró el archivador. Cansado y desanimado por no haber podido descubrir nada más, se estaba levantando, dispuesto a meterse en la cama, cuando sus ojos se tropezaron con la agenda de Halliday y, de pronto, se preguntó si podía haber algo que se le hubiera pasado por alto en aquel amasijo caótico de papeles y de notas. Tal vez Halliday también se hubiera tropezado con los Romanov o con Kitner.

Abrió la agenda y volvió a repasarla, esta vez buscando expresamente alguna referencia a Kitner, a los Romanov, a Jean-Luc Vabres o a un menú.


5:20 h


Completamente agotado y sin haber encontrado nada, llegó a la última página de la agenda. Las únicas páginas todavía intactas de esta revisión eran los papeles sueltos embutidos en la cubierta trasera, que había empezado a mirar antes. Dio un fuerte suspiro e hizo un último esfuerzo y las volvió a sacar. Vio las mismas fotos de los niños de Halliday y los cheques de viaje que había visto antes, y luego el billete electrónico de Halliday y su pasaporte. Sin ningún motivo especial, abrió el pasaporte. La foto de Halliday se lo quedó mirando. La observó unos segundos, se dispuso a cerrarlo y no lo hizo. Algo lo atrajo hacia los ojos de Halliday. Era casi como si el detective asesinado lo estuviera llamando desde el otro lado, tratando de decirle que siguiera buscando. Pero ¿dónde? Lo había mirado todo, no había nada más. Poco a poco, Marten cerró el pasaporte, lo puso con el resto de papeles y luego empezó a meter otra vez los papeles en la solapa. Fue entonces cuando vio el bulto raro en el que el soporte de cartón de la parte de calendario de la agenda había sido metido por dentro de la solapa de piel de la cubierta. Pensó que el bulto era tan sólo que el cartón se había arrugado y trató de alisarlo, para que los papeles entraran más fácilmente en el bolsillo. Pero no lo logró.

– Maldita sea -blasfemó, cansado de intentarlo. Entonces se dio cuenta de que el bulto no era una arruga del cartón sino algo más. Sacó todo el cartón y abrió el bolsillo de la solapa de piel. Dentro vio un pequeño paquete de tarjetas de tres por cinco atadas con una goma elástica. Rápidamente sacó el paquete y le quitó la goma. Las tarjetas se abrieron. En medio había un solo disquete de ordenador.

Marten sintió que el corazón se le aceleraba. Respiró hondo una vez y otra y encendió el ordenador de Armand. Metió el disquete y lo seleccionó. El único archivo que contenía se llamaba Tonterías, como si fuera algún tipo de juego de ordenador, o de archivo con chistes que alguien le hubiera pasado a Halliday y él se lo hubiera guardado en la solapa de la agenda y se le hubiera olvidado.

Desanimado, seleccionó de todos modos el archivo. Una décima de segundo más tarde se le abrió en la pantalla y su desánimo se disipó.

– Dios mío -suspiró. TONTERÍAS era una copia del expediente de Raymond que había desaparecido del archivo de detenciones del LAPD. En él había fotos claras de frente y de perfil y sus huellas digitales. Por la información que tenía Marten, éstas eran las únicas copias de sus huellas digitales que seguían existiendo.


5:50 h


Marten sacó bruscamente el archivo del ordenador y lo apagó. Luego volvió a guardar el disco entre las tarjetas, las volvió a atar con la goma elástica y las metió de nuevo en la agenda de Halliday, que ató a su vez con las gomas más grandes. La pregunta era qué haría ahora. Tenía que dormir, al menos un rato, pero también tenía que proteger aquella información. Entonces se acordó del patio que había junto al comedor del apartamento de Armand, que estaba en una planta baja.

Se levantó rápidamente, cogió la agenda de Halliday y el archivador de Ford, abrió la puerta con cuidado y salió al pasillo a oscuras.

48

Al cabo de unos segundos Marten entró en el comedor y miró el pequeño patio que separaba el edificio de Armand del vecino a través de los grandes ventanales. No era mucho, pero era suficiente, en especial si la policía -con Kovalenko, que ya desconfiaba de él, y una vez registrado el apartamento de Dan Ford palmo a palmo con un equipo científico- tenía alguna sospecha de que algo no estaba bien, o faltaba, o no estaba como debería estar y venía a hacer preguntas, tal vez incluso con una versión francesa de una orden de registro.

Era un americano que vivía en Inglaterra, atrapado en una serie de asesinatos turbios en Francia, y conocía a dos de las víctimas personalmente. Si la policía encontraba el material de Ford y Halliday en sus manos, Lenard no sólo lo arrestaría de inmediato por ocultar pruebas, sino que se pondría lo bastante furioso como para mandar su foto y sus huellas a la Interpol para ver si había alguna orden de captura contra él en otros países. ¿Y quién sabe si sus amigos del LAPD no habían sacado ya un aviso de búsqueda de Código Amarillo/Persona desaparecida en la Interpol, con la esperanza remota de que alguien pudiera identificarle? Y entonces ¿qué? Todo saldría a la luz; quién era, dónde estaba, la situación de Rebecca, todo. Hasta Hiram Ott en Vermont podía quedar expuesto y ser denunciado por haber pasado ilegalmente la identidad de un muerto a otra persona.

Y entonces ocurriría lo que había temido antes. En muy poco tiempo, pene VerMeer o algún otro enviado o enviados llegarían a ejecutar la venganza por aquellos que en el LAPD seguían considerándolo todavía responsable de las muertes de Polchak, Lee y Valparaiso y por destruir la brigada. Era algo que no podía permitir que pasara. Por otro lado, seguía siendo su guerra. Lo que había descubierto en los archivos de Dan Ford y en el disquete de Halliday le acercaba más que nunca a ella.


La esposa de Armand conservaba su pequeña cocina limpia y bien ordenada, y a Marten le llevó muy poco tiempo encontrar lo que buscaba, una caja de bolsas de basura opacas. Sacó una, metió dentro la agenda de Halliday y el archivador de Ford, la cerró con una goma elástica y volvió a entrar en el comedor. Allí encendió una lamparita, abrió las puertas de cristal y salió al frío aire de la madrugada. Con la tenue luz de la lámpara podía ver el patio, que medía apenas cuatro por siete metros, con un muro de tres metros de altura al fondo que lo conectaba a los edificios de apartamentos de ambos lados. El propio muro estaba lleno de parras desnudas con unos cuantos arbustos perennes delante y una fuente grande de ladrillo que en invierno no se usaba, muy arriba.

Avanzó cinco pasos y Marten alcanzó el muro y empezó a treparlo. Sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad y podía ver un callejón estrecho al fondo con varios cubos de basura en el suelo, inmediatamente debajo. Se giró un poco y miró en la fuente. Aparte de unas cuantas hojas caídas que tenía acumuladas al fondo, estaba vacía. Rápidamente, metió la bolsa de basura dentro y la tapó con las hojas. Entonces se dio la vuelta y saltó al suelo.

El cielo estaba todavía oscuro cuando volvió a entrar en el apartamento y cerró la puerta del patio. Al cabo de tres minutos estaba en el sofá, en el despacho de Armand, tapado con una manta y con la cabeza apoyada en la almohada. Tal vez se hubiera protegido de la policía, tal vez no. Tal vez ni siquiera llegaran a venir y hubiera sido demasiado cauto. Al menos tenía la tranquilidad de saber que los archivos de Dan y la agenda de Halliday estaban escondidos en un lugar difícil de encontrar y del que los podía volver a recuperar más tarde, desde el callejón, si le era preciso. Respiró hondo y se dio la vuelta. Lo único que quería hacer ahora era dormir.

49

Hendaya, Francia. Estación de tren de la frontera francoespañola.

Jueves 16 de enero, 6:30 h


Estaba todavía oscuro cuando tres hombres y dos mujeres bajaron del tren cruzando por en medio del grupo de pasajeros que embarcaban. Se dirigieron hacia un Alfa Romeo sedán gris oscuro estacionado en el parking de la estación. Iban vestidos con sencillez y hablaban en español; tenían todo el aspecto de ser españoles de clase media a punto de entrar en Francia. Los dos primeros hombres eran más mayores y llevaban las maletas de las mujeres además de las suyas propias. El tercero tenía unos veintidós años, era delgado y aniñado, y llevaba su propia maleta. Las mujeres eran su madre y su abuela. Los otros hombres eran guardaespaldas.

Al llegar al coche, uno de los guardaespaldas retrocedió para vigilar lo que estaba ocurriendo a su alrededor. El otro metió las maletas en el maletero. Al cabo de dos minutos el Alfa salía del parking. Cinco minutos más y se encontraba acelerando por la autopista A63, alejándose de la frontera española hacia la localidad costera francesa de Biarritz, con los guardaespaldas sentados delante y las dos mujeres y el hombre más joven detrás.

Octavio, el hombre que conducía, de pelo oscuro y con una estrecha cicatriz en el labio inferior, ajustó el retrovisor. Unos doscientos metros detrás de ellos vio un Saab negro de cuatro puertas que los seguía. Sabía que el Saab seguiría allí cuando salieran de la A63 en dirección este, y también cuando se pusieran en dirección norte y pasaran por Toulouse por la A20, dirección París. Dos coches, cuatro guardaespaldas que protegían a los tres que habían llegado tan discretamente desde España: la gran duquesa Catalina Mikhailovna de la familia imperial rusa Romanov en el exilio; su madre, la gran duquesa María Kurakina, viuda del gran duque Vladimir, un primo del zar Nicolás II; y su hijo de veintidós años, el gran duque Sergei Petrovich Romanov, el hombre al que las casas reales de todo el mundo reconocían como el heredero legítimo del trono de Rusia, el cual, si la monarquía llegaba a restaurarse, se convertiría en el primer zar de Rusia desde que Nicolás Alexandrovich Romanov, Nicolás III, fuera asesinado con su esposa y sus cinco hijos el principio de la Revolución rusa, en 1918.

La gran duquesa Catalina miró brevemente a su hijo y luego se volvió hacia atrás, a mirar al Saab que los seguía y luego al oscuro paisaje exterior. En poco más de doce horas estarían en París y en una reunión muy formal y muy secreta de la familia Romanov en una residencia privada de la avenue Georges V. La reunión había sido convocada por uno de los más altos enviados de la Iglesia ortodoxa rusa, que les pedía que la familia designara al legítimo sucesor a la corona y era, a todos los efectos, una señal clara de que Rusia estaba preparada, de alguna manera, para restablecer la monarquía, lo más probable como una monarquía constitucional en la que el zar sería poco más que una figura decorativa. Con todo, era un día por el cual la familia Romanov había suspirado al unísono -y había luchado para que llegara, a menudo con desesperación y rabia, apartando a un pretendiente al trono tras otro- durante cerca de un siglo. Con aquella reunión, todos lo sabían, llegaba la batalla final, la elección del sucesor sobre el cual toda la familia debería estar de acuerdo: el Romanov que era el auténtico sucesor de acuerdo con las leyes fundamentales del trono ruso, que establecían que el trono debe pasar del último emperador a su hijo mayor, y del hijo mayor al nieto mayor, y así, de generación en generación.

En el largo y bizantino linaje de familias divididas y de ramas familiares, la gran duquesa Catalina estaba segura de que sólo había un auténtico heredero, y éste era su hijo, el gran duque Sergei Petrovich Romanov. Había hecho grandes esfuerzos para asegurarse de que, cuando llegara el momento, como parecía haber llegado ahora, no habría dudas sobre ello.

Desde la caída de la Unión Soviética, ella, su madre y el gran duque Sergei habían viajado cada año a Rusia desde su domicilio en Madrid, y en sus visitas habían entablado amistad con dirigentes clave de la política, la religión y el ejército, aprovechando siempre cualquier ocasión para flirtear con la prensa. Había sido una maniobra hábil y cuidadosamente orquestada para crear la impresión duradera y muy pública de que Sergei, y sólo Sergei, era el legítimo heredero del trono.

Si su estratagema había sido audaz y descarada, también había logrado dividir a la familia desde el principio, puesto que, aunque muchos apoyaban al gran duque Sergei en el complejo laberinto de aspirantes y pretendientes al trono, había otros que reclamaban el mismo derecho. El más notable era el príncipe Dimitri Vladimir Romanov, quien, a la edad de veintisiete años, era el tataranieto del emperador Nicolás I y primo lejano de Nicolás II que, como cabeza de la familia Romanov, estaba considerado por muchos como el auténtico heredero. Que su domicilio parisino en la avenue Georges V fuera el escenario elegido para la reunión de esta noche dificultaba mucho las cosas si los seguidores del gran duque Sergei cambiaban de pronto de opinión y decidían alinearse con el príncipe Dimitri.


Catalina descansó la vista sobre su madre, que se había quedado dormida entre ellos dos, y luego miró a su hijo, que tenía la luz de pasajero encendida y estaba absorto en un solitario en el ordenador.

– ¿Cuándo llegaremos a París? -le preguntó de pronto a Octavio, el chofer, en español.

– Si no encontramos problemas, sobre las cinco de la tarde, gran duquesa.

Octavio la miró por el retrovisor; luego ella vio cómo levantaba la vista hacia algún punto distante detrás de ellos y supo que se estaba asegurando de que el Saab negro seguía detrás de ellos.

Fuera, las primeras mechas del amanecer en el horizonte eran todavía débiles y la promesa de un día frío de invierno. A lo lejos pudo ver las luces de la ciudad de Toulouse, que en el siglo V había sido capital de los visigodos y ahora era un centro de alta tecnología y sede de los gigantes de la navegación aérea y espacial, Airbus y Aerospatiale.

Toulouse.

De pronto la invadió una ola de melancolía. Hacía veintitrés años, y cinco años antes de la muerte de su esposo, Hans Friedrich Hohenzollern de Alemania, el gran duque Sergei había sido concebido ahí, en una suite del Grand Hotel de l'Opéra.

Vio otra vez a Octavio mirando por el retrovisor.

– ¿Hay algún problema? -le preguntó rápidamente. Esta vez su voz reflejaba preocupación.

– No, gran duquesa.

Ella miró por encima del hombro. El Saab seguía allí, con dos coches entre medio. Se volvió, encendió la luz de su asiento y sacó un crucigrama de su bolso para matar el tiempo y para alejar la preocupación que iba creciendo en ella a cada kilómetro que avanzaban. Este era el motivo de la presencia de los guardaespaldas y del pesado medio de transporte: un tren nocturno desde Madrid a San Sebastián, el breve tren de cercanías hasta Hendaya, y luego el trayecto de diez horas en coche hasta París; cuando un vuelo de Madrid a París llevaba poco más de dos horas.

Viajaban de esta manera agotadora y laboriosa porque, a pesar del relativo secretismo que envolvía la reunión de esa noche, había gente que estaba al corriente, y los brutales asesinatos de cuatro expatriados rusos en América un año antes todavía coleaban. Cada una de las víctimas había sido un destacado Romanov -un dato que poca gente, fuera de los propios familiares, conocía, pero sabido y protegido por los investigadores rusos que aterrizaron en la escena de los crímenes por miedo a que se convirtiera en una bomba política, tanto en el país como en el extranjero-, y todos ellos fervientes y acérrimos seguidores del gran duque Sergei. Además, los asesinatos tuvieron lugar en un momento en que los rumores de reinstauración de la monarquía circulaban con casi tanta fuerza como ahora. Incluso se había organizado una reunión familiar para hablar del asunto pero, a causa de los asesinatos, había sido bruscamente cancelada.

En aquel momento ella protestó ante el gobierno ruso, insinuando que los asesinatos habían sido cometidos para silenciar a las voces familiares leales al Gran Duque, pero de esta suposición no se hallaron nunca pruebas. En cambio, los crímenes fueron atribuidos al loco Raymond Oliver Thorne, quien se encontraba en todos los escenarios en el momento de los asesinatos y que había muerto a manos de la policía de Los Ángeles. En el mismo período, las conversaciones a favor de la restauración monárquica quedaron en silencio, y durante bastante tiempo no sucedió nada.

Luego, justo en los últimos días, habían tenido lugar los asesinatos de dos prominentes expatriados rusos, Fabien Curtay en Mónaco y Alfred Neuss en París. Aunque ninguno era miembro de la familia real -y se desconocía su filiación hacia alguno de los candidatos-, los asesinatos pusieron nerviosos a los Romanov, en especial si se tenía en cuenta que Neuss había sido un objetivo conocido de Raymond anteriormente, y que la reunión familiar a la que iban a asistir se celebraba en la misma ciudad en que había sido asesinado.

– Alteza. -Octavio sonrió y le señaló un gran rótulo colgado encima de la autopista: París-. Nos estamos acercando.

– Sí, gracias. -La gran duquesa Catalina Mikhailovna intentó no pensar en lo que le esperaba y se distrajo concentrándose en el crucigrama que tenía en el regazo. Resolvió rápidamente una de las palabras. La siguiente estuvo a punto de dejarla sin aliento por su ironía.

Era el 24 horizontal y pedía la palabra de ocho letras con la que se designaba al futuro zar. Sonrió y, rápidamente, en bolígrafo, escribió la respuesta: Z-A-R-E-V-I-C-H.

50

París, 7:50 h


Desde algún lugar lejano Nicholas Marten oyó el timbre de una puerta. Sonó una vez, y luego otra. Luego volvió a sonar con la misma impaciencia, sin parar. Finalmente se quedó en silencio y él pensó que oía voces, pero no estaba seguro. Al cabo de un momento alguien llamó a su puerta y Armand entró, vestido con una camiseta y unos pantalones de montar a caballo, mientras se limpiaba la espuma de afeitar de la cara.

– Creo que será mejor que salgas.

– ¿Qué ocurre?

– La policía.

– ¿Cómo? -Marten se despertó de repente.

– Y una mujer.

– ¿Una mujer?

– Sí.

– ¿Quién es?

– Ni idea.

De pronto Marten se quitó la manta de encima, se puso los vaqueros y una camiseta y siguió a Armand fuera de la habitación. ¿Cuánto rato había dormido? ¿Una hora, dos, como mucho? Era cierto lo de la policía, pero ¿quién era la mujer? Desde luego, no era Rebecca, porque Armand se lo habría dicho. Entonces llegaron a la puerta y se quedó estupefacto:

– ¡Clem!

– Nicholas, ¿qué demonios está pasando?

Lady Clementine Simpson se abrió paso hacia él, medio arrastrando a una mujer policía con ella. Con el traje de chaqueta azul marino arrugado y el pelo alborotado, estaba exasperada, agotada y claramente furiosa.

Entonces vio a Lenard esperando en el pasillo, detrás de ella, con un sobre de papel manila grande debajo del brazo. Con él iban otro detective parisino al que Marten conocía como Roget, dos agentes uniformados y… ¡Kovalenko!

– ¡Este hombre -lady Clem se volvió hacia Lenard- y el otro de la barba, el ruso, me esperaban en el aeropuerto, me han llevado a una sala trasera y han empezado a interrogarme! Están haciéndome preguntas desde entonces. -Se volvió a mirar a Marten-. ¿Cómo demonios sabían que iba a venir? ¿O ni siquiera quién era? Yo te lo diré. ¡Uno de ellos llamó a la universidad para enterarse de lo que nadie, excepto un grupo muy selecto de gente, ha sabido en ocho meses! Y sabes perfectamente de lo que te hablo.

– Clem, cálmate.

– Ya me he calmado. Deberías haberme visto antes.

Lenard se les acercó:

– Será mejor que hablemos dentro.


Nadine salió de la habitación cuando Armand los hizo pasar al apartamento, por un estrecho pasillo, hasta el salón. El espacio no causaba ningún efecto en lady Clem. Estaba muy nerviosa y seguía enfurecida.

– Intentaron ponerse en contacto conmigo en Ámsterdam pero ya me había ido para venir a París, porque me enteré de lo de Dan por las noticias y no conseguía ponerme en contacto ni contigo ni con Rebecca, ni con Nadine. La policía estaba en su casa; dejé un recado, pero… -Volvió a mirar a Lenard-. ¡Nadie parece haberme hecho ningún caso hasta que llegué a París! -Volvió a mirar a Marten-. En el hotel de Ámsterdam les dijeron qué vuelo había cogido, ¿qué te parece, como profesionalidad hotelera?

– Son policías.

Clem se volvió a mirar a Lenard por encima del hombro:

– ¡Y a mí qué me importa lo que son!

De nuevo, volvió a mirar a Marten:

– Estaba preocupada. He intentado hablar contigo al menos una docena de veces. ¿No contestas nunca al móvil, ni miras el buzón de voz?

– Clem, han pasado muchas cosas. En algún momento he perdido el móvil. Tampoco he tenido un minuto para mirar los mensajes.

Clem lo miró un momento fugaz y luego, bruscamente, bajó el tono de voz.

– Querían saber cosas de tu relación con Dan. Y con un hombre llamado Halliday. ¿Conoces a un hombre llamado Halliday?

– Sí.

– También querían saber cosas de Alfred Neuss.

– Clem, tanto Halliday como Alfred Neuss han sido asesinados en París.

51

Marten, lady Clem y Nadine Ford estaban sentados en el sofá, delante de una mesa de café grande y antigua. Armand estaba en una butaca a un extremo, y el detective Roget estaba sentado en una silla, al otro lado. Los dos agentes de uniforme tomaron posiciones justo al otro lado de la puerta del salón, mientras que la mujer policía se quedaba dentro.

Marten podía ver a Lenard con el sobre de Manila, hablando con Kovalenko en el pasillo. Charlaron un rato más y luego entraron, Lenard acercó una silla justo delante de Marten y puso el sobre encima de la mesa que había entre ellos. Kovalenko retrocedió, cruzó los brazos sobre su pecho y se apoyó en el marco de la ventana, observándolos.

– No sé lo que están haciendo, por qué han implicado a lady Clementine, ni por qué están aquí-dijo Marten, mirando directamente a Lenard-, pero en el futuro, si tienen alguna pregunta que tenga que ver conmigo, les agradeceré que primero se dirijan a mí, antes de empezar a involucrar a terceras personas.

– Estamos ante un caso de asesinato, monsieur Marten -dijo Lenard, cansinamente.

Marten siguió mirándolo:

– Se lo diré otra vez, inspector. En el futuro, si tiene alguna pregunta que tenga que ver conmigo, le agradeceré que se dirija directamente a mí.

Lenard ignoró su comentario.

– Le voy a pedir que mire unas fotos. -Tocó el sobre y miró a Nadine y a lady Clem-. Tal vez prefieran no mirar, mesdames. Son más bien explícitas.

– Yo estoy perfectamente -dijo Clem, sin haber perdido un ápice de su furia.

– Como quiera. -Lenard miró a Marten y abrió el sobre, y luego, una a una, colocó una serie de fotos delante de él. Eran fotos del escenario del crimen tomadas en la habitación de hotel de Halliday, en el hotel Eiffel Cambronne. Cada foto llevaba una fecha y una hora en el extremo inferior derecho.

La primera era un plano general de la habitación con el cadáver de Halliday sobre la cama. La segunda, una toma de la maleta abierta de Halliday. Había otra de Halliday en la cama desde otro ángulo. Y todavía otra, y otra. Entonces Lenard seleccionó tres de las fotos.

– En cada una vemos el cadáver, la cama y la mesilla que hay detrás. Todas están tomadas desde ángulos ligeramente distintos. ¿Hay algo que encuentre claramente distinto de la una a la otra?

– No. -Marten se encogió de hombros. Sabía lo que venía a continuación, pero no estaba dispuesto a revelarlo.

– Las primeras fueron tomadas cuando llegaban usted y Dan Ford. La última fue tomada unos veinte segundos después de que se marcharan.

– ¿Qué intenta decirme?

– En las primeras verá usted una agenda vieja y más bien gruesa sobre la mesita de noche. En la última, la agenda ya no está. ¿Dónde está?

– ¿Por qué me lo pregunta a mí?

– Porque usted o Dan Ford se la llevaron. Y no estaba ni en el coche de monsieur Ford, ni en ningún rincón de su apartamento.

– Yo no me la llevé. Tal vez lo hiciera otra persona. En la habitación había más gente. -Marten miró a Kovalenko-. ¿Se lo ha preguntado al ruso?

– El ruso no se la llevó -dijo Kovalenko sin alterarse, y Marten lo siguió mirando unos segundos. Había algo raro en la manera en que estaba apoyado en la ventana, con los brazos cruzados encima del pecho, vigilándolos. Le recordó la sensación que tuvo la primera vez que lo vio en la escena del crimen de Halliday. Kovalenko presentaba un aspecto amable, casi académico, pero no tenía nada de lo uno ni de lo otro y ahora, como entonces, andaba buscando algo más. Tal vez hasta fuera algo más de lo que le había contado a la policía francesa. Qué era, o qué creía que Marten sabía y no contaba, le resultaba imposible de saber.

Lo que sí estaba claro era que Kovalenko había sido el que se había enterado de su relación con Clem, la había buscado en Ámsterdam y supo que estaba de camino a París, y luego había convencido a Lenard para que la detuviera para ser interrogada, bajo cualquier ley francesa aplicable, y la llevara hasta aquí. Era lo mismo que le habían hecho a él cuando lo llevaron a los escenarios de los crímenes del río y luego lo interrogaron. Querían saber cómo iba a reaccionar Clem y luego cómo iba a reaccionar él a su presencia y a la manera en que la habían tratado. Si parecía extremo era porque lo era, y significaba que lo que Kovalenko tenía entre manos era mucho más grande que unos cuantos asesinatos. Y, obviamente, no le importaba qué botones tocaba ni a qué nivel lo hacía, porque seguramente estaba al tanto de quién era Clem y de quién era su padre.


– Cuando se marchó de su apartamento para venir aquí, usted hizo dos maletas -dijo Lenard, mirando de pronto a Nadine-. ¿Qué metió en ellas?

Marten se sobresaltó. Esto era lo que había temido. Nadine no estaba en condiciones de ser interrogada. No había manera de saber cómo reaccionaría ni lo que diría. Por un lado, medio esperaba de ella que le dijera a Lenard exactamente lo que había hecho. Por el otro, sedaba cuenta de que, de entrada, había sido lo bastante fuerte para hacer lo que había hecho y por lo tanto estaba preparada para ser interrogada por la policía, llegado el caso.

– Ropa -dijo, impasible.

– ¿Qué más? -la apremió Lenard.

– Sólo ropa y el neceser. Hice mi maleta y luego metí las cosas del señor Marten en su bolsa, como creo que usted mismo me pidió al ocupar mi casa de manera tan apresurada.

Marten sonrió. Era buena. Tal vez hubiera aprendido aquella contención de Dan, o tal vez fue esto lo que Dan vio en ella de entrada. El sabía que lo había hecho por Dan, y también por Marten, por su amistad y porque él así lo habría querido.

De pronto Lenard se levantó.

– Me gustaría que mi equipo registrara este apartamento.

– No es mi casa -dijo Nadine-. No soy yo quien tiene que darle el permiso.

– Ni yo tampoco, pero si Armand está de acuerdo, adelante -dijo Marten-. No tenemos nada que ocultar. -Vio que Nadine lo miraba alarmada, pero no le respondió.

– Adelante -dijo Armand.

Lenard le hizo un gesto de aprobación a Roget y el detective se levantó y salió del salón. Los dos agentes de uniforme los siguieron.

Marten había hecho bien despejando de inmediato cualquier sospecha, y confiaba en que los hombres de Lenard llevarían a cabo el registro con rapidez y se limitarían al propio apartamento, sin aventurarse al gélido patio. El problema era que Nadine no sabía que los dos objetos estaban escondidos. Había hecho lo que debía y era una mujer fuerte, pero con su mirada a Marten le reveló su ansiedad. Lenard seguía en el salón, al igual que Kovalenko. Cuanto más durara el registro, más nerviosa se pondría ella y ellos se darían cuenta. Marten sintió que tenía que hacer algo para aflojar la tensión y, al mismo tiempo, enterarse de algo.

– Tal vez mientras sus hombres lo desmontan todo, podría contarme lo que han descubierto al registrar los coches -le dijo a Lenard-. Al fin y al cabo, yo estuve allí a petición suya.

Lenard lo miró un breve instante y luego asintió con la cabeza:

– El muerto del segundo coche era, en efecto, Jean-Luc.

– ¿Quién es?

– Era comercial de una imprenta. De momento es lo único que sabemos de él.

– ¿Ya está? ¿No han descubierto nada más?

– Tal vez no sería inapropiado, inspector -dijo Kovalenko desde el rincón donde estaba apoyado en la ventana- que compartiéramos nuestra información con el señor Marten y con la señora Ford.

– Como quiera -aceptó Lenard.

Kovalenko miró a Nadine:

– Su esposo no luchó mucho tiempo, pero se las arregló para hacerlo lo bastante como para forzar a su asaltante a apoyar la mano contra el cristal de la ventana del lado del conductor. Al cabo de unos momentos el asesino bajó la ventanilla para que el agua del río entrara en el coche y lo hundiera. Al hacerlo, sin darse cuenta ayudó a conservar su propio rastro, puesto que evitó que el cristal quedara lavado por la presión del agua.

– ¿Está diciendo que tienen sus huellas? -Marten hizo un esfuerzo para que no se le notara la sacudida de ánimo que aquella noticia representaba.

– Sí -respondió Lenard.

Marten miró pasillo abajo. Los hombres de Lenard seguían allí. Podía ver a dos en la cocina, otro que entraba en el baño, y otro más en la puerta del estudio en el que había revisado los archivos y luego había dormido. ¿Cuánto tiempo pensaban tardar?

Marten volvió a mirar al salón y se dio cuenta de que Lenard miraba a Kovalenko. El ruso asintió con la cabeza y Lenard miró a Marten.

– Monsieur, podría detenerlo por sospechoso de haber retirado pruebas de la escena de un crimen. En vez de esto, y por su propio bien a la luz de los acontecimientos, debo pedirle educadamente que abandone el territorio francés.

– ¿Cómo? -Marten fue pillado por total sorpresa.

De pronto, Lenard se levantó:

– El próximo tren del Canal de la Mancha sale de Londres en unos cuarenta y cinco minutos. Ordenaré a mis hombres que lo acompañen y que se aseguren de que sube al mismo. Para asegurarnos de que llega sano y salvo a Inglaterra, le hemos pedido a la Policía Metropolitana de Londres que nos confirme su llegada.

Marten miró a Kovalenko, que se apartó de la ventana y salió del salón. De modo que éste era el significado del gesto de Kovalenko a Lenard. El ruso ya se había enterado de todo lo que había podido y ya no necesitaba a Marten, de modo que dio su visto bueno a Lenard para que se deshiciera de él.

– Yo no he hecho nada -protestó Marten. La repentina llegada de Lenard y Kovalenko había confirmado sus instintos, y esconderlos archivos fuera del apartamento fue un gesto prudente, pero la acción de Lenard lo tomó totalmente por sorpresa. La policía seguía allí y actuaba de una manera extremadamente metódica. Si los hombres de Lenard lo acompañaban al tren en aquel momento y seguían registrando el apartamento de la manera en que lo estaban haciendo, tarde o temprano saldrían al patio. Una vez encontraran las pruebas, se pondrían en contacto con la policía de Londres y él sería arrestado tan pronto bajara del tren para ser devuelto a París.

– Monsieur Marten, tal vez preferiría esperar en una celda de la cárcel mientras su protesta es analizada por el magistrado que lleva el caso.

Marten no sabía qué hacer. Lo mejor que podía hacer era permanecer en el apartamento y esperar que los hombres de Lenard no encontraran nada. Al menos podría recuperar los archivos en aquel momento. También era cierto que si él se marchaba y los otros no hallaban nada, podía encontrar una manera de que Nadine o Armand le mandaran los documentos a Manchester, pero eso llevaría tiempo y, encima, había muchas posibilidades de que los vigilaran.

Además, la acción tenía lugar aquí en París, no en Manchester. El propio Lenard había dicho que el asesinado Jean-Luc era un comercial que trabajaba para una imprenta. Eso apoyaba el hecho de que había entregado el primer menú a Dan Ford, lo cual significaba que había muchas posibilidades, como había supuesto antes, de que existiera un segundo menú, y que el ese segundo menú fuera lo que Dan Ford había ido a buscarle a Jean-Luc cuando fueron asesinados. Y esta noche, en París, tenía lugar la cena del primer menú: la cena de los Romanov a la que debía asistir Peter Kitner.

«Lo mejor es intentar quedarse y esperar que no encuentren las carpetas -pensó Marten-. Si las encuentran, esté aquí o en Inglaterra, me encerrarán de todos modos. Y si no y yo me he marchado a Manchester, pasará demasiado tiempo. Y lo que es peor, Lenard se asegurará de que se avisa al departamento de Inmigración francés, y eso significaría que tratar de volver al país una vez haya salido me será muy difícil».

– Inspector, por favor -Marten eligió la única vía que le quedaba: la misericordia de Lenard-. Dan Ford era mi mejor amigo. Su esposa y su familia han hecho los pasos necesarios para que sea enterrado aquí en París. Me gustaría mucho que me permitieran quedarme hasta entonces.

– Lo siento. -Lenard se mostró tajante y definitivo-. Mis hombres lo ayudarán a recoger sus cosas y lo acompañarán hasta el tren. -Miró a lady Clem-. Con todos mis respetos hacia usted, señora, y hacia su padre, le sugiero que acompañe a su amigo en el tren y luego se asegure de que no intenta volver a Francia. No me gustaría nada ver cómo reacciona la prensa sensacionalista si se enteran de nuestra investigación. -Vaciló y luego hizo una media sonrisa-. Ya puedo imaginarme los titulares y el clamor, justificado o no, que provocarían. Por no decir nada de la revelación de lo que -miró a Marten- parece una relación más bien confidencial.

52

Gare du Nord. El mismo jueves 16 de enero, 10:15 h


El inspector Roget y dos de los agentes uniformados de Lenard escoltaron a Nicholas Marten y a lady Clem a través de la multitud de pasajeros que esperaban, hasta el andén del Eurostar, el tren de alta velocidad París-Londres que cruza por debajo del canal de la Mancha.

Marten andaba como si estuviera esposado y dentro de una camisa de fuerza, incapaz de hacer nada más que lo que le ordenaban. Al mismo tiempo vigilaba de cerca de lady Clem, que estaba a punto de explotar pero de momento se las había arreglado para mantenerse en silencio, por mucha ira que tuviera dentro. Probablemente porque sabía que la amenaza que Lenard les había hecho sobre la prensa sensacionalista británica era cierta. Era una prensa que se alimentaba básicamente de noticias como ésa, y con ellos se pondrían las botas. Y Clem sabía que su padre se sentiría más que avergonzado, se pondría furioso y exigiría saber qué demonios había estado pasando. Cuando lo descubriera, sería capaz de exigir una disculpa pública por parte del gobierno francés, lo cual no haría más que avivar el fuego de la prensa sensacionalista y complicar al máximo su vida en Manchester, hasta el punto de que, debido a las normas de la universidad, o Clem se vería obligada a abandonar su puesto, o él a marcharse de la facultad, o las dos cosas a la vez. Además, tendrían a los paparazzi a la puerta de casa y sus fotos aparecerían por todas partes, hasta en la prensa norteamericana. Y para Marten eso significaba el riesgo de que algún miembro del LAPD lo viera. De modo que, si ahora las cosas estaban mal, amenazaban con volverse mucho peores si Clem llegaba a explotar. Por suerte, no lo había hecho. Era obvio que Lenard había sabido qué teclas tocar para mantenerla, a ella y a todo el asunto, en silencio.

Por otro lado, los dos datos más importantes de información -los archivos de Raymond del LAPD hallados en el disquete de la agenda de Halliday y la huella digital que, de alguna manera, Dan Ford había obligado a su agresor a dejar marcada en el cristal del Peugeot- quedaban atrás; uno en la bolsa verde de basura oculta en la fuente del patio de Armand; el otro, en los archivos de la investigación de la policía parisina. Juntos habrían revelado una verdad definitiva: o bien que las huellas coincidían y el asesino de Dan Ford había sido, en efecto, Raymond; o que no coincidían y que el criminal real era alguien totalmente distinto. Pero no lo sabría nunca si no entregaba sus pruebas a la policía. Y eso era algo que no podía hacer. Si lo hacía, sus pruebas serían confiscadas de inmediato y él sería encarcelado por, como Lenard había dicho, «retirar pruebas de la escena de un crimen». Eso lo colocaba fuera de juego de inmediato, atrapado en la maquinaria de la jurisprudencia francesa, y lo más probable, lo acabaría enfrentando a alguien del LAPD que llegaría para interrogarlo. De modo que, los archivos, al menos en el momento en que salió del apartamento, seguían ocultos y él se iba de camino a abandonar el país.

De pronto, Roget se detuvo junto al vagón número 5922.

– Ya estamos -dijo, mientras se volvía bruscamente hacia Marten-. Su pasaporte, por favor.

– ¿Mi pasaporte?

Oui.


Al cabo de sesenta segundos Marten y lady Clem estaban sentados en sus butacas de clase turista, mientras Roget y dos agentes de uniforme en el pasillo hablaban de la situación en francés con el revisor y uno de los agentes de seguridad. Finalmente, Roget le entregó el pasaporte de Marten al revisor y le dijo que le sería devuelto cuando el tren llegara a Londres. Luego les deseó un mordaz bon voyage, miró a lady Clem y se marchó, acompañado de los dos uniformados.

Acto seguido, el agente de seguridad y el revisor los miraron, se volvieron y se marcharon, pero se dieron la vuelta para mirarlos de nuevo antes de alcanzar el fondo del vagón y cruzar la puerta corredera de acceso al vagón siguiente.

– ¿Qué fue eso? -dijo lady Clem, mirando a Marten.

– ¿Qué fue qué?

– La policía te estaba mostrando todo el rato las fotos y luego, cuando hablabas con ellos, pasaba algo entre Nadine y tú.

– No.

– Oh, sí, algo pasaba. -Clem levantó la vista hacia los pasajeros que subían al tren y luego volvió a mirar a Marten-. Nicholas, este tren, como la mayoría que viajan hacia o por dentro del Reino Unido, viaja con puntualidad. Saldrá exactamente a las 10:19, lo cual significa que tienes -Clem miró su reloj- exactamente treinta y cinco segundos antes de que las puertas se cierren y empiece a avanzar.

– No sé de qué demonios me estás hablando.

Clem se le acercó más y bajó la voz, con su acento británico cada vez más afilado:

– El inspector Lenard ha ido al apartamento de Armand en busca de la agenda del difunto señor Halliday. Es obvio que el contenido de esa agenda es importante; de lo contrario, tú o Nadine no lo hubierais escondido.

– ¿Qué te hace pensar…?

– Treinta y cinco segundos.

– Clem, si se lo hubiera dado -Marten susurraba-, en estos momentos Nadine y yo estaríamos en una cárcel francesa, y es muy probable que tú estuvieras con nosotros.

– Nicholas, tal vez el inspector Lenard haya encontrado la agenda, tal vez no. Pero sé que eres un hombre muy agudo y que la habrás escondido bien. De modo que es más seguro suponer que no la ha encontrado y hacer un último intento por recuperarla antes de que lo haga. Tienes veinte segundos.

– Yo…

– Nicholas, levántate y baja del tren. Si el revisor o el de seguridad vienen les diré que estás en el baño. Cuando lleguemos a Londres le diré a la policía que sufres una terrible claustrofobia y eras incapaz de sobrevivir un trayecto de treinta millas por debajo de un túnel que va a cuarenta y cinco metros por debajo del Canal de la Mancha sin sufrir un ataque de ansiedad. No tuviste más remedio que bajar del tren antes de que arrancara, prometiéndome antes, y prométemelo, que cogerías el siguiente vuelo que saliera para Manchester y que informarías al inspector Lenard al instante que llegaras.

– ¿Cómo quieres que vuele a Manchester? ¡No tengo pasaporte!

– Nicholas, ¡baja del puto tren!

53Peter Kitner observó el sedán Citroën negro que cruzaba las puertas y subía por el camino hasta su enorme residencia de cuatro plantas de la avenue Victor Hugo. En él debía de ir el doctor Geoffrey Higgs, su guardaespaldas personal y jefe de inteligencia. A estas alturas Higgs ya sabría si su mayor temor era cierto: que el hombre que le había hablado desde la oscuridad, detrás de los focos de la prensa en el hotel Crillon, era quien finalmente se había confesado a sí mismo que podía ser.

– ¿Cómo podía saber lo de Davos? -le había preguntado su hijo Michael en la limusina mientras abandonaban el Crillon. Y él le contestó: «No tengo ni idea».

El problema era que sí lo sabía. Y ya entonces lo había sabido, aunque se negara a reconocerlo incluso a sí mismo. Pero finalmente lo hizo y le pidió a Higgs que averiguara todo lo que pudiera, y lo antes posible, en especial si el autor de la pregunta planeaba también asistir a Davos personalmente.

Alfred Neuss y Fabien Curtay estaban muertos, y la navaja española y la bobina de película de 8 mm que Neuss había protegido durante tanto tiempo habían desaparecido a manos del asesino de Curtay. Aparte de Neuss y del propio Curtay, sólo dos personas más conocían la existencia del arma y de la película, las dos personas que él estaba convencido que ahora los tenían: la baronesa Marga de Vienne y el hombre del que había tenido la custodia legal la mayor parte de su vida, Alexander Luis Cabrera. Y era Cabrera, estaba seguro, quien le habló desde detrás de los focos.

Las palabras de Michael volvieron a sonar en su cabeza: «¿Cómo podía saber lo de Davos?».

Kitner se sentaba detrás de su enorme mesa de despacho de cristal y acero inoxidable. Tal vez fuera una suposición, pensó. Tal vez Cabrera tan sólo asumió que asistiría al Foro Económico Mundial en Suiza, algo que no había hecho en muchos años, y quiso jugar con él excitando a la prensa. Tenía que tratarse de esto, porque no tenía ninguna manera de saberlo. Ni siquiera la baronesa, con sus extensos contactos y antenas, era capaz de saberlo. Lo que iba a pasar realmente en Davos era demasiado secreto.

Se oyó un golpe seco a la puerta, que se abrió y Taylor Barrie, el secretario ejecutivo de Kitner, de cincuenta años, entró en el despacho.

– El doctor Higgs, señor.

– Gracias.

Higgs entró y Barrie salió, cerrando la puerta detrás de él.

– ¿Qué hay?

– Estaba usted preocupado por el hecho de que Alexander Cabrera fuera a asistir al Foro Económico de Davos -dijo Higgs a media voz.

– Sí.

– No consta en ninguna lista de invitados, ni tampoco se ha inscrito para asistir a ninguno de los grupos de debate. Sin embargo, hay un château de montaña, a las afueras de la ciudad, que ha sido alquilado por un abogado que trabaja en Zúrich llamado Jacques Bertrand.

– Continúe.

– Bertrand es un solterón de mediana edad que comparte un pequeño apartamento en Zúrich con su anciana tía.

– ¿Y…?

– El château que ha alquilado se llama Villa Enkratzer. Traducido literalmente, significa Villa Rascacielos. Tiene sesenta habitaciones y un parking subterráneo para veinte coches.

– ¿Cómo nos lleva esto hasta Cabrera?

– Helilink, una empresa privada de helicópteros con sede en Zúrich…

– Ya sé qué es Helilink, ¿qué pasa con ellos?

– La empresa ha sido contratada para proporcionar un servicio de helicópteros bimotores desde Zúrich hasta el château de Davos el sábado, dentro de dos días. La reserva fue hecha por la secretaria personal de un tal Gerard Rothfels. Rothfels está al frente de las operaciones europeas de Cabrera.

– Entiendo. -Kitner giró lentamente en su butaca, luego se levantó y anduvo hacia la ventana que tenía detrás de él para contemplar su jardín, ahora desnudo en pleno enero.

De modo que sus temores no habían sido sólo confirmados, sino que se habían vuelto mucho más oscuros. Había sido Cabrera quien le provocó en el Crillon sobre Davos, pero su objetivo había sido más que mofarse. Cabrera le estaba diciendo a Kitner que estaba al tanto de lo que iba a suceder. Ahora Higgs le confirmaba que estaría allí cuando lo hiciera.

Eso dejaba muy pocas dudas de que la baronesa también se encontraría allí.

Lo que originariamente había sido concebido por un profesor suizo de gestión de empresas como una especie de reunión anual de expertos y líderes empresariales europeos para intercambiar ideas sobre comercio internacional, en la aislada localidad alpina de Davos, se había convertido en una cumbre espectacular de líderes políticos y económicos internacionales en la que, básicamente, se decidía el futuro a escala mundial. Este año no sería distinto, excepto por el hecho de que el presidente ruso, Pavel Gitinov, tenía previsto hacer un importante anuncio sobre el futuro de la nueva Rusia en un mundo cada vez más electrónico y global. Y Kitner, con su enorme experiencia y alcance en el mundo de las comunicaciones, iba a ser una pieza clave en lo que ese futuro deparaba.

Esto era lo que le preocupaba, y mucho.

Cabrera estaba al tanto del anuncio, y se trataba de una información que sólo podía haber venido de la propia baronesa. Cómo se había enterado ella era otro tema, porque se trataba de un asunto secreto, una decisión tomada hacía tan sólo unos días antes en una reunión a la que asistieron Kitner, el presidente Gitinov y unos cuantos líderes rusos, celebrada en una mansión privada a orillas del mar Negro. Pero ese «cómo» no importaba demasiado. El hecho era que lo sabía, y Cabrera también, y que ambos estarían en Davos cuando el anuncio tuviera lugar.

De pronto, Kitner se volvió a mirar a Higgs:

– ¿Dónde está Michael?

– En Múnich, señor. Y mañana en Roma. A última hora del día se reunirá con usted, su esposa y sus hijas en Davos.

– ¿Llevan las medidas de seguridad habituales?

– Sí, señor.

– Dóblelas.

– Sí, señor.

– Gracias, Higgs.

Higgs hizo un gesto vehemente de asentimiento antes de dar media vuelta y salir de la estancia.

Kitner lo observó marcharse y luego se acercó a su mesa y se sentó, totalmente concentrado en la baronesa y Cabrera.

¿Qué se proponían, en el nombre de Dios? La baronesa tenía casi tanto dinero y tanta influencia como él. Cabrera se había convertido en un hombre de negocios triunfador. El hecho de que Neuss y Curtay estuvieran muertos y de que la navaja y la película fueran los únicos objetos que faltaran de la caja fuerte de Curtay le hacía suponer que la baronesa no sólo era la responsable de sus muertes, sino que estaba ahora en posesión de ambos objetos. Si eso era cierto, los dos estaban a salvo. Por eso no entendía aquella burla del hotel, ni por qué planeaban asistir a Davos… ¿Qué más podían querer?

Era algo que tenía que averiguar y pronto, antes de que empezara la reunión de Davos. Rápidamente, tocó un botón de su interfono. A los pocos segundos, la puerta se abrió y apareció Taylor Barrie.

– ¿Sí, señor?

– Quiero que organice una reunión privada para mañana por la mañana, en algún lugar fuera de París. Tengo que encontrarme con Alexander Cabrera y con la baronesa Marga de Vienne. Nadie más tiene que estar presente. Ni de su parte, ni de la mía.

– Querrá que Michael asista también.

– No, no quiero que Michael asista. Ni siquiera que esté al corriente del asunto -contestó Kitner, con dureza.

– ¿Ni tampoco Higgs, ni yo?

– Nadie, ¿queda claro?

– Sí, señor. Nadie más, señor -dijo Barrie rápidamente, antes de volverse y salir, cerrando la puerta detrás de él. Era la primera vez en los diez años que llevaba en su empleo que había visto a Kitner tan intensamente preocupado.

54

Metro de París. El mismo jueves 16 de enero, 11:05 h


Nick Marten se agarraba a la barandilla para equilibrarse del balanceo del vagón de metro, mientras interiormente rezaba por haberse metido en la línea adecuada en la estación. Aparte del jersey, los vaqueros, la cazadora y las zapatillas de deporte que llevaba, lo único que tenía era la cartera con su permiso de conducir inglés, su carnet de estudiante de la Universidad de Manchester, una foto de Rebecca tomada en Jura, dos tarjetas de crédito y unos trescientos dólares en euros. Lo suficiente para que un estudiante pasara un agradable fin de semana en París, pero poca cosa para un hombre que ya tenía problemas con la policía y que ahora estaba en el país ilegalmente. Aunque esto era algo por lo que ahora no debía preocuparse. Su misión, antes que nada, era llegar a la rue Huysmans, encontrar el callejón de detrás del edificio de Armand y luego localizar la pared que delimitaba su patio. Y entonces suplicarle a Dios que los hombres de Lenard se hubieran marchado sin encontrar la bolsa de basura.

Si así era, sería sencillamente cuestión de escalar el muro y recuperar la bolsa de basura escondida en la fuente. Se trataba de una operación que no debería llevarle más de diez segundos, tal vez quince si le costaba trepar. Lo bastante fácil si había tomado la línea de metro adecuada y era capaz de encontrar la rue Huysmans. Más allá, había dos obstáculos mayores: el primero, qué hacer si los hombres de Lenard seguían allí; el segundo, qué hacer si ya no estaban y conseguía retirar la bolsa que contenía los archivos. ¿Qué haría entonces? ¿Adónde iría? ¿Dónde se refugiaría? Y después de todo esto, el asunto más difícil: ¿cómo obtener una copia de las huellas que el asesino de Dan Ford había dejado de la policía de París? Pero, de momento, tenía que resolver el primero de sus problemas: llegar al callejón y recuperar la bolsa de basura.


Boulevard Raspail, 11:27 h


Marten salió de la boca del metro bajo un fuerte sol y se detuvo para orientarse.

Más abajo y al otro lado del boulevard vio los edificios imponentes de lo que parecía ser una universidad. Anduvo hacia ellos hasta que pudo encontrar un cartel identificativo: COLLÈGE STANISLAS. Se sobresaltó. Lenard había pasado por aquí cuando volvían del Sena y lo acompañó hasta el apartamento de Armand. Siete metros más y localizó una calle conocida a su derecha: la rue Huysmans.

Anduvo rápidamente calle abajo, con una antena pendiente de la policía y otra tratando de localizar alguna entrada que le permitiera acceder al callejón de atrás. Pasó frente a un inmueble, luego otro y luego vio una entrada estrecha que quedaba entre dos casas. Se metió por la misma y, al cabo de un momento, ya estaba en el callejón.

Empezó a avanzar cautelosamente. Había un coche azul estacionado a medio camino del fondo, y detrás del mismo, un furgón de envíos. Ambos vehículos parecían estar vacíos. Aceleró el paso en busca de la pared que separaba los patios en la que estaban los contenedores de basura apoyados. Doce pasos más adelante la encontró. De manera instintiva, se detuvo y miró el callejón detrás de él. No había nadie, ni siquiera un perro.

Tres pasos y se encaramó a los contenedores y luego trepó pared arriba. Una vez arriba, se detuvo y miró. Al instante, se quedó atónito y retrocedió de un salto. Era un día frío de enero y, sin embargo, en un banco del patio había una pareja de jóvenes totalmente desnudos haciendo el amor. No reconoció a ninguno de ellos… ¿quiénes eran? ¿Cuánto tiempo estarían allí? Al mismo tiempo, por el rabillo del ojo advirtió algo: un coche de policía acababa de doblar la esquina y se dirigía lentamente hacia él.

Se sobresaltó y miró a su alrededor. No tenía adonde ir. Ni tampoco podía, sencillamente dar media vuelta y marcharse sin llamar la atención. ¿Qué podía hacer? Entonces vio unas cuantas cajas de cartón apiladas contra la pared, en la sombra detrás de él. Se apartó y se agachó detrás de ellas, de rodillas, tratando de ocultarse. Pasaron cinco segundos, luego diez. ¿Dónde estaba el coche patrulla? ¿Se habían detenido porque lo habían visto? ¿Estarían ya fuera del coche, armas en mano, acercándose hacia él? Entonces vio el morro del coche que pasaba y luego todo el coche que se deslizaba lentamente callejón abajo. Soltó el aire y contó lentamente hasta veinte, luego se inclinó hacia delante y miró al fondo del callejón. El coche ya no estaba. Miró en la dirección contraria. Nada más que el coche azul y el furgón de mensajería detrás. Entonces vio unos cuantos contenedores más de basura apoyados contra otra pared. Eran los que recordaba haber visto antes. Esta era la pared de Armand.

Se acercó sin esconderse. En cinco segundos estaba usando los contenedores para trepar. Una vez arriba, vaciló un poco; como antes, miró por encima. Reconoció el patio de Armand de inmediato. Rápidamente, miró los cristales del apartamento en busca de movimiento. No vio nada. Se arriesgó, se aupó y miró dentro de la fuente, oculta bajo la hiedra seca por el invierno que cubría la pared. Pudo ver la bolsa de basura cubierta por una capa de hojarasca, como él la había dejado. Una última ojeada al apartamento y se abalanzó. Sus dedos agarraron el plástico frío. En una décima de segundo tuvo la bolsa levantada y volvía a estar sobre la pared. Sus pies tocaron los contenedores y saltó otra vez al callejón. Justo al hacerlo, la puerta del conductor del coche azul se abrió, y del interior salió un hombre: Kovalenko.

55

– Tres ramitas acabadas de arrancar en la hiedra -dijo Kovalenko, mientras se lo llevaba rápidamente de allí en su coche, bajaba por el boulevard Raspail y luego se metía por la rue de Vaugirard-. Los hombres de Lenard han salido al patio, han mirado a derecha y a izquierda unos segundos y luego han vuelto a entrar en la vivienda. Gente de ciudad, supongo. No como un ruso criado en plena belleza y dureza de la vida rural, o como los americanos, a quienes les gusta mirar películas del oeste. ¿Le gustan a usted las pelis del oeste, señor Marten?

Nick Marten no sabía qué decir ni qué pensar. Kovalenko se había sencillamente presentado y le pidió educadamente a Marten si quería subir a su coche, lo cual, teniendo en cuenta su ausencia de alternativas, aceptó. Ahora Kovalenko lo estaba llevando, obviamente, a la policía francesa.

– Usted ha encontrado la bolsa y ha visto lo que había dentro -le dijo, tristemente.

Kovalenko asintió:

– Sí.

– ¿Y por qué no se la ha dado a Lenard?

– Por la sencilla razón que la he encontrado yo, no Lenard.

– Entonces, ¿por qué la ha dejado? ¿Por qué no se la ha llevado?

– Porque sabía que, tarde o temprano, la persona responsable de ocultarla querría recuperarla. Y ahora tengo tanto a la persona como las pruebas. -Kovalenko giró por el boulevard St. Michel y redujo velocidad, por el tráfico que había-. ¿Qué ha encontrado, o creía que iba a encontrar, en la agenda del detective Halliday, que fuera tan importante como para arriesgarse a ser arrestado, no una vez, sino, como hemos visto, dos? ¿Tal vez pruebas que lo puedan incriminar?

Marten se sorprendió:

– ¿No creerá usted que yo maté a Halliday?

– Dio media vuelta al verlo en el Pare Monceau.

– Ya le expliqué por qué. Le debía dinero.

– ¿Y quién lo puede corroborar?

– Yo no le maté.

– Ni tampoco se llevó su agenda. -Kovalenko miró a Marten directamente, y luego volvió a mirar el tráfico que tenía delante-. Vamos a suponer que usted no le mató. O usted o el señor Ford exhibieron una buena dosis de atrevimiento al llevarse una prueba de la escena de un crimen delante de las mismísimas narices de la policía. Eso significa que o bien sabían, o bien creían, que lo que contenía tenía un valor considerable. ¿Correcto? Y luego, por supuesto, está el otro objeto que estaba en la bolsa: la carpeta de acordeón. ¿De dónde sale y cuál es su valor?

Marten levantó la vista. Estaban cruzando el Sena por el Pont St. Michel. Justo delante estaba la sede de la Prefectura de Policía de París.

– ¿Qué gana metiéndome en la cárcel?

Kovalenko no respondió. En un momento llegaron a la sede de la policía. Marten esperaba que el ruso se detuviera y entrara, pero no lo hizo. Siguió avanzando por el boulevard Sebastopol y se metió hacia el centro de la Rive Droite.

– ¿Dónde vamos?

Kovalenko permaneció en silencio.

– ¿Qué quiere de mí?

– Mi dominio del inglés, señor Marten, en especial del inglés escrito a mano, con todos sus usos coloquiales y abreviaturas, no es muy bueno. -Kovalenko apartó los ojos de la calle para mirar a Marten-. Así que, ¿qué quiero de usted? Quiero que me lleve de visita por la agenda y por el archivador.


127 Avenue Hoche, 12:55 h


Linterna encendida, electricidad desconectada.

Un tornillo arriba, luego otro y dos más por abajo y Alexander levantó la tapa del panel eléctrico principal. Dos tornillos más y aflojó un bloqueador de circuito de 220 voltios. Con cuidado de no tocar los cables que lo conectaban, lo liberó.

Luego abrió una bolsa de lona y sacó un temporizador diminuto que llevaba unas conexiones de cables de alta precisión a ambos lados. Con cuidado, sacó un cable de conexión del bloqueador y lo conectó a un lado del temporizador, y luego hizo lo mismo con un cable similar al otro lado del bloqueador, con lo que permitía al temporizador controlarlo todo. Volvió a meter el bloqueador dentro del panel y lo atornilló con fuerza, luego volvió a colocar la tapa y los cuatro tornillos originales que había sacado.

Linterna apagada, electricidad conectada de nuevo.

Al cabo de cinco segundos subió las escaleras del sótano, abrió una puerta de servicio y salió por el callejón. Fuera tenía aparcado un furgón Ford de alquiler. Se metió dentro y se marchó. El mono azul y la peluca rubia que llevaba, junto al carnet de electricista que tenía en el bolsillo, habían resultado innecesarios. Había encontrado la puerta abierta y nadie lo vio entrar ni salir. Tampoco le había dado tiempo a nadie de que se quejara de que no había luz. Toda la operación, de principio a fin, había durado menos de cinco minutos.

Exactamente a las 3:17 de la madrugada de mañana, viernes, 17 de enero, el temporizador se dispararía, mandaría un arco de electricidad por todo el panel y el edificio entero se quedaría a oscuras. A los pocos segundos, un intenso fuego eléctrico, expandido por un perdigón de fósforo colocado dentro del temporizador, se encendería dentro del panel. El edificio estaba lleno de madera y era antiguo, como lo era toda la instalación eléctrica. Como muchos edificios memorables de París, su propietario se había gastado el dinero en yeso y decoración, no en medidas de seguridad. En pocos minutos el fuego se extendería por toda la estructura y, para cuando se disparara la alarma, el edificio entero sería un infierno en llamas. Sin electricidad, sus ascensores resultarían inservibles y las escaleras interiores estarían totalmente a oscuras. El inmueble tenía siete plantas, y dos apartamentos grandes en cada planta. Sólo sobrevivirían los residentes de las plantas de abajo. Los de más arriba tendrían pocas posibilidades de escapar. Los de arriba de todo, el ático, no tendrían ni la más mínima posibilidad de hacerlo. Era el ático frontal el que le preocupaba. Había sido alquilado por la gran duquesa Catalina Mikhailovna para ella misma, su madre, la gran duquesa Maria Kurakina, y su hijo, el gran duque Sergei Petrovich Romanov, de veintidós años de edad, el hombre del que se sospechaba que, si Rusia lo permitía, se convertiría en el próximo zar. La operación de Alexander garantizaba que no sería así.

56

Hôtel Saint Orange, rue de Normandie. El mismo jueves 16 de enero, 14:30 h


Nick Marten estaba de pie junto a la ventana de la fría y vetusta habitación de hotel de Kovalenko y escuchaba el clic de las teclas mientras el detective ruso trabajaba en su ordenador portátil, redactando un informe de los acontecimientos del día que debía enviar a Moscú de inmediato. En la cama, detrás del pequeño escritorio en el que Kovalenko trabajaba, estaban la agenda de Halliday y la gran carpeta archivadora de Dan Ford. Ninguno de los dos objetos había sido abierto.

Mientras contemplaba trabajar al detective -grandote, con barba y aspecto de oso, el vientre prominente presionando el jersey azul que llevaba debajo de la americana y un arma automática que le asomaba por la funda del cinturón-, Marten tuvo la sensación de que distaba mucho de ser el hombre profesional y de trato fácil que aparentaba ser. Era lo mismo que había sentido la primera vez que se vieron en la habitación de hotel, rodeados por los hombres de Lenard y con el cadáver de Halliday tendido en la cama, y luego otra vez en casa de Armand.

Con lo buen detective que era Lenard, Kovalenko era todavía mejor. Más agudo, más independiente, más persistente. Lo había demostrado en más de una ocasión: su operación de vigilancia clandestina del apartamento de Ford, su persecución de madrugada hasta una zona rural, su reflexivo interrogatorio a Marten cuando regresaban de las escenas de los asesinatos del río; su aparente orquestación de toda la intimidación con Clem; su búsqueda precisa por el patio de Armand cuando los hombres de Lenard ya la daban por acabada, y su posterior descubrimiento de la bolsa escondida. Y luego, en vez de entregarla a la policía francesa, se apostó en la zona y esperó a que alguien viniera a recuperarla… alguien que estaba seguro que llegaría por el callejón y no por el interior del apartamento. Su principal sospechoso: el propio Marten. Marten no tenía ni idea de cuánto tiempo había estado el ruso dispuesto a esperar, pero era ese tipo de actitud astuta y esforzada que a Red McClatchy le hubiera encantado.

Dejando de lado su intensidad y diligencia, la pregunta era, ¿por qué? ¿Qué se proponía? De nuevo tuvo la sensación de que la presencia de Kovalenko en París tenía otro motivo, aparte del asesinato de Alfred Neuss, algo que no reconocía, ni siquiera a la policía francesa, y que trabajaba totalmente por su cuenta. Si se juntaba esto con lo que podía haber sabido a través de los investigadores rusos que habían viajado a Los Ángeles poco después de que Raymond fuera asesinado, y el conocimiento de que Halliday había formado parte del equipo de investigación del LAPD, resultaba totalmente lógico pensar que Kovalenko había relacionado claramente el pasado con el presente, y eso significaba que creía que lo ocurrido antes en Los Ángeles estaba totalmente vinculado con lo que ahora ocurría en París.

– ¿Vodka, señor Marten? -Kovalenko cerró de golpe su ordenador y se levantó para cruzar la gélida habitación hasta una reliquia de mesilla de noche en la que descansaba una botella de vodka ruso, a la que le faltaban ya dos tercios.

– No, gracias.

– Entonces beberé yo por los dos.

Kovalenko se sirvió un trago doble del líquido transparente en un vaso pequeño, lo levantó para brindar por la salud de Marten y se lo bebió.

– Explíqueme lo que hay aquí -dijo, señalando con el vaso hacia la cama con la agenda de Halliday y la carpeta archivadora de Ford.

– ¿A qué se refiere?

– A lo que ha encontrado en la agenda del detective Halliday y en la otra cosa.

– Nada.

– ¿Nada? Señor Marten, debería tener presente que no estoy del todo convencido de que usted no sea el asesino de Halliday. Ni, por lo que hace al caso, tampoco lo está el inspector Lenard. Si desea que avise a a la policía francesa, lo haré.

– Está bien -dijo Marten bruscamente, antes de acercarse y servirse él mismo un doble trago de vodka. Se lo bebió de un solo trago, sostuvo el vaso vacío y miró a Kovalenko. Seguir en silencio había dejado de tener sentido. Toda la información estaba allí, encima de la cama. Era tan sólo cuestión de tiempo que Kovalenko la descubriera.

– ¿Conoce usted el nombre de Raymond Oliver Thorne?

– Pues claro. Buscaba a Alfred Neuss en Los Ángeles. Recibió un tiro en un enfrentamiento con la policía y murió como resultado. Su cuerpo fue incinerado.

– Tal vez no.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que Dan Ford no lo creía. Descubrió que los expedientes policiales de Thorne habían desaparecido de los numerosos archivos oficiales en los que se encontraban. Además, las personas involucradas con el certificado de defunción de Thorne y con su cremación están o bien muertas, o bien desaparecidas. Al parecer, Halliday sospechaba lo mismo, porque estaba tras la pista de un prominente cirujano plástico de California que se jubiló de repente y se marchó a vivir a Costa Rica, a los pocos días de la muerte de Thorne. Posteriormente, el mismo hombre apareció en Argentina con un nombre distinto. Qué significa todo esto, no lo sé, pero bastaba para que Halliday se hubiera comprado un billete de avión a Buenos Aires. Planeaba volar allí justo después de terminar sus indagaciones aquí en París. Está todo aquí -Marten hizo un gesto con la cabeza, en dirección a la agenda que había en la cama-, sus notas y también su billete de avión.

– ¿Por qué le ocultaba usted esta información al inspector Lenard?

Esta era una buena pregunta y Marten no supo qué contestar, o al menos, qué contestar sin desvelar su identidad real. O contar lo que había ocurrido con Raymond en Los Ángeles y el motivo por el que los hombres de la brigada habían muerto.

De pronto se le ocurrió la manera de evitar una respuesta directa y al mismo tiempo obtener lo que más necesitaba pero no estaba a su alcance: una copia de las huellas que la policía había recogido del coche de Dan Ford. Era arriesgado, porque si Kovalenko se volvía contra él lo podía perder todo y acabar de golpe en manos de la policía parisiense. Pero se trataba de una oportunidad que no había esperado y, por muy grande que fuera el riesgo que corría, era absurdo no intentarlo.

– ¿Y si le digo que Dan Ford sospechaba que el asesino de Neuss era Raymond Thorne?

– ¿Thorne?

– Sí. Y tal vez también lo fue de Halliday y del propio Dan. Como usted sabe, los tres estaban relacionados con Thorne, cuando estaba en Los Ángeles.

En los ojos de Kovalenko apareció una chispa que Marten no le había visto antes. Eso le indicó que estaba en el buen camino, y decidió seguir adelante.

– Neuss es asesinado en París. Halliday aparece para investigarlo. Y Ford ya está en la ciudad como corresponsal del Los Ángeles Times. Ninguno de ellos reconoce a Raymond porque se ha hecho la cirugía estética, pero él los conoce a todos y se están acercando demasiado a lo que sea que tiene entre manos.

– Eso significa que acepta usted que Neuss era su principal objetivo, señor Marten. -Kovalenko cogió el vodka como si formara parte de su brazo, repartió lo que quedaba entre el vaso de Marten y el suyo y le acercó el vaso a Marten-. ¿Tenía Ford alguna teoría sobre lo que ese Raymond Thorne podía querer de Neuss, antes, en Los Ángeles, o ahora, en París? ¿O del motivo de su asesinato?

– Si la tenía, no me la dijo.

– En resumen -Kovalenko dio un largo trago de vodka-, lo que tenemos es a un sospechoso sin rostro, sin móvil conocido para asesinar a Neuss, ni móvil conocido para asesinar a Ford o a Halliday, aparte del hecho de que ambos lo conocían de su encarnación anterior. Además, la versión oficial es que está muerto. Incinerado. La cosa no tiene demasiado sentido.

Marten tomó un sorbo de su copa. Si pretendía desvelarle el resto a Kovalenko, ése era el momento. «Confía en el ruso -se dijo-. Confía en que tiene su propia agenda y no te entregará a Lenard.»

– Si fue Raymond quien dejó la huella en el coche de Dan, lo puedo demostrar de manera incuestionable.

– ¿Cómo?

Marten levantó su copa y se la terminó.

– Halliday hizo una copia informatizada de la ficha del LAPD del arresto de Raymond. ¿Cuándo? No tengo ni idea, pero la foto y las huellas de Raymond están en ella.

– Una copia informatizada; ¿quiere decir en un disco?

– Sí.

Kovalenko se lo quedó mirando con incredulidad.

– Y usted lo ha encontrado en su agenda.

– Sí.

57

Rue de Turenne, 15:45 h


El dependiente puso la botella de vodka en una bolsa, junto a un trozo grande de gruyere, un paquete de salami recién cortado a lonchas finas y una barra de pan. También puso un cepillo de dientes, un tubo de dentífrico, un paquete de maquinillas de afeitar y un bote pequeño de espuma de afeitar.

Merci -dijo Marten, mientras pagaba la cuenta antes de salir de la pequeña tienda de barrio para subir por la rue de Normandie hasta el hotel de Kovalenko. En las últimas horas se había levantado un viento muy frío y el cielo se había cubierto de nubes negras, cargadas de una densa nieve. Marten tenía las manos frías y se podía ver el aliento. Tenía la sensación de estar en Manchester o en el norte de Inglaterra, no en París.

Kovalenko lo había mandado a por provisiones y a comprarse los artículos de aseo que necesitaría para pasar la noche… y para -estaba seguro-, tener tiempo de mirar la agenda de Halliday y la carpeta de Ford y ver qué podía descubrir sin la ayuda de Marten. Los dos hombres sabían que Marten podía, sencillamente, largarse, con o sin pasaporte, y desaparecer en la inmensidad de la ciudad, sin que Kovalenko se enterara hasta que fuera demasiado tarde.

Para protegerse de esa posibilidad, el ruso le había dado un dato en el momento en que abría la puerta para salir: la policía de París lo estaba buscando. El Eurostar había llegado a Londres sin él hacía tres horas y media, y la policía londinense había informado a Lenard a los pocos minutos. Furioso, Lenard llamó a Kovalenko de inmediato, no sólo para informarle sino para desahogarse, diciéndole que consideraba la conducta de Marten como una afrenta personal y que había puesto a la policía de la ciudad en alerta para que lo arrestaran.

Kovalenko le dijo sencillamente que era algo que creía que Marten tenía que saber y tener en cuenta cuando saliera a comprar. Y luego, tal cual, lo mandó a la calle.

De alguna manera, Kovalenko no tuvo demasiada elección. Unos instantes antes de que Marten saliera, Kovalenko le había pedido a Lenard que le mandara un duplicado del expediente del asesinato de Dan Ford a su hotel de inmediato. Un expediente completo, enfatizó, que incluya una fotocopia clara de la huella digital hallada en su vehículo. De modo que era obvio que Marten no podía encontrarse en su habitación cuando Lenard o alguno de sus hombres vinieran a entregar el expediente.

Era igual de obvio, pensó Marten mientras caminaba, con la cabeza gacha para protegerse del viento y de los gruesos copos de nieve que ahora caían, que debía estar muy alerta a la policía que lo buscaba.


Entró en el deteriorado vestíbulo del hotel Saint Orange cautelosamente, mientras se sacudía la nieve de la cabeza y los hombros. Al fondo, una mujer baja y escuálida con el pelo canoso y un suéter negro se sentaba tras el mostrador y hablaba por teléfono.

La vio mirarlo cuando pasaba y luego volverse mientras él llamaba al ascensor. Pasó casi un minuto hasta que llegó y entonces la vio mirarlo otra vez. Entonces la puerta se abrió y él entró y tocó el botón de la planta de Kovalenko.

Un instante más y la puerta se cerró y el ascensor empezó a subir. Crujía y gemía mientras se elevaba, y Marten se relajó. Solo en el ascensor, al menos por un momento, quedaba protegido de la mirada pública. Eso le dio un segundo para pensar. Aparte de lo evidente -Kovalenko, la presión de la policía francesa-, había otra cosa que le preocupaba desde esa mañana, y deseó tener la tranquilidad mental para hablar con lady Clem del asunto. Era una sensación creciente de que Rebecca no le había contado toda la verdad cuando finalmente habló con ella en el hotel Crillon, la noche anterior; de que su excusa de que se había tomado una copa de champagne y se había quedado dormida en la bañera había sido sólo eso, una excusa y, en realidad, había estado haciendo otra cosa.

Qué era aquello de lo que no podía o no quería hablarle -si había estado con un novio, o con un amante, incluso con un hombre casado-, no importaba. No era un buen momento para que su hermana estuviera haciendo el tonto despreocupadamente, no si Raymond era realmente quien estaba por ahí; de alguna manera, tenía que hacerle comprender que, sencillamente, ahora ya no podía permitirse actuar como si la vida fuera como antes. Tenía que ser muy consciente de dónde estaba y con quién. Era muy importante.

La fuerte sacudida del ascensor al alcanzar la planta interrumpió los pensamientos de Marten. La puerta se abrió y él echó una ojeada al pasillo. No había nadie. Con cuidado, salió y empezó a caminar hacia la habitación de Kovalenko.

De pronto, se sintió inseguro. Fuera no había visto ningún coche de policía, y se preguntó si el mensajero de Lenard todavía no había venido, o tal vez ya se había marchado. O… ¿y si había utilizado un vehículo de camuflaje y estaba todavía en la habitación con Kovalenko?

Se acercó a la puerta y escuchó.

Nada.

Esperó un momento más y luego llamó. No hubo respuesta. No se había ausentado mucho tiempo, y Kovalenko no le advirtió de que tuviera que salir. Volvió a llamar. Nada. Finalmente, probó el pomo. La puerta estaba sin cerrar.

– Kovalenko -dijo, a media voz.

No hubo respuesta y abrió la puerta. La habitación estaba vacía. El portátil de Kovalenko estaba sobre la cama, con la americana doblada al lado. Marten entró y cerró la puerta, y luego colocó su bolsa en una mesita lateral. ¿Dónde estaba Kovalenko? ¿Había venido ya la policía, o no?

Dio un paso más y entonces lo vio, un sobre de papel manila con el sello de la Prefectura de Policía de París estampado y que asomaba por debajo de la americana del detective ruso. Sin aliento, lo cogió y lo abrió. Dentro había una carpeta gruesa de archivador. Y dentro, encima de unas cincuenta páginas mecanografiadas y de tal vez una docena de fotos de la escena del crimen, había una ampliación de ocho por diez de una huella digital. Debajo, las palabras empreinte digitale, main droite, numéro trois, troisième doigt (huella digital, mano derecha, número tres, dedo corazón), y estampado debajo ponía pièce à conviction n. 7 (prueba n. 7).

– Necesitará esto -rugió la voz de Kovalenko detrás de él. Marten se volvió de golpe. Kovalenko estaba al lado de la puerta, con un disquete informático en la mano.

Marten miró detrás de él. Estaba solo.

– ¿Dónde estaba?

– Meando. -Kovalenko entró y cerró la puerta.

58

– ¿Lo ha mirado? -preguntó Marten, señalando el disquete.

– ¿Quiere decir si he comparado los dos? Sí.

– ¿Y…?

– Véalo usted mismo.

Kovalenko se acercó a la cama, cargó el disquete en el portátil y se apartó mientras la huella de Raymond del expediente del LAPD aparecía en pantalla. Clicó para ver la mano derecha y luego al dedo número tres, el dedo corazón, y seleccionó el recuadro de maximizar. Y la pantalla se llenó con una huella única y excepcionalmente clara.

Marten sentía cómo se le aceleraba el pulso con los nervios, mientras sostenía la ampliación de ocho por diez al lado de la pantalla. Poco a poco, un escalofrío le recorrió los hombros y le descendió por la columna vertebral mientras se daba cuenta de que cada curva, bucle y arco coincidían a la perfección.

– Dios mío -suspiró, y miró a Kovalenko.

El ruso lo observaba atentamente.

– Parece como si Raymond Oliver Thorne hubiera resurgido de sus propias cenizas y hubiera aterrizado en París -dijo Kovalenko en voz baja-. Creo que lo más razonable es suponer que fue él quien mató a Dan Ford, y también al hombre con quien iba a reunirse, el comercial de la imprenta, Jean-Luc…

– Vabres.

– ¿Cómo? -La pregunta de Kovalenko fue tajante.

De pronto, Marten se volvió de la pantalla y miró directamente a Kovalenko:

– Vabres era el apellido del comercial de la imprenta.

– ¿Y usted cómo lo sabe? Ni Lenard ni yo se lo hemos dicho a nadie más.

– Estaba en las notas de Dan.

Marten apagó el portátil. El miedo profundo, casi animal que Raymond había originado en él, como si fuera una criatura imparable, intocable, incomprensible y de otro mundo, se quedó extrañamente atenuado con la certeza de que estaba vivo. Era una certeza que le dio a Marten el coraje para dar el siguiente paso respecto a Kovalenko.

– La palabra francesa carte puede significar plano, o mapa, pero también puede significar menú. Usted buscaba un mapa, pero era un menú lo que Dan Ford iba a recogerle a Vabres cuando fue asesinado.

– Ya me he enterado de los significados de la palabra, señor Marten. La empresa de Vabres no imprime mapas, y no había impreso ningún menú desde hacía más de dos años. Ni tampoco encontramos ningún mapa, ni ningún menú, ni en el coche de Ford, ni en el Toyota de Vabres.

– Claro que no, porque se lo llevó Raymond. -Marten se levantó y cruzó la habitación-. De alguna manera, se enteró de que lo tenía Vabres y de que iba a dárselo a Dan. No sólo lo quería, sino que debía evitar que ninguno de los dos hablara de él a posteriori. De modo que los mató.

– ¿De dónde sacó Vabres el menú si su empresa no lo había impreso? ¿Y por qué llamó a Ford a las tres de la madrugada para pedirle que fuera tan lejos de París para dárselo?

– Eso es lo que yo me pregunté cuando encontré el menú en la carpeta archivadora de Dan. ¿Cuál era la prisa? -Marten miró al suelo, luego se pasó una mano por el pelo y se volvió hacia atrás-. Tal vez estemos pensando demasiado atrás. ¿Y si Vabres ya había alertado a Dan de la existencia del menú y le había dicho a qué ocasión correspondía? Si era lo bastante importante, si la celebración era algo más que un sencillo acto social, Dan lo habría querido ver con sus propios ojos, aunque sólo fuera para verificarlo. ¿Y si le pidió a Vabres que lo llamara a cualquier hora del día o de la noche cuando lo tuviera, para ir a recogérselo? Entonces Vabres lo consiguió, se dio cuenta de lo importante que era y empezó a temer que tal vez no fuera asunto de su incumbencia y a dudar si debía filtrar aquel asunto a la prensa. La duda lo mantuvo en vela. Entonces, finalmente, en medio de la noche decidió que sí, que tenía que dárselo a Dan. Y lo llamó de inmediato para encontrase con él. Quién sabe, tal vez el lugar ya estuviera acordado de antemano, o ya se habían encontrado allí alguna vez…

Kovalenko lo miró un buen rato antes de decir nada, y cuando habló fue con un tono tranquilo.

– Es una versión muy creíble, señor Marten. En especial si era, como usted insinúa, el menú de una ocasión que Raymond no quería que se hiciera pública, ni que se comentara entre dos hombres.

– Kovalenko -dijo Marten, andando hacia él-. Ese no era el primer menú, sino el segundo.

– No entiendo.

– Se lo enseñaré.

Marten abrió la carpeta de Ford y sacó el sobre de Kitner, luego sacó el menú de dentro y se lo dio a Kovalenko.

– Éste es el primero. Vabres se lo había facilitado a Dan anteriormente. No sé lo que buscaba Dan, o pensaba que buscaba, o si tenía algo que ver con el segundo menú y con el motivo de su muerte. Habla de rusos prominentes. Tal vez usted le pueda encontrar algún significado.

Kovalenko lo miró. La tarjeta color hueso, de papel caro y crujiente, las letras doradas en relieve.


Carte Commémorative

En l'honneur de la

Famille Splendide Romanov

Paris, France - 16 janvier

151 Avenue Georges V


Marten lo vio sorprenderse al mirarla, pero Kovalenko no lo reconoció.

– Bueno, parece una reunión inofensiva de miembros de la familia Romanov -se limitó a decir Kovalenko.

– Inofensiva hasta que empezaron los asesinatos y descubrimos que Raymond está vivo y campa a sus anchas por las calles.

Marten se le acercó más, mirándolo a los ojos.

– Raymond ha cortado a mi mejor amigo en trocitos. Usted es un policía ruso que investiga el asesinato de Alfred Neuss, un antiguo ciudadano ruso, que compraba diamantes en Mónaco a Fabien Curtay, también asesinado y también antiguo ciudadano ruso. Hace un año, sus propios investigadores estuvieron en Estados Unidos y en México indagando sobre los asesinatos de otros antiguos ciudadanos rusos a los que supuestamente Raymond había asesinado allí. Los Romanov son una de las familias más ilustres de la historia de su país. ¿Cuál es la conexión, inspector… entre los Romanov, Neuss y los demás?

Kovalenko se encogió de hombros:

– No sé si la hay.

– ¿No lo sabe?

– No.

– ¿Y qué demonios es todo esto, un puñado de casualidades? -Marten se estaba enojando. El ruso no soltaba prenda-. Pues, si lo es, ¿es también casualidad que los dos menús formen parte del misterio?

– Señor Marten, no estamos seguros de que exista un segundo menú. Se trata de una conjetura. Con lo poco que sabemos, el señor Ford podía haber salido en busca de un mapa, como le dije inicialmente.

Marten tocó el menú con un dedo.

– Pues entonces, ¿cómo se explica que a éste le asignara un número?

– ¿Un número?

– Gírelo. Mire abajo.

Kovalenko lo hizo. Escrito a mano, abajo, ponía «Jean-Luc Vabres- Menú #l».

– Es la letra de Dan.

Marten vio cómo los ojos de Kovalenko se paseaban por el dorso del menú hasta arriba, y lo vio fijarse en otra cosa. Entonces le devolvió el menú, mientras se encogía de hombros:

– Un método de clasificación para su archivo personal, tal vez.

– Había algo más. Estaba escrito de la misma mano arriba de la tarjeta. He visto cómo lo miraba. ¿Qué dice?

Kovalenko vaciló.

– Dígamelo, ¿qué dice?

– Prevista la asistencia de Kitner -dijo Kovalenko, sin mostrar ninguna emoción.

– Antes me ha dicho usted que su dominio del inglés escrito no era del todo bueno. Quería asegurarme que entendía lo que pone ahí.

– Lo entendí, señor Marten.

– Hace referencia a sir Peter Kitner, el presidente de MediaCorp.

– ¿Cómo puede estar tan seguro? Estoy convencido de que hay muchos Kitner en el mundo.

– Tal vez esto se lo explique.

Marten vació el contenido del sobre de Kitner delante de Kovalenko, los recortes de periódico que Ford había guardado de noticias sobre sir Peter Kitner.

Basando la siguiente información en su propia conversación telefónica con la esposa de Alfred Neuss, y esperando que Kovalenko pensara que ésta provenía de las notas de Dan Ford, dijo, con aire serio:

– Peter Kitner era amigo de Alfred Neuss. Neuss llegó a Londres el mismo día de la ceremonia en que Kitner era investido Sir. El mismo día en que Raymond Thorne intentó encontrarlo en Los Ángeles.

Marten se alejó de golpe y luego se volvió a mirarlo:

– Dígamelo usted, ¿cómo cuadra Kitner en este rompecabezas?

Kovalenko dibujó una leve sonrisa.

– Parece usted saber muchas cosas, señor Marten.

– Sólo un poco… Eso es lo que dijo usted cuando Dan le preguntó qué era lo que sabía de Estados Unidos. ¿Sólo un poco? No, usted sabe mucho más. Se ha sorprendido cuando le he mostrado el menú. Y se ha sorprendido todavía más cuando ha visto el nombre de Kitner. Bien, yo le he contado lo que sé, ahora le toca a usted.

– Señor Marten, está usted en Francia ilegalmente. No tengo por qué contarle nada de nada.

– Tal vez no, pero tengo la sensación de que mantendrá toda mi información entre nosotros. De lo contrario, hubiera llamado usted a Lenard al segundo en que me ha sorprendido. -Marten volvió a acercársele a través de la habitación-. Se lo he dicho antes, inspector: Raymond cortó a mi mejor amigo en pedazos y quiero asegurarme de que se hace justicia. Si usted no está dispuesto a ayudarme, yo mismo me arriesgaré y me acercaré a Lenard. Estoy seguro de que lo encontraría todo bastante interesante. En especial cuando se pregunte por qué me ha llevado a su hotel sin informarle, y todavía más cuando se entere de que tiene usted la agenda de Halliday y el archivador de Ford.

Kovalenko miró a Marten en silencio. Finalmente habló y, al hacerlo, su voz era tranquila, incluso amable.

– Creo que su amistad con el señor Ford era muy importante para usted.

– Lo era.

Kovalenko asintió levemente con la cabeza y luego se acercó a la botella de vodka que Marten había traído de la tienda. Se sirvió un poco en un vaso, lo sostuvo un momento y luego miró a Marten.

– Es posible, señor Marten, que Peter Kitner fuera otro objetivo de Raymond Thorne.

– ¿Kitner?

– Sí.

– ¿Por qué?

– He dicho que es posible, no probable. Peter Kitner es un hombre muy importante que era, como usted bien ha dicho, amigo de Alfred Neuss. -Kovalenko tomó un trago del vodka-. Es sencillamente una teoría entre las muchas que hemos barajado.

El chirrido agudo del móvil de Kovalenko interrumpió la conversación, y el ruso posó su vaso para responder.

Da -dijo, antes de, teléfono en mano, darse media vuelta y proseguir su conversación en ruso.

Marten volvió a guardar el menú y los recortes de periódico en la carpeta de Ford. Tanto Ford como Halliday habían creído que Raymond seguía con vida, y estaban en lo cierto. Y, por alguna razón, Dan había seguido la pista de Kitner. No había manera de saber cómo había llegado hasta ella, pero ahora hasta el propio Kovalenko había mencionado a Kitner, cuando dijo que pudo haber sido otro objetivo de Raymond… con lo cual confirmaba que Marten estaba en lo cierto al suponer que Neuss y Kitner eran amigos. Sin embargo, eso no explicaba lo que estaba sucediendo, ni por qué Neuss, Curtay y otros de los asesinados en Estados Unidos y México estaban involucrados en la trama. Pero Marten sabía que, de alguna manera, estaban relacionados, y eso incluía el 7 de abril/Moscú y las llaves de la caja fuerte y otras anotaciones de la agenda de Raymond, en especial las relativas a Londres. Pero éstas eran cosas que no podía comentar con Kovalenko debido a su identidad y a lo que trataba de mantener en secreto. Incluso si decía que se había enterado por Dan Ford, el ruso seguiría sospechando de él, y sacar a relucir aquella información no haría más que incrementar su desconfianza. Era algo que Marten no podía permitirse, en especial cuando todo se apoyaba en la sospecha de que era Raymond, y no otro, el asesino de Neuss y Curtay. Pero ¿quién si no, ahora que sabían que estaba vivo y en París?

Con todo, el enigma seguía siendo, ¿por qué? ¿Por qué lo había hecho, y qué esperaba sacar con ello? Y, además, ¿cómo cuadraba con todo aquello el segundo menú? ¿Cuál era el acontecimiento con menú, pendiente de celebrarse, que era tan secreto que había empujado a Raymond a masacrar -y ésta era la única palabra adecuada- a Dan Ford y a Jean-Luc Vabres para impedir que nadie supiera de él?

Marten miró a Kovalenko, hablando y gesticulando en ruso al otro lado de la habitación. Muy bien, Raymond estaba allí, pero ¿cómo podían encontrarle? ¿Cómo podían saber ni tan siquiera el aspecto que tenía? De pronto pensó en la pista que Halliday había seguido hasta Argentina. Si, de alguna manera, eran capaces de encontrar al cirujano plástico que había operado a Raymond, tal vez Kovalenko pudiera conseguir que la policía argentina emitiera algún tipo de orden judicial que obligara al médico a revelar el nombre que su paciente había utilizado mientras estaba bajo su tratamiento, y tal vez hasta a facilitarles una fotografía de su aspecto actual. Así dispondrían de un nombre y de una cara. Además, si Raymond había entrado legalmente en Francia, por aire, con un pasaporte argentino, tendría que haber pasado por el control policial, y eso les facilitaría un aeropuerto y una fecha de entrada.

Marten se acercó a la cama y abrió la agenda de Halliday. Giró una página tras otra hasta que encontró lo que buscaba:

«Doctor Hermann Gray, cirujano plástico. Bel Air, 48 años de edad. Se retira de repente, vende la casa y abandona el país».

Entre paréntesis, después del nombre de Gray, aparecía: «Puerto Quepos, Costa Rica, luego Rosario, Argentina, nombre cambiado a James Patrick Odett-ALC/accidente de caza».

ALC… ¿Quién o qué era? Anteriormente había pensado que tal vez Halliday había cambiado las letras y quería decir LCA, ligamentos cruzados anteriores, una grave lesión de rodilla que uno puede sufrir a raíz de un accidente deportivo. Pero ahora no estaba tan seguro.

De pronto notó una presencia y levantó la vista. Kovalenko había dejado el teléfono y estaba de pie a los pies de la cama, mirándolo.

– Hay algo que le preocupa…

– ¿Significan algo para usted las iniciales ALC?

De nuevo, Marten advirtió la expresión de sorpresa en la cara de Kovalenko.

– Depende -le dijo.

– ¿De qué?

– Del contexto en que se utilicen.

– Están en las notas de Halliday en las que busca la pista de Raymond y de su cirujano plástico en Argentina.

– ¿Un cirujano llamado James Patrick Odett?

– ¡Sí que ha revisado usted la agenda de Halliday!

– Sí, pero sólo para encontrar el disco.

– Entonces, ¿cómo sabe lo de Odett?

– El día que mataron al detective Halliday, el doctor Odett murió en un incendio en un edificio de oficinas alquiladas de Rosario, Argentina. El inmueble entero quedó reducido a escombros. Murieron varias personas más. Todo lo de dentro quedó destruido.

– Incluyendo los historiales médicos, las radiografías…

– Todo fulminado, señor Marten.

– Exactamente igual que todo el resto de datos médicos y expedientes judiciales.

Kovalenko asintió:

– La información me llegó a través de mi oficina en Moscú. La recibí al volver de la escena del crimen de Halliday y poco antes de salir a vigilar el apartamento del señor Ford.

La mirada de Kovalenko se quedó perdida, como si estuviera en medio de un proceso muy laborioso, como si hubiera algo que le preocupara mucho.

Marten tenía la sensación de que parte de la información de Kovalenko era nueva, y eso lo incomodaba. El resto era cuánto, si es que había algo, podía revelar a Marten. Finalmente, la mirada del ruso se recuperó. Tenía los ojos agitados pero, a la vez, llenos de una sinceridad, o tal vez fuera una vulnerabilidad, que Marten no había visto antes, y entonces supo que el ruso había decidido incluirlo.

– ¿Le gustaría saber cómo y por qué dispongo de esta información? Por el mismo motivo que le he dicho que las iniciales ALC dependían del contexto en que se utilizaban. James Patrick Odett era un cirujano plástico que trató a un solo paciente, de manera exclusiva. Se llamaba Alexander Luis Cabrera. Fue acribillado y gravemente herido en un accidente de caza en los Andes, cuando su escopeta le explotó en la cara al disparar contra un ciervo.

– ¿Cuándo -Marten hizo una pausa como si ya supiera la respuesta- ocurrió esto?

– En marzo del año pasado.

– ¿Marzo?

– Sí.

– ¿Quién lo acompañaba?

– Nadie. Su único compañero de caza estaba mucho más abajo. -La actitud de Kovalenko se endureció de repente. No era que hubiera dicho demasiado, era más bien que no quería creérselo-. Sé lo que está pensando, señor Marten, que se trata de una historia inventada. Que el accidente no fue ningún accidente. Y que no ocurrió en los Andes, sino en Los Ángeles, en un tiroteo con la policía. Pero el hecho es que no es así. Existen documentos del personal médico de urgencias que lo rescató en un helicóptero, historiales médicos de su estancia allí, expedientes de los médicos que lo trataron… Hay muchas pruebas.

– Podrían ser historiales falsos.

– Es posible, excepto por el hecho de que Alexander Cabrera es un empresario prominente y legítimo de Argentina y de que el accidente recibió mucha atención mediática en su país.

– Entonces, ¿por qué le seguía el rastro Halliday? ¿Por qué lo metió aquí? -Marten empujó la agenda de Halliday hacia Kovalenko.

– No tengo esta respuesta. -Kovalenko sonrió-. Pero puedo decirle que Alexander Cabrera no es sólo muy importante, sino que su negocio es extremamente próspero. Es propietario de una empresa global de viaductos, con oficinas en todo el mundo. Mantiene despachos y suites permanentes en hoteles de cinco estrellas en una docena de importantes ciudades del mundo, incluida una aquí en París, en el hotel Ritz.

– ¿Cabrera está aquí en París?

– No estoy al tanto de su paradero actual, sólo le he dicho que tiene una suite aquí. No trate de ver coincidencias donde no las hay, señor Marten. Me costaría mucho pensar que Cabrera puede ser el mismo que su infame Raymond Thorne.

– Halliday lo creía.

– ¿Lo creía, o se trata simplemente de una anotación, de algo que tenía previsto preguntarle al doctor Odett?

– Obviamente, es algo que no sabremos nunca porque los dos están muertos.

Marten miró a Kovalenko en silencio, luego se acercó a la ventana y miró afuera. Por un largo instante se quedó sencillamente allí, frotándose las manos para paliar el frío y mirando la nieve que caía formando remolinos.

– ¿Cómo ha llegado a saber tanto de Alexander Cabrera? -preguntó, finalmente.

– Es el hijo mayor de sir Peter Kitner.

– ¿Cómo? -Marten se quedó estupefacto.

– Alexander Cabrera es el hijo de un matrimonio anterior.

– ¿Se trata de algo de dominio público?

– No. De hecho, creo que lo sabe muy poca gente. Incluso dudo de que lo sepa su propia familia.

– Pero usted lo sabe.

Kovalenko asintió con la cabeza.

– ¿Por qué?

– Digamos, simplemente, que lo sé.

Ahí estaba, la confirmación de que Kovalenko llevaba su propia agenda. Marten decidió presionar todo lo que Kovalenko le permitiera.

– De modo que volvemos a Kitner.

Kovalenko encontró su vaso y lo cogió.

– ¿Le apetece una copa, señor Marten?

– Me gustaría que me contara usted lo que pasa con Peter Kitner. El motivo por el que va a asistir a la cena de los Romanov esta noche.

– Porque, señor Marten… sir Peter Kitner es un Romanov.

59

El mismo jueves 16 de enero, 18:20 h


El ático frontal del número 127 de la avenida Hoche era amplio y estaba pintado y decorado desde hacía poco tiempo. Tenía dos dormitorios tipo suite y una zona privada para el servicio. Desde las ventanas, hasta cuando nevaba, se veía el Arco de Triunfo iluminado a dos manzanas y el intenso tráfico de última hora de la tarde que lo rodeaba.

La gran duquesa Catalina Mikhailovna y su madre, la gran duquesa Maria, compartirían una de las suites. El hijo de Catalina, el gran duque Sergei Petrovich Romanov, ocuparía la otra. La zona de servicio, en la que habían sido colocadas dos camas individuales, sería utilizada por sus cuatro guardaespaldas, dos de los cuales estarían siempre de guardia. Era la manera en que lo había dispuesto la gran duquesa Catalina, y así sería hasta que se marcharan al cabo de dos días. Para entonces, estaba convencida, la muchedumbre haría cola en las aceras de la avenida con la esperanza de poder ver a su hijo, el recién elegido zarevich, el primer zar de Rusia en casi un siglo.

– Como en Moscú -dijo su madre, la gran duquesa María, al ver nevar por la ventana del salón.

– Sí, como en Moscú -dijo Catalina. A pesar del largo viaje, las dos mujeres estaban frescas, elegantemente vestidas y ansiosas por empezar la velada. De inmediato, alguien llamó a la puerta. -Adelante. -Se volvió mientras la puerta se abría, y ella esperaba ver entrar a su hijo, vestido y listo para el breve recorrido que los llevaría hasta la casa de la avenue Georges V. Pero era Octavio, el guardaespaldas con la cara llena de cicatrices.

– Hemos registrado todo el inmueble y es seguro, alteza. Hay dos puertas que dan al callejón de atrás; ambas están cerradas. Una de ellas no lo estaba, pero ahora lo está. En la entrada principal hay un conserje apostado las veinticuatro horas del día. Su jefe está al tanto de nuestra llegada. No se permitirá el acceso al ático de nadie que no tenga nuestra autorización.

– Muy bien, Octavio.

– El coche está dispuesto, alteza.

– Muchas gra…

La gran duquesa Catalina Mikhailovna se detuvo a media frase. Miraba detrás de Octavio adonde se encontraba su hijo, bajo el umbral de la puerta, al que la luz del pasillo le subrayaba los hombros y lo bañaba en un tono dorado. Vestido con un traje oscuro a medida sobre una camisa blanca almidonada, con una corbata de seda natural de color burdeos oscuro, el pelo con la raya a un lado y luego peinado ligeramente hacia atrás, estaba más guapo de lo que jamás se le había aparecido. Más que su presencia, había en él una actitud que superaba su belleza física. Era una actitud culta, segura y majestuosa. Si antes le había cabido alguna duda, mientras lo tenía a su lado en el coche, jugando a juegos de ordenador, como un veinteañero cualquiera, el pelo alborotado, en téjanos y con una sudadera, ahora ya no tenía ninguna. El chico de antes había desaparecido. En su lugar estaba un hombre maduro, de educación refinada y totalmente capacitado para convertirse en el líder de una nación.

– ¿Están listas, madre, abuela? -dijo.

– Sí, estamos listas -dijo Catalina, y luego sonrió y lo llamó por primera vez por el nombre que estaba convencida de que todo el mundo usaría a la misma hora del día siguiente-. Sí, estamos listas, zarevich.

60

Peter Kitner metió un brazo y luego el otro en la camisa formal almidonada. Normalmente habría tenido a su mayordomo francés ayudándolo, pero, debido a la nieve, el hombre no había podido llegar. En vez de él era su secretario personal, Taylor Barrie, quien lo ayudaba ahora a vestirse y le pasaba los pantalones forrados de seda del smoking negro. Luego se volvió para buscarle una pajarita adecuada en la cómoda de caoba en la que guardaban las corbatas formales.

De entre todas las noches en que Barrie podía ser solicitado para actuar como criado, ésa era la peor. El magnate estaba furioso, en especial contra Barrie, y, desde el punto de vista de Kitner, tenía un buen motivo para ello: Barrie había sido incapaz de organizarle la reunión privada que le había pedido con Alexander Cabrera y la baronesa Marga de Vienne. El lugar no había sido un problema: una mansión aislada cerca de Versalles había sido localizada y se habían hecho los preparativos pertinentes para que pudieran utilizarla la mañana del día siguiente. El problema había sido localizar a Cabrera y a la baronesa. Lo máximo que Barrie había podido hacer fue dejarles mensajes, lo cual había hecho en todos los sitios que había podido: para Cabrera en el hotel Ritz, en su sede principal de Buenos Aires y en su sede europea en Lausana; para la baronesa en su hogar en Auvergne y en su apartamento de Zúrich. En todos los casos le habían dicho educadamente que las personas a las que buscaba estaban de viaje y, sencillamente, no estaban disponibles. Era una respuesta que sabía que Kitner se tomaría como una afrenta personal. Sir Peter Kitner tenía línea directa con reyes, presidentes y la crème de la crème del empresariado mundial, y nadie, nunca, ni siquiera en momentos de emergencia, se negaba a responderle a una llamada. Ni se les ocurría decirle que «no estaban disponibles».

– La corbata -dijo Kitner, mientras se abrochaba bruscamente el botón superior de los pantalones.

– Sí, señor. -Barrie le acercó la pajarita elegida, medio esperando que se la rechazaría. Pero Kitner la cogió y lo miró.

– Acabaré de vestirme solo. Dígale a Higgs que quiero el coche listo en cinco minutos.

– Sí, señor. -Barrie asintió con un gesto seco y salió de la estancia, aliviado por haber sido liberado.

Kitner se volvió a mirarse al espejo. Hizo un bucle con el corbatín con gesto furioso y luego se quedó quieto. Barrie no tenía ninguna culpa de nada. Era a él a quien Cabrera y la baronesa habían rechazado, no a su secretario. Barrie se limitó a hacer su trabajo. De pronto, Kitner se dio cuenta de que se estaba mirando al espejo y, bruscamente, se giró.

Alfred Neuss estaba muerto, y también Fabien Curtay. El cuchillo y la película de 8 mm habían desaparecido. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde el incidente en el Pare Monceau? ¿Veinte años, tal vez? Él era uno de la media docena de adultos que supervisaban la fiesta infantil de cumpleaños mientras rodaban películas caseras, cuando Paul, el hijo de diez años de Kitner y su esposa, Luisa, salió corriendo hacia unos árboles para recoger una pelota. Con la cámara encendida, Neuss lo siguió y llegó al lugar justo cuando Alexander, de catorce años, salía de la nada y hundía la enorme navaja española en el pecho de Paul. Al instante, Neuss agarró la mano de Paul y le dio la vuelta. La cámara siguió rodando. Alexander se esforzaba por escapar pero no podía. De pronto soltó la navaja, luego se apartó y se marchó corriendo. Pero era demasiado tarde, Paul yacía en el suelo, muriéndose, rodeado de sangre por todas partes, con el corazón destrozado.

El problema era que Alexander había dejado a Neuss tanto con el arma del crimen como con el propio asesinato grabado en película Súper 8. Neuss le contó a la policía lo que había ocurrido: que un joven estaba oculto detrás de los árboles y que había apuñalado a Paul en el pecho y luego se había escapado, pero esto era lo único que les había contado. Ni una sola vez les dijo que conocía al asesino ni que había captado todo el incidente con su cámara, ni que estaba en posesión del arma del crimen.

No dijo nada sobre ninguno de estos detalles porque Peter Kitner era su mejor amigo y lo era desde hacía muchos años, y porque era una de las pocas personas en el mundo que conocía la verdadera identidad de Kitner.

No dijo nada porque la decisión sobre qué hacer con la navaja y con la prueba filmada no era suya, sino de Kitner.

Éste era el motivo por el cual, un día después del funeral de Paul, Kitner convocó a la baronesa y a Alexander a una reunión en el hotel Sacher de Viena. Allí, puesto que no quería que su familia conociera la existencia de Alexander ni deseaba que ninguno de ellos pasara por el trance y el escándalo de ver a un hijo juzgado por el asesinato de otro hijo, les mostró las pruebas y les ofreció un pacto escrito. A cambio de su silencio, Alexander abandonaría Europa de inmediato y se marcharía a Sudamérica, donde adoptaría un nombre nuevo y donde Kitner le facilitaría los medios necesarios para su alojamiento y su formación. A cambio, Alexander firmaría un documento por el que renunciaba, de por vida, a cualquier derecho sobre el apellido familiar y prometía no revelar nunca su auténtico linaje, bajo pena de ver las pruebas que lo comprometían en el crimen entregadas a la policía. En otras palabras, a cambio de su libertad, era desterrado de Europa y desheredado en el sentido más cruel de la palabra: su padre negaba totalmente su existencia.

Kitner tenía la navaja, la película y, en Neuss, el testigo, y por este motivo, Alexander tenía pocas opciones aparte de conformarse. Y la baronesa se vio forzada a firmar también el pacto porque Kitner sabía que ella había sido la auténtica arquitecta de la hazaña y quien lo había convencido para que la llevara a cabo.

La baronesa, como la bella esposa rusa de origen sueco del filántropo francés y barón Edmond de Vienne, y como tutora legal de Alexander, era una de las grandes damas de la aristocracia europea. Su camino se había cruzado a menudo con el de Kitner y mantenían una relación cordial y eficiente. Pero debajo de su máscara cuidadosamente diseñada había una mujer atormentada y muy ambiciosa, que había sido gravemente desdeñada por Kitner y su familia y se había pasado el resto de su vida obsesionada con vengarse.

Si hubiera sido más sabio, él habría podido hacerse una idea de lo que el futuro le deparaba muchos años antes, poco después de que se conocieran y mientras vivían las primeras fases de un romance juvenil. La pista llegó en forma de una historia que ella le contó un día frío y encapotado, cuando paseaban a orillas del Sena cogidos de la mano. Era una historia que dijo no haberle contado nunca a nadie y que tenía que ver con una buena amiga de Estocolmo que, cuando tenía quince años, había hecho un viaje a Italia con el colegio. Un día, en Nápoles, su amiga se separó sin querer del grupo de colegialas y sus acompañantes. Mientras trataba de encontrar el camino de regreso al hotel en el que se alojaban, un joven bravucón de la calle la amenazó con una navaja y le juró que la mataría si no lo seguía. La llevó a un apartamento sombrío y allí le puso el cuchillo en la garganta y la amenazó con matarla si no accedía a mantener relaciones sexuales con él. Estaba asustada pero a la vez hizo lo que le pedía. Y cuando el chico yacía, recuperándose de su propio éxtasis, ella cogió la navaja y lo apuñaló en el vientre antes de cortarle el cuello. Pero esto no le bastó, y entonces se inclinó y le cortó el pene y lo tiró al suelo. Luego entró en el baño y se limpió con cuidado, se vistió y se marchó. Al cabo de treinta minutos había encontrado el camino de regreso al hotel y se reencontró con sus compañeras de colegio. No le contó nunca a nadie lo que había ocurrido. Más de un año después se lo confió a la baronesa.

En aquel momento, Kitner encontró la historia un poco extraña, por no decir simplemente inventada, y le quitó importancia, considerándola el resultado de las maquinaciones de una veinteañera que intentaba impresionarlo con sus conocimientos de la vida. Sin embargo, lo que lo impresionó, fuera o no cierta la historia, fue la mutilación del cuerpo del hombre. Podía comprender la venganza de su amiga contra un hombre que la había violado, incluso hasta el punto de matarlo, pero la mutilación era algo más. Matar no le había parecido suficiente, tuvo que hacer más. Por qué, o qué la llevó a hacerlo, no había manera de saberlo. Pero estaba claro que dentro de aquella mujer había algo que, cuando se disparaba, la llevaba a exigir una venganza no sólo brutal, sino salvaje.

En el momento en que vio la filmación del asesinato de Paul en el parque recordó la historia y supo que ni había sido inventada, ni le había ocurrido a una amiga. La baronesa le habló de ella misma. En un abrir y cerrar de ojos, había pasado de víctima a verdugo, y de verdugo a carnicera. Eso convertía el asesinato de su queridísimo hijo por un medio hermano adolescente del que ni siquiera conocía la existencia en algo mucho más significativo que un simple acto de asesinato, tal vez con la misma navaja. Era un frío descubrimiento de la verdad de lo que había sucedido realmente en Nápoles, ejecutado para que no le cupiera ninguna duda de con quién estaba tratando; una implacable asesina, antigua amante, totalmente decidida a destruirle el corazón y el alma.

Bíblica, shakesperiana y griega clásica a la vez, la baronesa se había erigido en una sádica diosa de las tinieblas. Demasiado mayor y prominente como para cometer el acto ella misma, con Alexander había moldeado a un nuevo mensajero, impregnándolo de su odio retorcido hacia Kitner desde su más tierna infancia. Kitner tenía que haberla matado con sus propias manos -y su propia madre, si hubiera estado viva, probablemente lo hubiera hecho-, pero, con todo lo fuerte que era, este tipo de acto quedaba fuera de su código. De modo que, en vez de ello, hizo un pacto para mantener al asesino personal de la baronesa lejos de su puerta. Durante mucho tiempo había funcionado. Pero habían regresado los dos.


Los ojos de Kitner se posaron en su propia imagen en el espejo. De pronto aparecía viejo, temeroso y vulnerable, como si de pronto hubiera perdido el control de todo. Qué terriblemente propio de la baronesa, haber mandado asesinar a Alfred Neuss en el Parc Monceau. El mismo escenario en el que Paul había muerto apuñalado. Y con Neuss, el único testigo de la muerte de Paul, muerto, y el arma del crimen y la grabación del mismo ahora, sin duda, en manos de Alexander, el pacto que había hecho con ellos ya no tenía ninguna utilidad.

Kitner estaría en Davos con su esposa y sus hijos. La baronesa estaría también allí, lo mismo que Alexander, y no había nada que pudiera hacer para evitarlo. Estaban al tanto del anuncio y, sabiendo eso, conocerían ya su contenido. ¿Y si la Diosa de los Infiernos volvía a mandar a su mensajero, navaja española en mano, para sorprenderlo a él, o a Michael, o a su esposa, o a una de sus hijas?

La idea lo dejó helado.

A la altura de su codo había un teléfono colgado de la pared. De inmediato lo descolgó:

– Póngame con Higgs.

– Sí, señor -le contestó la voz de Barrie, y Kitner lo oyó marcar un código rápido en su teclado. En cuestión de segundos su jefe de seguridad se puso al teléfono:

– Higgs, señor.

– Quiero saber dónde están ahora mismo Alexander Cabrera y la baronesa. Cuando los encuentre, póngalos bajo vigilancia de inmediato. Utilice todos los hombres que considere necesarios. Quiero saber dónde van, con quién se encuentran y lo que hacen. Hasta nueva orden, quiero saber exactamente dónde están las veinticuatro horas del día.

– Llevará un poco de tiempo, señor.

– Pues entonces no lo malgaste. -Kitner colgó. Por primera vez desde el asesinato de su hijo Paul, se sentía presa del pánico y vulnerable. Si se estaba comportando con locura o paranoia, no importaba: se enfrentaba a una loca.

61

Hôtel Saint Orange. A la misma hora, 18:45 h


– Hábleme de Kitner. -Nick Marten se inclinaba sobre el pequeño escritorio de Kovalenko, con toda su atención concentrada en el ruso-. Es un Romanov pero no utiliza el nombre. Y tiene un hijo que vive en Argentina y que utiliza un apellido español.

Kovalenko se sirvió un dedo más de vodka en el vaso y lo dejó reposar.

– Kitner se divorció de la madre de Cabrera antes de que éste naciera, y en el mismo año se casó con su actual esposa, Luisa, prima del rey Juan Carlos de España. Catorce meses más tarde, la madre de Cabrera se ahogó en un accidente naval en Italia y…

– ¿Su madre? ¿Quién era?

– Cuando Kitner la conoció estudiaba en la universidad. En cualquier caso, a su muerte, su hermana se convirtió en su tutora legal. Poco después, la hermana se casó con un filántropo francés, aristócrata y muy rico. Más tarde, cuando Cabrera entraba justo en la adolescencia, se lo llevó a vivir en una hacienda que tenía en Argentina. Él mismo adoptó el apellido Cabrera, supuestamente en honor al fundador de la ciudad de Córdoba.

– ¿Por qué Argentina?

– No lo sé.

– ¿Sabe Cabrera que Kitner es su padre?

– Eso tampoco lo sé.

– ¿Sabe que es un Romanov?

– Lo mismo le digo.

Marten miró a Kovalenko unos instantes y luego señaló el ordenador portátil del ruso.

– Tiene un buen disco duro; ¿mucha memoria?

– ¿Qué quiere decir?

– Si, como ha dicho, era a Kitner a quien Raymond pretendía matar, probablemente tenga usted un archivo sobre él en su base de datos, ¿no es cierto?

– Sí.

– Y probablemente contenga todo tipo de información, tal vez hasta fotos de Kitner y su familia. Y puesto que Cabrera pertenece a esa familia, puede que además tenga una foto de él. Si nos creemos las notas de Halliday, podemos suponer que se ha sometido a una operación de cirugía plástica. Tal vez severa, tal vez no. Sé que tenemos una foto de Raymond; si usted tiene una de Cabrera -Marten sonrió sólo un poco- las comparamos y vemos si cuadran.

– Parece usted convencido de que Raymond Thorne y Alexander Cabrera son la misma persona-Y usted parece convencido de lo contrario. Hasta si fueran tan distintos como el día y la noche, al menos me podría hacer una idea del aspecto de Cabrera. Es una pregunta sencilla, inspector. ¿Tiene usted una foto de Alexander Cabrera o no?

62

El mismo jueves 16 de enero, 19:00 h


Las calles de París estaban casi desiertas y casi intransitables por la fuerte nevada cuando Octavio giró con el Alfa Romeo por la avenida Georges V y se puso a buscar la casa del número 55.

Sentada detrás de él, la gran duquesa Catalina miró a su hijo, y luego a su madre, sentada en medio de ellos. Su mirada se perdió luego por las calles cubiertas de nieve. Ésta sería la última vez que viajaban de esa manera -anónimos, en un coche anodino, casi como si fueran fugitivos.

Al cabo de dos horas, tres como mucho -si los miembros de la familia que apoyaban al príncipe Dimitri levantaban una voz demasiado alta sobre los seguidores de su hijo y la obligaban a presentar las cartas de apoyo que llevaba del presidente de Rusia, del alcalde de San Petersburgo y del alcalde de Moscú, la carta con sus páginas anexas con las firmas de los trescientos miembros de la Duma del Estado y, el golpe de gracia, la carta personal de Su Santidad Gregorio II, el patriarca sagrado de la Iglesia ortodoxa rusa- triunfaría y el gran duque Sergei se convertiría en el zarevich y, con tormenta o sin ella, no abandonarían la casa del 151 de la avenida Georges V en el asiento de atrás de ese automóvil conducido por un matón con el rostro marcado, sino en medio de una nube de limusinas y bajo la custodia del Federalnaya Slujba Ohrani, el FSO o guardia de seguridad del presidente de Rusia.

– Ya casi hemos llegado, Alteza. -Octavio redujo la velocidad. Delante, a través de la nieve, podían divisar las luces brillantes y las barreras y los policías que vigilaban.

Con expresión distraída, la gran duquesa Catalina se tocó el cuello y luego se miró las manos. Deseó haberse sentido lo bastante segura como para llevar los anillos de diamantes, el collar y los pendientes de rubíes y esmeraldas, los brazaletes de oro y brillantes que debían llevarse en una ocasión como aquélla. Deseó, también, haber llevado un abrigo de elegantes pieles en vez del abrigo de lana de viaje que se vio obligada a vestir bajo las actuales circunstancias… visón, marta cibelina o armiño, el tipo de abrigo adecuado para los miembros reales de la familia imperial Romanov. Un abrigo y unas joyas apropiados para el personaje en el que estaba a punto de convertirse y cuyo nombre la llamarían a partir de entonces. Nunca más la gran duquesa, sino la zaritsa, la madre del zar de todas las Rusias.

63

Hôtel Saint Orange. A la misma hora


Nick Marten se inclinó sobre Kovalenko mientras el ruso ponía la foto de la ficha de la detención de Raymond tomada por la policía de Los Ángeles en la pantalla de su ordenador.

– Ahora ponga la de Cabrera -lo apremió.

Con un clic del ratón, la cara de Raymond desapareció y el detective ruso puso en su lugar una foto digital. Mostraba a un hombre joven, alto, delgado, con una barba cuidada y de pelo oscuro, vestido con traje y corbata y subiendo a una limusina frente a un edificio moderno de oficinas.

– Alexander Cabrera. Es una imagen tomada en la sede de su empresa en Buenos Aires, hace tres semanas.

Clic.

Una segunda foto: Cabrera de nuevo, esta vez con un pantalón de trabajo de peto y un casco, mirando unos planos abiertos sobre el capó de un furgón pick up, en algún lugar del desierto.

– Hace seis semanas, en la zona petrolera de Shaybah, en Arabia Saudita. Su empresa se prepara para construir una canalización de seiscientos kilómetros. El contrato de construcción es de unos mil millones de dólares.

Clic.

Tercera foto: otra vez Cabrera, ahora vestido con un abrigo grueso y sonriente, rodeado de varios operarios petroleros, con una inmensa refinería al fondo.

– El tres de diciembre del año pasado en la refinería de LUKoil, en el mar Báltico, mientras trabajaba en el proyecto para conectar la zona petrolera de Lituania con los campos de petróleo rusos.

– Ahora divida la imagen de la pantalla en dos -dijo Marten- y ponga a Raymond al lado de Cabrera.

Kovalenko lo hizo.

Cabrera tenía la misma complexión física que Raymond, pero por lo demás tenían poco en común. La nariz, las orejas y la estructura facial eran totalmente distintas. El hecho de que llevara barba complicaba las cosas todavía más.

– De gemelos no tienen nada -dijo Kovalenko.

– Le han hecho la cirugía plástica. No tenemos manera de saber si ha sido simplemente para reconstruirle los huesos faciales rotos, o con la finalidad de hacerle parecer distinto.

Kovalenko cerró el ordenador.

– ¿Qué más?

– No lo sé.

Frustrado, Marten se apartó. De pronto, regresó a su lado.

– ¿Tiene alguna foto suya de antes del accidente?

– Una. Fue tomada en una pista de tenis de su hacienda, varias semanas antes.

– Póngala.

Kovalenko volvió a encender el ordenador y buscó en varios archivos hasta que encontró lo que quería.

– Aquí, mírela usted mismo.

Clic.

Marten miró a la pantalla. Lo que vio fue una foto relativamente distante de Cabrera vestido de tenis y saliendo de la pista, raqueta en mano. De nuevo vio lo mismo que antes, a un hombre con la misma complexión física de Raymond, pero poca cosa más. En vez del pelo rubio y las cejas rubias que recordaba de la primera vez que detuvieron a Raymond, vio a un hombre con el pelo oscuro y cejas oscuras y una nariz mucho más grande que lo hacía parecer totalmente distinto.

– ¿Eso es todo? ¿Es la única imagen que tiene de él de antes?

– Sí.

– ¿Y en Moscú?

– Lo dudo.

– ¿Porqué?

– Tuvimos suerte de obtener ésta. Fue la única foto que pudo obtener un fotógrafo free-lance antes de que lo echaran de la finca. Cabrera es una persona que protege mucho su intimidad. No quiere ni fotos ni noticias suyas en la prensa. No le gusta ese mundillo y tiene un guardaespaldas que mantiene a la gente alejada.

– Ustedes no son la prensa. Como me acaba de demostrar, si querían fotos las podían hacer.

– Señor Marten, entonces no era importante.

– ¿El qué?

Kovalenko vaciló.

– Nada.

Marten se acercó a Kovalenko:

– ¿Qué es lo que no era importante?

– Son asuntos rusos.

– Tiene que ver con Kitner, ¿no?

Kovalenko no dijo nada; en vez de hablar, fue a coger el vaso de vodka. Marten tomó el vaso y se lo apartó.

– ¿Qué cojones hace? -preguntó Kovalenko, indignado.

– Todavía puedo ver los restos de Dan Ford cuando sacaron su coche del río. Y no me gusta lo que veo. Quiero una respuesta -dijo Marten, mirando al detective ruso.

Fuera, el viento ululaba y la nieve caía con más fuerza. Kovalenko se sopló las manos.

– Hotel parisino hecho polvo en medio de un invierno a la rusa.

– Contésteme.

Kovalenko alargó la mano deliberadamente hacia el vaso que Marten le había apartado. Esta vez Marten se lo permitió. El ruso lo cogió, se tragó lo que había dentro y se levantó.

– ¿Le dice algo la casa Ipatiev, señor Marten?

– No.

Kovalenko se acercó a la mesa donde estaba el vodka y se sirvió más, y luego hizo lo mismo con el vaso que Marten había usado antes y se lo ofreció.

– La casa Ipatiev es, o mejor dicho, era antes de que la derrumbaran, una mansión en la ciudad de Ekaterimburgo, en los Montes Urales, muchos kilómetros al sureste de Moscú. La distancia no importa. Es la casa lo que importa, porque fue donde el último zar de Rusia, Nicolás II, y su esposa, sus hijos y sus sirvientes estuvieron retenidos por los bolcheviques durante la Revolución comunista. El 17 de julio de 1918 fueron sacados de la cama en medio de la noche, los llevaron al sótano y los acribillaron a todos.

»Después de la matanza, los cuerpos fueron cargados en un camión y se los llevaron por caminos muy enfangados por el bosque hasta el puesto designado para su entierro, en una zona de minas de una explanada llamada los Cuatro Hermanos. El problema era que había llovido toda la semana anterior y el camión se quedaba empantanado a menudo por los caminos, de modo que, finalmente, pusieron los cadáveres en trineos y los arrastraron hasta la galería minera seleccionada. Justo antes del amanecer, desnudaron los cadáveres y quemaron las ropas para destruir cualquier posibilidad de identificación si, por algún motivo, los cuerpos eran hallados más tarde.

»Recuerde que le estoy hablando de la Rusia central, destrozada por la Revolución, en el año 1918. Los cadáveres no eran ninguna rareza y las investigaciones de asesinatos eran muy poco habituales, si es que se hacía alguna.

«Mientras tanto, otros miembros prominentes de la familia Romanov fueron asesinados, pero otros escaparon, ayudados en gran parte por las monarquías europeas. De modo que la línea de sucesión inmediata quedó cortada por los asesinatos de la casa Ipatiev, y el resto de miembros de la línea imperial, o lo que se llama la dinastía rusa, se esparció por Europa y, con los años, por el mundo. Desde entonces, de vez en cuando sale uno u otro esgrimiendo alguna prueba que demuestra su derecho legal a la corona.

»Hoy día, los Romanov supervivientes se dividen en cuatro ramas principales. Todas ellas descienden del emperador Nicolás I, el tatarabuelo del zar Nicolás que fue asesinado en la casa Ipatiev. Y son los miembros supervivientes de esas cuatro ramas los que se reúnen esta noche en la casa de la avenida Georges V.

– ¿Por qué?

– Para elegir al próximo zar de Rusia.

Marten no entendía nada:

– ¿De qué me habla? En Rusia ya no hay zares.

Kovalenko tomó un sorbo de vodka.

– El Parlamento ruso ha votado secretamente reinstaurar la corona imperial en forma de monarquía constitucional. El presidente de Rusia lo anunciará el sábado en el Foro Económico Mundial de Davos, Suiza. El nuevo zar será una figura representativa sin poder de gobierno. Su única y principal misión será recuperar el espíritu y el orgullo de los ciudadanos rusos y unirlos en un momento de reconstrucción nacional. Tal vez hasta -sonrió- podría hacer algo de relaciones públicas por el mundo. Ya sabe, ser una especie de súper-vendedor de los productos y servicios rusos, incluso ayudar a recuperar la industria turística.

Marten no entendía más ahora que antes. La idea de que Rusia votara para reinstaurar realmente la monarquía, de la manera que fuera, le resultaba asombrosa. Y encima, seguía sin ver qué relación tenía aquello con lo que estaba sucediendo en París.

Kovalenko tomó otro trago de su bebida.

– Tal vez le ayude si le digo que la gente que creemos que fue asesinada por Raymond Thorne en América antes de iniciar su escalada criminal en Los Ángeles tenían más en común que el hecho de ser rusos.

– ¿Eran Romanov?

– No sólo Romanov, sino miembros muy influyentes de la familia. Incluso los sastres de Chicago.

Marten no se lo acababa de creer.

– ¿Y de eso es de lo que trata todo? ¿Un juego de fuerza dentro de la familia Romanov para ver quién se convierte en zar?

Kovalenko asintió con un gesto lento de la cabeza:

– Tal vez sí.

64

La casa del número 151 de la avenida Georges V, 19:30 h


Diminuto, animado y balanceándose ligeramente sobre los talones mientras hablaba, el siempre elegante Nikolai Nemov, el expresivo, influyente y popularísimo alcalde de Moscú, resultaba inconfundible, y la gran duquesa Catalina se quedó sin respiración al verlo. Estaba de pie en medio del salón de suelo de mármol de la soberbia mansión, rodeado de un grupo de miembros la familia Romanov con atuendo formal que representaban las cuatro ramas de la dinastía.

Nikki, como los amigos llamaban al alcalde Nemov, era uno de los triunfos más codiciados por Catalina, una amistad cuidadosa y gradualmente moldeada a lo largo de los años, hasta el punto que ahora charlaban por teléfono al menos una vez a la semana, incluso más, sobre cualquier menudencia, como lo hacen los amigos. El hecho de que estuviera aquí era una sorpresa absoluta y supo que lo había hecho por ella y por su hijo, el gran duque Sergei. Y gracias a su presencia, supo que la guerra ya había terminado y que estaba ganada. Sí, todavía quedaban batallas por librar, pero serían por nada; por el simple peso de las facciones Romanov que rodeaban a Nemov y la singular preeminencia de los hombres de aquellas facciones, sabía que su larga lucha había acabado y que la decisión adecuada ya estaba tomada. La corona imperial Romanov pronto reposaría sobre la cabeza de su hijo. Para ella, el gran duque Sergei era ya el zarevich de Todas las Rusias.


Peter Kitner iba solo en el departamento de pasajeros de su limusina mientras el coche se aproximaba al Arco de Triunfo. Su chofer conducía lentamente bajo la nieve, guiando el vehículo con cautela por las calles desiertas de lo que parecía casi una postal invernal de París. Delante, Kitner podía ver a Higgs sentado al lado del chofer y hablando por el móvil, pero un cristal de seguridad separaba la parte delantera de la trasera y le impedía oír lo que estaba diciendo. La nieve y el cristal lo aislaban de todo y le hacían sentirse como un prisionero en una celda silenciosa.

65

– ¿Por qué ha ocultado Kitner que era un Romanov? -insistió Marten a Kovalenko. Fuera, el viento y la nieve tamborileaban y hacían vibrar la ventana, lo cual aumentaba la sensación de frío dentro de la habitación.

– Eso es problema suyo, no mío. -Kovalenko se distrajo mirando un e-mail que acababa de aparecer en su pantalla, y se puso a responderlo en ruso.

– ¿Quién está al corriente, dentro de su familia?

– Pocos, si es que hay alguien, creo. -Kovalenko intentaba concentrarse en lo que estaba haciendo-. ¿Por qué no hablamos de la tormenta?

– Porque quiero hablar de Peter Kitner. -Marten se acercó para mirar por encima del hombro de Kovalenko. Lo único que descubrió fue una pantalla llena de caracteres cirílicos. ¿Tiene la influencia suficiente para reunir el voto favorable para el zar? ¿Es éste el motivo por el que asiste a la cena? ¿Y para luego esgrimir este favor para expandir sus negocios por Rusia cuando el zar esté en el trono?

– Me dedico a investigar homicidios, y usted me está interrogando sobre política y poder, que no son mi dominio.

– ¿Para quién trabaja Raymond? ¿Cómo encaja él en esta «guerra de los Romanov»?

Kovalenko acabó de escribir su e-mail y lo mandó, luego apagó el ordenador y levantó la vista hacia Marten.

– Puede que le interese el contenido de un mensaje que me acaban de mandar desde mi oficina en Moscú. Era el reenvío de un comunicado de la Interpol, desde la sede nacional central en Zúrich. Unos niños que patinaban sobre -hielo en un estanque han encontrado el cuerpo de un hombre en una zona de bosque cercana.

Marten sintió levantarse una señal de advertencia.

– ¿Y…?

– Le han cortado el cuello y la cabeza estaba separada del tronco. Ha pasado hacia las tres de esta tarde. La policía cree que lo han matado varias horas antes. Todavía están pendientes de hacerle la autopsia.

– ¿Tiene una guía de teléfonos de París?

– Sí. -Sorprendido, Kovalenko se acercó a la mesilla de noche y abrió con dificultad un cajón combado, del que sacó un listín telefónico y se lo ofreció a Marten.

– ¿A qué hora ha empezado a nevar con fuerza? -dijo Marten, mientras empezaba a girar las páginas.

Kovalenko se encogió de hombros.

– Pues a media tarde; ¿por qué?

– Por la pinta que tiene la tormenta, supongo que a estas alturas los aeropuertos están cerrados y los transportes por tren y por carretera se han reducido a la mínima expresión.

– Es probable, pero ¿qué tiene que ver el tiempo con un hombre al que han hallado muerto en Zúrich?

Marten encontró lo que estaba buscando. Cogió el teléfono y marcó un número.

Las cejas de Kovalenko se juntaron de perplejidad.

– ¿A quién está llamando?

– Al hotel Ritz.

Marten hizo una pausa mientras el teléfono sonaba y hasta que alguien le respondió.

– Con Alexander Cabrera, por favor. -Pasó un momento largo y luego-: Ya… ¿Sabe si está en la ciudad? Sí, la tormenta, entiendo… No, ningún mensaje. Le volveré a llamar más tarde.

Marten colgó.

– No está. Es la única información que dan. Pero han llamado a la habitación, lo cual me hace pensar que en algún momento del día ha estado por allí.

– ¿Qué está insinuando?

– Pues que si es responsable del asesinato en Zúrich, no puede volver a París por la tormenta de nieve. Lo cual significa que puede que siga en Suiza.

66

Neuchâtel, Suiza, a la misma hora


La tormenta de nieve que estaba paralizando París todavía no había alcanzado Suiza y la noche era fría, llena de estrellas y con la luz pálida y plateada de la luna reflejada sobre las aguas del lago Neuchâtel y sobre el paisaje que lo rodeaba.

– Mira. -Alexander sonrió y soltó una bocanada de aire. El vapor se quedó allí quieto, congelado en el aire como si fuera el globo de diálogo de una viñeta infantil.

Rebecca se rio e hizo lo mismo y su bocanada se quedó flotando como la anterior de Alexander hasta que, sencillamente, desapareció.

– ¡Puf! -se rio él, antes de tomarla de la mano y seguir paseando con ella como habían hecho hasta entonces, por la orilla helada del río, ambos abrigados con largos abrigos de visón, con gorros y guantes también de visón.

A cierta distancia detrás de ellos paseaban Gerard y Nicole Rothfels, acompañados de la baronesa, elegante y despierta a sus cincuenta y seis años, que, como el resto, disfrutaba del paseo y del aire tonificante antes de cenar, mientras observaba a Alexander y a su futura esposa. La hermosa joven que era el amor de su vida y para la cual había adquirido y luego regalado la finca Jura.

La joven a la que conocía desde hacía casi cinco meses, a la que adoraba y por la que era adorado, la muchacha tan brillante y llena de entusiasmo, y cuyo aprendizaje de varios idiomas ella había orquestado cuidadosamente y supervisado personal y secretamente. Ella era la responsable de que ahora Rebecca hablara francés, italiano, español y ruso casi con fluidez y se estuvieran convirtiendo en idiomas casi naturales para ella, lo cual le permitía, como en el caso de la baronesa y Alexander, cambiar del uno al otro a voluntad.

La formación de Rebecca dirigida por la baronesa no acababa con los idiomas. En varias ocasiones había invitado a Rebecca a su apartamento de Zúrich, donde, haciendo el papel de tía rica, la llevaba de compras y la invitaba a cenar, lo cual le permitía aplicar enseñanzas suplementarias: la instrucción en estilo y presencia personal sobre qué ropas ponerse y cuándo, y cómo llevarlas; la manera de peinarse y de maquillarse, su selección, color y aplicación; cómo andar y comportarse; saber a quién, cuándo y cómo hablar. La baronesa animaba a Rebecca a sonreír más sin perder la frágil vulnerabilidad que la hacía tan atractiva para los hombres de cualquier edad. La instruía personalmente sobre las intimidades del amor, sobre la manera de estar con un hombre, socialmente y en privado, de cuidarle, mimarle o reprenderle. Y sobre la manera de hacerle el amor, aunque sabía que Rebecca seguía siendo virgen. A medida que la baronesa veía avanzar el romance entre Rebecca y Alexander, iba tranquilizando a la muchacha para que cuando llegara su noche de bodas ella tomara las cosas sin miedo y con naturalidad, complaciendo a su esposo y disfrutando ella misma más allá de lo esperado, tal y como la baronesa había gozado y había complacido a su marido en su propia noche de bodas.

Las enseñanzas, las lecciones, habían tenido lugar durante un período de cinco meses escasos, un período en el que había visto a Rebecca cada vez más enamorada de Alexander. El resultado final había sido casi extraordinario; en tan poco tiempo Rebecca se había transformado desde poco más que una canguro americana aniñada e insegura hasta una joven bella, desenvuelta y segura de ella misma, una mujer con los requisitos y las bases necesarias para formar parte de la aristocracia europea de sangre azul.


El teléfono móvil de Nicole Rothfels soltó un chirrido amortiguado dentro de su bolsillo.

Oui? Ah, merci -respondió, antes de colgar. -Monsieur Alexander -dijo-. Por favor, la cena estará lista dentro de diez minutos.

– Volved a la casa -rio Alexander-. Estaremos allí dentro de quince.

Nicole Rothfels sonrió y miró a la baronesa.

– El amor tiene su propio reloj -dijo la baronesa a media voz, con el aliento, como el de los otros, como el de Alexander, como una nube flotando en el aire helado. Entonces ella, Nicole y Gerard Rothfels dieron media vuelta y volvieron paseando hasta la calidez de la casa iluminada a lo lejos.

Alexander observó cómo el paso seguro de la baronesa se los llevaba rápidamente bajo la luz de la luna.

«Baronesa», la había llamado él desde que aprendió a hablar.

«Cariño», lo había llamado ella desde que tenía uso de razón, ya que sus vidas habían estado íntimamente ligadas buena parte de la suya. Sin embargo, con toda la estima que le tenía, en toda su vida había un solo ser humano al que había amado de verdad: Rebecca.

67

19:50 h


– Sí, sí… por favor, deletréeme el nombre en inglés. -Kovalenko estaba encorvado, con el móvil en una mano y garabateando en una libreta de espiral con la otra. Lenard estaba al otro lado de la línea, dándole información sobre el asesinato de Zúrich.

Marren permanecía más atrás, esperando, sin saber qué iba a hacer Kovalenko. De momento no le había mencionado a Lenard nada de Marten, ni del disquete de Halliday, ni de que habían comparado las huellas digitales encontradas en el coche de Dan Ford con las de Raymond Oliver Thorne. Por lo que Marten podía oír, su conversación giraba únicamente alrededor del cuerpo encontrado en Zúrich y en los datos suplementarios que el policía francés había reunido sobre sus circunstancias.

– Bueno, tal vez sea nuestro hombre y hayamos tenido suerte, o tal vez no, ¿eh? Tal vez sea otro loco con una navaja o un cuchillo. -Kovalenko miró a Marten y luego volvió a mirar al teléfono y a las notas que estaba tomando.

Marten sabía que Kovalenko ya le había sacado prácticamente toda la información que podía, de modo que, ¿por qué no entregarlo a la policía francesa? Desde el punto de vista legal y profesional era lo que había que hacer, y eso eliminaría cualquier sospecha que Lenard pudiera tener de que Kovalenko se había llevado la agenda de Halliday de su habitación de hotel, como Marten había sugerido en broma, si el asunto volvía a aparecer más tarde. Pero, y éste era un gran «pero», Kovalenko todavía no había mencionado ni a Marten ni las huellas digitales, y esto lo intrigaba.

– Iré a Zúrich personalmente -dijo Kovalenko, inesperadamente-. Quiero ver el cuerpo y el lugar en el que fue hallado… Sí, ya lo sé, el tiempo. Los aeropuertos están cerrados y los trenes apenas funcionan. Pero es importante que llegue cuanto antes. Si es nuestro hombre y ha trasladado su actividad a Suiza, tenemos que estar encima de él… ¿Cómo? Iré en coche. ¿Puede conseguirme un buen vehículo con tracción en las cuatro ruedas para conducir con nieve?

De pronto, Kovelenko se puso derecho desde su anterior postura encorvada y miró a Marten.

– Por cierto, Philippe, nuestro amigo el señor Marten está en París. De hecho, ahora mismo está conmigo.

Marten se sobresaltó. Al final, Kovalenko lo entregaba a Lenard. Eso significaba que ya podía olvidarse de encontrar a Raymond y que ahora debería concentrarse en impedir que la policía francesa descubriera su identidad.

– Parece ser que sigue muy afectado por el asesinato de su amigo. Ha vuelto al apartamento de la rue Huysmans y allí se encontró con la agenda del detective Halliday… sí, la agenda, eso es… Ya sé que sus hombres lo han registrado todo. Tal vez deba usted preguntarles cómo ha sido que no la han encontrado. En cualquier caso, en algún momento le había dado mi número de móvil al señor Marten y me ha llamado, y yo lo he pasado a recoger. Desde entonces me ha estado contando historias que Dan Ford sabía de las investigaciones en Los Ángeles. Puede que haya más cosas que descubrir, de modo que me lo llevo conmigo.

– ¿Cómo? -explotó Marten.

Kovalenko tapó el auricular.

– ¡Cállese! -dijo, mirando a Marten con ojos furiosos, y luego volvió a atender al teléfono-. Te agradecería que llamaras a tus perros. Le entregaré la agenda de Halliday al que venga a traerme el coche… ¿Qué contiene? Letra diminuta y un montón de notas. Mi dominio del inglés garabateado no es muy bueno, pero no parece que haya demasiadas pistas en ella. Mírela usted mismo, puede que lo haga mejor que yo. ¿Me puede conseguir el coche rápidamente?… Estupendo. Les informaré desde Suiza.

Kovalenko colgó y su mirada se posó en Marten.

– El muerto era un amigo íntimo y socio de la empresa desde hace muchos años de Jean-Luc Vabres. Es más, tenía una pequeña imprenta en Zúrich.

Marten se quedó boquiabierto:

– Ahí tenemos el «segundo» menú.

– Sí, ya lo sé. Por eso nos vamos a Zúrich esta noche. -Kovalenko miró el material esparcido encima de la cama.

– ¿Cómo sabe que Lenard no va a meterme en la cárcel?

– Porque soy un invitado del gobierno francés y no de la policía de París. He solicitado que usted me acompañe y él comprende la política que hay detrás.

»Y ahora, abra la agenda de Halliday y saque las páginas que hace referencia a Argentina y al cirujano plástico, el doctor Odett. Y los sobres con el disquete y el billete de avión de Halliday a Buenos Aires y démelos. Luego coja su abrigo y vaya a mear. Va a ser una noche larga y nevada.


El chofer de Peter Kitner bajó cautelosamente por la avenida Georges V, ayudándose de las farolas a ambos lados de la calle como guías en medio de los remolinos de nieve que caían.

Las condiciones de visibilidad casi nulas impedían prácticamente ver a más de unos pocos metros en cualquier dirección y el propio Kitner empezaba a estar preocupado. ¿Y si se habían equivocado de calle? En algún lugar cerca de allí estaba el Sena. ¿Y si se estampaban contra alguna barrera invisible y caían al río? Las calles estaban desiertas; nadie los vería. La limusina pesaba muchísimo, puesto que el verano pasado había sido blindada a insistencia de Higgs. Se hundiría hasta el fondo como un bloque de granito y nunca más los encontrarían. Para su familia, para todo el mundo, sir Peter Kitner habría, sencillamente, desaparecido.

– Sir Peter -sonó de pronto la voz de Higgs por el interfono de la limusina.

Kitner levantó la vista. Higgs lo miraba a través del cristal de seguridad.

– Sí, Higgs.

– Cabrera y la baronesa están en Suiza. En Neuchâtel. Esta noche cenan en casa del director de operaciones europeas de la empresa de Cabrera, Gerard Rothfels.

– ¿Está confirmado?

– Sí, señor.

– Mantén a tus hombres encima de ellos.

– Sí, señor.

De pronto Kitner se sintió tremendamente aliviado. Al menos sabía dónde estaban.

– Hemos llegado, señor -sonó de nuevo la voz de Higgs.

De pronto el coche se estaba deteniendo y Kitner vio unas luces brillantes y una retahíla de policías franceses detrás de unas barreras. Se detuvieron y dos policías se acercaron al coche. Higgs abrió su ventanilla e identificó a Kitner.

Un policía miró al interior del coche, luego retrocedió y saludó formalmente. Una de las barreras fue apartada y la limusina cruzó lentamente las puertas para entrar en la finca de los Romanov del número 151 de la avenida Georges V.

68

Neuchâtel, Suiza, a la misma hora


La baronesa vio vagamente la mesa de la cena iluminada con velas, casi sin advertir a las personas y la actividad que la rodeaba. Alexander estaba delante de ella, Gerard Rothfels a un extremo, su esposa Nicole en el otro, Rebecca a su derecha, la fugaz interrupción de los niños Rothfels en pijama que bajaban a dar las buenas noches antes de acostarse. Sus pensamientos estaban lejos de allí, por alguna razón desconocida hundiéndose en las personas y en los hechos que la habían llevado hasta ese punto de su vida.

Nacida en Moscú, su madre se la llevó a Suecia cuando era todavía una niña. Tanto su madre como su padre pertenecían a la aristocracia rusa, y sus familias, con una mezcla de astucia, sacrificio y amor por la madre patria se las habían ingeniado para vivir durante el régimen de Lenin y luego bajo la mano de hierro de Stalin, durante la segunda guerra mundial y después de ella, cuando el dictador endureció todavía más su régimen. La sombra de la policía secreta estaba por todas partes. Los vecinos se delataban unos a otros por la más mínima de las faltas. La gente que protestaba lo mínimo, sencillamente desaparecía. Luego murió Stalin, pero la soga de los comunistas seguía apretando y manteniendo a raya cualquier disidencia. Harto y furioso, el padre de la baronesa se rebeló y levantó su voz contra el régimen totalitario. Como resultado, cuando la baronesa tenía cinco años, su padre fue arrestado por subversión, juzgado y sentenciado a diez años de trabajos forzados en uno de los terribles gulags, las llamadas instituciones de trabajo correctivo. Impresa para siempre en su mente estaba la imagen de él siendo llevado, maniatado, hacia el tren que se lo llevaría al gulag. De pronto, se liberó de sus guardias y se volvió a mirarlas, a ella y a su madre. Sonrió cálidamente y le mandó un beso, y en sus ojos no pudo ver miedo, sino orgullo y su profundo amor, por ella, por su madre y por Rusia. Aquella misma noche su madre, maleta en mano, la sacó de su cama. En pocos momentos la hubo vestido y estaban fuera de casa y en un coche. Recordaba haber subido a un tren y más tarde a bordo de un barco rumbo a Suecia.

Los años siguientes de su niñez transcurrieron en Estocolmo, donde su madre encontró trabajo como costurera y ella asistió a una escuela internacional y trabó amistad con niños que hablaban sueco, ruso, francés e inglés. Su madre hizo un calendario de diez años y al final de cada día marcaba una cruz. Eso significaba que estaban un día más cerca del día en que su padre sería liberado y vendría a reunirse con ellas. Cada día, ella y su madre le escribían notas de ánimo y de amor y se las enviaban, sin tener idea de si las recibía o no.

Una vez, cuando tenía siete años, recibieron una breve carta manuscrita de él que, de alguna manera, había conseguido mandarles. En ella no les decía nada de sus cartas, pero les decía que las amaba con todo su corazón y que aguantaba y contaba los días hasta su liberación. También les confesaba que había matado a un hombre, a otro prisionero, durante una pelea porque el hombre le había robado el peine y él había intentado recuperarlo. Las vidas de los prisioneros no le importaban a nadie, de modo que no le ocurrió nada. Fuera del gulag, una pelea por un peine podía parecer una estupidez, pero dentro, la historia era totalmente distinta. Los peines, un artículo prácticamente imposible de conseguir, se consideraban tesoros porque llevar el pelo y la barba arreglados era lo único que permitía a un prisionero conservar la poca dignidad que le quedaba, y dentro del gulag la dignidad era lo único que uno poseía. De modo que, por dignidad, un hombre le había robado el peine a su padre. Y, por dignidad, su padre lo había matado.

La nota era breve pero terriblemente emocionante porque era la primera vez que se ponía en contacto con ellas desde que se lo llevaron. Y sin embargo, a pesar de toda la fuerza y la emoción, hubo una parte en especial que marcó a la baronesa profundamente y más que nada en toda su vida, por lo mucho que lo amaba y porque se sintió como si le estuviera hablando a ella directamente, compartiendo con ella una parte muy profunda de su ser y ofreciéndole un consejo que la acompañaría toda su vida.

«Mis queridísimas y amadas -escribió-, no permitáis nunca a nadie que os quite la dignidad. Nunca, por ningún motivo. Es lo único que en la más oscura de las noches mantiene vivo el fuego de la propia alma. Nuestra propia dignidad y la de Rusia. Protegedla con cada respiración y a cada paso, y responded con fuerza si podéis. Haced que nunca más os puedan volver a lastimar.»

Estas palabras la tocaron en lo más hondo de su ser, y durante meses las leyó una y otra vez hasta que le quedaron grabadas en el corazón. Y un día se detuvo de pronto en medio del párrafo y calculó que cuando su padre saliera en libertad, ella tendría exactamente quince años y sesenta y un días. Con todo lo lejos que le quedaba todavía aquella edad, eso le dio esperanza y la embargó de felicidad porque sabía que habría un día en el que, por fin, él estaría a su lado y podría tomarlo de la mano y mirarle y decirle lo mucho que lo amaba.

Pero ese día jamás llegaría. Dos semanas después de su noveno cumpleaños fueron informadas, a través de un telegrama reenviado por correo por los parientes que seguían en la Unión Soviética, de que su padre había muerto congelado en el más terrible de todos los campos de trabajo, Kolyma, al noreste de Siberia. Más tarde supieron que había muerto todavía lleno de una rabia feroz hacia el sistema soviético y de un amor intenso por su esposa y su hija y por el alma de la Rusia anterior. Lo supieron porque uno de los guardias, un buen hombre sometido a circunstancias terribles, desafió el peligro y les mandó una carta en la que se lo contaba.

– Dios ha elegido a tu padre para que ayude a mantener viva la voz sagrada de la madre patria. Fue su destino desde el nacimiento -le dijo su madre, convencida-. Ahora este mismo destino nos ha sido transmitido.

Hasta en este momento, sentada a la mesa en Neuchâtel mientras Alexander conversaba con Gerard Rothfels y Rebecca con su esposa, podía oír el eco de las palabras de su madre y ver a su padre sonriendo y mandándole un beso cuando lo arrastraban al tren que lo llevaría hasta su muerte en el gulag.

Las cosas que lo habían caracterizado -la feroz rebeldía, el orgullo, la fuerza, el coraje y la convicción, su instrucción de que protegieran su dignidad y la de la adorada alma de Rusia con todas sus fuerzas- las había asumido como propias. Era por esto que, ya de adolescente, le había hecho lo que debía a su agresor, hacía tantos años, en Nápoles, con tanta crueldad y, finalmente, con tanta sangre fría. Su tejido mental estaba profundamente impregnado de las palabras de su padre. «Haced que nunca más os puedan volver a lastimar.» Fue su espíritu el que le inculcó a Alexander desde el principio y el que le alimentó cada día de su vida desde entonces. El mismo espíritu que les había permitido enfrentarse a Peter Kitner como lo habían hecho antes. Y como lo seguían haciendo.

69

20:20 h


El coche era un Mercedes de camuflaje, un monovolumen ML500 que llevaba a Kovalenko y a Marten lento pero seguro hacia el exterior de París bajo lo que los franceses ya habían bautizado como la nevada del siglo.

– Antes era fumador. Ojalá todavía lo fuera -dijo Kovalenko, mientras soltaba el acelerador y dejaba que el Mercedes se deslizara sobre un arcén formado por el quitanieves-. Este viaje es ideal para fumar. Aunque me podría haber muerto antes de llegar a Suiza.

Marten oía el parloteo de Kovalenko a lo lejos, concentrado todavía en los instantes antes de salir. Lenard les acercó el coche personalmente, con la rapidez que les había prometido, y permaneció allí bajo la nieve y el frío frente al hotel Saint Orange mientras Kovalenko le entregaba la agenda de Halliday y cargaba su maleta pequeña y gruesa que contenía, entre sus efectos personales, la carpeta archivadora de Dan Ford, en el asiento de atrás del vehículo. Todo aquel rato Lenard no hizo más que mirar a Marten, con una mirada que lo decía todo. Si no llega a ser por la apremiante bravuconada de Kovalenko, su ansiedad por llegar a Zúrich lo antes posible, su insistencia en que Marten lo acompañara y, como él mismo dijo, la política que había en todo aquello, estaba claro que Lenard lo hubiera arrestado al instante. Por otro lado, se llevaba la agenda de Halliday y se estaba librando de un ruso claramente agresivo y de un americano irritante que ni le gustaban ni de los que se fiaba, pero contra los que no tenía ninguna causa tangible. Al final, se limitó a decirle a Kovalenko que esperaba sus informaciones desde Zúrich y le advirtió que condujera con cuidado bajo la tormenta y que no abollara el coche. Era nuevo y el único monovolumen del que disponían.

El ML era un monovolumen que a Kovalenko le gustaba y del que se fiaba. Satisfecho con la manera en que se agarraba al asfalto, una vez cruzado el Sena en Maisons-Alfort y ya en la N19 desierta empezó a aumentar la velocidad, en dirección sur y luego este hacia la frontera suiza.

Durante un rato, ninguno de los dos hombres dijo nada. Escuchaban el ulular de la tormenta y el batido regular de los limpiaparabrisas que se enfrentaban a la nieve. Finalmente, Marten tiró de su cinturón de seguridad y miró a Kovalenko:

– Con o sin política, me podía haber entregado a Lenard. ¿Por qué no lo ha hecho?

– Es un viaje largo, señor Marten -dijo Kovalenko, sin quitar los ojos de la carretera-, y empiezo a disfrutar de su compañía. Además, estar aquí es mejor que estar en una cárcel francesa, ¿no cree?

– Esto no es ninguna respuesta.

– No, pero es una verdad. -Kovalenko miró a Marten un segundo y luego otra vez a la carretera.

De nuevo, el silencio llenó el espacio y Marten se relajó, contemplando el haz de luz de los faros del vehículo que cortaba aquel túnel inacabable gris blanquecino de nieve que caía, interrumpido de vez en cuando por la forma vaga de alguna señal de la autopista.

Pasaron unos segundos, unos minutos y Marten se volvió otra vez a mirar a Kovalenko. Su cara con barba, iluminada por el brillo de los instrumentos de a bordo, el volumen de su cuerpo, el bulto bajo la chaqueta donde llevaba el arma automática. Era un policía de carrera, con una esposa e hijos en Moscú. Era como Halliday, como Roosevelt Lee o Marty Valparaiso o Polchak o Red, todos ellos policías profesionales con familias a las que mantener. Y como ellos, trabajaba en homicidios.

Sin embargo, como Marten ya había presentido antes, en él había algo distinto. Era su otra agenda. Cuando le había preguntado si Kitner tenía la influencia para decantar el voto favorable hacia el zar y, así, incrementar sus negocios en Rusia, él le respondió que era policía y que el poder y la política no eran sus dominios. Pero luego dijo que Lenard no lo arrestaría debido a la política que envolvía el asunto. De modo que había algún tipo de política que sí era su dominio.

– Son asuntos rusos -le había respondido cuando Marten le preguntó si tenía fotos de Alexander Cabrera de antes del accidente de caza. Su respuesta fue negativa, y el motivo alegado fue que entonces no había sido importante. ¿Qué era importante ahora? ¿Qué había cambiado? ¿Qué «asuntos rusos»? Tal vez no quisiera hablar del tema, pero al llevarlo con él de viaje, Kovalenko había convertido los asuntos rusos en asuntos también de Marten.

– ¿Por qué mantiene a Lenard en la inopia? -Marten rompió de pronto el silencio-. ¿Por qué no le ha dicho nada de Cabrera, ni de las huellas? ¿Ni sobre Raymond o Kitner?

Kovalenko no respondió; sencillamente, siguió atento a la carretera que tenían delante.

– Déjeme adivinarlo -lo presionó Marten-. Es porque, en algún rincón de su alma, teme usted que Alexander Cabrera y Raymond Thorne sean una misma persona y no quiere que nadie más lo sepa. Por eso me hizo sacar el disquete y las páginas que contenían alguna referencia a Argentina. Ha dejado la agenda de Halliday porque tenía que hacerlo, y espera que Lenard no descubra nunca el resto. Por eso me ha llevado con usted, para que Lenard no pueda empezar a hacerme preguntas. Usted y yo somos los únicos que lo sabemos y quiere que siga así.

– Sería usted un buen psicoanalista, o -Kovalenko miró a Marten- un estupendo detective, señor Marten. -Se volvió otra vez hacia la carretera y se aferró al volante con más fuerza a medida que la nieve caía copiosamente-. Pero no es usted detective, ¿no es cierto? Usted es estudiante de posgrado en la Universidad de Manchester. Lo he comprobado. Así es cómo logramos encontrar a lady Clementine Simpson.

«Cómo logramos o como lo logró usted», quiso preguntar Marten, pero no lo hizo porque ya sabía la respuesta.

– Le agradecería que la mantuviera al margen -le dijo, con tono frío. Lo que habían hecho Lenard y Kovalenko con Clem todavía le dolía.

Kovalenko sonrió:

– Una joven atractiva no es ningún enigma, señor Marten. El enigma es, si es usted un estudiante de posgrado, ¿dónde cursó usted sus estudios de licenciatura? ¿También en Manchester?

Por un instante, Marten se quedó inmóvil. Kovalenko era listo y traía los deberes hechos, y si Marten no iba con cuidado lo acabaría descubriendo. Cuando hizo la solicitud de matrícula en la Universidad de Manchester, sencillamente llamó a UCLA como John Barron y pidió una copia de su expediente académico. Cuando le llegó, escaneó las páginas en un disquete, lo metió en su ordenador y luego cambió el nombre de John Barron a Nicholas Marten, las imprimió y las mandó. Nadie puso nunca en duda aquellas páginas, y el tema no había salido hasta ahora.

– UCLA -dijo-. Fue entonces cuando veía a Dan Ford muy a menudo y cuando conocí a Halliday.

– UCLA, es decir, la Universidad de California en Los Ángeles.

– Sí.

– No lo había dicho antes.

– No me había parecido importante.

La mirada de Kovalenko se posó en Marten y se quedó allí un instante, sondeando. Pero Marten no le desveló nada y él volvió a mirar hacia la carretera.

– Le cambio una verdad por otra, señor Marten. Tiene que ver con Peter Kitner. Tal vez luego entenderá lo que percibe usted como mi preocupación por Alexander Cabrera y por qué no habría sido prudente por mi parte dejarlo a usted con el inspector Lenard.

70

París, la casa del número 151 de la avenue Georges V, a la misma hora


La gran duquesa Catalina Mikhailovna se tocó el pelo y sonrió con seguridad mientras esperaba que el fotógrafo oficial tomara su foto. A la izquierda tenía a su hijo, el gran duque Sergei; a la derecha, al príncipe Dimitri Vladimir Romanov, un hombre de setenta y siete años de pelo gris, bigote y porte regio, en cuya magnífica mansión se celebraba la reunión de esa noche y que era el principal rival a la Corona.

Detrás del joven fotógrafo podía ver a su madre, la gran duquesa Maria Kurakina, y detrás de ella las caras de los otros Romanov reunidos en el salón de techos altos del príncipe Dimitri: treinta y tres hombres y mujeres maduros, elegantemente vestidos y con un orgullo desafiante de una docena de países distintos y que representaban las cuatro ramas de la familia. Ninguno de ellos había dejado que el tiempo se interpusiera en su viaje, y ella tampoco habría esperado que así fuera. Eran miembros importantes de la familia imperial y del alma rusa; fuertes, nobles y rotundamente fieles a su linaje divino como auténticos guardianes de la madre patria.

Después de casi un siglo y esparcidos por todo el mundo por el exilio, ellos, o la generación anterior a la suya, habían visto gobernara los comunistas con la hoz y el martillo de Lenin y con el puño de hierro de Stalin. Habían visto los horrores de la segunda guerra mundial, cuando el ejército nazi invasor pisoteó su tierra y masacró a a millones de sus compatriotas. Habían visto, con horror y desaliento, cómo en las décadas siguientes la Guerra Fría, gobernada por los arsenales nucleares, se veía entremezclada con las brutales represalias del KGB, en el país y en Europa Oriental; y finalmente contemplaron con pasmo absoluto cómo, casi de la noche a la mañana, la Unión Soviética se venía abajo y desaparecía, dejando en su estela poco más que una nación corrupta, caótica y profundamente atrasada.

Sin embargo, ahora, por suerte y después de todo aquel delirio, amanecía un nuevo día y un gobierno de Rusia democrático estaba tendiendo una invitación elegante, propia y sabia -conscientes de que la auténtica función de las monarquías es proporcionar una sensación de continuidad y una base de lealtad sobre la cual una nación se puede construir y sostener- al regreso de la familia imperial, devolviendo al pueblo los trescientos años de reinado Romanov. Para los presentes, el significado de aquel gesto era sobrecogedor. Era como si la historia de Rusia les hubiera sido arrebatada, mantenida alejada, y ahora les fuera devuelta.

Por este motivo, los miembros de las cuatro casas Romanov allí reunidos habían aceptado plenamente que la larga batalla de competidores y candidatos al trono había terminado. Se había reducido sencillamente a los dos hombres que ahora estaban a los dos lados de la gran duquesa Catalina Mikhailovna: su hijo, el joven y entusiasta gran duque Sergei Petrovich Romanov, y el majestuoso hombre de Estado y miembro mayor de la familia, el príncipe Dimitri Vladimir Romanov. Cuál de ellos asumiría el trono se decidiría en una votación abierta, a mano alzada, que tendría lugar inmediatamente después de la cena. O, en los términos de Catalina, dentro de una hora, dos a lo sumo.


De pronto, la luz estroboscópica del fotógrafo soltó una serie de flashes cegadores. Los acompañó el sonido de la película que corría por el interior de la cámara motorizada mientras el fotógrafo tomaba una docena o más de instantáneas. Luego acabó y se retiró. La gran duquesa Catalina relajó su postura y apretó la mano de su hijo para tranquilizarlo.

– ¿Puedo acompañarla hasta la mesa, gran duquesa? -La voz de barítono del príncipe Dimitri resonó detrás de ella. En vez de dejarlos una vez hecho el trabajo del fotógrafo y abandonar a su competidor en compañía de su madre, el mayor de los Romanov permaneció a su lado.

– Por supuesto, Su Alteza Imperial. -Catalina sonrió graciosamente como respuesta, muy consciente del público que tenía y demostrando voluntariamente su capacidad de mostrarse tan encantadora y agradable como la oposición.

Con gesto regio tomó su brazo y, a paso tranquilo, cruzaron el salón central de suelo de mármol hasta las puertas doradas del fondo, donde los esperaban un ejército de sirvientes de pajarita blanca y guantes blancos.

El gran duque Sergei y la madre de Catalina, la gran duquesa María, los seguían, y después de ellos los treinta y tres Romanov.

Cuando llegaron al fondo del salón, los sirvientes abrieron las puertas y entraron en un amplio comedor decorado con paneles de madera tallada a mano que se levantaban más de seis metros hasta el techo. Una mesa antigua, larga y pulida ocupaba el centro de la estancia, con butacas de respaldo alto, y tapizadas con seda roja y dorada a ambos lados de la misma. La cubertería era de oro y plata, la cristalería era de cristal de Murano y los platos de color hueso, con servilletas de encaje entre ellos. Más camareros de pajarita blanca aguardaban a un lado.

El ambiente era formal, extravagante y teatral, excesivamente impresionante, pero había todavía un último elemento que eclipsaba todo lo demás. Montada en la pared del fondo del salón había un águila doble de oro macizo, de cuatro metros de altura, con las alas desplegadas de casi la misma anchura. Una de sus enormes garras aferraba el cetro imperial, mientras que con la otra sostenía el orbe imperial. Más arriba de las cabezas gemelas del águila, en el vértice de un gran arco encima de ambas, reposaba la majestuosa y enjoyada corona imperial. Lo que contemplaban era el magnífico emblema de los Romanov, ante el cual nadie podía menos que quedarse boquiabierto. Algunos de ellos inclinaron la cabeza en señal de reverencia ante el mismo, y pocos fueron capaces de apartar la vista del magnífico objeto hasta que estuvieron sentados a la mesa.

La gran duquesa Catalina no estaba menos impresionada hasta que se acercó un poco más y vio otra cosa. Cuatro sillas habían sido colocadas en una tarima elevada, justo debajo del emblema del fondo del espléndido comedor, a pesar de que todos los presentes habían sido ya sentados. En aquel momento la invadió una profunda inquietud.

Un estrado y cuatro sillas.

¿Para qué eran?

¿Y para quién?

71

Kovalenko redujo la velocidad del Mercedes detrás de una hilera de máquinas quitanieves que trabajaban para poder mantener abierta la autopista N19. Se reclinó y mantuvo la velocidad mientras la nieve y el viento agitaban el vehículo. A su alrededor la noche, solamente iluminada por los faros potentes del monovolumen y por las luces traseras de las máquinas quitanieves.

– Conocerá usted la historia de Anastasia, señor Marten.

– Como película, o como obra de teatro, no estoy seguro. ¿Adónde quiere ir a parar?

– Anastasia era la pequeña de las hijas del zar y estuvo ante el pelotón de fusilamiento con el resto de la familia, en la casa Ipatiev. -Kovalenko aflojó todavía más la velocidad con la mirada fija en el asfalto traidor que tenían delante.

– Once personas fueron conducidas a una pequeña habitación del sótano por un revolucionario llamado Yurovsky: el zar Nicolás, su esposa Alejandra, sus hijas Tatiana, Olga, María y Anastasia, y su hijo, un hemofílico llamado Alexei, el zarevich, siguiente en la línea de sucesores al trono imperial. Los otros eran el médico imperial, el mayordomo de Nicolás, un cocinero y una doncella.

»Pensaban que los estaban llevando al sótano por su propia seguridad, por la Revolución, para protegerlos de los tiroteos que había en la calle. Otros once hombres los siguieron hasta la pequeña estancia. Yurovsky miró al zar y dijo algo así como "los tiroteos son porque sus parientes reales están intentando encontrarles y liberarles, por lo cual el Soviet de delegados de los Trabajadores ha decidido ejecutarles".

»En aquel momento el zar gritó "¿Cómo?" y rápidamente se volvió hacia su hijo, Alexei, tal vez con la intención de protegerlo. En el mismo instante Yurovsky disparó al zar Nicolás y lo mató. Al instante siguiente se desencadenó un infierno mientras los otros once hombres empezaron a disparar, llevando a cabo la ejecución de la familia entera. El problema fue que estaban en una estancia muy pequeña, con once personas a ejecutar y doce hombres disparando, con cinco o siete guardas más atrás que iban armados pero que no formaban parte del pelotón de fusilamiento. El sonido de los disparos y la confusión de personas que gritaban y cuerpos que caían ya era lo bastante terrible, y además en 1918 muchos de aquellos rifles usaban cartuchos de pólvora negra. A los pocos segundos de iniciado el tiroteo, ver algo resultaba casi imposible.

»Ya le he contado antes que después del tiroteo, los cadáveres fueron cargados a un camión y llevados por caminos enfangados hasta el bosque en el que se hallaba el lugar elegido para darles sepultura.

Kovalenko miró a Marten y luego hacia delante, espiando por entre el limpiaparabrisas y a través de la intensa nevada, tratando de adivinar el trazado de la carretera.

– Continúe -lo apremió Marten.

Kovalenko se concentró unos instantes en la carretera, luego alcanzaron un tramo en el que la nieve parecía aclarar un poco y se relajó.

– Como Alexei era hemofílico y debido a la presión de la Revolución, dos marinos de la Marina imperial habían sido asignados al cuidado de los niños. Una especie de combinación de guardaespaldas y niñera. En algún momento, los marinos tuvieron un enfrentamiento con el instructor personal de Alexei, que consideraba que su presencia perjudicaba el desarrollo intelectual del muchacho. Finalmente, uno de ellos se hartó y se marchó. El otro, un hombre llamado Nagorny, permaneció con ellos hasta que fueron detenidos en la casa Ipatiev. Entonces los revolucionarios se lo llevaron a la cárcel de Ekaterimburgo. Supuestamente, allí lo mataron, pero no fue así. Logró escapar y más tarde volvió y encontró la manera de incorporarse al grupo de Yurovsky: era uno de los guardias que estaba detrás del pelotón de fusilamiento.

»Cuando acabó el tiroteo, bajo el humo oscuro y cegador y con el caos de la escena del crimen, mientras los otros cargaban los cuerpos al camión, Nagorny se dio cuenta de que uno de los niños seguía con vida. Era Alexei y lo recogió y lo sacó de allí. A oscuras y con la confusión de todos aquellos hombres tratando de sacar los cadáveres de allí y cargarlos al camión, ¿cómo pudieron no darse cuenta de que faltaban un hombre y un cadáver? Nagorny lo consiguió. Primero lo trasladó a una casa cercana y luego a otro camión. Alexei había sido herido en una pierna y en un hombro. Nagorny conocía bien su hemofilia y sabía cómo aplicarle la presión necesaria para detener las hemorragias, lo que consiguió hacer.

»Mucho más tarde, cuando las piezas de lo que había sucedido empezaron a cuadrar y los cuerpos, incluido uno que se creyó que correspondía al zarevich Alexei, fueron hallados en la galería de una mina desnudos, quemados y empapados en ácido para tratar de ocultar su identidad, se determinó que había nueve cuerpos, no once. Finalmente se dieron cuenta de que los dos que faltaban correspondían a Anastasia y a Alexei.

– ¿Quiere decir que Anastasia también sobrevivió, y en eso se basa su historia? -dijo Marren.

Kovalenko asintió con la cabeza.

– Durante años se creyó que una mujer llamada Anna Anderson era la auténtica Anastasia. Finalmente se realizó una prueba de ADN y los científicos pudieron comprobar que los cuerpos hallados correspondían, efectivamente, a la familia imperial, pero el mismo proceso demostró que Anna Anderson no era Anastasia. Así que, ¿qué sucedió con la verdadera Anastasia? ¿Quién lo sabe? Probablemente, no lo sepamos nunca.

De pronto Marten se dio cuenta de que no era de Anastasia de quien Kovalenko le estaba hablando.

– Pero sí sabe usted lo que le ocurrió a Alexei.

Kovalenko se volvió hacia Marten.

– Nagorny lo sacó de allí. Primero en un camión y luego en tren hasta el Volga. Allí lo embarcó hasta el puerto de Rostov y luego cruzaron el mar Negro en un barco de vapor hasta Estambul, en aquel entonces Constantinopla, donde los recibió el emisario de un amigo íntimo del Zar, un hombre muy rico que había logrado escapar de la Revolución para irse a vivir a Suiza en 1918. El emisario les facilitó documentación falsa a Nagorny y a Alexei, y los tres juntos tomaron el Orient Express hasta Viena. Después de esto, desaparecieron.

La nieve volvía a caer y Kovalenko se concentró de nuevo en la carretera que tenían delante.

– Nadie sabe qué fue de Nagorny, pero… ¿entiende lo que trato de decirle, señor Marten?

– El primer descendiente masculino directo del zar seguía vivo.

– Por temor a las represalias comunistas no reveló nunca su identidad, pero sabemos que consiguió mucha preeminencia en su negocio de joyería en Suiza. Tuvo un solo hijo, un varón, que continuó los negocios hasta amasar una inmensa fortuna y adquirir mucha más notoriedad.

– Peter Kitner -suspiró Marten.

– El único sucesor auténtico de sangre al trono de Rusia. Y un hecho que le será revelado esta noche a la familia Romanov.

72

La gran duquesa Catalina permanecía boquiabierta mientras escuchaba las pruebas presentadas.

Tres de las cuatro sillas en el estrado bajo el gran emblema Romanov estaban ocupadas por hombres a los que había considerado sus más acérrimos aliados: Nicolai Nemov, el alcalde de Moscú; el mariscal Igor Golovkin, ministro de Defensa de la Federación Rusa y probablemente el oficial más poderoso del ejército ruso; y por último, el hombre al que muchos consideraban la figura más reverenciada de toda Rusia, con su barba y su túnica, Su Santidad Gregorio II, el patriarca sagrado de la Iglesia ortodoxa rusa. Juntos formaban un triunvirato que sin duda representaba la máquina política más potente de Rusia, con más poder incluso que el presidente de la nación, Pavel Gitinov. Y este poder y esta influencia eran los elementos con los que ella había contado.

Pero ahora todo aquello se había desvanecido: su futuro, el futuro de su hijo, el de su madre, un sueño roto por el hombre que ahora ocupaba la cuarta silla, sir Peter Kitner, nacido Petr Mikhail Romanov, el heredero indiscutible del trono imperial.

Estaba todo allí, en la larga pero totalmente comprensible explicación ofrecida por el príncipe Dimitri y en los documentos y fotografías reunidos, de los cuales se proyectaron copias en una pantalla colocada a la derecha del estrado. Unas cuantas de las imágenes eran fotos en blanco y negro desvaído tomadas por el marino ruso Nagorny mientras ayudaba al pequeño zarevich Alexei a huir de Rusia hasta Suiza, después de la masacre de Ipatiev. Las otras eran de Alexei y del joven Petr mientras crecía en la casa familiar de Mies, a las afueras de Ginebra. Y otros documentos eran técnicos y mostraban cadenas de ADN, los laboratorios en los que se habían analizado y los técnicos que los firmaban.

Pero las fotos, las muestras de ADN y los documentos sólo servían para subrayar la verdad irrefutable de las pruebas presentadas. Se habían tomado muestras de huesos de los restos del zar Nicolás en la cripta de San Petersburgo y se había analizado su ADN. Estos resultados se compararon con muestras del ADN de los restos del supuesto zarevich Alexei, el padre de Kitner, enterrado a las afueras de Ginebra. Las cadenas de ADN y la repetición de sus secuencias coincidían con las del zar Nicolás sin dejar ninguna duda. Para asegurarse del todo de que lo que habían descubierto no era fruto de alguna extraña coincidencia, eligieron un ADN contemporáneo como elemento de comparación. La princesa Victoria, hermana mayor de la emperatriz Alejandra, esposa de Nicolás y madre de Alexei, había tenido una hija que se convirtió en la princesa Alicia de Grecia. De los hijos de la princesa Alicia, su único hijo, el príncipe Felipe, duque de Edimburgo y esposo de Isabel II, reina de Inglaterra, era el candidato vivo idóneo para comparar con las muestras de ADN de su tía abuela, la emperatriz Alejandra. Se tomaron otra vez muestras de huesos de la cripta de San Petersburgo, esta vez de la emperatriz Alejandra, y se compararon con las muestras extraídas del duque de Edimburgo. Y otra vez, las secuencias de ADN coincidían a la perfección. Entonces, las cuatro muestras fueron comparadas con las muestras aportadas por Peter Kitner. Y otra vez, la perfecta coincidencia.

Una vez reunidas, estas pruebas despejaban toda duda sobre la supervivencia del zarevich Alexei Romanov a la matanza de Ipaniev, y sobre el hecho de que Peter Kitner era no sólo su hijo sino, por los certificados de nacimiento que se conservaban en la administración suiza y los testimonios aportados por amigos de la familia, su único hijo. El linaje desde entonces hasta el presente era claro, sencillo, sin dudas y sin lugar a error: Petr Mikhail Romanov Kitner era el auténtico cabeza de la casa Romanov y, como tal, sería el hombre que se convertiría en zarevich.

El único recurso de Catalina era ahora jugar la carta de Anastasia y alegar que los análisis de ADN no demostraban nada y que Kitner era tan impostor como lo había sido Anna Anderson en su momento, pero sabía que sería un gesto inútil que sólo les traería vergüenza a ella, a su madre y a su hijo. Además, el triunvirato no había hecho el viaje desde Moscú para nada. Habían analizado todas las pruebas mucho tiempo antes, habían mandado a sus propios especialistas a interrogar a los expertos que habían hecho los análisis, habían hecho repetir los análisis del ADN en tres laboratorios distintos y separados y, finalmente, tomaron su decisión. No sólo esto, sino que Pavel Gitinov, el presidente de Rusia, le había pedido a Kitner que fuera a reunirse con él en su residencia de vacaciones en el mar Muerto y allí, en presencia del triunvirato y de los líderes del Consejo Federal y de la Duma -las cámaras alta y baja del Parlamento-, le pidió personalmente que regresara a Rusia como titular de la corona y se convirtiera así en la figura práctica, emocional y promocional que ayudaría a cohesionar una nación asolada por la incertidumbre social y económica, y a devolver a la nueva Rusia el poder global que antaño había tenido.

Lentamente, la gran duquesa Catalina Mikhailovna se puso de pie, con la mirada clavada en Peter Kitner. Al verla, el gran duque Sergei también se levantó. Y también lo hizo su abuela, la gran duquesa María Kurakina.

– Petr Mikhail Romanov -la fuerte voz de Catalina resonó por la enorme estancia. Todas las miradas se volvieron hacia ella mientras levantaba un globo dorado con el escudo de la familia estampado y se lo ofrecía-, la familia del gran duque Sergei Petrovich Romanov os saluda con orgullo y os reconoce humildemente como zarevich de Todas las Rusias.

Con esta frase, todos los presentes se pusieron de pie y levantaron sus copas a modo de saludo. El príncipe Dimitri también se levantó. Y también lo hicieron el alcalde Nicolai Nemov, el mariscal Igor Golovkin y el patriarca Gregorio II.

Entonces sir Petr Mikhail Romanov Kitner se levantó, con su pelo blanco a modo de melena real y los ojos oscuros brillando. Levantó las manos y esperó, mientras contemplaba los saludos reales. Finalmente y con un gesto sencillo, agachó la cabeza a modo de aceptación formal de su manto.

73

Cuando Kovalenko advirtió la presencia del coche abandonado ya era demasiado tarde. Giró el volante con fuerza, desviándose alarmado para evitar el vehículo, y mandó el ML500 dando tumbos por encima de la autopista cubierta de nieve como una peonza. Una décima de segundo más y golpearon un arcén de nieve que había al fondo, se levantaron sobre dos ruedas y luego cayeron para resbalar por el arcén a modo de tobogán, deslizándose por un largo terraplén en el que se pararon, con el motor en marcha, los faros encendidos, atascados en la nieve acumulada al borde de un saliente rocoso.

– ¡Kovalenko! -Marten tiraba de su cinturón de seguridad y miraba a la forma inmóvil de Kovalenko tras el volante. Por un segundo larguísimo hubo silencio y luego, lentamente, el ruso se volvió a mirarlo.

– Estoy bien, ¿y usted?

– Bien.

– ¿Dónde coño estamos?

La mano derecha de Marten encontró la manecilla de la puerta y la abrió de un empujón. Notó cómo el coche se balanceaba ligeramente al colarse la nieve y el aire helado. Con cuidado, se deslizó y miró afuera. Con la luz de la puerta abierta podía distinguir apenas el abismo oscuro que había directamente bajo la puerta y escuchar el rumor de agua a lo lejos, debajo de ellos.

Se inclinó un poco más, pero sintió que el coche se volcaba en su dirección. Entonces se detuvo de inmediato.

– ¿Qué ocurre? -insistió Kovalenko.

Lo único que Marten veía era la parte de arriba del saliente cubierto de nieve y, debajo, todo oscuro. Lentamente, volvió a meterse en el coche y cerró la puerta.

– Estamos al borde de un precipicio.

– ¿Cómo?

– Un precipicio, un acantilado. Juraría que no tenemos más de dos ruedas sobre terreno sólido.

Kovalenko se abalanzó para mirar y el coche se movió con él.

– ¡No haga eso!

Kovalenko se quedó inmóvil.

Marten lo miró:

– No sé lo profundo que es ni me gustaría averiguarlo.

– Ni yo tampoco. Ni a Lenard tampoco. Quiere que le devolvamos el coche entero.

– ¿Qué hora es?

Kovalenko miró con atención al reloj del salpicadero:

– Las doce en punto.

Marten respiró hondo:

– Está nevando mucho, son las doce de la noche y estamos fuera de la carretera, en medio de la nada. Un estornudo nos podría mandar al carajo y esto sería el final. O nos ahogamos, o nos congelamos, o nos quemamos, si este trasto decide incendiarse.

– Y aunque consigamos hablar con alguien con su móvil no tenemos manera de decirle a nadie dónde estamos porque no lo sabemos. Y aunque lo supiéramos, dudo que nadie pueda llegar hasta aquí antes del amanecer. Y eso en el mejor de los casos.

– Entonces, ¿qué hacemos?

– Tenemos dos ruedas levantadas hacia un lado, lo cual espero que signifique que nos quedan las otras dos sobre el suelo. Tal vez podamos avanzar a partir de ahí.

– ¿Qué quiere decir «tal vez»?

– ¿Se le ocurre algo mejor?

Marten vio a Kovalenko pensando alternativas y luego decidiendo rápidamente que no las había.

– Al menos resultaría útil -dijo Kovalenko con aire autoritario- que tuviéramos menos peso del lado del copiloto.

– Bien.

– Por tanto, yo saldré por mi puerta. Mientras lo haga, usted se deslizará y tomará el volante y hará el intento de, como ha dicho, salir conduciendo.

– Mientras usted está a salvo en el suelo mirando lo que ocurre, ¿es esto?

– Señor Marten, si el coche se estrella no sirve de nada que estemos los dos dentro, cuando con uno basta.

– Pero el de dentro no será usted, sino yo, señor Kovalenko.

– Si le sirve de consuelo, si usted se estrella, sin duda yo moriré congelado.

Con estas palabras, Kovalenko desenganchó su cinturón y abrió la puerta del conductor. Una ráfaga de viento se la volvió a cerrar pero él apoyó el hombro y la volvió a empujar.

– Vale, voy a salir. Avance conmigo.

Kovalenko empezó a deslizarse desde detrás del volante. Mientras lo hacía, Marten se deslizó cuidadosamente por encima de la consola central, poniendo todo el peso corporal que podía en el lado del conductor. De pronto, el ML crujió y empezó a inclinarse hacia el barranco. Kovalenko volvió a meterse dentro rápidamente, colocando todo su peso al borde de la butaca. El coche se detuvo.

– Madre de Dios -suspiró.

– Quédese dónde está. Me acercaré todo lo que pueda.

Con una mano sobre el asiento del conductor y luego bajando sobre su codo con todo el peso corporal que podía, Marten se levantó de la consola y se deslizó hasta el asiento, desplazando las piernas una a una debajo del volante.

Marten miró hacia arriba. Tenía la nariz de Kovalenko a centímetros de la suya. Una repentina ráfaga de viento empujó la puerta y a Kovalenko por detrás, echándolo encima de Marten. Sus narices chocaron con fuerza y el coche se inclinó hacia el barranco.

Entonces Marten empujó a Kovalenko fuera del coche y se inclinó todo lo que pudo hacia él. Este movimiento bastó; el ML corrigió su inclinación.

– Levántese y cierre la puerta -dijo Marten.

– ¿Cómo?

– Levántese y cierre la puerta. Con cuidado.

Kovalenko se levantó de la nieve como un fantasma.

– ¿Está seguro?

– Sí.

Marten observó a Kovalenko cerrar la puerta y luego apartarse. Lentamente, miró a través del parabrisas, más allá de las escobillas limpiadoras. Delante de él, los faros del coche iluminaban nada más que superficie blanca. Resultaba imposible de saber si el terreno que había delante subía, bajaba o era totalmente recto. Lo único que sabía era que no debía girar a la derecha.

Respiró hondo y miró a Kovalenko, que lo miraba a su vez desde el exterior. Éste tenía el cuello levantado, y el pelo y la barba cubiertos de nieve.

Marten volvió a concentrarse. Puso la mano sobre el cambio de marchas y lo puso en Drive, y luego, con el máximo cuidado, apretó el acelerador. Se oyó un suave gemido mientras el motor empezaba a revolucionarse y sintió cómo las ruedas empezaban a girar. Por un momento no ocurrió nada. Luego sintió un levísimo tirón, cuando las ruedas empezaron a agarrarse, y el ML avanzó un poco. Dos palmos, tres, y luego las ruedas empezaron a girar sobre la gruesa capa de nieve. Dejó de dar gas y el vehículo se volvió hacia atrás. Pisó el freno. El coche patinó y luego se detuvo.

– Calma -dijo-, calma.

De nuevo pisó el acelerador, y de nuevo el vehículo avanzó un poco. Las ruedas se agarraron levemente al suelo y volvieron a rodar sobre ellas mismas. Entonces Marten vio a Kovalenko avanzar y desaparecer detrás del coche. Miró por el retrovisor y vio al ruso tirarse lateralmente contra la puerta trasera del ML.

En aquel instante Marten pisó el acelerador y abrió un poco la ventana.

– ¡Ahora! -gritó, pisando el acelerador. Las ruedas giraron. Kovalenko empujaba con todas sus fuerzas. Finalmente Marten sintió que las ruedas se agarraban al suelo y el coche empezaba a avanzar. Esta vez no se detuvo. Ahora iba más rápido, subiendo en línea recta por encima de un palmo de nieve. Volvió a mirar por el retrovisor. Kovalenko iba detrás de él, corriendo por encima del camino surcado que dibujaba el vehículo. Cinco segundos. Otros cinco más. El coche estaba acelerando. Y entonces Marten vio la inmensa barrera de nieve con los faros. Desde su ángulo, parecía al menos tan alta como el coche, tal vez más. Determinar su solidez o si era una pila de nieve, o una roca grande cubierta de nieve, resultaba imposible, pero ahora no podía parar y arriesgarse a resbalar hacia atrás. La única alternativa que tenía era tirarse contra la pared todo lo rápido y fuerte que pudiera y esperar que el coche cruzara al otro lado de la misma.

Medio segundo y pisó el gas hasta el fondo. El ML salió disparado hacia delante. Dos segundos, tres. La pared estaba justo delante y la golpeó con toda su energía. Por un instante quedó todo a oscuras. Luego traspasó y volvió a encontrarse en la carretera.

Respiró hondo y bajó la ventanilla del todo. Por el retrovisor exterior vio a Kovalenko remontar corriendo la pendiente y pasar a través del boquete abierto en la pared de nieve que tenía detrás. Con el pecho agitado, la humareda de su respiración saliéndole de las narices, todo él cubierto de nieve, gritaba victorioso y agitaba los puños al aire. Con la luz roja de los faros traseros parecía un enorme oso danzarín.

74

París. La misma hora, viernes, 17 de enero, 00:40 h


El zarevich Peter Kitner Romanov se cubrió los oídos para protegerse del ruido atronador del helicóptero ruso bimotor de ataque, un Kamov 32, que despegaba de una zona protegida del aeropuerto de Orly bajo un fuerte viento y una nieve cegadora.

Delante de él iba el coronel Stefan Murzin, del Federalnaya Slujba Ohrani, el FSO, su guardaespaldas personal y uno de los diez agentes de seguridad presidencial que se lo habían llevado desde la residencia del número 151 de la avenida Georges V en la tercera de cuatro limusinas idénticas que aguardaban frente a la entrada de servicio. Los coches habían partido de inmediato y se dirigieron bajo la fuerte ventisca de nieve, cruzando el cordón de policía francesa y en fila india, hasta el otro lado del Sena y a lo largo de catorce kilómetros de calles desiertas y nevadas hasta llegar a una zona acordonada en el aeropuerto de Orly, en aquel momento cerrado por la tormenta.

Allí los esperaban dos Kamov 32, con los motores en marcha y los rotores rodando lentamente. Al instante en que la limusina de Kitner se detuvo, sus puertas se abrieron y el coronel Murzin guió al zarevich y a cuatro agentes del FSO armados hasta los dientes hasta el primer helicóptero. A los pocos segundos estaban a bordo, las puertas se cerraron y los rotores se aceleraron, con un Murzin de mandíbula cuadrada y ojos negros que se ocupaba personalmente de colocar el arnés del zarevich. Luego Murzin se ató su propio arnés y, a los pocos segundos, los dos helicópteros estaban en el aire.

Murzin se reclinó:

– ¿Está usted cómodo, zarevich?

– Sí, gracias -asintió Kitner, para mirar luego a las caras del resto de hombres que lo protegían. Hacía muchos años que tenía guardaespaldas personales, pero nunca habían sido como éstos. Eran todos antiguos miembros de las fuerzas de élite rusas de Operaciones Especiales, la spetsialnoe naznacheine, o Spetsnaz. Todos se parecían a Murzin: eran jóvenes, musculosos y muy en forma, con el pelo cortado al cero. Desde el instante mismo que Kitner había sido proclamado zarevich y había hecho una reverencia a los demás a modo de aceptación formal, se había convertido en propiedad de ellos. En un santiamén, Higgs había sido apartado al fondo y ahora su única misión era informar a los altos ejecutivos de MediaCorp que habían de saber que su jefe había tenido que ausentarse por «motivos personales» pero que estaba bien y regresaría al cabo de unos días. Al mismo tiempo, el resto de miembros de la familia Romanov tuvo que jurar guardar el secreto. Pedir que hicieran lo mismo a todo el personal que había servido la cena no fue necesario: eran todos agentes de la FSO.

Para la seguridad personal del zarevich y debido a la importante magnitud histórica de lo que estaba a punto de ser revelado -que Alexei Romanov había efectivamente sobrevivido a la masacre de Ipatiev y que Peter Kitner, presidente de una de las pocas multinacionales de comunicación en manos privadas del mundo, era su hijo, además de la decisión casi increíble de Moscú de reinstaurar el trono imperial- resultaba esencial que la información se mantuviera en secreto hasta que los elementos de seguridad necesarios estuvieran establecidos para cuando el presidente ruso hiciera el anuncio formal en Davos. Como resultado, sólo la familia más inmediata de Kitner, Higgs, y su secretario privado, Taylor Barrie, habían sido informados.

Tuviera o no razón Kitner al temer que la baronesa pudiera tramar alguna agresión física contra ninguno de ellos, la presencia de esta fuerza de seguridad tan preparada resolvía la cuestión. Ahora estaba aislado y, como zar, lo estaría el resto de su vida. La renuncia a su libertad era algo que había hecho voluntariamente, por su padre, por su país, por sus derechos de nacimiento. Finalmente, su identidad había dejado de ser secreta. El gran temor de su padre a una represalia comunista contra ellos había sido resuelto por el tiempo y por la historia. Lo mismo, era consciente, se podría decir sobre la baronesa y Alexander.

75

París, el ático del número 127 de la avenida Hoche. Viernes 17 de enero, 3:14 h


La gran duquesa Catalina Mikhailovna yacía despierta a la luz tenue de la lámpara de su mesita de noche, con la mirada posada distraídamente en el reloj digital que había junto a la cama, al que había visto marcar prácticamente cada minuto desde que se acostó, justo después de la una y media. ¿Cuántas veces en aquellas dos últimas horas había repasado mentalmente la velada entera? Por no decir nada del profundo sentimiento de traición que sentía por parte de sus «buenos amigos», el alcalde de Moscú y el patriarca de la Iglesia. Lo que la inquietaba más profundamente era el motivo por el que ninguno de ellos, con la excepción del príncipe Dimitri, ninguno entre todos los Romanov, supo nada de Peter Kitner ni de la huida y salvación de. Alexei de la casa Ipatiev. El secretismo podía entenderlo, y la protección de la vida del auténtico zarevich, pero le parecía que no había motivo para ocultar aquella información a todos los Romanov excepto a Dimitri. No sólo la existencia de Kitner, su verdadera identidad y quién había sido su padre, sino también las decisiones tomadas en el Parlamento ruso y por el presidente de Rusia que afectaban de manera tan colosal a toda la familia.

Clic.


3:15 h


Pensó en la reacción de su hijo ante la presentación de Peter Kitner y la revelación de quién era. Recordó que, a pesar de todos aquellos años de preparación y con la plena expectativa de que iba a convertirse en zar, no se había inmutado. Ni siquiera había pestañeado. No ocuparía el trono de Rusia, pero honraría y obedecería al hombre que lo hiciera. Hacerlo era su privilegio y su deber. En aquel momento supo que, a la edad de veintidós años, el gran duque Sergei Petrovich Romanov era más ruso que ninguno de ellos.


3:16 h


Oyó a su madre darse la vuelta en la cama detrás de ella. Una fuerte ráfaga de viento sacudió las ventanas y la nieve chocó con violencia contra el cristal.

Deberían haberla puesto al corriente. Al menos el alcalde. Pero no lo hizo. ¿Por qué no le dijo nada y la dejó continuar? De pronto se le ocurrió que había alguien más implicado. Alguien a quien tanto el alcalde como el Patriarca eran más leales que a ella. Pero ¿quién?

Clic.


3:17h


De pronto toda la casa se quedó a oscuras.

– ¿Qué ocurre? -dijo su madre, incorporándose de pronto.

– No es nada, madre -dijo la gran duquesa Catalina-. Se ha ido la luz. Vuelve a dormirte.

76

Basilea, Suiza. El mismo viernes 17 de enero. 6:05 h


– Querremos acceder a sus expedientes y archivos empresariales, esta mañana, si es posible… Sí, de acuerdo. Muy bien, gracias. -Kovalenko cerró su teléfono móvil y miró a Marten-. Dentro de una hora un tal inspector jefe Beelr, de la Kantonspolizei de Zúrich, nos recibirá en la morgue del Hospital Universitario. La policía ya tiene permiso para registrar las pertenencias personales de la víctima, tanto en su casa como en su lugar de trabajo.

Kovalenko tenía los ojos hinchados y enrojecidos, y empezaba a crecerle pelo por el cuello y por la base de la barba por donde tenía costumbre de afeitarse. Los dos hombres estaban cansados después del largo viaje, un periplo que había resultado mucho más fatigoso por las condiciones adversas. Pero la tormenta amainó una vez cruzada la frontera de Francia con Suiza y ahora la nieve ya no caía más que en forma de copo ocasional a la luz de los faros del ML500.

Marten miró la pantalla del navegador del coche y luego tomó la autovía A3 en dirección a Zúrich.

– El nombre de la víctima es Hans Lossberg. Cuarenta y un años, tres hijos. Igual que yo -dijo Kovalenko cansinamente y desvió la vista hacia el todavía oscuro cielo de levante-. ¿Ha estado alguna vez en una morgue, señor Marten?

Marten vaciló. Kovalenko volvía a ponerlo a prueba. Finalmente encontró la manera de responder.

– Una vez, en Los Ángeles. Me llevó Dan Ford.

– Entonces ya sabe qué esperar.

– Sí.

Marten mantenía la vista en la carretera. A pesar de lo pronto que era, el tráfico de primera hora empezaba a densificarse y se veía obligado a vigilar la velocidad sobre la autovía todavía resbaladiza. No podía evitar sentirse molesto por lo que Kovalenko estaba haciendo: era obvio que había hablado con los investigadores rusos que viajaron a Los Ángeles. Estaba al tanto de la historia de Red y de Halliday y la brigada. Marten se preguntaba si, de alguna manera, sospechaba quién era y si éste era el motivo por el cual seguía tendiéndole pequeñas trampas. Como justo ahora, con lo de la morgue, y las insinuaciones sobre ser un buen detective, y luego el tema de su formación universitaria y dónde la había empezado. Y antes, en París, cuando lo observaba comparar las huellas de Raymond con la que la policía francesa había encontrado en el coche de Ford, sabiendo que hacían falta conocimientos considerables para entender lo que él buscaba. Y otra vez, cuando hizo la conjetura sobre Dan Ford y por qué Vabres podía haberle entregado el menú en medio de la noche como lo había hecho, y Kovalenko se lo quedó mirando en silencio antes de decir nada más.

Estaba también seguro de que el motivo por el que Kovalenko había insistido en salir del coche después de salirse de la autopista no fue porque tuviera miedo de que el ML fuera a volcar, sino porque quería ver a Marten detrás del volante, para ver lo bien que manejaba un automóvil en una situación complicada, si había recibido formación y entrenamiento por encima y más allá de lo que se considera la conducción normal.

Pero aunque sospechara que Marten no era el simple estudiante universitario amigo de Dan Ford que decía ser, y esperara que se delatara en algún momento, ¿qué esperaba conseguir con ello? A menos que tuviera amigos en el LAPD, lo que Marten dudaba bastante.

Fuera cual fuese la razón, Marten no podía dejar que se convirtiera en un obstáculo. Estaba convencido de que a cada momento se iba acercando a Raymond, y Kovalenko era el único aliado que tenía.

Además, una vez Kovalenko le había abierto las puertas a su propia agenda, había decidido llevarse a Marten con él. Habían entablado un diálogo en el cual compartían información y, después de su experiencia compartida en la nieve y volviendo a poner el coche en la autopista, incluso había nacido una especie de amistad. Era algo a lo que Marten no osaba dar rienda suelta, aunque significara exponerse un poco más. Redujo un poco la velocidad para evitar resbalar por el asfalto helado, miró al ruso y se permitió pensar en voz alta.

– El año pasado, en Los Ángeles, Raymond usó un revólver para huir de la cárcel y asesinar a una serie de personas inocentes, algunos de ellos policías. Usó un revólver en Chicago para matar a los hermanos Azov. Y un revólver para matar a los Romanov de Estados Unidos y México. Neuss fue asesinado de un disparo en París, y Fabien Curtay fue acribillado en Mónaco. Entonces, ¿por qué ahora Raymond (porque sabemos que es Raymond) utiliza de pronto un cuchillo o navaja? Y no sólo lo utiliza, sino que lo maneja como si fuera una especie de fanático enloquecido. Haciendo una carnicería con sus víctimas.

– Antes se me ocurrió que tal vez estuviéramos ante algún tipo de asesinato ritual -dijo Kovalenko-, y tal vez lo sea.

– O tal vez no -respondió Marten-. Tal vez esté empezando a perder el temple. Los rituales son controlados, y aquí lo único que hemos visto controlado es el primer corte, como si lo tuviera planeado. Lo siguiente es algo claramente emocional, y con mucha furia. Amor, odio. Lo uno o lo otro. O un poco de cada. Todo muy apasionado, como si no pudiera refrenarse. O no quisiera.

Durante un largo rato Kovalenko se quedó en silencio, y finalmente habló.

– Un cuchillo largo y antiguo, una navaja española, desaparecido de la caja fuerte privada de Fabien Curtay en Mónaco. También robaron otra cosa, un pequeño rollo de película de 8 mm.

– ¿Una película?

– Sí.

– ¿No un vídeo?

– No, película.

– ¿De qué?

– Quién sabe.


El cielo seguía con su oscuridad invernal cuando la A3 se convirtió en Al y empezaron a divisar las luces de Zúrich a lo lejos.

– Cuénteme más cosas de Kitner -dijo Marten-. Cualquier cosa que le venga a la cabeza. De su familia quizá, no de Cabrera, sino de la familia de la que él habla.

– Tiene un hijo que un día se quedará con la empresa -explicó Kovalenko, con un suspiro. Estaba empezando a sentirse cansado y se le notaba-. Y una hija que es ejecutiva y que trabaja también en su empresa. Sus otras dos hijas están casadas, una con un médico y la otra con un artista. Su esposa, como ya le he dicho, pertenece a la realeza española, puesto que es prima del rey Juan Carlos.

– La realeza se casa con la realeza.

– Sí.

Marten sentía también la fatiga. Se pasó la mano por la cara y notó que le empezaba a salir barba. Ambos necesitaban tomar una buena ducha, afeitarse y descansar, pero no se lo podían permitir. Todavía no.

– ¿Cuánto hace que su esposa conoce su verdadera identidad?

– Puede ser que lo supiera desde el día en que se conocieron, o puede que no se enterara hasta que él aceptó convertirse en zar. No sabría decírselo. No tengo ni idea de cómo se relacionan este tipo de personas, ni probablemente lo sabré nunca. Es un privilegio en la vida que no creo que llegue a alcanzar.

– ¿Qué más, a nivel personal? ¿De qué conocía a Alfred Neuss?

– Crecieron juntos en Suiza. El padre de Neuss trabajaba para el de Kitner, y por eso acabó en el negocio de las joyas.

Marten miró y vio al ruso que lo estaba observando, con la misma expresión que lo había hecho antes. Miraba sus manos en el volante. Cómo sus pies tocaban alternativamente el freno y el acelerador.

– ¿Qué más? -preguntó Marten.

– Kitner tenía un hijo que fue asesinado cuando tenía diez años -dijo Kovalenko, casi a regañadientes-. Ocurrió hace más de veinte años. Entonces, el nombre de Kitner no era tan importante como lo es ahora; no salía en las noticias. Sin embargo, la noticia salió en la prensa sensacionalista. Un joven criminal lo apuñaló mientras estaba en una fiesta infantil de cumpleaños, en París.

– ¿En París?

– Sí, en el Pare Monceau. El mismo parque en el que hallaron el cadáver de Alfred Neuss.

– ¿Es eso un hecho? -preguntó Marten incrédulo.

– Es un hecho. Y antes de que empiece de nuevo a hacer suposiciones, déjeme decirle que de momento no hay nada en absoluto que relacione los dos crímenes, aparte del hecho de que Neuss y Kitner eran amigos y que el lugar era el mismo.

– ¿Qué pasó luego?

– Que yo sepa, no encontraron nunca al asesino.

– Dice usted que el hijo de Kitner fue apuñalado. ¿Y si el cuchillo robado de la caja fuerte de Curtay fuera el arma del crimen?

– Está usted suponiendo cosas.

– Sí. Pero también está la película que se han llevado con el cuchillo.

– ¿Qué pasa con la película? -Kovalenko no lo entendió.

– El crimen fue perpetrado hace más de veinte años, antes de que el vídeo empezara a popularizarse. Antes, la gente usaba cámaras de película. Los cumpleaños infantiles eran el tema principal de las pelis caseras, y la mayoría se rodaban en Súper-8. ¿Y si alguien estaba rodando escenas de la fiesta de cumpleaños y, sin querer, filmó el propio asesinato, y esa película fue la que robaron de la caja fuerte? ¿Y si Neuss y Kitner poseían tanto el arma del crimen como la prueba filmada del asesinato, y los hubieran escondido, y Cabrera lo supiera?

«¡Dios mío!», pensó de pronto Marten. ¿Y si la película y el cuchillo eran «las piezas»? ¡Las dos cosas que Raymond había perseguido todo aquel tiempo! Si lo eran, habrían sido el motivo por el que tenía las llaves de la caja fuerte. De una caja fuerte que contenía el cuchillo y el rollo de película. Una caja fuerte que podía estar en un banco de Marsella, donde Neuss hizo escala antes de ir a ver a Curtay a Mónaco. Cómo cuadraba todo el resto, no tenía idea… excepto que era posible que la gente asesinada en América hubiera tenido las llaves de la caja fuerte por seguridad, en caso de que a Kitner le sucediera algo, pero que nunca les hubieran dicho a qué correspondían o de qué servían. Kitner sabía que Cabrera había matado a su hijo pero no deseaba que se supiera, de modo que lo mandó a Argentina y conservó el cuchillo y la película como seguros de que nunca más regresaría.

Así que, si el cuchillo y la película eran efectivamente «las piezas»… ¿Cómo lo había dicho, Raymond?: «las piezas que asegurarían el futuro». ¿Qué futuro? ¿De qué había estado hablando? ¿Y por qué había cometido Cabrera el asesinato, de entrada?

Marten se volvió bruscamente hacia Kovalenko.

– Siga la lógica: hace veinte años, ¿qué edad tendría Alexander Cabrera? ¿Trece, catorce años? ¿Y si es él su joven criminal?

– Está usted sugiriendo que habría matado a su propio hermano. -Kovalenko volvía a sonar reacio a aceptarlo.

– Usted ha sido quien ha dicho que podría estar tramando el asesinato de su padre.

– No, señor Marten. Yo dije que Peter Kitner podría ser el objetivo de Raymond Thorne, no de Alexander Cabrera. -Kovalenko clavó los ojos en Marten y luego apartó la vista.

– ¿Qué ocurre, inspector?

Kovalenko no respondió; sencillamente, siguió mirando a otro lado.

– Yo le diré lo que ocurre. Es lo mismo de antes -lo presionó Marten-. Su estómago también le dice que Raymond y Cabrera son el mismo, pero, por algún motivo, no quiere reconocerlo.

– Tiene usted razón, señor Marten. -De pronto, Kovalenko se volvió a mirarlo-. Olvídese un momento del hijo de Kitner asesinado y suponga, como usted dice, que Alexander Cabrera y Raymond Thorne son la misma persona. Y suponga que fue Kitner y no Alfred Neuss o las demás víctimas su objetivo principal desde el principio. En esta situación, tenemos en efecto a un hijo que trata de asesinar a su padre.

– No sería el primer caso.

– No, no sería el primer caso. Pero el problema aquí es que, muy pronto, este padre en especial se convertirá en el próximo zar de Rusia. De pronto, esto lo cambia todo. Y lo descarta como intento de parricidio convencional para convertirlo en un asunto muy delicado de seguridad nacional, un asunto que ha de permanecer totalmente en secreto hasta que se resuelva en uno u otro sentido. Y éste es el motivo real por el cual no se lo podíamos contar a Lenard y por el cual no pude dejarlo a usted en sus manos para que se lo contara. Espero sinceramente que comprenda la posición en la que me encuentro, señor Marten. Por esto hemos conducido toda la noche bajo una terrible nevada: para demostrar que ese Hans Lossberg ha sido asesinado por la misma persona que ejecutó a Dan Ford. Tal vez, con suerte, hasta obtendremos una nueva huella digital.

– ¿Por qué no consigue, sencillamente, algún tipo de orden judicial que obligue a Cabrera a facilitarle sus huellas digitales?

– Ayer a la misma hora, posiblemente hubiéramos podido hacerlo. Pero ayer por la mañana yo desconocía la existencia del archivo del LAPD que contenía las huellas de Raymond Oliver Thorne.

– Ayer, hoy… ¿qué diferencia hay?

Kovalenko sonrió tristemente:

– La diferencia es que hoy Cabrera se ha convertido oficialmente en miembro de la familia imperial. Es uno de los problemas de tener monarquía: la policía no le puede pedir a un rey, o a un zar, o a un miembro de su familia que le facilite las huellas digitales. Al menos, no sin pruebas irrefutables de que ha cometido un crimen. Y es el motivo por el que, si soy yo quien lo va a acusar de algo, no puede haber ninguna duda de que es el hombre que busco.

77

Hospital Universitario de Zúrich. Depósito de cadáveres, 7:15 h


Hans Lossberg. Cuarenta y un años de edad, casado, tres hijos. Igual que Kovalenko, como él mismo había observado. Sólo que no estaba como Kovalenko. Estaba muerto, asesinado con un instrumento afilado. De la misma manera que habían matado a Dan Ford y a Jean-Luc Vabres. Tal vez con más enconamiento. Y no, el asesino no había dejado huellas. Pero, con o sin ellas, la única mirada entre Marten y Kovalenko hablaba por sí sola: Raymond había estado en Zúrich.

– ¿Podíamos ver el lugar de trabajo de herr Lossberg? -pidió Kovalenko, mientras el joven y simpático inspector Heinrich Beelr de la Policía Cantonal de Zúrich les explicaba los detalles del crimen. Cuándo había ocurrido y dónde.

Al cabo de quince minutos se encontraban en la gran sala trasera de Grossmünster Presse, una imprenta industrial ubicada en la Zahringer Strasse, registrando todos los cajones que contenían material gráfico en busca de la maqueta de un menú impreso recientemente, o de alguno que estuviera preparado para ser impreso. El tipo de menú que podía ser, lo ignoraban; sólo suponían que podía estar en ruso o que podía tener algo que ver con la familia Romanov.

Al cabo de una hora seguían allí sin ninguna recompensa que pudiera premiar su labor. Lo que dificultaba todavía más la situación era la seguridad con la que Bertha Rissmak, la gorda y severa jefa de la imprenta, afirmaba que estaban buscando algo que no existía. Mientras que el difunto Hans Lossberg había sido el propietario de Grossmünster Presse, también era su único comercial y lo había sido los últimos quince años. Y, según lo que decía Bertha Rissmak, en esos mismos quince años Grossmünster Presse no había imprimido jamás un menú. Su especialidad era la papelería de oficina: listas de existencias, encabezamientos de cartas, tarjetas, etiquetas de envío y cosas así, nada más. Y para acabar de complicar las cosas, Lossberg había llevado literalmente él solo la gestión de miles y miles de cuentas de clientes y utilizaba un sistema de clasificación muy personal: quince archivadores de cuatro cajones llenos. Y lo más terrible era que muchas de aquellas cuentas llevaban años sin movimiento y que jamás habían sido ni eliminadas ni actualizadas. Especialmente frustrante era el hecho de que no estaban clasificadas ni por fechas ni por temas, sino, sencillamente, por orden alfabético. Era como buscar una aguja en un pajar, pero sin saber en qué pajar buscar ni si la aguja existía realmente. A pesar de todo, no les quedaba más remedio que revisar todo el material gráfico, todos los pedidos y todas las facturas. Era un trabajo tedioso y que les estaba llevando un tiempo incalculable, en especial si Raymond tenía a más gente en su agenda.

Entonces, cuando llevaban unos veinte minutos con la labor, Marten recordó de pronto que Kovalenko le había hablado del pasado de Cabrera. Había sido educado en Argentina por la hermana de su difunta madre, una europea adinerada. Si era europea, ¿por qué iba a educar al hijo de su hermana en Sudamérica, aunque pudiera permitírselo?

Se acercó súbitamente adonde Kovalenko se encontraba, inclinado, revisando archivos.

– La tía de Cabrera, ¿quién es? -le preguntó, a media voz.

Kovalenko levantó la vista y luego, mirando al inspector Beerl, que escrutaba aplicado una serie de archivos detrás de él, tomó a Marten del brazo y lo llevó a un rincón de la sala donde podían hablar.

De momento, lo único que sabía la policía de Zúrich era que Kovalenko hacía el seguimiento de una serie de asesinatos de rusos expatriados que habían tenido lugar en Francia y en Mónaco. Había presentado a Marten como testigo material y explicó lo que buscaban, pero no dijo mucho más. Y en especial, no contó nada en absoluto de Alexander Cabrera.

– No diga nada de Cabrera -le dijo, en voz baja pero rotunda-. No quiero que Beelr empiece a hacer preguntas sobre él y que luego se lo cuente a Lenard. ¿Lo entiende?

– ¿Quién es su tía? -Marten lo ignoró.

– La baronesa Marga de Vienne, una dama muy importante e influyente de la alta sociedad europea.

– Y muy rica, ha dicho usted.

– Más que rica.

– Eso explicaría el jet fletado que le mandaron a Raymond para huir de Los Ángeles. Y explicaría también cómo se las arregló para que le emitieran un certificado de defunción, para salir del hospital y, probablemente, para conseguir un ambulancia aérea, y para que sacaran a un pelagatos de la morgue y lo incineraran en su nombre en el crematorio. Pero no explica lo de Argentina, y por qué fue educado allí.

De pronto, los dos hombres levantaron la mirada.

– Disculpen mi interrupción. Éste es Helmut Vaudois. Era un buen amigo de Hans Lossberg y lo conocía desde hace mucho tiempo. Al parecer, antes de que Lossberg comprara la empresa, ya era impresor. De vez en cuando le gustaba hacer trabajos aparte, en especial si se trataba de encargos pequeños. De modo que es posible que Lossberg se llevara este encargo del menú de la empresa.

– ¿Y lo habría impreso aquí?

– No -dijo Vaudois-. En su casa tenía un pequeño equipo de impresión.

78

287 Zürichbergstrasse, 10:15 h


Maxine Lossberg los recibió en la puerta del pequeño apartamento, a una manzana y media del Zoo de Zúrich. Con el pelo visiblemente recogido a toda prisa y envuelta en un albornoz, la esposa de Hans Lossberg, de unos cuarenta años de edad, estaba claramente bajo los efectos del golpe y la incredulidad. Lo único capaz de consolarla era la presencia del buen amigo de Lossberg Helmut Vaudois; se cogió de la mano de él y no la soltó en todo el tiempo que estuvieron allí.

Con delicadeza y amabilidad, el inspector Beelr le explicó que venían en busca de información que podía ayudar a descubrir la identidad del asesino de su esposo. ¿Sabía si su esposo había hecho recientemente algún trabajo de impresión por su cuenta? ¿Un encargo privado, tal vez, o un favor a un amigo?

Ja -dijo en alemán, y los llevó por un pasillo hasta una habitación trasera en la que Lossberg conservaba una imprenta tradicional y cajas de tipografía que olían a tinta.

Apresuradamente, miró por los cajones y se sorprendió al no encontrar nada.

– Hans guardaba siempre una copia de lo que imprimía -dijo, también en alemán.

Beelr tradujo y luego le preguntó.

– ¿Qué es lo que imprimió?

Ein Speisekarte.

– Un menú -tradujo Beelr rápidamente.

Marten y Kovalenko se miraron.

– ¿Para quién lo imprimió? -preguntó Kovalenko.

Beelr tradujo. Ella respondió otra vez en alemán y el inspector tradujo la respuesta.

– Un conocido de la imprenta, pero no sabe quién es. Lo único que sabe es que tuvo que hacer exactamente doscientas copias del menú, ni una más, ni una menos. Y luego destruir las pruebas y desmontar la tipografía. Lo recuerda porque su marido se lo comentó.

– Pregúntale si recuerda cuándo le hicieron el encargo.

Beelr volvió a traducir y se repitió el mismo proceso.

– No recuerda con exactitud la fecha del encargo, pero su marido hizo una prueba en algún momento, la semana pasada, y luego la impresión definitiva este lunes por la noche. Ella quería que salieran al cine pero él dijo que no porque tenía que acabar el encargo. Estaba muy ocupado y el pedido tenía que servirse con rapidez.

Marten y Kovalenko volvieron a mirarse. Ford y Vabres fueron asesinados a primera hora del miércoles. Vabres le podía haber recogido el menú a Lossberg el martes.

– ¿Qué había en el menú? -insistió Kovalenko.

Beelr volvió a preguntar y Maxine Lossberg respondió. No lo sabía. El domingo había ido un hombre a su casa y ella lo vio fugazmente cuando Lossberg lo llevó a la habitación del fondo, probablemente para mostrarle la prueba. Después de eso no lo había vuelto a ver más.

– Kovalenko -dijo Marten, tirando de la manga del ruso y haciéndole un gesto para que salieron un momento de la sala-. Enséñeselas -le dijo, cuando no los podían oír.

– ¿Enseñarle qué?

– Las fotos de Cabrera. Si era él nos lo dirá de inmediato. Eso bastaría para que usted pudiera pedir las huellas digitales.

Kovalenko vaciló.

– ¿Tiene miedo de descubrirlo?


Maxine Lossberg esperaba sentada a la mesa de la cocina mientras Kovalenko abría su ordenador portátil. Luego se sentó al lado de ella y le mostró el archivo de fotos de Alexander Cabrera del Ministerio de Justicia ruso.

Marten estaba de pie detrás de ellos, mirando por encima del hombro izquierdo de Kovalenko, mientras Beelr y Helmut Vaudois miraba por encima del derecho.

Hubo un clic y Marten vio la foto de Cabrera subiendo a una limusina frente a la sede de su empresa en Buenos Aires.

Kovalenko miró a Maxine Lossberg.

– No sabría decirlo -dijo ella, en alemán.

Otro clic y Marten vio la foto de Cabrera en peto y con el casco, estudiando unos planos encima del capó de un furgón pickup, en algún lugar del desierto.

Maxine movió la cabeza.

Nein.

Clic.

Otra foto. Una que Marten no había visto nunca. Estaba tomada frente a un hotel de Roma. Cabrera estaba al lado de un coche, hablando por el móvil. A su derecha inmediata, un chofer le aguantaba la puerta abierta del coche. En el asiento de atrás había una joven de pelo oscuro muy atractiva, que parecía esperar a Cabrera.

De pronto, Marten se quedó petrificado.

Nein. -Maxine Lossberg se levantó. No era el hombre al que había visto con su marido.

– Kovalenko -dijo Marten bruscamente-, amplíe esta imagen.

– ¿Qué?

– La foto, amplíela. Amplíe a la mujer que va en el asiento trasero.

– ¿Por qué?

– ¡Hágalo y punto!

Kovalenko se volvió a mirar a Marten, totalmente intrigado. Beelr también lo miraba, y también lo hacían Maxine Lossberg y Helmut Vaudois. Era el tono de Marten. Estupefacción, rabia, miedo, todo en uno.

Kovalenko miró de nuevo la pantalla.

Clic.

Amplió la foto; la mujer aparecía ahora con mayor claridad.

– Más -exigió Marten.

Clic.

La cara de la mujer ocupó toda la pantalla. Era un perfil, pero no había duda de quién era. Ninguna duda.

Rebecca.

79

– ¡Dios Santo! -Marten agarró a Kovalenko por el cuello de la chaqueta y lo sacó de la cocina a rastras, pasillo abajo-. ¿Por qué cojones no me la había enseñado antes, cuando estábamos en París?

– ¿De qué coño me está hablando? Le pregunté si quería ver más, y usted me dijo que no.

– ¿Y cómo podía saber que tenía ésta?

Ahora volvían a estar en el salón. Marten guió a Kovalenko hasta el interior, cerró la puerta y lo empujó hacia la misma.

– ¡Estúpido cabronazo! ¿Sigue usted a Cabrera a todas partes y no sabe ni con quién está?

– Haga el favor de soltarme -dijo Kovalenko, con frialdad.

Marten vaciló y luego retrocedió. Estaba pálido, temblaba de rabia.

Kovalenko lo miraba perplejo.

– ¿Qué pasa con esta chica?

– Es mi hermana.

– ¿Su hermana?

– ¿Cuántas fotos más tiene de Cabrera con ella?

– Aquí, ninguna. Tal vez media docena más en el archivo de Moscú. No supimos nunca su nombre ni su dirección; él la ha mantenido muy protegida. Siempre elige la habitación de los hoteles a los que va. Se encuentran a menudo. Para nosotros era un asunto de poca importancia.

– ¿Cuánto tiempo hace que dura?

– Sólo llevamos unos pocos meses detrás de él, desde que descubrimos lo de Kitner. Lo que sucedió antes, lo ignoro. -Kovalenko vaciló-. ¿No tenía idea de que se estaba viendo con alguien?

– Ni idea. -Marten cruzó la sala y luego se volvió a mirarlo-. Necesito su móvil.

– ¿Qué va usted a hacer?

– Llamarla, enterarme de dónde está, asegurarme de que está bien.

– De acuerdo. -Kovalenko buscó en el interior de su chaqueta y sacó el móvil; luego se lo dio a Marten-. No se descubra, no le diga por qué llama. Limítese a saber dónde está y a asegurarse de que está bien. Luego decidiremos qué hacemos.

Marten asintió con la cabeza, luego cogió el teléfono y marcó el número. Sonó cuatro veces y luego le saltó una grabación en francés que decía que el número con el que quería hablar no estaba disponible o estaba fuera de cobertura. Colgó y marcó un segundo número. Sonó un par de veces y luego respondió alguien.

– Residencia Rothfels -dijo una voz femenina con acento francés.

– Rebecca, por favor. Soy su hermano.

– No está, señor.

– ¿Dónde está?

– Con el señor y la señora Rothfels y sus hijos. Pasarán el fin de semana en Davos.

– ¿Davos? -Marten miró a Kovalenko y luego se volvió hacia el teléfono-. ¿Tiene usted el número del móvil del señor Rothfels?

– No estoy autorizada a dárselo, lo siento.

– Es muy importante que hable con mi hermana.

– Lo siento mucho señor, pero es la norma. Perdería mi trabajo.

Marten miró a Kovalenko:

– ¿Cuál es su número?

Kovalenko se lo dijo y Marten volvió a hablar por el teléfono.

– Voy a darle mi teléfono -le dijo a la mujer al otro lado de la línea-. Por favor, llame al señor Rothfels y pídale que Rebecca se ponga en contacto conmigo de inmediato. ¿Puede hacerme este favor?

– Sí, señor.

– Gracias.

Marten le dio el número, le pidió que se lo repitiera, le volvió a dar las gracias y colgó. Seguía estupefacto. La idea de que Rebecca estuviera liada con Cabrera lo asombraba más allá de lo imaginable. Por muy bella o elegante que fuera vestida, por muchos idiomas que fuera capaz de hablar con fluidez, por muy sofisticada que fuera capaz de aparecer en público, para él seguía siendo una criatura que apenas empezaba a recuperarse de una terrible enfermedad. Sin embargo, en algún momento debería empezar a tener experiencias vitales y amorosas. Pero ¿Cabrera? ¿Cómo se habían conocido? Las probabilidades de que ni siquiera se cruzaran por la calle eran entre cero y una, pero en cambio, de alguna manera, lo habían hecho.

– Es curioso cómo pasan las cosas -dijo Kovalenko, tranquilamente-. La información estaba ahí desde el principio y, sin embargo, ninguno de los dos se lo podía ni imaginar. Curioso, también, que su hermana se encuentre precisamente en Davos.

– ¿Cree que Cabrera podría estar con ella?

– Davos, señor Marten, es donde estará Kitner, donde ha de tener lugar el anuncio.

– Y si anda detrás de Kitner… -Marten hizo una pausa; no había necesidad de completar la frase-. ¿A qué distancia estamos de Davos?

– Si no cae más nieve, a dos horas en coche.

– Pues creo que allá vamos.

– Eso parece, sí.

80

Villa Enkratzer (villa Rascacielos), Davos, Suiza.

El mismo viernes 17 de enero, 10:50 h.


El zarevich Peter Kitner Mikhail Romanov despertó de un sueño profundo, mucho más profundo -pensó- de lo normal, casi como si lo hubieran drogado. Pero el día anterior había sido largo e intenso en emociones, y lo achacó a eso.

Se incorporó y miró a su alrededor. Al fondo de la habitación había una cortina ligera tirada por encima de un gran ventanal, que daba suficiente luz como para darse cuenta de que la estancia era amplia, llena de muebles antiguos y, en todos los aspectos, cómoda y bien decorada. A diferencia de la mayoría de habitaciones de hotel, ésta tenía el techo alto y grandes vigas descubiertas, y se preguntó en qué tipo de lugar estaba. Luego se acordó del coronel Murzin, que le había dicho, cuando iban en la comitiva de limusinas hacia el aeropuerto, que se dirigían hacia una mansión privada en las colinas de Davos. Era un lugar seguro, literalmente una fortaleza de montaña, construida en 1912 para un fabricante de armas alemán, con acceso a través de unas puertas de cuartel que daban paso a una pista de montaña de siete kilómetros hasta el propio castillo. Era allí donde lo llevaban y donde, a mediodía, su familia iba a reunirse con él… y donde, aquella misma noche, cenaría con Pavel Gitinov, el presidente de Rusia, para hablar del protocolo del pronunciamiento que éste haría ante los líderes políticos y económicos reunidos en el Foro Económico Mundial.

Kitner apartó las mantas y se levantó, con la cabeza todavía embutida por el sueño. Cuando estaba a punto de entrar en el baño para asearse, oyó que llamaban a la puerta. Acto seguido le apareció el coronel Murzin, vestido con traje y corbata.

– Buenos días, zarevich. Lamento decirle que traigo malas noticias.

– ¿Qué ocurre?

– La gran duquesa Catalina, su madre y su hijo, el gran duque Sergei, junto a sus guardaespaldas… ha habido un incendio en el apartamento que habían alquilado en París. Quedaron atrapados en la planta superior.

– Y…

– Han muerto, señor. Todos ellos. Lo lamento.

Kitner se quedó petrificado y, por un momento, no fue capaz de decir nada. Luego miró directamente a Murzin.

– ¿Está Gitinov al corriente?

– Sí, señor.

– Gracias.

– ¿Desea que lo ayuden a vestirse, señor?

– No, gracias.

– Se le espera en veinte minutos, señor.

– ¿Se me espera? ¿Dónde? ¿Para qué?

– Una reunión, señor. Abajo, en la biblioteca.

– ¿Qué reunión? -Kitner estaba absolutamente perplejo.

– Creo que la convocó usted, señor.

– ¿Yo convoqué…?

– Una reunión privada entre usted, la baronesa de Vienne y Alexander Cabrera.

– ¿Están aquí? ¿En este edificio? -Kitner se sintió como si le acabaran de clavar un cuchillo afilado.

– El château ha sido alquilado para el fin de semana por la baronesa, señor.

– Quiero llamar a mi oficina de inmediato.

– Me temo que no será posible, señor.

– ¿Por qué no? -Kitner empezaba a sentirse invadido por el temor, pero trató de ocultarlo.

– Es una orden, señor. El zarevich no debe establecer contacto fuera de su residencia hasta mañana, cuando se haya hecho el anuncio formal.

– ¿Quién ha dado esta orden? -El temor de Kitner se convirtió de pronto en incredulidad, y luego en indignación.

– El presidente Gitinov, señor.

81

– Clem, soy Nicholas. Es muy importante. Llámame a este número lo antes que puedas. -Marten le dio a lady Clem el número de Kovalenko y colgó.


La distancia por autopista entre Zúrich y Davos era de un poco más de ciento cuarenta kilómetros y, en circunstancias normales debería llevar, como Kovalenko indicó, unas dos horas. Pero aquellas no eran circunstancias normales y el clima tenía poco que ver con ellas. El Foro Económico Mundial atraía cada año a grupos más numerosos, a veces violentos, de disidentes antiglobalización, la mayoría jóvenes idealistas que protestaban contra la tiranía económica mundial que ejercen los países ricos y poderosos y las corporaciones que supuestamente los financian. El resultado era que los accesos por autopista, por ferrocarril y hasta por pistas de montaña estaban bloqueados por hordas de policía suiza.

El inspector Beelrs, de la policía cantonal de Zúrich, le había facilitado un pase a Kovalenko previa advertencia de que no podía garantizarle que le fuera a servir en lo que estaba previsto que fuera una situación muy difícil y hostil. Pero Kovalenko lo tomó de todos modos y les dio las gracias, a él, a Maxine Lossberg y a Helmut Vaudois por su colaboración. Y luego se marcharon, Marten al volante del ML500.

Eran poco más de las once cuando salieron de Zúrich, y el cielo se había aclarado para dar paso a unas nubes blancas y rechonchas intercaladas con un fuerte sol que empezaba a secar el pavimento. Los Alpes cubiertos de nieve resplandecían al fondo, componiendo una imagen típica de tarjeta postal.

Kovalenko miró a Marten y vio que tenía la atención fijada en la carretera, como si estuviera en trance, y supo que estaba pensando en su hermana y en cómo y por qué había llegado a estar con Alexander Cabrera. Era un extraño giro de los acontecimientos que a Kovalenko le empezaba a hacer pensar en la idea de sudba, o destino. Era un concepto muy grabado en el carácter ruso, pero él siempre se lo había tomado a la ligera, como un mito folclórico en el que se podía creer o no, según fuera conveniente. Sin embargo, ahora se encontraba totalmente entrelazado con un americano al que apenas unos días antes había visto en un parque de París, marchándose abruptamente de una investigación policial, un gesto que lo colocó de inmediato bajo sospecha. Pero en cuestión de horas habían llegado al punto en el que se encontraban ahora, viajando en el mismo coche, a cientos de kilómetros de París y corriendo a un destino común en el que se encontraba la hermana de ese hombre, que ahora era tanto su foco de atención como el principal sospechoso de asesinato, Alexander Cabrera. Si esto no era el destino, ¿qué podía serlo?

El pitido repentino del móvil sacó a Kovalenko de sus ensoñaciones, y de pronto vio a Nicholas Marten que lo miraba mientras lo sacaba decidido de su chaqueta y respondía.

Da -dijo, en ruso.

Marten lo miraba ansiosamente, convencido de que serían Rebecca o lady Clem y esperando que le pasara el teléfono. Pero no lo hizo. En cambio, prosiguió su conversación en ruso. Marten lo oyó decir una vez la palabra «Zúrich» y más tarde, «Davos», y luego «zarevich», pero fueron las únicas palabras que entendió. Finalmente Kovalenko colgó. Pasó un rato largo hasta que miró a Marten.

– Me han asignado otro caso -dijo.

– ¿Otro caso? -Marten no podía creerlo.

– Me ordenan que vuelva a Moscú.

– ¿Cuándo?

– De inmediato.

– ¿Por qué?

– Es algo que uno no debe preguntar. Haces lo que te ordenan y punto.

El móvil de Kovalenko volvió a sonar. Vaciló y luego respondió.

Da -dijo otra vez-. Sí -dijo, ahora en inglés, antes de darle el teléfono a Marten-. Es para usted.


Davos, Hotel Steignerger Belvedere, a la misma hora


– Nicholas, soy Clem, ¿puedes oírme?

Con el pelo lleno de rulos, lady Clementine Simpson se encontraba en el salón de belleza del lujoso hotel mientras la atendían dos mujeres a la vez. Tenía el móvil en el mostrador de delante y hablaba a través de un auricular.

– Sí -dijo Marten.

– ¿Dónde estás?

– De camino a Davos, desde Zúrich.

– ¿Davos? Es donde estoy yo. En el Steinberger Belvédère. Papá participa en el Foro. -De pronto bajó la voz-. ¿Cómo has conseguido salir de París?

– Clem, ¿está Rebecca aquí? -dijo Marten, ignorando su pregunta.

– Sí, pero no la he visto.

– ¿Puedes ponerte en contacto con ella?

– Esta noche cenamos juntas.

– No -la apremió Marten-. Antes de eso. De inmediato. Lo antes posible.

– Nicholas, noto por tu tono de voz que algo va mal, ¿qué ocurre?

– Rebecca ha estado saliendo con un hombre llamado Alexander Cabrera.

Lady Clem soltó un gran suspiro y desvió la vista.

– Ay, ay, ay…

– ¿Ay? ¿Qué quieres decir?

Se oyó un fuerte crujido de electricidad estática y la señal quedó interrumpida.

– Clem, ¿estás ahí? -dijo Marten, nervioso.

De inmediato, la línea quedó despejada.

– Sí, Nicholas.

– He tratado de llamar al móvil de Rebecca, pero no responde. ¿Tienes algún móvil de los Rothfels?

– No.

– Clem, Cabrera puede estar con los Rothfels.

– Pues claro que está con los Rothfels. Es el jefe de Gerard Rothfels. Han alquilado una mansión para todo el fin de semana.

– ¿Su jefe? -Marten estaba paralizado. Así era cómo Cabrera y Rebecca se habían conocido. Él sabía que Rothfels llevaba la división europea de algún tipo de empresa industrial internacional, desde sus oficinas en Lausana, pero no se le había ocurrido preguntar nunca para quién trabajaba-. Clem, escúchame, Cabrera no es quién Rebecca cree que es.

– ¿Qué quieres decir?

– Él es… -Marten vaciló mientras trataba de encontrar las palabras adecuadas-. Puede que tenga algo que ver con el asesinato de Dan Ford. Y con el asesinato de otro hombre que ocurrió ayer en Zúrich.

– Nicholas, eso es absurdo.

– No lo es, créeme.

De pronto, Clem miró a las dos mujeres que la estaban atendiendo:

– Señoras, ¿les importa dejarme sola un momento? Mi conversación es un poco personal.

– ¿Se puede saber qué haces?

– Siendo educada. No me gusta hablar de asuntos familiares delante de desconocidos, si puedo evitarlo.

Las dos jóvenes sonrieron cortésmente y salieron.

– ¿Qué asuntos familiares?

– Nicholas, no debería estar diciéndote esto porque Rebecca tenía la ilusión de darte una sorpresa, pero, dadas las circunstancias, hay algo que debes saber. Rebecca no ha estado sencillamente saliendo con Alexander Cabrera, sino que va a casarse con él.

– ¿Casarse?

Ahora volvió a oírse el fuerte crujido de la electricidad estática y la señal empezó a perderse.

– ¿Clem? ¡Clem! -insistió Marten-. ¿Me oyes?

Más crujidos. Esta vez la línea se cortó del todo.

82

La puerta se abrió y el coronel Murzin llevó al zarevich Peter Kitner Mikhail Romanov a la biblioteca de la Villa Enkratzer.

La baronesa estaba sentada en un sofá de cuero, frente a una mesa de roble macizo, en el centro de la estancia. Alexander Cabrera estaba de pie, un poco más lejos, cerca de una gran chimenea de piedra, mirando por un ventanal que ofrecía una vista magnífica del valle de Davos. Era la primera vez en muchos años que Kitner veía a Cabrera, pero hasta después de la cirugía estética lo habría reconocido en cualquier lugar, aunque sólo fuera por el porte arrogante que lo caracterizaba.

Spasiba, coronel -dijo la baronesa en ruso. Gracias.

Murzin saludó con la cabeza y abandonó la sala, y luego cerró la puerta detrás de él.

Dobra-ye utro, zarevich -Buenos días, zarevich.

Dobra-ye utro -replicó él, cauteloso.

La baronesa llevaba un traje pantalón a medida de seda amarillo pálido -su color favorito, él lo sabía, pero un atuendo muy poco adecuado para el invierno alpino-. Llevaba pendientes de diamantes y un collar de esmeraldas. En las dos muñecas, pulseras de oro. El pelo negro recogido en un moño en la nuca, en un estilo que parecía casi oriental, y sus ojos verdes brillaban, no con el verde sensual y tentador que él recordaba de hacía tantos años, sino más bien como los ojos de una serpiente: agudos, penetrantes y traidores.

– ¿Qué queréis de mí?

– Fuiste tú quien pidió vernos, zarevich.

Kitner miró a Alexander, junto a la ventana. No se había movido. Seguía mirando el paisaje como al principio. Kitner volvió a mirar a la baronesa.

– Os lo vuelvo a preguntar, ¿qué queréis de mí?

– Hay algo que debes firmar.

– ¿Firmar?

– Es algo parecido al acuerdo que nos hiciste firmar hace ya tantos años.

– Un acuerdo que habéis roto.

– Los tiempos y las circunstancias han cambiado, zarevich.

– Sentaos, padre. -De pronto, Alexander se volvió de espaldas a la ventana y se acercó a él. Tenía los ojos oscuros como la noche y guardaban la misma amenaza que los de la baronesa.

– ¿Cómo es que el FSO hace lo que le ordenáis cuando el zarevich soy yo?

– Sentaos, padre -repitió Alexander, esta vez señalándole una butaca de cuero junto a la mesa de roble.

Kitner vaciló y finalmente se decidió a sentarse a la mesa. Sobre ella había un fino dosier de piel y, al lado, una caja rectangular, alargada, envuelta con papel de regalo de colores alegres. El mismo paquete envuelto que Alexander llevaba en el hotel Crillon de París.

– Abrid el paquete, padre -dijo Alexander, con calma.

– ¿Qué es?

– Abridlo.

Lentamente, Kitner se acercó, lo cogió y, por un momento, lo sostuvo sin abrirlo. Las ideas se sucedían en su mente a la velocidad de la luz. ¿Cómo podía llamar a Higgs y pedir ayuda? ¿Cómo advertir a su familia de que evitaran el cerco del FSO? ¿Cómo huir de allí? ¿Qué puerta, qué pasillo, qué escaleras…?

Ignoraba cómo podía haber ocurrido todo aquello, cómo habían llegado a controlar a Murzin y a sus hombres. De pronto, se le ocurrió que tal vez sus guardias no fueran de la FSO, sino mercenarios a sueldo.

– Ábrelo, zarevich -lo apremió la baronesa en un tono suave y seductor que no le había oído en más de treinta años.

– No.

– ¿Lo hago yo, padre? -Alexander se le acercó un poco.

– No, yo lo haré. -Con las manos temblorosas, sir Peter Kitner Mikhail Romanov, caballero del Imperio Británico, zarevich de Todas las Rusias, deshizo el lazo y luego abrió el brillante envoltorio. Dentro había una caja alargada de terciopelo rojo.

– Adelante, padre -lo urgió Alexander-. Ved lo que hay dentro.

Kitner levantó la vista:

– Ya sé lo que hay dentro.

– Pues entonces, abridlo.

Kitner resopló y abrió la caja. Dentro, posado sobre un lecho de seda blanca, había un cuchillo antiguo y largo, una navaja española con la empuñadura de marfil y bronce entrelazado.

– Cogedlo.

Kitner miró a Alexander y luego a la baronesa.

– No.

– Cogedlo, sir Peter. -La orden de la baronesa era una advertencia clara-. ¿O se lo pido a Alexander?

Kitner vaciló y luego acercó la mano lentamente hacia el cuchillo. Su mano se cerró alrededor de la empuñadura y lo levantó.

– Apretad el botón, padre -le ordenó Alexander. Kitner lo hizo. El metal resplandeció y la hoja salió hacia arriba. Era ancha, pulida y se iba estrechando hacia la punta hasta convertirse en casi una cabeza de aguja. Su hoja tenía unos veinte centímetros y estaba afilada como un bisturí.

Era el cuchillo que Alexander había utilizado para matar a su hijo, Paul, cuando era un niño de diez años. Kitner no lo había visto nunca de cerca, ni, desde luego, tenido en la mano. Ni siquiera cuando, tantos años atrás, Alfred Neuss se lo quiso mostrar. Era demasiado real, demasiado terrible. Lo máximo que había visto de él era cuando Neuss le hizo mirar la película y fue testigo del asesinato con sus propios ojos.

Ahora, la misma arma asesina, robada al asesinado Fabien Curtay, estaba en sus manos. De pronto, todo su ser fue invadido por el odio y la aversión. Con el arma en la mano y su hoja extendida, miró furiosamente al hombre que había matado a su hijo Paul; el hombre que era su otro hijo, Alexander, y que era poco más que un niño cuando lo hizo.

– Su me hubierais querido matar, padre -de pronto Alexander se le acercó y le quitó el arma de las manos-, lo habríais tenido que hacer hace muchos años.

– No lo hizo porque no pudo, cariño. -La baronesa sonreía con crueldad-. No tenía ni el valor, ni el coraje ni el estómago para hacerlo. Un hombre muy poco adecuado para convertirse en zar.

Kitner la miró.

– Es el mismo cuchillo que utilizaste hace tantos años con el hombre de Nápoles.

– No, padre, no lo es -dijo Alexander tajante, dejando muy claro que entre él y la baronesa no había ningún secreto-. La baronesa quería algo más elegante. Más adecuadamente…

– Real -concluyó la baronesa por él, y luego su mirada se dirigió al dosier de piel que había sobre la mesa-. Ábrelo, zarevich, y léelo. Y cuando lo hayas, hecho, fírmalo.

– ¿Qué es?

– Tu abdicación.

– ¿Abdicación? -Kitner estaba estupefacto.

– Sí.

– ¿En favor de quién abdico?

– ¿En favor de quién crees? -La mirada de la baronesa se posó en Alexander.

– ¿Cómo? -La voz de Kitner sonó llena de ira.

– Tu hijo mayor y, después de ti, el heredero directo del trono.

83

– ¡Jamás! -Kitner se levantó de golpe. Tenía las sienes hinchadas y la frente cubierta de sudor. Miró a la baronesa y a Alexander-. ¡Antes os vería a los dos en el infierno!

– Ya sabéis que la FSO se encarga de proteger a vuestra esposa e hijos. -Alexander cerró el cuchillo y lo guardó de nuevo en su estuche-. El FSO hará lo que se le ha ordenado. El zarevich debe estar protegido, incluso de su propia familia.

Kitner se volvió hacia la baronesa. Estaba viviendo una pesadilla que superaba todo lo imaginable.

– Habéis llegado hasta Gitinov.

La baronesa asintió con un levísimo gesto de la cabeza.

– ¿Cómo?

– Es un simple juego de ajedrez, zarevich.

Alexander se sentó en el brazo del sofá de la baronesa. La iluminación de la estancia y la manera en que estaban colocados los convertía casi en un cuadro.

– El coronel Murzin ya os ha informado de la trágica muerte de la gran duquesa Catalina -dijo Alexander, serenamente- y de la de su madre y el gran duque Sergei. Un incendio de madrugada en su apartamento alquilado de París.

– Tú -suspiró Kitner. Aquella violencia infernal proseguía interminablemente.

– El gran duque Sergei era el único otro posible pretendiente al trono. A menos que cuente al príncipe Dimitri, pero ése no importa. Al estar de acuerdo con el triunvirato y presentaros a vos como el auténtico zarevich, él mismo se borró para siempre de la foto.

– No había necesidad de matarlos.

La baronesa sonrió.

– Una vez hubiera sido anunciado que Alexander se convertía en zarevich, la gran duquesa Catalina se habría puesto muy nerviosa. Era una persona fuerte, voluntariosa y arrogante, pero muy admirada en Rusia. Habría sacado a Anastasia, alegando que tú, y por tanto, nosotros, no éramos más que pretendientes al trono. Y a pesar de todas las pruebas presentadas, el populacho podía acabar dándole la razón. Pero esta posibilidad ya no existe.

De pronto Kitner se levantó.

– No pienso abdicar.

– Me temo que sí lo harás, Petr Mikhail Romanov. -El tono de la baronesa volvía a ser dulce y seductor-. Por el bien de tu familia y por el bien de Rusia.

Del otro lado de la ventana se oyeron golpes de puertas de coches. Alexander se volvió a mirar y Kitner pudo ver el diminuto auricular que llevaba en el oído. Había alguien que le hablaba y él escuchaba. Escuchó un momento más y luego se volvió hacia él.

– Nuestros primeros invitados, padre. Tal vez os gustaría ver quiénes son. Por favor. -Alexander se levantó y le señaló la ventana.

Lentamente, como en un sueño, Kitner se incorporó y se acercó a la misma. Fuera había tres limusinas negras sobre el acceso de vehículos cubierto de nieve. Los hombres de Murzin, ataviados con trajes oscuros con abrigos negros, aguardaban junto a los coches, con las cabezas giradas hacia la entrada. Entonces apareció otra limusina. Tras ella había un coche blindado con una bandera rusa ondeando en el capó. La limusina rodeó el patio de vehículos y luego se detuvo directamente bajo la ventana. De inmediato los hombres de Murzin se acercaron a ella y abrieron la puerta. Por un instante no ocurrió nada y luego, un hombre emergió de ella: Nicolai Nemov, el alcalde de Moscú; luego un segundo hombre, el mariscal Igor Golovkin, el ministro de Defensa de la Federación Rusa. Finalmente salió el tercero, un hombre alto, con barba y túnica, Gregorio II, el patriarca más sagrado de la Iglesia ortodoxa rusa.

– No es sólo por el presidente Gitinov, padre. Todos esperan que firmes la abdicación. Por eso han venido.

Kitner estaba absolutamente alelado, apenas era capaz de pensar.

Su esposa, su hijo y sus hijas estaban bajo la custodia de las tropas de Murzin. Higgs y cualquier otra persona capaz de ayudarle estaban fuera de su alcance. El cuchillo y la película ya no le pertenecían. Ya no le quedaba nada.

– No eres lo bastante fuerte para ser zar -dijo la baronesa-. Alexander sí lo es.

– ¿Por esto le hiciste matar a mi hijo, para demostrarlo?

– Uno no puede dirigir una nación y tener miedo de ensangrentarse las manos. No querrás obligarle a demostrarlo de nuevo.

Por un momento, Kitner se la quedó mirando; su rostro, su vestido, las joyas que llevaba, la tranquilidad sobrecogedora con la que lanzaba amenazas de muerte. Lo que la movía era la venganza, oscura y cruel -la manera en que, de adolescente, se había vengado de forma brutal y depravada del hombre que la había violado en Nápoles- y nada más. Ahora se daba cuenta de que llevaba décadas planeando esto, jugando con el curso de la historia y preparándose para ese día en el futuro en el que Alexander, su Alexander, podría, si las cartas se jugaban bien, convertirse en el zar de Rusia. Esto, para ella, sería la venganza más dulce de todas.

Y era el motivo por el que al final, a pesar de todos los esfuerzos de la gran duquesa Catalina, de todas sus manipulaciones, todas sus triquiñuelas, todas las amistades que había trabado, sencillamente no tenía la información suficiente ni había tenido la suficiente falta de escrúpulos para competir con la baronesa. Y debido a ello, ella, su madre y su hijo adorado estaban muertos.

De pronto, Kitner fue consciente de su inmensa indefensión. Era prisionero, rehén y víctima a la vez. Además, había sido por su culpa. Por temor a que su familia se enterara de la existencia de Alexander, por temor a llevar a un hijo ante la justicia por el asesinato de otro, temiendo por la vida de sus otros hijos, fue él quien hizo el pacto que los dejó libres. Como resultado, ahora su esposa y sus hijos eran rehenes de los soldados de Murzin, y su familia se enteraría de la existencia de Alexander de todos modos y de manera pública, al mismo tiempo que el resto del mundo.

Su hijo Paul, Alfred Neuss, Fabien Curtay, la gran duquesa Catalina, su hijo y su madre, las víctimas de América… ¿cuántos muertos más por su culpa? Pensó otra vez en los soldados de Murzin reteniendo a su familia. ¿Qué órdenes les habrían dado? Que cualquiera de los suyos sufriera daño o fuera asesinado era algo a lo que no era capaz de enfrentarse. Miró a Alexander y luego a la baronesa. Ambos tenían la misma mirada salvaje. Ambos llevaban la expresión de la victoria fría y segura. Si antes había tenido alguna duda, ahora se le había disipado: sabía que eran capaces de cualquier cosa.

Lentamente se volvió y se sentó a leer el texto de la abdicación. Cuando acabó de hacerlo, y todavía más despacio, la firmó.

84

Que Rebecca fuera a casarse con Alexander era impensable. Pero también lo había sido la vulnerabilidad de América antes de los desastres de las Torres Gemelas y del Pentágono. Después de aquello, el mundo entero sabía que cualquier cosa era posible.

Con el pie pisando el acelerador casi hasta el fondo, el ML500 volaba por encima del asfalto cuando Marten tomó la salida de la A13 que llevaba a Landquart/Davos. Durante los últimos kilómetros había llamado al móvil de Clem media docena de veces pero no había conseguido más que escuchar la grabación en la que se le anunciaba que no estaba disponible o se encontraba fuera de cobertura.

– Tranquilícese -dijo Kovalenko-. Puede que Cabrera no sea quien usted supone.

– Eso ya lo dijo antes.

– Y se lo vuelvo a decir.

Marten apartó los ojos de la carretera para mirar a Kovalenko:

– ¿Es por esto que sigue usted aquí, en vez de ordenarme que lo vuelva a llevar a Zúrich para que pueda volver a Moscú? ¿Por qué Cabrera podría no ser Raymond?

– ¡Cuidado!

Marten volvió a mirar a la carretera. Directamente delante suyo el tráfico estaba parado y formaba una larga cola. Marten pisó los frenos y consiguió detener el ML a pocos centímetros del Nissan negro que tenían delante.

– ¿Qué pasa ahora? -preguntó, mirando la caravana.

– Manifestantes, o por la libertad de expresión o del Bloque Negro, un grupo de anarquistas -dijo Kovalenko, mientras una masa de manifestantes antiglobalización aparecía corriendo por entre el tráfico, hacia ellos. La mayor parte eran jóvenes muy variopintos; muchos de ellos llevaban pancartas anti Foro Económico Mundial, y otros llevaban máscaras grandes y grotescas que se parecían a los líderes políticos y económicos mundiales, o pasamontañas negros para no poder ser identificados.

Detrás de ellos apareció un grupo de policías suizos equipados con material antidisturbios. Casi al instante, los manifestantes se volvieron y lanzaron piedras. Marten vio cómo los policías se protegían con sus escudos de plástico. Al cabo de un segundo, cuatro policías avanzaron hacia ellos. Iban vestidos de negro, llevaban la palabra POLIZEI escrita en los cascos y en los chalecos antibalas, y llevaban pequeños rifles de cañón corto.

– ¡Gases lacrimógenos! -gritó Marten, mirando por el retrovisor exterior. Un camión grande iba justo detrás de ellos, con más vehículos que hacían cola detrás. Otros se habían arrimado al arcén, tratando de adelantar, pero lo único que consiguieron fue bloquear totalmente la carretera.

– ¡Despejen la zona! ¡Despejen la zona! -clamaba desde la nada un megáfono policial. La orden sonaba en inglés, luego en alemán, francés e italiano.

Marten miró a Kovalenko:

– Ponga un mapa local en el GPS.

Ahora los manifestantes rodeaban el ML y lo utilizaban como escudo mientras lanzaban más piedras y gritaban a las fuerzas policiales.

A los pocos segundos se oyeron cuatro explosiones rápidas que procedían del lanzamiento de gas lacrimógeno de la policía. Las latas volaron por encima del ML y llenaron los alrededores de una humareda blanca e irritante.

De inmediato, Marten cortó la ventilación del vehículo, puso una marcha y giró el volante hacia de la derecha. Se apoyó sobre el claxon y se abrió paso hasta colocarse en el arcén. Entre toses, arcadas y gritos, los manifestantes aporreaban el coche. Finalmente consiguieron tener el camino despejado. Marten pisó el acelerador a fondo y el monovolumen salió disparado por el arcén interior de la carretera, avanzando a toda velocidad hacia la policía.

– Necesitaremos el pase de Beelr -le dijo a Kovalenko-, y toda su influencia de policía.

Más adelante, varios de los policías de negro se dirigían hacia ellos, agitando los brazos para que se detuvieran. Uno de ellos levantó un megáfono.

– ¡Atención, el monovolumen blanco! ¡Deténgase de inmediato! -bramó el mensaje de megafonía, otra vez en inglés, alemán, francés e italiano.

Marten siguió avanzando, buscando una salida. Entonces la localizó. Una pista secundaria, poco más que un sendero que bajaba desde el arcén hasta un terreno helado. Se abrió bien para enfocar la curva y se metió por él. El ML rebotó y aceleró por la pista abierta, un prado amplio y cubierto de hierba espolvoreada de nieve.

– Al otro lado parece que hay una carretera secundaria. -Kovalenko miraba al mapa iluminado en la pantalla del GPS-. Rodea el municipio, cruza por un puente y luego vuelve a unirse con la carretera principal, al otro lado.

– ¡Ya lo veo! ¡Agárrese! -Marten frenó un poco para pasar una zanja. El ML la impactó, rebotó un poco por encima y luego salió con fuerza al otro lado. De pronto vieron un canal directamente delante de ellos. De manera instintiva, Marten aceleró, luego pisó el freno y giró el volante hacia la izquierda, gobernando el vehículo con la fuerza controlada de la tracción en las cuatro ruedas. El coche tocó el borde del canal, se quedó allí un instante, luego rebotó hacia atrás y Marten aceleró.

– ¡Allí está el puente! -gritó Kovalenko.

– ¡Ya lo veo!

El puente, antiguo y bajo, de madera y vigas de hierro, estaba a cien metros de ellos. Marten pisó el acelerador a fondo. Cinco segundos, diez. Tocaron el entablado a más de ciento veinte kilómetros por hora y en un abrir y cerrar de ojos habían cruzado el puente. De pronto se oyó un rugido tremendo y una sombra les pasó por encima. Al cabo de un instante vieron un helicóptero del ejército suizo. Bajó hasta muy cerca del suelo, voló hacia delante y luego dio media vuelta bruscamente y volvió para posarse en la carretera, cortándoles el paso.

Marten pisó el freno y el ML se detuvo a no más de veinte metros de la nave. Inmediatamente, las puertas del helicóptero se abrieron y salieron una docena de comandos del ejército suizo con armas automáticas, corriendo hacia ellos. En aquel momento sonó el móvil de Kovalenko.

Shto tyepyer?-¿Y ahora qué pasa?, exclamó en ruso.

– Conteste -le exigió Marten.

Kovalenko lo hizo:

Da -dijo, y luego miró a Marten.

– Para usted.

– ¿Quién es?

Kovalenko se encogió de hombros:

– Un hombre.

Rápidamente le pasó el teléfono a Marten. Los comandos estaban casi encima de ellos. Marten respondió:

– ¿Sí? -dijo, intrigado.

– Buenas tardes, señor Marten -era una voz amable y con acento francés-. Mi nombre es Alexander Cabrera.

85

Marten tapó el teléfono y miró a Kovalenko, con expresión incrédula:

– Es Cabrera.

– Le sugiero que hable con él. -Kovalenko miró a Marten con dureza y luego, dejando aposta su Makarov automático en el suelo, abrió la puerta y salió para enfrentarse a los comandos, con las manos en alto.


Villa Enkratzer, a la misma hora


Con el móvil en la mano, Alexander Cabrera estaba frente a la ventana de un pequeño despacho, una planta más arriba de la biblioteca en la que su padre acababa de abdicar del trono ruso. Directamente abajo, frente a él, podía ver a los equipos de limpieza retirando la nieve que había caído durante la noche para que los invitados pudieran pasear a su antojo por la trama de pistas de montaña con espectaculares vistas pertenecientes a la finca.

– Le llamo, señor Marten, porque entiendo que ha intentado ponerse en contacto con Rebecca.

– Sí. Me gustaría hablar con ella, por favor -dijo Marten con una calma mesurada, tratando de ignorar al comando del ejército suizo que tenía al otro lado de la ventanilla, con el dedo en el gatillo de un rifle semiautomático. A la izquierda podía ver a Kovalenko rodeado de comandos, con las manos arriba y hablando directamente con el oficial al mando. Ahora Marten lo veía gesticulando para obtener el permiso para buscar algo dentro de su abrigo. El oficial asintió y Kovalenko hurgó cuidadosamente en el bolsillo del pecho para sacar el pase que el inspector Beelr, de la Policía Cantonal, les había facilitado al salir de Zúrich.

– Me temo que está fuera con los niños de los Rothfels, señor Marten -dijo Cabrera, con la máxima cortesía.

Inmediatamente, Marten concentró toda su atención en la voz y la manera de hablar de Cabrera. Escuchaba cualquier cosa reconocible, pero no había nada. Tenía que hacerlo hablar más, decir más cosas.

– Estoy de camino a Davos, ahora mismo. Me gustaría mucho ver a Rebecca cuando llegue. Tal vez podría usted…

– ¿Puedo llamarle Nicholas, señor Marten?

– De acuerdo.

Alexander se volvió de la ventana y se dirigió hasta una mesa de despacho grande. En aquel momento la baronesa se encontraba en la planta baja, en un comedor privado, disfrutando de un almuerzo con el alcalde de Moscú, el ministro de Defensa de la Federación Rusa y Gregorio II, el Gran Patriarca de la Iglesia rusa ortodoxa. Les contaba con todo detalle lo elegante que se había mostrado Peter Kitner al firmar su abdicación por el bien de Rusia, y las ganas que tenía de reunirse más tarde con ellos aquella noche, cuando Pavel Gitinov, el presidente de Rusia, llegaría para cenar.

– Creo que lady Clementine Simpson… ¿cómo lo diría?, ha levantado la liebre, y usted ya sabe que Rebecca y yo planeamos casarnos.

– Sí.

– No pretendía crear un escándalo, Nicholas, ni parecer descortés al guardar el secreto, pero nuestra relación ha sido mantenida al margen de casi todo el mundo por razones más bien complicadas.

Marten no detectaba nada que le resultara familiar en la manera de hablar de Cabrera. Tal vez fuera él quien estaba loco. Tal vez Kovalenko tuviera razón y Cabrera no tuviera nada que ver con Raymond.

– ¿Por qué no vienes a la finca, Nicholas? No sólo podrás ver a Rebecca sino que así nos conoceremos. Ven a cenar y quédate a pasar la noche, por favor. Tenemos unos invitados muy interesantes.

Marten vio a Kovalenko haciendo gestos de asentimiento al comandante suizo y luego los dos se dieron la mano, los comandos bajaron las armas y Kovalenko se dirigió de nuevo hacia el coche.

– El château se llama Villa Enkratzer. Cualquiera en Davos puede indicarte cómo llegar. Acércate hasta la casa del vigilante. Dejaré un aviso de que te permitan el acceso. Tengo muchas ganas de conocerte.

– Yo también.

– Estupendo. Nos vemos esta noche, pues.

Se oyó un clic al colgar Cabrera. Eso fue todo. Ni adiós, nada más. Sencillamente, una invitación cortés a cenar y a pasar la noche. Era lo último que Marten se hubiera esperado.

86

El mismo viernes 17 de enero, 16:10 h


Las sombras alargadas de la tarde cruzaban el valle de Davos a medida que Marten dirigía el ML por la Promenade, la calle principal de Davos, y se detenía detrás de una larga cola de taxis y limusinas. Hombres y mujeres con trajes de oficina y abrigos llenaban las aceras, hablando entre ellos o por sus teléfonos móviles y aparentemente inalterados por la nieve que cubría el suelo, por la abundancia de patrullas de policía o por los soldados con boina y con rifles semiautomáticos. Ningún rincón parecía ya del todo seguro, ni siquiera para la gente más rica y poderosa del mundo, secuestrados en una ciudad fortificada en medio de los Alpes suizos. Sin embargo, ellos habían aceptado vivir rodeados de patrullas armadas como normalidad, y si aquí había peligro habían elegido ignorarlo.

– Siete kilómetros pasado el núcleo urbano y luego giren a la derecha cuando lleguen a una escultura de piedra en forma de pirámide en la que hay grabado el nombre Enkratzer -les dijo un policía-. No tiene pérdida, la piedra tiene treinta metros de altura. Además, hay dos coches blindados llenos de comandos apostados a la entrada.


– ¿Cómo piensa justificar mi presencia? -preguntó Kovalenko, mientras Marten sorteaba el tráfico urbano. El ruso podía haber recibido la orden de regresar a Moscú, pero ni él ni Marten habían vuelto a mencionar el asunto.

– Soy el invitado de Cabrera y.usted es mi compañero de viaje. Sería descortés no admitirnos a los dos.

Kovalenko sonrió levemente y desvió la vista. A los pocos minutos habían salido del animado centro urbano y se encontraban a la sombra de un bosque de coníferas, para aparecer rápidamente en medio de la belleza de postal de la extensión rural que formaba el valle de Davos. Lo bordeaban mucho más arriba, a ambos lados, los picos cubiertos de nieve de los Alpes, con cumbres llamadas Pischa, Jakobshorn, Parsenn y Schatzalp/Strela.


16:40 h


La nieve derretida empezaba a endurecerse sobre el asfalto. Pronto se congelaría hasta formar una capa sólida que la convertiría en una traidora y casi invisible pista de hielo negro.

Marten soltó un poco el acelerador y sintió que los neumáticos se agarraban mejor al asfalto. Luego miró a Kovalenko. Estaba en silencio y seguía mirando por la ventana, y Marten sabía que estaba preocupado. Al elegir deliberadamente desobedecer la orden de volver a Moscú se había colocado en una situación difícil, más difícil a medida que avanzaba el tiempo. La pregunta era, ¿por qué lo hacía? En su corazón, ¿creía realmente que Cabrera era Raymond y no lo contrario, como le había dicho antes? O, quizá, sencillamente no estaba seguro y se negaba a estar tan cerca y no comprobarlo. O… ¿tenía algo que ver con su propia agenda? De ser así, ¿trabajaba para, o con alguien más? Alguien lo bastante importante como para arriesgarse a desobedecer órdenes de su propio departamento, tal vez.

De pronto le vino a la cabeza otra cosa. No sabía por qué no lo había pensado antes.

– Londres -le dijo, de pronto, a Kovalenko-. El anuncio de quién era Kitner y la noticia de que era el futuro zar de Rusia, ¿debía tener lugar en Londres el mismo día, o al día siguiente, de su investidura como caballero?

– No. Era algo demasiado importante como para hacerlo a la estela de lo otro. El anuncio debía producirse varias semanas más tarde.

– ¿Varias semanas?

– Sí.

Marten lo miró.

– El 7 de abril.

– Sí.

– En Moscú.

– Esta información era altamente privilegiada. ¿Cómo lo sabía usted? -Kovalenko estaba estupefacto.

– Por la agenda de Halliday -mintió Marten, protegiéndose rápidamente-. Tenía anotadas la fecha y el lugar, pero con un gran signo de interrogación al lado, como si no supiera qué significaba o a qué hacía referencia.

– ¿Y cómo es posible que Halliday la supiera?

– No tengo ni idea -volvió a mentir Marten, antes de volverse para buscar con la mirada el desvío hacia la Villa Enkratzer. Luego se le ocurrió otra cosa. Cabrera había alquilado la finca de Davos justo antes del anuncio. ¿Había planeado lo mismo para Londres? Pero no una finca, sino una elegante residencia privada… en el número 21 de Uxbridge Street y cerca de la embajada rusa. Además, Raymond había anotado en su agenda, justo debajo del apunte 14 de marzo/Londres, Embajada rusa/Londres. ¿Significaba esto que la presentación ante la familia Romanov había de tener lugar allí y entonces?

De pronto Marten volvió a dirigirse a Kovalenko. Y de nuevo para mentirle.

– En la agenda de Halliday había dos fechas más. Ponía «Londres» y «14-15 de marzo». Si el anuncio público de lo de Kitner no iba a tener lugar entonces sino semanas más tarde, ¿entonces cuándo iba a ser presentado a…?

– ¿La familia Romanov? -Kovalenko acabó la frase por él.

– Sí.

– El 14 de marzo. Durante una cena formal en la embajada rusa en Londres.

¡Bingo! ¡Ya lo tenía! Al menos una parte: quedaba aclarada la anotación sobre la Embajada de Rusia.

Marten apartó la vista y luego volvió a mirarlo.

– Y entonces la cena se canceló de repente.

– Sí.

– ¿Quién la canceló?

– El propio Kitner.

– ¿Cuándo?

– Creo que el trece de marzo. El día de su ceremonia de investidura.

– ¿Alegó algún motivo?

– A mí no me informaron. Ni sé si informaron a alguien. Sencillamente fue su decisión posponerlo hasta nueva convocatoria.

– Tal vez el motivo fuera que Alexander Cabrera se encontraba todavía fugado de la policía de Los Ángeles como Raymond Oliver Thorne. A Thorne no lo arrestaron hasta el quince de marzo. Kitner está al frente de una inmensa cadena mediática internacional. Es muy posible que estuviera al tanto de la información sobre los asesinatos en México y San Francisco y Chicago y que supiera quiénes eran las víctimas incluso antes de que la policía lo confirmara. Esos asesinatos podrían haber sido el detonante del viaje precipitado de Neuss a Londres. No sólo para protegerse, si era el siguiente en la lista de Raymond, sino para que él y Kitner tramaran la manera de ir por delante de Cabrera. El cual, debo recordar, como hijo mayor de Kitner, es el siguiente en la línea de sucesión al trono.

– ¿Sugiere que Cabrera pensaba que podía convertirse en zar?

– Lo pensaba entonces y lo piensa ahora -dijo Marten-. Lo único que tiene que hacer es esperar a que la familia esté informada sobre la auténtica estirpe de Kitner y luego, un poco antes de que se haga el anuncio público, filtrarlo a la prensa. De pronto el mundo se entera de quién es Kitner y de qué está destinado a ser.

Kovalenko lo miraba con frialdad:

– Y entonces Kitner muere asesinado y, como su primogénito, Cabrera se convierte automáticamente en el siguiente del linaje en aspirar al trono y el proceso se pone en marcha.

– Sí -Marten recogió el razonamiento-, y a los pocos días, tal vez a las pocas horas, el guapo, triunfador pero huidizo Alexander Cabrera revela su identidad y viaja a Moscú para hacer público su duelo por su difunto padre, y al mismo tiempo declara que si el pueblo lo quiere, está dispuesto a servirle en su lugar.

– Y como el gobierno ya ha accedido al retorno de la monarquía, parece haber pocas razones para pensar que no lo respaldarían. Que es algo con lo que Cabrera y la baronesa han estado contando desde el principio. -Kovalenko sonrió tibiamente-. ¿Es eso lo que está pensando?

Marten asintió:

– Tenía que haber sucedido un año antes, y podía haberlo hecho de no ser porque Cabrera estuvo a punto de perecer a manos de la policía de Los Ángeles.

Kovalenko se quedó callado un instante largo. Finalmente habló:

– El problema con lo que usted postula, señor Marten, es que lo cuenta desde el punto de vista de Cabrera. Le recuerdo que fue Peter Kitner y no Alexander Cabrera quien canceló la reunión familiar de los Romanov y aplazó su propia ascensión al trono.

– ¿Hasta cuándo?

– Hasta ahora. Hasta este fin de semana en Davos. Y con ella, la presentación hecha ante la familia Romanov ayer en París.

– Kovalenko, ¿quién eligió las fechas? ¿Kitner? ¿O fue una decisión procedente del gobierno ruso?

– No lo sé. ¿Por qué?

– Porque parece perfectamente calculado para haberle dado tiempo a Cabrera para purgar su historial, tanto los archivos con las pruebas como las bases de datos, recuperarse de las heridas sufridas en su «accidente de caza» y la posterior cirugía plástica (una cirugía que pudo haber sido necesaria o que pudo haber sido elegida para que nadie que hubiera visto a Raymond Oliver Thorne pudiera reconocerle) y luego volver corriendo al frente de sus negocios, para que nada pareciera fuera de lo normal.

– Está insinuando que alguien ha sido capaz de retrasar todo el proceso hasta que Cabrera estuviera preparado.

– Exactamente.

– Señor Marten, para ser capaz de esto, alguien debería tener una influencia enorme dentro de Rusia, suficiente para controlar las dos cámaras del Parlamento. No es posible.

– ¿No?

– No.

– No, a menos que esa persona -Marten eligió cuidadosamente cada palabra- fuera inmensamente rica, con unas credenciales impecables, muy sofisticada y con una gran importancia en la sociedad, y que conociera personalmente (y, de alguna manera, tuviera influencia) a la gente más importante de los más altos niveles de la política y el empresariado ruso, o ambas cosas a la vez. Y, por lo tanto, que tuviera el dinero, el poder y la astucia para manipularlos a todos.

– La baronesa.

– Usted lo ha dicho.

87

Villa Enkratzer, 17:00 h


Rebecca se miraba al espejo mientras su doncella personal la ayudaba a vestirse. La velada que tenía por delante estaba llena de nobleza, elegancia y romanticismo. Alexander había elegido personalmente lo que debía ponerse -un vestido tipo tubo de inspiración china, confeccionado por un diseñador parisino, largo, de seda y terciopelo violeta, con la silueta bordada y las mangas recogidas por las muñecas-. Sonrió mientras la doncella le abotonaba el último broche en la nuca y retrocedió, mirándose el perfil en el espejo. El vestido le entallaba el cuerpo y le daba el aspecto que Alexander quería: el de una muñeca bella y exquisita.

Se recogió el pelo hacia atrás y se lo sujetó con un clip de perlas de los mares del Sur, y luego se puso unos pendientes que combinaban una perla alargada con un diamante, para acabar con un collar de esmeraldas. Retrocedió un poco más para observar el conjunto y pensó que jamás había estado tan magnífica. Tan magnífica como estaba convencida que sería la velada. En una hora empezarían a llegar los invitados desde Davos. Entre ellos estarían lord Prestbury y su hija, lady Clementine Simpson, que estaba convencida que se quedaría boquiabierta al ver su vestido. Rebecca disfrutaría del momento, por supuesto, pero teniendo en cuenta la grandeza de la velada, el vestido y la reacción de lady Clem eran lo de menos.

Lo que era importante, más importante que cualquier cosa, sería la llegada de Nicholas, invitado por Alexander tal y como le había prometido. Que lady Clem ya lo hubiera informado de los planes de boda no importaba. Lo importante era que él y Alexander por fin se conocerían y que todo el secretismo quedaría relegado al pasado.

El repentino timbre del teléfono la sobresaltó. En los segundos que tardó la doncella en contestar una idea le pasó por la cabeza: ¿por qué no le había dicho antes Alexander que Nicholas había llamado para hablar con ella? Se había enterado por la doncella, que respondió al teléfono cuando llamó Gerard Rothfels suponiendo que Rebecca estaba en su habitación cuando, en realidad, estaba fuera con la esposa y los hijos de Rothfels. Lo más curioso fue que en aquel momento Alexander estaba en la habitación, eligiendo el vestido que ella se pondría aquella noche. En vez de pasarle el mensaje y dejarla hablar con Nicholas, anotó el teléfono de Nicholas y bajó a la biblioteca, desde donde lo llamó él mismo. En aquel momento ella no le dio demasiada importancia, excepto para preguntarse qué asunto llevaba a Nicholas hasta Davos, de modo que no le dio más vueltas, pensando que Alexander estaba muy ocupado y, sencillamente, tenía ganas de sorprenderla. Lo cual, sin duda, hizo. Pero ahora le parecía raro y la inquietaba, aunque no sabía muy bien por qué.

Mademoiselle -le dijo la doncella, después de colgar el teléfono-, Monsieur Alexander désire que vous descendiez à la bibliothèque. -El señor Alexander desea que baje usted a la biblioteca.

Todavía preocupada por sus pensamientos, Rebecca no le respondió.

Mademoiselle? -La doncella inclinó la cabeza, como si dudara si Rebecca la había entendido.

Luego Rebecca la miró y le sonrió.

Merci -le dijo-, merci.

88

17:10 h


La luz anaranjada del sol poniente dibujaba la silueta de las cumbres más occidentales cuando Marten aminoró la velocidad del ML bajo la creciente oscuridad crepuscular, justo cuando los faros del coche iluminaban una enorme escultura lítica piramidal con el nombre Villa Enkratzer grabado en letras grandes y claras. A la derecha estaba la entrada a la carretera de acceso. A diez metros estaba la casa de piedra del guarda. Un coche blindado con una cruz blanca equilátera sobre fondo rojo -la bandera suiza- bloqueaba la entrada. Un segundo vehículo con el mismo distintivo estaba estacionado bajo los árboles, a la izquierda.

Marten redujo todavía más la velocidad hasta detener el ML delante del primer coche blindado. De inmediato, sus puertas se abrieron y dos comandos en traje de faena salieron del mismo. Uno llevaba un rifle semiautomático; el otro, más alto que el primero, llevaba una pistola enfundada.

Marten bajó la ventanilla al verlos acercarse.

– Me llamo Nicholas Marten. Soy un invitado de Alexander Cabrera.

El agente más alto miró a Marten y luego a Kovalenko.

– Él es Kovalenko -dijo Marten-. Viaja conmigo.

El agente retrocedió de inmediato y se dirigió a la casa. Mantuvo una breve conversación con alguien que había dentro, hicieron una llamada telefónica y luego volvió.

– Adelante, señor Marten. Conduzca con cuidado. El sendero hasta la finca es empinado, lleno de curvas y está bastante helado. -Retrocedió y lo saludó. El coche blindado hizo marcha atrás, despejó la entrada y Marten avanzó.


– Qué guapa estás. -Alexander tomó a Rebecca de la mano y se la besó cuando ella entró en la biblioteca. La estancia estaba a media luz, acogedora con su techo tan alto, el cómodo mobiliario de cuero y los libros encuadernados en piel que cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo. En la chimenea de piedra había un fuego que producía un agradable crepitar. Enfrente había una mesa baja de madera sólida de roble y detrás, el sofá de cuero en el que se relajaba la baronesa.

– Estás absolutamente deslumbrante, querida -dijo, cuando Rebecca se le acercó, y luego le indicó un puesto a su lado-. Siéntate conmigo. Tenemos algo que decirte.

Rebecca miró primero a la baronesa y luego a Alexander. Ambos iban elegantemente vestidos, Alexander con un esmoquin negro hecho a medida, con camisa de volantes blancos debajo y una pajarita de terciopelo negro. La baronesa, como siempre, combinaba el blanco con el amarillo pálido. Esta vez era una túnica larga de estilo oriental, con los zapatos amarillos a juego y las medias blancas. Llevaba una pequeña estola de armiño sobre los hombros que resaltaba la gargantilla de rubíes y esmeraldas elegida para la ocasión.

– ¿Qué tenéis que contarme? -Rebecca sonrió con inocencia mientras se sentaba junto a la baronesa y volvía a mirar a Alexander.

– Empezad vos, baronesa -dijo Alexander, mientras se colocaba de pie junto a la chimenea.

Lentamente, la baronesa tomó una mano de Rebecca entre las suyas y la miró a los ojos.

– Te ves con Alexander desde hace menos de un año, pero os conocéis bien el uno al otro. Sé que él te ha contado cosas sobre la muerte de su madre y su padre en Italia cuando era muy pequeño, y cómo yo lo eduqué en mi finca de Argentina. Sabes lo de su accidente de caza y de su larga recuperación. Y sabes, también, que es ruso de nacimiento.

– Sí -asintió Rebecca.

– Lo que no sabes es que pertenece a la nobleza europea. No sólo a la nobleza, sino a la alta nobleza, que es el motivo por el que fue educado tan lejos de su influencia, en Sudamérica, y no en Europa. Fue un deseo de su padre que aprendiera sobre la vida y no fuera un niño mimado. Y éste es también el motivo por el que no se le dijo hasta que fue mayor para entenderlo quién era realmente su padre y que, a diferencia de su madre, estaba todavía vivo.

Rebecca miró a Alexander con sorpresa:

– ¿Tu padre está vivo?

Alexander sonrió delicadamente:

– Es Peter Kitner.

– ¿Sir Peter Kitner, el propietario del imperio mediático? -Rebecca estaba realmente asombrada.

– Sí. Y todos estos años me ha protegido de la realidad de quién es él y de quién soy yo. Como ha dicho la baronesa, fue por mi propio bien y para que ni fuera un mimado, ni eso influyera mi juventud.

– Peter Kitner -prosiguió la baronesa- es más que un hombre de negocios rico y próspero, es el cabeza de la familia imperial Romanov y, por lo tanto, el heredero del trono imperial ruso. Como su primogénito, Alexander lo sigue en la línea dinástica.

Rebecca estaba perpleja:

– No lo entiendo.

– Rusia está a punto de instaurar una monarquía constitucional y de devolver el trono a la familia imperial. La decisión será anunciada en la conferencia de Davos mañana por el presidente de la Federación Rusa -La baronesa sonrió-. Sir Peter Kitner se encuentra aquí en la finca.

– ¿Aquí?

– Sí, está descansando.

Ahora Rebecca volvió a mirar a Alexander.

– Pero sigo sin…

– La baronesa no ha terminado, amor mío.

Rebecca volvió a mirar a la baronesa.

– Esta noche, el primer zar de Rusia en casi un siglo será presentado a nuestros invitados.

Rebecca miró a Alexander. Tenía los ojos abiertos de par en par, atónita y encantada al mismo tiempo:

– ¿Tu padre va a convertirse en el zar de Rusia?

– No -dijo Alexander-, yo.

– ¿Tú?

– Ha abdicado formalmente a favor mío.

– Alexander. -Los ojos de Rebecca se llenaron de lágrimas. Comprendía, pero no comprendía nada. Era algo demasiado enorme, demasiado alejado de todo lo que ella conocía, hasta de la persona que era ahora.

– Y tú, querida, cuando os caséis… -lentamente, la baronesa levantó las manos de Rebecca y se las besó con cariño, como lo haría una madre con su hija, mientras la miraba a los ojos-, te convertirás en la zarina.

89

A través de los árboles, a medida que Marten se iba acercando, la Villa Enkratzen parecía, y era, enorme. Iluminada vivamente bajo el cielo nocturno, la vasta estructura de cinco plantas, de piedra y madera, parecía tanto una fortaleza como una espléndida mansión, o como en este caso, una embajada oculta en medio de los Alpes.

Las banderas de cincuenta naciones distintas ondeaban con el fuerte viento desde sus mástiles clavados en el centro de la entrada de vehículos cuando el ML llegó. Mientras Marten trataba de encontrar el lugar adecuado para dejar el vehículo pudo ver seis limusinas negras estacionadas a la izquierda de la puerta principal, y ahora, con una mirada rápida por el retrovisor vio que había más que subían por el sendero, detrás de ellos. Apenas parecía un sitio adecuado para las correrías de Raymond. Pero, en realidad, no era Raymond, ¿no? El hombre que estaba aquí era Alexander Cabrera.

Por un lado era tan fácil como esto. Un hombre de negocios internacional se presenta al hermano de la prometida. Pero a otro nivel, infinitamente más peligroso, estaba la idea de que Cabrera y Raymond eran uno y el mismo. Y si esto era cierto, tanto él como Rebecca corrían un grave peligro, porque lo que acababa de hacer era meterse en una trampa cuidadosamente concebida.


Una docena de hombres ataviados con trajes oscuros y guantes blancos los esperaban a la entrada mientras Marten acercaba el coche. De inmediato, las puertas se abrieron y Kovalenko y él fueron recibidos como si pertenecieran a la realeza y guiados hasta el interior de la mansión, mientras detrás de ellos se llevaban el ML.

Dentro, otro recepcionista de traje oscuro y guantes blancos les dio la bienvenida mientras entraban en el imponente vestíbulo de dos plantas de altura de la mansión, con los suelos y las paredes de pizarra negra pulida. Frente a ellos, al fondo, unos enormes troncos crepitaban en una enorme chimenea de piedra, mientras que más arriba colgaban las banderas de los veintitrés cantones suizos de una hilera de sólidas vigas de roble. A derecha e izquierda unos arcos góticos llevaban a largos pasadizos, cuyos accesos estaban protegidos a ambos lados por brillantes armaduras antiguas.

– Por aquí, señores -les dijo su ayudante, que los condujo por el pasillo de la izquierda. A medio camino los guió hacia la derecha y por otro pasillo, y luego otro, pasando frente a una serie de puertas que parecían ser habitaciones de invitados. Un poco más allá se detuvo frente a una de las puertas y la abrió con una llave electrónica-. Su habitación, señores. Hay ropa de noche en los armarios. Disponen de un baño con ducha de vapor y todo tipo de productos de aseo. Hay un bar completo en este armario. La cena se servirá a las ocho. Si necesitan cualquier cosa -les señaló un teléfono de varias líneas colocado sobre un escritorio antiguo-, sencillamente llamen a la operadora. -Con esto les hizo una reverencia y se retiró, cerrando la puerta detrás de él. Eran exactamente las cinco y cuarenta y dos minutos de la tarde.


– ¿Ropa de noche? -Kovalenko se dirigió hasta las dos grandes camas de matrimonio sobre las cuales les habían preparado un esmoquin para cada uno, con sus correspondientes camisas, zapatos y pajaritas.

– Puede que Cabrera supiera que veníamos -dijo Kovalenko-. Pero no sabía nada de mí y, en cambio, tenemos ropa de noche preparada para los dos, y de la talla correcta.

– Quizás el comando del ejército suizo que nos ha dejado entrar les haya pasado la información.

– Puede ser. -Kovalenko se acercó a la puerta y la cerró, luego se sacó el rifle Makarov automático del cinturón, comprobó el cargador y lo guardó-. Debe usted saber que cuando estábamos en Zúrich puse el disquete y el billete de avión del detective Halliday en un sobre dirigido a mi esposa en Moscú. Le dije al inspector Beelr que con las prisas de la investigación había olvidado mandarle una nota de aniversario y le pedí que lo mandara de mi parte. Allí estarán más seguros que aquí con nosotros.

Marten lo miró.

– Lo que quiere decir en realidad, Yuri, es que ahora tiene usted todas las cartas.

– Señor Marten, tenemos que confiar el uno con el otro. -Kovalenko miró la ropa de noche preparada-. Le sugiero que nos preparemos para la velada y, mientras tanto, decidamos qué hacer con Cabrera y cómo…

Unos golpes repentinos a la puerta interrumpieron a Kovalenko y los dos hombres levantaron la vista.

– ¿Cabrera? -dijo Kovalenko en voz baja.

– ¡Un segundo! -dijo Marten, y luego miró a Kovalenko y bajó la voz-. He de encontrar a mi hermana y asegurarme de que está bien. Lo que me gustaría que hiciera usted es conseguir las huellas de Cabrera sobre alguna superficie dura, un vaso, un bolígrafo, hasta una postal, cualquier cosa pequeña que podamos llevarnos sin levantar sospechas y en la que las huellas queden claras, no borrosas.

– Tal vez un menú de la cena -dijo Kovalenko con una sonrisa.

La persona que llamaba a la puerta volvió a insistir y Marten se acercó a la puerta y la abrió.

Un hombre delgado y muy en forma, con el pelo afeitado al cero, estaba ante la puerta. Iba vestido formalmente, igual que los otros miembros del servicio, pero ahí acababa la comparación. Su manera de comportarse y la intensidad de su presencia llevaban una etiqueta: autoridad.

– Buenas tardes, caballeros -dijo, con acento ruso-. Soy el coronel Murzin, del Federalnaya Slijba Ohrani. Estoy al mando de los equipos de seguridad.

90

18:20 h


Nicholas Marten ignoraba adonde había ido Kovalenko. Murzin había dicho simplemente que deseaba cambiar impresiones a solas con Kovalenko y que Marten había de prepararse para la velada con normalidad. El momento fue delicado e incómodo, pero luego Kovalenko accedió y acompañó a Murzin, y Marten hizo lo que le indicaban.

Ducharse. Afeitarse. Mirarse al espejo. Y oír las palabras de Kovalenko, «decidamos qué hacer con Cabrera y cómo»… él añadió «hacerlo». El resto de la frase de Kovalenko se había perdido con la inesperada irrupción de Murzin.

Rebecca estaba en alguna parte de aquel edificio. Dónde, exactamente, sería difícil de determinar sin la ayuda de Cabrera. De pronto, Marten se dio cuenta de que no había hablado con ella ni una sola vez, simplemente había sabido por Cabrera que se encontraba allí. Y tal vez no fuera cierto.

Envuelto en la toalla de baño, Marten volvió a la habitación y cogió el teléfono.

Oui, monsieur -respondió una voz masculina.

– Soy Nicholas Marten.

– Dígame, señor.

– Mi hermana Rebecca está aquí con los Rothfels. ¿Podría ponerme, por favor, con su habitación?

– Un momento, por favor.

Marten aguardó con la esperanza de hablar finalmente con ella, con la esperanza de que el teléfono no sonara de la manera interminable en que lo hizo en el hotel Crillon de París, cuando al final tuvo que ir personalmente y convencer al recepcionista de quién era y de que accediera a llevarlo hasta su habitación. De pronto se le ocurrió que por eso se había retrasado, por eso Rebecca le apareció en albornoz y con el pelo recogido y un poco bebida. No porque hubiera estado en la bañera, sino porque había estado con Cabrera. Puede que él tuviera una suite en el Ritz, pero había estado todo el tiempo en el Crillon con ella.

– Buenas tardes, Nicholas. -La voz cálida y con acento francés de Alexander Cabrera sonó por el hilo telefónico-. Qué contento estoy de que hayas venido a reunirte con nosotros. ¿Quieres subir a la biblioteca, por favor? Mandaré a alguien para que te acompañe.

– ¿Dónde está Rebecca?

– Estará aquí cuando llegues.

– Todavía no me he vestido.

– Pues entonces te esperamos en diez minutos, ¿te parece?

– Está bien, diez minutos.

– Estupendo.

Cabrera colgó y la línea quedó muda.

Todo lo que había dicho había sido exactamente como antes: sereno, exquisito y amable, y pronunciado con el mismo tono y acento cálido. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Era Alexander Cabrera Raymond Oliver Thorne, o no lo era?

91

18:30 h


Kovalenko tomó un trago de vodka y dejó el vaso. Estaba en una habitación parecida a la que le habían asignado con Marten, con la única diferencia de que ahora estaba en la segunda planta. Murzin no le dijo demasiado, sencillamente le había preguntado su nombre, dónde vivía, y luego lo acompañó hasta aquella habitación. Luego había salido, y de eso hacía ya más de diez minutos.

Estaba claro que Murzin era del FSO. No tenía manera de saber cuántos más había, pero sospechaba que los miembros de «recepción» de corbata negra eran agentes y que podía haber más entre el personal de servicio, tal vez hasta entre los invitados, aunque sospechaba que pocos, si es que había alguno más, serían del rango de Murzin o tendrían su mismo carácter. Murzin era un Spetsnaz de la vieja escuela, y eso inquietaba a Kovalenko porque significaba que no sólo era un comando de primera fila sino un asesino profesional cuyo principal y único trabajo era cumplir órdenes. Si estaba aquí significaba que algo extremadamente importante estaba a punto de suceder.

Aunque Kovalenko no le había dicho nada a Marten, cuando llegaron había visto una limusina presidencial aparcada a un lado. El presidente Gitinov debía hacer el anuncio público relativo a Peter Kitner al día siguiente, ante el Foro. Así que, teniendo en cuenta el escenario, los coches blindados de la entrada, las limusinas y el personal que recibía a los invitados, por no mencionar a Murzin, todo hacía pensar que Gitinov se encontraría esta noche entre los comensales. Si era el caso, podía haber llegado y entonces la limusina presidencial era la suya. Pero era poco probable que hubiera llegado en un solo vehículo. Gitinov solía viajar en comitivas de tres o cuatro limusinas idénticas, de modo que un francotirador o un terrorista no pudiera saber en cuál de ellas estaba. Una alternativa más probable era que llegara en helicóptero. Era más seguro y mucho más espectacular.

Eso dejaba en el aire la pregunta de quién había llegado en la limusina. La respuesta, en especial si se tenía en cuenta la presencia de Murzin, era que había sido utilizada por algún estadista ruso, o por varios, de igual poder. Actualmente no había ningún hombre que detentara tanta influencia como Gitinov, pero sí había un triunvirato que él conocía de memoria, formado por Nicolai Nemov, el alcalde de Moscú; el mariscal Igor Golovkin, ministro de Defensa de la Federación Rusa, y Gregorio II, gran patriarca de la Iglesia ortodoxa rusa. Y si estaban aquí y Gitinov estaba también invitado…

De pronto se abrió la puerta y entró Murzin. Lo acompañaban dos agentes más, vestidos con traje de noche pero con el mismo pelo rapado. Uno de ellos cerró la puerta.

– Es usted Yuri Ryleev Kovalenko, del Ministerio de Justicia ruso -dijo Murzin con voz tranquila.

– Sí.

– Debía usted haber vuelto a Moscú esta mañana.

– Sí.

– No lo ha hecho.

– No.

– ¿Por qué?

– Viajaba con el señor Marten. Su hermana está prometida en matrimonio con Alexander Cabrera. El me pidió que lo acompañara. Hubiera sido descortés por mi parte no hacerlo.

Murzin lo miró con atención.

– Hubiera sido más prudente por su parte obedecer órdenes, inspector.

Murzin miró rápidamente a los hombres que lo habían acompañado. Uno de ellos abrió la puerta y Murzin volvió a mirar a Kovalenko:

– Síganos, por favor.

92

18:50 h


El escolta de Nicholas iba un paso por delante de él cuando volvieron una esquina y empezaron a bajar por un pasillo de paredes de piedra en dirección a una puerta antigua cerrada, de madera muy ornada, que había al fondo. El suelo estaba enmoquetado y las paredes bañadas por la luz de unas lámparas empotradas en el techo a intervalos regulares. Era una iluminación a la vez antigua y de diseño moderno, pero a Marten le daba la sensación de que lo estaban conduciendo a un calabozo medieval. No podía evitar desear que Kovalenko estuviera con él, y al mismo tiempo se preguntaba dónde estaba y por qué no había regresado a la habitación.

El esmoquin que le habían facilitado a Marten, que le había parecido cómodo y de la talla perfecta cuando se lo puso, de pronto le parecía estrecho y rígido. Se llevó la mano al cuello para aflojarse un poco la pajarita, como si este sencillo gesto lo ayudara. Pero no fue así. Tan sólo le hizo darse cuenta de que tenía las palmas de las manos húmedas y de que estaba sudando.

«Relájate -se dijo-. Relájate. Todavía no sabes nada».

– Aquí estamos, monsieur. -El escolta se acercó a la puerta y llamó.

Oui -dijo una voz desde dentro.

Monsieur Marten -dijo el escolta.

Al cabo de un segundo se abrió la puerta y apareció Alexander Cabrera, resplandeciente en su esmoquin negro a medida y con su camisa blanca de volantes, con una pajarita de terciopelo negro en el cuello.

– Bienvenido, Nicholas -le dijo, sonriente-. Pasa, por favor.

Lentamente, Nicholas entró en la biblioteca de Villa Enkratzer, con sus paredes de libros y su cálido mobiliario de piel. Al otro lado de la sala las llamas hacían crepitar los troncos recién añadidos a la chimenea de mármol, llenando el ambiente con un agradable aroma de roble. Sentada en el sofá, frente a la chimenea, había una mujer guapa y majestuosa, probablemente de cincuenta y pocos años. Llevaba el pelo negro recogido en un moño en la nuca y vestía una túnica amarilla larga, con una estola de armiño sobre los hombros. El collar que lucía combinaba las vueltas de pequeños diamantes con las de rubíes, mientras que sus pendientes estaban formados por pequeñas nubes de brillantes diminutos.

Marten oyó como Cabrera cerraba la puerta detrás de él.

– Te presento a la baronesa de Vienne, Nicholas. Es mi querida tutora.

– Es un placer conocerle, señor Marten. -Al igual que sucedía con Cabrera, el inglés de la baronesa arrastraba un acento francés. Ella le tendió la mano y Marten se inclinó sobre ella y la tomó.

– El placer es mío, baronesa -dijo Marten con delicadeza. La baronesa era más joven, delicada y mucho más guapa de cómo la había imaginado. Era elegante, cálida y se mostraba como si estuviera realmente encantada de conocerle. Sin embargo, cuando él le soltó la mano y retrocedió, ella lo siguió mirando. Eso le provocó una sensación inquietante, como si ella lo intentara analizar, buscándole algún punto flaco o alguna debilidad.

Marten miró a Cabrera.

– ¿Dónde está Rebecca?

– Estará aquí en un momento. ¿Te apetece tomar algo?

– Agua mineral, si tienes.

– Por supuesto.

Marten observó a Cabrera acercarse a un pequeño bar que había en la esquina de la estancia. Tenía el mismo aspecto que en las fotos que le había mostrado Kovalenko: alto, delgado, con el pelo y la barba bien arreglados. La última vez que había visto a Raymond -cuando se enfrentaban a Polchak, Lee y Valparaiso, y hasta a Halliday antes de que se pusiera del lado de Marten, en el terrible tiroteo de Los Ángeles-, estaba casi calvo en su intento de adoptar la identidad del asesinado Josef Speer. Pero el pelo no era la única diferencia. La cara era totalmente distinta, su estructura más pronunciada, la mandíbula, por lo que la barba le permitía distinguir, hasta la nariz. Y los ojos. Antes los tenía azul verdosos, ahora eran negros como la noche. Tal vez llevara lentillas, podía ser, pero dejando los ojos a un lado, si era Raymond, el cirujano plástico había hecho un trabajo excelente al cambiar su aspecto de una manera tan completa.

– Me miras con curiosidad, Marten. -Cabrera se le acercó con un vaso de agua mineral en la mano.

– Trataba de hacerme una idea del hombre que va a casarse con mi hermana.

– ¿Y cómo puntúo? -Cabrera sonrió tranquilamente y le ofreció el vaso.

– Me gustaría que me lo dijera Rebecca. Parece que te has ganado su corazón.

– ¿Por qué no la llamo y dejo que se lo preguntes a ella? -Cabrera se acercó a una mesita lateral y tocó un botón.

Al cabo de un momento se abrió la puerta del fondo y apareció Rebecca. Marten contuvo la respiración. No sólo estaba viva y sana sino que, con el espléndido vestido que llevaba, estaba extraordinariamente bella.

– ¡Nicholas! -exclamó nada más verlo. De pronto cruzó la habitación y le dio un abrazo. Lo sostuvo entre sus brazos mientras lo miraba con los ojos llenos de lágrimas y riendo al mismo tiempo-. Deseaba tanto que esto fuera una sorpresa.

Marten retrocedió para mirarla y se fijó de pronto en su collar de esmeraldas y en los pendientes de perlas y diamantes.

– Es una sorpresa, Rebecca. De eso no tienes que preocuparte.

– Alexander -de pronto ella se separó y se acercó a Alexander-, díselo. Díselo, por favor.

– Creo que primero los dos tenéis que conocer a mi padre. -Cabrera volvió a tocar el botón, y esta vez habló por un pequeño micro que había al lado-. Por favor -dijo, y luego se volvió a mirarlos-. Estaba descansado. Bajará en un momento.

– Tu padre es sir Peter Kitner -dijo Marten, con cautela-, y está a punto de convertirse en el zar de Rusia.

– Estás bien informado, Nicholas -sonrió Cabrera, relajado-. Debería estar sorprendido, pero no lo estoy, teniendo en cuenta que eres el hermano de Rebecca. Sin embargo, las cosas han cambiado. Eso es lo que Rebecca quería que te dijera. -Su sonrisa se desvaneció-. Mi padre no llegará a ser zar. Ha renunciado al trono a favor mío.

– ¿Tú?

– Sí.

– Entiendo -dijo Marten, a media voz. Ahí estaba, tal y como se lo había predicho a Kovalenko. La única diferencia es que no había funcionado de la misma manera: Cabrera no había tenido que matar a Kitner para convertirse en zar, simplemente, se limitó a aterrorizarlo para que abdicara; así no había política de por medio. No tendría que demostrar nada. Con un plumazo de Kitner, Cabrera se había convertido en zar fácilmente.

Unos golpes a la puerta sacaron a Marten de sus cábalas.

Oui -dijo Cabrera.

La puerta se abrió y apareció sir Peter Kitner. Iba vestido formalmente y no lo acompañaba un escolta, como a Marten lo había acompañado, sino el mismísimo coronel Murzin.

– Buenas tardes, zarevich -le dijo Murzin a Cabrera, y luego miró a Marten-. El señor Kovalenko me ha pedido que me disculpe por él. Las circunstancias lo han obligado a regresar a Moscú de inmediato.

Marten asintió con la cabeza y no hizo ningún comentario. Kovalenko se había marchado. El cómo o el porqué no era algo que pudiera preguntar. La cruda realidad era que, a partir de ahora, estaba solo ante el peligro.

– Padre -dijo Cabrera, mientras acompañaba a Kitner al interior de la biblioteca-, quiero que conozcas a la mujer que amo y con la que pronto me casaré.

Kitner no reaccionó en absoluto, se limitó a hacer una media reverencia al acercarse a Rebecca. Ella lo miró un momento y luego lo abrazó de la misma manera en que había abrazado a Marten. De nuevo, lágrimas de felicidad le humedecieron los ojos y luego retrocedió, tomó la mano del hombre entre las suyas y le dijo en ruso fluido lo maravilloso que era conocerle y tenerlo allí con ellos. Era la expresión pura de los sentimientos que le brotaban del corazón.

– Este es mi hermano -dijo, volviéndose hacia Marten.

– Nicholas Marten, señor. -Marten le ofreció la mano.

– Es un placer -dijo Kitner en inglés antes de estrechar lentamente la mano de Marten. Fue un saludo blando y apenas perceptible, y el hombre le soltó la mano apenas se la había cogido. Los ojos de Kitner, su actitud entera, parecían ausentes, como si fuera consciente de lo que estaba ocurriendo pero, al mismo tiempo, no se enterara de nada. Era difícil saber si estaba sencillamente cansado o si estaba bajo los efectos de algún tipo de droga. Fuera como fuese, su manera de comportarse era abúlica y extraviada, apenas la actitud que uno espera del hombre que dirige un imperio mediático y que debía convertirse en zar hasta abdicar a favor de Cabrera.

– Así, mi amor, ¿lo ves? -Cabrera rodeó a Rebecca cariñosamente con un brazo-. Toda nuestra familia reunida. Tú y yo, la baronesa, mi padre y tu hermano.

– Sí -sonrió ella-. Sí.

Zarevich -intervino de pronto Murzin, señalando su reloj. Cabrera asintió con la cabeza y sonrió con calidez. -Rebecca, es hora de que recibamos a nuestros invitados. Baronesa, padre, Nicholas; por favor, acompáñennos.

93

20:00 h


El gran salón de baile de Villa Enkratzer tenía sesenta metros de largo y casi los mismos de ancho. El suelo de mármol pulido era como una tabla de ajedrez, blanco y negro. El techo, alto y abovedado, estaba pintado con gloriosos frescos celestiales del siglo XVIII; en el centro, Zeus, entronizado sobre un águila volando, presidía una reunión de dioses.

Una orquesta de veinte maestros con chaqué animaba la velada cerca de la cristalera del fondo, mientras el centenar aproximado de elegantes invitados de la baronesa Marga de Vienne y de Alexander Cabrera permanecían sentados alrededor de las mesas con mantelerías de hilo que rodeaban el perímetro del salón o bailaban al ritmo de la música.


– ¡Nicholas! -Lady Clem dejó solo a su padre en la pista de baile en el instante en que vio a Marten entrar, y se dirigió hacia él. No le importó en absoluto que Marten formara parte del entorno inmediato de Alexander Cabrera y estuviera haciendo una entrada formal y espectacular a la sala. Todos los presentes estaban al tanto de lo ocurrido, que sir Peter Kitner Mikhail Romanov había abdicado del trono y que mañana Alexander Cabrera, nacido Alexander Nikolaevich Romanov, sería presentado formalmente al mundo como zarevich de Todas las Rusias.

– ¡Clementine! -Lord Prestbury trató de llamarla de nuevo a su lado, reprendiéndola en voz baja.

No hubo necesidad. Tan pronto como vieron entrar al zarevich, los músicos dejaron de tocar; al mismo tiempo, la gente se quedó quieta y el silencio invadió la sala. Y entonces, como había sucedido con Peter Kitner apenas veinticuatro horas antes, un aplauso fuerte y sostenido se levantó a modo de saludo a Cabrera.


Casi sin darse cuenta, Marten tenía a lady Clem entre sus brazos y se encontraba en la pista bailando con ella un vals de Strauss.

Al otro lado del salón veía a Rebecca resplandeciente de felicidad y bailando con el diminuto y jovial ruso que le habían presentado como Alexander Nemov, el alcalde de Moscú. Más atrás, los jefes de Rebecca, los Rothfels, bailaban abrazados como una pareja de recién casados. Más lejos podía ver a lord Prestbury sentado majestuosamente a una mesa, tomando champagne y enfrascado en una conversación con la baronesa y un sorprendentemente animado Gregorio II, gran patriarca de la Iglesia ortodoxa rusa.

Era como un sueño que no tenía ningún sentido y Marten se esforzaba por encontrar la lógica de todo aquello. Para ponérselo todavía más difícil, lady Clem le acababa de contar que ella y su padre conocían a la baronesa desde hacía muchos años y que, de hecho, había sido la baronesa quien le había conseguido a Rebecca el empleo en el hogar de los Rothfels en Neuchâtel. Además, con una mirada tan traviesa como la que le dedicó al confesarle que era ella quien había activado la alarma de incendios en el Withworth Hall de Manchester, admitió ser igual de culpable que Rebecca al mantener en secreto su relación con Cabrera y luego, con una bien ensayada actitud de superioridad muy británica, contestó a la pregunta de Marten antes de que él se la formulara.

– Porque, Nicholas, todos sabemos lo exageradamente protector que eres como hermano. Y no sólo eso -se le acercó un poco más-. Si tú y yo podíamos tener una relación secreta, ¿por qué no podía hacerlo Rebecca? Es bastante razonable, en realidad. Además -añadió, mirándolo a los ojos-, en cuanto a tu absurdo comentario sobre el zarevich: le he preguntado a Rebecca si sabía dónde había estado ayer Alexander, por si, casualmente, hubiera estado en Zúrich, pero su respuesta ha sido muy clara: estuvo con ella en casa de los Rothfels, en Neuchâtel.

Marten pudo haber preguntado si estuvo en Neuchâtel todo el día, o si llegó por la tarde, con tiempo más que suficiente para regresar del escenario del crimen en Zúrich, pero no lo hizo. Y luego decidió olvidarlo todo y dejar simplemente que la velada fuera avanzando.

Tomó una copa de champagne y luego otra y, por primera vez en lo que parecían meses, empezó a relajarse. Sentía la calidez de lady Clem mientras bailaban, y el tacto de sus senos contra su pecho- escondidos como siempre entre los pliegues de un traje de noche oscuro y deliberadamente ancho- empezó a excitarlo. Hasta sus anteriores certezas empezaron a desvanecerse. Por mucho que Kitner hubiera renunciado al trono, bajo las actuales circunstancias, con Kovalenko lejos y Rebecca tan cerca, parecía absurdo sostener nada de todo aquello, y todavía más absurdo parecía ahora investigarlo.

Todo aquello era una locura, como si se hubiera sumergido en una realidad paralela. Pero no era así, y si no se lo creía, sólo tenía que mirar a Rebecca y ver el hechizo y el amor en sus ojos cuando miraba a Cabrera. Y lo mismo le ocurría a Cabrera cuando la miraba a ella. Por muchas cosas que ese hombre pudiera ser, resultaba indiscutible el amor total, entregado y sin condiciones que le profesaba a su hermana. Y verlo revelado de aquella manera tan clara y abierta resultaba a la vez emocionante y extraordinario.

Un poco antes, cuando Nicholas y Rebecca bailaban, ella le dijo que estaba estudiando para convertirse en miembro de la Iglesia ortodoxa rusa, y se rio mientras le contaba lo divertido que era aprender los ritos y los nombres de santos, y lo normal y correcto que le parecía, como si aquello, de alguna manera, ya formara parte de su ser.

Que un día, en los meses próximos, no sólo fuera a convertirse en la esposa de Cabrera sino en la zarina de Rusia le alucinaba. Lord Prestbury incluso bromeó sobre el asunto, diciéndole a Marten que pronto se convertiría en miembro de la familia real rusa y, por lo tanto, tanto él como lady Clementine deberían tratarlo con mucha más deferencia de la que acostumbraban.

Marten no podía creerse lo que le había ocurrido a Rebecca. No había pasado ni un año de la transformación de la muchacha muda, aterrorizada y confinada en un sanatorio católico de Los Ángeles en esta mujer espléndida. ¿Cómo podía haber ocurrido?

Estrechó a Clem un poco más mientras bailaban y entonces oyó la voz de Cabrera.

– Lady Clementine…

Marten se volvió. Cabrera estaba a su lado en la pista de baile.

– Me pregunto si podría hablar a solas con Nicholas unos momentos. Hay algo que me gustaría mucho comentarle.

– Por supuesto, zarevich. -Lady Clem sonrió y, saludando a la manera real, se alejó-. Estaré con mi padre, Nicholas -dijo, y él la observó alejarse a través de la pista de baile.

– ¿Te apetece tomar un poco de aire frío de los Alpes, Nicholas? Aquí está muy cerrado. -Cabrera le señaló una cristalera entreabierta que había detrás de ellos.

Cabrera vaciló y miró a Cabrera a los ojos.

– De acuerdo -dijo, finalmente.

Cabrera iba delante, respondiendo a las sonrisas y gestos de saludo de sus invitados al pasar.

Ni Cabrera ni Marten iban vestidos para el frío, pero sencillamente salieron sin abrigar, con los esmóquines que vestían. La única diferencia era que Cabrera llevaba un pequeño paquete envuelto en las manos.

94

21:05 h


– Por aquí, creo, Nicholas. Hay un sendero iluminado que ofrece una bonita vista de la finca, en especial de noche.

El aliento congelado flotaba en el aire en forma de nube mientras Cabrera abría el paso a través de una terraza nevada y hacia un sendero que llevaba hasta el bosque, al fondo. Relajado y un poco bebido, Marten seguía a Cabrera paso a paso mientras llegaban a la pasarela y empezaban a caminar por ella. A los pocos segundos, el frío empezó a vigorizarlos y Marten sintió que se le agudizaban los sentidos. Por alguna razón, miró hacia atrás por encima de su hombro.

Murzin los seguía, a una distancia prudente.

– Ha habido rumores de que unos cuantos manifestantes han alcanzado esta parte del valle -dijo Cabrera al advertir la mirada de Marten, y le sonrió con su sonrisa cálida-. Pero estoy seguro que no tenemos de qué preocuparnos. El coronel se limita a ser prudente.

Más adelante el camino se estrechaba entre dos grandes coníferas y Cabrera aflojó el paso, dejando que Marten se colocara delante.

– Por favor -dijo. Marten pasó primero y Cabrera lo siguió.

– Hay algo que quiero contarte de Rebecca -dijo Cabrera, mientras volvía a colocarse a su lado-. Creo que te parecerá increíble.

Ahora el sendero hacía una curva y Marten pudo ver que más adelante empezaba a subir, alejándose de la finca. Volvió a mirar hacia atrás.

Murzin seguía allí, andando detrás de ellos.

– Su presencia es innecesaria -dijo Cabrera de pronto-. Prefiero que vuelva a la casa y no tenerlo aquí detrás recorriendo el bosque. Discúlpame un segundo.

Cabrera se volvió y anduvo hacia Murzin mientras subía, con el paquete envuelto en colores vivos todavía en la mano.

Marten se echó aliento a las manos para calentárselas y levantó la vista. Un viento ligero ululaba por entre las copas de los árboles y podía ver la luna llena que empezaba a asomar por encima de la cumbre, a su izquierda. Estaba rodeada de un aura y más atrás se veían las nubes que avanzaban. La nieve no tardaría en llegar.

Miró atrás y vio a Cabrera y a Murzin hablando. Entonces Murzin asintió y volvió andando hacia la casa. Al mismo tiempo, Cabrera se puso a andar hacia él. En aquel momento una voz le recorrió el cuerpo entero: «Da igual el aspecto que tenga Cabrera. A quién conoce. Cómo anda, cómo habla. Quién es. En quién está a punto de convertirse. Da igual todo. ¡Él es Raymond!»

– Lo siento, Nicholas. -Cabrera ya estaba casi a su lado, con la nieve crujiéndole debajo de los pies.

La mente de Marten corría hacia delante y hacia atrás al mismo tiempo. Kitner había abdicado del trono de Rusia a favor de Cabrera allí mismo en la finca. Todo había sido planeado de antemano para que ocurriera en Londres después de la ceremonia de investidura de Kitner como caballero y su presentación como zarevich al día siguiente a la jerarquía Romanov en la embajada de Rusia; parecía inevitable que la casa de Uxbridge Street fuera a ser usada después, el viernes 15 de marzo, como había anotado Raymond en su agenda, por el mismo motivo: como lugar en el que poner a Kitner de rodillas y obligarlo a abdicar.

– Conoces a gente en Londres, ¿verdad? -le preguntó Marten a Cabrera, con tono desenfadado, cuando se le acercaba.

– Lord Prestbury forma parte del círculo de la baronesa.

– Debes de conocer a más gente.

– A alguna, ¿por qué?

Marten se aventuró.

– Hace poco conocí a un agente de bolsa inglés retirado. Pasa buena parte del año en el sur de Francia, pero tiene una casa grande cerca de los jardines de Kensington. Se llama Dixon, Charles Dixon. Vive en Uxbridge Street.

– Lo siento, no le conozco. -Hizo un gesto hacia delante, sendero arriba-. ¿Continuamos? Me gustaría hablarte de Rebecca.

– ¿Qué hay de ella? -dijo Marten, mientras subían. Cabrera no había reaccionado de ninguna manera perceptible ni al nombre Charles Dixon ni a la dirección de Uxbridge Street. Ni tampoco había hecho ningún gesto o ademán que recordara a Raymond.

¿Era tan bueno, o sencillamente, Marten estaba totalmente equivocado?

– No es la persona que crees que es.

– ¿Qué quieres decir? -Marten se volvió a mirar a Cabrera. ¿Era Raymond o no? Si tuviera el disquete de Halliday y pudiera conseguir las huellas de Cabrera, podría comprobarlo. Pero el disco ya no estaba allí, sino en el correo camino de Moscú.

– Rebecca es tu hermana legalmente pero no de nacimiento, porque ambos sois adoptados. Lo sé porque ella me lo ha contado. A medida que nos íbamos comprometiendo más y más el uno con el otro, por razones tanto políticas como empresariales he considerado necesario investigar en su pasado. La quiero muchísimo, pero cuando se está enamorado es fácil cometer errores. Puede sonar poco considerado, incluso frío, pero quería estar seguro de ella antes de proponerle matrimonio. Confío que puedas entenderlo, Nicholas.

– Sí, puedo entenderlo.

Caminaban hombro con hombro, paso a paso por el sendero. Por primera vez, Marten advirtió que Cabrera andaba con una leve cojera. De nuevo lo invadió la incertidumbre. ¿Podía haberse herido la pierna en el tiroteo? La respuesta era sí, por supuesto. Por otro lado, no había manera de saberlo. No había visto el historial clínico de Raymond porque él mismo se encontraba en el hospital cuando todo ocurrió, y por supuesto, aquellos expedientes ya no existían. Además, la cojera podía ser también el resultado de su accidente de caza o provocada por cualquier cosa, un tirón muscular, una torcedura del tobillo, y hasta cualquier obstáculo en su zapato. Hasta era posible que Cabrera hubiera nacido así.

Ahora el sendero volvía a girar. Marten podía ver, más abajo, la residencia iluminada. Su imagen le resultaba reconfortante y le hacían relajarse y pensar que tal vez estuviera equivocado y sus emociones lo estuvieran engañando. ¿Cuánto deseaba realmente que Cabrera fuera su presa? Por Dan Ford, por Halliday, por Red, por todos los otros asesinados… ¿Lo deseaba tanto como para crear algo que no existía? ¿Y, al hacerlo, arriesgarse a mandar Rebecca de nuevo al estado en el que había permanecido todos aquellos años?

– En el transcurso de mi investigación me he enterado de cosas sobre el proceso de adopción -prosiguió Cabrera-. En la época en la que los dos fuisteis adoptados, los procesos de adopción eran cerrados. Eso significa que ni los niños ni sus padres adoptivos sabían quiénes eran los padres biológicos.

Marten no tenía ni idea de adonde quería llegar Cabrera, pero, fuera lo que fuese, sabía de lo que hablaba, porque ni él ni Rebecca sabían nada de sus padres naturales. Ni tampoco lo habían sabido sus padres adoptivos; lo habían comentado con ellos varias veces.

– El dinero y la perseverancia son capaces de abrir muchas puertas, Nicholas -continuó hablando Cabrera-. Tanto tú como Rebecca fuisteis adoptados en la misma institución: una residencia ahora cerrada para madres solteras que se llamaba House of Sarah, en Los Ángeles. -De pronto Cabrera se volvió a mirarlo-. La ciudad en la que los dos os criasteis.

Marten sintió que el corazón se le subía a la garganta.

– He descubierto muchas cosas, Nicholas, no sólo de Rebecca, sino también de ti. -Cabrera hizo su sonrisa abierta y honesta-. En realidad te llamas John Barron y no Nicholas Marten.

Marten no dijo nada mientras doblaban una curva del sendero y, de nuevo, la mansión volvía a desaparecer de su vista.

– Pero quién eres y por qué cambiaste tu nombre y el suyo no es lo importante. Lo que importa es lo que encontré en mi viaje por el pasado de Rebecca. Y curiosamente, lo que descubrí no me sorprendió en absoluto.

Cabrera se cambió de mano el paquete envuelto y Marten se preguntó lo que era y por qué lo llevaba. Estaba también intrigado por saber adónde llevaba aquel sendero. Era cada vez más empinado y las luces que lo iluminaban eran cada vez menos y más espaciadas. A oscuras, lo único que los guiaba era la luz de la luna que se levantaba por encima de los picos montañosos salpicada de nubes y que, poco a poco, empezaba a revelar la enorme extensión forestal que los rodeaba.

Tal vez había sido una enorme locura acompañar a Cabrera, pero, hasta si era Raymond, Marten dudaba de que se arriesgara a ponerse en evidencia, y en especial, dudaba de que hiciera algo que pudiera asustar a Rebecca o hacerle cambiar la percepción que tenía de él. Aunque si era Raymond, era capaz de cualquier cosa.

Cabrera permanecía medio paso por delante de Marten; de hecho, le guiaba.

– Como te decía, tu hermana no es quien supones que es, es decir, un bebé entregado en adopción por una adolescente asustada que se quedó embarazada. -Cabrera miró a Marten directamente-. Rebecca es una princesa y nació en el seno de una de las familias más nobles de Europa.

– ¿Cómo? -Marten estaba atónito.

– Su nombre al nacer era Alexandra Elisabeth Gabrielle Christian. Es descendiente directa de Christian IX, rey de Dinamarca. Sus bisabuelos eran Jorge I, rey de Grecia, y su esposa Olga, hija del gran duque Constantino, el hijo de Nicolás I de Rusia.

– No lo entiendo.

– No tienes por qué hacerlo, es demasiado estrafalario. Sin embargo, es cierto. Incluso hay una prueba de ADN que lo demuestra sin dejar dudas.

Marten estaba totalmente fuera de juego. Cualquier idea de que Cabrera fuera Raymond quedaba superada por la absurdidad de lo que estaba escuchando.

– Puedo entender cómo te sientes, pero está todo documentado, Nicholas. Los informes están en mi despacho de Lausana. Estás invitado a consultarlos cuando te parezca.

– ¿Cómo…?

– ¿Llegó alguien así a ser entregada en adopción a una, no sé cómo decirlo, familia americana de clase media como la suya?

– Eso es bastante exacto.

– Sus abuelos escaparon del nazismo durante la segunda guerra mundial. Primero fueron a Inglaterra y luego a Nueva York, donde, como muchas familias reales de todo el mundo, la mía, por ejemplo, se cambiaron el nombre y se deshicieron de sus títulos para protegerse. Con el tiempo, su hija, Marie Gabrielle, se casó con Jean Felix Christian, príncipe heredero de Dinamarca, y el matrimonio regresó a Europa. Tuvieron una hija, nacida en Copenhague, que, de niña, fue secuestrada en Mallorca a cambio de un rescate. Pero entonces, los autores del secuestro se asustaron y la entregaron a una organización del mercado negro que vendía niños por todo el mundo. Una de las personas de la organización la entregó a una familia californiana, pero la transacción no llegó a buen puerto y la criatura acabó acogida en un hogar para madres solteras. Se trataba, por supuesto…

– De Rebecca.

– Sí.

– ¿Y qué hay de sus padres biológicos? ¿Qué hicieron?

– No se encontró jamás el rastro de su hija, y con el tiempo la declararon legalmente muerta.

– Dios mío… -exclamó Marten, y luego desvió la mirada. Luego volvió a mirarlo-. ¿Lo sabe ella?

– Todavía no.

El sendero se hacía más empinado y Marten oyó por algún lado el rumor de un caudal de agua. Ahora Cabrera seguía medio paso por delante de él, guiándolo. A la luz de la luna, su respiración aparecía como vapor que salía de la nariz y, hasta con el frío, tenía gotitas de sudor en la frente. Volvió a cambiarse de mano el paquete.

– ¿Por qué me lo cuentas antes que a ella?

– Por respeto. Porque vuestros padres adoptivos han muerto y tú eres el cabeza de familia. Y porque deseo que bendigas nuestro matrimonio. -Cabrera aflojó el paso y se volvió a mirar a Marten-. ¿Tengo tu bendición, Nicholas?

Oh, Dios, pensó Marten… menudo planteamiento.

– ¿La tengo?

Nicholas Marten miró a Cabrera fijamente. «Piensa en Rebecca y en lo mucho que lo ama, nada más. Absolutamente nada más. Al menos, por ahora. No hasta que sepas seguro quién es… o no es.»

– Sí-dijo, finalmente-. Sí, claro que tienes mi bendición.

– Gracias, Nicholas. Ahora entenderás por qué era tan importante que tú y yo nos viéramos a solas. -Cabrera sonrió. Con una sonrisa hacia dentro, privada. De alivio o satisfacción. O las dos cosas-. Comprendes que Rebecca está a punto de convertirse no sólo en mi esposa, sino en la zarina de Rusia.

– Sí. -Marten miró a su alrededor. Ya no quedaban luces para iluminar el sendero. El rugido del agua era ahora más fuerte. Mucho más fuerte. Miró hacia delante y vio que se estaban acercando a un puente de madera. Debajo, el agua oscura corría con fuerza y más arriba, detrás, la fuente del estruendo, una cascada alta y atronadora.

– Qué hijos tan hermosos tendremos Rebecca y yo. -Con un gesto lento, casi ausente, Cabrera empezó a abrir el paquete que tenía en las manos-. Hijos hermosos y nobles y sus descendientes, que reinarán en Rusia durante los próximos trescientos años, como los Romanov reinaron en Rusia durante trescientos años antes de que los comunistas trataran de detenernos.

Cabrera se volvió bruscamente y el envoltorio del paquete cayó volando por el sendero nevado a sus pies. Marten vio una caja en las manos de Cabrera. Ahora también ésta cayó al suelo. Se oyó un fuerte clic y un destello de la hoja cortante resplandeció a la luz de la luna. Y, de un solo gesto, Cabrera se le puso delante.

95Marten lo vio todo en una milésima de segundo. El cuerpo de Halliday tendido en la cama de la habitación del hotel de París, con la garganta seccionada. En la misma fracción de tiempo oyó la voz de Lenard que decía algo como «quienquiera que lo haya hecho le cortó el cuello en el momento en que le abrió la puerta». Al instante siguiente, Marten se apartó de un salto cuando la hoja de la navaja de Cabrera le rozaba la mejilla.

La rapidez del movimiento de Marten y el fallo de Cabrera provocaron que el criminal perdiera un momento el equilibrio, cosa que Marten aprovechó para estamparle el puño izquierdo en el riñón y luego pegarle un puñetazo con la derecha que le dio debajo de la mandíbula. Cabrera soltó un gruñido y se tambaleó contra la barandilla de madera del puente. Se tambaleó, pero no soltó el arma. Y el cuchillo era lo que Marten quería arrebatarle. Pero fue demasiado tarde. Cabrera se limitó a cambiarse el arma de mano y dejó que Marten lo embistiera. De nuevo, Marten lo esquivó y, de nuevo, la hoja cortante soltó un destello a la luz de la luna. Esta vez, el afiladísimo cuchillo atrapó a Marten justo encima del codo, cortando limpiamente la manga del esmoquin y la camisa, que se llenaron de sangre.

– ¡Ni lo sueñes! -le gritó Marten, antes de retroceder. Marten estaba herido pero el corte no era lo bastante profundo. Cabrera había apuntado a su arteria braquial, pero para alcanzarla tenía que hundirse al menos un centímetro y medio en la carne, y no lo había logrado.

– No, todavía no, Nicholas. -Cabrera sonrió y sus ojos desprendieron un brillo febril. De pronto ya no tenía el aspecto de Cabrera, ni siquiera el de Raymond, sino el de un loco peligroso.

Volvió a embestir otra vez a Raymond. Lentamente. Cambiando el arma de una mano a la otra.

– La muñeca, Nicholas. La arteria radial. Allí sólo necesito cortar unos cuantos milímetros. En treinta segundos te quedarás inconsciente. La muerte te llegará en dos minutos. ¿O deseas algo más rápido? El cuello, la carótida. Allí hay que hundir un poco más el cuchillo. Pero después de esto, son sólo cinco segundos hasta que te quedas inconsciente y, en doce segundos más, te mueres.

Marten retrocedía a través del puente a medida que Cabrera avanzaba, sintiendo como los zapatos le resbalaban sobre la plataforma de hielo que cubría el suelo. El rugido de la cascada lo dominaba todo y atraía los sentidos de Marten.

– ¿Cómo se lo contarás a Rebecca, zarevich? ¿Quién le dirás que mató a su hermano?

La sonrisa diabólica de Cabrera se ensanchó.

– Los manifestantes, Nicholas. Los rumores de que unos cuantos han logrado cruzar a esta parte del valle resultaron ser ciertos.

– ¿Por qué? ¿Por qué? -dijo Marten, usando cualquier excusa para retrasar los movimientos de Cabrera y darse tiempo para pensar.

Cabrera seguía acercándosele.

– ¿Por qué matarte? ¿Por qué he matado a los demás? -La sonrisa se relajó, pero la locura de la mirada permanecía-. Por mi madre.

– Tu madre está muerta.

– No. No lo está. La baronesa es mi madre.

– ¿La baronesa?

– Sí.

Por un instante fugaz Cabrera titubeó. Era la ocasión que Marten estaba esperando y se abalanzó sobre él. Apartó la mano con la que aferraba el cuchillo, lo embistió con todas sus fuerzas y lo lanzó contra la barandilla del puente. Una vez. Dos. Tres. Cada vez lo oía gruñir y sentía cómo expulsaba el aire. Cabrera se desplomó hacia delante, atónito, y la cabeza le cayó sobre el pecho. Al mismo instante Marten lo agarró del pelo, levantándole la cabeza, y le quiso estampar el puño derecho en la cara.

Cabrera sonrió con arrogancia y se limitó a apartar la cabeza a un lado, dejando que la fuerza del puñetazo fallido lo echara contra la barandilla. Al cabo de una décima de segundo Marten sintió un golpe devastador cuando el cuchillo de Cabrera se le clavaba por el costado. Soltó un grito y al mismo tiempo agarró a Cabrera por el cuello de la camisa, arrastrándolo. La camisa se abrió hasta la cintura y Cabrera intentó volver a clavarle el cuchillo, pero no pudo. Marten lo acercó más a él. Por un instante se miraron a los ojos. Entonces Marten estampó la frente en un cabezazo lleno de furia.

Se oyó un fuerte crujido y Cabrera se apartó de golpe, con la cabeza sangrando, para caer contra la barandilla del puente. Marten fue otra vez a por él, pero de pronto sintió que las piernas le flaqueaban y se quedó petrificado. Jamás en su vida había sentido tanto frío. Miró hacia abajo y vio que tenía la camisa empapada de sangre. Luego sintió cómo caía, los pies le resbalaban sobre el hielo y se dio cuenta de que Cabrera lo sujetaba por una pierna y lo estaba arrastrando hacia él. Trató de soltarse pero no pudo. Ahora Cabrera estaba de rodillas y con una mano tiraba de él, y con la otra levantaba la navaja.

– ¡No! -gritó Marten y, con todas las fuerzas que le quedaban, dio una patada que mandó el cuchillo volando por encima del puente. Pero Cabrera todavía no le había soltado. Todavía lo sujetaba por una mano y lo arrastraba hasta el borde del puente.

Marten oyó el rugido de la cascada y vio el batir del agua oscura debajo de él. Intentó luchar pero no le sirvió de nada. Lo estaba arrastrando hacia el borde y no podía hacer nada para evitarlo.

Entonces se encontró en el aire, cayendo. Un segundo, una hora, una vida más tarde cayó al agua helada. Y luego quedó sumergido y desapareció, llevado por la furiosa corriente.

Dasvedanya -le susurró Cabrera cuando cayó, con la muerte reflejada en sus ojos oscuros a la luz de la luna.

Dasvedanya. Lo mismo que había dicho en la cinta transportadora de equipajes en el aeropuerto internacional de Los Ángeles cuando estaba a punto de matar a John Barron con su propia arma.

«Raymond» Una voz sonó de pronto de la nada. No era una voz cualquiera. Era la de Red McClatchy.

Aquellos segundos u horas o días antes de caer al agua Nicholas Marten rogó por aquella voz de nuevo. El grito que una vez más le salvaría la vida. Pero no se oyó nunca.

¿Cómo podía oírse?

Red estaba muerto.

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