EPÍLOGO

Kauai, Hawaii. Cuatro meses más tarde


El mar era turquesa brillante y la arena blanca resplandecía caliente bajo el sol. Más allá de la arena y bajo la superficie del océano había colores inimaginables. Blancos sobrenaturales, franjas de corales radiantes y espectaculares magentas, naranjas nunca vistos en la tierra, matices de negro que no aparecen en ninguna carta de colores, todos en la magia de los peces tropicales que subían a picotear las migas de pan que Marten sacaba de una bolsita de plástico para darles de comer mientras se bañaba, contemplando aquel mundo desde sus gafas de buceo, al tiempo que respiraba con el tubo.

Más tarde, hacia el atardecer, guardó el material de buceo en el maletero del coche alquilado y paseó por la playa desierta de Kekaha.

La venta de un breve artículo sobre el uso de pizarras en el diseño de jardines privados a una revista internacional de interiorismo y paisajismo le había proporcionado un primer contrato para la entrega de una serie de artículos similares de frecuencia mensual. El dinero del anticipo, aunque no era mucho, le permitió pagar el cargo de su tarjeta de crédito por el alquiler del barco pesquero y le dejó lo bastante para cuidar un poco de su salud mental, o la poca que le quedaba, sin mermar sus ahorros. Había venido aquí a Kauai siete días atrás, a unos once mil kilómetros de Inglaterra, con su tan atrasado trabajo de la universidad, como sus estudios del semestre, finalmente entregado, y sus exámenes superados con resultados brillantes.

Delgado y moreno, con una barba de cinco días y vestido tan sólo con unas bermudas descoloridas y una camiseta de la Universidad de Manchester igualmente desteñida, podía pasar perfectamente por un trotamundos playero.

Kekaha era la playa a la que Rebecca y él solían ir de vez en cuando de niños, con sus padres. Era un lugar que conocía bien y del que guardaba muy buenos recuerdos. Por eso había venido aquí ahora, solo, a pasear y pensar y a intentar obtener cierta perspectiva razonable de lo que había ocurrido. Y tal vez, finalmente, recuperar ni que fuera una pequeña parcela de tranquilidad mental. Pero era una meta que se presentaba difícil, hasta escurridiza. Su contexto era crudo y obsceno como siempre, y su realidad no era el material del que están hechos los sueños, sino las pesadillas.

Alexander Nikolaevich Romanov, zarevich de Todas las Rusias, había sido enterrado cinco días después de su muerte, como lo había predicho Kovalenko, con los honores de un héroe nacional. Rebecca y Clem habían ido a San Petersburgo; también él lo hizo -invitado oficialmente como familiar de Rebecca-, para darle apoyo emocional. Estuvo en la espléndida cripta de la catedral de Pedro y Pablo, junto a los padres biológicos de Rebecca y los presidentes de Rusia y de Estados Unidos, y los primeros ministros de una docena de países.

La presencia masiva de dignatarios extranjeros y la cobertura mediática que la acompañó estuvo sólo superada por la enorme afluencia de notas de pésame de gente de todo el mundo. El Kremlin sólo recibió decenas de miles de tarjetas de pésame y el doble de e-mails. Aunque la boda entre Alexander y Rebecca no había llegado a celebrarse, veinte mil notas manuscritas fueron entregadas en la oficina de correos central del Kremlin, dirigidas a la zarina. Cientos de ramos de flores fueron depositados al pie del puente sobre el canal Ekaterininski en el que Alexander fue asesinado. La gente, con lágrimas en los ojos, encendía velas y dejaba flores y fotos de él frente a las embajadas rusas de todos los continentes.

Todo esto consiguió corroer el alma de Marten, que se retorcía de rabia ante la terrible ironía. ¿Cómo podía el mundo saber, ni llegar a imaginar, que la dolorosa y solemne pompa de Estado en honor de la figura romántica y carismática que habría sido el primer zar de Rusia de los tiempos modernos era en realidad poco más que un espléndido funeral por el atroz asesino en serie Raymond Oliver Thorne?


Un pequeño paquete que llegó a Manchester unas cinco semanas después del funeral en San Petersburgo ayudó a Marten a comprender que, con todo lo disgustado que estaba, no se encontraba solo en sus sentimientos.

El paquete, entremezclado entre su correo regular, no tenía remitente pero estaba sellado en Moscú. Dentro encontró una sola hoja de papel, mecanografiada a un solo espacio y doblada en cuatro trozos. Junto a ella había dos fotos en blanco y negro de 12 X 17 cm. Una llevaba un código de fecha y hora del LAPD; la otra tenía una anotación manuscrita: Depósito de cadáveres estatal, Moscú. Eran reproducciones digitales de unas huellas dactilares. La primera, lo sabía, correspondía a las huellas de la ficha del arresto de Raymond por el LAPD. La segunda, no lo sabía pero lo supuso, había sido tomada durante la autopsia de Alexander. Las huellas, como las que hicieron coincidir las del asesino de Dan Ford con la de Raymond, eran idénticas.

La hoja mecanografiada decía lo siguiente:


FSO Coronel Murzin: Antiguo soldado de la Spetsnaz. Dos años antes de la misión en Moscú pasa ocho meses de baja por enfermedad recuperándose de las heridas sufridas en un ejercicio de entrenamiento especial. Siete de esos ocho meses los pasa fuera del país. País de destino: Argentina.

FSO Coronel Murzin: Cuenta personal en el banco Credit Suisse, Luxemburgo. 10.000 dólares USA depositados mensualmente durante los últimos tres años. Los depósitos eran en concepto de nómina de CKK, AG, compañía de seguridad personal de Frankfurt, RFA. Los asuntos legales del CKK eran gestionados por el abogado con sede en Zúrich Jacques Bertrand.

J. Bertrand hizo el pedido de impresión del menú de Davos al fallecido impresor de Zúrich, H. Lossberg.

J. Bertrand era el abogado personal de la baronesa Marga de Vienne.

Antiguo soldado de la Spetsnaz, I. Maltsev. Empleado como oficial jefe de seguridad en el rancho de Alexander Cabrera en Argentina durante los últimos diez años. Miembro de la expedición de caza en el momento del accidente de Cabrera. En la Spetsnaz era especialista en armas de fuego y entrenador de combate cuerpo a cuerpo, especializado en la lucha de arma blanca. Experto también en explosivos y técnicas de sabotaje. Llegó a Reino Unido tres días antes de la explosión en el automóvil de Kitner. Actualmente en paradero desconocido.

Banque Privée, 18 Bis Avenue Robert Schuman, Marsella, Francia. Caja fuerte n. 8989 visitada por Alfred Neuss tres horas antes de su encuentro con Fabien Curtay en Mónaco.


Eso era todo. Ninguna nota adicional, ninguna firma. Lo único que contenía. Pero era obvio que lo había mandado Kovalenko. Marten no le había hablado nunca de I.M. ni de las llaves de la caja fuerte, pero la información estaba allí de todos modos. Maltsev era obviamente el I.M. con quien Raymond/Alexander debía encontrarse en el Penrith's Bar de Londres. Las especialidades letales de Maltev dejaban muy claro que el plan original desarrollado por la baronesa y Alexander un año atrás debían de haber consistido en que Maltsev se cargara a Kitner y su familia muy poco después de que éste hubiera sido presentado oficialmente a la familia Romanov y luego obligado a abdicar, de manera que quedaba eliminada cualquier posibilidad de replanteamiento que pudiera haber surgido a posteriori.

Hasta sin la nota de identificación, Kovalenko se había revelado como un hombre exhaustivo y que se preocupaba. Era su manera de atar las cosas y dar credibilidad documental a lo que habían pasado juntos. Cómo se las había arreglado para obtener la huella del LAPD, no había manera de saberlo, excepto que tenía que venir del disquete de Halliday, que Kovalenko se vio obligado a entregar a su superior. Lo más probable era que hubiera pensado que algo así podía ocurrir y se hubiera preparado haciendo una copia del disquete de antemano, sin decírselo a nadie, ni siquiera a Marten.

El cómo, cuándo o por qué de las acciones de Kovalenko ya no importaba. Era su información, y su generosidad de compartirla, lo que importaba. El resultado era que Marten tenía en su posesión una prueba irrefutable de que Alexander Cabrera y Raymond Oliver Thorne eran una y la misma persona. Además sabía que, con toda posibilidad, Alexander había sido entrenado en el arte de matar por Murzin y Maltsev, y que Murzin, y tal vez Maltsev también, habían sido empleados directamente por la baronesa. Eso llevó a Marten -y, estaba convencido, a Kovalenko- a creer que había sido la baronesa quien había ordenado el asesinato de Peter Kitner y su familia, por no decir nada de encargarle a Alexander que asesinara a Neuss, a Curtay y a los Romanov de América.


¿Qué le había dicho Marten a Kovalenko cuatro meses atrás, cuando el ruso lo acompañó a pasar el control de pasaportes en Pulkovo, para tomar su vuelo nocturno a Helsinki?

– Hay algo que no comprendo. ¿Por qué robó el bolso de la mujer? ¿Por dinero? ¿Cuánto podría haber sacado, y para qué lo necesitaba? Si no llega a hacerlo y hubiera seguido andando, es casi seguro que habría logrado escapar.

Kovalenko se limitó a mirarlo y a responder:

– ¿Por qué mató a su madre?

Estas ideas y preguntas llevaron a otras. Y a lo que Kovalenko había dicho casi al mismo tiempo. Era sobre lo que hay que tener para ser policía y «la crueldad que a veces es necesaria, el hecho de matar sin remordimientos y pasando por encima de la ley que han jurado respetar cuando las circunstancias lo requieren».

Kovalenko hablaba de los policías en general, pero Marten sabía que no lo decía en ese sentido. La mayoría de policías, los que él había conocido y con los que había trabajado en Los Ángeles, primero en el coche patrulla y luego como detective de Robos y Homicidios, creían como él que estaban para hacer respetar la ley y no para crear la suya. Al hacerlo, trabajaban duro muchas horas, a veces sin que nadie se lo agradeciera, para ser considerados a menudo, por la prensa y por la opinión pública, como seres corruptos o ineficientes, o ambas cosas a la vez. La mayoría no eran ni lo uno ni lo otro. Sencillamente, tenían un trabajo increíblemente difícil y peligroso por el que recibían una atención irracionalmente cruel. Lo que Kovalenko quiso decir era algo más y estaba guiado por la misma línea de razonamiento que pertenecía a Red McClatchy. Un razonamiento profundo, complejo y muy oscuro. Y aunque estuvieran separados por miles de kilómetros y ejercieran en esferas políticas totalmente distintas, ambos hombres trataban con lo que consideraban la misma verdad: que había personas y situaciones que la ley, el público y los legisladores no estaban preparados para tratar, de modo que el problema de qué hacer con ellos caía en sus manos. Hombres como McClatchy y Polchak, Lee y Valparaiso, y hasta Halliday, y, por supuesto, Kovalenko, que asumían este tipo de responsabilidad en sus manos y se apeaban de la ley para hacerlo. En eso, Kovalenko estaba en lo cierto cuando dijo que Marten no era este tipo de policía. No lo había sido entonces ni lo sería nunca. Él no era como ellos.

Eso, por sí mismo, planteaba una pregunta: ¿quién era Kovalenko y para quién trabajaba? Dudaba de que jamás lograra saberlo, y tal vez tampoco quería hacerlo. Se preguntaba, también, si las cosas hubieran sido distintas en San Petersburgo y Alexander no se hubiera escapado como lo hizo, si Marten le hubiera matado en el Ermitage como Kovalenko deseaba y luego hubiera salido por la puerta lateral, en la que Kovalenko lo esperaba, si el ruso no lo habría matado allí mismo, liquidando al asesino del zarevich cuando intentaba escapar y, de esa manera, hubiera puesto punto y final a la historia. Era algo, pensaba ahora, que le preguntaría en persona si alguna vez se volvían a ver.


Se estaba haciendo de noche y Marten sintió el tirón de la marea bajo los pies mientras andaba por el agua a la orilla del mar. La única luz que había era la proveniente de los últimos rayos de sol en el horizonte, y entonces dio media vuelta sobre el oleaje y se encaminó de regreso a su coche. Rebecca había reaccionado con una fuerza admirable. Incluso apareció ante las dos cámaras del Parlamento ruso para darles las gracias por su amabilidad y apoyo en el terrible periodo posterior al asesinato del zarevich. Luego mantuvo una reunión privada con el presidente Gitinov, durante la cual recibió su pésame personal y también le dio las gracias. Luego, sencillamente pidió poder volver a su vida anterior en Suiza, y eso fue exactamente lo que hizo. Ahora se encontraba allí sana y salva, protegida por agentes especiales de la policía cantonal de Neuchâtel y cuidando de nuevo a los hijos de los Rothfels.

Después de todo aquello, Marten sabía que tenía que estar agradecido y lo estaba. Sin embargo, había una cosa que todavía seguía resultándole difícil de aceptar, y ésta era el auténtico linaje de Rebecca. La confirmación estaba toda en la oficina de Alexander de Lausana, como él mismo le había prometido, el expediente completo -obtenido, en sus propias palabras, a base de dinero e insistencia- que seguía su rastro hasta su infancia, en los archivos de la residencia House of Sarah para madres solteras en Los Ángeles. Este rastro llevaba hasta alguien llamada Marlene J. en un lugar desconocido, y luego hasta alguien llamado Houdremont en Port of Spain, Trinidad, y luego hasta un tal Ramón, en Palma de Mallorca, y luego a una tal Gloria, también en Palma. Y, finalmente, a su familia real en Copenhague. El informe del ADN estaba también allí, y había visto los suficientes para saber que era auténtico, o al menos, lo parecía mucho. Sin embargo, conociendo a Alexander -o Raymond, o como quisiera llamarse- y conociendo a la baronesa y lo que había hecho y lo que era capaz de hacer, ¿quién podía estar seguro de nada? Podía ser que todo fuera cierto, o podía ser que todo hubiera sido tramado astutamente para fabricarle a Rebecca el linaje real necesario para convertirla en la esposa del zar de Todas las Rusias. Pero ¿qué podía hacer ahora? ¿Pedirles a Rebecca y al príncipe y a su esposa que se sometieran de nuevo a una prueba del ADN? ¿Con qué fin, aparte de su propia satisfacción? Rebecca tenía ahora un padre y una madre a los que consideraba suyos y a los que quería, y dos personas que habían perdido una hija habían recibido lo que creían un milagro. ¿Cómo podía arriesgarse a destruir algo así? La respuesta era que no podía hacerlo.


Siguió andando, y sus pensamientos volaron ahora hacia Clem. Fue ella, al fin y al cabo, quien, cuando le habló de esta playa en Kekaha y los cálidos recuerdos que conservaba de niño, le propuso que viniera después de los exámenes a reflexionar y a reponerse. Fue una idea que él acogió de inmediato, y quiso que ella lo acompañara, pero ella dijo que no, que era algo que necesitaba hacer solo y para él. Y con todo lo que la echaba de menos, tenía que reconocer que estuvo en lo cierto: la combinación de soledad, largos paseos y buceo le habían aportado una paz interior que no recordaba haber sentido desde hacía mucho tiempo.

Clem era maravillosa, una mujer encantadora, a veces aterradora, cariñosa y tierna, con un corazón grande y valiente. Se la podía imaginar ahora mismo en Manchester, en su improvisado apartamento de Palatine Road, rodeada de libros y artículos por todas partes mientras preparaba el semestre siguiente, siempre de uñas con su padre.

La amaba y estaba convencido de que ella también lo amaba, pero sabía que ella sentía que había algo de él que no le había revelado. Nunca lo presionó para que lo hiciera. Era como si supiera que, en el momento oportuno, encontraría la manera de contárselo, y estaba dispuesta a esperar hasta que lo hiciera. Y él sabía que un día lo haría, cuando tuviera su título y estuviera trabajando y pudiera plantearse de veras pasar el resto de su vida con ella, tal vez incluso con hijos. Pero para esto faltaba un año, tal vez dos. Para entonces, esperaba, el peligro de su pasado se habría difuminado del todo y se sentiría lo bastante cómodo para hablarle de él. Contarle quién era en realidad, quién había sido y la verdad de lo que sucedió.


Marten se apartó del agua y anduvo solo a través de la arena en dirección al coche, feliz por el hecho de que por la mañana regresaría a Manchester y al lado de Clem y al mundo verde y tranquilo que había hecho suyo. ¿Qué era lo que Kovalenko le había dicho? «Vuelve a tus jardines ingleses. Es una vida mucho mejor.»Justo delante estaba su coche, y a medida que se acercaba iba viendo algo que estaba escrito a lo largo del parabrisas en grandes letras, como si lo hubieran hecho con una pastilla de jabón. Con la escasa luz no distinguía bien lo que ponía, ni lograba imaginar quién lo había hecho, ni por qué. ¿Qué más daba? Podía ser un fastidio, pero después de todo lo sucedido, no significaba nada. Luego se acercó más y vio lo que era. El corazón se le subió a la garganta y un escalofrío le recorrió el espinazo. Garabateadas de mala manera y cubriendo casi todo el parabrisas, subrayadas con signos de exclamación, estaban las cuatro letras más aterradoras que se podía imaginar:

¡LAPD!

Le habían encontrado.

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